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Asmodeo o la Lujuria

Hasta Belcebú, que aseguraba, ufanamente, no haber posado los ojos en más papel impreso que en los que traen recetas culinarias y de cocktails, había leído «La Isla del Tesoro», de manera que la ubicación de los demonios dentro de la atmósfera piratería, fue cómoda y general. Sin embargo, advirtieron notables desemejanzas entre la geografía de Robert Louis Stevenson y la correspondiente a la Tortuga. La isla del primero es descrita como un lugar húmedo, afiebrado e insalubre, cubierto por una profusión insólita de pinos y de sauces, mientras que la que avistaban, y que debía su nombre a su traza parecida a la del acorazado reptil, se defendía de la pesadez del calor merced a la brisa obstinada del océano, y se ocultaba bajo un enredo de plátanos, de cocoteros, de tamarindos, de mangos, de caobas, de árboles del pan, de colosales sagúes y de higueras, ensamblados en extraña cópula por las trepadoras y los bejucos sarmentosos.

El galeón lanzó siete cañonazos ceremoniales («¿será para anunciar la presencia de nosotros siete?» —preguntó, por burla, el de la soberbia), y desde los acantilados le respondieron. Todavía tardaron una hora en atracar, pues fue menester deslizarse con cuidado por el canal al que sirven de paredes los corales sumergidos. Los demonios aprovecharon ese lapso para descender al puente, conocer a los personajes superiores del navío, y tal vez enterarse de la causa de su traslado a un paraje de apariencia tan pobre.

El principal del conjunto era Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy, Mayordomo de la Orden de Malta, a quien el Cardenal de Richelieu había mandado como gobernador a la isla, mitad francesa y mitad inglesa, de San Cristóbal, y que contaba unos sesenta años. Tratábase de un señor de escasa estatura, muy delgado, pero de mucho porte, sobre cuyo peto negro se explayaba la cruz nevada de ocho puntas de los caballeros malteses. En un medio de filibusteros y de bucaneros, él —que por cierto no lo era, sino lo más contrario— llamaba la atención, por ser el único que disimulaba uno de los ojos bajo un parche oscuro, de tal suerte que, sin fijarse en los demás, cualquier lector de novelas de piratería, se hubiera dirigido a este hidalgo, para solicitarle un autógrafo, creyéndolo un corsario, y no el Excelentísimo Señor Gobernador, lo que lo hubiese irritado mucho. Verdad es que le faltaban, para completar la clásica figura, la pata de palo y el papagayo sobre el hombro. Asimismo, oponiéndose a lo que destacó a los piratas auténticos, sobresalía por las maneras corteses y por el hablar refinado, que hasta exageraba un poco, deseoso, probablemente, de marcar bien la disimilitud. Calábase hasta las orejas un sombrero de anchas alas, al que favorecía un plumaje blanquinegro, bajo el cual aparecía el triángulo de su cara aguda y sus cabellos, perilla y bigote, que habían dejado de ser grises. En resumen, sólo dos colores se conjugaban para combinar su imagen fina: el negro y el blanco, y eso contrastaba con la policromía de los circundantes, casi todos hombrachos o mocetones, que se ceñían las cabezas con pañuelos variopintos y que llevaban unas camisas y unas fajas deslumbradoras. Uno, empero, ya cuarentón, se separaba también del resto por la calidad de su ropaje, que siendo de tonos vivos, evidenciaba una pulcra preocupación. Era Monsieur de Fontenay, a quien el Mayordomo de Malta llevaba como segundo jefe, en su visita a la isla de la Tortuga.

Habíanse reunido en la playa todos los pobladores. El galeón se detuvo a unas cincuenta brazas de la ribera, en el punto de desembarco. Todavía no hemos mencionado la singularidad de ese fondeadero, allende el cual no podían arriesgarse las naos de alto bordo. La suscitaba una flotilla, integrada por transportes muy diversos. Allí veíanse dos galeones, de menos calado que el de Monsieur Philippe, y unas cuantas fragatas, corbetas y galeras, que izaban en sus mástiles los pabellones surtidos de Europa (fuera del español), mezclados, generalmente, con banderines de calaveras, tibias cruzadas, jabalíes o esqueletos. Aquí y allá, una tripulación se entregaba a faenas de limpieza o de simplificación, quitándoles los opulentos adornos dorados, para disminuir su peso. Las casuales marinerías no pararon mientes en la dignidad con que Monsieur de Lonvilliers de Poincy, seguido por Monsieur de Fontenay, bajó la escalerilla de su nave, y se ubicó en un bote, pero desde una de las embarcaciones ancladas, a medida que el frágil bastimento, escoltado por dos otros del galeón, cruzó entre las proas decorativas, le dio la bienvenida un grupo de músicos discordantes, de ésos que llevaban las flotas para distracción de quienes las servían, y para contribuir al barullo, durante los abordajes feroces.

De pie en su falúa, Monsieur Philippe se quitó el sombrero, con amplio ademán cortesano, cuando enarbolaron en la isla la enseña de las lises. Así llegó a la playa, donde Monsieur Levasseur, Gobernador de la Tortuga, le tendió una mano para ayudarlo a descender a tierra. Por supuesto, los demonios lo habían acompañado en el náutico recorrido, y no cesaban de sorprenderse de la miseria del territorio adonde iban a parar múltiples y mal habidos tesoros.

Efectivamente, éste dejaba mucho que desear, como sitio de placer y de holganza. Lo comprobaron los huéspedes, al acceder, con harta fatiga, al pináculo en el que se escondía «El Palomar», casa-fuerte construida por Monsieur Levasseur, para alcanzar a la cual era menester el uso de escalones tallados en la piedra y de peldaños de hierro. Los demonios volaron hasta la cumbre, pero el prócer maltés no tuvo más remedio que valerse de sus flacas piernas, protestando contra la aspereza de esas soledades y añorando su castillejo de la isla de San Cristóbal, al que trescientos esclavos atendían. Agonizaba la tarde, y en breve titilaron las admirables estrellas del trópico; luego se levantó la luna, redonda, teatral, a cuyo claror los siete divisaron las miserables casucas donde los filibusteros vivían, y sus tabernas pordioseras.

Sublevábanse contra tanta mezquindad y contra los trajes deslucidos de los habitantes, las fantásticas alhajas que lucían éstos. Largos collares de perlas, broches de esmeraldas, pendientes de rubíes, ajorcas de oro, realzaban aquellas fachas de patíbulo, y Monsieur Philippe, al caminar por una senda de cocoteros hacia el fuerte y sus cañones, ojeó con su único ojo, las joyas, dignas de las mujeres más bellas del Mundo. Sabía que la Tortuga no albergaba ni una sola mujer, pues lo prohibía la severidad de su reglamento, y su puritano espíritu se rebelaba contra un lujo al que consideraba testimonio de desorden.

Pronto se percataron los diablos de la estrictez intolerante del Excelentísimo Gobernador de San Cristóbal. Era acendradamente católico, en tanto que el Excelentísimo Gobernador de la Tortuga era hugonote sin discusión. Lo raro es que el último fuera de sobra más indulgente que Monsieur Philippe, de quien, por asuntos de la burocracia borbónica y del escalafón colonial, dependía. No ignoraba Monsieur Levasseur los matices psicológicos de Monsieur Philippe; lo que sí ignoraba, es que venía a reemplazarlo, despojándolo de su opípara prebenda. Por eso lo acogió agradablemente, en su primera visita a la Tortuga, y se esforzó por que ésta fuese lo más cordial posible. Se la ofreció en bandeja, como un convite de frutas, y lo dejó reposar en la habitación que le asignara. Allí, Monsieur de Poincy meditó sobre la misión (o el desquite) que le incumbía, los cuales, siendo desagradables, no dejaban de ser de su agrado. Esa reflexiva actitud, con los planteos retrospectivos inclusos, auxilió a los demonios, acechantes en torno del funcionario austero, para formarse una idea cabal de la situación.

Desde que el Cardenal Ministro le confió el gobierno de San Cristóbal, Monsieur de Lonvilliers de Poincy debió debatirse contra elementos complejos. Los ingleses habían sido sus iniciales ocupantes, en 1623. A fin de lograrlo, tuvieron que luchar contra los caribes, sus amos bravíos. No les hubiera ido demasiado bien en la empresa, pues los indios, que conocían cada recoveco, menudeaban las estratagemas y escaramuzas, de no haberse presentado, por azar, los franceses. Los comandaba Monsieur Pierre Belain d'Esnambuc, segundón de una familia noble, quien había probado fortuna, sin éxito, en las lides de la piratería, hasta que frente a la isla zozobró su nave. Allá, Mr. Thomas Warner, el Gobernador inglés, le abrió los brazos y le propuso una alianza, que d'Esnambuc aceptó con regocijo. Juntos, se dedicaron a explotar a San Cristóbal, hasta que, al cabo de dos años, el francés retornó a su patria, opulento. Richelieu lo escuchó; valoró las ventajas que podían derivar, para la Corona, de su experiencia y astucia; y lo mandó de vuelta, con la orden de eliminar a los ingleses y de ocupar la totalidad de las Pequeñas Antillas. En lugar de suprimir a su amigo Warner, d'Esnambuc llegó a un acuerdo con él, y el resultado fue la repartición, entre ambos, de la isla. Empero, un año más tarde, el inglés se vio obligado a expulsar a su socio, aplicando a regañadientes ordenanzas venidas de Londres. Reaccionó el caballero (quizás de concierto con el británico), lo atacó y lo redujo. Warner partió para su país, a informar de lo acontecido, y d'Esnambuc quedó de absoluto dueño. Hubo entonces una incursión bélica de los españoles, a raíz de la cual ingleses y franceses, solidarizados, probaron la acidez de la derrota. Sin embargo, los españoles se fueron pronto, luego de una inútil quemazón, y d'Esnambuc regresó a su señorío. También regresó Warner, con lo que se restableció la división isleña, esta vez bajo la égida de sus respectivas naciones. Pese a que los de Francia llevaron adelante el plan que fijara Richelieu, y se apropiaron de la Martinica y de Guadalupe, el Cardenal consideró que la fraternidad de Warner y d'Esnambuc no condecía con el espíritu de sus proyectos, y resolvió descartar a su representante. Consecuentemente, Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy, designado Gobernador de San Cristóbal, entró en escena. Monsieur Philippe era un hombre harto distinto de Monsieur Pierre. Este último dormía en una hamaca, sujeta de dos palmeras, mientras que el nuevo administrador requirió un castillo de dos pisos, rodeado de jardines. En él albergó su soledad altiva, que únicamente abandonó para apoderarse, con ejemplar eficacia, de catorce islas más. Mientras las coleccionaba, como un filatélico colecciona sellos antillanos, lo circundaron inquietantes rumores relativos a la Tortuga. Vivía en ella, a escasas millas al noroeste de la Española, un puñado de aventureros sin patria, quienes habían constituido una curiosa suerte de república, bajo el nombre de Cofradía de Hermanos de la Costa, y practicaban desenfadadamente el próspero filibusterismo. No era Monsieur de Poincy un señor a quien arredraban los desmanes. Sin vacilar destacó en 1640, para que de la Tortuga se adueñase, a Monsieur Levasseur, uno de los curtidos capitanes de d'Esnambuc. Dijimos que Levasseur era hugonote. Al desprenderse de él, el católico Monsieur Philippe aprovechó para deshacerse de otros herejes, quienes acompañaron al presunto conquistador. Levasseur fue muy hábil. En lugar de conquistar la isla, conquistó a los piratas, y se hizo elegir gobernador, barriendo con el que desempeñaba esas funciones. No obstante, no juzgó oportuno anexar la Tortuga a Francia, todavía. Levantó el fuerte, y en realidad se convirtió en un filibustero más, con lo que eso entraña de provecho, ya que percibió tajadas suculentas, de los botines. Al remoto Monsieur de Poincy lo mantuvo alejado con embustes zalameros. Lo ayudó la circunstancia de que el nuevo Ministro, el Cardenal Mazarino, valorase los rendimientos que para su política procedían de la amistad de los piratas, quienes infligían notables pérdidas a los españoles. Y de Poincy, desterrado, vejado, olvidado en San Cristóbal, en tanto Levasseur gobernaba espléndidamente a la Tortuga, enfermó de encono. El odio es uno de los supremos motores del Mundo, y Monsieur Philippe aceitó al suyo, con prolija pasión, durante años. Hasta que sonó su hora. En 1647, las potencias europeas se distribuyeron las Antillas; y la Tortuga no correspondió ni a Francia ni a Inglaterra sino, precisamente —como si Monsieur de Lonvilliers de Poincy hubiese presidido la mesa de las diplomáticas deliberaciones— a la Orden de Malta, junto con San Cristóbal, San Bartolomé y la mitad de San Martín. Tantos santos enardecieron al piadoso Gobernador, espectacular dignatario maltés. De inmediato, designó a Monsieur de Fontenay, para que relevase a Levasseur, el desleal. Y con él, ebrio de pompa, desplegadas las banderas de Malta entre las de su tierra de origen, fija sobre el pecho la heráldica y autoritaria cruz, navegó hacia la Tortuga. A punto de desembarcar, lo hallaron los demonios, cuando rezumaba venganza y orgullo. Ahora fumaba su pipa, en «El Palomar», como si estuviera en la Ciudad Prohibida de Pekín y si este peñón no midiese cuarenta kilómetros de largo por ocho de ancho, sino abarcase la magnitud de la China entera. Le brillaban los ojos como el cielo tropical. Se frotaba las manos. Reía.

—¿Es a Monsieur Philippe a quien debe tentar Su Excelencia? —preguntó Mammón.

—No lo sé —respondió Asmodeo.

—Me parece más propenso al odio que a la lujuria —intervino Lucifer.

—Si nuestro jefe escogió a este candidato —añadió Asmodeo—, la lujuria se encargará de Monsieur Philippe.

—Ha de ser duro de pelar —suspiró Belcebú.

—No existe hombre demasiado duro para el ariete de la lujuria, Excelencia. A los santos no los cuento; están hechos de una pasta especial. En mis laboratorios, hemos acondicionado artificios interesantes, resultado de investigaciones milenarias. Hay allí técnicos muy capaces, científicos de primer orden. En esta ocasión me propongo no utilizar más recursos que los que suministra la Tierra, con algún toque propio. Ya veremos.

Esa misma noche, el Capitán Levasseur agasajó con un banquete a Monsieur de Lonvilliers de Poincy. Participaron del mismo, además de Monsieur de Fontenay, varios piratas que se decoraban con la jerarquía de almirantes y con joyas de princesas.

—Aquí cualquiera es almirante —los desdeñó Leviatán, que con sus compañeros presenciaba el festín.

A los postres, el Capitán brindó a la salud del Gobernador de San Cristóbal. Monsieur Philippe brindó, a su vez, por el Gobernador de la Tortuga. Para agradecérselo, pusiéronse de pie, simultáneamente, Levasseur y de Fontenay. De ese modo original y abreviado, se enteró el primero de la modificación de su destino, lo que le cayó muy mal. Se ensombreció, masculló vocablos incomprensibles, y siguió bebiendo. Entre tanto, de Poincy y de Fontenay alzaron sus copas en honor de la Orden de Malta. Ambos eran nobles y católicos; eso erguía, entre ellos y Levasseur, un espeso muro, enriquecido por el detalle enjundioso de que la victoria estaba de su lado. Los piratas, que aparentemente seguían al de más éxito, les hicieron coro.

—¿Cuál de estos tres, si alguno, será su personaje? —tornó a inquirir Mammón, encarándose con Asmodeo.

Como contestación, enmarcó a Monsieur de Poincy una aureola de chispas, sólo visibles para los demonios.

Le voilá, Excellence.

El Capitán Levasseur se retiró temprano, sin despedirse. Iba, sin duda, a preparar su represalia. Amaneció misteriosamente asesinado, quizás por sus lugartenientes, y el Gobernador de Fontenay mandó que le rezaran una misa. Aclarado así el paisaje, Monsieur de Poincy se dedicó a recorrer la isla, que se recorría rápido. Vio el mercado de robos, frecuentado por clientes de todo el archipiélago; vio las tabernas (sin entrar); elogió los sembradíos; alabó la ausencia de mujeres; conversó con maestros de velámenes, con pilotos, con cirujanos, con artilleros; le maravilló que los Hermanos de la Costa pagasen con seiscientas piezas de ocho o con seis esclavos, la pérdida del brazo derecho, y con cien piezas o un esclavo, la pérdida de un ojo: como él conservaba uno, sobreviviente junto al del parche negro, computó exigua la tasación. Respiraba hondamente, feliz y tranquilo. Su frialdad adusta se entibiaba al sol del triunfo. Anunció que zarparía, rumbo a San Cristóbal, tres días más tarde.

—Excelencia —le dijo Satanás a Asmodeo—, si no quiere que viajemos y que esto se estire, tendrá que actuar en breve.

—Esta noche será.

Solicitó el de la libídine la colaboración del de la gula, pues necesitaba aderezar unas cocciones. Se metieron en la cocina y trabajaron con asiduidad.

—La comida —comentó Asmodeo— es mi gran aliado. ¿Conoce el De re coquinaria de Apicius, un romano del siglo I?

—¿Después de?

—Sí, después de.

—Lo ignoro.

—Me sorprende, Excelencia. Apicius debiera integrar su bibliografía, porque le corresponde. He aquí las hierbas que, según él, provocan reacciones sensuales: el comino, el eneldo, el anís, el laurel, la semilla de apio, la alcaparra, la alcaravea, el sésamo, la mostaza, el chalote (o ascalonia), el nardo, el tomillo, el jengibre, el ajenjo, la albahaca, el perejil, el orégano, el poleo, el jaramago, el alazor (o cártamo), la ruda, la malva, el ajo, el hisopo y el ligustro.

A medida que los nombraba, golpeaba las manos y aparecían, de suerte que la mesa se fue colmando de colores y de sahumerios.

—Es absurdo —dijo Belcebú— que muchos comestibles que figuran en la canasta familiar más simple, sean considerados por este romano como estimulantes eróticos.

—Tal vez gracias a su divulgación y popularidad —le respondió Asmodeo—, se siga poblando el Mundo con entusiasmo inocente. ¡Quién sabe si los problemas que causa la superprocreación, y que tanto desasosiegan a los confeccionadores de estadísticas, no tienen por motivo al abuso del perejil, del laurel y del ajo! Recurramos ahora a las verduras que aconseja Apicius: la alcachofa, las habas, el espárrago, el nabo, la trufa, la chirivía (o pastinaca), la remolacha, la nueza, el repollo, la achicoria, el pepino, el fenogreco (o alholva), el rábano y la lechuga.

—¿También la ingenua lechuga?

—También.

Como en la ocasión pasada, las hortalizas desbordaron sobre la mesa, que daba gusto ver.

—Vaya, por favor, preparando una ensalada —suplicó Asmodeo—. No se quejará de carencia de materiales. Yo, entre tanto, sin abandonar el texto del sabio Apicius, acumularé las «frutti di mare» que el De re coquinaria propone para el mismo fin. Recordemos: los pulpos, los mejillones, los erizos, las ostras, las jibias, los cangrejos y los torpedos (o rayas eléctricas). Aquí están. Con ellos, Su Excelencia conseguirá esplendores.

Afanábase Belcebú, cortando, limpiando, abriendo, mezclando, sazonando, mientras que Asmodeo batía, en un alto recipiente, el brebaje predestinado a inquietar la boca y las entrañas de Monsieur de Poincy.

—Para la bebida —explicó— desamparo a la antigua Roma y me asilo en la India, que pretende, candorosamente, ser inmemorial. Necesito substancias curiosas: la raíz de la planta de ucchata y la pimienta de chaba. El resto es sencillo: leche, azúcar y orozuz (o alcazuz o regaliz). Los hindúes son buenos alumnos míos, en lo que al erotismo atañe.

Belcebú anotó la receta, minuciosamente, en un cuaderno lleno de apuntes. Se estremecieron, lúbricas, las ollas. El pulpo y el calamar asomaban sus tentáculos. Coronaba el laurel a la celebridad del ajenjo.

—Ah… —murmuraba el tragón— ah…

—Ya me arreglaré yo —le manifestó su colega—, para que cuando acuda el cocinero de Monsieur Philippe le sirva esto, comparado con lo cual, a pesar de su modestia, el banquete del extinto Monsieur Levasseur será papilla infantil. Al instante me voy a la cámara de yantar, donde soltaré los perfumes lascivos que, para obtener un armónico conjunto, asimismo reclamaré a la India.

No se resignó el goloso a perder ese espectáculo. Tras él fuese, y atestiguó cómo mixturaba, en una cazoleta de bronce, inclinándose con reverencias rituales y murmurando en sánscrito literario, idénticas proporciones de cardamomo, de olíbano, de la planta llamada garuwel, de madera de sándalo, de jazmines y de rubiáceas de Bengala. Al cabo de minutos, ese salón y la cocina se metamorfosearon en baterías de la concupiscencia alimenticia y aromosa. Sin fuego, ardía el caserón.

—Finalmente —dijo Asmodeo—, falta la música, el fondo musical: la música, complemento incitador de las mejores escenas que culminan en el deleite de la carne. Las restantes Excelencias no se negarán, espero, a realizar esa tarea artística. Conviene la muy suave y lánguida, atravesada, aquí y allá, por latigazos, por zarpazos melódicos.

Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy, comía protocolarmente solo, frente al ventanal que abría a la terraza. Zumbaban los insectos luminosos, perseguidos por las moscas verdes de Belcebú y aventados por un grumete bizco, que movía una hoja de palmera. Lejanos, oíanse estampidos, pero el Gobernador estaba al corriente de qué se trataba, y sabía que no era menester preocuparse. Algunos bucaneros jugaban a la pistola. Era un juego barato, cómodo y eficaz: varios se metían en una pequeña habitación; uno de ellos se sentaba en el piso, frente a dos pistolas o trabucos; los demás circulaban, arrimados a las paredes; de súbito, el del centro apagaba las velas y quedaban totalmente a oscuras; tomaba las armas, las cruzaba y tiraba al azar; los gritos sacudían la noche; caían heridos o muertos. Cada uno se distrae como puede y según sus preferencias. Aburríanse los piratas, en su isla sin mujeres, y recurrían a fáciles procedimientos, en pos de diversión. Sin embargo, la mayoría, más cauta, optaba por emborracharse, y sus disputas, sus cánticos, sus maldiciones y sus eructos, ascendían, entre el gruñir y el aullar de las bestias salvajes, famélicas o en celo, hasta la cámara donde Monsieur Philippe atesoraba bocados sorprendentes. No era el Gobernador un gastrónomo. Por lo demás, hacía años que, en San Cristóbal, su estricta ración fundamental consistía en carne de puerco y sopa de tortuga. Otro, al hacer frente al imposible menú romano-índico que imaginara Asmodeo, se hubiera asombrado. Él no. Mientras trituraba e ingería, se limitó a pensar que allí la culinaria diversidad era bastante mayor que en San Cristóbal, y que tal vez le conviniese llevar un cocinero de vuelta. Y siguió saboreando y embuchando. Una sensación imprevista lo recorrió en breve; algo que lo impelía hacia la ternura, hacia el comercio de sus semejantes, hacia un intercambio comprensivo. Miró al grumete, y pensó que si no fuera bizco, no sería feo, y que aun bizco, tenía gracia. Pero al punto su cuidada frialdad, su sequedad congénita, impuso su reacción, y Monsieur Philippe, como el quelónido al cual la isla debía su nombre, se encerró dentro de sí mismo y desterró esas ideas intrusas, tal como el grumete aventaba los insectos. El extraño perfume de la cazoleta parecía ser el aliento nocturno. No llegaba a marearlo, pero de repente sumía al Mayordomo de Malta en una dulce debilidad.

Alrededor, los demonios no se otorgaban descanso. Asmodeo sobrecogió a Monsieur de Poincy, pues le colmó la cabeza de citas del Kama Sutra de Vatsyayana Malanaga, de Petronio, del Aretino, del Marqués de Sade, de Maurice Sachs, de «The Pearl», de libritos pornográficos de ésos que venden en Nueva York, en la zona de Broadway, que no había leído nunca y que, en ciertos casos obvios, no hubiera podido leer. Apabullado, arañado y tironeado por el despertar de emociones que ni siquiera dormían, pues estuvieron siempre ausentes de su ánimo, Monsieur Philippe se paró. Sacudiéndose, como un perro empapado de agua turbia, supuso que la isla estaba embrujada, y lo estaba en verdad.

En ese momento entró Monsieur de Fontenay con el tablero de ajedrez bajo el brazo, listo para la diaria partida.

—Singular aroma —expresó, alzando la nariz.

El Gobernador de San Cristóbal lo recibió con alivio:

—No sé qué me ocurre. Una opresión… Quizás sea la atmósfera de esta isla herética. Juguemos. El Diablo anda suelto aquí —añadió, sin equivocarse.

Se acomodaron. El jengibre, el nabo, el pepino, la mostaza, el sésamo, la raya y el pulpo, se reconocían en los conductos interiores de Su Excelencia, y apresuraban convenios agresivos. Las piezas diseminadas en el tablero, adquirían trazas anormales, sobre todo porque Asmodeo recurría ahora a las ilustraciones de los libros japoneses consagrados a los múltiples montajes del amor.

Inesperadamente, sin conseguir evitarlo, Monsieur de Poincy cogió una mano de Monsieur de Fontenay, que levantaba una torre:

—Tenéis las manos hermosas —le dijo.

El Gobernador de la Tortuga se miró las manos, atónito. Eran bastas, cortas. En el anular derecho, el anillo con el escudo de los ocho mirlos de gules se divorciaba de las otras gruesas falanges.

—¿Habéis notado —añadió Monsieur Philippe, señalándole al grumete— las caderas de ese pirata? Es raro que haya gente tan fina, en estos contornos.

Por cortesía, de Fontenay se volvió hacia el papamoscas y comprobó su bizquera.

—Es bizco —apuntó, por decir algo—. Los bizcos traen mala suerte. —Luego sugirió—: Creo que su merced debiera acostarse. Está fatigado. Los trajines fueron excesivos. Y esa muerte… la muerte del Capitán Levasseur…

Monsieur Philippe recordó al asesinado. Lo vio caído, pero desnudo, la piel de nácar. Se pasó la mano sobre la frente:

—Sí, me acostaré.

Monsieur de Fontenay lo escoltó hasta su aposento, en alto el candelabro, barruntando que si el señor le rodeaba con el brazo la cintura y se la oprimía, era para no vacilar. Le dio las buenas noches, se inclinó, cerró la puerta, y lo dejó adentro, con los siete demonios. Se fue, deduciendo que los sesenta años deben ser una edad peligrosa, pero después concluyó que lo son todas las edades.

El dignatario de Malta se desvistió, como si soñase que se estaba desvistiendo. Quitóse el parche, y su cuenca se mostró vacía. Antes de deslizarse entre las sábanas, un espejo, traído de quién sabe qué despojo de filibustería, lo reflejó, escuálido, huesudo. Le alcanzó el tiempo para decirse que, al fin y al cabo, físicamente, no estaba tan mal. ¡Ah, si él hubiera osado, antes…! Pero no. No se atrevió jamás. A nada. Él había sido, invariablemente, el riguroso, el áspero, el inflexible, el intolerante, el perfecto Monsieur Philippe de Lonvilliers de Poincy. Murmuró unas vagas oraciones, que se resistían a salir de sus labios.

—¡Música! —ordenó Asmodeo.

Los demonios, llevando a la práctica lo que concertaran, revistieron unos pantalones negros, apretadísimos, y unas blusas naranjadas, transparentes, de amplias mangas, ceñidas en las muñecas con floridos encajes. Se proponían improvisar una orquesta antillana, pero como no poseían ni la menor idea de su instrumental, decidieron recurrir al banjo, a la marimba, al marimbao, a la maraca, al serrucho y a la guarura, que es una caracola. Cuando apareció el botuto, trompeta de guerra de los indios del Orinoco, Asmodeo lo despidió con ademán imperioso.

—¡A tocar! Suavemente…

Fue tal el estruendo, que Monsieur Philippe pegó un salto.

—¡Suavemente! —exigió Asmodeo—. ¡Violines y serruchos! Una… una habanera… y canten… con suavidad…

Los ejecutantes acataron su mandato y se dividieron en dos grupos, los serruchos por aquí, y los violines por allá. Fijas entre las piernas las sierras de afilados dientes, las hacían vibrar, sollozantes, dolorosas, y los violines marcaban la cadencia con agudos y bajos gemidos. Les pareció que lo oportuno, puesto que estaban en la isla de la Tortuga, sería entonar una canción de piratas, y como la única que conocían era la que Stevenson incluye en «La Isla del Tesoro», la modularon, adelgazando las voces, hasta que sonaron como las de los «castrati»:

Fifteen men on the dead man's chest,

Yo-ho-ho, and a bottle of rum,

And a bottle of rum.

Eso, entornando los ojos, contoneándose y aproximándose al balanceado ritmo de la habanera.

Encaramado en el dosel del lecho, con la cazoleta humeante en una mano y en la otra una batuta, Asmodeo asomó la jeta porcina y las orejas de conejo entre los cortinajes, y agitó las alas verdosas, de provocante cantárida, hasta desprender unas tenues limaduras que, espolvoreando al yacente cíclope, contribuyeron a su enajenación. Dio dos golpes con la batuta, acentuó el tono de falsete, y comenzó a cantar:

Cuandó… salí de La Habana, brillaba el sol…

Los restantes lo siguieron:

¡Ay chiquita que sí,

ay chiquita que no… ay!

Monsieur Philippe, en cueros como vino al mundo, pero menos bien, respiraba el espeso olor, y bebía la música y las voces que, entreveradas con el rezongo de los ebrios, simulaban proceder de la campiña. Los serruchos maullaban quedamente, remedando el venéreo apetito de los gatos; deliraba la fruición de los violines. Asmodeo vislumbró que Monsieur de Poincy estaba suficientemente adobado para dar principio al gran show.

Dejó que los musicantes interpretaran, en sordina, algunos bailes con ambición de exóticos —la zamacueca, la conga, el bambuco, la rumba, el cumbé—, y lo aprovechó para intensificar la presión de la atmósfera, tan extrema que el maltés resoplaba con dificultad. Entonces el demonio probó hasta qué punto lo era. De un brinco, se situó en el medio del aposento, encuadrado, como un teatrillo, por las columnas de la cama, y allí, sucesivamente, retozando con erudita holgura por encima de los siglos y de los países, fue una geisha del Japón, un efebo espartano, una hetaira de Corinto, un travesti brasileño, Safo de Lesbos, el amante de Lady Chatterley, una Emperatriz de Bizancio, el Príncipe de los Lirios de Creta, una prostituta de Hamburgo, un paje del Renacimiento, las dos majas de Goya, Lord Alfred Douglas, un hada de Las Mil y Una Noches, un hermafrodita de cualquier parte, Don Juan y la Bella Otero. La orquesta acompañó el aparecer y desaparecer de personajes tan distintos, con compases adecuados que se escalonaron desde Madama Butterfly (para la geisha) hasta un vals de Strauss (para la Bella Otero), y Asmodeo se ingenió para que antes de esfumarse el uno, el otro surgiera, de modo que desnudeces de tan distinta laya se mezclaron, y que en determinado instante el travesti del Brasil, el amante de Lady Chatterley, Safo y el Príncipe de los Lirios —por citar un pequeño ejemplo—, combinándose, ensamblándose y acoplándose, organizaron la estructura de un humano y voluptuoso pulpo, lleno de posibilidades, que suscitó la reacción afín del pulpo habitante del canal digestivo de Monsieur Philippe, con lo que ambos pulpos, el visible y el invisible coadyuvaron con pasión estrecha en favor de lo que concienzudamente perseguía Asmodeo.

A de Poincy no le alcanzaba su ojo huérfano. Añoraba los de Argos. La geisha se desató el obi y abrió su kimono; el efebo se exhibió como en la palestra, es decir como bajo la ducha; la hetaira evidenció y no evidenció, astutamente, lo que le convenía; el travesti conservó apenas cubierto lo que lo hubiese delatado; el de la Lady se descubrió el pecho velludo y algo más importante; la Emperatriz patentizó que el manto, pesado como una dalmática, era su única ropa; el Príncipe se encaprichó y mantuvo su tocado de plumas, libre del resto; la pecadora de Hamburgo, hizo lo mismo, pero con las medias negras y las ligas de brillantes falsos; el paje se ajustó con tal ahínco y habilidad, que no necesitó desvestirse; la Maja Vestida copió a su «pendant»; Lord Douglas se limitó a sonreír y fue como si se desnudase; el hada lanzó a volar sus velos y testimonió que las hadas (las de Oriente) plagian las tersuras de la doncellil anatomía; el hermafrodita reiteró la posición del andrógino del Museo Vaticano, que es la clásica, por época y por andrógino. Don Juan recalentó el ambiente, sin más calorífero que su presencia; y la Otero tardó tanto en despojarse del corsé, las enaguas, los calzones y etc., que se quedó a mitad de camino de un «strip-tease» ilustre, porque las mutaciones se producían con ladina velocidad.

Yo-ho-ho, and a bottle of a rum

Cuandó… salí de La Habana…

¡Desventurado, acribillado Monsieur de Poincy! Las furias ardientes se habían desencadenado y zapateaban, descalzas, sobre su miseria. Todo él era una sola ascua y una sola rigidez. ¿Es justo, entonces, que nos choque, que nos disguste, que recurriese al exclusivo procedimiento que conocía y del cual podía echar mano —ya que aquella comparsa consistía en meras sombras—, para desagotar su angustia? A él apeló el sexagenario, remontando torpemente el luengo camino que de su adolescencia lo separaba. Quedó exhausto, pero fue grande su alivio. Las cosas no terminaron, sin embargo allí. Durante dos días, no logró abandonar su cámara, entreabriendo apenas la puerta para recibir algún alimento, y rechazando a Monsieur de Fontenay y a los oficiales que acudían, solícitos, y se pasmaban al divisar, por el resquicio vedado, la flaca desnudez del Gobernador. Durante dos días, dos días enteros, Asmodeo lo hostigó renovando las imágenes, multiplicando las composiciones, azuzando a la orquesta y al cocinero Belcebú, obligando al caballero a prolongar su orgía solitaria, desembocadura de una vida de rigor, de aislamiento. Y aun en esa ocasión, impuso el Destino cruel que el Mayordomo de Malta actuase bajo el signo de la incomunicación, y que la que debió ser su plática amorosa, fuese un monólogo.

Por fin, la mañana elegida para hacerse a la mar, franqueó Monsieur Philippe el acceso a su alcoba. ¡Con qué espectáculo toparon sus gentes! El señor de Lonvilliers de Poincy estaba postrado en el desorden del lecho, pálido e inmóvil como la misma Muerte, enseñando como ella los dientes y las costillas, y mucho más, tan laxo y destruido que el piadoso Monsieur de Fontenay se apresuró a cubrirlo con la capa negra y su cruz de ocho puntas. Lo lavaron, peinaron, trajearon y calzaron. El Gobernador de la Tortuga lo alzó en sus brazos fuertes y, mientras rompían la calma los cañonazos ceremoniales, lo condujo al galeón. El famoso grumete bizco le llevaba el emplumado sombrero. Los pobladores fueron detrás. No imaginaba nadie a qué causa atribuir el desfallecimiento del Gobernador de San Cristóbal, quien tartamudeaba y, cuando se lo conseguía entender, profería palabras tan obscenas que era mejor que tartamudease. También le dieron escolta los siete demonios, encabezados por el cojo Asmodeo, al que palmoteaban sus cofrades. Inmensas mariposas reverberaban al sol.

Lucifer, empero, dijo:

—A riesgo de que se me tilde de pesado, por mi insistencia, me permito destacar, señores, que la Soberbia, mi Soberbia, y en ciertos casos la Vanidad, su hermana menor, son la fuente común de todos los grandes pecados. Por soberbia, sucumbió Madama Catalina de Thouars, en el castillo de Tiffauges; por vanidad, perecieron Nonia Imenea y los demás pompeyanos que, avaramente, no se resignaron, durante la erupción, a separarse de los testimonios de su prestigio; por soberbia la envidiosa Emperatriz Tzu-Hsi abatió al Hijo del Cielo. El ermitaño Don Antonino Robles no pecó por soberbia, en Potosí, mas a su lado resplandeció el terrible orgullo del Capitán General Melgarejo, mientras lo incitaba a caer con él bajo la provocación de la gula. El Sior Leonardo fue una víctima de la vanidad, como lo fueron los Rezzónico venecianos, con quienes se ensañó su ira. Y en cuanto a Monsieur Philippe ¿quién duda de que su soberbia, disfrazada de cristiana austeridad, lo guió a perderse en las desazones de la lujuria?

—Como Su Excelencia comprenderá —le contestó Asmodeo—, estoy algo cansado. No me exija que arguya ahora.

—Permítame, Excelencia… Lejos de mí pretender menoscabar su trabajo, que ha sido magnífico. Las pruebas sobran allí.

Y Lucifer señaló al Mayordomo de Malta, que abandonaba el bote y ascendía la escalera del galeón, transportado por Monsieur de Fontenay. Volvió en sí en la toldilla, y casi no le bastó el aliento para ordenar que el grumete se incorporara a la tripulación.

Sentáronse los demonios en unas peñas y permanecieron largo espacio, fumando y observando las maniobras. Izaban las velas; levaban anclas; soltaban estampidos; saludaban estandartes. Se iban, se iban ya. La nave ganó el viento, viró, reviró, sotaventeó, guiñó, escapuló, e hizo otras cosas de nave.

—Partamos nosotros también —invitó Satanás—. Aquí llegan nuestros transportes, esta vez íntegramente fieles. ¿Cómo? el toro Asurbanipal se afeitó la barba. Nos queda por remachar nuestra obra, con el episodio del último pecado. Le ha correspondido a la Pereza, como era lógico, afanarse cuando no hay más remedio.

—Yo debo confesar —dijo Belcebú— que deploro que nuestro viaje se aproxime a su fin.

—Yo también —lo apoyó Asmodeo—. Comparto la opinión del Gran Diablo, según el cual Tomás de Aquino se quedó corto, al reducir a siete los pecados capitales.

—Por ejemplo —intervino Lucifer— se me ocurre que el resentimiento (que no es la envidia) es un pecado bastante peor que la gula.

—No me menosprecie, Excelencia —rogó Belcebú.

—¿Y la adulación? —preguntó Satanás—. ¿No es peor que la pereza?

—¿Y la hipocresía… que no es la mentira? —preguntó Mammón.

—¿Y el odio… que no es la cólera? —preguntó Leviatán.

—A ése lo han tenido en cuenta —le contestó Lucifer—. Recuerde aquello de «amarás a tu prójimo», etc. Hubiera sido una distracción imperdonable.

Desplegaron las alas y subieron, saturados de elegancia. Abajo, cabeceaba el galeón.

—El Gobernador de San Cristóbal —concluyó Asmodeo— lleva consigo un álbum en colores, del cual no se separará hasta la conclusión de su vida. Lo seguirá hojeando, hojeando, manipulando, noche a noche. No creo que viva demasiado.