III

LA JIMENA SE HABÍA DORMIDO con su boca abierta, acurrucada entre un desconocido y yo. El tren veloz y supersónico esquiaba por los campos patriarcales y yo leía otra historieta, del diario del desconocido cuando su cara reemplazó a los monos.

—Voy a volver la página —me dijo con voz áspera.

—Espere un poco —le repliqué, mientras leía el final.

En ese momento se acercó el inspector.

—¿Los niños viajan con el señor diputado? —preguntó al desconocido.

—Así parece —respondió él con ojos picarescos. El inspector hizo un saludito a la gorra y partió. Entonces me fijé que el diputado era un señor igual que cualquiera, pero un poquito más gordo solamente.

—¿Usted también va al Norte? —le pregunté.

—¿Al Norte en flecha? —exclamó—. ¡Vamos al Sur, hijo!

En ese momento me acordé de todo otra vez. Íbamos en viaje al Sur mientras que mi mamá y los demás iban al Norte. Cada minuto y cada vuelta de rueda de los dos trenes nos separaba más. Mientras el tren que llevaba a mi mamá subía por el mapa, el de nosotros bajaba con violencia.

¿Qué hacer? Había que parar el tren, había que decirle al maquinista que pusiera marcha atrás. Pensé a chorro.

—¿Usted es diputado de nacimiento? —le pregunté al señor. Yo sabía que no.

—No, hijo: —¡Fui elegido por el pueblo!

—¿Para qué?

—Para estudiar las leyes, para gobernar en el Congreso.

—¿Usted puede mandar entonces? ¿Por qué no hace el favor de decirle al maquinista que ponga marcha atrás? Queremos ir al Norte a juntarnos con mi papá. Si sigue andando este tren nos vamos perdiendo más y más…

—Comprendo —dijo con carraspera—. Sin embargo no es posible llevar al Norte a toda esta gente que ha tomado pasaje para el Sur. ¿No te parece?

Yo comprendí y me dio hipo.

—En Osorno me preocuparé de ti —dijo.

—¿Falta mucho para llegar a Osorno?

—Un par de horas. ¿Por qué no duermes como tu hermanita?

Cerré los ojos para no ver más estaciones, porque esta flecha fatal pasaba de largo en todas, despreciándolas. Los ojos se me abrían. Había que hacer algo. Yo me desesperaba, y cuando uno se desespera dan ganas de que venga un temblor para que la desesperación se remezca y cambie. Pero en un tren ni hay caso porque uno va remecido perpetuo. Y cuando uno no quiere perderse y se va perdiendo a cada minuto más y por la obligación de un estúpido tren… ¿Qué hacer para atajarlo?

Cuando yo sea diputado haré trenes que los manejen los pasajeros desde su propio asiento, a retro-impulso y con vagones de emergencia, o sea, cápsulas de arrepentimiento para que se puedan volver los equivocados y seguir los demás. Y así pensando y pensando se me ocurrió de repente que mi papá tendría que darse cuenta de que yo y su única hija Jimena estaban en el sur y era lógico que nos viniera a buscar. Y tal vez le convenga más trabajar en el Sur que en el Norte, al menos, a mi mamá, que siempre anda peleando con la Domi y todas las empleadas son del sur. Con esto me consolé y parece que me dormí. Y apenitas me había dormido y estaba soñando que el flecha como flecha flechaba por los rieles su camino al Sur, cuando una inmensa montaña se le puso en el camino. El tren paró violento y el maquinista saltó afuera furioso:

—¡Con qué derecho me ataja! —le gritó al cerro.

—¡Con mi derecho de DIPUTADO! —contestó el cerro con una voz muy conocida.

Y entonces me di cuenta de que era la voz de mi papá y el cerro era mi propio papá. Lo malo fue que desperté porque en ese momento era inmensamente feliz. Y desperté porque la gente alborotada recogía sus maletas y se bajaba en una estación. Era Osorno.

Desperté a la Ji y nos bajamos los dos. Yo ya no estaba triste sino que muy feliz y sentía como una agüita en el alma y como un cariño tremendo de grande por mi papá. Ni me había dado cuenta de que lo quería tanto antes.

¿Sería un sueño profético?

—¡Hola, Papelucho! —sentí una voz a mi lado. Pero no era mi papá, sino el diputado. No sé por qué sentí como si fuera algo de mi papá, y me dio un feroz gusto verlo.

Venía acompañado de una señora el doble de gorda que él, pero con cara de tía. Tenía unos hoyitos en los cachetes y otro en la pera y un montón de arruguitas en los ojos. El diputado le explicaba lo del Norte y del Sur y nosotros, y la señora se iba poniendo cada vez más blanda y más tiritona y le brillaban los ojitos azules.

—Llevémoslos a casa, Braulio —le dijo tierna al Dipu—. Necesitan un buen desayuno y en seguida nos preocuparemos de sus padres.

Subimos en un Jeep inglés tapado de barro duro. La señora tenía olor a peluquería y se remecía entera igual que el motor. Eran de esa gente de libro de lectura, que no discuten, que todo les parece bien. El Jeep tenía escape libre y la señora mil pulseras hundidas en su brazo gordo que sólo aparecían en las curvas.

Llegamos a una casa macanuda, con todo, copas de Campeonato, paragüera, radio, espuelas, sopapo, extinguidor de incendio, estiladera, molino de agua y de café y montones de cosas nunca vistas. La señora Bebé a cada rato decía »mijito« y yo creía que era a mí, porque cómo iba a pensar que a ese tremendo diputado le iba a decir así, ni tampoco creía que él necesitaba comer esas cosas para el desayuno. Porque nos dieron: huevos fritos, queque, choclos con mantequilla, mortadela, café con leche y una cuestión que se llama Natre y ciruelas con crema de postre. Yo habría querido ser del porte del Dipu para comer tanto como él. Tal vez porque tengo las orejas tan supersónicas de paradas me chillaban adentro con la radio tan fuerte.

Por fin le entendí esto al diputado: —¿Tienes la dirección de tu padre?

—No, mijito —contesté, sin querer.

El Dipu hizo una carraspera de mil toneladas.

Pero con la comida se me abrió la memoria y me acordé de que el papá del Casi vivía en el propio Osorno.

—Tengo un amigo en Osorno —clamé con violencia—. Usted lo debe conocer, porque tiene un Diario. Mi amigo es Casimiro Silva.

—En Osorno, amiguito, hay noventa y siete Silvas.

—Sí, pero el papá del Casi es uno solo —alegué—, y tampoco tendrán todos un Diario…

—Ninguno tiene Diario, Papelucho. Puede ser repórter, redactor, fotógrafo o simplemente colaborador… En los diarios de Osorno hay lo menos seis Silva en cada uno.

—Entonces es muy fácil averiguarlo. No cuesta mucho ir a sus casas a ver cuál es la de mi amigo

La señora del diputado se atoró con el queso, pero tosiendo y todo me apretó la mano.

—Yo te llevaré a verlos. Mi marido es un hombre muy ocupado —dijo desconsoladamente.

Total que la señora bañó a la Jimena del Carmen, la vistió con unos trapos raros y la acostó a dormir. Yo me peiné y me lavé las manos y nos subimos otra vez al Jeep inglés. Había que ver cómo hacía sonar los cambios la señora y cómo le tiritaba el cuerpo pasando los hoyos.

En fin, que hicimos doce visitas y encontramos a cuatro Silvas, pero ninguno era el papá del Casi. Los otros ocho estaban fuera de casa en su trabajo, y algunos tenían sólo hijas mujeres y otros ningún hijo.

—Iremos a los diarios a averiguar más —dijo ella apasionadamente—. Y entretanto, quiero que te sientas en tu casa. Mi marido es diputado de la zona y yo presidenta del Club »Avance«.

Volvimos a casa y encontramos a la Jimena del Carmen comiendo pollo en la cocina. La cocinera le había puesto una cinta roja en sus mechas y parecía un aviso de refresco. Yo pensaba que es una gran cosa ser hijo de diputado cuando uno está perdido, y justo cuando estaba pensando en eso se reventó la olla a presión en la cocina y fue igual que una bomba atómica porque saltó la tapa al techo, dio bote en la cara de la presidenta del Club »Avance«, bañó de tallarines a la cocinera y le quemó el cogote y una verruga que tenía en el brazo. Y se armó una de gritos, de ¡Ayes! y ¡Ayayayes! y total que a la cocinera le dio con que se iba por culpa de »esos chiquillos« y la señora del diputado no pudo hablar más porque la quemadura era en la boca y se la cerraron perpetua con curitas. Mientras más callaba ella, más hablaba la cocinera y más lloraba la Ji del susto, hasta que yo decidí partir de esa casa embrujada.

Y nos fuimos por Osorno caminando con la Ji hasta llegar a una plaza donde vendían el diario.

El señor que lo vendía tenía que saber cómo podría encontrar al papá del Casi, pensé yo. Pero ¡oh milagro! el caballero que vendía los diarios era el propio papá del Casi.

—¡Papelucho! —disparó al vernos—. ¡Tú aquí en Osorno!

—Lo buscaba, señor Silva —dije paulatinamente—. Le tengo una noticia para su diario. Se perdieron mi papá, mamá, Javier y la Domi…

—¿Cómo es eso? ¿Dónde se perdieron?

—¡Ahí está el misterio! Podría ser en el Norte, pero no se sabe… Hay que encontrarlos.

—Para eso está su servidor: Miro Silva, periodista y detective. Los buscaremos y después de un ruidoso escándalo, los hemos de encontrar.

Me pasó un montón de diarios y me dijo que saliera a venderlos por ahí mientras él con la Jimena sentada en un cajón chillaban ofreciéndolos.

Nadie quería comprarme los míos, hasta que por fin hice un precio y se los vendí todos a un señor que compraba botellas, fierro viejo, zapatos y papeles. Es increíble lo pesado que es un kilo y también lo barato.

Total que ahí estuvimos todo el día hasta que por fin se oscureció, encendieron los faroles de la plaza, echamos los diarios en el cajón y nos fuimos caminando con el señor Silva a su casa.