III
Lo primero que quiero dejar claro es que nunca hice nada para alejarte emocionalmente de tu padre, ni siquiera para matizar aquella admiración sin límites que sentías hacia él. Ni cuando vivíamos juntos, ni después de separarnos. Digo emocionalmente, porque físicamente sí os separé; exigí que Xan y tú os vinierais conmigo cuando yo me fui. Le dejé la casa, la biblioteca y el coche; a fin de cuentas todo aquello lo había comprado él o su familia. Pero los hijos no podía dejárselos, compréndelo, Peque.
Es posible que ahí empezaran las cosas a torcerse, cuando nos cambiamos a esta casa, que a ti no te gustaba. Todo te parecía horrible: la finca, la calle, el barrio. Era todo más modesto que lo que habíamos dejado, pero la casa en sí no era fea, incluso la decoración era más bonita, más alegre. Pero tú echabas de menos a tu padre, y yo era la culpable. Si antes lo adorabas, aquella nueva distancia, distinta a la de sus viajes, aumentó aún más tu cariño y tu devoción por él. Y yo te dejé que siguieses adorándolo.
Otras madres separadas se dedican a indisponer a los hijos con el padre, utilizándolos como armas arrojadizas y consiguiendo que ellos se pongan de su parte. Has de reconocer que yo nunca lo hice, Peque, aunque he de confesar que tu admiración por él a veces me crispaba los nervios.
Yo entendía que lo admirases, las dos abuelas no paraban de calentarte las orejas con sus maravillas, y él también te contaba sus éxitos. Más que contarlos, los dejaba caer: había estado con el presidente de tal país y con el rey de tal otro y con el premio Nobel de más allá, y además traía regalos de los viajes. Era lógico que lo admirases. Al ir haciéndote mayor, yo esperaba que pusieses tu dosis de admiración en su justo punto, y no fue así. Seguiste viéndolo como si fuese Einstein, y, la verdad, Peque, la cosa no era para tanto.
Tu padre descubrió a los veintisiete años la solución de un problema matemático que llevaba cien años sin ser resuelto, o doscientos, no sé, mucho tiempo, así que el asunto tuvo su mérito, desde luego, no voy a negarlo. Pero desde ese momento se instaló en la genialidad y ya nunca se apeó de ella. Durante los veinte años siguientes de su vida se dedicó a dar conferencias por todas las universidades del mundo explicando la solución del problema, cosa que yo no acababa de comprender, porque, una vez publicado, ya me dirás qué necesidad había de que fuera en persona a contarlo. Aunque, bien mirado, es lo mismo que hago yo con mis novelas. Si los oyentes las han leído, para qué quieren que les hable de ellas, y, si no las han leído, qué interés pueden tener en oír a una autora cuyas obras no leen. Pero se ve que los públicos son iguales en todas partes y en cualquier materia, sea de toros, de literatura o de matemáticas. Lo que quieren es tocar al diestro y decirle: «¡Maestro, cómo ha estao usté esta tarde!».
Mientras tu padre se paseaba por el mundo recibiendo parabienes, yo intentaba escribir en mi cuarto en los ratos que me quedaban libres después de dar clase en la universidad y después de atender a la asistenta, que venía a preguntarme si hacía puré de calabacín o sopa de menudillos, en lugar de preguntarle a mi madre; y a mi madre, que venía a decirme que la asistenta seguía limpiando y friendo mal el pescado, pese a sus cuidadosas explicaciones; y a mi padre, que venía a informarme de que al ficus benjamina había que cambiarle la tierra y abonarlo, porque las plantas no pueden estar siempre en la misma tierra y necesitan alimento, y, de paso, a sugerir que me llevase a mi madre al cine, que estaba un poco aburrida y que, como él no oía bien y no se enteraba de la película, mejor que fuese yo con ella, y que él mientras cambiaría la tierra y abonaría no sólo el ficus sino el resto de las plantas. También atendía a tu profesor de piano, que acudía regularmente a explicarme que iba a tener que dejar de darte clase porque, aunque él necesitaba el dinero para sufragarse la carrera, tu desinterés era manifiesto y no avanzabas nada, y le decías todos los días que vaya trabajo el suyo, que si al menos fuese concertista, pero dar clases, menudo rollo, lo que demostraba tu escaso interés, y tu mala disposición —esto no me lo decía, pero se adivinaba. Lo que ni él ni yo ni tú podíamos adivinar entonces era que aquello que tanto despreciabas acabaría siendo tu profesión, así es la vida...—, y él quería que yo supiese que no podía hacer más, que si no mejorabas no era culpa suya y que, aunque necesitaba las clases para sufragar su carrera de futuro concertista de piano, darte clase a ti le resultaba mucho más difícil que a otros chicos, se esforzaba más, sin resultado, y eso lo fatigaba, y —me decía— quizá fuese mejor dejarlo aunque él necesitaba el dinero para su futura carrera de concertista, etcétera, etcétera...
Y también pasaban por allí la profesora inglesa de turno, que las hubo insoportables, y vuestra señorita, que estuvo en casa hasta que os salió bigote, y toda clase de mensajeros cuyos recibos yo tenía que firmar como si en aquella casa fuesen todos analfabetos. Y no cuento las conversaciones con vuestra abuela paterna que, a través del teléfono unas veces y en persona cuando no estaba mi madre con nosotros, venía a comprobar que la casa no se hundía ni era presa del fuego pese a mi escasa dedicación a ella, porque yo —le comentó a una amiga que se apresuró a correr la voz— era muy lista, pero de asuntos domésticos sabía muy poco, era como tener un yerno en vez de una nuera, y en vista de ello la pobre señora se preocupaba por su hijo y por sus nietos y hacía lo que podía para remediar mis deficiencias como esposa y madre.
De todo esto nunca hemos hablado, Peque, entre otras cosas porque me parecían cominerías burguesas que me avergonzaban, y también porque yo a tu abuela paterna le cogí cariño. Tenía unas ideas más propias de la Edad Media que del siglo XX, pero yo la disculpaba por la educación y el ambiente en el que había vivido, y porque era buena y no muy lista y nunca consiguió superar la idea que le habían inculcado de la superioridad intelectual masculina. Una chica como yo, que se empeñaba en ejercer su carrera y que sobresalía en ella, era, además de coja y tuerta, poco femenina. Eso lo llevaba grabado a fuego en su cerebro y nunca pudo entender que yo prefiriera ser yo, es decir, una mujer con un trabajo y una vocación, en lugar de «la señora de», como ella era. El matrimonio de tu padre conmigo lo vio siempre como una rareza más de aquel hombre genial que era su hijo.
Dadas esas circunstancias, entiendo que a tu padre lo admirases y a mí no. Él había hecho algo importante en la vida. Y lo mío estaba aún por ver, y, además, iba a contracorriente.
Un día, cuando tú eras todavía un bebé de pañales, me enviaron de una editorial los ejemplares de mi primer libro de investigación que me correspondían como autora. No era una novela, era un tocho de seiscientas páginas que con el tiempo se ha convertido en un libro de referencia y de mención obligada sobre el tema. Pero entonces, Peque, era sólo un libro que yo había conseguido publicar en la editorial más prestigiosa del país, con un elogioso prólogo del catedrático más respetado de la facultad y con una dedicatoria a mis padres agradeciéndoles su apoyo en mi carrera. Coloqué sobre la mesa del comedor los ejemplares de la obra y me quedé mirándolos y acariciándolos, a punto de llorar de emoción. Y en esto aparece tu hermano, que entonces tenía cuatro años. El tablero de la mesa le llegaba a la altura de la nariz y por encima le asomaban los ojos azules y el flequillo rubio. Fue rodeando la mesa y preguntó: «¿De quién son estos libros?». Le expliqué, llena de satisfacción, que se trataba de ejemplares de un libro mío, y le acerqué uno para que lo viese bien. Él insistió: «¿Y quién lo ha escrito?». Y yo, con la satisfacción rebosándome por todos los poros de mi cuerpo, le contesté: «¡Es un libro mío! ¡Yo lo he escrito!». Entonces él alzó los ojos hacia mí y dijo muy serio: «Las mujeres no escriben libros...».
En ese mismo momento tu padre apareció por la puerta del salón y dijo con cara de susto: «¡Yo no se lo he dicho!».
No conseguimos averiguar de dónde había sacado Xan aquella idea. Te confieso que durante mucho tiempo creí que era cosa de mi suegra, o de las monjas del parvulario, pero años después, leyendo el trabajo de una investigadora sobre cuentos infantiles, llegué a la conclusión de que allí estaba el origen. En los cuentos nunca aparecía una mujer escribiendo. La escritura era una función masculina, tal como habían denunciado las feministas norteamericanas: la pluma, como la espada, habían sido a lo largo de los siglos instrumentos de hombres, y la mujer que los utilizaba era mal vista por la sociedad. Y, mira por dónde, rodando, rodando, la idea había llegado a través de los cuentos a la cabecita de tu hermano. Y también a la tuya, aunque yo puse buen cuidado en escoger tus lecturas, pero no pude evitar que admirases a tu padre y no a mí, porque a los ojos de la sociedad en la que vivíamos tu padre era una figura admirable y yo no lo era. Además, algo debes de llevar tú en los genes que te predisponía a esa actitud, porque con tu hermano las cosas fueron muy distintas, pese a aquella declaración inicial que hacía presagiar lo peor.
Tú no sólo lo admirabas sino que lo querías más, aunque yo estaba mucho más tiempo contigo y cumplía mis obligaciones de madre mejor que él las suyas de padre, es hora de que lo reconozcas. Él no cumplía ni las de padre, ni las de marido. En los últimos años que estuvimos juntos se pasaba la vida explicando la solución del teorema por los lugares más insólitos. Hasta en Venecia durante las fiestas de Carnaval. O en París por Semana Santa.
Si hubiera querido matarlo, entonces era el momento. Podía coger la pistola que mi padre guardaba en el desván desde la guerra, plantarme en el hotel donde descansaba del esfuerzo de explicar su dificilísimo problema matemático y meterles un par de tiros a él y a la secretaria de turno. Pero yo no quería matarlo.
Durante una temporada me dediqué a poner en el tocadiscos y a cantar yo misma varias veces al día un corrido que cantaba Joan Baez: El preso número nueve. Cuenta la historia de un hombre «muy cabal» que mató a su mujer y al amigo desleal que lo había traicionado. Cuando lo van a ajusticiar, ya delante del pelotón, le dice al cura que no se arrepiente, que Dios lo comprende, y que va a seguirlos al otro mundo: «Padre, no me arrepiento, ni me da miedo la eternidad. Yo sé que allá en el cielo, el Ser Supremo nos juzgará. Voy a seguir sus pasos, voy a buscarlos al más allá...». La canción acaba con unos gorgoritos muy difíciles, pero a fuerza de repetirla llegué a cantarla bastante bien. Tu padre se ponía pálido cuando me oía, y yo le dejaba creer que podría convertirme en la presa número nueve.
La verdad es que nunca lo hubiera hecho, ni eso ni tratar de apartarte de él, que, a fin de cuentas, era una buena persona, y lo único que ocurrió fue que dejó de quererme. Se le pasó el enamoramiento, como a todos. Pero estábamos casados y entonces no era tan habitual como ahora divorciarse, yo lo veía como algo que no tenía remedio y supongo que él también. Así que en el fondo lo que sentía era pena. Pena de mí, por seguir queriéndolo; de él, por haber dejado de quererme y tener que fingir, aunque la verdad es que fingía poco... Y pena por ti, Peque, que lo querías y lo admirabas tanto y no podías entender que yo me fuera de casa y os llevara conmigo.
No lo podías entender entonces con nueve años, ni lo pudiste entender nunca. Te quedaste con la misma idea que mi madre: cómo había podido yo dejar a un hombre tan admirable, tan cariñoso con ella, tan inteligente, tan generoso, tan trabajador, tan educado, tan buen organizador de viajes, tan dispuesto siempre a ayudar y a resolver cualquier problema, que sabía tanto, que hablaba tan bien, que no presumía de familia, que disfrutaba con las cosas sencillas... Yo hubiera podido añadir algunos «tan» más: ¡teníamos tantos gustos en común! Y él tenía además aquellos ojos de niño triste, poco querido en su infancia, que a mí me llegaban al corazón...
Pero había una razón más poderosa que todas para irme, y era que ya no me quería. Y que había aparecido en mi vida el Innombrable, todo hay que decirlo. Sin él quizá me hubiera faltado el impulso para salir de aquella casa.
Mucha gente cree que tu padre no me abandonó porque fui yo quien se fue de casa, pero sí que me había abandonado. Había dejado de quererme y no hay peor abandono. También dicen que es más fácil olvidar cuando uno se va que cuando te dejan. Pero yo me sentía dejada. El hecho de irme de casa no significaba que desease hacerlo. Lo que yo quería era que tu padre me quisiese. Me fui porque no me quería y eso es algo que nadie entendió. Como ya había aparecido el Innombrable, todos creyeron que él era la causa de la ruptura, pero, si en aquellos momentos tu padre me hubiese dicho que me quería, yo nunca me hubiera ido.
Es verdad que intentó disuadirme. Me hablaba de vosotros y del dolor que íbamos a causar a nuestras familias, pero nunca me dijo: te quiero, quédate conmigo. Eso era lo único que yo deseaba oír. No me lo podía decir porque no era cierto y supongo que no quería engañarme más. Cuando yo me fui había otra mujer en su vida, y antes otra, y antes otra...
Y por mi parte estaba el Innombrable, que me convenció de que me querría hasta la muerte, que me decía: «Estoy y estaré siempre a tu lado», y me enamoré de él y sufrí como una condenada cuando se fue y me dejó como se deja «una botella de buen vino que se ha agotado», eso también me lo dijo. Pero aún tendrían que pasar varios años. Al comienzo, cuando apareció en mi vida, sólo era un consuelo para el dolor de haber perdido a tu padre. Si él me hubiera dicho que me quería, aunque fuese mentira, Peque, aunque yo sospechase que era mentira, no me hubiera ido, y tantas cosas malas que pasaron después no habrían ocurrido...
Pero todo esto no podías entenderlo. Un día me dijiste que en los últimos tiempos tu padre y yo éramos para ti el matrimonio perfecto: cuando uno entraba, el otro salía, rigurosamente sincronizados. Nunca una discusión violenta, ni un grito, ni una mala cara delante de los niños...
Cuando pudiste entenderlo, lo entendiste con la cabeza, pero no con el corazón, por eso seguiste admirándolo y queriéndolo más a él.
Sospecho que piensas que me fui para hacerle sentirse culpable y estropear su relación con Susana. Ya hablaremos más adelante de ese asunto, que es largo y complejo. Ahora únicamente te digo que con el tiempo se vio que Susana, de la que entonces parecía tan enamorado, sólo fue una más, y que yo no intervine en la ruptura.
Pero es posible que pienses que me fui y lo separé de sus hijos para estropear aquella relación. Y en esa misma línea puedes creer que años después, cuando parecía que por fin tu padre había encontrado a la mujer de su vida e iba a casarse y a formar una nueva familia, yo preparé una encerrona y lo mandé al otro mundo.
En realidad no sé por qué estás tan convencido de que fue un crimen y de que fui yo quien lo planeó. Tú me acusas sin dar explicaciones. No me dices cómo has llegado a esa conclusión. Puestos a pensar que fue un crimen, yo diría que no fue perfecto y que no soy la única candidata a asesina. Así que voy a ir paso a paso para darte mi versión de los hechos y aclarar algunos puntos en los que creo que estás equivocado o no quieres enfrentarte a la verdad. Y voy a empezar por lo menos conflictivo y por lo más fácil para mí: intentaré explicarte que lo del guión previo es más complicado de lo que parece y que las relaciones entre la literatura y la vida son más complejas de lo que tú crees.