Capítulo 22

El tamaño del Yggdrasill sobrepasaba la imaginación.

Su anchura parecía imposible y su altura incalculable. Se alzaba desde el suelo como una columna maciza que rozaba el cielo. Las raíces se adentraban bajo la tierra, hurgando en lo más profundo del planeta. Varios ecosistemas crecían en el exterior del inmenso árbol: pájaros e insectos, pequeños mamíferos y lagartijas correteaban por las ramas y las hojas. Los animales que vivían en la copa del árbol, siempre repleta de nubes, jamás veían a las criaturas que habitaban en las raíces, pero ninguna de todas las fierecillas del Árbol de la Vida conocía el mundo que se extendía más allá del árbol, donde otro entorno florecía. Infinidad de generaciones habían vivido y fallecido en el Yggdrasill.

El árbol estaba hueco, y en el interior del tronco yacía la ciudad de Wakah-Chan, una de las maravillas ocultas de Danu Talis.

Juana de Arco dejó a Saint-Germain hablando con Shakespeare y Palamedes y se sentó junto a su amiga, Scathach. Enlazó su brazo con el de la guerrera y se quedó pensativa. La mirada gris pizarra de la inmortal francesa bailaba de la emoción, y un vago miasma de su aura lavanda emergía de su cuerpo formando una nube visible.

—Hemos vivido grandes aventuras durante siglos —dijo en inglés.

—Así es —dijo la Sombra.

—Y hemos visto maravillas.

Scathach asintió con la cabeza.

—Pero en todos tus viajes, ¿alguna vez has visto algo parecido a esto? —preguntó Juana.

—De hecho, sí. Es el segundo Yggdrasill que veo en una semana. Hay, o mejor dicho, había un primo lejano de este árbol original en el norte de San Francisco. Era enorme, pero nada comparado con esto. Dee lo destruyó —añadió con amargura.

Las dos mujeres caminaban por encima de una rama que medía al menos dieciocho metros de ancho. Podía servir como avenida y como puente y se extendía de un lado al otro del Yggdrasill, lo cual era una distancia incalculable. Desde donde estaban no podían ver el fin de la rama, pues la madera se perdía entre una neblina verde que se enroscaba hacia el interior del árbol. A lo largo de la rama se alzaban pequeños edificios de una y dos plantas. Unos hombres y mujeres con la tez oscura y muy esbeltos les ofrecían comida y bebidas de colores desde unos tenderetes con toldos multicolores ubicados delante de los edificios.

—¿Crees que viven aquí, sobre el puente? —preguntó Juana.

—Eso parece —contestó la Sombra—. Me pregunto cuántos se han caído de la cama por la mañana y, medio adormilados, han abierto la puerta trasera de su casa y se han desplomado al vacío —comentó señalando la parte posterior de las casas que se habían construido justo en el borde de la rama. Tras ellas tan solo se distinguía un abismo.

—Sabía que pensarías en eso.

De repente, Juana se quedó quieta y, tras varios segundos, sonrió. Su amiga Scatty le había gastado una de sus extrañas bromas. Las casas no tenían puertas traseras.

—Muy gracioso.

—Gracias.

—Estaba siendo sarcástica.

—Ya lo sé.

La inmortal miró hacia arriba. El inmenso tronco hueco del árbol se difuminaba entre unas nubes color esmeralda. Por encima de la rama por donde paseaban había un enjambre de ramas más pequeñas que unían distintas partes del árbol, y el tronco estaba moteado con innumerables protuberancias bulbosas. Unas lucecitas centelleaban alrededor de aquellos bultos, pero no fue hasta que llegó al borde de la rama y miró hacia abajo, desde donde pudo observar esas prominencias más de cerca, cuando se dio cuenta de que eran más casas construidas sobre el Yggdrasill. Más abajo, donde ya había anochecido, el tronco brillaba con miles de luces.

—¡Cuidado! —exclamó Scathach cogiendo a Juana por el cinturón cuando quiso inclinarse aún más—. No hemos venido hasta aquí para que te caigas de una rama.

Juana señaló hacia abajo.

—Hay gente volando.

La Sombra dijo que sí con la cabeza.

—Ya me había fijado. Están atados a un planeador. Supongo que este es el entorno ideal para planear por las corrientes térmicas que se elevan desde abajo.

—¿Te has fijado en que además parecen humanos? —añadió Juana. Bajó el tono de voz y cambió de lengua, utilizando el acento provinciano del este de Francia—. No veo monstruos con cabeza de perro por aquí.

—También me he fijado —respondió Scathach en la misma lengua—. Aunque, si quieres que sea sincera, no me sorprende; Hécate siempre fue considerada como una de las grandes benefactoras de la humanidad.

Sin dejar de sonreír, Juana señaló los planeadores y continuó:

—También te fijaste en que Huitzilopochtli iba vestido con una armadura completa.

—Le he visto. ¿Has visto las tropas que se han reunido en las ramas de abajo? —preguntó Scathach.

—No —respondió Juana, que no dudó en dar un paso hacia atrás y volver a asomarse por la rama, esta vez con más precaución. A unos veinte metros de altura, sobre una rama igual de ancha, un grupo de mujeres y hombres estaban congregándose formando filas. La guerrera les evaluó con el ojo de un soldado—. Así a simple vista, son unos cuantos… doscientos cincuenta, quizá trescientos, contando a hombres y mujeres —murmuró—. Todos llevan armas sencillas: armadura lisa, escudos redondos, flechas y arcos.

Se escuchó un crujido de cuero y madera y un enjambre de planeadores aparecieron de ambos lados del Yggdrasill para aterrizar junto al resto de los soldados.

—Hmmm… y todos los aviadores son mujeres y chicas.

—Son más ligeras que los hombres —explicó Scathach.

—Sus uniformes combinan con la parte inferior de los planeadores. Azul y blanco —comentó Juana.

La Sombra asintió.

—Camuflaje. Cualquiera que esté en el suelo y alce la mirada no podrá distinguirlos en el cielo.

Juana examinó las tropas aéreas con más atención cuando estas tomaron tierra. Varias mujeres piloto llevaban lanzas cortas, pero todas, absolutamente todas, cargaban con dos o más aljabas de flechas y al menos un arco de sobra. Gracias a años de guerras y batallas, Juana sabía que el arco de más era por si acaso el hilo se rompía. En ese caso, el soldado tiraría el arco al suelo y utilizaría el de reserva.

—No veo estandartes por ningún lado.

—Seguramente porque no van a necesitarlos —justificó Scathach—. Un estandarte es útil en el campo de batalla para distinguir al enemigo. Cuando luchaste contra los ingleses, las armas y armaduras eran muy parecidas, pero tus hombres sabían que debían acudir al estandarte blanco. Un estandarte en una refriega como esta sería una molestia. Apuesto a que su enemigo será distinto: de otra raza, de otro color e incluso de otra especie —explicó con una sonrisa—. Estas normas son mucho más sencillas. Todo aquel que no sea igual que tú es tu enemigo.

—Así que están preparándose para la batalla —farfulló Juana.

—Creo que ya están preparados —dijo Scathach—. Hemos llegado justo a tiempo para la guerra.

Juana de Arco pellizcó a su amiga en el brazo.

—¡Y no hace falta que te pongas tan contenta!

La encantadora
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