XXV
El ataque
Y siguieron transcurriendo los días hasta que empezó a hacer frío y fue evidente que llegaba el invierno. Si caía pronto, estaríamos a salvo hasta la primavera, pues los invasores cometerían un grave error si intentaban un asedio en toda regla en invierno.
También ellos, al parecer, se habían dado cuenta. Iolinda debía de haber llegado a una decisión. Dio permiso a los mariscales para que atacaran Loos Ptokai.
Tras muchas disputas entre ellos, según llegó a mis oídos, los mariscales eligieron a uno, el más experimentado, para que fuera su Campeón de guerra.
Y eligieron al conde Roldero.
El asedio comenzó de inmediato.
Sus impresionantes máquina de asalto se aproximaron, y entre ellas aparecieron los gigantescos cañones denominados Dragones de Fuego. Unos cañones de hierro negros, decorados con feroces relieves.
Roldero se adelantó a caballo y su heraldo anunció su presencia. Salí a parlamentar con él desde las almenas.
—¡Saludos, Erekosë el Traidor! —gritó—. Hemos decidido castigarte, junto con todos los Eldren que están tras esos muros. Habríamos acabado con ellos limpiamente, pero ahora tenemos la intención de dar una muerte lenta y dolorosa a todos los que capturemos.
Sentí una gran congoja.
—¡Roldero! ¡Roldero! —supliqué—. Fuimos amigos una vez. Has sido quizás el único amigo verdadero que he tenido. Hemos bebido juntos, hemos luchado juntos y hemos contado chistes juntos. Hemos sido camaradas, Roldero. ¡Buenos camaradas!
Su caballo dio un respingo y pateó el suelo.
—De eso hace un siglo —dijo, sin alzar la mirada hacia mi posición—. Un siglo.
—Apenas un año, Roldero… —Pero ya no somos amigos, Erekosë. Levantó ahora la cabeza, protegiéndose los ojos del sol con una mano enguantada. Vi que su rostro había envejecido y que llevaba muchas cicatrices nuevas. Sin duda, yo también debía de tener un aspecto muy diferente.
—Somos hombres distintos —añadió Roldero, y dando un tirón de las riendas se alejó con su montura, hincando furiosamente las espuelas en los flancos de ésta.
Ya no podíamos hacer otra cosa salvo luchar. Los Dragones de Fuego rugieron y su carga sólida golpeó nuestras murallas. Bolas de fuego procedentes de la artillería capturada a los Eldren silbaban sobre los muros, reventando sobre las calles. A continuación, miles de flechas volaban hacia nosotros como una negra lluvia.
Y por fin un millón de hombres se lanzó contra nuestro puñado de defensores.
Replicamos con los cañones de que disponíamos, pero nos basamos sobre todo en los arqueros para contener la primera oleada, pues íbamos escasos de munición.
Y conseguimos rechazarlos, tras diez horas de lucha. Se retiraron a su campamento.
Al día siguiente, y al otro, y al otro, continuaron atacando. Pero Loos Ptokai, la antigua capital de Mernadin, Loos Ptokai, resistió con firmeza esos primeros días.
Batallón tras batallón de soldados subían lanzando gritos aguerridos por las torres de asedio, y una y otra vez respondíamos con flechas, con metal fundido y, sin excedernos, con los cañones vomitadores de fuego de los Eldren. Luchamos con valor, Arjavh y yo, a la cabeza de los defensores. Y allí donde los guerreros de la humanidad me divisaban, daban gritos de venganza y morían luchando por el privilegio de matarme.
Luchamos hombro con hombro, como hermanos, Arjavh y yo, pero nuestros guerreros Eldren desfallecían, y tras una semana de asaltos constantes empezamos a comprender que no lograríamos contener mucho tiempo más aquella oleada de acero.
Esa noche, Arjavh y yo nos quedamos solos después de que Ermizhad se acostara. Nos friccionamos los músculos doloridos y hablamos poco. Por fin, dije:
—Pronto estaremos muertos, Arjavh. Tú, yo, Ermizhad y el resto de vuestro pueblo.
El príncipe siguió frotándose el hombro con los dedos, dándole masaje para relajarlo.
—En efecto —musitó—. Pronto.
Yo quería que mencionara el tema que tenía en la punta de la lengua, pero Arjavh no lo hizo.
Al día siguiente, olfateando ya nuestra derrota, los guerreros de la humanidad se lanzaron contra nosotros con más vigor que nunca. Aproximaron más los Dragones de Fuego y empezaron a bombardear incesantemente las puertas principales.
Vi a Roldero, montado en su gran caballo negro, al frente de la operación. Había algo en su porte que me daba a entender su certeza de que lograría romper nuestras defensas en aquella jornada.
Me volví a Arjavh, que estaba a mi lado en la muralla, y estaba a punto de decirle algo cuando varios Dragones de Fuego tronaron al unísono. El negro metal se estremeció, la descarga salió con un silbido de sus fauces, golpeó las puertas de metal y resquebrajó una de ellas por la mitad. No llegó a caer, pero quedó en tan mal estado que otra descarga más podía acabar por derribarla.
—¡Arjavh! —grité—. Tenemos que traer las armas antiguas. ¡Tenemos que dar armas a los Eldren!
Su rostro había empalidecido, pero movió la cabeza en un gesto denegatorio.
—¡Arjavh! ¡Tenemos que hacerlo! ¡Una hora más y seremos expulsados de estas almenas! ¡Otras tres y habremos sucumbido definitivamente!
El príncipe miró hacia donde Roldero daba órdenes a los servidores de los cañones y esta vez no siguió oponiéndose. Asintió.
—Está bien —dijo—. Accedo a que tomes la decisión. Vamos.
Me condujo escalera abajo.
Yo sólo esperaba que no hubiera sobreestimado el poder de aquellas armas.
Arjavh me llevó a las bóvedas subterráneas situadas en el corazón de la ciudad. Recorrimos pasillos desnudos de pulido mármol negro, iluminados por pequeñas bombillas que daban una luz verduzca. Llegamos ante una puerta de metal oscuro y pulsó un botón situado a un costado. La puerta se abrió y entramos en un ascensor que nos llevó todavía más abajo.
Una vez más, me sentía asombrado ante los Eldren, que habían renunciado a tales maravillas a causa de su extraño sentido de la justicia.
Llegamos a un gran salón lleno de máquinas de extrañas formas que parecían recién fabricadas. Las armas se extendían a lo largo de un almacén de casi un kilómetro de longitud.
—Ahí están las armas —dijo Arjavh con voz hueca.
Los altos muros del almacén estaban cubiertos de armas cortas de diversos tipos, fusiles y algo que mis recuerdos como John Daker identificaron como armas antitanques de algún tipo. También había vehículos oruga para patrullas, con cabinas de cristal y espacio para un solo ocupante, que viajaba tendido boca abajo manejando los mandos. Me sorprendió que no hubiese máquinas voladoras de ningún tipo. Al menos, no había reconocido ninguna como tal. Lo comenté con Arjavh.
—¡Máquinas voladoras! Sería interesante que se hubiesen inventado tales artilugios, pero no creo que eso sea posible. En toda nuestra historia jamás hemos sido capaces de desarrollar una máquina que se sostenga en el aire sin peligro durante un período de tiempo apreciable.
Me sorprendió aquel extraño vacío en su tecnología, pero no hice más comentarios al respecto.
—Ahora que has visto estas armas formidables —dijo—, ¿todavía crees que debemos utilizarlas?
Sin duda, Arjavh pensaba que las armas que acababa de mostrarme constituían una novedad absoluta para mí. En su aspecto general, no eran muy diferentes de las máquinas de guerra que John Daker conocía. Y en mis sueños había visto otras armas mucho más extrañas que éstas.
—Vamos a emplearlas de inmediato —respondí, pues.
Regresamos a la superficie y ordenamos a varios guerreros que las subieran.
Roldero había irrumpido por una de nuestras puertas y habíamos tenido que llevar un cañón a aquel punto para defender nuestras posiciones, pero los guerreros de la humanidad empezaban a presionar y junto a la puerta mencionada empezaban los primeros combates cuerpo a cuerpo.
Empezaba a caer la noche. Tenía la esperanza de que, pese a su ventaja, el ejército humano se retiraría con la llegada de la oscuridad y nos permitiría con ello ganar un poco de tiempo, que tan necesario nos era. Vi en la brecha de nuestras defensas al conde Roldero, que animaba a sus hombres. Sin duda, esperaba consolidar su ventaja antes de que se cerrara la noche. Ordené que acudieran más hombres a la brecha. Empezaba a dudar ya de mis propias decisiones. Quizás Arjavh tenía razón y era un crimen hacer uso de aquellas poderosas armas. Y, sin embargo, ¿qué importaba ya eso? Era mejor destruir a la humanidad y a la mitad del planeta que dejar que los hombres destruyeran la sublime belleza de los Eldren y su cultura.
Forcé una sonrisa en mis labios ante esta reacción de mi mente. Arjavh no la habría aprobado, pues tal idea era extraña a su forma de pensar.
Vi que Roldero enviaba más fuerzas para contrarrestar el aumento en el número de defensores y salté a la silla de un caballo próximo, lanzándolo contra la brecha, crucial para nuestra resistencia.
Hice saltar a mi montura por encima de las cabezas de mis propios hombres y me enfrenté a Roldero. Éste mi miró asombrado y refrenó a su caballo.
—¿Luchamos, Roldero? —grité.
—Sí —respondió, encogiéndose de hombros—. Voy a acabar contigo, traidor.
Se lanzó contra mí con las riendas atadas alrededor del brazo y ambas manos asidas a la empuñadura de la enorme espada, que produjo un silbido al pasar sobre mi cabeza, aplastada contra el cuello de mi caballo.
A nuestro alrededor, bajo los muros resquebrajados de Loos Ptokai, Eldren y humanos luchaban desesperadamente bajo la luz mortecina del anochecer.
Roldero estaba cansado, más incluso que yo, pero combatió con valentía y no conseguí penetrar en su guardia. Su espada descargó un golpe sobre mi casco, haciéndome tambalear y retroceder unos pasos sobre el caballo, pero contragolpeé y también logré darle un golpe en el casco. El mío permaneció en su lugar, mientras que el suyo le quedó medio salido. Con un gesto fiero, se lo quitó y lo lanzó a un lado. Sus cabellos habían encanecido por completo desde que le viera por última vez a cabeza descubierta.
Tenía el rostro enrojecido y los ojos le brillaban, con los labios abiertos y mostrando los dientes. Roldero intentó clavarme la espada a través del visor, pero esquivé el golpe. El conde cayó hacia delante sobre su caballo al fallar el ataque y aproveché para levantar mi espada y hundírsela hasta el esternón.
Roldero exhaló un gemido. Su rostro perdió después todo asomo de furia y le oí susurrar:
—Ahora ya podemos volver a ser amigos, Erekosë… A continuación, expiró.
Contemplé su figura tendida en el suelo, inmóvil tras los últimos estertores. Recordé su amabilidad, el vino que me había traído para ayudarme a dormir, los consejos que había intentado darme. Y le recordé empujando al difunto rey de su silla. El conde Roldero había sido, pese a todo, un buen hombre. Un buen hombre al que la historia había obligado a hacer el mal.
Su negro caballo dio media vuelta y empezó a retroceder hacia el distante pabellón donde el conde había vivido en los ratos libres que le dejaba el asedio.
Levanté mi espada en un saludo y después grité a los humanos enfrascados en la lucha:
—¡Mirad, guerreros de la humanidad! ¡Mirad! ¡Vuestro Campeón de guerra está derrotado! El sol se ponía.
Los guerreros empezaron a retirarse, mirándome con odio mientras yo me reía de ellos, pero sin atreverse a atacarme mientras sostuviera en mi mano la ensangrentada espada Kanajana.
Pese a todo, uno de ellos respondió a mis exclamaciones.
—No estamos sin líder, Erekosë, si era eso lo que pensabas. Ahora tenemos a la reina para que nos conduzca a la batalla. ¡La reina Iolinda ha venido para presenciar tu destrucción, mañana!
¡Iolinda estaba entre los sitiadores!
Busqué rápidamente una respuesta y grité:
—¡Dile a tu dama que venga mañana a la muralla! ¡Que venga al alba para parlamentar!
Nos esforzamos durante toda la noche en reforzar la puerta y en situar las nuevas armas. E1 gran arsenal fue colocado en los lugares estratégicos y los soldados Eldren se armaron con los fusiles y las armas cortas.
Me pregunté si harían llegar el mensaje a Iolinda, y en caso afirmativo si se ella se dignaría acercarse a la muralla.
Así fue. Al día siguiente, al amanecer, se adelantó a sus filas junto a los mariscales que le quedaban, todos ellos con las mejores galas que poseían, y con su panoplia completa de batalla. Sin embargo, sus armas resultaban ahora insignificantes frente al poder del temible armamento que nos disponíamos a utilizar.
Habíamos colocado uno de los nuevos cañones apuntando al cielo por si convenía en algún momento hacer una demostración de su terrible potencia.
Llegó hasta nosotros la voz de Iolinda.
—Saludos, Eldren. Y saludos también a su perrito faldero humano. ¿Ya le tienes bien entrenado, ahora?
—Saludos, Iolinda —repliqué yo, descubriéndome el rostro—. Ya empiezas a demostrar la misma tendencia al insulto sin gracia que tenía tu padre. No perdamos más tiempo.
—Ya lo estoy perdiendo por haber venido aquí —respondió ella—. Hoy vamos a destruiros definitivamente.
—Quizá no sea así —respondí—. Os ofrecemos una tregua…, y un tratado de paz. Iolinda soltó una carcajada.
—¿Tú me ofreces la paz, traidor? ¡Dentro de poco la suplicarás, pero no habrá piedad para ti!
—Te advierto, Iolinda —grité desesperadamente—. ¡Os advierto a todos. Tenemos armas nuevas, armas que cierta vez estuvieron a punto de destruir la Tierra entera! ¡Observad! Di orden de disparar el gran cañón. Un guerrero Eldren pulsó un botón de los controles. Del cañón salió un zumbido y, de repente, una tremenda bola cegadora de energía dorada surgió de sus fauces. Sólo el calor que despedía levantó ampollas en nuestra piel y nos retiramos, protegiéndonos los ojos de la luz.
Los caballos relincharon y recularon. Los rostros de los mariscales se ensombrecieron mientras abrían las bocas, asombrados. Lucharon por dominar sus monturas, y sólo Iolinda permaneció firme en su silla, aparentemente en calma.
—Eso es lo que os prometemos si no queréis la paz —grité—. Tenemos una docena de estos cañones, y otras muchas armas diferentes pero igual de poderosas, y también tenemos cañones de mano que pueden matar un centenar de hombres con cada ráfaga. ¿Qué dices ahora, Iolinda?
La reina alzó la cabeza y me miró fijamente.
—Lucharemos —masculló.
—Iolinda —le supliqué—. Por nuestro antiguo amor y por tu propio bien, no lo hagas. No te haremos daños. Podrás regresar a tu ciudad, junto al resto de los tuyos, y vivir segura lo que te quede de vida. Lo prometo.
—¡Segura! —se rió ella amargamente—. ¿Cómo va a haber seguridad mientras existan armas como esas?
—¡Tienes que creerme, Iolinda!
—No —replicó ella—. La humanidad luchará hasta el final, porque el Bienhechor está con nosotros, y con Él no hay ninguna duda de nuestra victoria. Ya estamos acostumbrados a librar batallas contra ejércitos embrujados, y nunca ha habido brujería mayor que la que hemos presenciado hoy.
—No es brujería. Es ciencia. Nuestras armas sólo son como vuestros cañones, pero más poderosas.
—¡Brujería!
Todo el grupo estaba sumido ahora en murmullos. Aquellos estúpidos eran como seres primitivos, cavernícolas.
—Si continuamos la lucha —dije—, será una guerra hasta el final. Los Eldren preferirían dejaros marchar una vez terminada la batalla pero, si vencemos, tengo la intención de borrar del planeta a vuestra raza, igual que vosotros jurasteis hacerlo con los Eldren. Aprovechad la ocasión y negociad la paz. ¡No seáis locos!
—¡Moriremos víctimas de la brujería, si es preciso! —respondió Iolinda—. ¡Pero moriremos luchando!
Me sentí demasiado apenado para continuar.
—Acabemos de una vez —exclamé.
Iolinda se alejó con su caballo, rodeada de su cohorte de mariscales, y galopó hasta sus filas para ordenar el ataque.
No vi morir a Iolinda, que pereció en la inmensa matanza que tuvo lugar aquel día.
Las huestes de la humanidad se lanzaron al ataque y nos enfrentamos a ellas. No tenían defensa alguna ante nuestras armas. La energía manaba de los fusiles térmicos y arrasaba sus filas. Todos sentíamos un gran dolor mientras disparábamos las terribles ondas energéticas que les barrían y les envolvían en fuego, convirtiendo a los orgullosos hombres y a las bestias en restos ennegrecidos.
Hicimos lo que habíamos predicho. Les destruimos a todos.
Sentía lástima cuando les veía avanzar contra nosotros. Allí estaba la crema de la humanidad.
Tardamos una hora en destruir a un millón de guerreros.
Una hora.
Cuando terminó el exterminio, me invadió una extraña emoción que no pude definir entonces, ni puedo definir ahora. Era una mezcla de pesar, alivio y triunfo. Lloré por Iolinda, que estaba allí, en el tremendo paisaje de huesos pesados y carne humeante. Sólo era ya un pedazo de carne muerta entre tantos. Su belleza había desaparecido al tiempo que su vida. Por lo menos, todo habría sido muy rápido, me dije.
Y entonces fue cuando tomé la decisión final. ¿O no fue ésta una obra de mi voluntad? ¿No era acaso un juguete de fuerzas ocultas que me impulsaban a cumplir mi destino?
¿O fue mi decisión el crimen imperdonable del que ya he hablado? ¿Fue ese, quizás, el crimen que me condenó a ser eternamente lo que soy?
¿Tenía razón al hacer lo que hice?
Pese a la constante oposición de Arjavh a mis planes, ordené la salida de las máquinas de transporte de Loos Ptokai, y montado en una de ellas ordené que avanzaran.
Y esto fue lo que hicimos:
Dos meses antes había sido responsable de la conquista de las ciudades de Mernadin para la humanidad. Ahora las reclamaba en nombre de los Eldren.
Y las reclamé de una manera terrible. Destruí a todos los seres humanos que las ocupaban.
Al cabo de una semana estábamos en Paphanaal, donde permanecían ancladas en el gran puerto las naves de la flota de la humanidad.
Destruimos las naves y destruimos la fortaleza y a su guarnición, y perecieron mujeres y niños. No quedó nadie con vida.
Y luego, como muchas de las máquinas eran anfibias, llevé a los Eldren a los Dos Continentes cruzando el océano. Arjavh y Ermizhad, sin embargo, no vinieron conmigo.
Y cayeron las ciudades. Noonos, la de las torres cubiertas de gemas, cayó. Y cayó Tarkar. Las florecientes ciudades de las tierras del trigo, Stalaco, Calodemia, Mooros y Ninadoon, todas cayeron. Wedma, Shilaal, Sinaan y otras cayeron también, convertidas en ruinas bajo un infierno de energía desatada. Cayeron en pocas horas.
En Necranal, la ciudad de color pastel de las montañas, cinco millones de ciudadanos murieron y lo único que quedó de la ciudad fue la propia montaña, pelada y chamuscada.
Pero no me detuve allí. No sólo fueron destruidas las grandes ciudades. Destruimos los pueblos. Destruimos las villas. Destruimos los caseríos y las granjas.
Descubrí a algunos que se ocultaban en cuevas. Y las cuevas fueron destruidas.
Destruí los bosques donde podían ocultarse. Destruí las piedras bajo las cuales podían refugiarse.
Sin duda, habría destruido hasta la última brizna de hierba si Arjavh no hubiera cruzado apresuradamente el océano para detenerme.
Estaba horrorizado ante lo que me había visto hacer. Me suplicó que cesara.
Y lo hice.
Ya no quedaba nada por matar.
Regresamos a la costa y nos detuvimos para contemplar la montaña humeante donde se había levantado Necranal.
—¿Y todo esto por la cólera de una mujer y el amor de otra? —preguntó el príncipe Arjavh.
—No lo sé —respondí, encogiéndome de hombros—. Creo que lo he hecho por la única paz duradera posible. Conozco demasiado bien a mi raza. Esta Tierra habría estado condenada eternamente a guerras o luchas de algún tipo. Tenía que decidir quién merecía más seguir con vida. Si hubieran destruido a los Eldren, pronto se habrían vuelto unos contra otros, como bien sabes. Y lucharían, además, por cosas vacías. Por el poder sobre los demás, por un cetro, por un palmo más de tierra que después no será arado, por la posesión de una mujer que no les quiere…
—Estás hablando en presente —musitó Arjavh—. Realmente, Erekosë, no creo que te hayas dado cuenta aún de lo que has hecho.
—Pero está hecho —suspiré.
—Sí —murmuró él. Me asió del brazo—. Ven, amigo mío. Volvamos a Mernadin. Dejemos atrás este hedor. Ermizhad te espera.
Yo era entonces un hombre vacío, privado de emociones. Le seguí hacia el río. Ahora, las aguas pasaban mucho más lentas, teñidas de polvo negro.
—Creo que he obrado bien —dije—. No era mi voluntad, sino otra cosa, ¿sabes? Creo que esto ha sido lo que realmente había venido a hacer a este mundo. Creo que hay fuerzas cuya naturaleza nunca llegaremos a conocer, que sólo podemos soñar. Creo que fue otra voluntad distinta a la mía la que me trajo aquí. Y no fue Rigenos. No, el rey, igual que yo, era sólo una marioneta, una herramienta que esa fuerza utilizó, igual que me usó a mí. Estaba escrito que la humanidad debía morir en este planeta.
—Es mejor que lo creas así —respondió el Eldren—. Ahora, vamos. Regresemos a casa.