XVII
¿A despedirse?… Espero que no sea por mi actitud de ayer. Precisamente yo quería disculparme por mi brusquedad. Ha de tener usted en cuenta que los viejos nos impacientamos con facilidad…
Usted no tiene que pedirme perdón. Desde el comienzo anunció bien claramente cuáles eran sus propósitos. Si yo me he prestado a este interrogatorio, yo soy el único responsable de haberlo pasado mal…
A ratos yo también he hablado muy a gusto con usted, pero a ratos me ha sacado de mis casillas. También con Laura me pasaba, y fíjese si la he querido y si he deseado su compañía, pero esa forma suya de preguntar y de no aceptar las respuestas que no la convencen me recuerda a lo que Laura hacía y me pone nervioso. Además, a mi edad es mejor no remover ciertas cosas. Mejor dejar dormir lo que no puede ser remediado…
No, por Dios, no piense eso. Me alegro de haberla conocido y de haber podido hablar con usted de muchas cosas de las que no había hablado con nadie. Y me ha ayudado a ver claros algunos aspectos de mi vida en los que no había vuelto a pensar. Hay gente que paga a un psicólogo para que lo escuche. A mí sólo me ha costado algún berrinche…
Sí, es muy posible que yo haya intentado escurrir el bulto, pero usted reconozca que ha venido con ideas preconcebidas, dispuesta a confirmarlas…
Pues, por ejemplo, la idea de que yo he estado siempre enamorado de Laura y que mi matrimonio y toda mi vida familiar han sido sólo un apaño.
Ya sé que no ha dicho «apaño», pero qué más da la palabra. Se le nota que, en el fondo, piensa eso: que fue una sustitución, una componenda, como lo de hacerme aparejador cuando no pude ser arquitecto.
¿Caminar hasta el magnolio? Por supuesto, si a usted le apetece. Incluso podemos sentarnos un rato allí si no tiene prisa. Yo lo hago muchas tardes. Y puede seguir preguntando, si todavía le queda algo por saber…
¡Si hubiera podido escoger!… Usted ya sabe lo que escogí. Yo escogí quedarme aquí y cuidar de mis padres, al precio de sacrificar mi carrera y mi futuro profesional… En cuanto a Laura, si de mí hubiera dependido, por supuesto que hubiera elegido que no se fuera de aquí y que se quedara a mi lado. De eso no tengo la menor duda. Pero ¿qué hubiera pasado después? Yo mismo me lo he preguntado muchas veces. Lo que más deseamos es lo que no hemos podido conseguir. Las personas somos así: nos esforzamos por algo hasta perder la salud y, cuando lo hemos conseguido, enseguida deja de entusiasmarnos y empezamos a desear otra cosa. En los niños es en quienes se ve más claramente, porque los mayores disimulamos. ¿Usted no tiene niños, verdad? Yo tengo un montón de nietos y ya antes lo había observado en mis propios hijos. Se acercaban las fechas de los Reyes o de los cumpleaños y se desvivían por conseguir el juguete que les apetecía, eran buenísimos, hacían recados a toda la familia, sobre todo a su madre y a su abuela para ponerlas de su parte, y así, a fuerza de insistir y de demostrar cuánto deseaban aquello, conseguían al fin la bicicleta, o la moto, qué se yo, de todo han tenido estos chicos, y ya no digamos los nietos. ¿Y cuánto les duraba el entusiasmo? Pues hasta que salía el nuevo juguete en la tele. A mis hijos aún les pasa. Dicen que están encantados con su coche, pero en cuanto sale un modelo nuevo ya lo están cambiando.
Yo creo que no soy así. A mí lo que me gusta me sigue gustando siempre. Ya ve, este Pazo y este jardín y esta huerta; yo no me canso de cuidarlos y de disfrutarlos. Mis hijos no paran de hacer reformas en sus casas, o de hacerse casas nuevas, se van hacia el sur, buscando el sol, y después quieren otra casa aquí porque allí se achicharran en verano. Yo vivo siempre en el mismo sitio, desde la primavera al invierno. Así que lo más probable, dado como yo soy, es que no me hubiera cansado nunca de vivir con Laura…
Sí, digo lo más probable, porque hablamos de algo que no sucedió, y no hay que olvidar que ella fue el juguete que nunca pude conseguir. No sé qué pasaría si lo hubiera conseguido. Entiéndame lo que quiero decir, no era un capricho, ni una cuestión de orgullo. Laura ha sido lo que yo no pude alcanzar, con todo lo que eso quiere decir. Usted puede pensar como mi Maíta y como Laura, que yo podía haber llegado mucho más lejos en mi profesión, que soy un fracasado. Pero yo me veo como un triunfador, se lo digo sin falsas modestias. Yo era el hijo del guarda y de la criada de los Castedo y, a pesar de ello, he conseguido casi todo lo que deseaba…
Casi… Ha habido dos cosas que no he conseguido, dos aspiraciones, dos deseos que no he podido realizar. Una se refiere a mi trabajo, ya se habrá dado usted cuenta, pero me gustaría matizarlo antes de que usted se vaya. A mí me molestaba que Maíta me diese la matraca con el asunto de hacer la carrera de Arquitectura y me molestaba que Laura no estimase más lo que he hecho, eso es verdad, pero ahora me doy cuenta de que algo de razón llevaban. Quiero decir: pienso que se equivocaban, en el sentido de que llega un momento en que a las personas hay que aceptarlas como son, no te puedes pasar toda la vida recordándoles lo que podían haber hecho y no hicieron. Eso es muy fastidioso y muy inútil. Yo a mis hijos los he apoyado y empujado a hacer lo mejor posible su trabajo. Incluso, cuando ya las cosas empezaron a irnos bien, les planteé la posibilidad de salir al extranjero a aprender. La única que lo aceptó fue Maíta, que se fue a Estados Unidos a hacer un máster, los otros no quisieron. Pues bien, yo creo que hicieron mal en no aprovechar la oportunidad, pero nunca se lo he dicho ni se lo diré. Y, por otra parte, en el aspecto personal, a Maíta no la favoreció el irse fuera, ya se lo he contado. Así que todas las opciones, por buenas que sean, tienen su parte de riesgo y un precio que pagar. Por eso me irrita que mi hija y Laura sólo vieran el aspecto negativo de haberme quedado aquí y de no haber estudiado una carrera universitaria. Pero todo eso no me impide pensar, cuando hojeo los libros de los grandes arquitectos, que, si las cosas hubiesen rodado de otro modo, yo hubiera tenido al menos la posibilidad de intentar algo así…
Por favor, no se burle, yo no soy un genio, ni malogrado ni sin malograr. Pero a todos nos gusta que nos dejen probar hasta dónde somos capaces de llegar. Yo sé que todo esto son sueños y que a mis propias limitaciones había que sumar las del país. ¿Cuántos Le Corbusier ha habido en España? ¿O cuántos Frank Lloyd Wright? El país también te condiciona, te limita o te ayuda. Un escritor, un pintor, un músico puede hacer su obra abstrayéndose en cierta medida de la realidad que lo rodea, pero un arquitecto, no.
¡Cuando yo vi por primera vez los rascacielos de Nueva York!… Isabel creyó que me había puesto malo, pero Maíta se dio cuenta de lo que me pasaba. Una cosa es verlos en fotografía y otra verlos de verdad, sentirte como una hormiga ante aquella mole tan grandiosa y tan bella. No se lo puedo explicar, aquello era otro mundo, otra dimensión, otra concepción de la vida, de lo que se puede habitar y vivir. Si aterrizo en la Luna no creo que me hubiera trastornado tanto. Y no eran sólo los rascacielos, eran los museos, y las plazas y los puentes, ¿ha visto usted qué preciosidad de puentes los de ese país? Me gustó ver todo aquello, pero entonces sentí más fuerte que nunca mis límites, el pequeño mundo al que me había confinado mi falta de estudios.
Isabel tuvo un gesto conmovedor. Andaba yo embobado de tanto mirar el Seagram, aquella proporción perfecta, y el Citicorp, cuarenta y seis pisos sobre cinco columnas, estaba mareado, abrumado, qué le voy a decir. Y aquella noche, cuando ya Maíta, que entonces estaba allí haciendo el máster, se había ido a su residencia, y nos quedamos ella y yo solos en la habitación del hotel, Isabel se acurrucó junto a mí en la cama y antes de dormir me dijo: «A mí me gustan más las casas que tú haces».
A usted le parecerá una simpleza, sin duda lo es, pero no sabe cómo le agradecí aquellas palabras en aquellos momentos, aun dándome cuenta de lo que tenían de simples. Isabel no lo dijo por halagarme, no era una mentira piadosa, lo dijo convencida, lo sentía de verdad. Y yo necesitaba ese reconocimiento. Estaba muy inquieto. Aquel viaje me enfrentó a algo que yo conocía por los libros, pero que nunca había visto. Y Maíta había contribuido a aumentar mi desazón. Yo no quería ni pensar en lo que estaba viendo, en aquel mundo que por primera vez se convertía en realidad ante mis ojos. Y Maíta me hizo pensar que yo podía entrar en él. Ese mismo día, mientras yo estaba con la boca abierta mirando y remirando el Seagram, esa maravilla de Mies van der Rohe, Maíta se colgó de mi brazo y dijo con todo el convencimiento del mundo: «Papá, tú proyecta un rascacielos, y yo te resolveré todos los problemas técnicos»…
Le dije que estaba loca, qué le iba a decir, y me eché a reír. Quise tomarlo como una broma, pero Maíta insistió: «Hablo en serio. Tú puedes hacerlo», me dijo. Yo no quise ni considerarlo, delante de ella seguí bromeando con la idea de hacer un rascacielos en Brétema, pero la verdad es que la cabeza se me puso a cien, no podía evitar que se me ocurriesen ideas fantásticas.
Me duró cierto tiempo. Aquel viaje me trastornó y pasé una crisis. Lo que hacía me parecía aburrido y sin interés, dormía mal y soñaba con puentes como el de Brooklyn y con edificios como los de Nueva York. Y mi mujer me ayudó a superarlo. Yo no quería hablar con ella de ese asunto, pero al final acabé diciéndoselo, que aquello era arquitectura y lo demás ganapanes. Y ella, de nuevo, me dijo algo que me tranquilizó. Me dijo: «Aquello es para verlo, no para vivir. Seguro que a todos los que trabajan en esas torres les gustaría vivir en una casa como las que tú haces». Y mire usted, después he vuelto a Estados Unidos en tres ocasiones y siempre me he ido a ver, además de los edificios públicos, las casas en las que la gente vive, las casas en las que les gusta vivir, y ¿sabe qué le digo?, que mi mujer no andaba muy descaminada.
Con todo, la idea del rascacielos se me quedó por ahí escarabajeando en la cabeza y un día decidí sacármela fuera y me puse a hacer dibujos. Me divertía, ¿sabe?, era un puro juego. Como no tenía que construirlos, podía hacer lo que me diera la gana. Lo pasé bien haciendo aquello. En mi trabajo siempre he vivido constreñido por la escasez de espacio, o por la necesidad de abaratar costes. Para una casa que podía hacer a capricho, cien había que calcularlas al milímetro. Y, por el contrario, en aquellos dibujos podía dejar volar la imaginación, porque de tan imposibles que los veía no me preocupaba ni de que se mantuviesen en pie. Lo pasé bien y me ayudó a volver a mi realidad. Pero un día caí en la tentación de enseñárselos a Maíta y ella los vio como algo posible. Sobre todo uno de ellos. Dijo: «Es como tus casas, pero en rascacielos. Aquí hasta mamá querría vivir»…
Porque aquella torre tiene terrazas en cada piso y jardines dentro del edificio y, como va ligeramente escalonada, no se tiene sensación de vértigo sino que al asomarte puedes ver a lo lejos, pero hacia abajo tienes una plataforma cercana, con árboles…
No, no pensé en construirlo. Seguía siendo una locura. Isabel se había muerto y yo estaba con pocos ánimos y con muchas cosas que resolver. Pero Maíta arrambló con el proyecto, me lo pidió como regalo y yo se lo di, y aquel año por su santo le regalé también una maqueta.
Se lo regalé y me olvidé del asunto. Hasta hace unos cinco años cuando Gelo apareció por el estudio diciendo que tenía entre manos el proyecto más importante que habíamos tenido nunca. Ya le he contado que él es el que gestiona la mayoría de los trabajos nuevos, eso se le da muy bien. Y, cuando yo pregunté de qué se trataba, le hicieron sitio para que desplegara las carpetas. Todos en el estudio lo sabían ya y me habían preparado la encerrona. Tardé un rato en darme cuenta porque eran fotos en color de la maqueta, ampliadas y tratadas por ordenador para ver el edificio desde todos los ángulos, y eso despista. Y sobre todo tardé en reconocerlo porque no me lo podía creer. Hasta que Gelo desplegó mi dibujo original, el que yo le había regalado a Maíta. Era mi rascacielos. Pero yo no acababa de entender a qué venía aquel derroche de fotos y de planos hasta que Gelo dijo: «Lo hemos presentado a un concurso y hemos ganado».
¡No podía creérmelo! No me lo creí del todo hasta que no lo vi hecho. Fueron dos años de lucha, no piense que fue sencillo. Hubo mil dificultades; desde los ecologistas, que no querían que se hiciesen rascacielos en la zona, hasta la financiación, que nos trajo de calle; dos años de lucha. Pero al final salió, y salió bien…
Sí, es el rascacielos de Puerta del Atlántico. Se lo habrá contado Maíta, claro… Y si lo sabía ¿por qué no me lo ha dicho? ¿Por qué me deja contárselo como si fuera la gran novedad? Me hace sentirme como un viejo charlatán…
Ya. Le interesa mi versión. Se me había olvidado. Eso es lo que la ha traído aquí, ¿no es así? Conocer mi versión de los hechos que Laura le contó…
Está bien, está bien. Ahora es usted la que se ha enfadado, y no quiero que se lleve un mal recuerdo. Si le interesa mi vida, adelante. No nos queda mucho tiempo…
No, la realización de ese rascacielos no la viví como un triunfo, ni como la culminación de mi carrera. Eso es lo que quería explicarle. En cierto modo esa obra le da la razón a Laura y a Maíta. Tengo la absoluta seguridad de que las dos piensan: «Si es capaz de hacer esto sin haber estudiado una carrera, ¡lo que habría podido hacer si hubiera estudiado!»… Hasta yo mismo lo he pensado. Este final me ha hecho ver los límites en los que me he movido y me ha hecho más consciente de aquello a lo que renuncié al quedarme aquí…
¿Si pudiera elegir de nuevo? Volvería a elegir lo mismo. Y no sólo porque lo considere mi deber sino porque no sé lo que hubiera pasado de haber elegido marcharme. Es posible que hoy fuese uno de los arquitectos conocidos fuera de España, como Sainz de Oiza o como Moneo. Pero es muy posible que no, que ni mi talento ni las circunstancias de mi vida me hubieran permitido llegar a donde ellos han llegado. Lo único seguro es el precio que hubiera tenido que pagar por intentarlo: sufrir el remordimiento de haber dejado morir solo a mi padre y quizá también haber adelantado la muerte de mi madre, y prescindir de la satisfacción de haber vivido tantos años con ella. Y además, probablemente, habría perdido toda mi vida con Isabel.
De un lado de la balanza está mi vida real, la que he vivido, y del otro la posibilidad de un triunfo profesional. Pesa más lo que he vivido. Cuando echo la vista atrás no me considero un fracasado. Pienso, como le decía hace un rato, que he conseguido casi todo lo que deseaba.
Empieza a hacer frío aquí. Es mejor que vayamos volviendo hacia la casa…
Lo otro que no he conseguido ya sabe lo que es. Laura ha sido mi gran deseo insatisfecho. Eso es así y no hay que darle más vueltas. Pero ahí yo no pude hacer nada, o, si pude, no lo supe ver en su momento. Ella fue la que eligió, y a mí no me quedó más remedio que aceptar los hechos.
Durante años no quise pensar en ello. Me impuse a mí mismo la obligación de desechar ese pensamiento. No podía soportar la idea de no haber luchado bastante, de haberla dejado marchar sin haberlo intentado todo, ¡todo!, lo que fuese…
No se preocupe. Ahora puedo hablar de ello. La vejez le da a uno serenidad, te reconcilia con tus propios errores y fracasos. Supongo que es por la cercanía de la muerte. Pero durante años fue como una herida en carne viva, que no acaba de cicatrizar. Y la única medicina era no pensar, eliminar aquel pensamiento de mi vida…
¡La tarde del hórreo!… La tarde más feliz y más triste de mi vida. Eso nos llevará un rato todavía. ¿Quiere pasar y tomar conmigo un vasito de vino? De despedida…