Capítulo 71

Tsagaglalal corrió hacia el puente.

El aura de Tsagaglalal resplandecía en contraste con la niebla, emitiendo un brillo de color blanco que parecía crear una especie de agujero entre la bruma que la rodeaba. Se adentró a toda prisa por la abertura que había entre las dos líneas de coches y de inmediato adivinó lo que Niten y Prometeo habían intentado hacer. Avistó las lanzas rotas sobre el suelo y enseguida reconoció el color de la sangre en las manchas del suelo: habían librado una batalla justo ahí y habían salido malheridos. En el aire nocturno, reconoció el perfume de sus auras e intuyó el lugar exacto donde se habían curado con la ayuda de su energía áurica. Sin embargo, el aroma era ligeramente amargo, agrio, una señal inequívoca que indicaba que estaban débiles y heridos.

Un guerrero espartoi apareció tambaleándose a su izquierda.

—Pero ¿qué tenemos aquí? —preguntó con una risa tonta—. Carne fresca…

El kopesh siniestro de Tsagaglalal destelló entre la niebla y la criatura cayó inconsciente sin tan siquiera acabar la frase.

Unas sombras se movieron delante de ella: dos espartoi trotaban a toda prisa por el puente, hacia ella, con las espadas y las lanzas desenvainadas. Los espartoi eran guerreros rápidos, inhumanamente rápidos, pero Tsagaglalal frenó su embestida sin mover un pie. Hacía muchos años, cuando el mundo era un lugar muy distinto, e incluso antes del Hundimiento de Danu Talis, algunos de los guerreros más expertos jamás conocidos la habían instruido, entrenado en el arte de la lucha. Más tarde, tras recibir el nombre de Myrina y estar al mando de los guerreros más feroces y temibles de todos los Mundos de Sombras, había transmitido esos conocimientos y habilidades a dos jovencitas que tenía bajo su protección: Scathach y Aoife.

Tsagaglalal siguió avanzando por el túnel de coches. Distinguió unos surcos profundos sobre la superficie del puente, justo donde un muro metálico había sido arrancado de cuajo. Supuso que, cuando Niten y Prometeo se dieron cuenta de que las criaturas estaban desmontando la barrera, el Inmemorial y el inmortal decidieron abandonar la batalla en vez de permanecer sobre el puente y permitir que les invadieran.

Apreció un ápice de olor a té verde en el aire con una pizca de anís y entonces, justo en frente de ella, vio unas manchas azules y rojas tras la cortina de niebla. Tsagaglalal no dudó en correr hacia los colores. Un espartoi malherido se acercó a ella cojeando, con una expresión de asombro en el rostro; obviamente, le costaba creer que estuviera herido. La mujer alzó su kopesh y la criatura murió con la misma expresión de sorpresa en la cara.

Tsagaglalal escuchaba el sonido de armas chocando entre sí, del metal rozando el metal, los golpes de la madera contra la piel, los silbidos de los espartoi y los gruñidos de los dos hombres. Emergió de entre la niebla como un fantasma y descubrió al Inmemorial y al inmortal espalda contra espalda, enfrentándose a una veintena de guerreros. La armadura de Prometeo brillaba con una luz bermeja que parecía perder intensidad por momentos y la silueta del inmortal japonés era como una capa de brillo azul marino. Los dos estaban malheridos, pero media docena de las criaturas contra las que luchaban todavía seguían en pie.

De forma abrupta, como si hubieran escuchado una nueva orden, todos los espartoi atacaron al unísono.

Tsagaglalal fue testigo de cómo Niten recibía al menos una docena de golpes. Prometeo retrocedió para proteger el cuerpo del inmortal, defendiéndole, girando su espada en movimientos ágiles y rápidos, pero había demasiados espartoi, y eran demasiado rápidos. Prometeo se desplomó, pues aquellos que temían enfrentarse cara a cara a él le habían atacado por la espalda.

Aquella Que Todo lo Ve gritó.

El sonido fue ancestral, un aullido salvaje que jamás podría haber salido de la garganta de un ser humano. Y la realidad era que Tsagaglalal no era, ni nunca había sido, humana. El berrido se filtró entre la niebla y retumbó en toda la ciudad, deteniendo así todo movimiento.

Los espartoi se volvieron hacia el gemido y comenzaron a avanzar hacia la silueta que lucía una armadura de cerámica. De repente, el aire se cubrió del rico aroma a jazmín.

—Las Magias Elementales —gruñó Tsagaglalal, derribando a una criatura sin tan siquiera mirarla—. Son iguales, idénticas. Ninguna es superior a las demás. El agua…

Y en ese instante una parte del puente se convirtió en un líquido sucio. De inmediato, el charco se tragó a seis de los guerreros espartoi, que se deslizaron por el puente acuoso hasta sumergirse en el fondo del mar.

—El aire…

Y entonces otra porción del puente se vaporizó. Tres de las criaturas ni siquiera tuvieron tiempo de gritar antes de desaparecer y desplomarse por el espacio vacío que se había creado. Las tres no tuvieron más remedio que enfrentarse a las imperdonables aguas de la bahía.

—El fuego…

De pronto, un tramo de varios metros de la estructura metálica empezó a calentarse, hasta alcanzar una temperatura sobrehumana. Tres guerreros desafortunados se incendiaron en un abrir y cerrar de ojos.

Tan solo quedaba un puñado de espartoi. Bufando con nerviosismo y desesperación, los guerreros se alejaron de la mujer de blanco.

—Y Tierra…

Justo la parte del puente donde estaban los espartoi se transformó en tierras movedizas. Los guerreros apenas pudieron gritar antes de que el puente se los tragara. Un instante más tarde, el suelo volvió a reconstruirse, dejando una apenas perceptible huella de sus cuerpos sobre la superficie.

Tsagaglalal se frotó las manos. Sin ceremonias ni cuidados, arrojó a un lado los cuerpos de las lagartijas caídas para alcanzar a los dos hombres y agacharse junto a ellos.

—¿Queréis saber algo? —murmuró—. Hoy mismo le contaba a Sophie que no hay una magia más poderosa o superior a las demás. Todas son iguales…

Tsagaglalal se quedó sin palabras. Ni Prometeo ni Niten se movían.

—Oh, no —suspiró.

Tras apartar al último guerrero espartoi de su camino, descubrió que los dos hombres tenían incontables heridas. La armadura de Prometeo estaba hecha pedazos, y el traje negro de Niten se había convertido en un cúmulo de jirones. Con delicadeza, acercó los dedos al cuello del espadachín japonés. No tenía pulso. No tenía sentido que comprobara el pulso de Prometeo, puesto que jamás había tenido, pero la mujer deslizó sus párpados. No había rastro de color en sus ojos.

—¡No! —gritó con ferocidad.

El Inmemorial y el inmortal habían entregado sus vidas para defender la ciudad.

—No —repitió Tsagaglalal, esta vez con más convencimiento—. No lo permitiré.

Y entonces echó atrás la cabeza y dio rienda suelta a su angustia.

En la cresta de la colina, observando el puente de Golden Gate, Bastet y Quetzalcoatl respiraron un aire cargado de jazmín. En ese instante vislumbraron un globo de luz blanca que destacaba entre la niebla.

Y entonces un sonido retumbó en mitad de la noche y, a pesar de que habían pasado más de diez mil años desde la última vez que habían oído aquel aullido, lo reconocieron de inmediato.

Los dos Inmemoriales se miraron entre sí y después echaron a correr hacia el coche. Un segundo más tarde, la limusina de Bastet salió escopeteada del aparcamiento. Los neumáticos se deslizaban y derrapaban sobre el pavimento húmedo. Quetzalcoatl hizo lo mismo mientras se preguntaba si conseguiría llegar a tiempo a su Mundo de Sombras, donde estaría mucho más seguro.

Ninguno de los dos deseaba enfrentarse a la cólera de Aquella Que Todo lo Ve.

La encantadora
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