10
Satanás o la Ira
—La ira —dijo Satanás, alzándose la máscara y aspirando con elegancia una pulgarada de rapé—, como la soberbia, con la cual se vincula íntimamente, es un pecado espléndido, limpio, vibrante, relampagueante, a diferencia de lo que con otros pecados capitales sucede, a los que prefiero no nombrar, por no ofender a Sus Excelencias. Un pecado aristocrático.
—Probablemente —le respondió Mammón—, Su Excelencia pensará que la avaricia no lo es; que es un pecado de gente de medio pelo. Por ese camino, hasta sería capaz de tachar a la avaricia de pecado de pobres. ¡Qué absurdo!
Satanás desdeñó la réplica. A través de la máscara, agregó:
—Cuando se habla de la ira, se suele citar a Horacio: «la ira es una breve locura». ¡Eso sí que es absurdo! Si hubiese dicho que es una magnífica, una lujosa locura, casi estaríamos de acuerdo. Y como la locura es poética, porque es un estado de gracia, que como la poesía enlaza y amiga imágenes dispares y hasta antitéticas, y pasa en un instante del murmullo al estallido, habrá que deducir que la cólera es una forma de la poesía.
Hubiera podido continuar hablando así largamente, enhebrando paradojas. Su buen humor exultaba, admirable. Todo contribuía a provocarlo: el sol del atardecer, que brillaba en las aguas oscuras del Gran Canal; la nobleza de los palacios multicolores; el ritmo de la góndola en la que bogaban; los trajes maravillosos que vestían. El suyo se destacaba por el amarillo canelado; el de Lucifer, por el cereza; el de Asmodeo, por el verdegay; el de Mammón, por el zafíreo; el de Belcebú, por el cárdeno; y el de Belfegor, por el ajedrezado naranja y negro. Llevaban largas capas sombrías; unos tricornios de terciopelo; y antifaces blancos de exageradas narices. Belfegor y Asmodeo habían optado por el atuendo femenino. Reían unánimemente, de acuerdo con la moda veneciana, pues en Venecia nadie dejaba entonces de reír, o por lo menos de sonreír. Las risas saltaban de una góndola a la otra, al compás de las guitarras, de los laúdes. El Gran Canal entero resonaba como una sola y larga risa. A su lado, se deslizó una barca, colmada por un enjambre de polichinelas gibosos y sombrerudos, que añoraban el pincel del Tiépolo.
—Al fin y al cabo —dijo Belcebú—, el mundo de los humanos es hermoso. Un mundo de tías y parientes, de versos y esculturas, de cocinas, de calor. A veces me oprime la nostalgia de ser humano.
—Porque no lo es —le contestó Leviatán, jugando con el abanico de encajes de Asmodeo—. Su Excelencia ha sido ángel y es demonio. No puede quejarse de su carrera. Es inmortal… inmortal para siempre, no como los académicos, que son lo más próximo a los inmortales que inventó la flaca imaginación del hombre. Toda esta gente que nos rodea y que simula divertirse, vive bajo la angustia de su mortalidad. La Muerte es la reina de la Vida. Y Su Excelencia encara al Mundo superficialmente: hay en él más sombras que luces.
—Sin embargo…
—No sea macabro, Excelencia —terció Lucifer, dirigiéndose a Leviatán— y goce del instante. Haga como éstos… como ésos…
Y mostraba al azar, con el monóculo, a las otras góndolas, las cuales llenaban el Canal de tal manera que casi no se veía el agua, y que los gondoleros, ceñidos por el terciopelo púrpura con pasamanería de oro, suspendidos graciosamente en el aire, se imprecaban para evitar los choques, gritando: ¡Aoí!, ¡aoí!
—En esta ciudad —añadió Lucifer, quien dejaba arrastrar en la estela el guante de seda azul—, el Carnaval dura ahora seis meses.
—Es la Pompeya del siglo XVIII —puntualizó Mammón—. ¡Ojalá no termine como la Pompeya que conocimos!
—Felizmente —le contestó Leviatán—, no hay volcanes en la zona.
—Pero está el mar, Excelencia —continuó el avaro—. Venecia es la cautiva del mar. Y el mar puede ser peor que los volcanes.
—O proceder disimuladamente, obstinadamente —interrumpió Satanás—, poco a poco, socavando, y conseguir los mismos efectos destructores de una erupción.
—No sean aguafiestas —les reclamó Lucifer—. Miren alrededor. Tomen ejemplo.
Siguieron su consejo los demonios, y avistaron al Bucentauro, la nave ducal, de vuelta de alguna ceremonia, que avanzaba majestuosamente, empavesado con los estandartes del león evangélico y con las rosas heráldicas del Dux. Entre el meneo de los oficiales y los escuderos, se distinguía en el puente al viejo príncipe, cuyos cabellos blancos asomaban bajo el «corno» de pedrerías, y que parecía bendecir a la multitud. Era un Mocénigo, el sexto de ese linaje que desempeñaba tan augusta función, de modo que la cumplía como si fuese algo familiar, y como si la rama de rosas de su escudo fuera inseparable para siempre de los gonfalones de Venecia. Y ¡qué poco, qué poco faltaba para que las banderas intrusas substituyeran a las de San Marco! ¿Lo presentiría la turba de apariencia indiferente? ¿Sería por eso que reían tanto, como si rieran por última vez? Los esquifes de toldos rayados tiritaban alrededor, como frágiles insectos, y una música simultáneamente cortesana y popular, mezcla de violines de Vivaldi y de zarabanda con tamboriles, prestaba su cadencia a las máscaras incontables —los moros, los turcos, los húngaros, los tártaros, los chinos, los diablos (que los verdaderos diablos no reconocieron)— y a los que revestían ropas extravagantes y pelucas de teatro, quienes se llamaban en el rumor de los remos y se daban citas para más tarde, porque la noche de verano no tendría fin.
—¿A dónde nos conducirá nuestra góndola? —preguntó uno de los enviados del Pandemónium.
Habían embarcado en el muelle de la Piazzetta, sin fijarse en el batelero ni asignarle rumbo, deseosos, como turistas, de participar inmediatamente del bullicio, y de súbito los inquietaba la noción del deber que debían cumplir. Nada les marcaba, todavía, un objetivo concreto. Satanás, imbuido de su obligación principal en ese caso, se volvió hacia el gondolero y se demudó, al identificar al punto a quien los guiaba. Pese al disfraz —por lo demás bastante torpe—, hubiera sido imposible no descubrirlo, por la cara vacuna. Era Moloch, el miembro del Consejo Infernal, el demonio amonestador que los había visitado agriamente en Pompeya. Codeó el iracundo a los más próximos, y éstos hicieron lo mismo con los restantes:
—Es Moloch —susurró Satanás—. Simulemos ignorarlo. —Y se puso a silbar, suavemente, la «Marcha de las juventudes Demonistas».
Los otros lo imitaron, fijas las miradas adelante, derechitos, como si hubiesen sido un grupo de escolares juiciosos, a quienes su preceptor hubiera sacado a pasear, aprovechando el día de asueto. Detrás, mudo, braceaba el fantasmón.
Lucifer encontró en sus ropas el «Guide Bleu» del Touring Club de Italia, del año 1956; buscó en el índice alfabético, llegó a la página 211, y les fue anunciando las residencias célebres, a medida que su proa sorteaba los obstáculos:
—À gauche, el Palacio Dario, de 1487; á droite, el Palacio Corner della Ca'Grande, del Sansovino; a la izquierda, el Palacio Loredan, del siglo XVI; a la derecha, dos palacios Bárbaros, uno del XVII, otro del XV. Más adelante veremos el Palacio Mocénigo, donde Byron vivirá en 1818, y al final del recorrido, el palacio Vendramin-Calergi, donde Wagner morirá en 1883.
No los vieron; no se estiraron hasta allí. Las fachadas desfilaban, imponentes, enjoyadas como meretrices. El Tiempo había matizado exquisitamente sus entonaciones. Semejaban enormes ópalos.
—El Palacio Rezzónico, del Longhena, completado por Massari, que en el siglo XX encerrará el museo dieciochesco.
A su siniestra, se irguió la espesa mole flamante. El blasón de los Rezzónico —la cruz y las torres— se ufanaba, áureo, bajo la tiara papal, en el ancho balcón del centro, porque en esa época uno de la familia, Clemente XIII, ocupaba el trono pontificio. La góndola torció hacia él, abandonando el medio del Canal.
—Hay que convenir —musitó el Almirante— en que Moloch rema bien.
Dulcemente, el extremo de su transporte, en forma de instrumento musical, serpenteó en el tumulto de los navegantes; abordó el extremo de los escalones de piedra de la Ca'Rezzónico, que el agua batía con tembloroso vaivén, y los siete descendieron, sin girar las cabezas.
—Parece que la cosa es aquí —dijo Satanás.
—Por suerte nos hemos desembarazado de ese espía —dijo Asmodeo—. Que se vaya, el desgraciado, a que sus amonitas lo adoren. Al palacio de Wagner lo conoceremos otra vez. Creo que es allí donde compuso el segundo acto de «Tristán».
Y, terciando la capa y canturriando el dúo de amor más bello del mundo, entró en el pórtico de graves columnas, en cuyo extremo triunfaba, una vez más, inmenso y ahora de mármol, el consabido blasón. El lujurioso remedaba sin destreza las voces del tenor y de la soprano. Lo mandaron callar y se volvieron invisibles, pero de común acuerdo, resolvieron conservar sus atavíos, que si no ocupaban el campo de los sentidos de los mortales, por lo menos estarían al alcance de su propia sutileza sensorial. No se resignaban a abandonar esos trajes refinados, que se acordaban tan bien con la atmósfera y que realzaban sus figuras.
—Nunca hemos vestido mejor, desde que empezamos el viaje —comentaban.
Subieron a los saltos, tironeándose de las narices de cartón, el primer tramo de la escalinata, ideada por Massari, y se pararon en seco, porque por ella procedía, glorioso, el amo de la casa, el opulento Ludovico Rezzónico, Procurador de Venecia. Balanceábanse las virutas de su triangular peluca barroca, que acariciaban sus manos pulidas, ensortijadas, y el orgullo de su perfil exigía los buriles numismáticos. Titilaban sus dijes, sus cadenas. En torno, flotaba una nube de criados, portadores del bastón, del sombrero de tres picos, de carpetas. Sobre uno de ellos, bajó de las alturas, señalándolo, inesperada, una flecha roja, algo así como un artificio de neón radiante, como un aviso eléctrico, que se apagaba y se encendía, hasta que desapareció.
—Ese de la flechita —dedujo Satanás—, debe ser mi hombre.
Cuando el Procurador llegó frente al emblema marmóreo de su linaje, se detuvo brevemente a considerarlo. Ganó entonces en pompa. Se puso el sombrero, que tomó de la punta de los dedos del servidor distinguido por la saeta; se apoyó en la caña de puño de marfil; y se alejó por el «cortile», cuyas losas resonaron bajo la magnificencia de sus zapatones. Quedaba, en el aire, el rastro de su perfume de almizcle, sumado al fuerte olor de los fámulos.
Los demonios resolvieron aguardar su retorno, pero no regresó. Regresaron, en cambio, mayordomo y pajes. Fue fácil inferir, a la sazón, que el individuo de la flecha estaba al frente de los domésticos. Lo proclamaban su dignidad y su tono que sólo les iban en zaga a las características soberbias del Procurador, y también el respeto con que le dirigían la palabra los demás. Pronto se enteraron asimismo, los del Averno, de que se llamaba el Sior Leonardo.
El Sior Leonardo progresaba hacia la cincuentena. Recio y de mediana estatura, la enaltecía con los tacos ambiciosos, además de fajar su talle para reducir su grosor. Si a ello se añade un rostro cetrino y austero, cuyos pequeños ojos pinchones se borraban en el juego espectacular de las cejas espinosas, de la nariz imperativa y de la floja papada, se comprenderá que con su casaca de amplios faldones, roja y negra, colores de los Rezzónico, por momentos diese la impresión de un ave de corral de precio, una de esas aves que conocen su significación, altaneras, y que en el gallinero mandan. Nada más distante de la realidad, sin embargo, como presto verificaron los demonios.
Era el Sior Leonardo tímido y dulce. Su natural aspecto exterior, formidable, le servía de muralla contra los embates de la vida. Obviamente, los criados que dependían de él se habían percatado de ese contraste, de esa flaqueza, y aunque en su presencia aparentaban una consideración honorífica, que les imponía dicho aspecto protocolario, ausente él no escatimaban mofas al mayordomo.
De esto se dieron cuenta los viajeros, a medida que el tiempo transcurría y que lo aprovechaban para recorrer el palacio.
—La Ca'Rezzónico —concretó Lucifer— es un monumento elevado a la vanidad de una familia.
Lo dijo en el colosal Salón de Baile del primer piso, cubierto de frescos y de revestimientos dorados, en cuyo techo se explayaba el símbolo pictórico de las cuatro partes del Mundo, entre las cuales volaba, fulgurante y piafante, el carro del Sol. Allí, por tercera vez, grandioso y ahora multicolor, el escudo de la casa recordaba sus diseños a los visitantes, por si hubiesen incurrido en la imperdonable «gaffe» de olvidarlo. Y en el techo de la Sala de la Alegoría Nupcial, Giambattista Tiépolo y su hijo Dominico habían pintado a Ludovico y a su esposa, Faustina Savorgnan (a la que titulaban los venecianos, exageradamente, «la Principessa»), transportados por otro carro solar, que acompañaba Apolo, y que precedía un anciano, coronado, quien empuñaba un cetro y hacía flamear una bandera, en la que se aunaban los ovalados e insistentes blasones de las dos familias.
—Los Rezzónico —continuó Lucifer— parecen imaginar que son el eje del Mundo, de las cuatro partes del Mundo, y que el Sol asoma, diariamente, para alumbrarlos.
—Y el caballero a quien vimos salir, el Ludovico —añadió Asmodeo—, actúa como si él fuese el astro alrededor del cual rota la sinfonía de los planetas.
Rieron los demás, conocedores directos, por las etapas de su viaje, de los sistemas astronómicos, y de la displicente distancia con que seguían su curso, a millones de leguas de interesarse por las humanas inquietudes.
—La infinita pequeñez del hombre —concluyó el soberbio—, es sólo comparable con su infinita arrogancia. Algo he contribuido yo a establecer ese equilibrio, sin el cual el hombre sucumbiría, aplastado por el horror de los abismos que lo flanquean. Le he sido más útil que los predicadores que le remachan, constantemente, desoladamente, la evidencia de su mediocridad. Sin mí, se elimina la idea de progreso.
—También sin mí —dijo el avaro.
—También sin mí —dijo el envidioso.
—No es este el momento oportuno —habló Satanás— para dirimir quién de nosotros ha sido más filántropo. Repartiré ahora las tareas, aplicando el económico principio de la división del trabajo, que tantas ventajas reporta. Para ubicarnos, Lucifer se ocupará de hacer acopio de cuanto se relaciona con los Rezzónico; yo haré lo mismo, con referencia al Sior Leonardo; y Sus Excelencias nos traerán las noticias sobre los pormenores de la casa, que juzguen provechosas.
Aprobaron los otros el procedimiento, y se diseminaron en las estancias, cada uno empeñado en el quehacer que se le asignó. Esos trabajos insumieron varios días, porque Lucifer debió escrutar documentos; Satanás, indagar en la mente del mayordomo, la cual, por ser éste apocado, multiplicaba el dédalo de sus encrucijadas y penumbras; y Asmodeo, Leviatán, Belcebú y Mammón (con Belfegor contaron poco) tuvieron que recabar, de las cocinas a los salones, los testimonios dignos de atención de la vida palaciega. Esta última, entre tanto, alternó sus ritmos aparatosos, con mucho florecer de afectación y reverencias, mucho anotar de prerrogativas y mucho acumular de tiquismiquis, acentuando la certidumbre de que, en aquel recinto, los valores dependían de esquemas en los que la jactancia, la coquetería y la liviandad organizaban sus inflexibles normas. Por fin opinaron los demonios que había llegado la ocasión de cotejar el fruto de sus investigaciones. Reuniéronse, con ese objeto, junto al soberano retrato de Clemente XIII, al que optaron por dar la espalda, por razones de jurisdicción (cada uno la suya), que no es necesario detallar.
Primero expuso Lucifer:
—Los Rezzónico no son naturales de Venecia, sino de los alrededores del Lago de Como, circunstancia que preferirían que se esfumase de las memorias. Uno de ellos, a principios del siglo pasado, se trasladó a Génova, buscando un medio más propicio para el desarrollo de sus empresas mercantiles. Porque eso es lo que eran: comerciantes. Ni príncipes, ni legisladores, ni guerreros: comerciantes. Tanto prosperó, que el Dux de Génova le concedió la dispensa de permanecer cubierto y aun sentado, estando él presente. Estimulado su engreimiento así, Carlo Rezzónico no vaciló en apodarse «el magnífico». Su hermano Aurelio, sopesó a su vez el provecho de establecer en Venecia una filial de su negocio, y se vino acá. Maestro en la ciencia del toma y daca, ducho en enredos bancarios, tanto medró que el Magnífico decidió seguir sus huellas, conservando, eso sí, contactos numerosos con los genoveses, y acá se vino también. Los deslumbraba esta ciudad de señores y de artistas. Pagaron su acogida rumbosamente. Donaron sesenta mil escudos para el Hospital de los Mendigos, y para la guerra de Candia, cien mil. La beneficencia abre las puertas que la insolente aristocracia clausura, y por ellas se cuela la vanidad. Es difícil resistir a las dádivas. Multitud de damas, ansiosas de éxitos mundanos, lo saben. La República oligárquica, cuya nobleza —no lo descartemos, en este esbozo general— participó, en sus orígenes remotos, de actividades especulativas similares, que por lo demás practica aún, abonó su ayuda con lo único que podía compensarlos: en 1687, les otorgó el Patriciado Veneciano y los inscribió en el Libro de Oro, cuyos integrantes, desde el siglo XIII, forman su Gran Consejo. ¿Miden Sus Excelencias el rápido adelanto, la promoción de nuestros traficantes? ¿Aprecian la comba de sus pechos, el fruncir de sus frentes, la trascendencia dinástica de sus actitudes? ¿Comprenden por qué se hacen pintar en el carro de Febo? Trataron de igual a igual a los que llevaban la sangre que expandiera el imperio de Venecia sobre el Mundo.
—¿Hasta a los almirantes? —preguntó, incrédulo, el Almirante Leviatán.
—Por supuesto. Hasta a los almirantes, a los senadores y a los Dux Serenísimos. Casi siete decenios después (o sea hace seis años) se produjo un inesperado, fabuloso acontecimiento, que confirió a su nombre importancia internacional. Uno de los suyos, un Obispo de Pavía, fue exaltado al solio pontificio. Es Clemente XIII. La tiara agregó una cúpula incomparable al escudo de los Rezzónico, puesto que el sueño de toda gran familia italiana, así sea la de Colonna o la de Orsini, es contar por lo menos con un Papa (y mejor dos o tres) en su genealogía. En la fachada de este palacio, hemos visto esa triple diadema. ¿Qué les parece? Los Rezzónico no caben dentro de sí. Y aprovechan el favor del Cielo: uno de ellos fue nombrado Caballero Perpetuo de San Marco; el otro, Cardenal; el otro, Príncipe Asistente al Solio y Gonfaloniero del Senado y del Pueblo de Roma; el otro, Protonotario Apostólico. En el andar de un breve lustro, los Rezzónico centuplicaron los collares, los ropajes de ceremonia, los títulos y las rentas. Hoy, nadie les quita de la cabeza que proceden de un héroe de las Cruzadas. Seguramente, lo encontrarán. Hemos visto a Ludovico, Procurador de Venecia, cargo para el cual ya había sido designado su padre (por casualidad, el año siguiente de la iniciación del papado de Clemente XIII). Lo hemos visto descender la escalinata de este palacio, como desciende el sol en la gloria del crepúsculo. Es un hombre que no le cede el paso a ninguno.
—¿Y el palacio? —inquirió Asmodeo.
—Al palacio lo necesitaban. Era su encuadre lujoso, su perspectiva, el fondo decorativo de su triunfo, algo equiparable a esas nubes espléndidas que completan las pinturas de batallas victoriosas. Se lo compraron en 1750 a unos nobles de verdad, los Bon di San Barnaba, que se arruinaron antes de alcanzar su terminación. Querían colocarse aquí, en el Canal Regio. Lo restauraron, lo ampliaron, lo enriquecieron; lo inundaron de frescos, de luminarias, de su heráldica y de su fortuna. Luego lo perfeccionaron con las insignias de su Santo Padre. Lo convirtieron en su imagen arquitectónica. Ahora es inseparable de ellos. Y pese a que su posesión de este sitio, como su inscripción en el Libro de Oro, son muy jóvenes, los Rezzónico aspiran a transmitir la impresión de una divina eternidad.
—Su Excelencia —dijo la Señora Belfegor semidormida, sacudiendo su miriñaque— pudo sintetizar su discurso, diciéndonos que los Rezzónico son unos nuevos ricos.
—Unos nuevos nobles.
—Esas condiciones con frecuencia andan juntas.
—Los nuevos ricos y los nuevos nobles son inevitables —pronunció el demócrata Belcebú—. Desgraciadamente, no lo consiguen sino oprimiendo a los proletarios.
—¡No embrome con los proletarios, Excelencia! —refunfuñó el soberbio—. Es paradójico que el demonio de la gula se preocupe tanto por ellos, cuando uno de sus problemas básicos consiste, precisamente, en las penurias de la alimentación.
—Yo he inventado un sinfín de recetas baratas.
—Substitutivos, Excelencia, sucedáneos, artificios, disfraces del hambre…
Satanás, a su turno, comunicó lo pertinente a sus indagaciones vinculadas con el Sior Leonardo.
—No fue cómodo —empezó— reunirlas, porque los criados abundan en anécdotas y teorías sobre su jefe, pero lo cierto es que no saben nada esencial. Es un hombre escurridizo, y debí internarme en su cabeza, a riesgo de extraviarme en sus vericuetos, para descubrir sus íntimas ansiedades. Fundamentalmente, se trata de un resentido y un desubicado. Dos siglos después, hubiera dejado sus sueldos en manos de un psicoanalista. Una preocupación máxima lo sofoca. El Sior Leonardo es hijo de una famosa meretriz, la Ancilla, que vendió sus encantos al mejor postor. La visitaban los vástagos del procerato de Venecia, quienes encontraban en su lecho el alivio de sus físicas desazones. En consecuencia, el Sior Leonardo sabe que tiene por padre a un noble veneciano, pero no podría decir cuál, con exactitud. ¿Un Mocénigo?, ¿un Morosini?, ¿un Contarini? Uno de los tres debe ser, porque los tres se turnaban para transitar asiduamente por las sábanas de Ancilla, en esa época, y ninguno, por descontado, se apresuró a reconocerlo. ¿De quién procede, pues, nuestro mayordomo?, ¿de los Mocénigo y su rama de rosas y sus seis Dux, entre los cuales se halla el actual?, ¿de los Morosini, su faja de plata y sus cuatro Dux?, ¿de los Contarini y su escala de argento, que elevan la cifra de los Dux a ocho? That is the question, como decía en Pompeya nuestra amiga Nonia Imenea. Puede elegir y no se atreve. De noche, lo acosan visiones coronadas. Y su razón vacila, tironeada, de una parte, por la cortesana y sus huéspedes egregios, entre quienes su progenitor se oculta, y de la otra, por los Rezzónico, sus amos, a quienes sirve y desdeña, pues se siente más príncipe que ellos. Curiosa situación.
—¿Hace mucho —interrogó Leviatán— que sirve en esta casa?
—Mucho; casi desde siempre. El Sior Leonardo pretendió meterse a fraile y apartarse del Mundo, pero el Mundo lo atraía demasiado. Luego aspiró a ser actor, quizás por desembarazarse así de su verdadera identidad, y durante su juventud desempeñó a menudo el papel de Arlequín, usufructuando su destreza acrobática, en uno de los siete teatros de Venecia, el de San Samuele. Había oído referir que los Emperadores de Alemania y los Grandes Electores ennoblecían a la gente farandulera, y se le ocurrió que por ese medio alcanzaría la posición que añoraba, pero, como no consiguió incorporarse el nombre del padre oculto, tampoco logró el favor muy especial de los soberanos. Veinte años tenía, cuando un palo de otro de los actores, uno que interpretaba al Signor Pantalone, durante una de las grescas fingidas del proscenio, le quebró una pierna. Entonces ingresó en la servidumbre de los Rezzónico, quienes habitaban a la sazón el Palacio Fontana, en San Felice. Fue, sucesivamente, pese a la cojera, paje, alabardero, macero (o sea portador de la maza que simboliza la dignidad), maestro de cámara y, por fin, al instalarse en el Canal Grande, mayordomo, con autoridad sobre todo el famulato. Adelantó, indiscutiblemente, pero no eran ésos los adelantos que anhelaba el ex Arlequín. Siempre, la obsesión de los Mocénigo, Morosini o Contarini, que por su sangre circulan, gracias a la galantería materna, picotea su alma. Se ve pequeño y se presiente eximio, harto más eximio que los Rezzónico cuyas órdenes acata. He ahí su problema. Hay, plantadas en su interior, como Sus Excelencias inferirán, semillas de ira muy hermosas. Son las que me corresponde regar y hacer que florezcan. Parece fácil, pero no lo es, por la timidez innata que lo aflige, fabricación de su confusa bastardía, y por el afán de paz, de esfumarse, de eliminarse, de que lo olviden y de que, como corolario, no angustien a su sensibilidad con el peso de la diferencia que resulta de su pequeñez y de la magnitud rezzónica.
Calló Sátanas, y Leviatán tomó la palabra.
—Ya conocemos, pues, a los Rezzónico, a su palacio y a su mayordomo, indicado por la flecha de neón infernal, para la operación que nos incumbe. En cuanto a las circunstancias presentes, lo único de importancia que hemos cosechado nosotros, y que es obvio destacar, pues Sus Excelencias Satanás y Lucifer se habrán enterado también de ello, en el curso de sus exploraciones, es que exactamente dentro de una semana, el 7 de junio de 1764, habrá aquí una fiesta excepcional, en honor del Duque de York, hermano del Rey Jorge III de Inglaterra. Ludovico Rezzónico planea tirar la casa por la ventana. Nunca, desde el casamiento de dicho Ludovico con la Principessa Faustina Savorgnan, y desde las visitas de ceremonia suscitadas por la proclamación del deudo Pontífice, habrá refulgido este palacio con tanto esplendor. A ello obedece el arribo de cajas con vinos deliciosos; el exagerado acaparamiento de ceras para los candelabros y las arañas; el retapizar; el lustrar de platerías; el barnizar de cuadros; el frotar de muebles; el encargar de flores; el discutir de manjares. El Procurador y Donna Faustina actúan como dos mariscales prontos a dar una batalla. Lo será la fiesta del 7 de junio, y Venecia entera pende de su triunfo.
—Así es —comentó Satanás—. Y a mí me toca conectar a la mencionada fiesta y al Sior Leonardo, bajo los laureles de la ira. Tendré que estudiar cómo, en el andar de esta semana.
Se separaron, y se dedicó cada uno a pasarla lo mejor posible. Belfegor se acostó en el lecho olímpico de los Procuradores; Belcebú se deleitó en sus cocinas; Asmodeo admiró las desnudeces de sus pinturas; Mammón calculó su costo; Leviatán consideró a los salones como un invernáculo propicio para el madurar de las frutas de la envidia; Lucifer se ingenió para retocar y ampliar los escudos; y Satanás no apartó sus labios intangibles del oído de Donna Faustina Savorgnan.
Efecto de la elocuencia de este último, fue la resolución que los Rezzónico adoptaron: después del banquete, agasajarían al Duque con un espectáculo teatral. Sabedores de que en Inglaterra se apreciaba sobradamente a la Commedia dell'Arte, dispusiéronse a brindar al hermano del Rey una representación auténtica, algo característico del espíritu italiano, y como estaban al corriente del talento de su mayordomo, le confiaron la puesta en escena. Vano fue que el Sior Leonardo se esforzase por escabullirse. Cuando el Procurador y su Principessa se trazaban un propósito, no había poder en la Tierra capaz de oponérseles. Arguyó que ni su edad ni su paso claudicante tolerarían ya que asumiera el papel de Arlequín, y le respondieron que en ese caso encarnara al viejo Signore Pantalone. Protestó que no contaba con actores para la función, y le contestaron que los buscase, sin ahorrar cequíes ni ducados. Intentó un argumento más, y Ludovico sacudió la peluca y le gritó que no lo importunara, pues demasiadas cosas tenía en la mente, para distraerse disputando con su mayordomo. En seguida, los Rezzónico se retiraron, como si marchasen sobre nubes y se aprestasen a subir a uno de sus techos mitológicos, y el triste Sior Leonardo debió enfrentar la contingencia de presentar, dos días después, un ensayo del espectáculo —aunque ese teatro no se ensayaba—, a fin de que los señores le impartiesen su aprobación. Salió, pues, desesperado, en pos de cómicos ocasionales, y Satanás, que ya no lo dejaba solo, salió con él.
Harto conocida es la técnica de la Commedia dell'Arte, para que reiteremos aquí sus minucias. Con todo, le recordaremos al lector que lo esencial de ella consistía en que los actores, a partir de un enredo dado, improvisaban el texto, de modo que su éxito dependía tanto de las dotes histriónicas de los farsantes como de su inventiva y facundia. El número de sus personajes solía ser corto, pero como la presunción de Ludovico le había exigido al Sior Leonardo que reuniese sobre las tablas la mayor cantidad posible, éste entresacó, de los diversos teatros, a un Arlequín, un Scapino, un Doctor Graziano, un tartamudo Tartaglia, un Polichinela, un Capitán Sangue e Fuoco, un Horacio, una Isabella, una Flaminia, una Angélica y una Eulalia, puesto que él mismo tendría a su cargo los discursos del Signore Pantalone. Acudieron al día siguiente, muy de mañana, al palacio, donde los criados habían compuesto, en el Salón de Baile, un escenario cuya simple decoración simulaba tres fachadas.
Traía cada uno sus vestiduras y sus elementos tradicionales: Arlequín, el sayo de bobo, el de losanges multicolores, con el garrote por arma segura; Scapino, la casaca blanca, a la que realzaban cintas verdes, sin olvidar el guitarrón; el Doctor, la ropa talar negra, el soleto y el birrete de su oficio; el napolitano Polichinela, el sombrero cónico y las dos jorobas; el Capitán de las bravatas huecas, la espada nunca temible; y los enamorados, que hablaban, a diferencia del resto, en un toscano exquisito, los trajes a la moda. Todos, menos los apasionados jóvenes, llevaban máscaras ridículas.
El Sior Leonardo, a quien incumbía la tarea de guía o «corago», les leyó una breve trama, consistente en el resumen de lo acaecido antes de que la obra comenzase. Era ésta una comedia antigua, en la cual Isabella, hija del Signore Pantalone, y prendada de Horacio, quien la amaba a su vez, tropezaba con la paterna oposición, pues el Signore, persuadido de su nobleza ilustre, no se resignaba a entregar a su hija a un plebeyo. Los demás participantes complicaban la acción con el entrelazamiento de episodios que el guía enumeró. Después de oírlos, los cómicos se fueron, para meditar en sus respectivos papeles, comprometiéndose a volver el otro día y a realizar el ensayo delante de los Procuradores…
Éstos, aguijoneados por Satanás, imaginaron ofrecer con ello, a ciertos íntimos, un gusto anticipado de la fiesta, y mandaron repartir las invitaciones. Les interesaba, en particular, que concurriese una tía de Donna Faustina, Donna Loredana, prez y copete de los Savorgnan de Údine, a quien Ludovico veneraba por su alto fuste y ejemplar fortuna. Los demás serían los parientes y amigos más próximos.
Luego de combinados los prolegómenos que nos hemos esmerado en enunciar, dispuso el demonio de la ira lo que harían sus colegas, y él mismo se consagró a preparar al Sior Leonardo. Durante la entera noche, hostigó su tendencia a sentirse ofendido por una vida injusta. El contacto con los actores, al rejuvenecerlo, le había devuelto una dosis del vigor impetuoso que evidenció en sus tiempos de Arlequín, e hizo recrudecer su certeza de que era víctima de un oprobio improcedente, ocasionado por los Rezzónico míseros. ¡Ah, cuánto hubiera deseado colocar sus armas en ese palacio, las de los Contarini, los Morosini, los Mocénigo o las que fuesen, en lugar de las odiadas de los Rezzónico! Aunque le hubieran tocado en suerte las muy extrañas de los Colleoni de Bérgamo, que Casanova describe en el capítulo 11 del tomo 11 de sus «Memorias» (les deux glandes genératrices) ¡con qué gusto las hubiera hecho colgar, jactanciosas, de los intercolumnios, como entre dos piernas colosales! Su pusilanimidad, su retraimiento, lo mucho que adentro llevaba, amasado por las derrotas, intentaron luchar contra el renacer de viejas querellas, y así pasó la noche, debatiéndose, hasta que el alba lo obligó a esmerarse en acomodar el ropaje sobrio, la daga y la máscara marrón oscura, con nariz de pajarraco y barba filosa, que ceñiría. A continuación tuvo que preocuparse por aderezar sus parlamentos, y así transcurrió la tarde.
Una hora antes de la fijada para el espectáculo, Donna Loredana subió en su góndola, a la que distinguía el gallardete plata y negro de los Savorgnan. La anciana se sentó, rígida como un autómata. Los coloretes, el blanco y rojo que le enyesaban la cara; las cejas entintadas por el agua de China, bajo el cabello empolvado, y el raro fulgor de los dientes postizos, contribuían a afirmar su aspecto de muñeco de feria. A ello cooperaba también su afán por mantener distancias, que le infligía un mutismo casi total. Pese al calor de junio, ostentaba un manto de terciopelo escarlata. Como a toda dama, fuese o no de pro, la escoltaba su «sigisbée», «cavalier servant», chichisbeo, o como se prefiera llamarlo, ese —tolerado por el marido e impuesto por la moda— cuya función única fincaba en adorar platónicamente y estar siempre a las órdenes de la elegida. Los había hasta en los locutorios conventuales, en las cocinas y en los mercados: ¡cómo iba a faltarle uno a Donna Loredana! El suyo era un decrépito Senador, a quien agobiaba la peluca piramidal de encrespado merengue, y destacaba el párpado derecho semicaido y como entoldado. Alrededor, se ubicaron varias sobrinas de pocos años, entre ellas dos monjas de ésas que abandonaban la clausura cuando se les ocurría, y que jugaban con un monito, o mimaban a sus falderos inseparables. Cada una iba acompañada por su respectivo y suspirante chichisbeo. En momentos en que se aprestaban a zarpar, irrumpió dentro de la góndola una banda alegre, compuesta por cuatro abates y por dos señoras, todos ellos con antifaces. Como la remota Donna Loredana Savorgnan no les dirigió la palabra, pues su soberbia se lo impedía, las sobrinas calcularon que, si los toleraba, serían amigos suyos, mientras que Donna Loredana infirió que lo serían de sus parientas, las que, felices de la diversión que los seis huéspedes les prometían, los acogieron con entusiasmo. De esa manera viajaron los seis demonios, una vez más, por el Canal Regio, hasta el Palacio Rezzónico, santificado por la tiara de Clemente XIII.
Juntos ascendieron la escalinata. Pausados, cardíacos, enlazadas las puntas de los dedos, entre zarandeos y repicar de bastones, la treparon los provectos amantes, que apartaban con ademanes violentos a los perritos, al mono y a las moscas verdes de Belcebú. En el rellano, doblado cortesanamente, los recibió el Procurador de Venecia (quien también barruntó que los seis intrusos pertenecerían al grupo de su tía política, y como tales eran muy bienvenidos), y detrás de él ingresaron en el Salón de las Cuatro Partes del Mundo.
Ardía, éste, como una hoguera. En un extremo, titilaba el teatrejo, delante del cual, sobre sillas y almohadones, se diseminaba una treintena de invitados, lo más conspicuo de la ciudad, los nombres célebres, las mujeres bellas, los funcionarios prestigiosos. Habían reservado la primera fila para Donna Loredana, la cual, sin que se lo indicasen, ocupó el sillón central, una especie de trono, encima de cuyo respaldo arrojó la capa escarlata, como un manto de reina. Estaban a su lado el Senador «servente», ofrendándole bombones con reverencias del párpado caído, mariposeante; Donna Faustina y el Procurador; y en torno, sus sobrinas, el mono, los perros, los otros «cavaliers servants», los apócrifos abates y sus damas apócrifas (Belfegor y Asmodeo).
Los criados pasaron bandejas con refrescos y pastas de caramelo y almendras; por los ventanales abiertos al río de San Barnaba, colábase el olor de Venecia, corrupto y sutil como ella misma; y hasta que dio comienzo el espectáculo, los allá reunidos rivalizaron en gracia, en elegancia, en dimes y diretes, en retruécanos, en risas y en perseguir de moscas, sobresaliendo los abates por su original ironía. Ludovico se declaró en favor del teatro de Goldoni, y su esposa por el de Carlo Gozzi (que además era conde), cuya fantasía la fascinaba. Charlaban en el aire y para el aire, y los vestidos se explayaban como enormes glicinas y crisantemos. El nombre del Duque de York iba y venía en las conversaciones. Encontraban las mujeres que la Orden de la jarretera, que le abrazaba la pierna, bajo la rodilla, con su liga y su lema dorado, le sentaba mucho, y proponían adoptar algo así. Y los susurros hacían estremecer las llamas de los candelabros. Fue aquello un modelo de cortesía, de distinción, de dandismo. Los personajes que volaban en el techo pintado por Giovanni Crosato parecían participar de la amenidad del perfecto coloquio, en una tertulia en la que resultaba difícil diferenciar a los humanos y a los dioses. El Senador caduco, por no perder la costumbre, pellizcaba a las jovencitas y a los jovencitos, espiándolos a través del párpado, sin duda transparente, y luego tornaba a suministrar bombones a la silenciosa Donna Loredana que, si no hubiera masticado con tenacidad, hubiera dado a sus deudos la ilusión de que había muerto por fin.
Apareció primero, tras las candilejas, un moro cantor, a quien unánimemente conocían, pues no había plaza, calle ni callecita veneciana que no recorriese con su tamboril. Vestía de mujer, y los regocijó con sus estrofas picantes. Lo aplaudieron, y en el lapso que precedió al principio de la comedia, la máquina fotográfica infernal surgió en el proscenio, brincando sobre sus gambas finas, e imperceptible para todos, fuera de los demonios. Tomó numerosas instantáneas de la concurrencia, fijando cada arruga de Donna Loredana; cada rizo derramado sobre los hombros de Ludovico y del Senador; cada sonrisa fotogénica de los diablos. Sus fogonazos fugaces algo perturbaron al auditorio, que los atribuyó, empero, a un artificio más de los Rezzónico Savorgnan, pero presto los relegaron, porque ya avanzaba la policromía de Arlequín, entre un coro de ladridos y de carcajadas.
Los tres actos de la obra se desenvolvieron con el ritmo previsible, así que el público, como era habitual, le prestó escasa atención. En tanto que sobre las tablas se sucedían las frases pintorescas, las mímicas absurdas y los golpes sonoros, prolongábanse en el salón los diálogos amorosos y mundanos, con intervención de los canes y del simio y mucho crujir de pastas y caramelos entre los dientes. Declara un escritor especializado que, para cumplir su cometido, los actores debían aplicar metáforas, metonimias, sinécdoques, catacresis, metalepsis, alegorías, prótasis, aféresis, síncopas, paragogos, apócopes, antítesis, sístoles, etc., y la comparsa recurrió a cuantas astucias arbitraron la gramática y la retórica (con otras de su personal cosecha) a fin de enriquecer el asunto. Por lo demás, cada prototipo representaba siempre la misma parte, y el concurso, con sólo verlos evolucionar, sabía, sin caer en error, a qué atenerse. El Signore Pantalone (Leonardo) renqueaba y gemía, quitándose y ajustándose los anteojos; el Doctor Graziano usaba el dialecto boloñés; Arlequín el bergamasco; Scapino tocaba la guitarra; Polichinela multiplicaba las bufonerías; el Capitán Sangue e Fuoco pretendía haber guerreado en las batallas de julio César; los enamorados se repetían dulzuras; y el aparato de la comedia funcionaba como un reloj, en el que las horas sonaban a su turno, evitando cualquier imprudencia, cualquier entorpecimiento. De súbito, desde la distancia del Gran Canal o desde la proximidad del río de San Barnaba, sumábase a las réplicas un largo grito de gondolero —¡aoí!—, y era como si Venecia participase del espectáculo. Pero las señoras y sus chichisbeos estaban demasiado pendientes del alambique de su propio lenguaje, para advertir la intromisión.
Sin embargo, al promediar el acto tercero, algo aconteció que hizo enmudecer al público. Se hubiera oído, como consecuencia, volar una mosca —y se oyó no sólo a una, sino a muchas moscas, porque las verdes zumbaban doquiera—, y si un retrasado espectador hubiese entrado entonces en el Salón de Baile, hubiérase sorprendido ante la callada quietud, tan contraria a lo corriente, con que los invitados escuchaban a los actores. En efecto, los huéspedes ya no parloteaban, ni trituraban, ni pellizcaban, ni reían, ni siquiera ladraban. Clavaban los ojos en el proscenio; tendían las orejas, desacomodándose las agobiantes pelucas. Ello se debía a que en mitad de una perorata del Signore, había vibrado, nítido, el apellido Rezzónico, y resultaba tan fuera de lugar y de tono que se mentase a los magnos Rezzónico de la familia papal, en el curso de una comedia bufa, por la extraordinaria, incomparable dignidad que a los Rezzónico enorgullecía, que los concurrentes hicieron de lado toda otra preocupación, para centrar su vigilancia en el escenario.
Se estrechaba allí el nudo de la obra. El Signore Pantalone apostrofaba a Horacio, aspirante a la mano de su hija, por la pretensión de enlazar su baja estirpe con la muy alta de los Pantalone. Detrás, Isabella lloriqueaba; el Capitán Sangue e Fuoco blandía su espadón; Arlequín, Polichinela y Scapino, hacían piruetas; meneaba la cabeza el Doctor Graziano.
¿Rezzónico? ¿Rezzónico? ¿Habían oído bien? ¿No los habría engañado la distracción? Sí, habían oído bien, superlativamente bien, pues al dirigirse de nuevo al atribulado Horacio, Pantalone tornó a llamarlo Rezzónico.
Fue entonces como si una cascada, una catarata de insultos brotase de labios del Signore. Sacudía a Horacio y ultrajaba, recriminaba, zahería a los Rezzónico. El pobre mozo no acertaba a responder, y los demás intérpretes, desconcertados, permanecían inmóviles. El Sior Leonardo se había arrancado la máscara, y su fisonomía se mostró, roja, incandescente. Los demonios fueron los únicos que divisaron a Satanás, de pie, a su lado, azuzándolo y sosteniéndolo. Y el Sior Leonardo zamarreaba al joven y le enrostraba que un Rezzónico, sangre de mercaderes, de mercachifles del Lago de Como, osara encumbrar su linaje hasta las cúspides nobiliarias de Venecia.
El Procurador y la Principessa Faustina se habían incorporado, sin otorgar crédito todavía a sus órganos auditivos. Estiraban los brazos, resoplando como focas, y no acertaban a hablar. Por fin pudo modular Ludovico:
—E pazzo! ¡Está loco!
—E pazzo! —exclamaron las sobrinas monjas.
Y como, en la Serenísima República, nadie que se considerase elegante empleaba más idioma que el francés, añadieron:
—II est fou! Monsieur Leonardo est fou!
Los grandes Rezzónico trataron de avanzar hacia su mayordomo, deteriorada su majestad, pero al Sior Leonardo ya no lo detenía ninguno. La desatada cólera, que será diabólica y un pecado, pero que siempre encierra una chispa divina, se había apoderado de él, espléndida. Triunfaba, lo agigantaba, lo convertía en un semidiós, lo elevaba a la condición de los héroes mitológicos circundantes, con más títulos que los que los Rezzónico podían aducir. Dijérase que de él emanaban centellas. Emanaban en verdad, porque resplandecía. Era un ascua trémula. La ira hacía reventar sus añejos agravios. Blandía el puño hacia el escudo de la cruz y las torres, que allí arriba planeaba, ave fúnebre. Escupía, bramaba, regurgitaba. El demonio de la ira le soplaba palabras hirientes, como un apuntador. La mezquindad de los Rezzónico, falsos príncipes, advenedizos, plebeyos, aprovechadores del Papa, negociantes, aventureros, compraventeros, prestamistas, desfilaba por el tablado, transformando la comedia pueril en sátira, en diatriba, en libelo, en vejación.
El Procurador y la Principessa seguían parados, cubiertos de moscas, incapaces de poner vallas a la tormenta. Donna Loredana se echó a reír, haciendo castañetear la dentadura postiza; rieron por imitarla, el Senador, las sobrinas, los «cavaliers servants»; rieron asimismo los cómicos; y quienes rieron más fueron los abates y sus dos damas, que contemplaban encantados la escena desde la primera fila, como quien presencia un encuentro de box desde el ring-side. Pataleaban e incitaban al Sior Leonardo con palabras arameas, babilónicas, persas. Las risas se comunicaron a las mujeres hermosas, a los magistrados pudientes, a los maestros de cámara, a los alabarderos, a los criados. De una parte reverberaba y explotaba el furor, la exacerbación inmensa, y de la otra le contestaba la hilaridad. En cuanto a los perritos, contagiados del desorden, mordían porfiadamente al mono.
Por Fin, Ludovico Rezzónico logró romper las trabas incomprensibles que envaraban su locomoción. Dio dos pasos, tres pasos; enrojeció, pero no como el Sior Leonardo; de un manotazo se despojó de la peluca, exhibiendo una calva sudorosa, reluciente; quiso ascender a las tablas, para propinar al mayordomo lenguaraz su merecido; mas no contó con que éste había desenvainado la daga de madera. Vaciló el Procurador; le volvió la espalda y echó a correr, con la Principessa —a correr gravemente, buscando conservar el empaque—, mientras que los invitados y los demonios, desdeñando el juego de la cortesía y de la etiqueta, de los frufrúes, de los abanicos, de las frases que debieran acompasar los violines, se retorcían en sus asientos, más que nadie Donna Loredana, que parecía haber rejuvenecido por milagro, y reía abrazada al Senador. Los que mantuvieron la compostura fueron Apolo y los Cupidos que en el techo se asomaban, aunque las arañas iluminaron su felicidad.
Naturalmente, no bien reaccionaron los circunstantes, el Sior Leonardo fue desarmado y maniatado. Hubo que ponerle mordaza y que taparle los ojos, porque despedían fuego. Lo expulsaron como a un sacrílego, culpable de un delito de leso Pontífice. Donna Faustina y Ludovico guardaron cama, hasta que se realizó la fiesta en obsequio del Duque de York, en la que ni quisieron recordar a la Commedia dell'Arte, a despecho de los reclamos de Donna Loredana. Refieren las crónicas que esa recepción fue magnífica. Empero, hasta que partió el Duque, los Rezzónico no recuperaron una relativa tranquilidad. Lo cierto es que no la recobraron nunca. El Sior Leonardo había desaparecido, bajo la protección de Satanás, quien lo cubrió con sus alas de buitre, y por eso fue imposible enviarlo a la cárcel, a que se pudriese en la tétrica prisión de los Plomos. Los del palacio habían ordenado a su gente que estuviera alerta, por si pretendía colarse en el banquete. No lo hizo el iracundo, pero, repetimos, hasta que partió el Duque inglés, los Rezzónico no cesaron de ojear en torno; de levantar cortinajes; de espiar bajo los muebles; de observar la estructura de los escudos y de los retratos familiares, especialmente el del Papa; de contar los latidos de sus corazones, temerosos de un desaguisado, de que se presentase el fiero espectro acusador.
Por esa fecha, hacía días que los demonios volaban en el éter.
—¿Qué le pareció Venecia? —le preguntó Satanás a Lucifer.
—No me alcanzó el tiempo para visitarla, pero la considero una ciudad divertida.
Belcebú acarició a Superunda:
Compañeros, ¡qué susto se llevaron los Rezzónico! ¿Piensan que les servirá de algo, que se enmendarán?
—No, en buena hora, pues eso implicaría una contrición y una redención inatacables —le respondió el de la ira—. Tampoco creo que olviden al Sior Leonardo.
—¿Y el Sior Leonardo?, ¿qué ha sido de él? ¿Recayó en la mansedumbre?
—El Sior Leonardo es, para siempre, un recluta de la benéfica rabia. Le he conseguido un empleo en Mantua, en una fábrica de cohetes. Y cada vez que uno de ellos se lanza a las nubes y estalla, estalla él también, ebrio de furia y de alborozo. Ahora se llama Leonardo Mocénico-Contarini-Morosini. Lo ganó. Ganó tres padres, en lugar de uno.