21
El hotel al que llegó Antonio Libur era pequeño. Tenía ascensores con puertas que se corrían manualmente. Creyó leer una placa que registraba la construcción del inmueble allá por el año de 1895. La recepcionista, que sostenía sin problemas sus anteojos en una nariz prominente, le leyó una cartilla con las observaciones que hacía el hotel a sus huéspedes. Nada de visitas nocturnas. Nada de animales. Nada de costumbres ruidosas. Está prohibido fumar en las habitaciones. El pago por adelantado da derecho a desayuno. Agua caliente entre las seis y las ocho de la mañana. El hotel se reserva el derecho de admisión. Antonio Libur trató de imaginar a quienes podían impedirle el ingreso.
—A los chinos, a los indonesios y a los cubanos —dijo la recepcionista, como si le hubiera leído el pensamiento.
La alfombra estaba raída. Era roja, plagada de manchones de aceite y de quemaduras de cigarro.
—¿Lo ha entendido?
—Sí, y no se preocupe, no tengo pensado entrar a nadie a mi habitación.
La mujer frunció la boca en una mueca que a Antonio Libur le pareció vacía, sin significado. Subió hasta el tercer piso, abrió la puerta con cierta dificultad y depositó su abatida humanidad en una cama angosta y dura que dejaba sentir los maderos del somier a través del delgado colchón. Pensó en Emilia. ¿Qué iba a decirle cuando la viera? Nada. No iba a decirle nada. Las palabras, a veces, no hacían más que estorbar. Quizá las miradas, si ofrecieran tantas variantes como las palabras, serían más efectivas. Había leído en alguna parte que el ojo ofrecía la posibilidad de realizar más de mil movimientos y si a eso sumaba la gama de posibilidades que residía en los párpados, en las cejas, y las lágrimas, claro, las miradas, en potencia, constituían un lenguaje a explorar. Aunque en ese momento ni con la mirada hubiese sabido qué decirle a Emilia. Después de tanto tiempo, lo más práctico era tomarla por la cintura y llevársela a la boca. Lo pensó así, con esas palabras, porque había veces en que Antonio Libur no pensaba en imágenes sino en palabras y luego de codificada la frase debía descifrarla, para ver qué había querido decir en sus pensamientos. «Me la llevaré a la boca», repitió, y sonrió torpemente. Es que Emilia era tan pequeña que uno podía hacer eso: llevársela a la boca. Emilia y sus mejillas finas. Emilia y sus pezones hinchados. Emilia y su boca llena de rabia. Se sorprendió observando el techo de la habitación del hotel. No era, en ningún caso, la obra de un pintor experimentado. Le faltaba una segunda, una tercera y hasta una cuarta mano. Podía reconocer, desde ahí, los brochazos, dónde comenzaba cada uno de ellos y en qué punto terminaban. Era la obra de un hombre trabajando a desgano. Una faena torpe, burda, sin ningún rastro de magia. En medio de ese cielo blanco e informe, descubrió unas manchas pequeñas que formaban un círculo perfecto. Cuando aguzó la vista advirtió que eran unas estrellas pequeñísimas que alguien había dibujado con plumón. Tuvo la certeza de que esas estrellas no podían pertenecer al individuo que había llenado de brochazos el cielo raso. Imaginó a una mujer en la misma posición en la que él se encontraba ahora. Una mujer de piernas largas y pelo rizado que descansaba sobre la cama. Casi siempre que pensaba en mujeres imaginarias las veía así, retozando, fumando marihuana o masturbándose en la tina de baño. Pudo ver cómo esa mujer se incorporaba de la cama, alentada por el convencimiento de que ella, al margen de haber pagado una miseria por esa habitación, no se merecía un cielo falso de esa calaña. Antonio Libur pudo oírla cuando razonaba en voz alta: «¡No es posible que el dinero rija la vida de un hotel. Nadie me va a quitar el derecho a ver un cielo hermoso!». Y la vio ahí, arriba de la mesa, con el camisón de seda crema que se le subía hasta la mitad de una nalga. Una, dos, tres, siete fueron las estrellas que alcanzó a contar. Se preguntó si aquel personaje no era el ideal para escribir una novela: la mujer que iba por los hoteles inventando estrellas en el cielo raso. Quiso ir por el lápiz que tenía en la chaqueta. Se arrepintió. En menos de un minuto desechó la idea. Igual que muchas otras historias que se le venían a la cabeza, tuvo la sensación de que esta ya había sido escrita. Se desvistió dejando los pantalones tirados en el piso, y la camisa perfectamente ubicada en el respaldo de la silla. Sacó la única toalla que había en el armario. Se asomó a la ventana y exclamó con un énfasis artificial y extremo: «¡Oh, Buenos Aires!». Entró al baño desnudo. Abrió el grifo del agua caliente. Mientras oía el ruido que provocaba el agua de la ducha chocando contra la cortina verde esmeralda se cepilló los dientes. Metió la mano para tomar la temperatura del agua. Estaba fría. Claro, su reloj ya marcaba las once y diez de la mañana. Se enjuagó la boca para botar los restos de pasta dental.
—En el infierno las reglas se cumplen —dijo.
Y conteniendo un alarido se ubicó bajo el chorro de agua fría.
22
Las calles eran todas nuevas para Antonio Libur. También los segundos pisos de las casas, los buses que circulaban por la ciudad, los titulares en los diarios, el viento y los olores. Pensó en lo mucho que perdía la vida al convertirse en una repetición de actos, imágenes, sensaciones. Que, a ratos, los hombres eran como el perro de Pavlov. Que se vivía así, haciendo el mismo camino infinidad de veces. Sonriendo siempre igual. Ocupando frases ya dichas. Llegando siempre al mismo punto de partida. La misma cama. La misma puerta que cruzar. El mismo maletín de cuero en la mano derecha. Divagaba acerca de estas cosas mientras seguía las indicaciones que la recepcionista le había apuntado en un papel a cuadros.
—Este es el camino más directo para llegar a la comisaría. No está metido en ningún lío, ¿verdad? —le dijo, y, tras ello, volvió a fruncir los labios de una manera tan asombrosa y hermética que era difícil de olvidar.
«Rojo —se dijo Antonio Libur—. Rojo. Se pintó la boca de rojo», repitió. Recién caía en la cuenta de que la recepcionista lo había mirado con otros ojos. Tal vez porque en la hoja de registro se había decidido a poner en el casillero de los oficios el de «escritor». Se acordó de una de las cartas de Vicente, su amigo afincado en Madrid: «Los escritores siempre generan expectativas en los otros —escribía—. Es como si tuvieran un don especial. Que lo tienen, claro. Pero siempre hay expectativas desmedidas respecto de ese don. Como si ellos fueran capaces de cambiar el destino de ciertas vidas. Supongo que hay algunos escritores que pensarán que su oficio está hecho precisamente para eso. Para cambiar el destino de algunas vidas. Supongo que habrá quienes elevarán la escritura hasta alturas impensadas. Llegarán a creer que sus textos son capaces de enmendar el rumbo de la humanidad. Pero ya sabemos, querido Antonio, que este es un credo absurdo. Que se den por pagados, los escritores, si consiguen una sonrisa. Una evocación olvidada en la memoria del lector. Otro gallo cantaría si ellos escribieran pensando en que lo suyo no pasará de ahí. Estarás de acuerdo, supongo». Claro, los escritores siempre generan expectativas raras y no era un desatino pensar que la recepcionista hubiese depositado en él esperanzas de una posteridad libresca. «La vida está llena de absurdos. De absurdos y repeticiones», dijo apenas en voz alta.
23
La comisaría no parecía ser parte de una repartición tan importante y vertiginosa como la del centro de Buenos Aires. El cabo de guardia le dijo que se trataba de un día especial.
—Lo que pasa es que hoy juega Argentina. Es como si fuera feriado nacional. Pero si necesitás algo podés hablar con mi sargento Arruabarena.
—¿Dijo Arruabarena?
—Sí, Arruabarena.
El cabo de guardia entró a una sala y Antonio Libur quedó a la espera de que lo hicieran pasar a la oficina del sargento. Le había llamado la atención la cantidad de banderas que había en los balcones.
—¡Qué estúpido! —dijo.
Siempre imaginó que las banderas ondeaban a media asta en duelo por la muerte de Borges. Pero no había banderas a media asta en los balcones de la ciudad. Las banderas flameaban altivas en señal de gloria.
—¿Borges? ¿Qué Borges? —le preguntó el cabo.
Y cuando quiso sacarlo de su ignorancia, el cabo le dijo:
—Argentina no es un país de escritores. Argentina es un país de futbolistas. Y si no juega en Boca o River o Atlético Rafaela, que es mi equipo, no existe. ¿Entiende?
El sargento Arruabarrena sí sabía quién era Borges. Llevaba un bigote frondoso y los ojos pequeños, rasgados, como los de un vietnamita triste. Debía de tener unos cincuenta años, el uniforme le quedaba estrecho y sus manos eran regordetas.
—Borges, por supuesto… No es que yo sea un gran lector. A mí deme la página de hípica de Clarín, que la leo por gusto. Me gustan los mancos. Para mí, la hípica es una ciencia de leyes exactas. Como la física o la química. ¿Captó el ejemplo? Los programas de carreras son como un mapa genético. Ahí está toda la información que usted necesita para saber qué va a ocurrir. Si Adelita ganará en la primera de hoy o lo hará en dos sábados más. Una ciencia de leyes exactas. El único problema es que hay que descubrirlas, ¿entiende?
—Sí, pero Borg…
—Borges, por supuesto. ¿Vivimos cuando soñamos o soñamos cuando estamos vivos?
—¿Cómo dice?
—Las convenciones. Las malditas convenciones. Llevo cerca de una semana soñando el mismo sueño. A veces, cierro los ojos y lo retomo en el mismo lugar donde había quedado en el sueño anterior. A veces, en ese sueño, aparece el cabo Ortega o el prisionero de la celda doce. Y conversamos de cosas que le interesan a ellos. De River, de Atlético Rafaela, del olor de algunas mujeres que ellos recuerdan. Y a veces, como ahora, lo veo a usted, Libur. A usted que ya lo había visto antes en mis sueños. Un par de veces, no le miento. Caminando por Corrientes. Buscando a una mujer.
—¿Está seguro de que era yo?
—Absolutamente. Y no sólo me ocurre con usted. Todos los días están llegando detenidos con quienes yo ya he conversado en mis sueños. Yo no sé si a usted le pasarán estas cosas, pero debe de haber otros a quienes sí les ocurra lo que le estoy contando. Y si es así, imagine cuántas realidades paralelas existirán. Pero usted quiere saber de Borges… El otro día, a una semana de su muerte, Borges llegó hasta acá.
—Borges. ¿Era Borges?
—Yo estoy seguro de que era Borges. Los otros lo creyeron loco. Un impostor. Pero a mí no me sacan de la cabeza que él era Borges. Que así como hubo un Borges que se murió en Ginebra, debe de haber otro que sigue vivo en la Argentina.
—Y qué pasó con él.
—Lo soltamos hace cosa de dos días. Yo mismo fui quien lo dejó en libertad. Y le digo más. Mire.
El sargento Arruabarena sacó del cajón de su escritorio un libro de Borges. Era El Aleph.
—Él mismo me lo autografió. La he comparado con otras firmas de Borges y es idéntica.
—¿Nadie lo visitó mientras estuvo detenido?
—Hasta donde yo sé, nadie. Pero tuvo que pagar una fianza para salir en libertad. El dinero no salió de su bolsillo.
—¿De dónde salió entonces?
—¿Por qué tanto interés?
—Él debiera saber dónde está la muchacha a la que busco.
—Lo siento, pero eso tendrá que averiguarlo usted, Libur. Sólo le puedo decir que quien desembolsó el dinero es una persona muy importante. Nos telefoneó para agilizar los trámites y nos pidió expresamente que nadie se enterara de que él había intervenido.
24
Borges no tardó mucho tiempo en darse cuenta de que esa ciudad no le era tan desconocida como él podía suponer. Había vitrinas que creía reconocer, esquinas que doblaba con una familiaridad mayor, aromas que le parecían cotidianos. El perfume de las especias de una tienda de abarrotes, los vahídos de una fábrica de tabaco, los resabios que en el aire dejaba la tierra húmeda de una plaza próxima. Ese Buenos Aires al que había llegado sólo un par de horas antes, y que ahora recorría junto a Emilia, parecía no tener muchos secretos para él. Intuía callejones, pizzerías, quioscos atiborrados de revistas, la parada de los colectivos. Recordaba lugares y episodios que ni él mismo sabía si los inventaba o procedían de un sitio recóndito de su memoria: la historia de un pequeño restaurante cercano al hotel Alvear; los otros nombres que había tenido la calle Montevideo; las combinaciones de las líneas del subte. «Te das cuenta… Has vuelto a lo tuyo», le decía ella, y Borges tanteaba el aire con su mano tratando de alcanzar la cabeza de Emilia y una vez que lo conseguía le decía: «Chiquita, tenías razón». Había veces en que se dejaba llevar por su entusiasmo y en un rapto de seguridad le anunciaba: «Mirá, Emilia, aquí debiera haber un cité tapizado de baldosas azules y macetas con margaritas». Emilia lo buscaba, cuadras y cuadras, sin dar con él. «Seguro que un imbécil mandó a demoler el cité, no hay otra explicación. Pelotudos hay en todos lados». Borges no conseguía saber qué pasaba por la cabeza de Emilia. Qué pensaba realmente de la familiaridad con la que él se manejaba por ese Buenos Aires modelo 1986. O qué tanto le asombraban las palabras que irrumpían en su boca, esos arrebatos de imaginación que le hacían hilvanar frases memorables. ¿Sentiría la misma sorpresa y el mismo miedo que experimentaba él? Sí, sorpresa y miedo, porque más allá de lo inverosímil de toda esa historia había una fuerza soterrada que crecía dentro de él. Un vigor extraño que acentuaba esa vejez que había adquirido su cuerpo, que hacía más profunda esa ceguera que se apropiaba de sus ojos en los momentos más impensados, que lo volvía cada vez más Borges. Así se sentía, igual que Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo caminando ahora por las veredas de Palermo.
—Ya va a ser medianoche.
—Mirá vos. ¿No tenés miedo a que se rompa el hechizo y que vuelva a ser el que siempre fui, como la Cenicienta?
Ella se quedó en silencio. Lo miró de soslayo y le dedicó un pícaro y sensual «imbécil». Se acercó todavía más a él y se aferró a su brazo con vehemencia. Había momentos, como ese, en los que Borges se preguntaba qué hacía Emilia junto a un hombre que llevaba rato instalado en la tercera edad. Qué buscaba. Suponía que el afecto que él sentía por ella tenía una correspondencia de tono similar de parte de Emilia. Que se querían como un padre puede querer a una hija. Como el cariño que puede crecer entre dos amigos. No quería verla de otra manera. No había espacio para un relato con otras connotaciones. Como fuere, se preguntó si ese reencuentro no estaba escrito en alguna parte de la historia, si no se trataría de un episodio inevitable, y sonrió al imaginar que ni siquiera el feroz paso del tiempo los podría separar otra vez. Se vio a sí mismo de cuerpo entero. Con sus zapatos negros recién lustrados, con la raya de los pantalones delineada a la perfección, con el pañuelo blanco que asomaba por el bolsillo de la chaqueta, con la mirada que se perdía en algún lugar de la noche. Al llegar a Serrano y Guatemala, Borges dobló a mano izquierda. Debió de caminar no más de cinco metros y se detuvo. Giró en dirección al oriente y se quedó ahí, con los ojos entrecerrados, como el músico que intenta disfrutar una melodía sublime, sólo que en ese momento no había más que silencio.
—Aquí, aquí está mi niñez. Los primeros juegos, los primeros miedos, los primeros sueños.
—Dónde, dónde.
—Serrano con Guatemala, primeros días de 1901. La casa enorme, el zaguán húmedo, la vajilla de plata que reluce en el mueble del comedor. Me veo dando mis primeros pasos. Imaginando historias de grandes batallas. Veo a mi abuelo en el retrato de la sala de estar, vestido con las glorias del ejército. Y a mí mismo, asombrándome de las cosas, del planisferio que reunía en sus pequeñas dimensiones a todo el mundo, del caleidoscopio que nunca repetía la figura anterior, de la luna, allá arriba, en lo alto, ¿por qué no se cae la luna, mamá?
—Tu casa.
—Y veo un espejo. Un espejo ovalado, antiguo, cuya superficie asoma borrosa. ¿Los espejos mienten o dicen la verdad? ¿Qué crees tú?
—Yo creo que mienten.
—No, Emilia, y eso es lo más terrible de todo. Los espejos no saben mentir. Somos nosotros los que no queremos ver la verdad. Por eso tengo miedo de acercarme a ese espejo de la casa, el espejo ovalado que está en la pieza de mi madre, porque temo que el espejo me devuelva una imagen que no espero, la imagen de un hombre al que soy incapaz de reconocer, la imagen de un monstruo, como el Fantasma de la Ópera o el Hombre Elefante. El monstruo que siempre he sido.
—Georgie, vamos, no te pongas así.
—Son los recuerdos. Son mis recuerdos. Son los recuerdos de Jorge Luis Borges.
Un silencio largo los interrumpió.
—Un ángel.
—¿Qué dices?
—Nada, Georgie… Un ángel. Que pasó un ángel.
—Ah.
No volvieron a hablar hasta que llegaron a una modesta pensión que ofrecía cama, desayuno y ambiente hogareño. Borges y Emilia entraron del brazo. La dueña les dio la llave de la única pieza que le quedaba disponible.
—Vamos a tener que poner otra cama, porque imagino que su hija querrá descansar cómodamente.
—No, no es mi hija. Pero ponga otra cama, se lo agradeceremos.
Cuando cerraron la puerta, Emilia se dejó caer en la cama recién instalada y repitió la acción varias veces.
—No está mal, Borges, nada de mal.
—Para lo que pagamos… —dijo Borges, sentándose en una silla contigua a la ventana.
—En todo caso, pudimos habernos ahorrado la segunda cama. No tenemos tanto dinero como para darnos estos lujos. Yo que tú la hacía sacar.
—No, déjala. Es mejor así.
—Es mejor así —masculló entre dientes Emilia.
Se quedaron algunos minutos en silencio, sin atreverse a hacer nada. Ella en la cama. Él en la silla. Hasta que Emilia no aguantó más.
—Lo que es yo, me voy a acostar.
—Si quieres cambiarte puedes hacerlo, yo voy a estar mirando hacia la calle.
—Borges, qué te pasa.
—Prefiero que sea así.
Emilia se sacó la ropa lentamente. La fue acomodando en el borde de la cama. Borges estaba concentrado en la ventana. Sin que él lo planeara, la figura de Emilia quitándose la ropa se reflejaba en el vidrio. Intentó no mirar, escudarse en su ceguera. Fue inútil. La muchacha se iba despojando de sus prendas casi como una bailarina de ballet y Borges creía verla danzar en la mitad de la habitación. Podía ver sus piernas menudas que se libraban del pantalón, la camisa que cayó al suelo en cámara lenta, la diminuta lencería que cubría unos pechos pequeños, las nalgas que quedaban casi al descubierto debajo de ese pedazo de tela a todas luces insuficiente. Emilia giró hacia la ventana e hizo un amago de avanzar hasta la silla en la que estaba Borges. Se contuvo. Prefirió estirar los brazos al cielo, dar un bostezo y advertirle a Borges que ella no tenía ningún problema en que la viera.
—Yo tampoco —dijo Borges casi tartamudeando.
—Entonces, ¿me quieres mirar?
Borges se dio cuenta, a través de su reflejo en la ventana, de que Emilia giraba sobre sus pies para que él la pudiera apreciar en su totalidad.
—¿No me quieres mirar? —insistió ella.
Borges giró lentamente en dirección a Emilia. La vio frente a él, de pie, casi desnuda, con las piernas cruzadas y un dedo en la boca. El silencio volvió a aparecer. Ahora era Emilia la que se incomodaba. No por la forma en que Borges la miraba. Era el silencio lo que la ponía nerviosa.
—¿Y? ¿No te gusto? —le dijo luego de un rato, sin abandonar la posición. Borges soltó una risotada.
—Claro que me gustas —le dijo—, si eres hermosa. Y eso me enorgullece porque me siento como el padre que ve que su hija ha crecido y va camino de convertirse en toda una mujer.
—¿Dijiste como el padre?
—Sí, sí, aunque yo podría ser tu abuelo.
Emilia no tuvo ánimo para intentar una réplica. Se metió en la cama más pequeña y se cubrió hasta la barbilla con la sábana.
—¿No te vas a acostar? —le dijo.
—No todavía.
Borges se levantó de la silla en la que había permanecido. Hurgó dentro del bolsillo de su chaqueta. Sacó una hoja manuscrita con lápiz grafito y le dijo:
—Me pediste un poema, ¿cierto?
—Sí, te pedí un poema.
—Escucha esto: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios…».
—¿Eso lo escribiste tú?
—Y… Bueno… ¿No te gusta?
—Es maravilloso, realmente maravilloso.
Emilia tomó las manos de Borges entre las suyas y las besó. Por algunos segundos quedaron mirándose fijamente. Estaban solos. Del otro lado de la ventana estaba el mundo, una luna y un árbol que crecía en medio de la noche. Borges se imaginó que la besaba, que cubría su cuello con sus labios, que abría su mano para acariciarle los senos. Creyó que ella le decía: «Bésame, bésame», pero no se atrevió a ir más allá.
—Creo que debes dormir —le dijo.
—¿De verdad crees que debo dormir?
—Sí —le dijo—, y te voy a contar un cuento.
Emilia se quedó mirándolo algunos segundos más, le regaló la última sonrisa, una sonrisa resignada, y cerrando los ojos se hizo un ovillo a su lado. Borges le acarició la cabeza y buscó en su memoria el texto preciso. Comenzó con aquello de «En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso…». Emilia se quedó dormida a la mitad de la narración, pero Borges creyó conveniente llegar hasta el final de El Zahir antes de cubrirla con la manta de cama y apagar la luz.
25
Borges se miró en el espejo. Esta vez no había temor en sus ojos. Sí ese extravío que lo obligaba a pensar que algo no andaba como debía. «¿Estoy bien, Emilia?». Ella asintió con una sonrisa apareciendo por un costado del espejo. Horas más tarde, cuando avanzaban por Plaza de Mayo y la Casa Rosada emergía al fondo, desnuda por las luces, Borges volvió a preguntarle: «¿Estoy bien, Emilia?», y ella, que llevaba el megáfono en la mano y que se había puesto el suéter verde manzana que a él tanto le gustaba, una vez más le dijo que sí, que lo veía bien, mejor que nunca. Habían estado juntos casi todo el día. Desayunaron en la pensión y Borges remojó dos medialunas en un café con leche en extremo dulce. Se habían dado una vuelta por el mercado del Abasto, a pedido de Borges, que quería hacer suyo el aroma de las especias que allí ofrecían. Le gustaba el olor de la cúrcuma, del cardamomo y de la vainilla. En una plaza cualquiera, Borges había improvisado otro poema: «La infancia huele a esquina, el amor a necesidad, los recuerdos nos libran del presente, y…». No pudo seguir. Las palabras se le apretujaron dentro de la boca y el bochorno fue grande. Emilia esbozó una caricia comprensiva que no se concretó. El miedo a que Borges no pudiera encarnar el más difícil de los papeles que le había tocado en vida pareció que se instalaba en ella también. Borges lo advirtió. Y cuando tuvo la sensación de que Emilia se quebraba le dijo, con una seguridad paternal:
—No volverá a pasar.
—Si no es eso…
—Y qué es entonces.
—Me acordé de mis viejos, de las ganas que tenía esa mañana de ir a ver el mar con ellos. De todo lo que lloré porque ellos no pudieron cumplir su promesa… Putas que lloré, Borges. No se debían haber muerto. No sin antes llevarme a ver el mar… No me gustan las historias inconclusas… Nunca me gustaron. Prométeme que esta sí va a tener un fin.
—Te lo prometo.
Ahora que estaban enfrente de la Casa Rosada, Borges volvió a prometerle que esta no sería una historia trunca. Quiso entrar en la intimidad de su boca. Quiso desarmarla en un beso. Apretarla contra sí, para que no se fuera, que no se esfumara. Pero era una niña. Para él era sólo una niña. La besó en la frente y le dijo, recién ahí, que el cuento que iba a declamar era Tema del traidor y del héroe.
—Dale, estoy contigo —le contestó, y no se resistió a acariciarle la cara con la yema de los dedos.
Borges avanzó en solitario, con el megáfono en la mano, reparando en el detalle de la gente, los pocos transeúntes que a esa hora paseaban por ese lado de la ciudad. Lo habían discutido largamente. Emilia decía que era mucho mejor hacerlo al mediodía. Borges prefería la oscuridad, la cercanía de la medianoche. «El mito no resiste la luz del sol, precisa de la luna», argumentaba. La verdad era que estaba muerto de susto, que la complicidad de la noche ahuyentaba sus miedos. Lo aterrorizaban esos escuadrones de gente marchando a la hora del almuerzo como rebaños hambrientos. Las miradas ávidas que amenazaban con descubrir el embuste. La masa cayéndole encima como una avalancha de nieve. Cuando activó el megáfono y comenzó con las primeras frases del cuento que había elegido, sólo lo escuchaban el guardia de palacio, una señora que interrumpió su sueño en el zaguán de una sucursal bancaria y la única pareja de enamorados que se besaba en uno de los asientos de la Plaza de Mayo. Era una noche tibia que lucía una luna redonda y grande en el cielo estrellado. La voz de Borges irrumpió trizando la quietud de esa noche y, por un momento, tuvo la sensación de que todos los sonidos que habitaban ese lugar se inclinaban ante la fuerza arrolladora de sus palabras. Como si no hubiera otra cosa en esa ciudad que la voz de Borges. Arrancó con el epígrafe de Yates en un inglés tan británico que hasta él se sorprendió:
Sho the Platonic year
Whirls out new rigth and wrong,
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
Cuando hubo terminado esa frase, tomó aire y se dio el tiempo de mirar alrededor. No eran más de cinco personas las que lo rodeaban; Borges imaginó la Plaza de Mayo atiborrada, a los habitantes de Buenos Aires asomándose por los balcones de los edificios vecinos, hordas de muchachos que aparecían por las avenidas laterales ansiosos de descubrir lo que ellos ya sabían. Que Borges estaba vivo, más vivo que nunca. Con ese delirio dentro de su cabeza, declamó íntegro el cuento Tema del traidor y del héroe y arremetió con los primeros párrafos de El milagro secreto. Había en él un arrebato supremo, una fiebre mayor que, a ratos, desperfilaba al personaje. Borges declamaba como si se tratara de un relator de fútbol, como el héroe que arenga a su batallón antes de iniciar el asalto final, como el pastor tocado por la gracia divina. Tan encendido estaba su ánimo que no reparó en el piquete de policías que lo cercó. Él siguió adelante, habitando otro lugar, probablemente, repitiendo las palabras que Borges, el verdadero, había escrito. Vociferaba poseído por el espíritu de su homónimo y no escuchó cuando el teniente a cargo le pidió explicaciones y sus documentos. Tampoco hizo caso cuando le dijeron que debía apagar el megáfono. Tal vez por eso, una vez que el cabo más corpulento del piquete le arrebató el altavoz, Borges entendió que ese gesto era un atropello imperdonable y, sin reparar en la educación que debía tener un escritor que había pasado por Oxford y por Harvard, le soltó una frase que de academia tenía poco:
—Devuélveme el megáfono, hijo de la gran pu…
Acompañó sus dichos con un par de manotazos que buscaban recuperar lo que el policía le había quitado, con tan mala suerte para él que dos de esos enviones dieron en el rostro del teniente, tras lo cual el resto del contingente se le fue encima, lo redujo en cosa de segundos y lo echó arriba del furgón policial mientras Emilia saltaba hecha una fiera para impedir que se lo llevaran. Fue en vano. Tampoco sirvió que la pareja de enamorados postergara su sesión de besos y tocamientos en el afán de ayudar a Borges. La policía se zafó del trío, cerraron la puerta trasera del patrullero y, sirena mediante, se abrieron paso por las calles vacías de ese Buenos Aires de medianoche. Por la ventanilla del carro, Borges alcanzó a decirle a Emilia:
—¡No desesperes, dejame a mí, avisá a Clarín y a La Nación, ya van a ver estos boludos!
Emilia esbozó una persecución. Echó a correr tras el furgón y a los cien metros abandonó la empresa. Volvió a la plaza a recoger el megáfono que había quedado tirado sobre una alcantarilla en mitad de la trifulca. La muchacha que minutos antes había renunciado a los besos para impedir el arresto de Borges se acercó para ayudarla. Emilia sangraba de su boca. El codazo de un policía le había partido en dos el labio inferior.
—¿Se siente bien? —le preguntó la chica.
—Sí, sí, estoy bien.
—Era Borges, ¿verdad?
Emilia no se atrevió a responder de inmediato. Estaba confundida por la reacción de la policía. ¿Cómo se habían atrevido a ponerle las manos encima? ¿Cómo no lo habían tratado con mayor delicadeza? ¿Qué malo había en que Borges quisiera tomar nuevamente posesión de su país, de su patria, de ese barrio que le pertenecía tanto como su nombre: Buenos Aires? Creyó que todo se venía abajo. Otra vez ese fantasma que se comía sus sueños y le dejaba, como moneda de cambio, la tristeza, la soledad. Volvió a su infancia, a la mañana en que despertó llamando a sus padres, que era hora de partir a la playa, que no daba más de las ganas de saber cómo era el mar que conocía sólo por fotos, por las ilustraciones del Atlas de Geografía del Instituto Militar, y ellos no respondieron, nunca más le respondieron, porque la muerte es así, llega de improviso, sin avisar, y a veces arrasa con los sueños, con los afectos. Sólo deja soledades y tristezas.
—Era Borges, ¿verdad?
—Sí, era Borges —le dijo, al borde de la náusea.
26
Antonio despertó enredado en las dudas. En qué momento se le había ocurrido saltar al vacío y tomar el primer bus rumbo a Buenos Aires. Ya no era un adolescente para permitirse esas chiquilladas. No tenía edad para seguir confiando en el instinto, en el azar y las coincidencias. ¿Qué pasó por su mente cuando creyó que Emilia podía estar al lado de ese falso Borges al que la tierra se había tragado? Se trataba de un absurdo mayor. Otro más en su vida. «Ella no me puede seguir queriendo después de un año sin dar señales», masculló. Otra cosa era lo que pasaba con él y esas imágenes que no se desvanecían en su memoria. Emilia durmiendo con un pijama amarillo. Emilia tomando el sol en la playa. Emilia arriba de una bicicleta. Un primer plano de sus ojos. Otro de su boca. Emilia en la montaña rusa. Emilia comiendo una manzana verde y jugosa. Saliendo del mar desnuda. Qué podía hacer para olvidarla. Se vio a sí mismo reflejado en el ventanal de la tienda. Una sonrisa estúpida resumía esa enfermedad que se llamaba Emilia y para la cual parecía no haber medicamento eficaz. Cuando la sonrisa se esfumó, apareció el rostro del Antonio real, ese hombre acabado, sin historia, vacío. Un escritor en fase terminal, incapaz de escribir una sola línea más, sin futuro, con un pasado al que no podía volver y una mujer a la que no podía olvidar. ¿Dónde estaba Emilia? ¿Por qué no podía hallarla? Quizá estaba muy lejos. En otra ciudad. Otro país. Tal vez había conseguido encontrar el pasadizo hacia la otra realidad. Al mundo de Emilia, en donde ella ponía las reglas y la gente soñaba como sólo Emilia era capaz de soñar. ¿Dónde quedaba ese mundo? ¿En Canberra, Honolulú, Marrakech? Emilia no iba a aparecer. Ni en ese minuto ni nunca. Pero Borges… ¿Quién era ese Borges falso que anunciaba la nota del diario, cuya existencia había sido corroborada por el sargento Arruabarena? ¿Acaso debía esperar hasta dar con él antes de emprender la retirada, el retorno sin gloria? ¿Y si realmente era Borges? ¿Y si hacía el intento de escribir nuevamente, en esa ciudad maldita, en ese páramo de cemento? «Ya sabes, Antonio, el estadio ideal para el escritor es la desesperanza, el desasosiego, como escribía Pessoa. La felicidad siempre será una mala compañera, a menos que quieras escribir literatura de fácil digestión. La letra debe destilar sangre y retorcerse de dolor sobre el papel». La frase era de su amigo que le escribía cartas desde España. «¿Y si tratara?», pensó Antonio. «¿Y si tratara?». La existencia era algo tan difícil de asir para Antonio. Qué era después de todo lo que tenía que hacer en la vida. ¿Encontrar a Emilia? ¿Escribir hasta que ya no tuviera palabras que poner en el papel? ¿Iniciarse en un ritual lisérgico y garrapatear poemas como los beatniks? ¿Convertirse en Kerouac, en Capote, en el más rudo de los Hemingway? ¿O ser como Nino Bravo? Eso fue lo que pensó, ser como Nino Bravo. Qué tenía que ver Nino Bravo con Kerouac, Capote y el LSD. Nada. Absolutamente nada, pero como Antonio estaba de pie, enfrente de una tienda de discos en donde había música del recuerdo, y al lado de Piero, de Pedro y Pablo y de Los Náufragos había un elepé de Nino Bravo, el intérprete de América se le coló en sus disquisiciones. No demoró mucho en reconocerlo. Llevaba la camisa abierta y unos pantalones pata de elefante. Se podía leer: Grandes éxitos de Nino Bravo. Recordó a Dorotea. También al perro de Dorotea que se llamaba así, Nino Bravo. Sonrió al recordar las lucubraciones que hacía respecto de lo que pasaba dentro de la cabeza de Dorotea cada vez que Nino Bravo se restregaba contra sus piernas y le lamía las manos. Supuso que Grandes éxitos de Nino Bravo gatillaría la felicidad de Dorotea de manera violenta e inequívoca. Entró a la tienda pensando que si la felicidad fuera tan fácil de conseguir nadie padecería la tristeza. «Y probablemente nadie escribiría». Una campanilla musical se activó cuando cruzó el umbral. Caminó en medio de corridas y corridas de cajas llenas de discos. Lo hizo al compás de Hot legs, de Rod Stewart, que sonaba por los parlantes. Cuando le explicó al dependiente lo que quería, este le alcanzó el disco, forrado en una delgada funda de plástico. Antonio se distrajo leyendo los títulos de cada una de las canciones. Hasta tarareó algunas estrofas que creía recordar de Noelia y Tus cartas amarillas. Se ocupaba de eso cuando oyó que el empleado le hablaba.
—¿Lo puede creer, amigo? Ahora dicen que han encontrado un poema inédito de Borges. ¡Déjenlo tranquilo! Si ya se murió. Quién va a creer esa gilada del poema. Si el papel aguanta todo. A propósito, ¿querés que te lo envuelva con florcitas?
¿Que había aparecido un poema de Borges después de muerto? ¿Eso había dicho? ¿Borges apareciendo otra vez de la nada? ¿Qué?
—¿Qué fue lo que dijo?
—Si te lo envuelvo con florcitas. Es para una mina, ¿no?
—No. Quiero decir, sí. Con florcitas. Pero yo le preguntaba por lo otro, por lo de Borges, ¿un poema después de muerto, dijo?
—No lo digo yo, lo dice esta revista.
Antonio tomó la revista en sus manos y leyó con la voracidad de un hambriento. Un poema, eso decía, y mencionaba a una chica, una chica chilena, con zapatillas color zanahoria. Emilia. Debía ser Emilia.
—Me llevo también la revista.
—Pero es que la revista no está en venta…, eh…, dónde va.
Antonio tomó el disco, se metió la revista debajo del brazo y salió de la tienda, dejando encima del mostrador un billete de diez dólares. Tenía el corazón latiendo a mil. Entendía que en esa revista estaba lo que había venido a buscar. Caminó largo rato buscando el sitio adecuado para la revelación. Halló una plaza en la que había más árboles que visitantes y ahí, a la sombra de un naranjo, se sentó. Buscó la página cincuenta y dos y una vez que la encontró, leyó:
BORGES ESTÁ VIVO
«En algún lugar de Buenos Aires debe de andar caminando. O inventando nuevos cuentos, nuevos poemas, como el que ayer vino a dejar una señorita a nuestra redacción. ¿Quién es entonces el hombre que enterraron en Ginebra?
Es sábado por la tarde. Un sábado diferente. Nos hemos despertado de otra manera. Grandes. Dignos. Más argentinos que nunca. Los dos goles de Maradona a los ingleses han bastado para eso. Es sábado por la tarde y nadie se acuerda que Borges está muerto. Que lo enterraron lejos. Lejos de todo. Los dos goles de Maradona siguen en mi cabeza y en la de todos los argentinos, aunque sobre la mesa de trabajo, al lado de la Olivetti, esté Ficciones, el primer libro de Jorge Luis. ¿Otro cigarro, Alberto? El fuego que quema el tabaco del Lucky Strike, el café que humea al lado de una fotografía de Janis Joplin y del dibujo de Antoine, mi sobrino de tres años. ¿Alberto, vos crees que fue la mano de Dios? ¿De verdad lo creés? Yo pienso que sí, que Dios debe de estar tras estas cosas. En esos episodios que parecen marginales dentro del Gran Teatro del Mundo. Qué más marginal que un gol en un campeonato de fútbol. En eso pienso cuando otro episodio interrumpe mi divagación. Una muchacha acaba de entrar por la puerta de la oficina con un acento raro, cantado, venido del otro lado de la Cordillera. Porque la muchacha que cruza el despacho con un papel en la mano y la cara de traer una noticia increíble es chilena. Tiene el pelo rojo, zapatillas color zanahoria, un morral tejido artesanalmente. Podría ser un ángel. Una enviada del cielo. Los errores se corrigen desde lo alto a través de episodios anecdóticos. Como este de la muchacha que acaba de entrar y me dice que Borges no ha muerto. Entonces me olvido de Maradona. Miro el libro que descansa al lado de la Olivetti como para estar seguro de que Borges alguna vez existió. Y ahí está. Nadie se lo ha inventado. Existió. Murió en Ginebra hace cosa de algunos días. O eso creímos los argentinos. O eso creyó el mundo. Borges no está muerto, repite la chilena. Y por la forma en que lo dice, por la seguridad que pone en sus palabras, no queda más remedio que pensar que tal vez tenga razón. Después de cumplir los setenta años Borges no volvió a moverse de Argentina. El que lo hizo fue un impostor, asegura. Un actor capaz de soportar de mejor manera los aeropuertos, las entrevistas, la burocracia de los premios. María Kodama no se enamoró del verdadero Borges, sino de su doble. Lo extraño del caso es que para corroborar su tesis ofrece dos documentos. Uno timbrado por la aduana chilena en el que queda de manifiesto que Jorge Luis Borges cruzó a Argentina el 15 de junio, en circunstancias que, según creíamos, Borges llevaba ya un día muerto. El segundo documento es un poema inédito de Borges que acaba de escribir y que se llama Instantes…».
Sintió que algo se le amontonaba en el pecho. Ese texto le devolvía a Antonio parte de lo que había perdido. Bastaron unas líneas. «La felicidad cuesta tan poco a veces», razonó. Los niños se contentan con que los cuentos tengan un final feliz. Los hombres, con que les devuelvan la esperanza. Estaba listo para seguir peleando. Fue como si hubiera salido del mar provisto de una armadura irreprochable, lustrosa y acerada. Una pequeña resurrección. Un rescate del infierno. Otra vez la mejor versión de Antonio. La sonrisa tatuada en la cara. Los ojos brillantes. Vivos. Otras imágenes de Emilia volvieron a sucederse en su cabeza. Esta vez eran fotos en colores. Emilia reía. Saltaba. Hacía malabarismo con unas esferas amarillas. Irrumpía entre los barrotes de una escalera con mueca circense. La mejor versión de Antonio. La mejor versión de Emilia. El tiempo era tan relativo. ¿Cuánto había pasado desde que ella se había marchado? ¿Un año? ¿Dos años? Qué importaba, si para él su recuerdo estaba fresco. «¿Cuánto dura el ayer?», se preguntó Antonio. No alcanzó a responder. Vio a un niño que caminaba por la calle de enfrente. Vio el globo que el niño llevaba de un hilo. Vio al niño tropezar con el pavimento. Vio el globo elevarse más allá de las azoteas de los edificios. Pensó si aquello podía ser una buena metáfora de la felicidad. De la felicidad del globo. Ahora estaba seguro de que Emilia no podía estar lejos. Buscó la dirección de la revista. La memorizó sin problemas. Suipacha 383. Suipacha 383. Suipacha 383. Caminó hacia el sur. Confiaba en que Suipacha estuviese hacia el sur. Confiaba, también, en que todo volvería a ser como antes. Se fue cantando, casi sin darse cuenta, una canción de Nino Bravo.
27
Un cigarro. La foto de Janis Joplin. Un dibujo infantil hecho con crayolas.
—Mirá que debe estar por llegar, eh.
—Gracias.
La redacción era un espacio mínimo. Tres escritorios, tres máquinas de escribir, las paredes empapeladas de fotografías, un banderín de Boca Juniors, y dos persianas a medio abrir desde donde se veía la ciudad, otros edificios, un árbol. Había también un televisor pequeño. Una radio que vomitaba música. Un refrigerador enano coronado por un macetero con flores de mentira. Girasoles de mentira. «La vida es una mentira», pensó. Odiaba las revistas y los diarios y los noticieros. Odiaba la realidad que se armaba a partir de las noticias. Esa realidad que no tenía nada que ver con la realidad. Con su realidad. Estaba sentado en una silla giratoria, antigua, con el tapiz de cuero gastado. Un reloj en la pared anunciaba las cuatro. Había llegado hacía media hora y entonces ya marcaba las cuatro. Supuso que todo el tiempo marcaba las cuatro y se acordó de la teoría de Emilia que decía que los relojes eran seres frágiles, no habituados a la felicidad, a las grandes emociones. «Los relojes de pared, Antonio, mira que te hablo de los relojes de pared, que suelen dejar de existir ante una lágrima profunda, ante una pena irreparable, ante un abrazo que dure más de cinco minutos, son así los relojes, los relojes de pared…». A veces era preferible que el tiempo no pasara, que se detuviera, al menos para él. Para él que desde hacía rato se había convertido en un profesional de la espera. Esperaba por Emilia, esperaba por una idea luminosa que llevar al papel, esperaba por un trabajo que valiera la pena, esperaba que la vida fuera un asunto mucho más conmovedor e intenso que el que a él le había tocado. Y en esa espera sentía que la vida le rehuía, que lo dejaba confinado a un rincón donde la maniobra para salir de la ruta era casi imposible. Había tan pocas oportunidades para enmendar el rumbo que ahora se felicitaba de estar ahí, instalado en esa oficina, yendo a buscar lo que él pensaba era su destino. Recorrió con su mirada el escritorio de Zambrotta, el periodista al que esperaba. Trató de armar esa vida a partir de las pistas que el escenario ofrecía. Seguro se trataba de un cuarentón solitario que aún seguía viviendo de los recuerdos de la generación de las flores, fumando un porro a media tarde y escuchando a todo volumen Balas y cadenas. Quizá tenía un hijo al que veía tarde, mal y nunca, porque su madre no lo dejaba, porque era mala influencia, porque no sabía conducir, porque viajar hasta Córdoba era tarea compleja. Zambrotta entró a la redacción con la barba sin afeitar y el pelo desordenado por el viento. Traía un cigarro sin encender entre los dedos, era gordo y parecía que el pantalón en cualquier momento se le iba a caer.
—Usted hizo la nota de Borges, ¿no es verdad?
—¡Borges está vivo, Borges está vivo, Borges está vivo! —dijo Zambrotta como si estuviera avivando a la hinchada del club de sus amores.
Le extendió la mano y sin permitir que Antonio le pusiera al corriente le dijo:
—Usted viene por la chica, estoy seguro.
Antonio no supo qué decir. ¿Cómo ese periodista que lo veía por primera vez podía saber que él andaba tras la pista de la chica? Zambrotta dejó el maletín en el suelo y repuso el retrato de Janis Joplin que se cayó al correr la silla.
—No se asuste —le dijo—, no soy un brujo, sólo un buen observador.
Supuso que había gente así, que se adelantaba a los hechos. Le bastaba oler a una persona para saber de sus propósitos, lo que buscaban. Lo envidió brevemente. Fiel a sus inseguridades, a su viejo inconformismo, a esa certeza de saber que nunca la felicidad iba a ser completa. Que no existía una estación terminal con ese nombre.
—Busco a Emilia Forch.
—La chica, claro, Emilia Forch, la que vino con el cuento de Borges.
—Es Emilia, ¿no?
—Es Emilia —Zambrotta se acomodó en la silla con los pies sobre el escritorio y las manos enlazadas en la nuca—. Es una chica muy divertida. Una chica con cojones.
—Una chica que usa zapatillas rojas —dijo Antonio con un dejo de nostalgia.
—Sí, claro, una chica que usa zapatillas color zanahoria, si hemos de ser exactos.
Respiró profundo y, como si estuviera en un monólogo, Zambrotta empezó a hablar con la vista fija en el techo:
—A mí no me importa si la historia que ella cuenta es verdadera o no, ¿sabe? Me da lo mismo. Uno está aquí no para decir la verdad sino para alimentar las fantasías de la gente. Y esa historia, la historia de la chica y Borges me parece, qué quiere que le diga, una historia fenomenal…
Zambrotta siguió hablando del caso como si estuviera declamando una tesis en la escuela de Derecho. Antonio dejó de escucharlo y se perdió en los recuerdos de Emilia. En esa cercanía que él podía sentir como si se tratara del perfume del pan recién horneado. Pensó que en cualquier momento ella volvía a entrar por esa puerta. Pensó que en cualquier momento la descubriría en el paradero de autobuses. O sentada junto a la ventanilla de uno de los carros del metro. Pensó también en ese reloj que estaba detenido a las cuatro de la tarde.
—El reloj… El reloj a las cuatro de la tarde.
—La chica reparó en lo mismo. Y hasta dijo algo acerca de que el corazón de los relojes era frágil. Fonseca, fue eso lo que dijo la chica, ¿o no?
Fonseca no respondió. Antonio volvió a perderse por dentro. Intentando escuchar la teoría de Emilia una vez más. Tratando de recorrer de nuevo ese pasadizo que lo llevaba a ella. Haciendo un catastro mental de las palabras que él recordaba eran las palabras favoritas de Emilia: alcaparra, atasco, insecto, axolotl, albatros, oblongo, albur…
—¿Para qué la quiere?
—¿Perdón?
—Sí, que para qué la quiere.
La primera reacción de Antonio fue decirle la verdad. Que los días eran difíciles sin ella. Que no había minuto en que algún episodio o un objeto o una palabra, incluso, la trajera de vuelta del pasado. Que en las noches oía la voz de Emilia, que su imagen se colaba en sus sueños. Pensó decirle esas cosas pero se contuvo.
—Estoy escribiendo una historia acerca de Emilia Forch. Acerca de ella y su delirio de creer que ha encontrado al verdadero Borges.
Zambrotta se lo quedó mirando por algunos segundos. Parecía dudar de lo que decía. Parecía que necesitaba desenmascararlo. Sacó el encendedor de la cajonera y le dio lumbre al cigarrillo. Sólo se oía el teclado de la máquina de escribir de su compañero de trabajo que estaba en el escritorio vecino. Eso y el ruido de la calle, que se colaba por una ventana abierta en la habitación contigua.
—¿Usted no cree que Borges esté vivo?
—¿Quién podría creer eso, si Borges murió en Ginebra hace más de una semana? ¿Acaso no ha leído los diarios? ¿No vio la televisión?
—El tema no es si yo creo o no. El tema es si hay gente que cree, en efecto, que él es Borges. Un grupo de escritores y admiradores le preparan una fiesta para celebrar que no ha muerto.
—Me está hueveando.
—Qué dice.
—Que no me habla en serio.
—Absolutamente en serio. Puede acompañarme, estoy invitado a la fiesta.
—¿Emilia va a ir?
—Es una de las organizadoras del evento.
—Y usted qué cree. ¿Es Borges?
—No lo sé. Ni me importa mucho. Lo que sí tengo claro es que se trata de una gran historia.
—Sí, una gran historia —acotó Antonio, calibrando la idea, pensando en Emilia Forch, en Borges, en lo frágil que era la frontera de la ficción, en lo permeable que podía ser la realidad, en la posibilidad de que el falso Borges terminara escribiendo una historia donde Antonio Libur y Emilia Forch y el propio Zambrotta fueran personajes de su delirio, la novela que el verdadero Borges jamás se atrevió a escribir. «Sí, es una gran historia», repitió para sí.
28
Le dolían las costillas, los brazos, la cabeza y, en especial, el ojo derecho. Lo suponía hinchado, casi verde, impresentable. Lo habían golpeado dentro del carro policial y también una vez que lo dejaron encerrado en esa celda húmeda. «La paliza de rigor —le habían dicho—. Si das, prepárate también para recibir», oyó que alguien le susurraba mientras le hundía la cachiporra en la boca del estómago. No sabía qué hora era. Quizá las tres de la mañana y todavía no lograba dormir ni diez minutos. El piso de la celda estaba mojado y aunque intentó acomodarse en una esquina, en cuclillas, apenas pudo cerrar los ojos e imaginar que en esa posición podía olvidarse del dolor. Se palpó el ojo averiado y advirtió que había perdido su forma. El golpe de puño fue certero y lo había tumbado al suelo del carro policial. Había insistido en que él era Borges, el verdadero, pero el cabo que le dio la golpiza con suerte había leído Patoruzú. Se sintió tan vulnerable, tan indefenso, que tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Y lo peor de todo era esa sensación incierta de no saber qué iba a ocurrir con él. Se imaginó olvidado, solo, muriendo enfermo y hambriento sin poder librarse de ese encierro. Nadie lo reclamaría. Nadie se interesaría en que recuperase la libertad. ¿Borges? Borges había muerto en Ginebra y él era un burdo impostor. «Un burdo impostor», repitió. ¿Quién era él finalmente? ¿Qué había hecho para que su vida llegara a ese punto? Intentó recordar y no pudo dar crédito a lo que su memoria rescataba. Había imágenes difusas. Un río, otros niños, un bosque enorme. Luego un parque, un mapamundi, un anciano que vestía uniforme militar. Estaba el mar. Un barco. ¿Quién era él realmente? En sus recuerdos, en esos recuerdos que comenzaban a aparecer ahí, lo llamaban Georgie y se veía leyendo el Quijote a los siete años. Su memoria recuperaba otra imagen y ahora era el desierto y una puesta de sol. Podía oír lo que le decía a una mujer que le llevaba por lo menos veinte años de ventaja.
—Quiero hacer películas. Quiero ser actor. Como ese señor del que tú hablas.
—¿Cuál?
—Ese que no llora. Ese que tiene una casa blanca.
—Ah, el que actúa en Casablanca… Humphrey Bogart.
—Sí, ese.
Se acercó hasta la reja del calabozo. Se aferró a los barrotes y quiso gritar el nombre de su madre. Quiso que ella viniera a ayudarlo. Como cuando era niño. De su boca no salió ningún nombre. Intentó recordar y no pudo. Pudo haber gritado María, Ángela, Fernanda, Adriana, pero entendió que eran nombres vacíos, huecos y, lo que era peor, que no había espacio para que alguien llegara luego de que él los pronunciara. «Si vos sos Borges yo soy Julio Verne y en diez minutos me voy de aquí a dar la vuelta al mundo en globo», le dijo el hombre del calabozo vecino. Y otro de más allá le dijo que él era Maradona y que si no lo soltaban Argentina no iba a poder con los ingleses. Borges se fue a un rincón de la celda y se tapó los oídos. No quería seguir escuchando lo que los otros decían. Aunque discutieran acerca de si Bilardo era mejor que Menotti. No quería escuchar a nadie. Quería que la tierra se lo tragara. Y sabía que la tierra no se lo iba a tragar. ¿Qué desenlace le esperaba a su historia? Por unos segundos se puso en el pellejo de Jaromir Hladík, el personaje de El milagro secreto. Pensó, como él, que nada de lo que había hecho lo enorgullecía, que necesitaba redimirse de su pasado «equívoco y lánguido», como él mismo había escrito en el cuento. Estaba arrepentido de vivir como había vivido. Ya lo había apuntado en Instantes. Hubiera preferido hacer muchas otras cosas y no empeñar su vida en un oficio tan inútil como el de escribir historias. Hubiera querido vivir. Hubiera querido volver a la infancia, cuando la vida era una aventura y era difícil distinguir entre los sueños y la vida real. «Borges, el escritor», dijo con abierta ironía, remarcando su desazón. Escuchaba risas que detestaba y que entraban en él como bocanadas de lava. «¿Y si la muerte es inevitable? ¿Si este Borges que soy yo no es otra cosa que la vana extensión de la utopía, la precaria existencia del espejismo, un error que la realidad terminará por aplastar con su bota de hierro?». Alguna vez Borges, el falso, había soñado con la eternidad. Alguna vez había pensado que la eternidad la alcanzaba gente como Borges, el verdadero. Ahí, en la cárcel, llegó a pensar que la eternidad era precisamente eso, el lapso que existía entre pensar que se podía ser eterno y el fin de esa idea. En una esquina del calabozo, mientras se cubría las orejas con sus manos y su mirada quedaba cautiva de una cucaracha que atravesaba la habitación, Borges se convenció de que él era Borges. Un Borges íntimo que en el fondo de su alma renegaba de lo que había hecho. Sí, era Borges. El verdadero. El apócrifo no hubiera podido pensar en esa idea ni tampoco la imagen de Hladík hubiera llegado con tanta naturalidad a su memoria. No podía morirse ahí. No podía la humanidad entera olvidarse de él. «A Emilia se le ocurrirá algo», pensó.
29
Consiguió dormir a trompicones dentro de esa celda húmeda. Lo hizo en cuclillas, apoyado sobre un rincón, tratando de protegerse del frío que entraba como una descarga eléctrica. Soñó muchas veces, sueños breves, interrumpidos, rabiosos. Se sorprendió de verse en todos tratando de demostrarle al mundo, a los otros, que no había más Borges que él, que Sur y La biblioteca de Babel habían surgido de su imaginación, que era el escritor más grande del planeta, que jamás había muerto. Ese Borges del sueño era poseedor de una asertividad de la que él carecía en el mundo real. Un convencimiento del que no se apropiaba todavía. Pero la mirada era la misma: tan lejana que parecía ver las cosas de un mundo perdido, distante del alcance de la razón humana. En cada uno de esos microsueños luchaba por sacar del error a los demás. Lo hacía a punta de frases articuladas con maestría, con su voz queda y el gesto calmo. Sólo en uno de esos sueños él no asomaba por lado alguno. En ese sueño, Emilia se deslizaba hasta la casa de Adolfo Bioy Casares, su amigo de siempre. La veía subir por un ascensor viejo y pomposo hasta que en el tablero se iluminaba el número cinco. Emilia estaba en el edificio de la calle Posadas, nerviosa por el encuentro que presentía. La soñaba inquieta, ansiosa, podía ver cómo se mordía el labio inferior. Emilia se preguntaba a sí misma si, bajo alguna circunstancia, la cárcel era el lugar para un artista como Borges. Vio cómo avanzaba hasta un recibo amplio, con lámparas de lágrimas que colgaban desde el techo en forma de arañas. La vio ensayando presentaciones memorizadas con antelación. «El destino es arbitrario, caprichoso, y está plagado de encuentros inesperados: si me acompaña podrá ver a Jorge Luis Borges». «Le tengo una buena noticia, don Adolfo, su amigo de siempre sigue en esta vida». «Bioy, todo ha sido un engaño, Borges no ha muerto». «¡Está vivo, Bioy, Borges está vivo!». La vio sentada en un sillón verde. Borges, en el sueño, alcanzaba a distinguir su espalda, la nuca de Emilia en primer plano, y luego un largo pasillo que se extendía casi hasta el infinito. Allá lejos, en el otro extremo, Adolfo Bioy Casares aparecía en escena. A Borges, el falso, le pareció más delgado de lo que imaginaba. Más alto también. Más distinguido. Una especie de Quijote que caminaba con zapatos sport, una camisa color crema y pantalones negros. Parecía triste. Tristísimo. Cuando llegó cerca de Emilia le estiró una mano huesuda y grande. Borges soñó que Emilia pensaba una frase: «A veces, para salir del infierno basta nada más que una cuerda resistente». Y también soñó que Bioy asentía, como si le hubiera adivinado el pensamiento. Borges supuso que Emilia veía en la mirada de Bioy el mismo brillo de sus ojos mustios. Bioy le ofreció el brazo como si la estuviera invitando a un baile. Emilia no atinó a otra cosa que ubicarse a su lado y dejarse llevar. Bioy le contó que el edificio era de la familia Ocampo. Que a Silvina y a Victoria les había tocado un piso completo. Que llevaban ahí varios años. Que había perdido la cuenta de las veces que se había asomado por la ventana que daba a la plaza San Martín de Tours para ver a los niños correr. Que cerca de ahí existía un restaurante llamado La Biela donde se comía el mejor matambre de Buenos Aires. Que echaba de menos los años de su juventud. Que había amado a tantas mujeres como le había sido posible. Que la vida, con los años, pesaba al punto que había días en que olvidaba cómo reír. Que vivir se volvía una actividad incierta sobre todo cuando las noticias que llegaban a los oídos suyos tenían que ver con la muerte de otros a quienes había conocido. Que en ocasiones prefería no dormir para no hallarse con la irremediable sorpresa de que el mundo había cambiado. Que sus recuerdos cada vez se parecían menos al presente. Que temía que alguien un día le dijera que las cosas que él recordaba nunca habían existido, que todo había sido un sueño, que todo era una pesadilla. Que a veces se cansaba de llevarse puesto. Borges entendía casi como suyas las palabras que en el sueño Bioy despachaba. Podía imaginar el tamaño de su soledad. También la profundidad de su tristeza. Sabía que esa tristeza estaba directamente relacionada con él y, quizá por eso, fue que en el sueño Bioy pronunció una nueva frase: «No van a entender nunca lo que significa la muerte de un amigo tan grande como Jorge Luis. No lo van a entender nunca, créame. Lo más triste de todo, señorita, es que esa amistad que tejimos, ese afecto que nos brindamos, no sirve de nada. Ahora que quiero tenerlo aquí enfrente de mí, no sirve de nada. Ahora que trato de evocarlo y no puedo. Tengo miedo a que alguien me diga que Jorge Luis Borges nunca existió. Tengo miedo a no verlo nunca más. Sí, lo sé. Sé que está muerto. Pero no quiero hacerme a la idea de que no puedo volver a verlo. ¿Entiende usted eso?». En el sueño, esa última pregunta se le quedó resonando dentro como si se tratara de un eco. Borges supuso que entre ellos mediaba un silencio largo y se imaginó a Emilia luchando porque le salieran las palabras, porque el parlamento brotara de una buena vez, pero parecía imposible. El Borges que soñaba temió que Emilia jamás pronunciara las consabidas frases hasta que advirtió que su boca, su pequeña boca, comenzaba a modular unas tímidas palabras: «¿Qué daría usted porque Borges estuviera vivo?». Bioy no dijo nada. Se quedó mirándola con ojos de incredulidad. O quizá eran ojos de esperanza. No se le movió ni un músculo, hasta que una sonrisa empezó a iluminarle la cara. Una sonrisa idéntica a la del Bioy soñado fue la que se dibujó en la cara del Borges preso nada más despertar. No supo si ya había amanecido. Sólo tenía claro que él seguía donde mismo. Y que la cárcel y su fría humedad también.
30
No podía saber cuánto tiempo había pasado. Cuántas vueltas al reloj habían dado las manecillas. Sumido en esa grave oscuridad, que no era sólo la de la celda, Borges tuvo una idea aterradora: el tiempo había transcurrido sin dilaciones, vertiginosamente, y no eran minutos los que habían mediado entre su último pensamiento y el presente inmediato, sino años, lustros. El miedo a que su vida se hubiera desperdiciado en esa habitación triste y húmeda lo inquietó en demasía, y cuando trató de hallar una respuesta, una imagen, algo que lo sacara de su desasosiego, advirtió que aquello era imposible, porque él era Borges, porque él estaba ciego. Quiso, durante algunos minutos, zafar del personaje y dilucidar, de veras, que ese paréntesis, ese trozo de tiempo perdido, no iba más allá de cuarenta minutos, cuando mucho una hora. No halló nada de qué asirse para espantar la pesadilla. Si él seguía ahí, con el frío que se colaba por debajo de la basta de los pantalones, aturdido por un silencio feroz, significaba que, más allá del tiempo que hubiera pasado, Emilia no había conseguido su objetivo. Nadie había atendido a sus reclamos. Nadie se había hecho eco de sus quejas. Ni Clarín. Ni La Nación. Ni siquiera Página 12. Nadie le había creído. Es más, en esa línea, podía suponer que Emilia se había cansado de golpear puertas, que se había hartado de pelear por un imposible, que, aburrida de todo, había regresado a Chile. Y que él, ante la certeza de que nadie iba a dudar que Borges estaba muerto, se había convertido, en su condición de habitante de esa celda fría y maloliente, en un ser que no existía, casi un ánima, al que nadie habría de reclamar, al que nadie echaría en falta. Se vio a sí mismo preso en un limbo, en una tierra de nadie, condenado a unas circunstancias inexplicables sin visos de cambio. En ese sentido, ¿quién podía interesarse por él, ya hubiera transcurrido un día o veinte años? Desesperado, se encontró con las rejas del calabozo. Se aferró a ellas y gritó con todas sus fuerzas el nombre de Emilia. Una, dos, tres veces. Pero nada ocurrió. Ni sus vecinos de celda reclamaron ni un gendarme lo hizo callar a punta de garrotazos. Hubiera preferido eso en vez de la oscuridad que lo acechaba. Ni siquiera hubo un boquerón de luz que le permitiera saber que no estaba ciego. Lo intentó una vez más. Y otra. Y así, en diez ocasiones. Hasta que su voz se apagó. Buscó en el silencio alguna señal, aunque fuera una circunstancia nimia: los pasos que daba la cucaracha al cruzar la celda; la respiración de otro recluso que habitase un calabozo vecino; el ruido de la llave al entrar en una cerradura. Pensó en Borges, el verdadero, y se preguntó si en un afán parecido hubiera conservado la calma o habría hecho como él, que había entrado en pánico. Lo pudo ver en esa misma celda, sentado con ese refinamiento tan propio de Borges, apoyado en su bastón, los ojos huecos, vacíos, y una mueca impasible. Lo imaginó murmurando un soliloquio incomprensible. Una cantinela que, en principio, no se podía oír. ¿Qué era lo que en su imaginación articulaba ese Borges sentando con elegancia extrema en el mismo lugar en el que él lo imaginaba? Era el Quijote que Borges repetía de memoria, línea por línea, palabra por palabra, primero en español, luego en inglés y más tarde en alemán, repetidas veces, interminables veces, como si se tratase de una banda sin fin. Aquella escena lo serenó. Templó sus miedos. Se sentó en una esquina de la celda y trató de hallar una respuesta dentro de su ceguera. Cerró los ojos —el gesto le pareció necesario— y trató de verse a sí mismo. ¿Quién era realmente él?, se preguntó en silencio, en medio de esa pesada oscuridad. Y en los minutos siguientes intentó dar con una respuesta.