Laura

No lo podíais entender. El único, mi padre: la pasión de los feos por la belleza, como dijo Benjamín. Y estaba en lo cierto.

Y no era sólo belleza, era una gracia especial, una fascinación, un hechizo, un don. Aún lo tiene, a pesar de los años; como un dibujo que se desvanece, pero en el que sigue adivinándose la línea que le dio forma; como el aroma que perdura cuando ya se han marchitado las rosas. Los niños también lo percibían. Cuando alguna vez, pocas, les dejaba estar en el estudio mientras ensayaba, se quedaban inmóviles, en el más absoluto silencio, mirándolo sin pestañear, presos de aquel hechiza que emanaba de él y que también llegaba al público.

No fue un antojo, ni un empecinamiento y después «a lo hecho, pecho»; no. Aún hoy me quedo muchas veces mirándolo: su rostro sensible, las manos finas y largas, y el modo en que pone una sobre la otra para disimular el temblor, y pienso: «Qué importa el resto, qué me importa a mí todo lo demás»…