VIII

TODAVÍA MIRABA EL hueco que dejó la Mena entre las espigas, cuando divisé a lo lejos un tierral. ¿Sería un tornado de esos que vienen viajando desde Estados Unidos? Dicho y hecho, debía dejarme envolver por él para que nos llevara al Norte. Yo sé que los tornados viajan a mil por hora, y así, en un poco rato estaríamos con nuestro papá y mamá. Tomé en brazos a la Ji y corrí al encuentro del tornado. Ni sé cómo podía con mi hermana que es pesada y resbalosa, pero la cosa es que mis brazos y mis piernas parecían de atleta y me salían chispas de los talones.

Llegué por fin al tornado, pero la nube de polvo la venía echando un camión y se acercaba con un ruido de mil diablos.

Le hice señas. Si a uno le falla un tornado y se le ofrece un camión, lo aprovecha. Al fin y al cabo, cuando uno está en el Sur de Chile, un camión que va de viaje tiene que ir al Norte. Y da lo mismo en qué se llega, con tal de llegar.

El majestuoso camión iba cargado de troncos que saltaban con infernal ruido, pero entre ellos, su chofer invisible lo detuvo, trepó a la J¡ adelante y me ayudó a subir. Nos acomodamos entre un chanchito rezongón y una gallina pecosa, y partimos estrepitosamente saltando por los hoyos.

Viajamos y viajamos remecidamente. Era un viaje de sordomudos porque nadie sacaba nada con hablar porque nadie oía. Yo a cada rato creía que iba a aparecer una ciudad grande, llena de tiendas de Arica, una estación con bancos y en uno mi mamá esperándonos. Pero nada.

La Ji se había dormido con el chancho de almohada. La gente chica viene con sueño atrasado, porque dale con dormir, y sólo se despertó cuando chirriaron los frenos. Fue un chillido muy largo pero al fin el camión se detuvo. Yo me quedé bien sordo. No se oía nada de nada. Era atroz. Hasta que de repente apareció entre los troncos el chofer camionero y dijo:

—Voy a hacer una diligencia. Cuídame la carga —y saltó afuera.

Era lindo oír su voz y saber al menos que uno no estaba sordo pero era una tremenda pena no tener tiempo de preguntarle las setenta y cuatros cosas que se me habían juntado en todo ese rato. Tendría que guardarlas para cuando volviera.

El camionero se estiró hasta que se puso inmenso, crujió entero, bostezó, se volvió a armar de nuevo y partió a su diligencia. Todo esto en un instante, sin darme tiempo de preguntarle nada. Yo lo quedé mirando alejarse por un sendero hasta que la Ji me sacudió con su eterno Tétete y me mostró un huevo que le había sacado de no sé donde a la gallina.

El chanchito se había puesto nervioso y tironeaba y tironeaba de su cordel amenazando ahorcarse. Se había hecho mil rollos en el freno y el cogote se le iba poniendo más y más flaco mientras más le bailaban sus ojos de chancho. Era duro, pesado, torpe y porfiado. Inútil tratar de hacerlo entender que se diera vuelta al otro lado, inútil moverlo, inútil amansarlo, inútil empujarlo. Le colgaba la lengua…

O se moría ahorcado el chancho, o soltaba yo el freno del camión.

Lo solté y le salvé la vida. Pero la mala suerte fue que el camino ahí era como de bajada, y mientras desenvolvía el cordel del cogote del chancho ni me di cuenta de que el camión se movía y se seguía moviendo, primero despacito y después más ligero. En realidad íbamos bajando a todo chifle, porque empezó otra vez la sonajera de troncos y no se oía ni el chancho.

El paisaje pasaba a chorro a nuestro lado. De pronto me di cuenta de que si el chofer se había bajado del camión, el camión iba entonces sin chofer. Estábamos en órbita y eso era peligroso. Me trepé en el asiento y me agarré con fuerza de la dirección. No era fácil sujetarla a tanta velocidad y con tanto brinco y la sonajera horrenda de los troncos. El camino era ancho porque ni había camino por donde íbamos, porque era puro cerro, pero allá abajo se divisaba plano. Algún día llegaríamos y entonces terminaría esta carrera.

Es fácil manejar un camión, pero lo que es difícil es sujetar la carga. Yo me di cuenta de esto al poco rato, porque sentía caer los tremendos troncos, atrás, a los lados, arriba, etc. Cada hoyo disparaba uno o dos, y mientras menos carga había, más saltábamos y más rodaban los troncos ya sueltecitos. Sostenía a la Ji apretada entre mis piernas mientras al chancho le dio por asomarse y colgaba medio cuerpo en el aire. La gallina se revolvía entre sus patas y su cola. Ni me acordaba del chofer y su diligencia. Solamente pensaba en llegar al plano.

Y de repente no se oyó más ruido. El último tronco rodaba detrás del camión y aunque agarraba vuelo, no lo alcanzaba.

Hubo un sacudón electrónico, un ruido supersónico y, Con dolor de muelas, salimos de un enredo de patas y brazos y cola y plumas, la Ji, el chancho, la gallina y yo. El camión estaba clavado en una genial piedra. De sus latas abolladas salían aguas, aceites, y alambritos negros.

Habíamos llegado.

Pero no sabíamos dónde, eso era lo malo, porque ni había a quién preguntarle porque era de esos valles solitarios entre montones de cerros.

Después que se me quitó lo tullido, caminé con la Ji para acá y para allá, volví al camión a revisar lo que quedaba y descubrí el padrón, que era una tarjeta vieja, una botella quebrada y un sandwich con varios mordiscos.

Se lo di a la Ji porque tenía pena de que se le hubiera quebrado su huevo, y al chancho le di el huevo con cáscaras y todo. La gallina la solté por si ponía más huevos. Entonces me puse a revisar el motor del camión.

Tenía dos cosas buenas: una bujía y un pedazo de ventilador. Saqué la bujía para aprovecharla en algo y estaba pensando en qué, cuando de repente oí una tos. Miré y había a mi lado una cabra blanca con cuernos y pera. Miré más y vi más y más cabras por todos lados. Había chicas y grandes, negras y peludas, apolilladas y viejas. Hasta una café con manchas blancas. Era una mina de cabras salvajes y curiosas. Nos miraban pero estaban listas para partir al galope.

Decidí no hablarles para darles confianza y sólo les sonreí. Y una cabrita de la edad de la Jimena se le acercó y le lamió la mano. Y ahí empezó la amistad.

Cuando cayó la noche, dormimos como nunca de bien, entre las cabras de pelo suave y caliente, blandas, olorosas a cabra y soñando con los quesos que nos darían de desayuno al otro día.