Capítulo 74
Tsagaglalal y su hermano habían cobrado vida gracias al aura de Prometeo.
Habían enviado a Prometeo y a su hermana Zephaniah a una ciudad abandonada, construida sobre cristal negro y oro reluciente, en el mismísimo límite del mundo. La Ciudad Sin Nombre yacía sobre el vértice de muchas líneas telúricas, donde confluían siete Mundos de Sombras. Había historias que relataban que la ciudad de negro y oro existía simultáneamente en los siete reinos.
Varias leyendas aseguraban que los Arcontes habían construido aquella ciudad, pero Abraham el Mago sostenía que las ancestrales criaturas tan solo habían establecido sus residencias en los majestuosos edificios. Creía que se habían alzado durante el Tiempo antes del Tiempo. Con el paso de los siglos, tras abandonar la ciudad, la selva reclamó lo que una vez había sido una gigantesca metrópolis.
Cada detalle de la Ciudad sin Nombre sugería que había sido diseñada y construida por criaturas inhumanas. Las puertas eran demasiado altas y estrechas, las ventanas muy pequeñas, los escalones llanos, y los ángulos irregulares de los edificios les daban un aspecto extraño, casi turbador. La mayoría de edificaciones mostraban una fachada con espirales y caracoles esculpidos. La tradición popular de los Inmemoriales contaba decenas de historias en que aquellos círculos habían hipnotizado a multitud de individuos. Se quedaban boquiabiertos y con los ojos como platos observando los diseños. Se negaban a apartar la mirada, despreciaban la comida y el agua y, cuando hablaban, solo era para informar de las maravillas y horrores que contemplaban.
Abraham envió a Zephaniah y a Prometeo a la Ciudad sin Nombre con claras instrucciones: encontrar las misteriosas calaveras de cristal que, algunas veces, habían aparecido entre las ruinas de arcontes y ancestrales.
Fue en una gigantesca sala, en el corazón de la biblioteca, donde encontraron a las estatuas de barro.
Eran unas estatuas talladas con delicadeza, hermosas y de distintas tonalidades: desde el negro más opaco hasta el blanco más pálido. Cada centímetro de sus perfectos cuerpos tallados estaba cubierto con una escritura arcaica, jeroglíficos de un lenguaje olvidado. Sin embargo, los rostros no tenían rasgos marcados y definidos: solo eran óvalos llanos, lisos, sin ojos, orejas, narices ni bocas. Tanto los hombres como las mujeres eran idénticos y se alzaban en una misma postura. Eran esculturas esbeltas, elegantes, de otro mundo. Guardaban cierto parecido con los Inmemoriales y Arcontes, pero era obvio que pertenecían a una raza completamente distinta.
Cuando Prometeo entró en aquella sala llena de estatuas, su aura se encendió de inmediato, iluminando así las esculturas más cercanas. Unas chispas bermejas rociaron las escrituras, entregándoles vida, y su aura se sumergió en el barro, que empezó a retorcerse y derretirse por el calor. Sus rostros impasibles adoptaron rasgos: el fango se deslizó de su frente y, con las gotas, formó narices y barbillas. Los antiguos textos emitieron una luz naranja, después roja y por fin azul, como si fueran venas formándose bajo su piel.
Prometeo ardía en llamas. Su aura brotaba de su cuerpo en hélices de poder que bañaban todas y cada una de las estatuas… otorgándoles vida.
Tsagaglalal era la estatua de arcilla más cercana a Prometeo. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser una estatua sin conciencia a una criatura con vida. En cuanto deslizó los párpados, supo qué había ocurrido. El calor había despertado recuerdos y pensamientos, había sembrado ideas y ahora sabía quién era. Incluso conocía el nombre de la figura que la alimentaba con energía cruda.
Era Tsagaglalal.
Alzó el brazo y una fina capa de arcilla se desprendió de la estatua, haciéndose añicos al caer sobre el suelo. Así, Tsagaglalal supo que tenía la tez oscura. Se llevó la mano al rostro y flexionó los dedos. El movimiento agrietó el fango, que poco a poco se fue desmoronando.
Tras Tsagaglalal, una segunda estatua, un hombre, se retorció y un pedazo de arcilla se cayó de su torso para dejar al descubierto una tez dorada y brillante. Se volvió para echar un vistazo a aquella escultura. Unos recuerdos que no eran propios le desvelaron el nombre. Era Gilgamés y, juntos, eran las primeras criaturas de los Primeros Hombres.
El aura de Prometeo les había dado vida. Esa llama había mantenido a Tsagaglalal con vida durante muchos, muchos milenios.
Y el aura del Inmemorial seguía ardiendo en su interior.
Tsagaglalal estaba sentada de piernas cruzadas sobre el puente Golden Gate, dándole la espalda a la ciudad. Prometeo y Niten estaban tumbados sobre el suelo, junto a ella. Les había colocado con los pies señalando la ciudad para que, cuando se sentara entre ambos, pudiera tocarles la frente con las palmas de la mano.
Con las manos sobre el estómago, Tsagaglalal inspiró hondamente y sintió el calor en su interior. Su aura blanca con perfume a jazmín se alteró ligeramente, pues se intuía una pizca de anís y el color era un poco más rosado.
La edad de Tsagaglalal no podía medirse en siglos o milenios, sino en cientos de miles de años. Había visto incontables civilizaciones nacer y perecer, había explorado infinidad de Mundos de Sombras y había vivido en reinos donde el tiempo fluía de forma distinta.
Había sido testigo de grandes acontecimientos y había alcanzado grandes logros. Pero aun así, había un gran misterio cuya respuesta siempre se le escapaba: ¿quién la había creado? Prometeo le había entregado la vida pero ¿quién había esculpido las estatuas de arcilla? ¿Quién las había colocado en la Ciudad sin Nombre?
Tras milenios de investigaciones, todavía no estaba cerca de la verdad. Incluso su marido, el legendario Abraham el Mago, había sido incapaz de responder su pregunta.
—Quizá nunca llegues a descubrirlo —le había dicho una vez—. Lo único que sé es que estás aquí por una razón. Tu hermano y tú estáis destinados a encontraros. Vuestro destino era que Prometeo os diera la vida. Puede que algún día averigües el motivo de tu existencia.
Y ahora, sentada sobre un puente húmedo en una tarde de verano en San Francisco, Tsagaglalal creía haber descubierto el motivo.
Una oleada de calor intenso le recorría todo el cuerpo. Fluía por sus brazos hasta alcanzar las manos, que las tenía ahuecadas sobre el regazo. Los dedos de Tsagaglalal empezaron a iluminarse, con un tono rojizo en las puntas que fue cambiando a amarillo y al fin blanco. Las uñas se fundieron hasta convertirse en un líquido gelatinoso que se deslizaba por sus dedos y manos.
El aroma a jazmín había desaparecido por completo, opacado por el intenso olor del anís.
Tsagaglalal bajó la vista. Un diminuto charco de aura carmesí resplandecía en la palma de su mano. Con un cuidado infinito, levantó las manos… y se detuvo. No bastaba. Había utilizado mucha energía antes, para rejuvenecer su aspecto; solo le quedaba aura para uno.
Pero ¿cuál de ellos?
Tsagaglalal miró a Niten, después a Prometeo y de nuevo al japonés. Le caía bien. Parecía una persona sosegada y sin pretensiones; además, sabía de buena tinta que el Espadachín tenía una reputación impecable: era un guerrero temible y un hombre de honor. Era un inmortal excepcional: se había enfrentado al ejército de espartoi a sabiendas de que no regresaría con vida. Estaba preparado para sacrificar su vida y así salvar la ciudad. Merecía vivir.
Tsagaglalal miró a su derecha: Prometeo era un Inmemorial. Sin duda, en la guerra que se avecinaba sus poderes serían mucho más útiles. Y, más importante aún, Prometeo era, en muchos aspectos, su padre. Gracias a su aura Tsagaglalal había cobrado vida y lo más apropiado en esas circunstancias era devolverle el mismo regalo.
Tsagaglalal pestañeó y, de repente, varias lágrimas brotaron de sus ojos. En ese instante, el mundo se disolvió en un arcoíris. Solo había llorado en una ocasión, cuando Danu Talis se sumergió y perdió a su marido.
—Lo siento, Niten —murmuró.
Tras pronunciar la última palabra, vertió el aura líquida carmesí por la garganta de Prometeo. El efecto fue instantáneo.
El aura del Inmemorial cobró un color rojo intenso. Prometeo se estremeció, tosió varias veces y después abrió sus ojos verdes.
—Hola, padre.
Prometeo alargó el brazo para acariciar el rostro de Tsagaglalal.
—Tal y como te recordaba —susurró—, tal y como te vi la primera vez, joven y hermosa. ¿Y los espartoi?
—Muertos. Todos muertos.
—¿Y Niten?
Tsagaglalal bajó la cabeza.
—Solo podía salvar a uno de vosotros.
A Prometeo le costó una barbaridad incorporarse y Tsagaglalal le agarró del brazo para ayudarle a ponerse en pie.
—Tsagaglalal, ¿qué has hecho?
—Devolverte el regalo que me entregaste hace mucho tiempo. Tú me concediste la vida y ahora yo he salvado la tuya.
El Inmemorial se volvió para mirarla a los ojos.
—Pero ¿a qué precio?
De pronto, el rostro de Tsagaglalal empezó a envejecer, a arrugarse, a marchitarse. Un mechón de cabello blanco se deslizó de su cabellera.
—Creo que este era mi cometido —respondió.
—Sin mi aura no podrás renovar tu piel. A partir de ahora envejecerás rápido y morirás pronto.
—Todo tiene un precio —replicó Tsagaglalal—. Y estoy dispuesta a pagarlo. En realidad, me parece un precio muy razonable a cambio de todas las experiencias que he vivido.
Prometeo se dio media vuelta para echar un vistazo al cuerpo inmóvil de Niten.
—Pero Tsagaglalal —prosiguió el Inmemorial en voz baja—, tu elección no ha sido la correcta. Has salvado la vida al equivocado.
—¡No!
—Sí —insistió Prometeo—. Mi tiempo ha llegado a su fin. Mi Mundo de Sombras es una nube de polvo y los Primeros Hombres han dejado de existir. No me queda nada en este reino: es hora de que me marche.
—No… —rogó sacudiendo la cabeza.
—Sí —dijo el Inmemorial con firmeza—. Hace diez mil años tu marido me contó que así acabaría todo. Me reveló que moriría en un río, envuelto de niebla, en una ciudad que superaba la imaginación humana, en un tiempo más allá del tiempo. Supe que moriría esta misma noche. Sabía cómo acabaría todo. Ahora debes dejar que me vaya —suplicó—. Recupera mi aura y entrégasela a Niten.
Tsagaglalal negó con la cabeza, sin dejar de sollozar.
—No, no puedo. No lo haré.
—Te lo pido como amigo…
La mujer volvió a sacudir la cabeza y, con el movimiento, más mechones canosos caían sobre el suelo.
—Nunca te he pedido nada. Así que déjame que te pida este último favor, como padre.
Hazlo por mí. Por favor.
Tsagaglalal agachó la cabeza y rompió a llorar. Entonces colocó la mano derecha sobre el pecho del Inmemorial y posó la izquierda sobre el pecho del japonés. Prometeo se recostó sobre el suelo y contempló el cielo nocturno.
—Estoy agotado; exhausto, más bien. Me vendrá bien descansar un poco. Si alguna vez te encuentras con mi hermana, explícale quién hizo todo esto; cuéntale quién envió a los espartoi. He reconocido las auras de Bastet y Quetzalcoatl en el aire. Cuando la veas, dile dónde puede encontrarlos. —Prometeo tosió una carcajada—. Sin duda, no les hará mucha gracia su visita.
Niten tomó una profunda bocanada de aire y la atmósfera se cubrió del delicado aroma del té verde.
—Y, Tsagaglalal…
—¿Sí, padre?
Prometeo cerró los ojos.
—Dile a Niten que encuentre a Aoife y le haga la pregunta. Dile… dile que Aoife responderá que sí.