1
La propuesta
EIREN
Castillo de La rosa blanca
A las afueras de la ciudad de Gargoris
Sede real de los Cahurifel
Althir. Año 763 de la IV Era
Mes de phaëbrur
El viejo senescal corría por los pasillos del castillo deteniéndose de golpe cada vez que sentía que sus pulmones le ardían y eran incapaces de seguir manteniendo el ritmo de aire que necesitaba para mantener semejante carrera.
Apoyó una mano en las frías piedras de la pared y se inclinó hacia delante, apretándose el bazo con su otra mano mientras recuperaba el resuello. Respiró profundamente una o dos veces más y continuó su camino, esta vez, sin embargo, con un paso rápido, ya que por fin se encontraba cercano a la sala donde sabía de seguro que encontraría al rey.
Algunos siervos, que en ese momento se ocupaban de las tareas de limpieza en esa zona del castillo, se preguntaron a qué venía esa imagen tan poco digna de su senescal, el cual siempre se vanagloriaba de la sobriedad y elegancia con la que se conducía, evitando en todo momento, decía, perder el control.
Esta inhabitual actitud del viejo hombre al servicio del rey desde hacía más de veinticinco años iba a ser, con seguridad, objeto de comentarios y discusiones en las cocinas del castillo por parte de los siervos antes de que acabara el día.
Por fin, cuando se encontraba a tan solo un par de metros de la maciza puerta de roble —cuyo dintel estaba coronado con la cabeza de un león con las fauces abiertas de la sala donde se encontraba a esa hora el rey Ethecon III, llamado el Justo, de la Casa de los Cahurifel, junto a la reina Antheris, su esposa— pudo el senescal aminorar su paso e ir tranquilizando su desbocada respiración.
Esperó ante la puerta hasta estar seguro de que una vez la hubiese abierto sería capaz de dar la noticia sin que su voz sonase como el fuelle de un herrero. Cuando se sintió convencido de que iba a ser así, la empujó, entrando en la habitación.
—Mi rey y señor, ha llegado un mensajero con nuevas de Skhon —anunció el senescal con voz recia.
El rey levantó la mirada del libro que estaba leyendo sentado en un sillón de oscura madera noble y alto respaldo labrado y bellamente pintado con el escudo real de los Cahurifel, un colibrí en campo de azur y una rosa blanca en gules[1].
Se encontraba situado cerca de la enorme chimenea de piedra, que ardía con un buen fuego de gruesos leños, donde también se podía ver una versión labrada en piedra del blasón real, y que era su sitio habitual cuando tenía un momento de esparcimiento, consiguiendo liberarse de los muchos asuntos del reino que ocupaban su tiempo. Leía el rey en voz alta a su esposa, quien se mantenía aposentada en un asiento más sencillo que el ocupado por su marido, una silla de respaldo bajo y plano con forma de semicírculo que rodeaba la espalda y patas cruzadas en tijereta, hasta la interrupción del anciano servidor. En su regazo tenía la dama una túnica que estaba bordando. Junto a la silla había una pequeña mesa con su costurero y una copa de plata con vino caliente, abundantemente aguado y tocado con especias.
Miró esta a su esposo y volvió a bajar rápidamente la mirada a su labor.
El rey cerró el libro, no sin colocar un trozo de seda negra como punto de lectura, dejándolo a continuación sobre la mesita que tenía junto a su sillón y solo entonces volvió la mirada a su senescal.
—Bien, Adon, déjame ver lo que dice nuestro querido amigo y aliado de Skhon.
El hombre mayor se apresuró a acercarse hasta el sillón y se inclinó en una reverencia mientras le alargaba un pliego de pergamino lacrado con el sello del reino vecino.
—Mi señor, ¿debo comunicarle al mensajero que espere respuesta? —preguntó una vez el documento estuvo en la mano del rey.
—Sí, haz que le den de comer y un buen vino para refrescarse; cuando lo hayas hecho, regresa —ordenó. El senescal se inclinó nuevamente y salió de la sala. Ethecon se dispuso a romper el sello lacrado para leer la misiva.
En esta se le comunicaba que por fin las largas negociaciones entre ambos países habían llegado a buen puerto; se aceptaban las condiciones para una alianza matrimonial y la mutua defensa contra la amenaza del infrahumano pueblo bolskán.
Esos bárbaros del norte que tantos quebraderos de cabeza les estaba ocasionando no solo a Althir, su reino, sino también al vecino Skhon y a otros como Pherendon, al noreste.
El rey miró a su esposa que seguía bordando, aunque sabía bien que, en realidad, estaba ansiosa por conocer lo que contenía la misiva.
—Lo hemos conseguido, querida mía —le dijo por fin—. La alianza ha sido aceptada y en breve se presentarán los custodios de esponsales y la escolta encargada de acompañar a nuestro hijo hasta Skhon. Debemos prepararnos para recibirlos y comunicarle a nuestro pequeño que muy pronto nos dejará.
La reina miró a su real esposo y sus ojos se llenaron de lágrimas a duras penas contenidas. Ethecon se levantó inmediatamente y fue hasta su lado, le sostuvo la mano y llevándosela a sus labios depositó un tierno beso en ella.
—Vamos, vamos, mi dulce Antheris —le dijo a su esposa—. Ya sabías que esto podía pasar. Lo hemos hablado y sabes que no nos quedaba otra opción.
—Sí, mi señor, lo sé, pero no por ello se me hace más fácil —respondió ella—. Eiren es tan joven y Skhon un país tan extremo. Siento que a nuestro niño le cueste aclimatarse a los modos de ese rey de tan fuerte carácter y a las costumbres de su rudo país. Además, los anani son tan diferentes y extraños a nosotros. Es un pueblo antiguo, con unas tradiciones tan antiguas como ellos mismos. Sabes que no son considerados habitantes de Hyperhenion, provienen del norte helado, solo los Dioses saben exactamente de dónde.
—Querida, es un príncipe y hora es ya de que aprenda que ha nacido para beneficio de su país y que está al servicio de los intereses de su pueblo. Y en cuanto a ese pueblo, llevan años conviviendo entre nosotros, no son tan distintos.
—Oh, lo comprendo, Ethecon —contestó la dama—; pero comprende tú también que para una madre, incluso habiendo nacido princesa y siendo esposa de rey, nunca es fácil ver partir a sus hijos.
Era la reina Antheris una mujer de estatura media, cuerpo esbelto, aunque de suaves curvas en los sitios adecuados. Cabello largo, de un castaño muy claro, ya tocado a sus cincuenta y seis años con algunas hebras de plata, y que siempre peinaba en una larga trenza que portaba sobre su hombro izquierdo y cubierto por un fino velo de muselina de seda bajo un aro de oro, prueba este de su alto rango.
De hermosos ojos del color de la miel recién recolectada, llenos de bondad, que habían heredado dos de sus cinco hijos, llevaba desposada con el rey cuarenta felices años.
Nacida en el vecino reino de Pherendon, siendo hija de reyes, sabía mejor que nadie por lo que iba a pasar su hijo más joven, el príncipe Eiren, porque apenas había cumplido dieciséis años cuando fue entregada en matrimonio al entonces príncipe Ethecon, de diecinueve.
—¿Estarías tan apenada?, querida mía —argumentó el rey—, ¿si no fuera a nuestro pequeño Eiren al que le tocara ser prenda de esta alianza? Estoy convencido de que no. Sobradamente sé que es tu hijo predilecto, pero mi dulce señora, en esto, como en otros asuntos, debo anteponer el beneficio de nuestro pueblo a mis sentimientos o los tuyos. Lo sabes bien.
Se ensombreció el semblante de la reina y eso hizo que él también recordase la pérdida de su primogénito, el príncipe Edhecon, hacía ahora algo más de ocho años, a manos de una horda de bolskanes, cuando su padre le encargó que se pusiera al frente del pequeño ejército del reino para frenar una razia de los bárbaros.
El reino de Althir era un país próspero, gobernado desde su fundación, tras su secesión de Pherendon quince generaciones atrás, por la familia Cahurifel. Habitado por gentes sencillas, generosas y alegres, que, desgraciadamente, hacía cuarenta y tres años no habían estado preparadas cuando las salvajes hordas de los infrahumanos bolskanes descendieron por primera vez de sus páramos helados y comenzaron una cruel campaña de rapiñas y violencia extrema sobre los desprevenidos reinos del norte.
Uno tras otros fueron cayendo, quedando indemnes hasta la fecha tan solo cinco de ellos. Skhon, el más fuerte y amplio. Sekaissa al sur de este. Pherendon, Norax y, por último, Althir, el más pequeño y desgraciadamente el de menos tradición guerrera.
Sus gentes estaban consideradas buenos diplomáticos, comerciantes y artistas, pero no fuertes y fieros guerreros. Eso quedó patente cuando llegaron los bolskanes; si no hubiera sido por la ayuda prestada por sus vecinos y aliados del sur, junto a los reinos norteños de Skhon y Pherendon, nada quedaría del pequeño país.
Desde aquel trágico invierno de hace ocho años, Althir había estado en una constante lucha por mantener sus fronteras protegidas de las razias de esos salvajes.
En estos tristes recuerdos estaba perdido el rey cuando oyó la suave voz de su esposa que le advertía de la presencia del senescal. Ethecon lo miró y le dijo:
—Mi buen Adon, por favor, ve y comunica al príncipe Eiren que su madre la reina, y yo, requerimos su presencia inmediatamente.
Al anciano senescal se le humedecieron los ojos, pero hizo una reverencia y salió de la sala para llamar a un paje que permanecía junto a la puerta.
—Pequeño Thill —le dijo el anciano al chico—, ten la bondad de ir hasta la biblioteca del castillo y avisa al príncipe Eiren que debe venir enseguida a la sala del león, donde los reyes, sus padres, requieren su presencia. ¡Corre, ve!
El niño hizo una pequeña inclinación ante el hombre y salió corriendo por el pasillo hacia la biblioteca, que estaba en el lado este del castillo.
Adon se dio la vuelta y volvió a entrar en la sala donde, de seguro, tendría que ser valiente y presenciar como el joven príncipe recibía las… buenas nuevas.
Pasó un buen rato, durante el cual el rey y su senescal aprovecharon para coordinar cuantos preparativos fueran necesarios ante la próxima llegada de los enviados y escoltas del príncipe para su traslado a su nuevo país antes de que la puerta se abriera y entrase Eiren.
—Mi señor padre. Madre —dijo éste desde la entrada antes de entrar a la sala—. Me han comunicado que necesitabais de mí, he venido lo antes posible y estoy a vuestro servicio.
El príncipe Eiren, de diecisiete años, era un joven pequeño y delicado. No alcanzaba una vara y dos codos y tenía un cuerpo esbelto de músculos finos y elegantes, si bien se le veían proporcionados a su físico. Poseía unos ojos grandes y muy parecidos en su forma a los de su madre, sin embargo, estos tenían un tono mucho más claro, había quien decía que eran como el oro batido.
Su pelo también era de un rubio dorado, que en conjunto con sus ojos le habían otorgado el sobrenombre de El Áurico. Lo llevaba justo rozando sus hombros, ni liso ni excesivamente ondulado.
Tenía el joven príncipe una predisposición para las artes y tocaba con maestría el laúd, que acompañaba con una dulce voz cuando cantaba.
—Hijo mío, ven, acércate y da un beso a tu madre —le solicitó el rey Ethecon.
Obedeciendo, el príncipe se acercó y besó la mejilla de la reina. Esta le sujetó la cara entre sus manos y lo besó en los labios, para quedarse a continuación unos momentos con la mirada clavada en los ojos de su hijo, apartándola seguidamente cuando comenzó a notar que se le volvía brillante por las lágrimas contenidas.
—Madre, ¿os encontráis bien? —preguntó Eiren ante la reacción de su madre. No es que fuera extraño que la buena mujer tuviera un gesto de cariño hacia cualquiera de sus hijos, pero en esta ocasión le pareció percibir al joven príncipe un halo de tristeza inusitado en ella.
—Tu señora madre se encuentra perfectamente —terció el rey rápidamente para evitar que su amada esposa dijera algo que hiciera que su hijo se apercibiera antes de tiempo de que lo que debían tratar con él, era de suma importancia para su futuro próximo—. Hijo mío, toma asiento y préstanos atención. Tu madre y yo debemos hablar contigo de algo en lo que estoy seguro que, sabrás ver, hemos reflexionado mucho en todo momento.
Eiren miró a su padre y se quedó pensativo. Sin duda lo que lo había llevado hasta allí debía estar relacionado con la guerra que desgraciadamente asolaba a todos los reinos vecinos.
—Mi señor padre, por favor —pidió finalmente Eiren— decidme en qué puedo servir al reino, si en mi mano está, no dudéis, que no me faltará voluntad para realizarlo.
El rey se quedó mirando a su hijo y pensó entristecido que la buena actitud del joven seguramente no iba a faltarle, aunque lo que estaba obligado a comunicarle probablemente le haría sentirse como un trozo de carne vendida en el mercado.
—Verás hijo, en el día de hoy hemos recibido noticias de Skhon, como sabes, hemos estado negociando una alianza con los anani desde hace meses.
Asintió el príncipe y continuó el rey.
—Es fundamental para nosotros que Skhon nos ayude militarmente a defendernos de los bolskanes. Es por esto que hemos estado negociando desde hace tiempo. El rey Karos II el Furioso, es un fuerte y formidable guerrero, debo decir que como casi todos los anani. —Aquí se le notó al rey Ethecon una nota de tristeza e incluso algo de desagrado, que Eiren no pudo dejar de percibir—. Bien, el caso es, que finalmente las negociaciones han llegado a su fin y hemos alcanzado un acuerdo muy ventajoso para nuestro pueblo, hijo mío.
Eiren nada dijo, aunque hizo un movimiento de asentimiento con el que pretendía decirle a su padre que seguía escuchándole y no había dejado de prestarle toda su atención.
—Uno de los puntos del tratado de alianza, Eiren, te afecta directamente a ti —un involuntario sollozo escapó de los labios de su madre en ese instante e hizo que el joven la mirase, ahora sí, con algo de miedo y desconfianza en la mirada—. Hijo, el rey Karos de Skhon, tras mucho negociar, ha aceptado nuestras condiciones y por tanto habrá una unión matrimonial entre nuestras familias para reforzar la firma del tratado. —Acabó soltando su padre cuando ya la tensión en la mirada de su esposa e hijo le pareció imposible de soportar.
—Entiende, Eiren, que ha sido a ti a quién he decidido ofrecer en matrimonio y Karos te ha aceptado. Los enviados como sus custodios, junto con la correspondiente escolta, ya están en camino y arribarán al castillo en un par de semanas. Ahora, hijo mío, nos placería mucho, tanto a tu señora madre como a mí, que nos mostrases cual es tu pensamiento ante lo dicho.
El príncipe se había quedado completamente en blanco, no supo que decir, sus pensamientos corrían a leguas de distancia de esa sala.
Él conocía poco de ese reino vecino, justo lo que le habían enseñado sus tutores y lo poco que su curiosidad lo llevó a indagar en la biblioteca del castillo. Ni siquiera recordaba si había visto alguna vez al que, por lo explicado, pronto sería su esposo.
De repente una idea resonó como una campana en su cabeza. ¿Por qué él?, era el más joven de los príncipes. Tenía una hermana mayor, Hilmice, aunque esta no contaba, ya que había sido desposada por el príncipe heredero de Norax y era madre de un pequeño niño de tres años. Además de dos hermanos mayores y mejor situados, por tanto, en la línea sucesoria.
Estaba claro que si su pretendiente lo había aceptado, debía ser que prefería el género masculino. ¿Pero, por qué a él precisamente?, sí claro, tenía la misma inclinación por su mismo sexo que el rey Karos, pero su país era pequeño y no demasiado importante si lo comparaba con el vecino Skhon. ¿Qué ganaba entonces el poderoso monarca al aceptarlo?
«¿No sería mejor pretendiente cualquier otro príncipe de un reino más poderoso?, ¿o pretender a alguno de mis hermanos?» Ese pensamiento lo hundió completamente.
Su hermano Ethenion, actual heredero al trono, había sido recientemente prometido a sus veinticuatro años con la hija de un noble señor de la ciudad libre de Iltiraka, en el sur. Su otro hermano, Etholen, el más unido a él y con el que solo se llevaba cinco años, aún seguía soltero, pero sus sonados romances con cuanta doncella o dama llamase su atención dejaba claro que si algo no podría ocurrir, era que aceptara un matrimonio con otro hombre.
Seguramente, además, su impulsivo hermano, antes de aceptar eso, se fugaría, aunque significara renunciar a su estatus como príncipe.
Aún así, Eiren sentía que no era justo ser el elegido para unos esponsales con un hombre que ni conocía ni del que nada sabía.
—¡Hijo! Tu real padre espera tus palabras —le advirtió su madre. Eiren se sintió enrojecer y miró a su padre.
—Lo lamento mi señor —dijo finalmente el joven príncipe—. La noticia me ha trastornado más de lo que esperaba. Señor, por supuesto, como príncipe del reino y vuestro hijo, os obedeceré como rey y como padre. Encuentro extraño también que un monarca poderoso como Karos, acepte al menor de los príncipes de un pequeño reino como consorte, ¿qué razón puede tener para que lo haga?
El rey miró a su senescal antes de cruzar la mirada con su hijo. Gesto que le extrañó a este. El que fuera el anciano Adon quien respondiera le hizo pensar que algo había que se le escapaba.
—La alianza no beneficia únicamente a Althir, mi joven señor —explicó el senescal del reino—. Skhon necesita de nuestra mejor situación en las rutas comerciales con el continente oriental y sobretodo busca servirse de las relaciones familiares que posemos con Pherendon, Norax y las ciudades libres del sur, principales importadores del ámbar nórdico que exportan los anani. Pero la razón principal por la que ha aceptado el enlace con vos son los rumores que corren por todo el norte sobre una más que posible guerra con Sekaissa. Ya sabéis que son enemigos desde que los Amborhêin fueron derrocados y que reclaman desde entonces todo el reino de Skhon como únicos herederos de estos.
—Entiendo esas razones, claro está. ¿Pero qué hay del amor?, yo no amo al rey Karos y él, seguramente tampoco me ama a mí. ¿Voy a ser condenado a un matrimonio sin amor? —argumentó el joven príncipe mirando a sus padres.
—Hijo mío, el amor pocas veces cuenta en los matrimonios de Estado. Eso no significa que no lo puedas encontrar; con el tiempo nadie dice que no puedas enamorar a tu esposo y enamorarte tú también de él —le explicó su madre—. Cuando yo me casé con tu señor padre distaba mucho de estar enamorada, pero al ir conociéndole y conviviendo, acabamos queriéndonos mucho y nunca me he arrepentido de aceptar la decisión que, por mí, tomaron tus abuelos.
—Pero ni tan siquiera he visto como es el rey de Skhon —se condolió Eiren.
—Eso tiene fácil arreglo mi joven señor; os puedo mostrar más tarde un retrato que se nos ha entregado en la última ronda de negociaciones —soltó el anciano de carrerilla, como si le avergonzara que el príncipe pudiera pensar que le estaban vendiendo a su pretendiente para favorecer los intereses del reino.
Eiren comprendía como se sentía el pobre viejo.
Una vez finalizó la explicación permaneció en silencio, las palabras del senescal dejaban meridianamente claro que las conversaciones sobre sus esponsales ya eran una realidad cerrada a cualquier objeción que él pudiera argumentar.
Eso en sí mismo ya era un mazazo, porque siempre pensó que sus padres le darían la opción de negarse en caso de no estar de acuerdo con la aproximación de un posible pretendiente con vistas a desposarlo. Esto había resultado ser una quimera.
—Hijo, ¿hay algo más que desees saber o necesites exponer? —le preguntó su madre suavemente. Él apenas si pareció haberla oído.
Sus padres se miraron con la preocupación reflejada en sus semblantes.
—¡Eiren! —resonó la voz del rey—, por favor hijo, estás asustando a tu madre dinos en qué estás pensando.
—Mi señor y rey, tal vez deberíamos dejar al joven príncipe unos momentos a solas —intervino el viejo Adon— para que termine de reflexionar sobre todo lo dicho.
La reina miró a su esposo buscando su parecer. Se disponía a levantarse cuando, finalmente Eiren reaccionó.
—Mi señor padre. Madre. Acepto los esponsales con el rey Karos —dijo—. Por favor, buen Adon, manda un mensaje en mi nombre a Skhon agradeciéndole al rey la elección de mi persona. Te ruego que lo hagas a la mayor brevedad posible.
Las tres personas mayores se quedaron estupefactas por las palabras del príncipe. Más aún, al mirarlo y ver como iban cayéndole lágrimas de sus dorados ojos que iban deslizándose por sus mejillas. El joven no hacía nada por evitarlas ni por moverse de donde estaba sentado. Fue la reina la que se acercó hasta él y lo abrazó mientras acariciaba su pelo.
—Hijo, hijo mío, mi querido y pobre hijo. —Le repetía una y otra vez, mientras seguía acariciándole el cabello. Eiren acabó reposando la cabeza sobre su pecho y comenzó a llorar, ahora sí, de manera más expresiva.
Así continuó durante largos minutos; poco a poco se fue sosegando y cuando se sintió seguro de que su arrebato ya había pasado, levantó la cabeza y miró a su madre.
—Madre, discúlpame por favor por tan penosa escena —dijo el joven aún con la voz algo frágil e insegura—. Mi señor, Padre, también a vos os ruego me perdonéis. Me he sentido repentinamente abrumado por las circunstancias y han acabado por superarme.
—Hijo, es comprensible e incluso lógico que te sintieras así —le respondió su padre—. Recuerda, no obstante, que siempre será esta tu familia y que te amamos; este seguirá siendo tu país, aunque deberás aprender a amar y respetar el de tu futuro esposo y pronto sentirlo como tuyo.
—Gracias, mi señor padre. ¿Me dais vuestra venia para poder retirarme ahora? —solicitó Eiren.
—Por supuesto hijo mío, ve con nuestro cariño —le concedió el rey; y una vez hubo besado a su madre y llevado la mano de su padre hasta su frente, un gesto, éste, habitual en Althir para demostrar pleitesía al monarca, el joven príncipe salió de la habitación. En la sala quedaron los reyes y el senescal; los tres atribulados y algo compungidos.
* * *
Encaminándose directamente a la cámara de su hermano Etholen tras dejar la sala, encontró al mismo sentado sobre el largo pelo de una gran piel de oso que había en mitad de la habitación; bruñía una de sus espadas con un paño que untaba en la grasa que contenía un pote de barro a su lado. No necesitó decir nada cuando entró. Los hermanos estaban muy unidos, y con ver su triste rostro supo aquel, que algo no iba bien. Soltó la espada apartándola a un lado y cerró el pote de grasa y tras eso se quedó mirando a su hermanito.
El príncipe Etholen era la noche y el día con su hermano menor. Mientras Eiren era bajito y esbelto, su hermano mayor era alto; midiendo algo más dos varas y medio codo en un fuerte y musculoso cuerpo gracias al ejercicio diario que practicaba con la espada y el escudo. Apasionado de los caballos y de la caza. Se veía sólido y duro como una roca.
También en otros detalles eran distintos; Etholen era muy parecido a su real padre tal como había sido este en su juventud.
Cabello castaño oscuro, ojos verdes, piel aceitunada, físicamente muy atractivo; aunque sin la belleza cuasi sobrenatural de su hermano más joven. Poseía un carácter franco y noble; aunque amaba las bromas, las bellas mujeres, nobles o plebeyas, le era indiferente, y las amistades un tanto peculiares.
Había protagonizado algunos escándalos muy sonados y que se habían comentado por todo el reino. Dado su nacimiento y posición como segundo en la línea de sucesión al trono, su comportamiento era una constante preocupación para sus padres.
Etholen miró a su hermano nada más traspasar el pequeño joven la puerta y, sin más preámbulos, le preguntó:
—¿Qué ha pasado?, ¿por qué esa cara, hermanito? No me digas que Padre te ha recriminado por ser mi coartada la otra noche, cuando me escapé del castillo para ir a emborracharme con mis amigos a la taberna del tuerto —reflexionó algo temeroso su hermano—. No, no es posible, nuestro señor padre no ha podido saber nada de eso aún. ¿Entonces qué?
Eiren no dijo nada en absoluto, simplemente corrió hasta su hermano y se tiró a sus brazos. Enterró su rostro en el cuello de este y rompió a llorar. El moreno príncipe no supo qué pensar, pero no por eso dejó de consolar a su hermanito.
—Vamos, vamos, Eiren, por favor, no te pongas así, dime qué tienes —le dijo con una dulce voz como siempre que su hermano menor se sentía desgraciado o infeliz por algo esperando que, como otras veces, lo hiciera sentirse seguro del amor que como hermano le profesaba.
Eiren se repuso algo de su llanto y entonces le soltó a bocajarro la causa de su pesar.
—Etholen, Padre y Madre me han informado de que el rey de los anani, Karos Amarokiên, ha pedido mi mano —le dijo el joven haciendo un esfuerzo para contener el temblor de su voz—. En unas semanas llegarán los custodios matrimoniales que me llevarán a mi nuevo país; me iré y ya no te podré ver cada día. Ni a Madre ni a Padre o a Ethenion. Os habré perdido para siempre.
Al príncipe Etholen no le había pasado desapercibido que su hermano pequeño se encontraba en un estado de angustia y que hablaba atropelladamente y forma acelerada, como si necesitara explicarse antes de romper a llorar de nuevo. Necesitaba ser comprendido y consolado, pero en cualquier caso, en esta ocasión era muy consciente de que poco consuelo podría darle. El destino de todos los príncipes era aquel. Convertirse en moneda de cambio para beneficio de los intereses del reino.
—Bien, Eiren, realmente esto es lo que llamo yo toda una noticia —le dijo Etholen mirando de animar un poco a su hermanito—. ¿Así que pronto vas a ser rey consorte de un poderoso reino?, vaya, tendré que hacerte una reverencia y llamarte mi señor la próxima vez que entremos en el salón de banquetes. ¿No crees?
La risa de Eiren brotando como un géiser fue un bálsamo para el atribulado espíritu de su hermano; había conseguido hacerle olvidar por un instante a su entristecido hermano menor su actual situación haciendo que se riera con su broma, pero él notaba una opresión en su pecho, como si la garra de Arconi, el Dios demonio, estuviera triturando su corazón.
Era muy consciente que aun en el caso de que pudieran verse alguna que otra vez en el futuro tras su enlace, estas ocasiones estarían muy dilatadas en el tiempo y que, aún así, ya jamás sería lo mismo para ninguno de los dos.
El cariño de hermanos, la lealtad, el inmenso amor que se tenían el uno al otro, evidentemente seguiría existiendo, que duda cabe; pero la compañía diaria, el compartir sus secretos, sueños y esperanzas por las noches en su cámara, terminarían más pronto de lo que ninguno de ellos había pensado jamás.
—Etholen, ¿qué sabes del rey Karos? —preguntó Eiren con la tristeza resonando todavía en la voz a su hermano, el cual, a diferencia de él mismo, siempre se había sentido interesado por las artes de la guerra, las armas y las grandes gestas guerreras.
—Bueno… déjame pensar —respondió Etholen haciendo memoria sobre lo que conocía del personaje—. Es, desde luego, un gran guerrero y un magnífico gobernante. Posee un muy bien preparado ejército, con el cual ha emprendido varias campañas contra los bolskanes. Esos bárbaros salvajes han protagonizado bastantes razias en Skhon, pero siempre han sido derrotados por Karos y sus tropas. Creo recordar que los bolskanes han intentado en múltiples ocasiones conquistar y anexionarse las costas norteñas de ese país, en donde recogen el ámbar. En la última…
—Sí, sí, pero dime, ¿cómo es él? —Lo interrumpió Eiren viendo que su hermano iba a continuar contándole cosas de guerras y estrategias—. ¿Qué sabes de Karos como hombre?
Etholen se quedo pensativo, rememorando.
—A ver. ¿Recuerdas cuando fuiste a Norax invitado por nuestra hermana? —le dijo y esperó a que asintiera para continuar—; el rey Karos visitó a nuestro padre de camino a Pheredon, donde se dirigía. En aquella ocasión lo vi de cerca. Estuve sentado justo detrás de él en la tribuna contemplando el torneo que se celebró en su honor —su hermano pareció perderse recordando a quienes combatieron en las justas y de donde habían llegado los distintos caballeros que combatieron—. Te voy a contar lo que recuerdo de él si me prometes no martirizarme pidiéndome más detalles cuando haya finalizado ¿de acuerdo? —preguntó mirando fijamente a su hermano y conociendo lo insistente que podía llegar a ser el pequeñajo cuando algo despertaba su curiosidad.
—Está bien, de acuerdo. Lo prometo —respondió Eiren sonriéndole—. Dime lo que sabes.
Etholen se preparó mentalmente para ir desgranando con un cierto orden sus conocimientos sobre el famoso guerrero.
—Bien, lo primero que puedo decirte es como es físicamente, al menos tal como lo vi cuando estuvo aquellos días hospedado aquí. Es muy alto, más que yo, debe de medir dos buenas varas y algo más de medio codo por lo menos. Posee un sólido cuerpo; ancho de espaldas y hombros, brazos recios y musculosos, piernas largas y fuertes. Su pelo es tan rubio que tal parece que sea más blanco que dorado, y lo lleva largo, a la altura de los hombros; sus ojos son grises, tan claros que casi se diría que son blancos, por lo que recuerdo y me han comentado, parecen tener algo del hielo de los picos fronterizos del norte de su país.
Eiren estaba con los ojos desorbitados; su hermano no sabía si era por la sorpresa o el terror ante lo que había escuchado. De repente rompió a reír, Etholen se quedó mirándolo pasmado. Su hermanito reía como un poseído y parecía que no fuera a ser capaz de parar nunca. Entonces soltó entre risas:
—Etholen, ¿estás seguro de que no sería un mejor esposo para ti que para mí?, tal parece, por la forma de describirlo, que te causó una muy buena impresión. ¿Estás convencido de tus preferencias sexuales, verdad?
El príncipe Etholen se puso como la grana y por un momento estuvo a punto de cruzarle la cara de un guantazo a su pequeño hermano, pero este, muy pícaramente, se lo quedó mirando con una sonrisa en los labios y le guiñó un ojo. Acción que hizo que el mayor de los dos acabará también acompañándolo en las risas.
Continuó su hermano una vez ambos se hubieron serenado.
—A tu prometido le gusta la caza como a mí, por supuesto al ser un buen guerrero y mejor comandante, siente pasión por las buenas armas, de las que según me han dicho posee una magnifica colección…
—¿Tiene hermanos o hermanas? —preguntó Eiren volviendo a interrumpirle; a él todo eso de las armas y los ejércitos no le interesaba en absoluto—. ¿Qué sabes de su familia o amigos? ¿Le gustan las artes? ¿Qué edad tiene?
Etholen se lo quedó mirando ante la batería de preguntas, su semblante tenía una expresión enfurruñada y le dijo:
—¿Pero tú, pequeño tunante desvergonzado, quién demonios te crees que soy yo?, ¿una fuente inagotable de chismorreo y habladurías?, ¿es eso lo que piensas de mí? —Y dicho esto, se lanzó sobre su hermanito y comenzó a martirizarlo con todos los puntos, de los que conocía muchos, donde tenía reflejos cosquillosos. Acabaron rodando sobre la enorme piel de oso que alfombraba el suelo.
Se rieron ambos de buena gana hasta que poco a poco fueron calmándose. Entonces, Etholen, sonriéndole le dijo a su hermano:
—En serio, Eiren, creo que deberías pedirle ese tipo de información al viejo Adon; ya sabes que esa vieja urraca es un pozo sin fondo de conocimientos. Seguro que te cuenta hasta cuantos primos terceros por parte de su tía abuela, tiene tu prometido.
—Sí, supongo que tienes razón —aceptó Eiren—; bien, gracias Etholen, ya me siento mucho más calmado. Con tu permiso me retiraré a mi cámara para pensar en lo que me has contado.
Su hermano lo miró compasivamente y, tras sujetarle la nuca con su mano, lo acercó para juntar sus frentes manteniéndose de ese modo durante unos instantes y soltándolo rápidamente como si se sintiera molesto consigo mismo por esa muestra espontánea de afecto.
Eiren se levantó de la piel de oso y se dirigió hacia la puerta sin decir nada más. Se encaminó lentamente por el pasillo hasta sus habitaciones y una vez llegado ante la puerta de las mismas, abrió y entró; dirigiéndose directamente hasta la mesa donde tenía los útiles de escritura y algunos viejos libros que aún no había terminado de leer, se sentó apoyando los codos encima de la misma y enterró su cara entre sus manos.