LOS SOLDADOS
I
Después de los trabajadores vienen los guerreros, machos o hembras, sexos de la misma manera sacrificados e igualmente ciegos y privados de alas. Aquí tomamos fielmente de los hechos lo que llamaremos inteligencia, instinto, fuerza creadora, genio de la especie o de la naturaleza, a menos que el lector no le dé algún otro nombre que le parezca más justo y preferible.
Normalmente, como ya hemos dicho, no existe ser más desheredado que el terme. No tiene armas ofensivas ni defensivas. Su vientre blando se deja perforar bajo la presión del dedo de un niño. No posee más que un instrumento para un trabajo obscuro y sin descanso. Atacado por la más ruin hormiga, es vencido de antemano. Si sale de su guarida, sin ojos, casi arrastrándose, provisto de pequeñas mandíbulas, hábiles para pulverizar la madera, pero inaptas para atrapar al adversario, apenas ha franqueado el umbral, está perdido. Y esta guarida, que es su patria, su ciudad, su único bien y su todo, su alma verdadera, que es el alma de su multitud; este santasantorum de todo su ser, más herméticamente cerrado que una vasija de gres o un obelisco de granito, una irresistible ley ancestral le ordena en ciertos momentos del año abrirlo por todas partes. Rodeado de millares de enemigos que acechan estos minutos trágicamente periódicos, en que todo lo que él posee, su presente y su porvenir, es ofrecido a la destrucción, ha sabido hacerse, no se sabe desde cuándo, lo que el hombre, su igual en la desheredación, ha hecho a su vez después de largos milenarios de angustia y de miseria. Ha creado toda clase de armas invencibles para luchar contra sus enemigos normales, los enemigos de su orden. En efecto, no hay un solo animal que pueda descantillar la comejenera, reducida a merced del enemigo, y la hormiga no puede instalarse en ella más que por sorpresa. Sólo el hombre, el último venido, nacido ayer, a quien el terme no conocía y contra el cual, por tanto, no ha tomado todavía sus precauciones, puede llevar a cabo el asalto del nido con la ayuda de la pólvora, el azadón y la sierra.
Sus armas no las ha tomado el terme, como nosotros las nuestras, del mundo exterior. Ha obrado mejor, lo que prueba que está más cerca que nosotros de las fuentes de la vida. Las ha forjado en su propio cuerpo, las ha sacado de sí, materializando en cierto modo su heroísmo, por un milagro de su imaginación, de su voluntad, o gracias a alguna connivencia con el alma de este mundo o al conocimiento de misteriosas leyes biológicas, de las cuales no tenemos todavía más que una vaga idea, porque es cierto que sobre este punto y sobre algunos otros, el terme sabe de ellos más que nosotros y que la voluntad, que en nosotros no va más allá de la conciencia y no comanda más que al pensamiento, el terme la extiende a toda la región tenebrosa donde funcionan y se modelan todos los órganos de la vida.
A fin de asegurar la defensa de sus ciudadelas ha hecho salir de huevos, en todo semejantes a aquellos de donde nacen los insectos trabajadores —porque ni al microscopio se descubre diferencia alguna entre ellos—, una casta de monstruos escapados de una pesadilla y que recuerdan las más fantásticas diablerías de Hieronymus Bosch, de Breughel-le-Vieux y de Callot. La cabeza acorazada con quitina ha tomado un desarrollo fenomenal, alucinante, y está provista de mandíbulas más voluminosas que el resto del cuerpo. Todo el insecto no es más ni otra cosa que un escudo de encina y un par de tenazas cizallas, semejantes a las de les cangrejos grandes de mar, llamados escribanos, accionadas por músculos potentes. Y estas tenazas, tan duras como el acero, son tan pesadas y talmente embarazosas y desproporcionadas, que el que está abrumado por ellas es incapaz de comer y debe ser alimentado al pico por los trabajadores.
Se encuentran algunas veces en la misma comejenera dos clases de soldados, la una grande y otra de pequeña talla, aunque las dos son igualmente adultas. La utilidad de estos pequeños soldados no está todavía bien explicada, teniendo en cuenta que en caso de alerta emprenden la fuga tan pronto como los obreros. Parecen encargados de la policía interior y algunas especies tienen tres tipos de guerreros de este género.
Una familia de termes, los Eutermes, tienen soldados que son todavía más fantásticos, a los cuales se les llama narigudos, naricornes o termes con trompa o con jeringa. No poseen mandíbulas y su cabeza está reemplazada por un aparato enorme y raro, que se parece exactamente a las peras para inyecciones, que venden los farmacéuticos o los comerciantes de objetos de caucho y que es tan voluminoso como el resto del cuerpo. Con la ayuda de esta pera o de esta ampolla cervical, estando desprovistos de ojos, proyectan, por apreciación, sobre sus adversarios, a dos centímetros de distancia, un líquido viscoso que los paraliza, y que la hormiga, el enemigo milenario teme mucho más que a las mandíbulas de los otros soldados[3]. Esta arma perfeccionada, especie de artillería portátil, es tan netamente superior a la otra, que permite a uno de estos termes, el Eutermes monoceros, aunque ciego, organizar expediciones de descubierta y hacer en masa salidas nocturnas para ir a recolectar a lo largo del tronco de los cocoteros el liquen, del cual es goloso.
Una curiosa fotografía al magnesio, tomada en la isla de Ceylán por E. Bugnion, nos muestra el ejército en marcha, deslizándose como un arroyo durante varias horas, entre dos filas de soldados bien alineados con la jeringa vuelta hacia fuera, a fin de mantener a raya las hormigas [4].
Son muy raros los termes que se atreven a desafiar la luz del día. No se conoce apenas más que el Hodotermes havilandi y el Termes viator o viarum. Es verdad que, excepcionalmente, no han hecho como los otros voto de ceguera.
Tienen ojos con facetas, y encuadrados de soldados que los protegen, los vigilan y los dirigen, van a la ciénaga en busca de provisiones y marchan militarmente en filas de doce o quince individuos. Algunas veces, uno de los soldados que los flanquean sube sobre una eminencia a fin de reconocer los alrededores, y da un silbido al cual responde la tropa acelerando el paso. Fue este silbido el que delató su presencia a Smeathmann, el primero que los descubrió. También aquí, como en el ejemplo precedente, el desfile de las innumerables tropas requirió cinco o seis horas.
Los soldados de estas especies no dejan jamás la fortaleza que están encargados de defender; los retiene allí una ceguera total. El genio de la especie ha encontrado este medio práctico y radical de fijarlos en su puesto. Además, no son eficaces más que en las almenas cuando pueden hacer frente. Volvedlos, y están perdidos, sólo el busto está armado y acorazado, y el plano posterior, blando como un gusano, queda expuesto a todas las mordeduras.
II
El enemigo nato es la hormiga, enemigo hereditario, enemigo desde hace dos o tres millones de años, porque es geológicamente posterior al terme[5].
Se puede decir que, a no ser por la hormiga, el insecto devastador de que venimos tratando sería, quizás, a la hora presente, el amo de la parte meridional de este globo, si no se sostiene, por otra parte, que a la necesidad de defenderse contra la hormiga debe el terme lo mejor de sí mismo, a saber: el desarrollo de su inteligencia, los admirables progresos que ha realizado y la prodigiosa organización de sus repúblicas; problema que es difícil resolver.
Remontando las especies inferiores, encontramos, entre otras, el Archotermopsis y el Calotermes, los cuales no son todavía constructores, y practican sus galerías en los troncos de los árboles. Todos ejecutan aproximadamente la misma tarea y las castas apenas se diferencian.
Para impedir a la hormiga penetrar en el nido, se contentan tapando el orificio con excremento mezclado con serrín. Sin embargo, un Calotermes, el dilatus, ha creado ya un tipo de soldado completamente especial, cuya cabeza no es más que una especie de enorme tapón tallado en punta que, para tapar un agujero, reemplaza ventajosamente al serrín.
Llegamos así a las especies más civilizadas, los grandes termes cultivadores de hongos y los Eutermes con jeringa, volviendo a encontrar, escalón por escalón —hay de ellas centenas—, todas las etapas de una evolución, todos los progresos de una civilización que, probablemente, no ha alcanzado todavía su apogeo.
Este trabajo, apenas esbozado por E. Bugnion[6], es, por el momento, imposible, porque de las mil doscientas o mil quinientas especies que se presume existen, Nils Holmgren, en 1912, no había clasificado más que quinientas setenta y cinco, de las cuales doscientas seis eran de África y no se conocían las costumbres más que de una centena de ellas aproximadamente. Pero lo que sabemos permite ya afirmar que entre las especies estudiadas existe la misma escala de valores que entre los antropófagos de la Polinesia y las razas europeas que alcanzan la cima de nuestra civilización.
La hormiga ronda noche y día la comejenera en busca de una abertura. Contra ella, principalmente, se toman todas las precauciones y las menores grietas están severamente guardadas, especialmente las que necesitan las chimeneas de ventilación, porque la de la comejenera está asegurada por una circulación de aire a la cual nuestros mejores higienistas no tendrían reparos que poner.
Pero cualquiera que sea el agresor, desde que el nido es atacado y aparece brecha en él, se ve surgir la enorme cabeza de un defensor que da la alarma golpeando el suelo con sus mandíbulas. Inmediatamente acude el cuerpo de guardia, después toda la guarnición, que con sus cráneos obturan las aberturas, agitando al azar, ciegamente, un matorral de formidables, aterradoras y ruidosas mandíbulas, o, siempre a tientas, precipitándose como una jauría de bulldogs sobre los adversarios, a quienes muerden rabiosamente, llevándose el pedazo y no soltando jamás la presa[7].
III
Si el ataque se prolonga, los soldados se enfurecen y emiten un sonido claro, vibrante y más rápido que el tic-tac de un reloj, que se oye a varios metros de distancia, y al cual responden desde el interior de la comejenera con un silbido. Esta especie de canto de guerra o de himno de cólera, producido por los choques de la cabeza contra el cemento y el frotamiento de la base del occipucio contra el corselete, es muy netamente ritmado, y se reanuda de minuto en minuto.
A veces, a pesar de la heroica defensa, acaece que un cierto número de hormigas llegan a introducirse en la ciudadela. Los soldados, entonces, inflamados de ardor, contienen al invasor del mejor modo que pueden, mientras en la retaguardia los obreros se apresuran a tapiar las desembocaduras de los pasillos. Los guerreros son sacrificados, pero el enemigo queda contenido. Por esto se encuentran algunos montículos en los que los termes y hormigas parecen convivir en buena relación. En realidad, las hormigas no ocupan más que una parte que les han abandonado definitivamente, sin que puedan penetrar en el corazón de la plaza.
Generalmente el ataque, que muy raramente finaliza con la toma total de la ciudadela, termina con la razzia de las partes conquistadas. Cada hormiga -dice H. Prel, que ha observado estos combates en el Usambara (África oriental Alemana) - hace una media docena de prisioneros que, mutilados, se resisten débilmente en el suelo; en seguida, cada uno de los merodeadores recoge tres o cuatro termes, que se lleva; las colonias se reforman y reintegran a su guarida.
El ejército de hormigas observado tenía diez centímetros de ancho por un metro cincuenta de largo. Emitía en marcha una estridencia continua.
Rechazada la agresión, los soldados permanecen algún tiempo en la brecha; después vuelven a su puesto o entran en sus cuarteles. Inmediatamente reaparecen los obreros que habían huido del peligro, a la primera señal, conforme a una estricta y juiciosa distribución del trabajo que coloca de un lado el heroísmo y del otro la mano de obra. Se ponen incontinenti a reparar los desperfectos con una rapidez fantástica, aportando cada uno su bolita de excremento. Al cabo de una hora, según ha comprobado el doctor Tragardh, una abertura del tamaño de la palma de una mano queda cerrada; y T. J. Savage nos dice que, habiendo una tarde saqueado una comejenera, se encontró a la mañana siguiente todo en orden y recubierto de una nueva capa de cemento. Esta rapidez es para ellos cuestión de vida o muerte, pues la menor brecha es una llamada a innumerables enemigos y, fatalmente, el fin de la colonia.
IV
Estos guerreros, que a primera vista parecen no ser más que los mercenarios —pero fieles y siempre heroicos— de una Cartago despiadada, desempeñan otros empleos. En el Eutermes monoceros, aunque ciegos (nadie ve en la colonia), son enviados en reconocimiento antes que el ejército aborde un cocotero. Acabamos de decir que en las expediciones del Termes viator obran como verdaderos oficiales. Es bastante probable que ocurra lo mismo en las comejeneras enclaustradas, aunque aquí la observación sea casi imposible, puesto que a la menor alerta corren a la brecha y ya no son más que soldados. Una instantánea tomada al magnesio por W. Savile-Kent, en Australia, nos muestra dos de ellos que parecen vigilar a una escuadra de obreros royendo una plancha. Estos guerreros tratan de hacerse útiles: transportan los huevos entre sus mandíbulas, se sitúan en las encrucijadas como si reglasen la circulación, y Smethmann hasta asegura haber visto alguno que, con golpecitos afectuosos, asistía a la reina en la expulsión difícil de un huevo recalcitrante.
Parecen tener más iniciativas y ser más inteligentes que los obreros, y forman, en suma, en el seno de la república soviética, una especie de aristocracia. Pero es una aristocracia bien miserable, que, como la nuestra, y todavía es un rasgo humano, es incapaz de subvenir a sus necesidades, y depende, para vivir, completamente del pueblo. Afortunadamente para ella, al contrario de lo que ocurre o parece ocurrir entre nosotros, su suerte no está ligada completamente a los caprichos ciegos de la masa, sino que se encuentra en las manos de otro poder al cual todavía no hemos visto la cara y cuyo misterio trataremos de penetrar más adelante.
Veremos, al hablar de la enjambrazón, que en las horas trágicas en que la ciudad está en peligro de muerte, ellos solos aseguran la vigilancia de las salidas, guardan su sangre fría en medio de la locura que les rodea y parecen obrar en nombre de una especie de comité de salud pública que les delega poderes absolutos. Sin embargo, a pesar de la autoridad con que parecen revestidos en muchas circunstancias, y en las que las armas terribles que poseen les permitirían abusar fácilmente, no permanecen menos a la merced del poder soberano y oculto que gobierna su república. En general constituyen un quinto de la población total. Si sobrepasan esta proporción; si, por ejemplo -el experimento se ha hecho en las pequeñas comejeneras, únicas en que pueden intentarse observaciones de este género-, se introduce un número excesivo, el poder desconocido, que debe saber contar con bastante exactitud, hace perecer casi tantas como se han introducido, no porque sean extrañas -se ha podido comprobar marcándolas-, sino porque eran excesivas.
No son degollados como los machos de las abejas; cien obreros no darían fin de uno de estos monstruos solamente vulnerables en el cuarto posterior. Sencillamente, no se les alimenta más «al pico», e incapaces de comer, mueren de hambre.
Pero ¿cómo el poder oculto se las arregla para contar, designar o confinar aquellos que ha condenado? Es una de las mil cuestiones que brotan de la comejenera y que hasta hoy permanecen sin respuesta.
Antes de concluir estos capítulos consagrados a las milicias de la ciudad sin luz, no olvidemos mencionar algunas extraordinarias habilidades más o menos musicales que manifiestan frecuentemente. Parecen ser, en efecto, si no los melómanos, por lo menos lo que los «futuristas» llamarían los «ruidosos» de la colonia. Estos ruidos, que tan pronto son una señal de alarma, una llamada de auxilio, una especie de lamentación, crepitaciones diversas, casi siempre ritmadas, y a las cuales responden murmullos de la multitud, hacen creer a varios entomólogos que los guerreros se comunican entre sí, no sólo por las antenas, como las hormigas, sino también con la ayuda de un lenguaje más o menos articulado. En todo caso, al contrario de las abejas y hormigas, que parecen ser completamente sordas, la acústica juega un cierto papel en la república de estos ciegos que tienen el oído muy fino. Es difícil darse cuenta, cuando se trata de comejeneras subterráneas o recubiertas de más de seis pies de madera mascada, de arcilla y de cemento, que absorben todos los sonidos; pero en las que están instaladas en troncos de árbol, sí se acerca la oreja se oye toda una serie de ruidos que no dan la impresión de obedecer solamente al azar.
Por lo demás, es evidente que una organización tan delicada, tan compleja, en donde todo es solidario y está rigurosamente equilibrado, no podría subsistir sin concierto, a no atribuir sus milagros a una armonía preestablecida, mucho menos verosímil que a la inteligencia. Entre las mil pruebas de esta inteligencia que vemos acumularse a lo largo de estas páginas, llamaré la atención sobre la siguiente, porque es bastante común: existen comejeneras en las que una sola colonia ocupa varios troncos de árboles, a veces bastante distantes unos de otros, y no tiene más que una pareja real. Estas aglomeraciones separadas, pero sometidas a la misma administración central, se comunican tan bien que, si en uno de los troncos se suprime el equipo de pretendientes que los termes tienen siempre en reserva, con el fin de reemplazar en caso de accidente a la reina muerta o poco fecunda, los habitantes de un tronco vecino inmediatamente comienzan a criar una nueva tropa de candidatos al trono. Volveremos a hablar de estas formas sustitutivas o suplementarias, que son una de las particularidades más curiosas y más hábiles de la política de los termes.
V
Además de estos diversos ruidos, crepitaciones, tic-tacs, silbidos, gritos de alarma, casi siempre ritmados y que denotan una cierta sensibilidad musical, los termes tienen también, en numerosas circunstancias, movimientos de conjunto igualmente ritmados, como si perteneciesen a una coreografía o a una orquéstica completamente singular, que siempre han intrigado prodigiosamente a los entomólogos que los han observado. Estos movimientos son ejecutados por todos los miembros de la colonia, exceptuados los recién nacidos. Es una especie de danza convulsa, en la que el cuerpo, agitado de temblores, se mece de atrás a adelante con una ligera oscilación lateral. Se prolonga durante horas, interrumpida con cortos intervalos de reposo. Precede, particularmente, al vuelo nupcial, y preludia, como una plegaría o una ceremonia sagrada, al sacrificio más grande que la nación pudiera imponerse. Fritz Müller ve en este suceso lo que llama, con frase gráfica, los Love Passages[8]. Se observan análogos movimientos cuando se agitan o iluminan bruscamente los tubos en que se aprisionan los sujetos en observación, en los cuales no es fácil mantenerlos mucho tiempo porque horadan casi todos los tapones leñosos o aun metálicos y, químicos incomparables, llegan a corroer el vidrio.