XXI

Un juramento

Al instante, se materializaron en la sala una docena de Eldren, cuyos rostros eran ligeramente distintos de los que había visto hasta entonces. Ahora reconocí en ellos a un puñado de Halflings.

—¡Mirad! —gritó Rigenos—. ¡Magia negra! ¡Es una bruja, ya os lo dije! ¡Una bruja!

Los Halflings permanecieron en silencio. Rodearon a Ermizhad hasta que todos sus cuerpos la tocaron, apretados en un bloque. Entonces Ermizhad gritó de nuevo:

—¡Vamos, hermanos! ¡Regresemos al campamento de los Eldren!

Sus formas empezaron a difuminarse, como si estuvieran medio en nuestra dimensión y medio en otra.

—¡Adiós, Erekosë! —gritó la muchacha—. Espero que nos volvamos a ver en circunstancias más felices.

—¡Así lo espero! —respondí.

Al instante, su figura se desvaneció definitivamente.

—¡Traidor! —escupió el rey Rigenos—. ¡La has ayudado a escapar!

—¡Mereces morir torturado! —añadió Roldero, furioso.

—No soy ningún traidor, como sabéis perfectamente —respondí, desafiante—. Los traidores sois vosotros. Traidores a vuestra palabra, y a la gran tradición de vuestros antepasados, no tenéis ningún reproche que hacerme, estúpidos…, estúpidos…

Me detuve, di media vuelta sobre los talones y abandoné la estancia.

—¡Tú has perdido la batalla, Campeón de la guerra! —gritó el rey Rigenos cuando ya estaba fuera—. ¡El pueblo no respeta a los derrotados!

Fui a ver a Iolinda.

La princesa había estado paseando por los balcones y acababa de regresar a sus aposentos. La besé, necesitado en aquel momento de comprensión y amistad de una mujer, pero me pareció encontrar un bloque de piedra. Al parecer, no estaba dispuesta a ayudarme, aunque me devolvió rápidamente el beso. Por fin, dejé de abrazarla y di un paso atrás, mirándola a los ojos.

—¿Algo va mal?

—Nada —respondió—. ¿Por qué? Estás a salvo… Temía que hubieras muerto.

¿Se trataba de mí, pues? ¿Era acaso que…? Aparté el pensamiento de mi mente. Y, sin embargo, ¿puede un hombre obligarse a amar a una mujer? ¿Se puede amar a dos mujeres a la vez? Me estaba asiendo desesperadamente a las briznas de amor que había sentido por ella la primera vez que nos habíamos encontrado.

—Ermizhad está a salvo —solté de pronto—. Ha llamado en su ayuda a sus hermanos Halflings y, cuando regrese al campamento Eldren, Arjavh se retirará con sus tropas a Mernadin. Deberías estar aliviada.

—Lo estoy —dijo ella—. ¡Y tú, sin duda, lo estarás de que nuestra rehén haya escapado!

—¿A qué te refieres?

—Mi padre me ha contado que estabas encantado por sus hechicerías maléficas. Parecías más pendiente de su seguridad que de la nuestra.

—Eso es absurdo.

—También parece que te complace la compañía de los Eldren. Has estado reposando con nuestro peor enemigo…

—¡Basta ya! ¡No digas necedades!

—¿Necedades? Creo que mi padre tenía razón, Erekosë.

La voz de Iolinda era ahora más contenida. Se apartó de mí.

—Pero Iolinda… Yo te quiero a ti. Sólo a ti.

—No te creo, Erekosë.

¿Qué llevo dentro de mí que me arrastró entonces a lo que hice? Allí, en aquel instante, hice un juramento que iba a afectar al destino de todos nosotros. ¿Por qué, ahora que mi amor por Iolinda empezaba a diluirse y la veía como un ser estúpido y egoísta, hacía mis mayores protestas de amor hacia ella?

No lo sé. Sólo sé que así lo hice.

—¡Te amo más que a mi vida, Iolinda! ¡Haría cualquier cosa por ti, amor mío!

—¡No te creo!

—¡Te lo demostraré! —grité, torturado de dolor.

Ella se volvió. Sus ojos estaban llenos de dolor y de reproches. De una amargura tan profunda que no parecía tener final. De furia y de deseo de venganza.

—¿Cómo lo demostrarás, Erekosë? —dijo en un susurro.

—Juro que mataré a todos los Eldren.

—¿A todos?

—Acabaré con la vida de cada uno de ellos.

—¿No perdonarás a nadie?

—¡A nadie! ¡A nadie! Quiero acabar con esto, y el único modo de conseguirlo es matarlos a todos. ¡Entonces habrá terminado todo!

—¿También al príncipe Arjavh y a su hermana?

—¡También a ellos!

—¿Lo juras? ¿Lo juras?

—¡Lo juro! Y cuando el último Eldren haya muerto, cuando todo el mundo sea nuestro, lo traeré ante ti y nosotros nos casaremos.

—Muy bien, Erekosë —asintió ella—. Nos veremos más tarde.

Tras esto, Iolinda salió apresuradamente de la estancia.

Me quité la espada y el cinto, y los lancé violentamente al suelo. Pasé las horas siguientes luchando con la congoja que me oprimía.

Pero ya había hecho el juramento.

Pronto me volví frío. Haría lo que había prometido. Destruiría a los Eldren. Libraría de ellos al mundo. Y me libraría a mí mismo de aquel continuo torbellino que me trastornaba.