IX
Te estoy oyendo, Peque. No me hace falta que hables, a veces antes de que abras la boca ya sé lo que vas a decir. Otras veces no, porque sales por peteneras, ni tú mismo te entiendes y así malamente podré entenderte yo. Pero en estos momentos sé lo que estás pensando al leerme: Dice que quiere hablar conmigo, pero no hace más que hablar de Xan...
Pues verás, eso es injusto, y además poco inteligente por tu parte, porque estas páginas hablarán de Xan, pero no van destinadas a él. Xan y tú sois muy diferentes, pero para mí tenéis un rasgo común que os identifica por encima de vuestras diferencias: sois mis hijos, y yo soy la madre. Es decir, formamos dos bloques bien distintos y que no se confunden nunca, porque, aunque vosotros lleguéis a ser padres, lo seréis para vuestros descendientes, pero para mí siempre seguiréis siendo hijos, y no hay más vuelta que darle. Así que en muchas ocasiones, por encima de los celos o de las diferencias, vosotros os sentís unidos frente a mí, que soy el enemigo común, digamos para entendernos.
Y dicho esto, convendría que te dieras cuenta de que en estas reflexiones mías Xan es un punto de referencia, pero no el destinatario, porque no te he ocultado desde el comienzo la intención con que las escribo, que no es otra que la de recuperarte a ti, la de no dejar que desaparezcan definitivamente unos lazos que en algún momento fueron fuertes, que después se fueron debilitando y que, a causa de esa idea de que yo provoqué la muerte de tu padre, rompiste sin escucharme.
Ésta es la única razón por la que te escribo. Sólo quiero que me quieras, que vuelvas a quererme, como me querías antes de empeñarte en no quererme. Tenía que haber hablado contigo mucho antes, haber contraatacado las malas influencias que te llevaban a criticarme y a ver la parte negativa de todo lo que yo hacía, no haber dejado que arraigaran en tu corazón. Ahora voy a ir paso a paso hasta llegar a la raíz del problema. Espero que no sea demasiado tarde.
A veces me pregunto si en el fondo, muy en el fondo de tu mal entendimiento conmigo, no estarán los celos de tu hermano. Los celos te han llevado a un distanciamiento de él cada vez mayor, a pesar de que lo querías y lo admirabas. Y también sobre él has dicho cosas muy duras e injustas.
Siempre has tenido sentimientos contradictorios hacia las personas que quieres, Peque, yo creo que incluso con las novias, con todo el mundo excepto con tu padre, de quien justificabas hasta lo más injustificable. Conmigo y con tu hermano pasabas de la admiración a la crítica más despiadada. O quizá ambos sentimientos convivían juntos y se turnaban según las ocasiones.
Tenías, y tienes, unos celos irracionales que te llevan a creer que es mi preferido, que siempre lo he favorecido a él y me he preocupado por él más que por ti. El Innombrable favoreció esos sentimientos dedicándose a decir que Xan era mi ojito derecho, el niño mimado y consentido. Se alió contigo. Todavía no sé por qué, quizá porque Xan no lo admiraba como tú, y él necesitaba el halago como el aire para respirar. El Innombrable hizo patentes tus celos, los sacó a la superficie con aquel infundio de mis preferencias, pero la verdad es que tus celos existían desde que empezaste a tener uso de razón o quizá antes.
Un día, cuando eras pequeñísimo, debías de tener cuatro o cinco años, te oí decir: «Soy más feo que una mierda». Entré en tu cuarto y te vi muy tranquilo sentado sobre la cama, hojeando un libro de cuentos. Quizá te habías estado mirando en el espejo del armario, que estaba a los pies de la cama, o quizá la vista de las ilustraciones, con aquellos héroes tan guapos, te había llevado a pensarlo; quién sabe qué fue lo que te impulsó a decir aquello. Yo te pregunté: «¿Qué estás diciendo?». Y tú, muy serio, repetiste: «Soy más feo que una mierda», y seguiste mirando el cuento.
Tenía que haberme reído de la ocurrencia, quitándole importancia, o haberte abrazado y haberte dicho que eras el niño más guapo del mundo, sin más, pero cuando has sido una niña hosca y encogida, que ha soportado bromas crueles de sus compañeros en la escuela y comentarios aún más crueles de adultos insensibles, no se reacciona con naturalidad ante esas cosas.
Sentía ternura y compasión por ti, por tus sentimientos de niño feo, pero al mismo tiempo me indignaba que te sintieses así, porque tú eras un niño entero, con dos ojos inmensos y brillantes como soles, con dos piernas derechitas y del mismo tamaño. Para ser guapo sólo te ha faltado la decisión de serlo, Peque, la decisión que me hizo a mí sentirme la princesa de Éboli desde los ocho años. Lo que lamento es no haber sabido ser para ti el don Armando que te descubriese la fuerza del talante, de llevar la cabeza erguida, y hacer de tus defectos marcas de distinción.
Lo único que hice fue quedarme allí razonando contigo: te hablé de tus ojos tan bonitos, de tu cuerpo bien hecho, sin ningún defecto; te dije que era más importante ser atractivo que ser guapo, y hasta te dije que «El hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso...».
Entonces levantaste hacia mí tu carita menuda, me clavaste esos ojos magníficos y dijiste: «Yo tampoco soy como un oso». Fuiste siempre tan listo, Peque; te habías dado cuenta de que nunca ibas a ser el macho del refrán. Me hiciste sentirme avergonzada.
Y lo peor del caso es que no eras feo, aunque es verdad que al lado de tu hermano pasabas desapercibido.
Y eso no tenía remedio. Xan era un niño de anuncio, tan rubio, tan ojiclaro, tan guapo, ¡qué te voy a decir! Cuando os llevaba a los dos de paseo siempre procuraba evitar los comentarios de la gente, pero era muy difícil, se lanzaban a decir: «¡Qué preciosidad de criatura, qué carita de ángel, qué ojazos, qué pelo...!». Y tú al otro lado, encogido, delgadito, mirando al suelo, que ni los ojos se te veían, sólo aquel pelo rojo oscuro que nadie estimaba... Yo no sabía qué hacer para evitarlo, Peque. Hay muchas cosas que he hecho mal, pero en eso hice todo lo que pude.
Tenías un pelo muy difícil de peinar, duro y con remolinos. Te poníamos suavizante para domarlo y darle brillo y que destacase el color, y te llevaba a un peluquero que era premio nacional de corte masculino. Él fue quien me recomendó que te dejase el pelo a su aire, dijo que no había que contrariar a la naturaleza, y así te peinamos, estilo cepillo, desde los tres años. Más que guapo, eras un niño gracioso, riquiño, con aquellas pecas y el pelo lleno de remolinos y unos ojos negros preciosos. Pero en cuanto alguien se acercaba te ponías a mirar al suelo y no se te veían. A mí a veces me irritabas porque me recordabas mi infancia, y me parecía injusto que sin ser cojo ni tuerto te escondieses tanto.
Os llevaba siempre de paseo por la acera del sol, para que con la luz se viese el color de tu pelo y no empezasen a cantar las alabanzas de Xan, pero no había forma. ¿Qué se puede hacer cuando la gente se lanza a elogiar a uno sin darse cuenta de que hay otro niño al lado? Yo a veces les cortaba bruscamente y entonces se daban cuenta y querían enmendarlo echándote algún piropo, que solía ser «¡Qué mono!», con lo que resultaba peor el remedio que la enfermedad.
Tú debías de tener celos, e incluso envidia, es natural, pero lo que se notaba entonces era una admiración sin límites por Xan; eso era lo que manifestabas. Lo mirabas como si fuera Superman, porque Xan tenía carita de ángel, pero pegaba unos mamporros en el parvulario que no había quien se atreviese con él. Y tú volvías siempre lleno de magulladuras, te robaban las cosas y te pegaban. En el instituto cambió la situación. Tú tenías muchos amigos, eras el simpático, el hablador, el que hacía bromas en las clases y el que traía mejores notas. Y Xan era el conflictivo, el que suspendía, el que se peleaba con tu padre y con los profesores. Por eso creí que habías dejado de sentir celos. Tú tenías una pandilla y él no. A él lo llamaban las niñas sin parar, pero a esa edad yo pensaba que los amigos son más importantes. Tú lo defendías cuando yo lo reñía por estudiar poco o por hablar demasiado por teléfono y también cuando tus amigos le llamaban guaperas.
Xan iba cambiando de aspecto, pero siempre fue guapo, y no era vanidoso ni presumido. Eso se lo dijiste tú a unos amigos tuyos. Estabais en tu cuarto y yo os oía desde el despacho porque tenías la música puesta y hablabais a voces. Uno dijo: «Se lo debe de tener creído, tan cachas y con tanta tía alrededor». Y tú le contestaste: «No es nada presumido. Muchas veces ni se entera de que se lo están ligando».
Y era cierto. Ni siquiera se preocupaba por la ropa. De ahí vino en parte el mal entendimiento con el Innombrable. Quiso arreglarle una bufanda que llevaba al cuello, y al tercer intento Xan le dijo: «Déjalo, yo no voy a pasarme diez minutos haciéndome un nudo...». Eso era lo que el Innombrable hacía: venga a colocarse delante del espejo, hasta que parecía que había quedado así por casualidad... Debió de sentirse herido, menospreciado, y desde entonces dejó de opinar sobre la manera de vestir de Xan, aunque la criticaba: «No tiene ningún estilo», dijo un día. Y entonces tú saltaste: «Con lo guapo que es, maldita la falta que le hace».
Y así durante años, oyéndote defenderlo en todo, hasta que de pronto un día soltabas una retahíla de agravios comparativos en un tono tan irritado, tan desmesurado en relación a la pequeñez que lo había provocado, que era indicio claro de que por debajo, y quizá incluso de forma inconsciente para ti, había unos celos y una envidia que te hacían sufrir.
En algunas cosas tenías razón. Xan era vago, egoísta, tacaño, fantasioso, voluble, inseguro, pero también cariñosísimo, paciente, tranquilo, nada rencoroso, confiado, optimista, sencillo y austero en sus gustos y peticiones. Y tú eres trabajador, generoso, solidario, realista, sabes lo que quieres, pero también despilfarrador, cabezota, impaciente, nervioso, desconfiado, y cuando te pones a malas eres un cardo borriquero y rencoroso como un diablo. Y en cuanto a gustos y exigencias, te ha hecho la boca un fraile; cualidad que el Innombrable exacerbó al máximo: mucho pedir y de lo más exquisito...
Pensé que las diferencias se equilibrarían en los años de la universidad, porque tú eras el que sacaba buenas notas y Xan el que llevaba asignaturas pendientes. Pero ser un mal estudiante no le restaba un ápice de su atractivo para las chicas, así que tú seguiste con tus celos, Peque, y acusándome de favorecerlo, por ejemplo en lo del dinero de los viajes.
A ti te pagaba los viajes del verano, y, como tu hermano no podía ir porque tenía que preparar los exámenes de septiembre, yo le daba la misma cantidad que a ti, que él guardaba como una hormiga en su caja fuerte, de la que nunca supimos dónde tenía la llave, por cierto. Con aquel dinero se compraba después máquinas de fotos, o tocadiscos, o juegos para el ordenador. Se ve que te parecía mal aquella justicia distributiva, porque —me dijiste un día— tú te habías merecido el viaje como premio por los estudios, y Xan al fin y al cabo tenía la misma recompensa sin haber pegado palo al agua. No me dijiste que no se lo diese, o que hacía mal dándoselo. Nunca hiciste nada contra tu hermano de forma directa. Incluso estoy segura de que si no se lo hubiese dado habrías abogado en su favor como hiciste en otras ocasiones. Tu comentario no era un ataque a tu hermano; me criticabas a mí porque le daba un premio que no merecía y atribuías al favoritismo mi decisión.
Puede que tuvieses razón, Peque, pero yo entendía que el premio no era el dinero sino el permiso y el tiempo para viajar. Esa postura crítica tuya me recordaba la parábola de los trabajadores de la viña, ¿recuerdas? El dueño de una finca va contratando a varios hombres a lo largo del día y a todos les ofrece el mismo salario. Cuando llega el momento de cobrar, los que están trabajando desde la primera hora de la mañana se quejan porque reciben la misma paga que los que han llegado al final del día: un denario, que era lo acordado. La enseñanza que al parecer debe sacarse de la parábola evangélica es que tanto valen los últimos como los primeros.
El dinero era del dueño de la finca. Si quería ser generoso y darles a todos lo mismo, los que trabajaron más no tenían razón para quejarse, porque cada uno hace de su capa un sayo, y ellos habían ajustado un jornal previamente. O sea, que el dueño no es injusto y, visto así, los trabajadores primeros quedan como unos envidiosos, ya que les parece mal que otros reciban como regalo lo que ellos ganaron con esfuerzo.
Pero, la verdad, Peque, tengo que decir que yo comprendo que se sintieran defraudados, porque, aunque lo justo era recibir lo acordado, hay cierto agravio comparativo en dar a los que trabajaron una hora lo mismo que a los que trabajaron ocho, doce, o las que abarcase la jornada laboral en los tiempos de Jesús de Nazaret. No es injusto, pero es cabreante.
Así que yo comprendo que te fastidiase recibir lo mismo que Xan, pero creo que no lo valoras bien, porque el premio no era sólo el dinero para viajar sino el viaje en sí, la diversión que eso implicaba. Xan se quedaba sin viaje y dejarlo también sin dinero me parecía demasiado cruel.
Es posible que en esto, como en tantas otras cosas, lo haya hecho mal, pero no sabes hasta qué punto he intentado e intento ser justa y no hacer nada que pueda parecer que favorece a uno de vosotros. Incluso pensé en cómo debería despedirme en el momento de mi muerte.
Yo pienso con frecuencia en la muerte, ya lo sabes, unas veces en abstracto, en lo que significa la muerte en la vida de las personas, y otras en concreto: cómo será la mía, cuándo será, dónde me encontraré, quién estará a mi lado. En muchas ocasiones he imaginado lo que sería la escena de una buena muerte, no en una UVI o entre los restos de un avión o de un coche, sino en mi cama y en mi casa, y sin dolores físicos. En ese cuadro estabais siempre Xan y tú, y nunca los hombres con los que he convivido. No sé por qué; quizá porque esperaba sobrevividos o porque ya sospechaba que su cariño no iba a prolongarse hasta ese momento final. El caso es que ni tu padre, ni el Innombrable ni Wences aparecieron nunca en la escena de mi muerte. Vosotros sí, primero como unos niños a los que mantenía abrazados contra mi pecho hasta el último suspiro y después, al haceros mayores, acomodando la situación a vuestra edad. Pero no era cosa sencilla.
Al ser sólo dos hermanos podía daros una mano a cada uno, y lo más fácil era que os pusierais uno a la izquierda y otro a la derecha de la cama. Dejando aparte que la derecha y la izquierda pueden implicar cierto favoritismo, quedaba pendiente el problema más peliagudo: ¿hacia dónde miraba yo? No iba a estar girando la cabeza como si estuviese en un partido de tenis y además, si me sobrevenía la muerte mientras miraba a uno de los lados, el que estaba al otro podía pensar que lo discriminaba. Tú lo pensarías, sin duda. Te estoy oyendo: «Se murió mirando a Xan, que siempre fue su preferido». Así que decidí que os colocaseis los dos del mismo lado, uno sentado en una silla y el otro, al que le tocase la mano más alejada, sentado sobre la cama, postura un tanto incómoda, pero que me permitiría abarcar a los dos de una sola ojeada. De ese modo, cuando se me nublasen los ojos, ninguno podría pensar que estaba mirando al otro. Después, las circunstancias, la lejanía de Xan y tu salida tan dramática de esta casa me han hecho variar de nuevo el cuadro, pero ya ves que por mi parte no ha habido preferencia de ningún tipo sino preocupación por lo que tú pudieses sentir.
Y de todas formas, Peque, y poniéndonos en el peor de los casos, aunque Xan fuese mi preferido —que no lo es—, lo que está fuera de discusión es que tú eras el preferido de tu padre, hasta extremos escandalosos. Y eso te parecía normal, quizá porque considerabas que era en justa compensación a tu devoción por él. Que eras su preferido es algo incuestionable. Se le caía la baba contigo, tú eras el único capaz de entender sus ironías, sus alusiones, el que compartía sus ideas y sus gustos; el que colmaba sus expectativas; eras la continuidad, sin ser la competencia, porque no te dedicabas a lo mismo que él. Y además te parecías a él, física e intelectualmente. Excepto en el pelo rojo y las pecas, que vienen de la bisabuela Jovita, en todo lo demás eres el vivo retrato de tu padre.
Xan se parecía a mí, aunque él ha mejorado el molde. Y tu padre a Xan lo menospreciaba. Cuando empezó a suspender ni se molestó en reñirlo. Si no hubiera sido por mí, es posible que no hubiese ido a la universidad.
Recuerdo el día en que tu hermano comentó que le gustaría ser arquitecto. Era una de aquellas cosas que soltaba al tuntún, tan pronto le apetecía Veterinaria como Lenguas Eslavas, con lo único que se empeñó fue con Astronomía, que no nos lo podíamos creer, yo pienso que lo hizo por llevarle la contraria a tu padre, en fin, el caso es que soltó lo de estudiar Arquitectura después de unas notas desastrosas y tu padre le dijo: «Al menos podrás trabajar de albañil en las obras de otros». ¡Pobre Xan!
Yo le dije que no lo pensaba de verdad, que lo había dicho para pincharlo, que era una forma de hacerle reaccionar para que estudiase más. Lo hice porque siempre he defendido a tu padre cuando ha metido la pata en estas cosas de familia, espero que lo recuerdes, Peque, pero, además, en este caso concreto me parece evidente que ésa era la intención al decírselo. Si de verdad hubiera creído que Xan no servía para estudiar, estaría apenado, y no lo estaba. Xan, en todos los test de inteligencia que se le hicieron, daba un coeficiente muy alto, igual que tú, así que la única razón que tu padre veía para sus malas notas era su pereza, su vaguería. Estaba indignado de que perdiese el tiempo, de que no aprovechase las oportunidades que se le daban, pero no midió el alcance de lo que dijo y sobre todo de cómo lo dijo. Había demasiado desprecio en su voz, en su gesto, y sólo sirvió para herirlo, no para que estudiase más.
Si yo te hubiera dicho a ti algo así, habrías aparecido con sobresaliente en todas las asignaturas y después te habrías dedicado a haraganear para demostrar que podías y no querías sacar buenas notas. Pero Xan era distinto. Era más débil que tú, Peque, estaba más necesitado de ayuda, aunque a ti no te lo pareciese porque seguía teniendo éxito con las chicas y seguía enderezando entuertos a su alrededor. Parecía Superman, se comportaba como si lo fuese, pero sólo era Don Quijote, y ni tu padre ni tú os dabais cuenta.
Estoy hablando de él en pasado, «era», «estaba», como si hubiese muerto. Y es que, en cierto modo, el Xan de ahora es otra persona, tan alejada, en un mundo tan diferente al mío, al nuestro, que no me sale decir «es»... Yo qué sé cómo es Xan ahora. Durante algún tiempo pensé que las misiones serían un episodio más de su vida, un bandazo, como lo de dedicarse a esgrima o al baile oriental. Pero son ya demasiados años, y cada vez lo siento más centrado, y más diferente de aquel Xan que necesitaba de mi ayuda y de mi comprensión. Ahora no me necesita para nada. Tiene a Dios, y ésa es una competencia que me desborda.
Sé que me sigue queriendo a su manera, a su manera de ahora. La última vez que hablamos me dijo: «Rezo por ti todos los días, muchas veces». Y como yo me callé, dijo: «Eso quiere decir que pienso en ti muchas veces al día, mamá». Piensa en mí, les roba un poco de tiempo a sus negros enfermos, a sus niños huérfanos y lisiados, a sus múltiples ocupaciones en ese lugar terrible y piensa en su madre, y reza por ella...
Me he ido del tema, Peque. Lo que quería decirte es que mis sentimientos hacia Xan se han acomodado a su nueva situación, a su nueva vida. Y, por el contrario, tú sigues sintiendo celos, que surgen ante cualquier pequeñez, como la del muñeco titiritero que has querido llevarte.
Estaba en un rincón de la librería del cuarto de Xan, roto desde sabe Dios cuándo. Tú dijiste: «Me voy a llevar el titiritero», como si hablases de un disco o de un DVD, algo de uso cotidiano y reciente. Y yo me quedé un instante callada y sorprendida porque no acababa de entender que quisieras llevarte un juguete roto, cuya gracia, cuando aún funcionaba, consistía en estar colgado de unos hilos y dar vueltas al tirar de un cordón. Si me acuerdo de él, es porque en casa, como bien sabes, se hace limpieza de librerías al menos una vez al año, y cada año lo veo y decido dejarlo allí, por esa manía mía de conservar recuerdos del pasado. Total, que te pregunté: «¿El titiritero de Xan?». Y entonces tú te desbarataste: «Sí, el titiritero que le trajisteis a Xan de Italia y que yo, el desmanotado, el torpe, rompí, y que nunca se arregló, para qué arreglarlo si el Peque iba a cargárselo otra vez...».
Así empezaste y fue como un río que se desborda: tú adorabas el juguete, decías, y tu hermano nunca te dejó jugar con él más que a cuentagotas, era tres años mayor que tú, salía ya con chicas, dijiste, se afeitaba y seguía dándole tirones al titiritero cuando se ponía a estudiar, a lo tonto, sin disfrutar siquiera, igual que aplastaba los capuchones de los bolígrafos o hacía bolitas con las gomas de borrar, cualquier cosa menos ponerse a estudiar en serio, y a ti sólo te dejaba darle un tironcito de vez en cuando y siempre con advertencias: «Cuidado, Peque, que lo rompes»... «Y lo rompí, claro —dijiste—, se me tuvo que romper a mí, una sola vez que fui a darle cuando él no estaba, una sola vez. Yo adoraba aquel muñeco, me parecía precioso, me daba alegría ver sus cabriolas en el aire, y se me rompió, y Xan, tan mañoso, nunca lo quiso arreglar, total para que lo rompa Peque otra vez, y tú tampoco pensaste en arreglarlo nunca, ni cuenta te diste. Era el titiritero de Xan, el que tú compraste para él, no para el hermano pequeño, ni para los dos, para Xan, y aunque Xan no lo quisiera ya para nada, y aunque Xan no esté ya en casa, seguirá siendo siempre el juguete de Xan, y, si yo me lo llevo, me estaré llevando el maldito titiritero de Xan, te estaré arrebatando a ti el titiritero de Xan...».
Reconoce que te pasaste, Peque. Yo dije «el titiritero de Xan» para identificar el juguete, y porque, en efecto, lo vi siempre como un juguete suyo. Y no me di cuenta de lo que significaba para ti y de la importancia que le habías dado y que le sigues dando. No me di cuenta. Siempre he creído ser una persona sensible, cuando era joven decían «hipersensible», estaba de moda la palabreja. Pero con gran frecuencia la sensibilidad nos sirve sólo para aquello que nos afecta a nosotros y no a las personas que nos rodean. Somos muy sutiles para lo que nos hace sufrir, pero muy romos para los sufrimientos de los demás. Hay un poema de Louis Aragon que canta Brassens en el que habla de lo torpe que puede ser alguien como un poeta, que se supone sensible. El estribillo dice: «Que c'est bête un poète!».
Yo, por mi parte, reconozco que he sido torpe, y que también lo fue Xan, que por edad estaba más cerca de ti y que fue testigo de tus deseos de aquel muñeco. Pero yo sé que a Xan lo has querido siempre y lo sigues queriendo, pese a esos sentimientos de celos o de envidia que te invaden a veces. Y ésa es mi esperanza: que por debajo de lo que ahora manifiestas siga existiendo el cariño de antes.
Y el titiritero, si lo quieres roto, puedes llevártelo cuando te plazca, pero que sepas que estoy buscando a alguien que pueda arreglarlo, y que no es tan fácil como tú crees... Ni arreglar el titiritero, ni arreglar lo que una ha hecho mal a lo largo de la vida.