16
La vida sin él

EIREN

14 de octabriêll

Desde la partida de Karos junto con Geseladin hacia las costas, todo el mundo en el castillo se encontraba expectante debido a los acontecimientos que se habían producido.

Eiren estaba paseando esa mañana por las afueras del bosquecillo sagrado del castillo. Se apoyaba en el hombro de Hanon, puesto que aún no sentía su capacidad respiratoria completamente restablecida, y el maestro sanador Eurol le había prohibido que pasease solo.

Repentinamente, oyeron una clara risa que venía de entre la primera línea de árboles, a varias varas de distancia de donde ellos se encontraban parados. No tardó en aparecer el progenitor del hilarante sonido. Kaisaros salió trotando del bosque mientras continuaba con las carcajadas mezcladas con un cierto toque de histerismo nervioso. El príncipe, sin percatarse de que tenía público, se agachó e hizo una bola de nieve; esa noche de nuevo había caído una profusa nevada, y dándose la vuelta hacia los árboles, la lanzó con otra fuerte carcajada seguida de un grito, justo antes de salir de nuevo corriendo en dirección contraria a donde el rey consorte y su apoyo estaban parados mirándolo.

Pronto fue evidente a quién le había tirado la bola, cuando el comandante Orisses apareció con restos de nieve sobre sus hombros cubiertos por la larga capa de gruesa lana y la pechera de su jubón de cuero. El siempre grave soldado, en esta ocasión parecía alguien completamente distinto. Una amplia sonrisa adornaba sus labios, tenía el rubio cabello alborotado y con más nieve entre sus mechones. Le lanzó un igualmente nevado proyectil a Kaisaros, con menos fortuna de la demostrada por su real prometido ya que le pasó a un lado de la cabeza. Soltó entonces una maldición y echó a correr persiguiendo al príncipe.

Sus largas zancadas se unieron a la pronunciada cojera de Kaisaros, por lo que no le tomó mucho tiempo alcanzarlo y rodearle la cintura con sus brazos, pegando la espalda del joven a su pecho, en un estrecho abrazo.

Comenzó a besar y mordisquear el principesco cuello, y los involuntarios testigos oyeron nuevamente la contagiosa risa de Kaisaros.

La escena a Eiren le pareció increíblemente tierna, probaba el amor y la buena relación que mantenían su cuñado y el serio guerrero, que se había convertido en un buen amigo suyo. No obstante y pese a la alegría que sentía al verlos juntos, el consorte real no pudo dejar de pensar en su triste situación actual, por lo que pronto notó como las lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas.

—Mi señor, ¿os encontráis bien? —preguntó alarmado Hanon cuando se dio cuenta de la tristeza que había embargado el espíritu del joven rey consorte.

Asintió este y acabó respondiéndole:

—Sí, Hanon, no te inquietes, solo es, que me he dado cuenta de cuan improbable es el que yo pueda estar de la misma forma que Kai y Orisses con el rey, mi esposo.

—¿Pensáis mi señor, que el rey realmente no acabará dándose cuenta de lo mucho que os ama? —cuestionó el muchachito—. No puede ser, al final mi señor Karos notará que esa persona es una bruja.

La ingenua confianza del niño acabó por hacerle soltar una carcajada.

—Hanon, aunque no siento ni el más mínimo aprecio en estos momentos por esa dama, no debes hablar así de una persona que goza de la estima de nuestro rey y señor —le regañó cariñosamente Eiren—. Además, está muy feo que acuses de brujería a una acólita de las Matres de Amma, es casi una blasfemia, y la Diosa podría sentirse ofendida.

—Pero mi señor, es la verdad. Os lo prometo —le aseguró vehementemente el joven, se puso delante de Eiren y mirándolo a los ojos, continuó—: Yo ayudé a los criados a llevar los baldes de agua caliente para su baño la noche que la invitasteis a vuestro lecho. Vi los frasquitos de aceites en el cofrecillo donde los porta.

Eiren se le quedó mirando, no comprendía a qué venía lo de los aceites.

—Hanon, ¿qué quieres decir?, ¿qué importancia tienen los útiles de aseo y cosméticos de Geseladin con la acusación de brujería?

—Ya en el dragkis, mi señor, sospeché de esos frascos que atesora. ¿Recordáis que incluso me abofeteó cuando me pilló oliéndolos? —El rey asintió, aunque seguía sin ver la implicación de todo eso—. Mi señor, yo no estaba simplemente curioseando entre sus cosas. En realidad había visto a esa mujer recitar unas extrañas palabras en una lengua desconocida para mí mientras se untaba la piel, tras sus orejas y en sus muñecas, de uno de los frasquitos en varías ocasiones, y siempre coincidió con una de las veces en las que la invitasteis a cenar en vuestro camarote. Fue por eso que despertó mi suspicacia y el porqué de que me decidiera a comprobarlos.

—Cuando terminé de preparar la bañera —continuó explicando el muchacho—, me quedé cerca de su cámara cuando salió del baño y las doncellas terminaron de secarla y, una vez fueron despedidas, espié a través de la cerradura. Lo lamento, mi señor —se disculpó con aire contrito Hanon, aunque en su mirada se leía cuan lejos de arrepentirse estaba—. Sé que no estuvo bien hacer algo así, pero necesitaba comprobar si la dama actuaría de la misma manera en esa ocasión.

—La dama Geseladin, tomó uno de los frascos, pero esa vez era uno de cristal rojo, que hasta entonces nunca le había visto utilizar, y también las palabras sonaron distintas. Por eso creo, mi señor, que era otro tipo de encantamiento. Sea como sea, pienso que hay algo malo en los aceites.

Se quedó callado el inteligente muchachito y Eiren tampoco abrió la boca. «No es posible, Hanon debe estar equivocado» pensó en cambio, «pero… ciertamente yo mismo he tenido frecuentes momentos en los que he pesado en ella como una bruja». Mientras más lo pensaba más convencido estaba de que quizás, el pequeño ex esclavo no iba desencaminado. «Tengo que hablarlo con Leukon; si al menos no tardara en regresar al castillo. Lo extraño mucho, y seguro que él podría ayudarme con estas dudas que me asaltan».

—¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora, Hanon? —preguntó Eiren finalmente.

El jovencito se ruborizó y tras mirarle a los ojos brevemente, apartó la mirada sintiéndose mortificado.

—Lo lamento mucho y os ruego me perdonéis, mi señor, pero en ese tiempo pensaba que esa mujer os gustaba mucho, y que lejos de creerme, me castigarais por mi comportamiento.

Eiren comprendió la desconfianza que el chico podía haber sentido; era cierto que hasta que no presenció lo ocurrido en el adarve, él no habría podido creer algo como lo narrado por el chico de la hermana procreadora. Se quedó tan evidentemente pensativo el rey consorte que Hanon acabó por preguntar:

—Mi rey, qué pensáis. ¿No creéis posible que sea en sus aceites donde Geseladin consigue su poder? —le preguntó Hanon al ver que Eiren seguía sin decir nada.

—Sinceramente Hanon, no lo sé —le contestó Eiren, siendo evidente la duda en su voz—. Lo que sí que tengo claro es que si eso se confirmara, podría significar que el rey se encuentra en un grave peligro. Mejor volvamos hacia el castillo, estoy cansado y necesito pensar.

El muchachito se colocó rápidamente a su lado y tomó la mano de Eiren llevándola a su hombro para que éste pudiera apoyarse mientras se encaminaban lentamente en dirección a la mole de la torre del homenaje.

La semana siguiente transcurrió sin novedades por parte del rey. Karos seguía por las costas junto a Geseladin, y sus consejeros estaban cada vez más preocupados por la guerra, ahora sí, oficialmente declarada. Finalmente el último día de la semana, las tropas acampadas en las cercanías del castillo recibieron la orden de ponerse en marcha; al frente de ellas iría el general Biusildun, un duro veterano de muchas campañas ya en tiempos del padre de Karos, el rey Kallucio llamado el Batallador. El viejo general que había sido amigo personal del anterior rey, gozaba igualmente de la plena confianza de su hijo.

Karos había advertido a su consejo que se reuniría con el ejército en la frontera con Sekaissa.

Eiren, junto a toda la corte, subieron a la muralla del castillo para contemplar la partida de las huestes, 3500 guerreros de infantería y 500 jinetes.

El druida mayor del reino bendijo a las tropas tras realizar la correspondiente ofrenda a Tilenus, el aguerrido Dios de la guerra.

La estación bélica estaba casi por terminar, y la llegada del cruel invierno probablemente haría que la campaña fuera de corta duración; no reanudándose los combates hasta la llegada de la primavera, pero aun así, muchos de los jóvenes soldados que partían en ese día, no regresarían, por lo que el ambiente, lejos de ser festivo, estaba teñido de una grave melancolía.

Unos días después de la marcha del ejército, Eiren fue avisado de la llegada de su primo político, el príncipe Laro. Dio rápidamente la venia para que pasara, y en cuanto lo tuvo delante le preguntó:

—Primo, ¿qué sabes de Karos?, no hemos sabido nada de él desde que anunció su intención de reunirse con el ejército.

Laro, el cual acababa de arribar al castillo tras su periplo por las marcas cercanas a las Costas del ámbar, se dejó caer en un sillón y le pidió a Thoren, el paje de Eiren, que le sirviera una copa. Cuando hubo saciado la sed, levantó la mirada hacia el rey consorte y le soltó:

—Karos se ha puesto en camino hacia la frontera sekaissana. Me temo que te traigo malas noticias, Eiren. Karos ha otorgado a la dama el estatus de segunda consorte.

El anuncio cayó como el proyectil de una catapulta entre los dos hombres. La idea de soportar a esa mujer como una relación reconocida por el rey, lo hería profundamente, haciendo que a Eiren se le llenara el estómago de nudos.

—Tendrás que ser fuerte, primo —continuó Laro.

—¡Qué! —Eiren no daba crédito—. ¿Está embarazada?

—No lo creo, al menos no se me ha informado. Pero no tendrá el título de Karulien, por lo que pienso que no es el caso.

Aunque la ausencia de embarazo y el que no se le concediera el título de reina, le alegraba, Eiren pensó que le sería imposible soportar la presencia constante de la mujer en el castillo.

—Me marcharé, Laro. No puedo vivir en el castillo si ella permanece aquí —terminó por decidir el consorte real—. ¿Cuándo tiempo tardará en llegar?

—Eiren, no puedes abandonar. Si te marchas le dejarás el campo libre. Además la dama no piensa regresar al castillo —el rey consorte se dio cuenta del ensombrecimiento del semblante en su primo, estaba claro que había más, y que era algo que Laro desaprobaba con todo su ser—. Ha pedido a Karos que la deje acompañarlo hasta el campamento del ejército, y él también le ha concedido eso.

—Parece que esa mujer lo haya embrujado, Eiren —siguió diciendo el príncipe—. Todo lo que pide al rey, éste inmediatamente se lo otorga. No entiendo a mi primo, se ha convertido en alguien completamente desconocido para mí.

El rey consorte, en cambio, tenía alguna idea de lo qué podía estar pasado con su esposo, el problema era conseguir la certeza absoluta.

—Laro debemos hablar. Tenemos que idear la manera de confirmar lo que creo que puede estar haciendo Geseladin —le pidió Eiren al príncipe.

—Claro, lo que necesites, primo, pero primero creo que deberías ponerme al corriente, ¿no te parece? —adujo Laro.

—Sí, sí, te lo voy a explicar todo. Presta atención…

Y así, Eiren puso en antecedentes a su primo político de todo lo que sabía o sospechaba, sobre la mujer que se había convertido en causa y fuente de todos sus problemas desde que la había elegido.

Le contó lo que Hanon había visto y oído, le explicó con todo detalle las sensaciones que él mismo había sentido en muchos otros momentos, en definitiva, convirtió al príncipe Laro es su mejor aliado para desenmascarar definitivamente a la «segunda consorte» del rey.

* * *

KAROS

En la frontera de Skhon con Sekaissa

Campamento del ejército skhoniano

18 de noëbriêll

El rey Karos entró en su tienda de campaña junto a la dama Geseladin. Se había percatado mientras atravesaba el campamento de las ceñudas miradas provenientes de muchos de los mandos y oficiales de su ejército. Sabía muy bien que llevar a la mujer con él, no lo aprobarían los curtidos guerreros skhonianos. No era costumbre entre los anani ir a la guerra acompañados por sus mujeres.

«Tienen razón, ¿por qué accedí a traerla?» pensó Karos. Cada vez más a menudo le pasaban extrañas ideas por su cabeza. Muchas veces durante su viaje y estancia en las costas, el rey se había preguntado por qué en lugar del hombre al que amaba, tenía a su lado a esa mujer, que aunque bella, en realidad no le inspiraba nada. Eso sin contar que había descubierto rasgos en la personalidad de la fémina que no le gustaban en absoluto.

Oyó a Geseladin regañando una vez más a los siervos por soltar sus baúles con demasiada prisa en el interior de la tienda. Karos le había pedido, no hacía ni una semana, que fuera más amable con los sirvientes, los cuales llevaban toda la vida trabajando con la familia real, pero por lo visto era algo que la dama no comprendía.

La reunión con el alto mando había ido muy bien. El plan de batalla preparado por el general Biulsidun, le pareció al rey aceptable. Karos opinaba que con las tropas de las que disponían podrían plantar cara con facilidad al ejército sekaissano que, según las observaciones de los espías enviados al territorio enemigo, se estaba preparando para invadir su reino.

Mei koningur, vuestro primo el kuningiks Leukon solicita ser recibido —le anunció a Karos uno de los capas rojas que hacían guardia ante la tienda real.

—Eso es todo me’hssurai —dijo el rey dando por concluida la reunión. Mientras los altos mandos iban saliendo, se volvió al capa roja y le dijo—: Que pase mi primo.

Entró Leukon y, sin transición, le anunció:

—He traído tres compañías más, primo, unos doscientos cuarenta hombres de las marcas centrales. Todos buenos combatientes.

Karos asintió gravemente.

—Perfecto, así ahora nuestras reservas contarán con al menos once compañías completas —el rey miró a su primo y casi como si le avergonzara, le preguntó—: ¿Has pasado por el Rocanegra?

Leukon sabía lo que en realidad estaba preguntando su soberano, le apenó ver lo muy perdido que Karos se sentía con toda la situación creada por su inexplicable aventura con la que iba a ser simplemente, el vehículo para conseguir un heredero.

—No, no he pasado por el castillo —respondió finalmente el príncipe—. Primo, si quieres saber de Eiren, por los Dioses, manda a un mensajero, o mejor aún, haz que venga hasta aquí.

Karos levantó la mirada desde los planos que simulaba estudiar y la clavó en el hombre.

—¿De qué hablas?, únicamente lo preguntaba por saber si todo iba bien en el castillo. Kai no hace tanto que estuvo al borde de la muerte, ¿lo has olvidado? —argumentó el rey fracasando miserablemente en su intento de engañar a Leukon.

—Oh, lamento interrumpir, mi amado señor —se volvieron los dos hombres al escuchar la voz de Geseladin. La mujer se quedó justo en la entrada de la zona privada con la pública de la tienda mirando al príncipe, como esperando que se levantase y se inclinara ante ella. Leukon continuó en cambio sentado en la silla de campaña, demostrándole a la mujer que estaba lejos de reconocerla como algo más que una hermana procreadora.

A Geseladin le brillaron ligeramente los ojos por la rabia que sentía ante la relajada actitud del príncipe y la evidente falta de reacción por parte de Karos para corregirla. No obstante rápidamente recompuso la expresión la fémina.

—No pasa nada, mi dama. Dime, ¿necesitabas algo? —se dirigió finalmente el rey a Geseladin.

—No, no, amado mío, simplemente me preguntaba si sería posible que se me preparase un baño —contestó—. Esta es mi primera vez en un campamento militar, y no sé de qué comodidades dispone.

—Bien hermana Geseladin, como bien dices es un campamento de campaña, y lamentablemente en este tipo de lugares, en lo que menos se piensa es en traer bañeras para el baño —saltó Leukon en un tono que evidenciaba su desagrado—. Siempre está el riachuelo si tanto necesitas lavarte, aunque claro, el agua estará algo fría —acabó con una sonrisa llena de ironía el príncipe.

La mujer le ignoró tras pegarle una irritada mirada, y volviéndose a Karos le dijo:

—Me ha parecido oír que os sentís deseoso de conocer de vuestro hermano, mi señor, ¿por qué no le invitáis a venir hasta aquí?, estoy segura que tanto a él como a su prometido les encantaría ver la próxima batalla.

A Karos le desagradó fuertemente la petición de la hermana. Lo que a él realmente le gustaría verdaderamente era aceptar la idea de su primo y mandar a un mensajero pidiéndole a Eiren que viniera. Lo echaba muchísimo de menos, aunque era consciente de que probablemente su esposo no querría saber nada de él en esos momentos. La angustia que había sentido durante todo el viaje por las costas, volvió a oprimirle el corazón. Repentinamente sintió unas irreprimibles ganas de salir de la tienda; apartarse de la mujer, y pensar en soledad sobre como había llegado a esta terrible situación.

Tomando la decisión en décimas de segundo, se levantó y dijo:

—Voy a ver como solucionamos lo de la bañera, mi señora —saliendo a grandes zancadas de la tienda, dejando estupefactos a su primo y a Geseladin.

Quedaron los otros dos a solas, mirándose y sin saber muy bien que decirse el uno a la otra.

—No me gusta, primo, que le mencionéis a esa otra persona —acabó por decir la mujer dirigiéndose al príncipe.

—Al igual que a mí no me gusta que una simple hermana procreadora sin relación familiar alguna conmigo, me llame primo —fintó Leukon a su vez.

—Oh, creo que no recordáis príncipe, que soy la segunda consorte del koningur y karulien de Skhon.

—No, no lo sois. A menos que se hayan celebrado los ritos y yo no lo haya sabido —argumentó Leukon—. No. Me habría enterado de algo así.

Ella lo miró con ira. Sabía perfectamente que se había precipitado, pero la actitud segura y pagada de sí mismo del príncipe le hacía perder los estribos. Deseó poder hacerle daño.

—Se me ha concedido el estatus de segunda esposa, pero os aseguro que no tardaré en conseguir dejar ese puesto para disfrutar del primero.

Leukon la miró con suficiencia. La mujer derrochaba ambición, estaba claro, pero dudaba mucho que le fuera tan fácil conseguir lo que con tanto anhelo anunciaba.

Se rio el príncipe en su cara y le dijo:

—Eso hermana es algo que está por ver. Si algo conozco a mi real primo, os puedo decir que por mucho que lo intentéis, jamás dejará de querer al koningur siôur, su verdadero esposo y primer consorte.

—Príncipe Leukon, no os convirtáis en mi enemigo, no os conviene. Únicamente tengo que pronunciar unas cuantas palabras en los oídos reales mientras se encuentre en el lecho, para conseguir vuestra ruina —lo amenazó sin tapujos la mujer no consiguiendo el efecto que buscaba; pues Leukon comenzó a reírse con grandes carcajadas, y sin dignarse a contestarle, se puso de pie y salió de la tienda.