LA ENJAMBRAZÓN

I

Estos obreros, estos soldados, este rey y esta reina constituyen el fondo permanente y esencial de la ciudad, que, bajo una ley de hierro más dura que la de Esparta, prosigue en la obscuridad su existencia avara, sórdida y monótona. Pero al lado de estos taciturnos cautivos que jamás vieron ni verán la luz del día, el áspero falansterio cría con mucho trabajo innumerables legiones de adolescentes ornados de largas alas transparentes y provistos de ojos con facetas que se preparan en las tinieblas, donde bullen los recién nacidos, a afrontar el resplandor del sol tropical. Son estos insectos perfectos, machos y hembras, los únicos que tienen un sexo de donde saldrá la pareja real que asegurará el porvenir de otra colonia si el azar, siempre inclemente, lo permite. Representan la esperanza, el lujo demente, la alegría voluptuosa de una ciudad sepulcral que no tiene otra salida hacia el amor y el cielo. Alimentados «al pico», pues no teniendo protozoarios no pueden digerir la celulosa, vagan ociosos por las galerías y las salas, esperando la hora de la liberación y de la felicidad. Al fin suena esta hora al aproximarse la estación de las lluvias, hacia el final del estío ecuatorial. Entonces, la inviolable ciudadela, cuyas paredes, bajo pena de muerte para toda la colonia, nunca ofrecen otras aberturas que las indispensables para la ventilación, y en la que todas las comunicaciones con el mundo exterior son rigurosamente subterráneas, poseída de una especie de delirio, de pronto es acribillada de estrechas aberturas, detrás de las cuales se ven vigilantes las monstruosas cabezas de los guerreros, que prohíben la entrada lo mismo que la salida. Estas aberturas corresponden a las galerías o pasillos donde se aglomera la impaciencia del vuelo nupcial.

A una señal, dada como todas las otras por el poder invisible, los soldados se retiran, descubren las aberturas y dejan paso a los temblorosos amantes. Es seguida, según dicen todos los viajeros que lo han contemplado, se desarrolla un espectáculo al lado del cual la enjambrazón de las abejas parece insignificante. Del enorme edificio, ya hacina, ya pirámide o fortaleza, y a menudo, cuando hay aglomeración de ciudades, sobre centenares de hectáreas de superficie, se eleva, como de una caldera al rojo a punto de explotar y borbotando de todas las grietas, una nube de vapor formada de millones de alas que se remontan hacia el azur a la busca incierta y casi siempre burlada del amor. Como todo lo que sólo es ensueño y humo, el magnífico fenómeno no dura más que algunos instantes y la nube se abate pesadamente sobre el suelo y lo cubre de despojos; la fiesta ha terminado. El amor ha traicionado sus promesas y la muerte ocupa su lugar.

Advertidos por los preparativos, prevenidos por el instinto, que no les engaña, todos los que están ansiosos del suculento festín que cada año les ofrece la innumerable carne de los novios de la comejenera, pájaros, reptiles, gatos, perros, roedores, casi todos los insectos y, sobre todo, las hormigas y las libélulas, se lanzan sobre la inmensa presa indefensa, que cubre, a veces, millares de metros cuadrados, y comienza la espantosa hecatombe. Los pájaros, singularmente, se hartan de tal modo, que no pueden cerrar el pico; hasta el hombre toma parte en la inesperada ganga: recoge las víctimas a montones, las come fritas o asadas o hace pasteles cuyo gusto parece que recuerda el de los de almendras, y en algunos países, como en la isla de Java, los vende en el mercado.

En cuanto el último de los insectos alados ha remontado el vuelo, siempre obedeciendo al misterioso poder inasequible que allí reina, la comejenera se vuelve a cerrar, las aberturas son tapadas y los que han salido parecen inexorablemente excluidos de la ciudad natal.

¿Cuál es su suerte? Algunos entomólogos pretenden que, incapaces de alimentarse, acosados por miles de enemigos que se renuevan, todos perecen sin excepción. Otros termitólogos sostienen que, aquí y allá, una miserable pareja logra escapar del desastre y es recogida por los obreros y soldados de una colonia vecina para reemplazar a una reina muerta o fatigada. Pero ¿cómo y por quién sería recogida? Los trabajadores y los soldados no vagan por los caminos ni salen nunca al aire libre, y las colonias vecinas están muradas como las que han abandonado. En fin, otros afirman que una pareja puede subsistir durante un año y criar soldados que la defenderán y obreros que la alimentarán en seguida. Pero ¿cómo vive entretanto, puesto que está probado que muy raramente tiene protozoarios y, por consiguiente, no puede digerir la celulosa? Como se ve, todo esto es aún muy contradictorio y obscuro.

II

Lo cierto es que, en una república tan avara, tan previsora, tan calculadora, hay un incomprensible despilfarro de vidas, de fuerzas y de riquezas, tanto más enigmático cuanto que este inmenso sacrificio anual a los dioses de la especie, que, evidentemente, no persigue más que la fecundación cruzada, parece errar, totalmente, este fin. No puede haber fecundación cruzada más que cuando haya aglomeración de comejeneras, lo que es bastante raro, y cuando todos los vuelos nupciales se realizaran el mismo día. He aquí mil probabilidades contra una para que una pareja, si por milagro logra reintegrarse a la casa natal, sea consanguínea. No seamos jactanciosos; si estas cosas nos parecen ilógicas o incoherentes, se puede apostar que nuestras observaciones o interpretaciones todavía son insuficientes y que somos nosotros los equivocados, a no ser que pongamos el error en la cuenta de la naturaleza, que, a primera vista, como decía Juan de la Fontaine, parece haber hecho otros muchos[9].

Según las observaciones de Silvestri, con el fin de escapar a estos desastres, algunas especies enjambran por la noche o en tiempo de lluvias. Otras, con el fin de aumentar el número de sus probabilidades, expulsan sus enjambres por pequeños paquetes, pero durante varios meses. A este propósito, conviene señalar, una vez más, que en la comejenera las leyes generales no son absolutamente inflexibles como en la colmena. Los térmites, tendremos de ello otros ejemplos, lo mismo que los hombres, y al contrario de los hábitos de todos los animales que se cree están gobernados por el instinto, son, ante todo, oportunistas y, respetando las grandes líneas de su destino, saben cuando es preciso, con tanta inteligencia como nosotros, plegarlas a las circunstancias y adoptarlas a las necesidades, o simplemente a las conveniencias del momento. En principio, para satisfacer a los votos de la especie o del porvenir, o por complacer a una idea inveterada de la naturaleza, practican la enjambrazón, aunque sea prodigiosamente onerosa, y el 99 por 100 de las veces totalmente inútil; pero, en caso de necesidad, la restringen, reglamentan o aun renuncian y se pasan sin ella sin inconveniente. Son monárquicos en principio, si bien, en caso de necesidad, mantienen dos reinas en la misma celda, separadas por un tabique, según ha observado T. J. Savage; o hasta seis parejas reales, como ha comprobado Haviland, sin tener en cuenta los reyes y reinas que se nos escapan, gracias a las medidas tomadas por los obreros para favorecer su evasión, y que hacen tan difícil descubrirlas: Haviland ha buscado durante tres días a una de estas soberanas antes de encontrarla oculta debajo de los detritos en el fondo del nido.

En principio, para terminar esta enumeración, es preciso que la reina haya tenido alas y haya visto la luz del día; en caso de necesidad, la reemplazan por una treintena de ponedoras ápteras que nunca han salido del nido. En principio, no admiten rey extranjero; en caso de necesidad, si el trono está vacante, acogen con diligencia aquel que les proponen. En general, cada comejenera no está habitada más que por una sola especie bien caracterizada; en la práctica, más de una vez se ha comprobado que dos o tres y a veces hasta cinco especies, completamente diferentes, colaboran en el mismo nido. Agreguemos que estas palinodias no parecen incoherentes o irreflexivas, pero miradas más atentamente, tienen siempre una razón invariable, que es la salud o la prosperidad de la ciudad.

Por lo demás, sobre todos estos puntos hay aún bastantes incertidumbres y, antes de concluir, conviene esperar observaciones más decisivas, aunque son bastante difíciles, pues, como ya hemos dicho, hay mil quinientas especies de termes, y sus costumbres y organización social no son en nada semejantes. Parece que algunas de estas especies han llegado, como el hombre, al momento más crítico de una evolución comenzada hace millones de años.

III

El régimen normal es, pues, la monarquía. Pero mucho más prudente que la colmena, cuya suerte —y éste es el punto débil de una admirable organización— está siempre suspendida de la vida de una reina única, la comejenera, en cuanto a su prosperidad, es casi independiente de la pareja real.

Lo que se podría llamar la «Constitución», la ley fundamental, es aquí infinitamente más flexible, más elástica, más previsora, más ingeniosa, y señala un incontestable progreso político. Si la reina terme, o más bien la ponedora delegada, pues no es otra cosa, lleva a cabo generosamente su deber, no se la da ninguna rival. Desde el momento en que su fecundidad cede, se la suprime absteniéndose de alimentarla, o se la agrega un cierto número de coadjutoras. Por esto se han encontrado hasta treinta reinas en una colonia no desorganizada ni caída en la ruina, como ocurre en la colmena en que se multiplican las ponedoras, sino al contrario, extremadamente fuerte y floreciente. Gracias a la extraordinaria plasticidad de su organismo, que participa de las ventajas de la existencia más primitiva, todavía unicelular, y de las de la vida más evolucionada, y quizás también, es preciso conjeturarlos faltos de otra explicación, gracias a los conocimientos químicos y biológicos todavía ignorados por el hombre, los termes parecen poder, en todo momento, y cuando lo necesitan, mediante una alimentación y cuidados apropiados, transformar cualquier larva o ninfa en insecto perfecto y hacer brotar ojos y alas en menos de seis días o sacar del primer huevo venido un obrero, un soldado, un rey o una reina. Con este fin, y para ganar tiempo, siempre tienen en reserva un cierto número de individuos prestos a sufrir las últimas transformaciones[10].

Pero, aunque aparentemente pueden hacerlo, en general, por razones que aun no penetramos, no transforman uno de estos huevos o candidatos en reina perfecta, provista de alas y ojos facetados, es decir, parecida a las que han remontado el vuelo por millares, y presta a ser fecundada por el rey en la cámara nupcial. Casi siempre se contentan con sacar ponedoras ciegas y ápteras que realizan todas las funciones de una reina propiamente dicha, sin detrimento para la ciudad. No ocurre lo mismo en las abejas, en que la obrera ponedora que reemplaza a la soberana muerta, no dando nacimiento más que a insaciables machos, conduce en algunas semanas a la ruina y la muerte a la colonia más rica y próspera.

Hasta donde las observaciones del hombre pueden alcanzar, no hay diferencia entre una comejenera que posee una reina auténtica y la que no tiene más que ponedoras plebeyas. Ciertos termitólogos pretenden que estas ponedoras no pueden producir reyes ni reinas, y que sus descendientes están privados de alas y ojos, es decir, no devienen nunca insectos perfectos. Es posible, pero todavía insuficientemente demostrado, que permaneciendo sin importancia para la colonia, teniendo en cuenta que lo que ésta necesita es una madre de obreros y soldados en vez de poder pasarse fácilmente sin una fecundación cruzada que, según hemos visto, es muy problemática. Además, todo lo que tiene traza de formas sustitutivas es todavía motivo de controversia, y uno de los puntos más misteriosos de la comejenera.

IV

Lo que es igualmente controvertido, o por lo menos está insuficientemente estudiado, es la importante cuestión de los parásitos (no hablamos de los parásitos intestinales), pues además de sus legítimos habitantes, la comejenera alberga un considerable número de gorrones que aún no han sido catalogados y examinados como los del hormiguero. Se sabe que entre las hormigas estos parásitos juegan un papel interesante, y pululan de manera fantástica. Wasmann, el gran mirmecólogo, ha contado en el hormiguero mil doscientas cuarenta y seis especies. Las unas vienen simplemente a buscar, en la tibia humedad de las galerías subterráneas alimento y albergue, y son caritativamente toleradas, porque la hormiga es menos burguesa y avara de lo que creía el buen La Fontaine. Pero un gran número de estos parásitos son útiles y aun indispensables. Los hay también cuyas funciones son del todo inexplicables, singularmente los Antennophorus, la mayoría de los cuales llevan Lasius mixtus, muy bien observados por Charles Janet. Son especies de piojos, proporcionalmente enormes, pues son tan gruesos como la cabeza de la hormiga, que, siempre relativamente, es casi dos veces más voluminosa que la de nuestro país. Generalmente, sobre una de estas hormigas se cuentan tres de estos piojos, que se instalan cuidadosa y metódicamente uno bajo el mentón, y los otros dos, uno de cada lado del abdomen de su hostelero para no desequilibrar su marcha. El Lasius mixtus, que al principio repugna acogerles, una vez que se han instalado sobre él, los adopta, y ya no trata de desembarazarse de ellos. ¿Qué mártir de nuestras santas leyendas soportarían sin quejarse, durante toda su existencia, una triple carga tan pesada y embarazosa? La ruda hormiga de la fábula no sólo se resigna, sino que cuida y nutre sus fardos como si fuesen sus hijos. Cuando uno de estos Lasius ornado de sus monstruosos parásitos ha encontrado, por ejemplo, una cucharada de miel, se atraca y regresa al nido. Atraídas por el buen olor otras hormigas se aproximan y solicitan su parte en la inesperada fortuna. Generosamente, el Lasius regurgita la miel en la boca de las pordioseras, y sus parásitos interceptan, al pasar, algunas gotitas del precioso líquido. Lejos de oponerse, el Lasius les facilita el descuento del diezmo, y con sus compañeras, aguarda a que los pordioseros satisfechos den la señal de partida. Es preciso creer que experimenta paseando sus gigantescos piojos de lujo, que nos harían sucumbir bajo su peso, extraños goces que no somos capaces de comprender. En definitiva, comprendemos muy poca cosa del mundo de los insectos, los cuales están guiados por un espíritu y por sentidos que no tienen casi nada de común con los nuestros.

Pero dejemos nuestras hormigas y volvamos a nuestro Xilófago. Según el profesor E. Warren, los huéspedes de la comejenera conocidos en 1919 se elevan a 496, de los cuales 348 son coleópteros. Cada día se descubren otros nuevos. Se les clasifica en huéspedes verdaderos (Symphiles), amigablemente tratados; en huéspedes tolerados o indiferentes (Synoeketes); en intrusos (Synechtres), perseguidos con ahínco, y en parásitos propiamente dichos (Ectoparásitos). A pesar de los nombres científicos que se les da, la cuestión no está clara y esperamos un estudio más completo.