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La madre heroica y los higos chumbos

Algunas escenas o imágenes de nuestro pasado se me han quedado muy grabadas en la memoria. Parecen, como ya te dije, intrascendentes, pero con el tiempo han adquirido un significado simbólico, y creo que por eso las recuerdo, aunque es posible que deforme los hechos y la interpretación.

Una de ellas tuvo lugar durante una excursión a la isla que teníamos enfrente de la casa de verano. De la excursión seguro que te acuerdas porque tuvo un final fastidioso, pero quizá no del episodio al que voy a referirme. Parece parte de un sueño, pero fue real.

Estábamos Xan, tú y yo en la isla. Y también Nita y Avó, aunque en esa escena no se le ve, pero seguro que estaba, porque en las excursiones contábamos siempre con él para cargar con las bolsas, y además participó en la recogida posterior de higos chumbos. En Galicia se hubiera quedado pescando, se pasaba el día, desde las diez de la mañana a las diez de la noche, con la caña en la mano para desesperación de Nita. Pero en Alicante no pescaba, no sé por qué, quizá porque no encontraba xorra, aquellos gusanos asquerosos que enganchaba vivos en el anzuelo para atraer a los peces. En todo caso, aunque estaba con nosotros, no se le ve en la escena. Y tampoco a tu padre, que nunca iba a ese tipo de excursiones. Se quedaba haciendo algún trabajo, e incluso es posible que ni siquiera estuviese en Alicante. Él nos empaquetaba a todos para allá y se quedaba tan contento de Rodríguez, pero no es cuestión ahora de eso.

Lo que recuerdo con nitidez es el momento en que Xan se quedó mirando fascinado unas crías de ave que deambulaban picoteando por la pared escarpada de uno de los acantilados. Era muy pendiente, casi vertical, y daba la impresión de que podían caerse en cualquier momento. «Están en peligro», dijo Xan muy preocupado, sin quitarles ojo de encima. Me dio miedo que se le ocurriese acercarse y lo cogí de la mano: «Están acostumbrados a andar por ahí», le dije para tranquilizarlo. Justo entonces la madre de los pollitos se acercó a ellos y los pastoreó para llevárselos a otro lado. Xan dijo con gran admiración: «Mira, la madre ha arriesgado su vida para salvar a sus hijos». Estaba impresionado, como si hubiese sido testigo de un suceso heroico. Yo hice un ruidillo de asentimiento, algo como ajá, que a Xan debió de parecerle poco convincente porque se soltó de mi mano y fue a contártelo a ti: «Los pollitos estaban en peligro y la madre arriesgó su vida para salvarlos», te dijo. Y tú miraste hacia donde te señalaba, mientras él te daba toda clase de explicaciones sobre el peligro del que la madre había salvado a las crías. Tú parecías más curioso que admirado. Finalmente Xan se lo contó a Nita, que fue la única que le prestó la atención que él necesitaba y que le contestó en su misma onda: «Si no fuese por la madre, seguramente se habrían caído y se habrían muerto», y Xan insistió: «Y la madre arriesgó su vida por ellos». Y Nita: «Claro, tenía que salvar a los hijos aunque ella se pusiese en peligro».

Y así estuvieron un buen rato, Xan venga con que la madre había arriesgado la vida, y Nita venga con que había salvado a los hijos... Y tú a lo tuyo, sin entrar en el asunto, y yo como una mema escuchando aquello que no tenía sentido, porque estábamos hablando de pájaros, y los pájaros vuelan y, si se resbalan de una pared, abren las alas y, en el peor de los casos, planean y no se estrellan contra el suelo.

Es verdad que, más que pájaros, aquellos animales parecían gallinas pequeñas, no eran gaviotas ni cormoranes, ni patos, ni perdices, no sé qué clase de pájaros serían, se veían torpones, y la madre se fue por sus retoños andando, no volando, y ellos no parecía que fuesen a echarse a volar para salir del lugar, pero, en todo caso, aquella admiración de Xan tenía más que ver con sus fantasías heroicas y con el papel que según él una madre desempeña en la vida de sus hijos que con la realidad que estaba transcurriendo ante nuestros ojos.

Entonces no se me ocurrió cuestionar su visión melodramática de la escena y decir lo que era más evidente: que los pájaros no corren peligro aunque anden por acantilados escarpados. Y quizá no lo hice porque en el fondo compartía las ideas de Xan. Aunque la madre pájaro no corriese peligro, sí era verdad que estaba pendiente de los pollos y que fue a recogerlos cuando se pusieron en una situación que podía implicar un riesgo. Así que la cosa no era tan dramática como Xan la pintaba, pero de lo que no cabe duda es de que allí había una madre, unos hijos, una función maternal y un niño —Xan— dispuesto a admirar a la madre que cumplía con la obligación de cuidar de sus hijos. Y además había otra madre, que era yo, y una más, que era Nita. Y tu padre en casa escribiendo sus trabajos, o en Madrid, haciendo lo que le venía en gana, mientras que yo intentaba desempeñar lo mejor posible mi papel de madre, y al mismo tiempo el de hija, porque Nita ayudaba mucho, pero también daba lo suyo que aguantar cuando se ponía crítica o deprimida. Y entre tanto tú, nada, como si la cosa no fuese contigo. ¿O no? De la madre pájaro no dijiste ni pío, pero hay que ver cuántas veces sacaste a relucir en el futuro lo de los higos chumbos.

A ti no te gustaban, pero a Xan y a mí sí, y a Nita y a Avó; a todos, menos a ti y a tu padre. Y la isla estaba llena de higos chumbos hermosísimos: gordos, grandes, colorados, que apetecía comerlos, y tan al alcance. Así que con mucho cuidado, protegiendo la mano con un plástico, cogimos entre Nita, Avó y yo una buena cantidad. Yo los guardé —reconozco que fui yo— envueltos en papel de periódico, en la bolsa donde llevábamos vuestra ropa. Pero se salieron del envoltorio y todo se llenó de espinas finísimas. Fue horrible. Nita y yo nos pusimos las manos y los brazos perdidos al cogerla. Avó no parecía sentir los pinchazos, pero eran muy dolorosos. Yo estaba horrorizada de que os entrasen espinas en los ojos, así que os dejé sólo con el bañador que llevabais puesto y por encima las únicas prendas que iban en una bolsa aparte: mi chaqueta y la de Nita, y un jersey de Avó sobre los hombros de los dos.

Así volvimos en el barco, muy abrazados para que no tuvieseis frío. Hubo que tirar las toallas de playa y toda vuestra ropa, entre ella una camiseta con un dibujo de un panda que a ti te gustaba mucho y que intentamos lavar, pero no hubo forma de quitarle las espinas ni de conseguir otra camiseta como aquélla. Además, parece que la lavadora se llenó de espinas y algunas seguían pasando a la ropa, algo así debió de ocurrir, o lo decías para fastidiar, Peque, porque todo el resto de aquel verano, cuando te vestía dabas un respingo, como si algo te pinchase. Yo sospecho que lo utilizaste para librarte de lo que no te hacía gracia, siempre fuiste muy especial para la ropa y la que no te gustaba se rompía enseguida o se manchaba de forma indeleble. Y con aquello de las espinas nos hiciste desechar la que te venía mal. Xan, por el contrario, nunca se quejó de que la ropa pinchase, ni volvió a mencionar el desgraciado episodio de los higos chumbos.

Pero ahora no se trata de tus manías sino de las mías y de ese recuerdo de la isla, de aquella heroica madre pájaro, admirada por Xan, frente a la cual era todavía más evidente la torpeza de la otra madre, que se pasaba la vida deshaciendo los entuertos en que ella solita se metía. Y si recuerdo ese episodio es porque Xan ha tenido siempre hacia mí la actitud de creer que yo era la heroína de la escena de los pájaros, mientras que tú, en general, has tendido a verme, o al menos yo lo he sentido así, como la madre desmañada que llenó de espinas tu camiseta del panda por coger una fruta que a ti no te gustaba.

Aunque, para decir toda la verdad, a veces también me has mirado con admiración; pocas veces, pero alguna sí, e incluso guardaba un testimonio gráfico, una foto preciosa que tú hiciste desaparecer.