Apéndice
El 23 de marzo de 2003, en un viaje que me tocó hacer al sur de Argentina con motivo de una invitación que me hiciera Ángel Gabellini, tío de mi mujer, debí hospedarme una noche en una pequeña pensión de un pueblo todavía más pequeño que tenía nombre de novela: Puerto Deseado. No teníamos intención de detenernos, pero la lluvia caía en forma de diluvio y, para ser franco, el hambre arreciaba en mi estómago tanto como en el de mi mujer. Aunque quizá debo agregar que el letrero que descansaba en el segundo piso de la casona también hizo lo suyo: «La memoria de Shakespeare». Tal es el título de uno de los últimos cuentos que Jorge Luis Borges escribió. No sé si otros escritores o amantes de la literatura hubieran procedido de igual manera, lo cierto es que para mí fue un argumento insoslayable en el momento en que decidimos pasar la noche allí. Le hice mención de este detalle a la persona que nos recibió —una mujer joven, de unos treinta y ocho años—, quien resultó ser la propietaria del hospedaje. El comentario fue del todo irrelevante ya que la mujer no sólo estaba al tanto de la historia; también era la responsable de que así se llamara el hostal. Además, en la carta del restaurante había innumerables referencias a la obra «borgesiana» —como ella misma me corrigió, cuando utilicé la acepción «borgiana»—, y lo mismo ocurría con las habitaciones, que, en vez de números, se identificaban con el título de diferentes cuentos de Borges. Aquella noche dormimos en la pieza Emma Zunz, y a la mañana siguiente pedimos el desayuno Serrano 2134 —la dirección de la casa en la que Borges vivió sus primeros años— que incluía medialunas, café con leche y yogur de frutillas. Antes de partir, prometimos regresar el siguiente verano. Ella nos dijo que lo más probable era que para ese entonces ya no estuviera. Desde que había muerto su marido el negocio no andaba bien. Además, había una familia de alemanes que estaba interesada en comprar la casa. Mi mujer le dijo que era lamentable, porque el buen servicio y el ingenio pocas veces iban de la mano.
—Al menos en Chile —agregó.
La referencia a Chile provocó un pequeño cambio en su rostro. Nos pidió que la esperáramos un momento. Se perdió por una puerta lateral y volvió al cabo de un par de minutos con una carta en la mano.
—¿Ustedes son de Santiago? —preguntó.
Contestamos que sí. Entonces fue que nos pidió un gran favor: que lleváramos una carta a un viejo amigo que tenía en Chile. Nos explicó que el correo en Puerto Deseado funcionaba tarde, mal y nunca. Que la carta que había escrito a su amigo llevaba mucho tiempo esperando ser enviada. Que había veces en que las casualidades no podían dejarse pasar. Mi mujer guardó la carta. Nos despedimos afectuosamente y le dije que se quedara tranquila, que yo mismo me iba a asegurar de que la carta llegara a su destinatario. Seguimos nuestro camino como habíamos planificado y al cabo de tres horas estacionábamos frente a la casa de Ángel Gabellini, ubicada ciento cuarenta kilómetros al sur de Puerto Deseado. Tras una semana de corderos al palo y paseos por la Patagonia, regresamos a Santiago. Cuando me apersoné en la dirección señalada para dejar la carta, me informaron de que Antonio Libur, el destinatario de la misiva, había muerto hacía dos meses. Que no se le conocían familiares ni amigos y que, por lo mismo, la dueña de la residencial en la que vivía había donado sus escasas pertenencias a Los Traperos de Emaús, salvo un cajón con papeles y algunos documentos que me pidió retirar por el hecho de ser la única persona que había llegado hasta ahí a preguntar por él. El manuscrito La traición de Borges estaba entre esos «documentos». Se trataba de objetos sin importancia aparente: el Yo me acuerdo, de Georges Perec; una lista de compras del supermercado apuntada con lápiz grafito; unas hojas de liquidámbar; un cepillo de dientes azulino, una bufanda de Los 101 dálmatas, y la foto de una mujer en la playa. Me llevé el cajón. También el manuscrito que leí con curiosidad y placer. Reconocí en el personaje de Emilia a la dueña de La memoria de Shakespeare, y supuse, no sin asombro, que su marido no era otro que el falso Borges. En el verano de 2002 volví a Puerto Deseado esperando hallar a Emilia Forch, pero, tal como ella lo había anunciado, no quedaba rastro suyo ni de La memoria de Shakespeare. Investigué largamente tratando de hallar algún cabo que me permitiera saber más acerca de esta historia. Busqué en La Nación de esa época el citado artículo de Libur. Lamentablemente, un incendio en las dependencias de la empresa periodística dañó los archivos de los años 1985 a 1988, con lo que fue imposible chequear la veracidad de la información. Los periodistas de entonces no recordaban otra cosa que los dos goles de Maradona a los ingleses. Y los pocos biógrafos de Borges que pude contactar ignoraban el episodio. No había pistas contundentes. Lo único que pude encontrar fue una referencia menor, con fecha 18 de agosto de 1979, en el diario El Rancagüino, que circula en una región cercana a Santiago, Chile. En la sección de notas culturales, entre los libros autoeditados que se habían publicado en el primer semestre de ese año, figuraba Rendido igual que un león, de Antonio Libur. Es una de las pocas hebras de esta historia. A Emilia Forch parece habérsela tragado la tierra. Abrí su carta con la esperanza de hallar en esas líneas algún dato importante. No había más que referencias a la relación que sostuvo con Libur que, por respeto a ambos, me parece pertinente callar. Los otros personajes citados en la novela o están muertos o bien inubicables. Si tan sólo hubiera alguien que pudiese dar fe de esta historia o desacreditarla, todo sería más fácil. He tenido la precaución de chequear cada uno de los datos que la novela registra respecto de la vida de Borges. También las circunstancias que rodean la historia, desde las condiciones climáticas de ese junio de 1986 a la suerte corrida por la selección de fútbol argentina. Ni en un caso ni en otro pude hallar ningún yerro. Todo calza. Todo ocurrió tal como Libur lo cuenta. Es más, gracias a un amigo que trabaja en Policía Internacional, pude confirmar que efectivamente un individuo que se identificó con el nombre de Jorge Luis Borges A. cruzó hacia Argentina por el paso de Los Libertadores dos días después de la muerte de Borges. Sin embargo, respecto de Emilia Forch no hay registro alguno. Han pasado más de dos años desde que me hospedé en La memoria de Shakespeare. Debo confesar que a ratos me sobreviene una angustia mayor por no saber realmente qué fue lo que ocurrió. Por no haber sido capaz de llegar a la verdad. Sin embargo, hay tardes en las que enfrentado a la soledad de un café puedo ver a ese Borges falso caminando por las calles de Buenos Aires, riendo junto a Adolfo Bioy Casares, haciendo un encendido discurso frente a un puñado de universitarios mientras ellos repiten eso de «¡Borges está vivo, Borges inmortal; ningún hijo de puta lo podrá enterrar!». Mi mujer me ha dicho algo muy sabio: «Esa historia es cierta, no importa si se desarrolló en la cabeza de Libur o en el Buenos Aires de hace dieciocho años. Ocurrió, Marcelo, ocurrió». No dejo de encontrarle razón. Pero me gusta ir más allá. Hacerme a la idea de que ese Borges falso ocupó, verdaderamente, el lugar del otro Borges. De que esa impostura, en algún momento, tuvo posibilidades de éxito. Que esos universitarios que oyeron el discurso de Borges bajo la lluvia creyeron con intensidad que Jorge Luis Borges no había muerto en Ginebra, que no había sido enterrado en el cementerio de Plainpalais. Incluso, en las madrugadas más delirantes, he llegado a pensar qué habría pasado si Bioy y su círculo íntimo hubieran validado a ese Borges post mórtem como el autor de Ficciones y El informe de Brodie. En medio de estas lucubraciones, no renuncio a que algún día se conozca la verdad de todo. La editorial decidió imprimir esta historia confiada en que no sólo es un tributo póstumo a Antonio Libur, sino también la posibilidad cierta de saber qué pasó realmente en Buenos Aires en esos días posteriores a la muerte de Jorge Luis Borges, ocurrida el 14 de junio de 1986.