IV
Tengo que empezar diciéndote que la vida imita muchas veces al arte. Imaginas algo, lo escribes y después resulta que eso mismo sucede en la realidad. Me temo que no lo vas a creer. En el fondo nadie lo cree, piensan que son fantasías de novelista. O lo creen cuando no les afecta, como una casualidad de página de sucesos que nada tiene que ver con sus vidas.
Black Fráiz, mi personaje, existía mucho antes de conocer a aquel pobre chico boxeador: era guapo como él, y fanfarrón, y hablaba igual, metiendo en la conversación cultismos que no sabía lo que significaban y cambiándoles el significado. Black Fráiz decía que tenía que ir a la consulta de estomatología porque le dolía el estómago... Como chiste no es muy brillante, pero ilustraba bien el tipo de errores lingüísticos que cometía. Después, cuando se lo oí decir en la vida real a aquel chico, me sorprendió la coincidencia, pero, si he de serte sincera, en lo que me fijé y lo que me gustó fue que la realidad confirmara mi invención. Mi personaje hablaba como correspondía a su carácter, a su clase social, a su escasa instrucción. Yo lo inventé, le proporcioné un lenguaje peculiar, y la realidad ratificaba mi acierto.
Los pocos que llegasteis a conocerlo creísteis que me había inspirado en él, o que lo había utilizado, según las versiones. Tú crees que lo utilicé, incluso se lo dijiste a Xan cuando apareció su foto con aquella dedicatoria tan cariñosa dentro de un ejemplar de la primera edición de mi novela. No quiero entrar ahora en esto, pero tengo que decirte, Peque, que tú no interpretas bien las relaciones humanas. Distorsionas el sentido y muchas veces entiendes las cosas al revés. Es un fallo extraño, de interpretación, no de forma, porque hablas bien, te expresas mejor de lo que es habitual en la gente de tu generación, pero con frecuencia no percibes los matices de las palabras que oyes y eso te lleva a no matizar las tuyas. Por eso dices que yo «utilicé» a aquel chico, y por eso también has tenido tantos malentendidos en tus relaciones sentimentales. No voy a hablar ahora de Susana, ya lo haré más adelante, pero recuerda lo que pasó con alguna de las otras. Cuando me hablabas de ellas, yo veía que las cosas iban por un camino y tú lo entendías al contrario. Por ejemplo, la estudiante de Farmacia que dejó al novio para salir contigo, Belén, me parece que se llamaba. Te dijo que al conocerte se había dado cuenta de que no quería casarse con una persona tan aburrida como su novio, pero también te dijo que no quería salir sólo contigo. Fue sincera y no te ocultó que salía con otros. Tú estabas convencido de que era cuestión de darle tiempo, en contra de la opinión de tu hermano y de la mía, que pensábamos, basándonos en lo que ella te había dicho, que le gustabas como acompañante ocasional y para de contar. Pero tú, erre que erre. Y con la que hacía Arte Dramático, lo mismo. Aquella chica era un talento, pero se veía a la legua que su carrera era lo primero y que nunca la dejaría para convertirse en tu santa esposa, y tú empeñado en que, cuando estuviera un par de años rodando por escenarios de mala muerte, volvería como una ovejita mansa para casarse contigo... Peque, no te enterabas, como creo que no te enteras con Susana, ya hablaremos de eso más tarde. Perdóname la franqueza, pero, si yo voy a reconocer mis errores, conviene que tú también vayas reconociendo los tuyos para poder entendernos.
Y volvamos al chico boxeador. No recuerdo cómo se llamaba, es cierto, y eso podría ser un indicio de mi falta de interés en él como ser humano. Pero yo no pretendía mejorar las condiciones laborales de los boxeadores o concienciar a la sociedad de los riesgos de tal deporte. Nunca oculté mis intenciones: lo único que necesitaba era saber qué ocurría en un gimnasio de boxeo, ver lo que hacían para entrenarse, cómo era el ambiente allí dentro, cómo transcurrían las horas. El personaje lo tenía ya, pero lo tenía vagando por las calles o seduciendo a la chica de los Fernández de Andeiro, sin conseguir ubicarlo en el lugar donde se preparaba para triunfar. Necesitaba verlo allí, aunque después no lo pusiese en la novela.
Supongo que este tipo de necesidad sólo la puede entender un escritor. Te tomas mil molestias para recoger información sobre algo y después no la utilizas, ni siquiera se alude a ella en el relato. Pero te da seguridad, sabes más del personaje de lo que cuentas, y quizá sea eso lo que le proporciona la carga de realidad que necesita para vivir por su cuenta.
Flaubert le escribe a su amiga George Sand desde Normandía, donde ha situado la acción de su nueva novela, y le dice que está atascado en el trabajo porque no encuentra por los alrededores la colina que él se ha imaginado. ¿Te das cuenta? Tiene ya la colina en la novela, la ha inventado, pero necesita verla en la realidad para seguir adelante. Y José Luis Sampedro se pasó cuatro años buscando el rostro de Águeda/Ágata, un personaje de Octubre, octubre que ya tenía hecho, con su carácter, su biografía, sus obsesiones. Y aguantó cuatro años hasta dar con el rostro adecuado.
Yo necesitaba ver cómo se entrenaba Black Fráiz y puse los medios para conseguirlo. Una amiga mía tiene un hermano muy aficionado al boxeo que me puso en contacto con un entrenador y con un árbitro. Ellos no ponían inconvenientes, pero había que conseguir el permiso de la Federación, porque no estaba permitida la presencia de mujeres en los gimnasios de boxeo. A los de la Federación no les dije que estaba escribiendo una novela. Les hablé de un reportaje y no pusieron mayores dificultades. Me dieron un permiso y al fin aterricé en uno de aquellos reductos de la masculinidad más bravía.
Allí estaba aquel chico, que no recuerdo cómo se llamaba, sé que te parecerá horrible que me haya olvidado, pero es así, no me acuerdo. Lo único que recuerdo es que al verlo tuve la impresión de que mi personaje había tomado cuerpo. Era tal cual Black Fráiz... pero en versión de perdedor. Trabajaba en una panadería y como boxeador no tenía porvenir. Eso lo vi enseguida, así que le dejé seguir su camino y yo continué con mi personaje, que va de triunfador por la vida, pese a sus dificultades iniciales.
Pasé en el gimnasio muchas tardes. Me gané la confianza del entrenador. Soy consciente de que he dicho «me gané». Le gustaba hablar de sí mismo y escuché sus historias: anécdotas de ese mundo que él conocía y, sobre todo, su propia historia de boxeador fracasado, que reconoce sus limitaciones, que se da cuenta de que no tiene nada que hacer en el ring y se pasa al otro lado de las cuerdas. Lo dejó —me dijo— porque no podía soportar la sensación de ridículo cuando el otro lo tumbaba sobre la lona. No fue por el temor a los golpes, ni por el dolor, fue por el sentimiento de ser objeto de irrisión. Era muy expresivo y decía: «Te caes de culo, como un payaso, o boca arriba, tirado como un muñeco...».
Acudí al gimnasio durante bastante tiempo para que se olvidaran de mi presencia y actuaran con normalidad. Era un local grande, muy oscuro, con aparatos desperdigados por allí y un ring de tamaño profesional. Hacían asaltos de tres minutos, protegiéndose la cabeza y la cara con un casco. Se trataba sobre todo de señalar los golpes, no de ganar, sino de darse cuenta de dónde había estado el fallo o el acierto. Pero no funcionó como debía.
Yo iba vestida como una ursulina y me sentaba pegada a una de las paredes, sin abrir la boca, por supuesto, y no disimulaba la cojera, ponía el pie del alza por delante para que se viese bien. Pero no se olvidaban de mi presencia. Era un espectador, y una mujer atractiva, pese a mis carencias, y tenían que lucirse. Un día el entrenador vino y me lo dijo muy cabreado. «Mientras estés aquí no volveremos a entrenar en el ring. No se fijan en lo que hacen ni en lo que les digo. Lo único que quieren es que les veas ganar.» Así que, como dicen los psicólogos, mi presencia trastornaba el campo de observación. No vi allí solidaridad, compañerismo o amistad. Lo que vi fue que el entrenamiento iba encaminado a convertirlos en máquinas de golpear. Todos los ejercicios duraban tres minutos, marcados por la campana. Por eso un boxeador, aunque esté grogui, sigue golpeando hasta que suena la campana, se mueve por reflejos condicionados, igual que el perro de Pavlov.
Además de ir al gimnasio, fui a un buen número de combates de boxeo, leí biografías de boxeadores y acompañé a aquel chico cuando tenía una pelea. Hasta que pude ver a Black Fráiz moverse con toda naturalidad en aquel mundo. Un día me llamó para decirme que le habían propuesto un combate, pero que no iba a aceptar, porque pensaba que era mejor dejarlo. Le dije que me parecía una sabia decisión. Y no volvimos a vernos ni a hablar. Ya no podía aportar nada a mi personaje, aunque seguía hablando como él. Y yo tampoco podía aportarle nada a él.
Esa coincidencia entre mi novela y la realidad no fue algo excepcional. Lo de Álvaro fue aún más llamativo.
Álvaro era un personaje mío y llevaba meses muriéndose de cáncer cuando a un amigo de tu padre se le descubrió un tumor maligno. Cuando Santiago llamó para decir que deberíamos pasarnos por la casa de Tomás porque con los amigos se animaba y se ponía más optimista, hacía ya mucho tiempo que los amigos de Álvaro acudían a hacerle la tertulia, acompañándolo en una larga despedida. Yo todo eso lo tenía escrito: las tertulias con el amigo que se muere, lo que cada uno siente en aquellas circunstancias.
Tú sabes que tardo años en escribir una novela, y después hay que publicarla, o sea, corregir pruebas dos o tres veces, revisar los textos de la solapa y la contracubierta, o escribirlos cuando no me gusta cómo quedan; así que pasan unos cuantos meses más. Pero la gente no sabe que es un proceso tan largo y laborioso. Por eso, cuando por fin se publicó, todos los amigos creyeron que me había inspirado en lo que ellos habían vivido. Decían: «¡Pobre Tomás!, fue terrible, pero estuvo bien poder verse hasta el final». Y yo me callé, porque, para colmo, aquella novela se la dediqué a los amigos, y no se hubieran creído, aunque lo hubiese jurado, que no era un recuerdo de sus reuniones con el muerto. Ninguno se dio cuenta de que yo no había participado en aquella despedida fúnebre. A la gente se le olvidan las cosas y las arreglan a su gusto en los recuerdos.
Ellos lo habían vivido, pero yo no fui ni una sola vez a aquellas visitas. Por varias razones: porque me sentía incapaz de disimular y porque me sentía como una intrusa. Los amigos eran ellos, los hombres, y las mujeres estábamos de naipe de más, de añadido inútil. Y también porque lo tenía ya escrito, me gustaba como estaba y no quería que la realidad interfiriese en mi novela...
Sé que eso puede parecer monstruoso, quizá lo sea: no fui porque quería preservar lo que yo había creado, el mundo de Álvaro, que no tenía nada que ver con el de Tomás. Álvaro era mi personaje, todos los que lo rodeaban eran mis personajes. Y Tomás no era mi amigo, era sólo el amigo de colegio de tu padre. Álvaro me necesitaba y Tomás no. Y por eso no fui. Pero se murió al mismo tiempo, de la misma enfermedad y de la misma forma que Álvaro, acompañado por sus amigos de infancia hasta el final y, al parecer, hablaban de las mismas cosas.
Así que ya ves, Peque, que lo que tú dijiste de «lo tenías planeado desde años atrás» es más complicado de lo que parece. Yo creé a Black Fráiz, y el chico boxeador apareció después. Me inventé la enfermedad y la muerte de Álvaro, y Tomás se murió como él. Y también imaginé el escenario y los detalles de una muerte violenta, y años después en una escena parecida tu padre encontró la muerte. Nadie, en su sano juicio, puede creer que yo traje a la vida a aquel chico boxeador, a Toni, ahora recuerdo su nombre. A nadie se le ocurriría tampoco acusarme de haber matado de cáncer a un amigo de mis amigos. Sin embargo, tú estás convencido de que yo creé en la realidad las circunstancias que provocaron la muerte de tu padre, igual que antes las había creado en una novela...
Tú estabas allí, Peque. ¿También te inventé a ti? ¿Tu comportamiento en aquellos momentos estaba también predeterminado por mí? ¿Eras sólo una marioneta manipulada por una mujer malvada? En la novela que según tú me sirvió de guión, está presente el hijo cuando matan al padre, pero es un niño pequeño, no tiene ninguna capacidad de actuación. Tú eras ya un hombre, y el más razonable de la familia, el que encontraba siempre las soluciones más prácticas a los problemas... ¿te has preguntado si hiciste o dijiste algo que ayudara a cambiar aquellas circunstancias que, según tú, yo preparé para deshacerme de tu padre?
No quiero pasar de acusada a acusadora, Peque. Sólo pretendía hacerte ver que la relación entre la vida y la escritura es compleja y a veces misteriosa e inquietante, y que no se pueden sacar conclusiones a la ligera.