IX

AMANECER ENTRE CERROS solitarios pero llenos de cabras recién levantadas, es precioso. Ellas estiran el cogote y prueban su voz a ver si les funciona; después corren a saltitos, se desparraman por el mundo y comen calladas.

Las cabras mamáes no tienen problema: sus hijos nacen sabios y las guaguas toman su mamadera calladitas. Yo creo que si la gente le aprendiera a vivir a las cabras sería muy feliz.

Después del desayuno, se fueron todas a mirar el camión. Era para ellas la gran novedad, pero a todo esto ni la Ji ni yo habíamos comido nada.

Pensaba en los quesos, me imaginaba que habría una inmensa cueva donde los tendrían guardados y se me hacía agua la boca mientras caminaba buscando el escondite.

De repente me acordé de mi hermana. No estaba por ningún lado.

—¡Ji-me-na! —grité, con voz de trueno y de susto tremendo. Y creí que estaba loco porque por todas partes se oía mi mismo grito: Mena, Mena…

Era el eco. Yo no lo conocía más que de nombre, pero está muy bien inventado, porque donde no hay campanas de incendio, ni teléfonos, uno se comunica con su gente.

La Ji apareció ahí muy cerquita, debajo de una cabra que la estaba alimentando igual que la vaca de la Gretel. Yo no sé para qué la gente se da tanto trabajo cuando los animales ofrecen gratis su comida y limpiecita.

Cuando uno tiene hambre de verdad ni se acuerda del famoso asco.

Apenas terminó la Ji su mamadera yo me tomé la mía y ni pensé más en los quesos. Esa cabra que me dio su leche era una gran persona. Yo no la olvidaré jamás, y cuando sea grande me preocuparé de que tenga una vejez alegre.

Para desconfundirla entre todas le puse la bujía colgando del cogote con un collar hecho de alambre, y así, vaya donde vaya la reconoceré. Y cuando se muera la voy a embalsamar y mis hijos y nietos sabrán que me salvó la vida cuando estuve perdido.

Poco a poco las cabras se aburrieron de mirar el camión y partieron para distintos lados. Algunas se veían como puntitos trepadas en los cerros y algotras ni siquiera se divisaban. Yo seguí a mi amiga para que no se me perdiera a la hora del almuerzo, pero salió tan saltona y andariega que al poquito rato ya ni divisábamos el famoso camión. Sino que por el contrario, al otro lado del cerro, en una especie de cancha lejana, se veía un avión.

Parecía de juguete, pero cuando uno ha viajado tanto ya sabe que es cuestión de acercarse para que las cosas crezcan. Y tomando a la Ji de la mano resbalamos cerro abajo. Era de esa tierra suave y fina en que no hay ni que mover los pies y al igual que en los sueños uno llega justo donde va.

Después caminamos mucho con los ojos clavados en el avión y ya podíamos distinguir unos hombres que se movían alrededor. Se veía que estaban preparando su partida, porque iban y venían llevando cosas. La cuestión era que no fueran a partir antes que nosotros llegáramos.

La Ji estaba cansada y se me echó al suelo a dormir. La dejé un rato.

Cuando de pronto miro el avión y veo otro tornado, o sea la hélice girando a mil por hora. Me eché al hombro a la Ji y partí eléctricamente para alcanzar el aparato antes que partiera. La cabra amiga con su bujía trotaba a nuestro lado a igual velocidad.

Faltaban pocas cuadras para llegar al avión, cuando de pronto la hélice se detuvo. Era una suerte que el aparato estuviera descompuesto y nos diera tiempo para llegar a él; ojalá estuviera grave y se demoraran bastante en arreglarlo. De todos modos, por si el piloto era capo, aceleré mis piernas y llegué justo cuando empezaba otra vez a dar vueltas la hélice. Eso sí que yo había corrido tanto que no podía parar y seguía corriendo alrededor del aparato, hasta que se abrió la puerta y apareció una cabeza de piloto con anteojos y todo.

—¡Eh! —gritó al vernos pasar, pero ni le entendimos lo que dijo con el ruido del motor. Y aunque no era más que un avioncito Cessna nos demorábamos bastante en darle la vuelta. Cuando volvimos a llegar frente a él, me tiré al suelo con guagua y todo para poder frenar. El piloto dio un salto v se paró a nuestro lado y se agachó.

—¿Te ha pescado la hélice, mocoso idiota? —me sopló al oído.

—¡No! —chillé con todas mis fuerzas—. Pero llévenos con usted. ¡Estamos perdidos!

—No sabes dónde voy y quieres que te lleve. Cualquiera se pierde así… —y metió su cabeza en el avión de nuevo, con cuerpo y todo. Pero antes de cerrar la puertecita, se arrepintió y volvió atrás.

—¿Eres un desvalido? —me preguntó—. Porque si lo eres, es mala suerte para un piloto negarse a llevarlo.

—Soy desvalido —le contesté automático, aunque ni tengo la mayor idea de lo que es ser eso.

—¡Arriba entonces, insolente! —y estirando su gordo brazo me pescó del mío y me trepó al avión. Yo traía de la mano a la Ji, y aunque me estaba acostumbrando a que me suban en aviones, camiones, etc., resulta bastante difícil armarse de nuevo y juntarse los brazos con los hombros, etc. Mientras me hacía el masaje, le dije:

—Señor piloto, falta la cabra. Ésa es más desvalida que nosotros.

—¿Estás chiflado que voy a volar con una cabra?

—Es la cabra Fortuna —le dije—. Trae la suerte.

—¿La has probado ya?

—Usted lo está viendo… No teníamos manera de salir de estos cerros y lo único que podía salvarnos era un avión. Y aquí está.

—Tienes razón, majadero. Ayuda a subir la cabra.

Lo ayudé y le dije: —Señor piloto, por si le interesa yo me llamo Papelucho y no majadero y mi hermana se llama Jimena.

Me miró como si jamás me hubiera visto, cerró la puerta, se apretó el cinturón y gritó con fuerza: —¡ Agarrarse fuerte que partimos!