61

Borges escuchó que alguien pronunciaba, desde una segunda fila, la palabra amor. Era una palabra extraña, rara, que, en ocasiones, lo ponía contra la pared. A él, al Borges verdadero. Había tratado de amar apasionadamente, había intentado que los afectos gobernaran su voluntad, había tratado de pasarse a las filas del arrebato, pero siempre, inevitablemente, la razón normaba todo, ponía cercas, límites, lo rescataba en el momento justo en que su afiebrada imaginación parecía iniciar un viaje sin vuelta, interminable. Y siempre necesitaba volver a empezar. De la nada. De la inercia. Borges desarrollaba afectos que al cabo de un tiempo se recogían hasta que ya no era posible que lo hicieran más. Quería, quería, quería, hasta que no había más remedio que secarlo todo, cortar las flores, incendiar el jardín. El infierno como estación terminal del paraíso. La tormenta después de la calma. Había querido a tantas y a tantas había dejado de amar que ya no sabía el verdadero significado de la palabra amor. ¿Cómo se pronuncian las palabras vacías? ¿Por qué había palabras que de tanto usarse se iban gastando hasta quedar reducidas a la mera forma que dibujaban las líneas de tinta sobre el papel? Borges tomó un poco de aire antes de responder. Supuso que ahí estaban todas las mujeres que había amado o que había intentado amar. Supuso que ahí estaba Nacha. ¿Nacha? ¿Quién era Nacha? Y ¿por qué se había ido con ella a la habitación? «Vamos, Georgie, qué pasa contigo», se regañó en silencio. Trató de hallar entre la gente a Emilia. La mitad de su mente deseaba verla y la otra mitad también. «Emilia, Emilita, ¿dónde estás?», susurró haciendo un esfuerzo grande por reconocer sus rasgos todavía adolescentes en medio de los rostros borrosos que advertía. A veces había pensado en el amor como en una gran apuesta. Se imaginaba frente a una ruleta con varias fichas en la mano. Podía ver los nombres que ocupaban los casilleros: Margarita, Almendra, Patricia, Alejandra, Ignacia, Beatriz, Antonia, y así hasta completar treinta y seis. Treinta y seis nombres. Treinta y seis mujeres. Treinta y seis posibilidades de acertar. El problema de Borges era que nunca había ganado en esa ruleta, a pesar de haber jugado todas las fichas y de haber ocupado todas las probabilidades matemáticas que se podían dar. Borges, en el amor, había sido un desastre. Pero ahora, Emilia… Todavía… Nunca era tarde ni tampoco demasiado… Pero era casi una niña… Una ni…

—Amor, Borges.

—Vaya palabrita… Bue, creo que esa palabra de tanto usarla ha perdido fuerza… Aunque quizá nunca tuvo mucha. Para mí el amor es una tontería, una superstición, una…

No alcanzó a terminar la frase. Emilia irrumpió de la nada y pronunció un discurso ininteligible. Un discurso que a Borges le dio risa, le dio nervio, le dio… Hasta que la boca de Emilia cubrió la suya. Y la boca de Borges cubrió la de Emilia. En ese beso Borges sintió muchas cosas. Muchas. Pero por encima de todas sintió que, tras largo tiempo, la bolita de la ruleta caía en el mismo casillero al que él le había puesto las últimas fichas que le quedaban. «¡Negro el ocho!».

62

Emilia lo besó una, dos, tres, cuatro veces. Borges pudo sentir su saliva tibia. La irregularidad de su dentadura. La textura de su lengua, parecida al terciopelo. Era una extraña forma de entrar en su mundo. Una manera singular de aproximarse. De apropiarse de su existencia. La boca de Emilia y la suya. Dos cuerpos unidos a través de los labios que se adosaban como el caracol a la tierra. Y el aliento de Emilia que le sabía a cada una de las palabras que ella misma amaba: arándano, girasol, lavanda, azucena. Pensó en todos los besos que no le había dado. Pensó en todos los besos que se habían deshecho en el aire; en todos esos besos que se debió tragar.

—No sabés cuánto tiempo había esperado por este instante.

Y cerró los ojos para darle un quinto beso y no evitó llorar.

—¿Por qué lloras?

—No, si no estoy llorando.

—Cómo que no.

Borges se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta. La escena parecía el final de un culebrón rosa.

—Qué te voy a decir a vos, si lo sabés todo… Si en el fondo, detrás de esta armadura de hombre frío, vive un sentimental.

A alguien se le ocurrió aplaudir. Como si eso fuera una performance o el afiche vivo de la celebración del día de los enamorados. Otro lo siguió en su arrebato. Un tercero dejó su copa de champaña y se sumó a los aplausos. El pianista, que había hecho un alto para refrescarse, guardó en el bolsillo de su pantalón el pañuelo con el que se había secado el sudor de la frente, y, como si no pudiera expresar de otro modo su alegría, interpretó al piano la Marcha de todos los santos. En ese momento, Borges giró hacia el pasillo de entrada y vio, entre luces y sombras, la cara de Nacha desdibujándose como una muñeca de cera.

—Nacha —dijo con su voz queda, y supuso que habría muchos otros nombres, muchas otras caras, a las que no lograría ligar una historia. Porque por más que se esforzaba su memoria no conseguía saber quién era realmente esa muchacha que lo había besado en la penumbra de una habitación. ¿Cuántas otras Nachas habría? ¿Cuántas otras historias que no podría recordar? No era algo que le preocupara demasiado en ese momento. Ahora que Emilia estaba a su lado. Ahora que Emilia lo rodeaba con sus brazos y volvía a besarlo en la boca. Fue entonces, luego del último beso, que le pareció reconocer un rostro familiar que asomaba por el pasillo de entrada. Emilia también lo vio. Fue una aparición fantasmal. Llevaba una chaqueta negra y el semblante abrumado. No fue más que una fracción de segundo en la que él se mantuvo dentro del campo visual de Emilia y Borges. Para cuando pudieron recordar de quién era esa cara, Antonio ya no estaba, se había ido. Borges pensó en las casualidades de la vida, en que, de seguro, la presencia de Antonio ahí no era gratuita. Recordó lo que la propia Emilia le había contado de aquella relación. Cómo ella había creído que su felicidad sólo estaba asegurada mientras estuviera junto al autor de Rendido igual que un león y Llevas la camisa con sangre. «Pero me equivoqué, Georgie, me equivoqué medio a medio». ¿Cuántas veces se había equivocado? ¿Cuántas veces había apostado mal? ¿Cuántas veces se volvería a equivocar? Borges quiso besarla nuevamente, pero un estudiante la tomó del brazo y la llevó al centro del salón mientras en el piano seguía sonando la Marcha de todos los santos y todos bailaban y reían y esa fiesta era lo más cercano al paraíso que lo que cualquiera de ellos pudo imaginar.

63

Borges lo vio venir. Era un muchacho del tamaño de un elefante. No alcanzó a entender nada. Advirtió que Emilia lo miraba con ojos de enamorada. En tres segundos su visión del mundo había cambiado, no por alguna revelación, sino porque ahora iba por la vida subido a los hombros del muchacho-elefante. «¡A la calle, a la calle, a la calle!», gritaba el resto de los estudiantes dispuesto a que la fiesta en casa de los Bioy siguiera fuera del edificio de calle Posadas. El pianista dejó el piano y se sumó a la manifestación mientras la banda de bronces tomaba posiciones para enrumbar al exterior al son de trompetas y clarinetes. Jovita, envalentonada por el ambiente, se animó a arengar a la concurrencia: «¡Todos a la calle!». Y en el mismo momento en que la mayoría replicaba a ese grito con un «¡Sí!» y el puño en alto, la banda irrumpió con el himno patrio de Argentina. La improvisada marcha descendió peldaño a peldaño por la escalera del edificio llevando a Borges en andas, quien no conseguía entender del todo este exceso de patriotismo que también lo incluía, porque se oía a sí mismo vociferando a todo pulmón aquello de: «¡Al gran pueblo argentino, salud!». Arriba no quedó nadie, a excepción de Jovita, que había hecho de capitán Araya.

—Lo siento, Adolfito, pero usted sabe que mi lugar está acá, en la casa. Si se van todos, alguien tiene que quedarse. Y ese alguien soy yo, ¿no cree? —le dijo a Bioy cuando este la conminó a unirse a la manifestación que ella misma había encendido.

Una vez que llegaron abajo, los marchantes ya habían cambiado el repertorio. La canción patria había dejado paso a un tango mítico:


Volver, con la frente marchita,

las nieves del tiempo

platearon mi sien.

Sentir que es un soplo la vida,

que veinte años no es nada,

que febril la mirada

errante en las sombras

te busca y te nombra…


Luego vino Yira, yira por petición de una prostituta arrepentida que se había incorporado a los festejos. Borges continuaba deambulando en hombros ajenos y la banda hacía sonar sus instrumentos tratando de satisfacer hasta los pedidos más exóticos. Los muchachos que habían venido de la facultad preferían sacarle lustre al grito de guerra que ellos mismos habían ideado. Hacían rondas deslizando sus brazos por encima de los hombros de sus compañeros y, sin dejar de saltar, gritaban: «¡Borges está vivo, Borges inmortal; ningún hijo de puta lo podrá enterrar!». «¡Borges está vivo, Borges inmortal; ningún hijo de puta lo podrá enterrar!». «¡Borges está vivo, Borges inmortal; ningún hijo de puta lo podrá enterrar!». Era un pequeño mitin carnavalesco el que se apoderaba de la acera, una fiebre urbana que tenía en Borges al virus de la epidemia. Pero sin que se dieran mucha cuenta, ese barullo doméstico comenzó a ceder frente a una avalancha mayor. Primero fue una ovación de júbilo salida de las entrañas mismas de la ciudad. Unos gritos lejanos que de a poco se fueron acercando. En medio de tambores y cornetas las hordas humanas se adueñaban de las calles mientras desde las azoteas de los edificios lanzaban papel picado. También había globos que atravesaban los cielos y se mezclaban con los fuegos de artificio que despegaban desde el puerto. En escasos minutos, una fiesta todavía mayor terminó por engullir a Borges y los otros. Los autos colmaron las calles con sus bocinas y las banderas albicelestes, de todos los tamaños, se convirtieron en la postal recurrente. Un grupo de muchachas de no más de veinte años cruzó frente al edificio de los Bioy con sus caras pintadas y gritando frenéticas: «¡Argentina, te amamos!». Y media docena de taxistas echaba a andar arriba de sus vehículos justo en la plaza San Martín de Tours luciendo en sus parabrisas traseros la leyenda: «Diego, sos mi vida, sos mi Dios». Ancianos, adolescentes, niños, mujeres de todas las edades, saltaban frenéticos, tomados de la mano, improvisando cánticos llenos de adjetivos grandilocuentes. Un Chevrolet Biscayne del año 60 se paseaba con un altavoz en el techo, informando, por si aún quedaba algún despistado, lo que acababa de ocurrir: «¡Argentina está en la final de la Copa del Mundo, Argentina es finalista! ¡Un pueblo que trabaja unido, celebra unido! ¡Con Diego tocaremos el cielo!». Y luego de eso reproducía los dos goles de Maradona que le habían dado el triunfo a Argentina. La gente abría botellas, de cerveza, de champaña, de vino tinto, y se abrazaba con quien tuviera al frente. «Vamos a ser campeones» era la promesa más repetida. Y como si esa afirmación no bastara, arremetían con un nuevo canto, una nueva leyenda que llevarse a la boca. A pesar de todo, la banda de bronces seguía tocando y la muchachada luchaba para mantener en vilo al escritor. «¡Borges, amigo, el pueblo está contigo!». Resistieron hasta donde les fue posible. Hasta que hubo fuerza. Era una docena de botes sorprendidos por una tormenta en altamar. Bioy se acercó a Borges antes de que naufragaran y le dijo:

—Creo que ese Maradona tiene más éxito que nosotros dos juntos.

Y luego volvieron a entrar al edificio de calle Posadas para refugiarse de ese exceso de alegría.

64

La vida había dado un vuelco inesperado para Borges y Emilia. El futuro, hasta ayer una cuestión incierta, impensable, ahora se levantaba delante de ellos atiborrado de planes, sueños y círculos rojos. Emilia había dispuesto sobre la mesa un mapa de Argentina y, con el trazo de un plumón había encerrado en imperfecta circunferencia los lugares que habrían de visitar para aclararle al mundo que Borges seguía vivo, que la literatura argentina podía estar tranquila. Jujuy, Comandante Fontana, Resistencia, Curuzú Cuatiá, Alta Gracia, Gualeguaychú, Venado Tuerto, Belén de Escobar, Coronel Pringles.

—Creo que hay una canción que habla de Coronel Pringles.

—Ah, sí. Mira tú. Chos Malal, Villa Regina, Ingeniero Jacobacci, El Bolsón, Puerto Pirámides.

—¿Y habrá pirámides en Puerto Pirámides?

—Quizá algún egipcio.

Esquel, Caleta Olivia, Perito Moreno, Río Turbio, Puerto Deseado.

—En unos diez años más, cuando nos aburramos de los otros, de la gente, cuando nos cansemos de andar dando vueltas por el mundo, nos iremos a Puerto Deseado a tomar mate y a ver los atardeceres. Saldremos a la ventana a contemplar el mar, y, en los días de calor, nos arremangaremos los pantalones para caminar por el borde de la playa y dejar que el Atlántico nos refresque los pies. Nos dormiremos mirándonos a los ojos y por las mañanas, cuando ya no puedas leer, yo me encargaré de contarte lo que escriben los nuevos poetas, los narradores que acaban de llegar a las tiendas en forma de libro. Y podremos tocar la felicidad o cubrimos con ella en los días del invierno, según prefieras.

Cada uno de esos lugares que Emilia fue encerrando dentro de un círculo rojo formaba parte de un itinerario mayor que bien pudo llevar por título Guía para ser feliz al lado de Borges y, de paso, demostrar que está más vivo que nunca. Lo habían conversado con el propio Bioy, quien se había entusiasmado con la idea de acompañarlos a algunos lugares, especialmente a Caleta Olivia y Coronel Pringles.

—No me preguntes por qué, pero hay algunas palabras que en mí operan como imanes. Nada más oírlas sé que debo ir hacia ellas, tengan la forma que tengan, la de una ciudad, la de un bar, la de una mujer.

Para ir a Coronel Pringles, a Resistencia, a Río Turbio, hasta para permanecer en Buenos Aires, aunque fuera en una pensión de cuarta como aquella en la que se estaban quedando, Emilia y Borges necesitaban algo de dinero. Bioy les había entregado una cantidad importante que, sabiéndola administrar, les permitiría vivir sin zozobras durante algunos meses, pero Emilia tenía algunos planes que requerían de otras entradas. Si iban a recorrer el país no lo iban a hacer ni a lomo de burra ni subiendo y bajando de cuanto bus fuera preciso tomar.

—Lo vamos a hacer en un Taunus del 62 —le dijo a Borges, sin evitar que este se atragantara con las tostadas que la misma Emilia le había preparado para el desayuno.

—Pero ¿por qué un Taunus del 62?

—Me pasa como a Bioy. Hay palabras que me obligan a ir hacia ellas.

No era cierto. O tal vez, en ocasiones, a Emilia le ocurría lo mismo que a Bioy. Sólo que en el caso del Taunus del 62 lo que había era un evidente regreso a las raíces, a la infancia perdida y añorada. El camino a la felicidad, en casa de Emilia, se hacía arriba de un Taunus del 62. Todos los veranos su padre emergía de debajo del auto, con las manos y la cara engrasada para decir: «Ya está, nos vamos a Bahía Inglesa».

O a San Francisco de Mostazal. O a Granizo. O a donde se les viniera en gana ese año pasar sus vacaciones.

—¿Y cómo haremos? —preguntó Borges.

—Déjamelo a mí. Tú eres el artista, yo soy la mujer terrena, la pragmática, la que no sabe despegarse del suelo.

No dejaba de ser graciosa esa última sentencia de Emilia. De pragmática nada, pero como se le había metido en la cabeza que nadie más que ella podía ayudar a Borges a recuperar el sitial que tenía antes de morir, precisaba de estos adjetivos, de estas definiciones para armarse de valor, para tener la certeza de que todo resultaría como había soñado. No estaba preparada para fracasar. Era demasiado tarde para eso. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de no separarse de Borges, con tal de no extraviar esa felicidad con la que empezaba a cubrirse por las noches. Había calculado que con un pago previo de unos dos mil dólares podía hacer suyo un Taunus que había visto en los avisos clasificados. Podía utilizar parte del dinero que Bioy le había entregado. El dinero restante Emilia pensaba obtenerlo de un par de exclusivas que iba a ofrecer a las revistas extranjeras interesadas en entrevistar a Borges. Había leído que así obraban algunas celebridades y como suponía que cualquier trámite para reclamar los derechos de autor de Borges sería una batalla larga que aún no estaban en condiciones de dar, apelar a las arcas de los más exitosos magazines le pareció la mejor manera de salvar la situación.

—Por lo pronto, Georgie, mañana nos daremos de baja. Nos olvidaremos del mundo y disfrutaremos del triunfo.

—¿De qué triunfo me hablás, Emilia? ¿A quién le hemos ganado?

—No lo tengo claro. Pero sé que ganamos. Lo puedo sentir en la piel.

65

Borges salió a caminar por la calle. Le había pedido a Emilia que le permitiera unos minutos de soledad. Pensó en los lugares que iban a recorrer juntos. Chos Malal, Ingeniero Jacobacci, Río Turbio, Perito Moreno. ¿Hacía cuánto tiempo que Borges no deambulaba por la Argentina profunda? ¿Hacía cuánto tiempo que no se alojaba en el pequeño hotelito vecino a la plaza central en Curuzú Cuatiá? ¿Cuánto tiempo que no se tomaba una copa de coñac en el bar de Gerardo, el mayor de los Rodríguez, la familia amiga de su padre que llevaba casi cien años en los alrededores de Perito Moreno? «Ay, Borges, qué ingrato que te has puesto. La fama te ha alejado de tus afectos, de tu gente, de tu patria». El reproche era auto impuesto y salía de su propia boca. Caminó algunos pasos más y un cansancio irrenunciable se adueñó de su cuerpo. Alcanzó como pudo el pasamanos de una banca y se sentó a reposar. La mano izquierda le dolía y se la llevó a la cara para mirarla con más detenimiento, intentando burlar su ceguera. Lo que vio fue una mano vieja, con los dedos levemente torcidos, la piel reseca por el tiempo. «Es la mano de Borges. Es mi mano», concluyó. Los años comenzaban a pasarle factura. Otra vez los huesos que él debía cargar. Otra vez las órdenes que salían de su cerebro no tenían una respuesta rápida por parte de sus músculos. «Estoy viejo», argüyó casi en silencio, levemente inquieto por esa revelación que no debía sorprenderlo. Después de todo tenía ochenta y seis años. No podía aspirar a otra cosa. No podía ser como ese personaje que aparecía en sus sueños: el mediocre actor de Humberstone que lucía un aspecto senil, pero que bajo los afeites y el maquillaje escondía cincuenta y tantos años de historia. Se alegró de estar ahí, de seguir vivo, de que la muerte no lo hubiera atrapado en Ginebra. Porque él quería a la Argentina, le gustaba sentirse ciudadano de Buenos Aires, amaba los arrabales, los compadritos, las ferias de Palermo Viejo, los libros de la Biblioteca Nacional, los zaguanes y el tigre del Zoológico Metropolitano. Se estaba tan bien así, respirando como Borges, mirando el mundo a través de los ojos de Borges, recordando de la manera en que sólo Borges podía recordar. Imaginó un futuro al lado de Emilia, imaginó cientos de estudiantes oyéndolo en un auditorio inmenso, imaginó un cuento con el extraño nombre de Radislav, el minotauro, imaginó una tarde de verano rodeado de hijos y de nietos, imaginó una muerte plácida, dulce, lejana. «Ganamos —dijo—, claro que ganamos».

66

No podía verla. Sabía que andaba por ahí, pero no podía verla. Había pasado toda la tarde imaginándola de una manera muy particular. Le gustaba sentir la respiración de Emilia cerca suyo. Eso lo excitaba: las bocanadas de aire tibio saliendo de la boca de Emilia. Había en ese acto una suposición enrevesada que obraba en Borges la exasperación de su libido. La idea de que en esas bocanadas Emilia se iba entregando de a poco, en especiales porciones de sí misma, convertida en una exhalación cálida. A veces bastaba que ella profiriera algunas palabras, que dijese resabio o trompeta o canícula para que él se alterara. En esos casos, prefería que Emilia se acercara cuando él descansaba sentado en una silla, o recostado en la cama, porque de esa forma su aliento se deslizaba por el cuello y trepaba como una enredadera por los vastos centímetros de piel que mediaban entre su nuca y la oreja izquierda o la derecha, según el flanco por el que ella irrumpiera. No podía verla y a veces eso lo reconfortaba, porque Emilia no tenía límites, no estaba reducida a una imagen, Emilia era muchos sonidos, era un mosaico de aromas y una parte de su cuerpo que tocaba una porción de la suya. Las orejas de Emilia y los dedos de Borges, el pelo de Emilia y la cara de Borges, la palma de Emilia y la muñeca de Borges. Pero en ese instante no pudo tocarla. Tanteó el aire con su mano intentando hallar el cuerpo de Emilia y no encontró más que un vacío inmenso.

—¿Emilia?

Nadie respondió.

—¿Emilia? Sé que estás ahí.

Y aunque no tuvo respuesta supo que no estaba solo. Una corriente de aire delató a Emilia que se desplazaba desde un rincón de la pieza hasta el borde de la cama en la que Borges estaba sentado. Esa noche Emilia olía a mandarinas. A lluvia de marzo. A luna llena. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de Borges le soltó un suave shhhhht al oído. No hacían falta las palabras. La ciudad ya dormía, las calles estaban en silencio y no había por qué rebelarse ante ello. Emilia le pasó la yema de sus dedos por el rostro. De arriba hacia abajo. Lentamente. Una caricia que de tan sutil no alcanzó a consumarse. Cuando llegó a la altura de la boca, dedicó algunos segundos a repasar sus labios con la misma delicadeza. Luego hundió dos de sus dedos hasta tocar la lengua de su amante. Sacó los dedos de la boca de Borges y se los llevó a la suya. Emilia seguía de pie y Borges no se animaba a otra cosa que continuar sentado en la cama. No tenía prisa. Y ella tampoco la tenía. Se desabotonó la blusa que llevaba. Y también se aflojó el cinturón para librarse de los vaqueros que se había puesto de mañana. Borges no pudo ver cómo se sacó los zapatos ni la forma en que cayeron los pantalones ni tampoco cómo el cuerpo de Emilia, cada vez más desnudo, reinaba en esa oscuridad. Ella se contoneaba quedamente a escasos metros de Borges y se tocaba las piernas y se apretaba los pechos y arremetía contra su pelo en un intento por prolongar ese deseo. Borges trataba de armar la escena a partir del calor que irradiaba el cuerpo de Emilia, del aire que se mezclaba con los olores que ella liberaba en cada movimiento y de las palabras que la propia Emilia dejaba escapar cada tanto.

—Emilia…

—Shhhht…

No quería que hablara. No quería que pronunciara ninguna palabra. Dio un rodeo a la cama y alcanzó a Borges por la espalda. Deslizó sus manos por debajo de sus brazos y abrió pacientemente cada uno de los botones de la camisa. Cuando lo hizo, se retiró no sin antes respirar muy cerca suyo cinco, diez, quince veces.

—Te voy a comer, Borges, te voy a comer —le dijo, y por algunos segundos pareció perderse. La respiración de Borges era agitada. En medio de su inquietud imaginó a Emilia convertida en el tigre del Zoológico Metropolitano, ese tigre al que él siempre había admirado, y mientras se libraba de su ropa, con una cuota nada menor de nerviosismo, sintió cómo ese tigre se abalanzaba sobre su pecho, rugiendo, con sus garras afiladas, seguro de su poder, arrogante y fiero como sólo el deseo puede poner a una bestia.

—Te voy a comer, Borges —volvió a decir Emilia, que ahí, encima suyo, dejaba de ser una niña, una mocosa rebelde, y se convertía en mujer, a medida que le iba comiendo el cuello, la boca, a medida que le enterraba las garras en su pecho—, te voy a comer entero, ya vas a ver —a medida que su cuerpo iba encajando en el de Borges y comenzaba a quejarse como una fiera herida de muerte.

Ahí estaban los dos, empeñados en una hermosa batalla, el tigre y el escritor, la adolescente y su fantasía, dos cuerpos que se iban armando a punta de agitados movimientos, de susurros, mordidas y quejidos, las manos de Borges asidas a las rebosantes nalgas de Emilia, la lengua de ella empeñada en su pecho, las piernas de uno enredadas en las del otro.

—Emilia… Emilia…

—Shhhhht…

El cuerpo de Emilia se agitaba brutalmente y su boca enloquecía hasta deformarse. La boca de Borges también sufría una transformación extraña y sus ojos empezaban a sumirse en una ceguera mayor. Los quejidos que Emilia iba soltando se perdían entre las sábanas y parecía que las sábanas estrangulaban a Borges para exigirle quejidos propios. Pero Borges no se quejaba y a lo único que atinaba era a tensar sus músculos y a pronunciar el nombre de «Emilia… Emilia…», como si fuera un mantra. El escritor parecía haber controlado al tigre, que volvía a rugir, a quejarse, porque la última estocada lo condenaba a la mortandad en la tierra de las sombras. El tigre había entrado en su mundo y ahora corrían los dos rumbo al dulce despeñadero. Emilia le enterró las uñas en los hombros, con los ojos enrojecidos, profirió su nombre en un grito largo y desgarrador que a Borges le recordó el rugido dominical del tigre de su infancia, pero antes de que esa imagen le invadiera la cabeza también gritó el nombre de Emilia, de modo dramático y agónico, para luego repetirlo en forma de un murmullo. Los dos cuerpos se derrumbaron. Uno encima del otro. Y durante algunos minutos no hubo más que el silencio, un hombre y una mujer abatidos. Hasta que Borges volvió a besar su piel ingenua. También sus labios. No la podía ver y no se lamentaba de ello, porque la Emilia que él podía tocar, la que podía oler, esa Emilia que se dejaba oír en forma de susurro, también en forma de grito, travestida en el tigre de Bengala del Zoológico Metropolitano, era tan bella como la otra, la que los seres comunes y corrientes tenían el derecho de mirar.

67

Seguían en la cama. Abrazados en un solo cuerpo. El sol hacía rato que trataba de colarse por la única ventana de la habitación. Borges aún dormía, soltando cada tanto un ronquido profundo. Parecía un animalito indefenso, hecho un ovillo en medio de las sábanas. Emilia lo miraba desde cerca. Seguía la ruta de las arrugas que le dibujaban la frente. Aquellas que irrumpían bajo sus ojos. Podía sentir su respiración, el aliento de su boca. Borges olía a papel y a tinta fresca. Y eso, a Emilia, le pareció una consecuencia mayor. Emilia le acarició la mejilla.

—Mi Georgie… Mi querido Georgie.

Quiso unirse a él todavía más, reinventando ese abrazo adormecido. No alcanzó a consumar su idea. Alguien golpeó la puerta. Borges salió de sus sueños con gesto de desconcierto.

—¿Quién es? ¿Qué hora es?

—Shhhht. Tontito. Déjame a mí, tú sigue durmiendo —le dijo.

Le dio unos suaves golpes en el pecho con la mano extendida, besó su frente y se levantó de la cama.

—¿Quién es?

—Arturo Frávega Urruticoechea, agente editorial.

—¿Y qué quiere? —preguntó Emilia, sin abrir.

—Preciso hablar con Borges.

—¿A esta hora?

—Cuanto antes mejor.

Emilia entreabrió la puerta lo suficiente como para hacerse una idea de quién era el tal Frávega Urruticoechea.

—Georgie está descansando —le dijo—, tendrá que esperar unos minutos.

Frávega era alto y llevaba puesto unos anteojos oscuros. Emilia lo observó de pies a cabeza. Desde su engominado pelo hasta los lustrosos zapatos en punta.

—Deberá esperar —insistió.

—No hay problema.

Cuando cerró la puerta advirtió que Borges estaba despierto, sentado sobre la cama.

—¿Frávega cuánto, dijo?

—Urruticoechea. Te quiere ver.

—¿Para qué?

—No lo sé.

—¿Qué debo hacer?

—Levantarte de la cama, darme un buen beso y meterte a la ducha.

Borges se levantó de la cama en calzoncillos. Su aspecto no era precisamente el de un seductor. Caminó con lentitud hasta quedar frente a Emilia. Deslizó sus manos por las mejillas hasta la nuca y la besó con firmeza. Dos, tres veces. Luego, con el mismo andar cansino, se calzó las zapatillas de levantarse, cogió una toalla con la que se cubrió el cuerpo y salió por la puerta posterior de la habitación en busca del baño.

68

—Usted no está para estas cosas, Borges. ¿Qué es esto de vivir en una pocilga así? No hay derecho. De verdad que no hay derecho.

Frávega hablaba como si realmente la situación por la que atravesaba Borges lo molestara. Como si él se sintiera en alguna medida responsable de ese presente de morada húmeda y precaria que le había tocado al autor de El Aleph. Tomó un sorbo de café y siguió con su perorata.

—Usted debiera estar en otro lado. Habitando alguna de las suites del hotel Alvear o un chalé en La Recoleta. En cualquier lugar, Borges, en cualquier lugar, menos acá. Cada hombre tiene un lugar en el mundo, un espacio que le corresponde, y creo que usted debiera coincidir conmigo en que este no es su lugar.

Estaban en el comedor de la pensión, desayunando un café amargo y tostadas con dulce de leche. Los tres: Emilia, Frávega y Borges. Había instantes en que Frávega debía interrumpir sus intervenciones por las emanaciones de cebolla frita que se arrancaban de la cocina.

—Usted se merece otros olores, Borges. Algo más digno que el de la fritanga —y se llevaba los dedos a la nariz para aplacar el hedor.

Frávega se presentó a sí mismo como el agente literario con más futuro de Buenos Aires y sus alrededores. Decía tener la representación de un manojo de escritores que habrían de descollar una década más tarde.

—Probablemente los nombres de Ursula Corol, Antonio Mendicutti o César Aira no le digan mucho ahora, pero déjeme decirle que tienen un futuro asegurado no sólo en el mercado sudamericano… Yo apuesto por ellos como escritores globales. Artistas del mundo.

Hizo referencia a su impecable olfato, a la mirada cenital que tenía de la literatura, a las nuevas tendencias que se estaban gestando en las grandes capitales de América del Sur y que iban a sepultar, de una vez y para siempre, al sobredimensionado fenómeno del boom latinoamericano.

—Pero usted, Borges… Usted siempre será Borges. Un clásico de los clásicos. Su literatura está destinada a la eternidad y supongo que no debe ser la primera vez que escucha un halago de este tono. Usted es un escritor condenado a no morir jamás.

Frávega era asertivo. Tremendamente asertivo, aunque prefiriera no sacarse las gafas y se acomodara, reiteradamente, el nudo de la corbata. Borges lo escuchaba con especial interés. También Emilia. No había sido necesario que le explicaran las razones de por qué el Borges que enterraron en Plainpalais no era el verdadero Borges. No había sido necesario que se pusieran de acuerdo en qué debían decir y qué no. Borges se hallaba muy cómodo frente a ese hombre cuya existencia no hubiese podido imaginar minutos antes.

—¿Y cómo supo que andaba por acá?

—El mundo literario es un pañuelo. Basta estar bien conectado para saber qué está ocurriendo. Tenía ganas de hablar con usted, sobre todo después de lo de…

—¿Ginebra?

—No, olvídese de eso, Borges. ¿Quién soy yo para juzgar ese episodio? A lo que yo iba era a que ha pasado largo tiempo sin que conozcamos nada suyo. Sé que sus compromisos son muchos, que le queda poco tiempo… ¿Cómo se lo explico?

—Como le resulte más fácil, che.

—Quiero ser su agente.

—¿Mi agente?

—Sí, su agente. Creo que después del episodio de Ginebra es necesario que usted se reinvente. Que busque nuevos derroteros. Que suelte amarras que hasta ahora no había soltado. Y para eso, necesariamente, precisa vincularse con otra gente. Precisa sangre nueva, Borges. Sangre nueva que le permita refundarse. Borges refunda a Borges. Un capítulo imprescindible en su carrera como escritor. Puedo ver las letras de molde de los diarios de todo el mundo. Cuando todos lo creían acabado, Borges reinventa a Borges.

—¿Acabado dijo?

—Acabado… Bueno, es una metáfora… Piénselo, ¿qué escritor ha conseguido darle un segundo aire a su obra pasados los ochenta años? Nómbreme sólo uno. Sólo uno. ¿Quién podría estar en pie hoy para aventurarse en una empresa de esta magnitud? Dígame. ¿Quién?

—Bueno, me pilla frío.

—Es que no hay nadie, che, nadie, nadie más que usted.

—¿Y cuál es la idea?

—Quiero manejar su carrera.

—¿Y eso qué implica?

—Ya se verá. No me interesa hacer promesas. Pero le digo una cosa, el mundo a usted le debe algo.

—¿Sí?

—Por supuesto. Y esa deuda la saldamos en diciembre de este año o del próximo en Estocolmo. Sabe de lo que le hablo, ¿verdad?

—O sea…

—Reacciona, Borges, habla del Premio Nobel.

Una sonrisa extraña se instaló en su cara. Una sonrisa cuyo origen no hubiera podido explicar del todo.

—¿De verdad? ¿Está hablando del Nobel?

—Tómelo como una idea. O mejor aún, como un augurio. Aquí tiene mi tarjeta, mis teléfonos. Piénselo: Borges refunda a Borges.

Borges recibió la tarjeta y trató de leer lo que allí decía. Sólo vio una mancha blanca en forma de rectángulo. Frávega se levantó de la mesa, dejó dinero suficiente para pagar el desayuno y se despidió.

—Nos volveremos a ver, Borges. Si usted no me llama, lo voy a hacer yo… El café no estaba nada mal, ¿eh?, nada mal.

Borges y Emilia se quedaron sentados en el comedor. Mudos por algunos minutos, hasta que él se atrevió a romper el silencio:

—¿Y qué te pareció?

69

Solo, ahí, frente al espejo, Borges auscultaba su imagen. O lo que alcanzaba a ver de ella. Estaba excitado por el giro que había tomado su vida: la fiesta en la casa de Bioy; la relación con Emilia; la visita de Frávega. Por eso estaba ahí, frente al espejo, vestido como siempre. Con la chaqueta negra, los pantalones y la corbata igual de negros, la camisa blanca. Necesitaba verse. Reconocerse en esa imagen que el espejo le devolvía. «Yo soy Jorge Luis Borges y el mundo tiene una deuda conmigo», dijo, entrecerrando los ojos para hacer mejor foco sobre sí mismo. Todo parecía ocurrir demasiado aprisa. No hacía mucho que pensaba en el futuro como un callejón sin salida. Al cabo de unos días, el futuro se redibujaba e incluía, eventualmente, un boleto a Estocolmo. Se imaginó entrando por el pasillo del palacio de la academia sueca. Él y su andar calmo. Él, del brazo de Emilia. El hombre maduro, entrando en el ocaso, y la muchacha de la juventud soberana. Mientras, en un mal castellano, el locutor de turno, nacido probablemente en un barrio céntrico de Estocolmo, anunciaría la entrega del premio de ese año a Jorge Luis Borges. «No le debo nada al mundo y el mundo ya no me debe nada a mí. Estamos en paz», improvisó con cierta soberbia. «Viví sin el Nobel y estaba dispuesto a morir sin él, pero creo, sinceramente, que don Alfredito, Alfredito Nobel para los que no se enteran, se revolcaría eternamente dentro de su tumba si en la lista de los ganadores no figurara este argentino de origen irlandés que ama el inglés tanto como a Buenos Aires. Entonces, más que hacerme un favor a mí con este premio, lo que han hecho, señores de la academia, es asegurar a su creador un descanso eterno sin zozobras. No tomen estas palabras como las de un hombre poco humilde. Tómenlas, más bien, como las de un hombre que cree en la justicia. Que puede ser sorda y ciega a veces, como uno, pero siempre, aunque se tarde un siglo, llega». Borges calló por un momento. Trató de hacer foco en el espejo. Atisbaba su cara al fondo de un manchón iridiscente. Más que verse se adivinaba. Suponía una sonrisa que le partía la cara de manera elusiva. Suponía su calva en ciernes. Suponía sus ojos mustios, estériles. «La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad», se escuchó decir. Y luego, sin moverse de donde estaba, su voz volvió a irrumpir en el silencio involuntariamente: «Es que nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía». ¿De dónde emergían esas palabras? ¿Quién era realmente el fabricante de esas líneas que se parapetaba en un lugar al que él no podía acceder? ¿Acaso era Borges, el verdadero, que volvía a ocupar su puesto y comenzaba a dejarlo de lado sin que se diera cuenta? «Yo soy Jorge Luis Borges. Yo soy Jorge Luis Borges. Yo soy Jorge Luis Borges, el único», dijo, y golpeó el piso con el bastón de madera para dejar en claro que no había dos opciones. Que era él o nadie. Que estaba condenado a eso: a suplantar al verdadero Borges al punto de convertirse en él mismo. Que no había otra posibilidad.

70

Antonio salió a la calle. Ciego, enrabiado, podrido. Echó a andar sin rumbo, por la vereda vacía. Iba maldiciendo a Emilia, iba maldiciendo a Borges, se iba maldiciendo a sí mismo. «¡Soy un estúpido hijo de puta!». No podía borrar de su cabeza la cara de felicidad que había detrás de la sonrisa de Emilia. Tampoco podía obviar el beso con Borges. «¿Cómo fui tan imbécil de pensar que ella iba a correr a mis brazos?». Le dolía todo. El corazón, el orgullo, la cabeza. «¡Y con Borges, ese actor mediocre, depresivo, sin talento!». Cuando la ira le sobrevenía en forma de ráfaga las emprendía contra lo que tuviera más a mano. Un poste. La cortina metálica de la botillería. Las flores que crecían al borde de la vereda. El cielo. No sabía qué iba a hacer. ¿Regresar? ¿Dar la pelea? ¿Vengarse? Sí, vengarse. «Eres una traidora. Una mocosa traidora hija de la gran puta». Emilia se le aparecía dentro suyo. La veía desnuda. Haciéndole el amor con la boca abierta. Le metía un dedo en la boca. Le metía dos. Y eso a ella le encantaba. Y no podía parar de agitarse. De moverse. A ratos, Emilia tenía la calentura de una gata. Y parecía que las uñas le crecían porque se las enterraba justo debajo de las tetillas. Entonces Antonio volvía a la imagen más fresca, la de Emilia besándose con Borges, la de Emilia con cara de qué hago con toda esta felicidad que tengo, y el mundo era otra vez una mierda. «¡Emilia, hija de puta; Emilia, hija de puta; Emilia, hija de puta!». ¿Por qué Zambrotta no le había advertido? Para estar preparado, para que todo no lo tomara tan de sorpresa. ¿Y qué pudo haber hecho? ¿Cómo uno se prepara para una traición? «Quién sabe cuánto tiempo llevarán juntos. Tal vez desde el día que ella se fue. Tal vez de antes. ¡Maricón, Borges, maricón, yo que te ayudé, hijo de puta!». Había que vengarse. Iba a comprar un revólver y les iba a meter media docena de balas a cada uno. No. Mejor contrataba unos sicarios para ejecutar el trabajo y él quedaba con sus manos limpias. ¡Y de dónde iba a sacar el dinero, si con suerte le alcanzaba para pagar la habitación en la que se estaba quedando! Había que pensar otra cosa. A veces era preferible quedarse con los buenos recuerdos. Con esas imágenes que ya habían adquirido en su memoria carácter de postal. Emilia y él acostados en la cama viendo cómo la lluvia caía con crueldad del otro lado de la ventana. Un close-up de la boca de Emilia. Ambos almorzando unos tallarines con exceso de ajo en los días más calurosos del verano. Ella viendo el mar por vez primera. Desnudándose entera para quedar cubierta por una ola. Ella riendo de esa manera tan singular: hacia el infinito, dejando caer la cabeza sobre su espalda, con sus jirones de pelo rojo suspendidos en el aire. Lo tenía. Claro que lo tenía. No había mejor venganza que la verdad. Desenmascararlos. Acabar con esa impostura que se habían montado. Publicar un artículo que cuente la verdad del falso Borges. La historia de un chileno que quería aprovecharse de los argentinos. «¡Para que aprendan que conmigo no se juega!». Bastaría eso para que ese castillo de felicidad que habían construido se les viniera abajo. El destino se encargaría del resto.

71

A Borges, el de verdad, no lo tocan


Por Antonio Libur


Conocí a Julio Borges cuando recién comenzaba en las tablas. Un actor mediocre y torpe, sin talento para la representación. Lo conocí fruto de una serie de circunstancias que no es del caso detallar. Fue hace varios inviernos en Santiago de Chile. Tuvo una buena racha de críticas cuando el azar lo puso en el camino de un personaje que extrañamente interpretó de manera sobresaliente. Borges representó a su célebre homónimo Jorge Luis. Después del efímero éxito Julio Borges enloqueció. No volvió a aparecer en obra alguna y siguió actuando en su vida cotidiana como si fuera el Borges escritor. Lo acogí en mi círculo creyendo que podría ayudarlo. Puedo decir que fui amigo suyo porque supe de lo difícil que le resultaba a él vivir. En el colmo de su locura decidió cambiarse el nombre. Fue el 16 de enero de 1984. El juez que firmó el cambio de nombre se llama Aurelio Rodríguez y el folio con el que quedó registrado el trámite es el 1758 del Registro Civil de Ñuñoa. Desde ese día Julio se convirtió en Jorge Luis Borges. Vestía e intentaba hablar como imaginaba que lo hacía Borges. Leyó casi todos sus libros y gracias a su buena memoria pudo memorizar algunos datos y frases que más tarde usaría para sus oscuros fines. A pesar de esta obsesión nada hacía suponer lo que él se traía entre manos. Le perdí la pista a poco andar. Me parecía que su chifladura no tenía destino ni buen pronóstico. Suponía que cualquier día al abrir el diario me encontraría con la noticia de la muerte de Jorge Luis Borges. De Jorge Luis Borges el falso. Lo raro y lamentable es que quien murió primero fue el verdadero Jorge Luis Borges. Ese infausto 14 de junio leí la noticia en los diarios y quise creer que la muerte que ocupaba columnas y columnas de tinta era la del Borges que yo había conocido. No la de mi escritor favorito sino la del actor mediocre y torvo. Aún no me reponía del todo cuando a través del mismo diario me informé de la existencia de un hombre que reclamaba ser Borges instalándose en las afueras de la Casa Rosada donde había procedido a la lectura de uno de los cuentos del maestro. Las circunstancias me obligaron a viajar al día siguiente a Buenos Aires. Aquí me enteré de que el falso Borges no es otro que el hombre que yo conocí. Lamento saber que gente de la altura de Adolfo Bioy Casares y otros escritores de renombre han caído en el embaucamiento. Pero creo que nunca es tarde como para que los yerros se corrijan y se desenmascare a quienes profitan de la memoria de los hombres que han hecho un aporte sustantivo no sólo a la literatura sino al mejoramiento de la calidad de vida de los hombres. No imagino qué es lo que pretende este apócrifo Jorge Luis Borges. La próxima vez que lo vea no tenga miedo a escupirlo o a golpearlo o a insultarlo de la forma que prefiera. No permita que un chileno sin escrúpulos se ría en la cara de todo un pueblo.


El artículo firmado por el propio Antonio, a quien le colgaban la condición de escritor, apareció en una columna de la sección de cultura del diario La Nación en la mañana del 27 de junio. Esa misma tarde, Emilia y Borges se presentaban en un encuentro literario en Lomas de Zamora que entre otros auspiciadores tenía al diario que había publicado el texto de Libur.

72

Adriana miró otra vez el reloj. «La puntualidad chilena», pensó con sorna. Antonio estaba retrasado en veinte minutos. Como fuera, lo iba a esperar. A su diestra, encima de la mesa, descansaba un paquete de regalo en cuya tarjeta se podía leer: «Para Antonio». A su izquierda y perfectamente anillado reposaba un manuscrito de Heriberto Honcker. Se titulaba El día de las amapolas. Era una novela que Adriana había encontrado entre los papeles de su padre y que había demorado dos tardes y dos noches en leer. En ese texto ella había redescubierto a su progenitor. Nunca imaginó que a él le interesara escribir historias. Quería entregársela a Antonio para que le diera su opinión. ¿Por qué tardaba tanto? Adriana llamó al garzón y le pidió otro café. Había pensado que El día de las amapolas era un buen pretexto para seguirlo viendo. No sabía cuánto tiempo más se iba a quedar él en Buenos Aires, pero ella debía partir de regreso a Santiago. Volvía esa misma noche.

—¿Esta misma noche? —le dijo Antonio, luego de disculparse por los treinta minutos de retraso.

—Vivo así, Antonio, en permanente estado de emergencia. ¿Cómo es esa canción? «No soy de aquí, ni soy de allá, no tengo edad ni porvenir…».

—¿Qué tienes ahí?

—Un regalo para vos.

—No, no, ese manuscrito.

—Ah, mirá, ahora resulta que mi padre era escritor, como vos. Qué te parece, El día de las amapolas, es un buen título, ¿no?

—¿Otra novela de tu padre?

—¿Cómo que otra, Antonio?

—O sea… No me habías… Otra novela… Lo que quiero decir es que él escribió mucho… Tú me habías contado que tenía muchos textos escritos.

—Pero no novelas, lo suyo era la investigación. Aunque después de leer El día de las amapolas tengo la sensación de que pudo ser un gran escritor… Bueno, mirá, es la hija que sigue babeando por su padre. Por eso te la traje, quiero que me des tu opinión, quiero que la leas.

Antonio tomó el manuscrito entre sus manos.

El día de las amapolas, de Heriberto Honcker, suena bien, es un buen título —dijo, y una envidia profunda lo invadió.

Una vez más estaba enfrentado al talento de los otros. Una vez más era otro el que acertaba. ¿Por qué era tan difícil escribir una historia verdadera? ¿Por qué sentía que jamás iba a ser capaz de escribir una historia propia? ¿Acaso estaba condenado a tomar los textos de otros para cumplir su sueño de ser escritor? ¿Quién vendría después de su tío Custodio de los Ángeles, después de Heriberto Honcker, a qué muerto iba a chuparle la sangre?

—Lo voy a leer. Claro que lo voy a leer y te comento. Siempre es bueno tener una opinión de fuera. Los familiares, y perdóname que te lo diga, nunca son buenos críticos literarios… Déjamelo… Y…

—Y me decís qué te parece. En una de esas yo estoy alucinando y lo único que queda es guardar el manuscrito en el baúl de los recuerdos. Pero cómo sabés. Tomá, aquí está mi número en Santiago. Anótame el tuyo acá.

Antonio cogió el lápiz. A mitad de camino titubeó. Tuvo la intención de anotar un número falso. ¿Y si Adriana tenía una copia de ADN, el manuscrito que él había robado de su casa? ¿Y si El día de las amapolas era una obra de arte que debía aparecer bajo el nombre de Antonio Libur?

—Antonio, ¿qué pasa?, ¿no me vas a dar tu teléfono?

—Sí, claro —dijo, y terminó de escribir el número en la tarjeta.

—Y esto es para ti. Como no voy a poder cumplir la promesa que te había hecho…

—¿La promesa? ¿Cuál promesa?

—De mostrarte las casas de Borges… Tomá, espero que te guste.

Antonio recibió el paquete y retiró el papel con mucho cuidado. De pronto, tuvo en sus manos las obras completas de Jorge Luis Borges. Levantó la vista y por una fracción de segundo la tapa de las obras completas quedó en un primer plano y al fondo, apenas desenfocada, Adriana sonriendo, con los ojos casi brillosos, esperando la reacción de Antonio.

—Gracias, de verdad, muchas gracias —dijo, y se levantó de su asiento para darle un beso largo en la mejilla.

Adriana sonrió con un dejo de tristeza.

—En una de esas ya no te veo más…

—Pero si tengo que comentarte la novela de tu padre…

—Es un presentimiento, el sexto sentido de la mujer, ¿viste?

Antonio prefirió callarse. Volvió a ofrecerle una última sonrisa. La vio levantarse del asiento. Sintió el abrazo de despedida. También el olor de Adriana, que se quedó junto a él hasta que ella se subió al taxi y se perdió en medio del tráfico automovilístico de Buenos Aires. Sabía que esa historia no había terminado, pero también tenía claro que podía quedar suspendida en el tiempo para siempre. Había historias que era preferible dejar inconclusas, inalterables. Historias que era mejor no tocar. Para no ensuciar los recuerdos ni perturbar la esperanza. ¿La esperanza de qué? La de un futuro mejor al que nunca echaremos mano por miedo a perderlo todo.

73

—Un llamado de Santiago de Chile para usted, señor Libur —le dijo la telefonista del hotel Rimsky del otro lado de la línea—. Conversen.

—¿Sí?

—Antonio, ¿cómo está todo por allá?

—¿Con quién hablo?

—Ay, qué desmemoriado, darling… Con Eusebio, Eusebio Fernández, el mejor periodista cultural de Chile.

—Ah, Fernández…

—Pero qué pasa con el escritor más promisorio del mundo. Qué desgano. Cualquiera diría que te han clavado un puñal por la espalda. ¿Cómo va la novela? ¿Diste con tu Borges apócrifo?

—Sí, pero no quiero hablar de eso…

—¿Cómo? ¿Vas a buscar a ese Borges falso para escribir tu novela y ahora resulta que no quieres hablar?

—Ese Borges era un embaucador. Un chanta de marca mayor. Un pelotudo. Un…

—¡Un gran personaje!

—No voy a escribir una historia para que se haga famoso… Además, mi novela va por otro lado.

—¿En serio?

—Sí, se llama Gemelos… Y es la historia de un hombre y una mujer exactamente iguales. Ella es norteamericana y él es un biólogo que vive en Pilar, a cuarenta y cinco kilómetros de Buenos Aires.

—¿Y Borges? ¿Borges no aparece?

—Borges está muerto y yo a los muertos… Yo a los muertos los respeto.

—Qué lástima, darling, ya tenía prácticamente escrita una nota que se titulaba: Libur viaja a Buenos Aires a buscar al protagonista de su próxima novela. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Poner que Antonio Libur viajó a Buenos Aires a terminar su próxima novela.

—Así de violento, ¿a terminarla?

—Sí, a terminarla.

—Vaya, Antonio, ¡felicitaciones! ¿Y para cuándo crees tú que será el parto de Gemelos?

—Depende de la editorial, pero la novela ya está prácticamente escrita. Antes de fin de año imagino que estará en librerías.

—Qué emoción, de verdad, qué emoción. Una historia tuya, propia, salida del alma de Antonio Libur… Con eso titulo mañana, te lo aseguro. Un beso y estamos en contacto, maravilla.

Antonio colgó el teléfono y se quedó pensando en las últimas palabras de Fernández. «Una historia propia, salida del alma de Antonio Libur…». Ese día, por más que trató, no pudo desligarse de esa frase.

74

Borges tuvo un mal presentimiento. Cuando bajaron del taxi que los llevó hasta la Feria de Escritores de Lomas de Zamora tropezó con un pequeño bulto.

—¿Qué es eso, Emilia?

—Una paloma muerta. ¡Qué asco!

—No es una buena señal.

—Tranquilo, nada puede resultar mal.

Emilia había hecho algunos contactos para que Borges firmara libros en la feria. Había conocido al dueño de un stand a quien la idea le pareció formidable. «Borges firmando libros cuando todos lo creen muerto. Sencillamente extraordinario». Borges iba aferrado al brazo de Emilia. Entró mascullando una plegaria de los druidas.

—¿Qué dices, Georgie?

—Es una antigua oración, para alejar a los malos espíritus.

Emilia y Borges irrumpieron en el pasillo central, erguidos, la frente en alto. Emilia iba saludando a la gente con un fino movimiento de cabeza. Borges, aunque veía muy poco, repetía mecánicamente el gesto. Lo que observaba Emilia y no podía advertir Borges era que la mayoría de las personas no le respondía el saludo, que casi todas lo miraban con malos ojos o se reían burlonamente. Cuando llegaron al stand, el dependiente había dispuesto un lugar especial. Un letrero anunciaba: «Borges firma libros hoy», y sobre un mesón figuraban todos sus textos a precio de oferta.

—No tengo libros de otro autor que no sea Borges. Mil libros que espero liquidar hoy mismo. Así es que prepare la mano, don Jorge Luis.

Borges se acomodó en una silla especialmente acondicionada. Pidió un vaso de agua que le trajeron en el acto. Tenía sed, mucha sed. Borges recordó otras ferias, otros encuentros. Recordó sus primeros escarceos como poeta. Los primeros autógrafos. Lo bochornoso de ese pequeño acto de vanidad. Las dedicatorias de las que alguna vez se arrepintió. Ahora que no veía, ahora que escribía de memoria, todo iba a ser más difícil. Mil libros había dicho el locatario. Hizo un pequeño cálculo. Mil libros en tres horas obligaba a firmar seis libros por minuto. ¡Imposible! De cualquier forma, creyó que mientras antes comenzara a firmar libros más cerca estaría de la meta. Pasaron los minutos y nadie se acercó hasta donde Borges se encontraba. Los primeros que le pidieron un autógrafo fueron unos canadienses que no tenían idea de quién era ese anciano escritor. Y luego, una española que se había metido en la feria por error decidió llevar tres libros suyos, visto que en la última semana había leído «algo» en la prensa acerca de un tal Borges. Cuando al dependiente se le ocurrió anunciar por altoparlante que el escritor argentino Jorge Luis Borges estaba en su stand firmando libros, lo que hasta ese momento había sido una feria tranquila se convirtió en otra cosa. Los dueños de los otros stands, con el diario en el que salía el artículo escrito por Antonio Libur en la mano, se le fueron encima y lo acusaron de antipatriota, de cómplice de la farsa, de mercenario.

—No te metas con Borges, hijo de puta.

—Dejalo descansar en paz, infeliz.

El público que ya había leído el artículo no demoró en reaccionar, pero esta vez el blanco de su ira fue el propio Borges, que ya estaba inquieto por el bullicio que había a su alrededor.

—¿Qué pasa, Emilia? ¿A qué viene toda esa bulla?

—Nada, Borges… Tú no escuches.

—¡Andate a tu patria, chileno hipócrita!

—¡Impostor!

—¡Desgraciado!

Emilia se multiplicaba tratando de contener a la gente y lo mismo hacían los empleados del stand y algunos de los guardias. Entonces comenzaron a tirarle monedas. Monedas y vasos de plástico. Un par de huevos cruzó el aire y fue a dar directamente en su cabeza.

—Emilia, ¿qué pasa?, ¿por qué están tirando huevos? —le preguntó Borges, limpiándose a tientas.

Un guardia le sugirió a Emilia que era mejor que se fueran.

—No podemos asegurarle que nada les pasará. Así es que mientras antes se vayan, mucho mejor.

Les ayudaron a salir por una puerta posterior y lograron subirse a un taxi. La turba los buscaba con ánimo de lincharlos.

—Nadie nos creyó, ¿no es cierto?

—No arrugues ahora, Borges… Una patota de mediocres y resentidos no nos va a doblegar. No podemos dejar que esa gente arruine nuestros sueños.

—Qué decía el diario.

—¿Qué diario?

—El diario, hablaban de lo que había aparecido en un diario.

Emilia tenía el diario en sus piernas, justo en la página donde estaba el artículo de Antonio. Lo dobló silenciosamente, abrió la ventanilla del taxi y lo tiró a la calle.

—Los diarios mienten, jamás han dicho la verdad.

75

Frávega lo citó a un café de calle Corrientes. Borges llegó a la hora convenida junto a Emilia. El café, empapelado de azulejos blancos y espejos, estaba prácticamente vacío.

—En otros tiempos esto hervía de intelectuales —dijo Borges.

—Los otros tiempos siempre fueron mejores que los actuales —replicó Frávega.

Le dio un apretón de manos y el mismo gesto tuvo con Emilia. Vestía igual que la primera vez. No le faltaban ni los anteojos ahumados ni la gomina en el pelo.

—Usted dirá —inquirió Borges, quien quedó sentado de espaldas a la puerta de entrada.

—¿Ha pensado acerca de lo que hablamos el otro día?

Borges miró a Emilia y luego respondió:

—Le hemos dado vueltas… Claro que le hemos dado vueltas. ¿Cierto, Emilia?

—¿Usted no leyó el diario, verdad?

—La realidad de los diarios me tiene sin cuidado. Mi mundo es la ficción, ¿entiende?

—Ayer casi nos lincharon en una feria de Lomas de Zamora y…

Frávega se llevó el índice a los labios e hizo un gesto con la mano dejando en claro que eso no le interesaba.

—Boludeces, puras boludeces… Hay cosas que la razón no puede entender, dice la frase. Yo diría: hay cosas que los boludos nunca van a entender.

—Me queda claro…

—Yo creo que un agente literario como usted le haría muy bien a Georgie, al menos en los primeros tiempos.

—¿Qué significa eso de los primeros tiempos?

—Podríamos probar…

—Es que ustedes no han entendido nada… Esta es una oportunidad única para Borges. De aquí a Estocolmo, ¿eh? No nos para nadie, ¿eh? Y sin querer pasar por soberbio ese camino o lo hacen de mi mano o, sencillamente, no lo hacen.

—¿Y qué propone? —terció Borges.

—Lo primero es lanzar algo al mercado. Darle una bofetada a todos aquellos que todavía no se enteran de que Borges sigue vivo. Quizá sea la hora de sacar a la luz una novela o tal vez un libro de poemas… Eso no estaría mal. Sería como empezar de nuevo. «Borges vuelve a los orígenes», dirían los diarios. Y, en buena medida, sería un poco eso, ¿no? Lo que vamos a hacer es refundar a Borges y eso pasa, necesariamente, por repasar toda su obra, desde los inicios…

—Es que tendríamos que darnos un tiempo… Yo no tengo… Quiero decir que…

—Lo que ocurre, Frávega, es que Georgie está en un período de hibernación de ideas.

—¿Cómo dice?

—Un paréntesis creativo. Usted no puede aparecerse de un día para otro, ofrecerse como agente literario y pedirle una novela. No corresponde. No somos nosotros los que nos debemos ajustar a sus tiempos, sino al revés.

—Insisto, creo que no están entendiendo.

—Permítame un minuto —dijo Borges, se levantó de su asiento y preguntó al garzón dónde estaba el baño—. Voy y vuelvo —les advirtió.

Rechazó la ayuda del garzón, también la de Emilia, y avanzó en dirección a los servicios. Podía ver sin grandes problemas el trayecto que debía cubrir y una vez abierta la puerta del baño no tuvo inconvenientes en bajarse los pantalones, levantar la tapa del escusado y sentarse por algunos segundos que, más tarde, se convertirían en largos minutos. «Volver a escribir», pensó, con las dos manos sosteniendo su cabeza. «¿Qué puedo escribir a estas alturas de mi vida?», se dijo en voz alta. «¿Cómo podría igualar el nivel de mis relatos precedentes? ¿Cómo podría escribir algo parecido a El Aleph o a Las ruinas circulares?», insistió en el autoengaño. ¿Era eso lo que quería? ¿Vivir el resto de sus días tratando de demostrar a todo el mundo que de verdad era Borges? ¿Tratando, incluso, de demostrarse a sí mismo que él era el hombre nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899?

—Borges, ¿te sientes bien? —preguntó Emilia desde el otro lado de la puerta.

—Sí, sí, tranquila que ya voy.

Intentó adivinar lo que pensaba Emilia de todo esto. No llegó a puerto. Echó a correr el agua del retrete. Se lavó las manos. Se refrescó la cara. Antes de salir buscó la llave de la pensión en su bolsillo y, valiéndose de ella, apuntó en la puerta: «Borges está vivo, pero no quiere escribir más». Deslizó sus dedos sobre la madera y pudo distinguir las formas que había dejado el recorrido de la llave. Luego de eso, salió. Hizo el recorrido de regreso lentamente. Se sentó a la mesa intentando mantener una sonrisa plácida. Intentando dar la impresión de que tenía controlada la situación. Al ver cierto fastidio en la cara del empresario, le dijo:

—Tengo mis tiempos, Frávega. Usted comprende.

Frávega no hizo amago de replicar. Se rascó la barbilla y estiró la boca en un gesto de evidente molestia.

—Bueno, lo que le decía a la chica es que el tiempo apremia y que mientras antes saquemos algún libro al mercado, tanto mejor. Tenemos que adelantarnos a todos y sorprender. Esa es la máxima, Borges: sorprender. Sorprender a los críticos, a los libreros, a los lectores, al mundo entero. ¿Me sigue?

—De seguirlo, lo sigo, pero creo que no será posible.

—¿De qué me está hablando?

—De que no estoy con ánimo de escribir ni una puta línea en los próximos meses.

—Pero ¿de qué me está hablando? Si ese nunca ha sido el problema. Usted no va a tener que escribir ni una puta línea ni en los próximos meses ni en los próximos años. De eso me encargo yo, ¿vio?

—No, no veo nada.

—No se me haga el chistoso. Mire, tengo un trío de jóvenes escritores capaces de plagiar el estilo de Borges a la perfección. Muchachos que crecieron leyendo sus escritos y que saben dónde va cada coma, cada ilativo, cada hipérbaton. Es más, ya contamos con un manuscrito de cuentos que me gustaría que usted viera para contar con su visto bueno y para que no lo pillen volando bajo a la hora de las entrevistas, ¿eh?

—No entiendo.

—¡Lo que le digo, tengo un grupo de negros que escribirán los libros por usted!

—¿Usted pretende que Jorge Luis Borges engañe a sus lectores, señor Frávega? ¿Nos está proponiendo que hagamos creer a los miles y miles de seguidores que Borges tiene en el mundo algo que no es verdad? —intervino Emilia.

Bussines are bussines, mocosa.

—¿Usted piensa que Jorge Luis Borges sería capaz de tamaña traición? ¿Usted cree que podría vender el alma por unos cochinos pesos? —arremetió Borges—. Déjeme que le diga una cosa, Frávega. ¡Usted es un mercenario de la literatura! ¡Usted no tiene moral! ¡Usted…, usted…, usted es un pelotudo!

—Yo les voy a decir una cosa. Una sola cosa. Para que piensen lo que están haciendo. La única posibilidad que tienen de ganar guita, ¡la única posibilidad!, es que me escuchen y que hagan lo que les diga que tienen que hacer. No nos veamos la suerte entre gitanos, por favor. Borges está muerto y enterrado en Plainpalais. La única carta que tienen para que el esfuerzo que han hecho valga la pena es que nos asociemos, ¿capicce?

—¡Capicce y las pelotas! ¡Jorge Luis Borges sacará un nuevo libro cuando se le venga en gana y no cuando un mocoso arribista le ordene que debe hacerlo!

—¡Mirá, viejo de mierda! Te estoy ofreciendo un salvavidas. Después de lo que apareció en La Nación nadie va a dar un peso por ustedes. ¿Entendés?

—¡Entendés y las pelotas!

—¡Mirá, chileno muerto de hambre, estás cavando tu propia tumba! ¡Nadie, pero nadie, te va a echar una mano de aquí en adelante, a menos que sea un boludo de marca mayor! ¡Devolvete a tu patria e intentá con Neruda, porque ni para Borges trucho te alcanza!

Frávega se levantó, sacó desde dentro de su chaqueta el diario donde salía el artículo firmado por Libur y se lo tiró a la cara.

—¡Yo me voy! ¡A ver si les alcanza para pagar la cuenta, muertos de hambre!

—¡Calíate, indigente, calíate! —replicó Borges antes de sumirse en un silencio triste y amargo. El garzón no tardó en traer la cuenta. Borges ni siquiera reaccionó. Emilia tomó el recibo y buscó en su billetera el dinero suficiente para cancelar. Miró a Borges y lo vio tan lejos, tan triste, tan destruido. Se acercó con suavidad y le dijo casi en un susurro:

—No tenemos nada más que hacer aquí. Dame la mano y larguémonos.

76

Emilia iba tomada de su brazo. Casi aferrada a él, como si temiera soltarse. El cielo cambiaba de color, pero Borges no podía enterarse por su propia cuenta. Era Emilia quien le iba diciendo qué tan celeste era ese celeste, qué forma tenían los arreboles que se desplazaban allá lejos, cómo era el gato que dormía sobre la marquesina de una tienda de chocolates.

—Dicen que esta es la hora mágica. Que no hay mejor luz para hacer cine, para fotografiar. Que esta luz no es otra cosa que el alarido del sol que se niega a perder el protagonismo. Qué despropósito, ¿no, Emilia? Yo caminando por las calles de mi Buenos Aires justo en la hora mágica, sin poder disfrutarla a plenitud.

—No te pongas así. No vale la pena.

Borges continuó atisbando ese cielo en un intento vano por rescatar algo de esos minutos de magia. Emilia trataba de suplir su ceguera adjetivando cada una de las cosas que veía a su alrededor. Iban camino a la casa de Bioy. Él mismo le había pedido a Emilia que fueran a visitarlo porque tenía algo importante que decirles. Borges no podía hacerse una idea de aquello que Bioy iba a decir, pero Emilia tenía un presentimiento bastante oscuro. Suponía que la cita a la que convocaba el autor de La invención de Morel tenía que ver con la publicación del artículo acerca del falso Borges.

—¿Para qué nos querrá?

—No lo sé.

—Es que es bastante raro… Bioy no es de convocar a citas extraordinarias.

Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse cuando Borges y Emilia llegaron hasta la puerta del edificio de calle Posadas. Subieron hasta el quinto piso en donde un Bioy desencantado y triste los esperaba. Ya no tenía la sonrisa de antes. Se le había quedado en algún sueño. Dentro de algún libro que había leído el día anterior. La oscuridad había vuelto a sus ojos. A sus hombros. También habitaba un pequeño territorio debajo de su boca. Borges no podía verlo. Pero supo de inmediato qué era lo que ocurría. A pesar de eso siguió avanzando por el pasillo de la casa de Posadas con una sonrisa impecable. La misma que a su lado llevaba Emilia.

—Adolfito, ¿por qué esa cara?

En ese salón el silencio parecía una enfermedad terminal. Apenas se oían los pasos de Borges y Emilia, el avance del tiempo en los relojes adosados a la pared, la respiración nimia del dueño de casa.

—Adolfito, ¿qué ocurre? —insistió.

Bioy nada dijo. Esbozó un gesto con su mano para que se acomodaran en el living.

—¿Se siente bien? —inquirió Emilia.

Bioy siguió callado, con la vista baja. Daba la sensación de que juntaba fuerzas para decir lo que debía decir. Emilia advirtió que en una mesa lateral estaba La Nación en donde Libur había publicado el infausto artículo.

—No, no estoy nada bien —les dijo.

Borges buscó el rostro de Emilia en medio de su propia oscuridad.

—Es por lo del diario, ¿no?

Bioy volvió a su mutismo.

—¿Qué diario? —preguntó Borges.

—Es por eso, ¿no? —insistió Emilia sin prestar atención a la pregunta de Borges.

Hubo otro silencio. Todavía más largo. Y tras unos segundos Bioy se animó a contestar.

—Hay cosas con las que no se juega. Hay cosas que son sagradas…

—No entiendo de que hablás, Adolfito.

—Prefiero que sea así… De verdad que lo prefiero… Sé que ustedes no son los únicos responsables de esto… Sé que buena parte de la culpa también es mía. Pero si todo hubiera salido bien. Si esta historia no hubiera tenido fisuras, si hubiera sido perfecta, como las historias de Borges… Como La biblioteca de Babel… Como Funes, el memorioso… Nunca he tenido muy claro cuánto de realidad y cuánto de ficción hay en la vida de cada uno. Me gusta pensar que la vida se alimenta de uno y otro lado. Los recuerdos son episodios sacados de la realidad que se van ficcionando dentro de nuestras cabezas. Así opera la imaginación. Con ladrillos reales y otros que se inventan. No es necesario que ustedes digan nada… Borges siempre fue eso. O lo sigue siendo, esté donde esté: mitad realidad, mitad cuento. A veces, en muchas de estas últimas noches que parecieron no tener fin, jugué con la idea de que tal vez éramos nada más que personajes creados por el propio Borges… Que no éramos más que piezas dentro de una historia que él mismo había montado desde su mundo verdadero… Cuando Emilia llegó hasta aquí para contarme que Borges seguía vivo pensé en eso, en la lógica de Borges, en la posibilidad de que un cuento suyo estuviera traspasando la frontera para colarse en el mundo de la no-ficción. Creí con toda mi alma en ello. Borges, el implacable. Borges, el inmortal. Borges, mi querido amigo Borges. Y seguí creyéndolo hasta hace muy poco, porque todo calzaba, no había por dónde hacerle mella a la historia… Pero me equivoqué. Me equivoqué. Y no se imaginan cuánto lo lamento. No todas las historias tienen un final feliz. Esta es una de esas en que se permite la tristeza después de la caída del telón.

—Pero, Adolfito…

—Prefiero que lo dejemos así.

—¿No hay nada que podamos hacer para demostrarle que está equivocado?

—No se me ocurre qué, Emilia, y créeme que nadie más que yo querría que esta historia fuera verdadera.

—Adolfo, Adolfito, escuchá: Yo también lo creo, señor Parodi, dijo pausadamente Fang She. Muchos hombres están ahora en el mundo para defender esa creencia. Pujato, 21 de octubre de 1942. ¿Eh?, ¿qué me decís?

—Dejémoslo… De verdad, dejémoslo. Les agradezco todo lo que hicieron, pero ya basta. No quiero volverlos a ver. No quiero volver a saber de ustedes. Hagamos como que esto nunca sucedió. Como que nunca nos conocimos. Ahora, me disculpan, pero tengo que hacer. Ya saben el camino hasta la puerta de calle.

Bioy se puso de pie y se alejó lentamente hasta perderse al final del pasillo. Emilia y Borges lo siguieron con la mirada. Ni siquiera intentaron una réplica. Cuando dejaron de verlo se levantaron en silencio, abatidos, y desanduvieron sus pasos. Ni una palabra se dijeron en el ascensor. Tampoco en el colectivo que los llevó de regreso a la pensión.

77

Borges intentó dar con alguna explicación que le sirviera para entender lo que había ocurrido. No conseguía comprender el cambio de Bioy. Qué le había pasado. Emilia tampoco le había dado una respuesta que lo dejara tranquilo.

—Ya va a cambiar de opinión. Es cosa de darle tiempo —le dijo ella, pero Borges sabía que se trataba de una situación que no contemplaba una vuelta atrás, aunque Emilia se empeñara en darle esperanzas. No estaba en las manos de ella revertir esa situación. Esa actitud parecía más un consuelo que una certeza. Le había bastado oír las palabras de Bioy para saber que iba a ser así. Caminaba. Caminaba sin prisa, por esos pasillos fríos, llenos de árboles grises. Un gorila somnoliento lo observaba desde el fondo de un foso. Y las jirafas estiraban sus cuellos para ver quién era ese visitante solitario que avanzaba en medio de un cielo amenazante. Le hubiera gustado ir acompañado del propio Bioy en esa caminata de tarde por el Zoológico Metropolitano. Le hubiera gustado explicarle su teoría acerca de que los hombres son como esos animales encerrados en sus jaulas de cemento, con la única diferencia de que los barrotes que lo cercaban a él, a Bioy y a los otros, estaban hechos de un material invisible, imposible de asir con las manos. «Esas jaulas, Adolfito, son iguales a las nuestras. Nos restringen, nos intimidan, nos enloquecen. Pasamos la vida dando vueltas en círculo porque no sabemos cómo librarnos de ellas. Algunos ni siquiera saben que existen y giran pensando que aquello es la vida y que no hay otra mejor. Pero la vida nuestra, como la de los animales, comienza cuando uno logra huir del cautiverio, cuando nos salimos de la ruta que el destino, caprichosamente y sin consulta previa, nos ha trazado». Borges soltaba alguna de las palabras que se iban acumulando en su memoria. Las soltaba al viento. O frente a la vitrina en la que serpenteaba una cobra. Lejos del mundo de los lobos marinos que se hundieron nada más verlo arrimarse a su guarida. Qué le había pasado a Bioy. Por qué había dejado de creer en él. Vio dos bultos enormes tumbados en el techo de una casona. Supuso que eran los leones, entregados a su suerte, que hacía rato habían bajado la guardia y renunciado a su corona de reyes de la selva. «El poder destroza a hombres y animales por igual», murmuró. Y siguió caminando porque necesitaba encontrar lo que había venido a buscar. Sintió su olor a la distancia. Ese olor que no se le olvidaba desde los días en que siendo un niño se acercaba hasta su jaula y se quedaba ahí, igual que una piedra, embelesado por ese animal que se paseaba del otro lado furioso, malhumorado, eléctrico. Había algo en esa bestia que lo encandilaba. Lo recordaba saltando en el aire para cazar de una mordida el trozo de carne que el cuidador le lanzaba. Lo recordaba rugiendo en medio de la lluvia de uno de los inviernos más crudos de Buenos Aires. Un rugido todopoderoso que, en ocasiones, había conseguido ahuyentar el aguacero y prodigar una tarde soleada no sólo para los habitantes del zoológico sino también para todos los bonaerenses. En él confluían fuerzas secretas. En su rugido estaban todos los rugidos que los animales podían improvisar. El rugido del tigre era casi una verdad revelada para Borges. Y aunque durante mucho tiempo no se dio el gusto de estar frente a frente con un tigre, siguió soñándolos de madrugada, imaginándolos en la figura de las nubes que se desplazaban por los cielos, pensando que en las noches más oscuras había un tigre acechándolo del otro lado del gentío, en la espesura de la plaza de San Telmo, parapetado sobre la marquesina del Teatro Colón. Volvió a sentir su rugido, tan fuerte como antaño. Avanzó casi de memoria. Pudo imaginar a los pájaros revoloteando muertos de susto, a las ardillas escondiéndose en los huecos de los árboles, a la tortuga temblando dentro de su caparazón. Él también comenzó a temblar cuando se detuvo enfrente de su jaula. Igual que antes. Ahí estaba el tigre. El más soberbio de los tigres. El tigre asiático. El rayado. El tigre real. Y ahí estaba Borges, con las piernas hechas un flan. La grandeza salvaje del tigre no se había estropeado ni un ápice. No sabía qué relación tenía esa bestia con la que él recordaba de sus paseos de infancia. Le pareció que conservaba la misma fuerza del otro y que su piel relucía como el fuego más abrasador.

—¿Qué ocurrió? Decime, ¿qué ocurrió? —le dijo al tigre, que se desplazaba en círculos, lanzando breves y controlados rugidos.

—Tenés que decírmelo —insistió Borges.

Y aunque él no esperaba respuesta alguna, oyó que una voz le respondía del lado del tigre.

—Le faltaron bolas, a Adolfito le faltaron bolas.

—Qué decís.

—Que le faltaron bolas.

Borges pensó que quien le respondía era el propio tigre.

—¿Y vos cómo sabés?

—Conozco a Adolfito tanto como vos.

Entonces Borges advirtió que la voz no venía del tigre sino de una jaula contigua en donde un hombre, un anciano como él, lo observaba. Se acercó lo más que pudo para descubrir quién era ese hombre. Cuando quedó a escasos metros, creyó reconocer la cara alargada, la mirada perdida, el gesto cansado.

—¿Borges? —preguntó con cierta inquietud.

—Adolfito siempre ha sido un cobarde. Si no estuviera tan atado al mundo de las certezas, si no tuviera que dar a cada cosa una explicación, hoy estaría en otra vena.

—¿Qué hacés ahí?

—Estoy aquí, amarrado a mis miedos, a mis prejuicios, a mi egoísmo. Soy todo lo que tú no eres. Soy Borges, el hombre que no se atrevió a volar. El que prefirió la muerte a la inmortalidad. El que no quiso vivir de verdad y prefirió hacerlo a través de sus textos, de la lectura de Chesterton, de Kipling, de Spinoza. No soy más que la forma más mezquina de Borges, aquella a la que hoy se aferra Adolfito. No soy más que lo que ves. Soy el que fui. El Borges del futuro está en tus manos.

—Y qué tengo que hacer.

—No lo sé. Lo único que te puedo decir es que no cometas los mismos errores que yo. Viví para los otros, para el mundo, para mi obra, y nunca me di el tiempo de volar, de lanzarme al precipicio, de mandar todo a la mierda.

Dicho eso, el tigre, que no había parado de dar vueltas en círculos, volvió a rugir, con tal intensidad que a Borges le pareció que el cielo se resquebrajaba y una lluvia se colaba por esos pedazos de cielo que no consiguieron recuperar su unidad original. Cuando quiso dirigirle la palabra al Borges de la jaula, fue demasiado tarde. Ya se había ido. El tiempo se lo había llevado a otro sitio. Quiso hilvanar otra idea, pero el tigre volvió a rugir y en su cabeza no hubo más que el espacio para ese rugido ancestral y salvaje.

78

No fueron necesarias nuevas señales. De ahí en más, todo, o casi todo, comenzó a jugar en contra de ellos. Donde estuvieran, siempre ocurría algo que debilitaba sus fuerzas, la fe que habían puesto en su fantasía. Primero fue en una pizzería de Lavalle. Luego en las afueras del Café Tortoni. Frente a la Casa Rosada un guardia de palacio los insultó y poco sacó Emilia con presentar su queja ante su superior, quien amenazó con meterlos a ambos presos si no desaparecían de su vista en cosa de segundos. Los indicaban con el dedo, los amenazaban si no se iban, maldecían a sus madres y a sus padres y a toda su parentela. «¡Usted no es Borges!», le decían. «¡Usted es un impostor!». Emilia salía en su defensa sin obtener mucho en limpio, lo mismo que Borges, quien, ciego y cansado, replicaba: «¿Qué tengo que hacer para que me crean?». Emilia no estaba dispuesta a renunciar. Quería ir contra todo el mundo si era necesario. La confesión de Bioy había estado a punto de quebrarla. Dijo que se sentía engañado, igual que Jovita y que todos los estudiantes de literatura que habían creído que Borges efectivamente no había muerto. «Nunca los engañamos, ¿verdad?». Se estaban quedando solos. La gran fiesta a la que habían entrado se vaciaba a pasos de gigante. Hacía poco que estaban celebrando la resurrección de Borges en casa de los Bioy y ahora, una semana después, Emilia recogía de la calle las pocas pertenencias que tenían, las mismas que minutos antes la dueña de la pensión había lanzado fuera de su propiedad. «Nadie los quiere aquí. Ni yo ni mi marido ni el resto de los pensionistas». «¡Esto no se le hace a Jorge Luis Borges! ¡Ya van a ver, ya van a ver cuando me entreguen el Premio Nobel! ¡Te lo voy a dedicar a vos, vieja pelotuda!». «Calma, Borges, vámonos de acá». Caminaron lentamente por las calles de ese Buenos Aires hostil que poco tenía que ver con el que Borges había recreado en sus libros. «Aquí no se ha engendrado ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires, a este mi Buenos Aires innumerable que es cariño de árboles en Belgrano y dulzura larga en Almagro y desganada sorna orillera en Palermo y mucho cielo en Villa Ortúzar y proceridá taciturna en las Cinco Esquinas y redondel de pampa en Saavedra». No había nada de eso. Ni dulzura ni cariño de árboles ni sorna orillera. Las calles dolían por su indiferencia; cuando no, sabían a insulto, a rencor, a insidia. Quizá por eso fue que Emilia cubrió a Borges debajo de un sombrero de ala ancha.

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé… Quizá seguir caminando.

Lo hicieron hasta que el sol comenzó a desaparecer. Se sentaron en una plaza solitaria a ver cómo el día se hacía noche.

—No podemos dejar que arruinen nuestros sueños.

Borges miró a Emilia con ternura. En su cabeza volvió a imaginarla desnuda y a horcajadas encima suyo. Recordó el calor de su cuerpo, los ojos que lo miraban como nadie lo había mirado antes y el ingobernable estrépito que se apoderaba de ella cuando, en medio de la agitación, se le escapaban tres palabras breves en forma de susurro: «Sí, mi amor».

—No podemos dejar que arruinen nuestros sueños —repitió ella, sacando a Borges de sus lucubraciones.

—No podemos dejar que arruinen nuestros sueños —dijo él, espantando así las últimas escenas de Emilia desnuda que se habían apoderado de su imaginación.

Ahí, en esa pequeña plaza perdida en medio de la gran ciudad, sus palabras se convertían en la única verdad. La única máxima válida para esos dos individuos que ahora se abrazaban de lado, como dos niños que se quieren. El crepúsculo se había instalado en el cielo. Y ese tono anaranjado se confundía con el pelo de Emilia. Era tan pequeña ella, tan hermosa, pensó Borges.

—No podemos, ¿cierto?

—No, Emilia. Hay cosas que no se transan.

Borges levantó la vista y observó cómo el crepúsculo se desvanecía. Todo allá arriba y también a su alrededor se teñía de esa luz que tanto le agradaba: la luz negra, la luz de la noche.

—¿En qué piensas?

—En estar con Borges hasta el último de mis días.

—¿Qué te lo impide?

—Creo que ya no necesito a la gente. Creo que me he aburrido de ella. Creo que me queda dinero suficiente como para irnos de aquí.

—¿Dónde quieres ir?

—Podemos postergar eternamente la idea de viajar en un Taunus del 62. Podemos subirnos arriba de un bus, querido Borges, y partir esta misma madrugada a Puerto Deseado. Mañana estaremos tomando mate. Yo te contaré cómo cae la lluvia del otro lado de la ventana y tú me dictarás las nuevas historias que se te vengan a la cabeza. Cuando salgan las estrellas soñaremos juntos y las mañanas serán tan nuestras como las noches. Y me harás el amor y te haré el amor y todo será tan fácil que nos daremos el lujo de putear a ese Dios y a su gente que quisieron cagarnos la vida. Ese Dios y esa gente que quisieron hacernos mierda por pensar de otra manera…

—¿Tú crees que volveré a escribir?

—Por supuesto… El terminal queda cerca de acá… Vamos.

Cubrieron varias cuadras, callados. Emilia advirtió las luces del terminal y le dijo a Borges que restaban cien, doscientos metros cuando mucho. Borges siguió en silencio. Luego de dar unos pasos, detuvo su marcha y acercándose a Emilia le dijo:

—Una última cosa… No hemos perdido, ¿cierto?

A ella se le dibujó una risa torcida. Acarició la barbilla de Borges y respondió:

—Qué dices. Hace rato que ganamos, ¿no te das cuenta?

Apretó fuerte su mano y continuaron la marcha. Cerca de la medianoche, Borges y Emilia compraron los boletos con destino a Puerto Deseado. El bus estaba prácticamente vacío así es que pudieron elegir los asientos. Se acomodaron en los puestos 17 y 18. Borges cerró los ojos. Emilia también. Y el bus echó a andar.

79

Antonio llevaba dos días encerrado en el hotel, sin salir. Sobre una mesa descansaban los manuscritos de Heriberto Honcker. Los había leído una y otra vez. Había tarjado con lápiz rojo el nombre de Honcker de uno de los originales. Y había hecho lo propio con el título primitivo, ADN, para reemplazarlo por Gemelos. Se había dado el tiempo de corregir algunos episodios dentro de la historia, había modificado diálogos y el orden de un par de capítulos. El día de las amapolas no lo había tocado. Estaba en silencio. O casi en silencio. De las piezas vecinas se colaba el relato de la final de la Copa del Mundo. Se dejó llevar un momento por la voz del relator que recreaba la historia de la que era testigo muy lejos, en Ciudad de México. Trataba de imaginar cómo se estaba dando esa batalla. Cómo habían celebrado los jugadores argentinos su primer gol. Qué les había dicho a sus dirigidos el entrenador alemán. Se imaginaba él mismo siendo parte de esa final. Luego volvía a los manuscritos de Honcker. Los tomaba. Leía un párrafo. Los volvía a dejar sobre la mesa. A veces miraba también la máquina de escribir que le había dejado la administradora del hotel. «Tiene que estar preparado, por si le viene la inspiración», le había dicho. Y le había instalado en su habitación una averiada máquina de escribir, junto a una resma de papel. Antonio no había hecho más que poner una hoja en el rodillo de la máquina sin atreverse a escribir ni una sola letra. Pensaba en Emilia. En el odio que sentía por ella: En el amor que aún profesaba por ella. Buscó en el bolsillo interior de su chaqueta. Aún tenía la foto de Emilia en la playa, cubierta apenas por una tela blanca. El cuerpo de Emilia que se adivinaba tras el delgado género. Tiró la fotografía al suelo. Tendría que pasar. En algún momento tendría que pasar. Si no, se acostumbraría a vivir con esa cicatriz. «Uno no puede aspirar a tener todo en la vida, cuando más a conservar las cicatrices». Pensó en esa frase. Pensó en escribirla. Pensó en seguir luchando por ella. En que no había llegado hasta ahí para dejar que otro se la llevara. Pensó en la cicatriz que comenzaba a tomar cuerpo en su corazón. ¿Por qué había escrito esa columna en la que había desenmascarado a Borges? «El verdadero Borges no se merecía esa farsa». El verdadero Borges que estaba muerto y enterrado en Ginebra. ¿Realmente odiaba a Emilia? «Sólo puede odiar quien ha amado profundamente», dijo, y luego de unos segundos sintió náuseas por esa frase hecha. Leyó la tapa del manuscrito. «Gemelos. Autor: Antonio Libur». Qué iba a decir de esa novela. «Una historia propia, salida del alma de Antonio Libur». Tomó el otro manuscrito. Qué iba a decirle a Adriana de El día de las amapolas. No sirve, Adriana, olvídate de él, y al año siguiente tendría en el mercado una nueva novela titulada El día del arándano. Sonrió. No tenía motivos para sonreír pero sonrió. Sintió un estallido proveniente de la calle. Alguien corría por los pasillos del hotel. El relator que estaba en México no cabía en sí. «¡Campeones, campeones, campeones del mundo! ¡Ar-gen-ti-na de la mano de Diegoooooooooo nuevooooooo campeón del mundoooooooooo! ¡Quiero llorar, pero de alegría! ¡Quiero arrodillarme para darle gracias a Dios por este minuto de gloria! ¡Argentiiiiiiiiinaaaa…!». Antonio se acercó a la ventana. Vio cómo la gente salía a las calles. Saltaban de felicidad. Desde los edificios vecinos lanzaban papel picado. Las campanas de las iglesias también despertaban al carnaval. Los autos pasaban tocando la bocina y los muchachos agitaban banderas blancas y celestes. Estuvo frente a la ventana largo rato. Hipnotizado por esa fiesta que no le pertenecía. Que miraba sin entender. «Una historia propia, salida del alma de Antonio Libur», se dijo para sí, y volvió a sentarse frente a los manuscritos. Tarjó su nombre y el título de Gemelos y reescribió ADN, también la autoría de Heriberto Honcker. «Una historia propia, salida del alma de Antonio Libur», repitió, y acomodó la máquina de escribir delante suyo. Tenía que intentarlo una vez más. Ahora que estaba hecho mierda. Ahora que todo en lo que creía se había venido abajo. Ahora que Emilia se había ido definitivamente y estaba solo. Solo en el hotel Rimsky. Solo en Buenos Aires. Solo en la vida. Se frotó las manos. Afuera el carnaval estaba fresco. Recién nacido. La alegría ajena. La felicidad de los otros. Tomó aire y comenzó a escribir.


La información era escueta y ocupaba unas pocas líneas en el apartado de breves internacionales. «Detenido falso Borges chileno», rezaba el titular, y en las líneas que le seguían se detallaba que «un chileno fue detenido frente a la Casa Rosada, en pleno corazón de Buenos Aires, haciéndose pasar por el célebre escritor argentino…».