XXIII

En Loos Ptokai

Avancé en mi montura lentamente hacia la ciudad tras dejar la espada y la lanza en manos del heraldo que, admirado aún, galopaba de regreso a nuestro campamento para anunciar la novedad a los mariscales.

Las calles de Loos Ptokai permanecían en silencio, como si estuvieran de luto, mientras Arjavh descendía la escalera desde las almenas para recibirme. Ahora que estaba más próximo pude apreciar que también él tenía en el rostro la misma expresión que aparecía en mis propios rasgos. Su paso no era tan ligero y su voz no tan cantarina como la primera vez que nos viéramos, un año antes.

Desmonté. Me estrechó la mano.

—Bien —dijo con fingida alegría—, el bárbaro batallador es todavía material. Mi gente había empezado a dudarlo.

—Supongo que me odian —dije.

Arjavh pareció un tanto sorprendido.

—Los Eldren no pueden odiar —declaró, antes de conducirme hacia su palacio.

Arjavh me asignó una salita con una cama, una mesa y una silla de preciosa artesanía, delicada de formas, que simulaba ser de metales preciosos, pero que en realidad era de madera sabiamente tallada. En un rincón de la sala había una bañera hundida, rebosante de agua humeante.

Cuando Arjavh se hubo ido, me saqué la armadura incrustada de fango y de sangre, me despojé de las ropas que había llevado la mayor parte del año y, a continuación, me sumergí agradecidamente en el baño.

Desde el trastorno emocional que había recibido al formularme Arjavh su invitación, mi mente parecía adormilada. Sin embargo, ahora, por primera vez en un año, me relajé, tanto mental como físicamente, limpiando, al tiempo que la suciedad de mi cuerpo, el odio y la furia que atenazaban mi ánimo.

Me sentía casi contento cuando me hube puesto las ropas limpias que habían dejado junto al baño para mí. Alguien llamó a la puerta con unos golpes suaves, pidiendo entrar.

—Saludos, Erekosë.

Era Ermizhad. Hice una reverencia.

—Señora…

—¿Cómo estás, Erekosë?

—En cuanto a batallas, como bien sabes, estoy bien. Y personalmente me siento mejor gracias a tu hospitalidad.

—Me envía Arjavh para que te lleve a comer.

—Estoy dispuesto. Pero antes dime cómo estás tú, Ermizhad.

—Bastante bien… de salud —respondió.

Después se acercó más a mí. Involuntariamente, me retiré un paso. Ella miró al suelo y levantó las manos, llevándoselas a la garganta.

—Y dime… ¿estás casado ya con la reina Iolinda?

—Seguimos todavía prometidos —respondí. Entonces, deliberadamente, clavé mis ojos en los de Ermizhad y añadí, lo más impersonalmente que pude—: Nos casaremos cuando…

—¿Cuándo?

—Cuando Loos Ptokai haya caído.

Ermizhad no dijo nada.

Di un paso adelante de modo que apenas nos separaban unos centímetros.

—Esa es la única condición bajo la cual me aceptará —musité—. Debo destruir a todos los Eldren. Vuestras banderas y estandartes serán mi regalo de bodas para ella.

Ermizhad asintió y me dedicó una mirada extraña, sardónica.

—Ese es el juramento que hiciste. Tienes que someterte a él. Tienes que matar hasta el último Eldren. Hasta el último.

—Ese es el juramento —repetí con un carraspeo.

—Vamos —susurró ella—. La comida se enfría.

Durante la comida, Ermizhad y yo nos sentamos muy próximos mientras Arjavh comentaba con ingenio algunos de los extraños experimentos de sus antepasados científicos. Durante un tiempo, conseguimos dejar de lado la certidumbre de la batalla que se avecinaba. Sin embargo, más tarde, mientras Ermizhad y yo charlábamos en un aparte, capté un aire dolorido en los ojos de Arjavh y le vi enmudecer por un instante. Después, súbitamente, interrumpió nuestra conversación:

—Estamos vencidos, Erekosë. ¡Bien lo sabes!

Yo no deseaba hablar de esas cosas. Me encogí de hombros e intenté continuar la superficial conversación que sostenía con Ermizhad. Sin embargo, Arjavh insistió:

—Estamos condenados a caer bajo las espadas de tu gran ejército, Erekosë.

Exhalé un profundo suspiro y le miré directamente a los ojos.

—Sí, príncipe Arjavh, estáis condenados.

—Sólo es cuestión de tiempo que tu raza entre en nuestro Loos Ptokai.

Esta vez, evité su amargada mirada y me limité a asentir.

—Así pues, tú… —dijo, sin terminar la frase.

Me impacienté. En mi interior se mezclaban emociones contrapuestas.

—Mi juramento… —le recordé—. Debo hacer lo que he prometido, Arjavh.

—Yo no temo perder mi vida… —empezó a responder.

—Ya sé cuál es tu temor —repliqué.

—¿No bastaría con que los Eldren reconociesen la derrota, Erekosë? ¿No podríamos reconocer la victoria humana? Con una sola ciudad en nuestras manos…

—Me obliga mi juramento —insistí, lleno ahora de tristeza.

—Pero no debes… —intervino Ermizhad, haciendo un gesto con su fina mano—. Nosotros somos amigos, Erekosë. Disfrutamos con nuestra mutua compañía. Somos…, somos amigos…

—Pertenecemos a razas distintas —respondí—. Y estamos en guerra.

—No estoy pidiéndote piedad —declaró Arjavh.

—Ya lo sé —repuse—, y no pongo en duda el valor de los Eldren. Ya he tenido suficientes ejemplos de su valentía.

—Erekosë, te sientes obligado por un juramento prestado en un arrebato de furia y ofrecido a una abstracción. Por un juramento que te lleva a matar a aquellos a quienes amas y respetas… —La voz de Ermizhad sonaba a desconcierto—. ¿No estás cansado de matar, Erekosë?

—Muy cansado —asentí.

—¿Entonces…?

—Yo he iniciado esta campaña —continué—. A veces me pregunto si realmente soy yo quien conduce a mis hombres, o si no son ellos quienes me obligan a ir delante suyo. Quizá mi existencia no sea otra cosa que una creación suya. La creación de la voluntad de la humanidad. Quizá sea una especie de remiendo de héroe producto de su esfuerzo. Quizá no me espere otra existencia y, una vez terminado el trabajo emprendido, me difuminaré al mismo tiempo que desaparece la sensación de peligro entre los humanos.

—No creo que sea así —dijo Arjavh con serenidad.

—Tú no eres yo —respondí, con un encogimiento de hombros—. Tú no has tenido esos sueños extraños…

—¿Todavía te acosan esos sueños? —preguntó Ermizhad.

—En los últimos tiempos, no. Desde el inicio de la presente campaña, no he vuelto a tenerlos. Sólo me acosan cuando intento afirmar mi propia individualidad. Cuando hago lo que se espera de mí, los sueños me dejan en paz. Soy un fantasma, ¿os dais cuenta? Nada más que un fantasma.

—No lo comprendo —exclamó Arjavh con un suspiro—. Creo que padeces un ataque de autocompasión, Erekosë. Podrías perfectamente reafirmar tu voluntad, ¡pero temes hacerlo! Al contrario, te abandonas al odio y al derramamiento de sangre, a esa especial melancolía que te invade. Te sientes deprimido, Erekosë, precisamente porque no estás haciendo lo que realmente deseas. Los sueños volverán a acosarte. Recuerda bien mis palabras: los sueños volverán y serán más terribles que cualquiera de los que has experimentado hasta ahora.

—¡Basta! —grité—. No estropeéis este último encuentro entre nosotros. He venido aquí porque…

—¿Porque…? —repitió Arjavh, al tiempo que enarcaba ligeramente las cejas.

—… Porque necesitaba un poco de compañía civilizada…

—Es decir, para ver a los de tu clase —añadió Ermizhad con voz suave.

Me volví hacia ella al tiempo que me levantaba de la mesa.

—¡Vosotros no sois de mi clase! ¡Los míos están ahí fuera, tras los muros, esperando vuestra derrota definitiva!

—Nosotros somos iguales en nuestro espíritu —afirmó Arjavh—. Y nuestros lazos son más fuertes y sutiles que los de la sangre…

Hice una mueca de espanto y hundí el rostro entre las manos.

—¡No!

Arjavh me puso una mano en el hombro.

—Erekosë, eres más profundo de lo que te permites ser a ti mismo. Sería preciso un tipo muy especial de valentía para que tuvieras en consideración las consecuencias de otro plan de acción…

Dejé que las manos me cayeran a lo largo de los costados.

—Tienes razón —exclamé—, y no poseo esa valentía. No soy más que una espada. Una fuerza de la naturaleza, como un huracán. No puedo hacer nada más… Nada que me pudiera permitir. Nada que me esté permitido.

Ermizhad me miró con gesto enérgico.

—¡Por tu propio bien, Erekosë, tienes que permitir que ese otro tú te domine! Olvida el juramento a Iolinda. Tú no la amas. No tienes nada en común con esa jauría sedienta de sangre que te sigue. Eres superior a todos cuantos mandas, y a todos cuantos combates…

—¡Basta!

—Ermizhad tiene razón, Erekosë —intervino Arjavh—. No son nuestras vidas lo que intentamos salvar. Es tu espíritu…

Me hundí de nuevo en mi asiento.

—Sólo deseo evitar la confusión adoptando un plan de acción sencillo y directo —reconocí—. Tenéis razón al decir que no me siento unido a los que mando, ni a los que me han puesto a su frente, pero son indudablemente de mi raza. Y mi deber…

—Deja que se las arreglen como puedan —dijo Ermizhad—. No estás obligado con ellos, sino contigo mismo.

Tomé un sorbo de vino. Después declaré en voz baja:

—Tengo miedo.

Arjavh hizo un gesto de negativa.

—Tú eres valiente. No es culpa tuya…

—¿Quién sabe? —repliqué—. Quizás en algún plano de la realidad he cometido algún crimen aberrante y ahora estoy Pagando mi culpa.

—Eso no son más que especulaciones para autocompadecerte —me recordó Arjavh—. No es… no es muy… humano, Erekosë.

—Supongo que no —dije tras exhalar un profundo suspiro. Después le miré fijamente—. Pero si el tiempo es cíclico, al menos en cierto modo, entonces es posible que no haya cometido ese crimen todavía…

—Es inútil hablar así de «crimen» —dijo Ermizhad con una leve impaciencia—. ¿Qué te dicta tu corazón que debes hacer?

—¿Mi corazón? Hace muchos meses que no lo he escuchado.

—¡Pues hazlo ahora! —dijo.

Respondí con un gesto de la cabeza.

—He olvidado cómo se hacía, Ermizhad. Debo terminar lo que he empezado. Lo que he venido a hacer aquí…

—¿Estás seguro de que fue el rey Rigenos quien te invocó?

—¿Quién, si no?

Arjavh sonrió:

—También eso es una especulación inútil. Tienes que hacer lo que debes, Erekosë. No seguiré suplicando más tiempo por mi pueblo.

—Te lo agradezco —respondí. Me levanté, trastabillé al dar unos pasos y me froté los ojos—. ¡Dioses, estoy tan cansado!

—Descansa aquí esta noche —dijo en voz baja Ermizhad—. Descansa conmigo…

La miré intensamente.

—Conmigo… —repitió ella.

Arjavh empezó a decir algo, cambió de idea y abandonó la estancia. Me di cuenta entonces de que no deseaba otra cosa que asentir a lo que Ermizhad me proponía, pero hice un gesto de negativa con la cabeza.

—Sería una debilidad…

—No —dijo ella—. Te daría fuerzas. Te permitiría tomar una decisión con más claridad…

—Ya he tomado la decisión. Además, el juramento a Iolinda…

—¿Has hecho un juramento de fidelidad…?

—No logro recordarlo —dije extendiendo las manos.

Ermizhad se acercó a mí y me acarició el rostro.

—Quizás así terminaría algo —sugirió—. Quizás así quedaría restaurado tu amor por Iolinda…

Un dolor físico parecía atenazarme ahora. Por un instante, me pregunté incluso si no me habrían envenenado.

—No.

—Te ayudaría —insistió—. Sé que te ayudaría, aunque no sé cómo. Ni siquiera sé si realmente lo deseo, pero…

—¡Ahora no puedo desfallecer, Ermizhad!

—¡No será debilidad, Erekosë!

—¡Pero…!

La princesa Eldren se apartó de mí y dijo en un tono extraño, lleno de suavidad:

—Bien. Entonces, descansa aquí de todos modos. Duerme en una buena cama para que estés en forma para la batalla de mañana. Te amo, Erekosë. Te amo más que a nada. Te ayudaré, sea cual sea la decisión que adoptes.

—Ya la he tomado —le recordé—. Y no puedes ayudarme en ella.

Me sentí mareado. No deseaba volver al campamento en aquel estado, pues mis hombres se convencerían de que los Eldren me habían drogado y perderían toda confianza en mí. Sería mejor pasar la noche en el palacio y regresar descansado junto a mis tropas.

—Muy bien, me quedaré esta noche —asentí—. Solo.

—Como desees, Erekosë. —Ermizhad se encaminó hacia la puerta—. Vendrá un criado para indicarte la alcoba.

—Dormiré en esta sala —respondí—. Haz que traigan una cama.

—Como desees.

—Me sentará bien dormir en una cama de verdad —dije—. Por la mañana tendré las ideas más claras.

¿Acaso mis anfitriones habían sabido que los sueños volverían esa noche? ¿Era víctima, quizá, de una argucia inmensa y sutil como sólo los inhumanos Eldren eran capaces de urdir?

Acostado en la cama de aquella ciudad fortaleza de los Eldren, tuve un sueño.

Pero no era un sueño en el que perseguía descubrir mi verdadero nombre. En aquel sueño no tenía nombre alguno. No lo quería.

Vi el mundo que daba vueltas, y observé a sus habitantes corriendo por su superficie como hormigas en un otero, como escarabajos en un montón de estiércol. Les vi luchar y destruirse, hacer las paces y edificar nuevamente, sólo para arrasar lo construido otra vez, en otra guerra inevitable. Y me pareció como si esas criaturas sólo hubiesen podido alcanzar aquel grado de evolución y, por una triste broma del destino, estuviesen condenadas a repetir, una y otra vez, los mismos errores. Y comprendí que no había esperanza para ellas, para aquellas criaturas imperfectas que estaban a medio camino entre los animales y los dioses. Que su destino, como el mío, era luchar eternamente sin lograr jamás alcanzar la paz. Las paradojas que existían en mí estaban también en toda mi raza. Los problemas para los que no encontraba solución, no la tenían realmente. No tenía objeto buscar una respuesta; sólo se podía aceptar lo que había o rechazarlo, como uno quisiera. Siempre sería igual. ¡Ah, había tanto por lo que amar a esas criaturas, y tan poco por lo que odiarlas! ¡Cómo hacerlo, si sus errores eran producto de la ironía del destino que las había convertido en las semicriaturas que eran ahora, medio ciegas, medio sordas, medio mudas…!

Me desperté y me sentí tranquilo. Después, progresivamente, una sensación de terror se apoderó de mí al empezar a comprender las consecuencias de lo que estaba pensando.

¿Habrían enviado aquel sueño los Eldren, mediante sus artes mágicas?

Me convencí de que no. Aquel sueño era el que los otros sueños habían intentado ocultarme. Estaba convencido de ello. Esa era la verdad.

Y la verdad me causó pavor.

No era sólo mi destino personal el librar una guerra eterna, sino el de mi raza entera. Como parte de esa raza, y como su representante, además, debía librar también aquella guerra eterna.

Y eso era lo que quería evitar. No podía soportar la idea de seguir combatiendo para siempre, allí donde se me necesitara. Y, sin embargo, todo lo que hiciera para intentar romper el círculo sería inútil. Sólo había una cosa en mi mano… Reprimí el pensamiento. Y, sin embargo, ¿qué si no?

¿Apostar por la paz? ¿Ver si podía dar resultado? ¿Dejar vivir a los Eldren?

Arjavh había mostrado su impaciencia ante las especulaciones sin fundamento. Pero esa también era una de tales especulaciones. La raza humana se había aliado para destruir a los Eldren. Una vez conseguido este objetivo, naturalmente, se volverían contra ellos mismos e iniciarían las escaramuzas perpetuas, las guerras constantes que su peculiar destino había decretado para su raza.

Y, sin embargo, ¿no debía yo, al menos, intentar alcanzar un compromiso?

¿O debía continuar con mi ambición original, destruir a los Eldren y dejar que la raza humana reanudara su lucha fratricida? De algún modo, me daba la impresión de que, mientras vivieran algunos Eldren, la raza humana se mantendría unida. Si seguía existiendo un enemigo común, existiría al menos una cierta unidad entre los reinos humanos. Me pareció fundamental, en aquel instante, preservar a algunos Eldren, por el bien de la humanidad.

Me di cuenta de pronto de que mis lealtades no entraban en conflicto. Lo que había considerado contradictorio era, en realidad, dos partes de un todo. El sueño me había ayudado, simplemente, a unirlas y verlo todo con claridad.

Quizás era un ejemplo de racionalización compleja de un conflicto. Jamás lo sabré. Creo que estaba en lo cierto, aunque es posible que posteriores acontecimientos demuestren que estaba equivocado. Al menos, lo había intentado.

Me senté en la cama mientras un criado se acercaba con una jofaina de agua para lavarme, y con mis propias ropas, recién limpias. Me lavé, me vestí, y cuando alguien llamó a la puerta, di una voz para que entrara.

Era Ermizhad. Me traía el desayuno, que dejó sobre la mesa. Le di las gracias y ella me miró con extrañeza.

—Pareces haber cambiado desde anoche —dijo—. Pareces más en paz contigo mismo.

—Creo que tienes razón —asentí mientras empezaba a comer—. Esta noche he tenido otro sueño…

—¿Ha resultado tan aterrador como los demás?

—Más incluso, en cierto modo —respondí—, pero esta vez no me ha traído problemas. Me ha ofrecido una solución.

—Sientes que puedes luchar mejor…

—No es eso. Considero que puede ser favorable para mi raza hacer las paces con los Eldren. O, al menos, declarar una tregua permanente…

—Por lo menos, habrás comprendido ya que no somos ningún peligro para los humanos.

—Por el contrario —repuse—. Es precisamente vuestro peligro potencial lo que hace necesaria vuestra supervivencia para mi raza. —Sonreí al recordar un viejo aforismo que había escuchado en alguna ocasión, y dije—: Si no existierais, habría que inventaros.

Un destello de comprensión brilló en sus ojos. También ella sonrió.

—Creo que voy entendiéndote.

—Por eso, tengo la intención de presentar esta conclusión a la reina Iolinda —añadí—. Espero convencerla de que nos interesa sobremanera terminar esta guerra contra los Eldren.

—¿Y cuáles serán tus condiciones?

—No veo la necesidad de concertar condiciones con vosotros. Sencillamente, pondremos término a esta guerra y nos retiraremos.

—¿Así de sencillo? —se rió ella.

La miré con seriedad, medité unos instantes, y negué con la cabeza.

—Quizá no, pero debo intentarlo.

—De repente te has vuelto muy coherente y racional, Erekosë. Me alegro. Por lo menos, haber dormido aquí te ha reportado algún bien…

—Y a los Eldren también, quizás…

—Quizá —sonrió ella otra vez.

—Regresaré cuanto antes a Necranal para hablar con Iolinda.

—Y si accede, ¿te casarás con ella?

En ese instante, me sentí débil. Finalmente, conseguí decir:

—Debo hacerlo. Todo el proyecto caería por tierra si no lo hiciera, ¿comprendes?

—Perfectamente —asintió ella, y sus mejillas se llenaron de lágrimas mientras sonreía.

Arjavh se presentó unos minutos después y le expliqué lo que tenía la intención de hacer. El príncipe recibió la novedad con bastante más escepticismo que Ermizhad.

—¿No crees que lo diga en serio? —le pregunté.

—Te creo absolutamente, Erekosë. Pero no creo que los Eldren consigan sobrevivir —añadió encogiéndose de hombros.

—¿Por qué lo dices? ¿Hay alguna epidemia? ¿Algo que…?

—No, no —respondió con una breve risilla—. Creo que tú propones una tregua pero tu gente no te permitirá cumplirla. Tu raza sólo se señora satisfecha cuando el último Eldren haya muerto. Dices que su destino es luchar eternamente. ¿No podría ser que sintieran un secreto resentimiento hacia los Eldren porque la presencia de éstos significa que no pueden llevar a su actividad más natural, es decir, las luchas entre ellos? ¿No sería esa tregua más que una mera pausa? Y si no acaban con nosotros ahora, pronto lo harán, tanto si eres tú su líder como si no.

—Con todo, debo intentarlo… —insistí.

—Aunque lo intentes con todas tus fuerzas, estoy seguro de que te obligarán a ceñirte a tu juramento.

—Iolinda es una mujer inteligente. Si atiende a mis argumentos…

—Iolinda es una de ellos. Dudo mucho que se digne siquiera escucharte. Anoche, cuando tanto te supliqué, no era yo mismo. Me entró auténtico pánico de que no pudiéramos alcanzar la paz, lo reconozco.

—Debo intentarlo.

—Espero que tengas éxito.

Quizá me había dejado encandilar por los encantos de los Eldren, pero no me daba esa impresión. Haría cuanto pudiese por llevar la paz a las arrasadas tierras de Mernadin, aunque ello significara no poder ver nunca más a mis amigos Eldren, a la bella Ermizhad…

Aparté de mi mente el pensamiento y decidí no permanecer más tiempo en Loos Ptokai.

Un sirviente entró en la estancia. Mi heraldo, acompañado de varios mariscales entre los que destacaba el conde Roldero, se habían presentado a las puertas de la ciudad, casi convencidos de que los Eldren me habían dado muerte.

—Sólo creerán que estás ileso si te ven —murmuró Arjavh. Asentí y salí de la sala.

Escuché la voz de mi heraldo mientras me acercaba a los muros de la ciudad.

—Tememos que seáis culpables de una gran traición. Dejadnos ver a nuestro jefe, o su cadáver. Así sabremos lo que debemos hacer —añadió tras una pausa.

Arjavh y yo ascendimos los peldaños que llevaban a las almenas y vi el alivio reflejado en los ojos del heraldo al comprobar que no estaba herido.

—He estado conversando con el príncipe Arjavh —dije—. Y he meditado mucho. Nuestros hombres están cansados hasta el agotamiento y los Eldren son sólo un puñado. Ésta es la única ciudad que les queda. Podríamos tomar Loos Ptokai, pero no veo razón para hacerlo. Seamos generosos en la victoria, mariscales. Declaremos una tregua…

—¡Una tregua, señor Erekosë! —exclamó el conde Roldero, con los ojos como platos—. ¿Pretendes hurtarnos nuestro premio final? ¿Nuestra última y feroz batalla? ¿Nuestro mayor triunfo? ¡La paz…!

—Sí —asentí—, la paz. Y ahora, regresad y decid a nuestros guerreros que estoy bien.

—Podemos tomar esta ciudad fácilmente, Erekosë —gritó Roldero—. No hay necesidad de hablar de paz. Podemos destruir a los Eldren de una vez y para siempre. ¿Acaso has vuelto a caer víctima de sus encantamientos? ¿Te has dejado confundir una vez más por sus suaves palabras?

—No —respondí—, he sido yo quien lo ha sugerido.

Roldero hizo dar vuelta en torno a sí mismo al caballo, con gesto de impaciencia.

—¡Paz! —masculló, mientras enfilaba hacia el campamento con sus acompañantes—. ¡Nuestro Campeón se ha vuelto loco!

Arjavh se frotó los labios con el dedo.

—Ya han empezado los problemas, por lo que veo.

—Ellos me temen —dije—, y me obedecerán. Sí, me obedecerán…, al menos, por el momento.

—Esperémoslo así —murmuró el príncipe.