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Leviatán o la Envidia

Cinco años hacía a la sazón que Tzu-Hsi, la Emperatriz Viuda, residía en el Parque de la Paz y de la Armonía en la Ancianidad, o sea la Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad, o, por fin, el Palacio de Verano. Desde el comienzo del reino del Emperador Kuang-Hsü, su sobrino e hijo de adopción, había actuado como regente, pero en 1888 renunció a esas funciones, al anunciarse el próximo matrimonio del soberano. Quizás pensaba la señora que, puesto que Kuang-Hsü tenía edad suficiente para casarse y dirigir un hogar, era probable que la tuviese también para gobernar a sus cuatrocientos millones de súbditos.

Se retiró, entonces, al Palacio de Verano, cuyos tejados numerosos avistaron nuestros demonios. Como ese Palacio —o, mejor dicho, esos palacios— habían sufrido mucho y alternaban la desolación con las ruinas, decidió la Emperatriz (que algunos designan con el nombre venerable de «Vieja Buda») refrescarlos, reconstruirlos, aumentarlos y enriquecerlos, de acuerdo con la condición ilustre de quien sería su moradora. Para ello, valiéndose de una plumada de su pulcra caligrafía, descontó del presupuesto del Estado la hermosa cantidad de veinticuatro millones de taels, que se destinaban a la Marina de Guerra. Al proceder así, no dio muestras de una inventiva exagerada. Múltiples y constantes son, efectivamente, los ejemplos de actitudes paralelas, por parte de quienes usufructúan el manejo de los dineros públicos, y el que no puede, como ella, todopoderosa, encauzar tal o cual partida hacia una construcción palaciega, los distrae, más modestamente, hacia la compra y realce de una quinta o de un departamento. Si la Marina de Guerra experimentó una pérdida sensible, como se comprobó luego, en cambio la Vieja Buda gozó de los halagos y comodidades que creía merecer. Lo importante, lo que prevalecía sobre la vulgaridad odiosa de los armamentos de las flotas occidentales, que aspiraba a copiar la de China, era que la Emperatriz Viuda estuviese contenta. Lo estuvo mientras, accediendo a su pasión por el ornato, se consagró a alhajar la Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad, esperando, tal vez, pues se lo hacían entrever los aduladores, alcanzar a esa avanzada senectud. ¿Acaso no se consideraba ella, como el Dalai-Lama del Tibet, un «Buda Viviente», una encarnación divina?

Erraría el lector, si pensara que, al entregar las riendas a su sobrino, la Viuda se resignó a hacer abandono total de su ejercicio autoritario. Nada de eso. Fue al revés: su posición continuó siendo superior a la de Kuang-Hsü. Pero esto es arduo de aclarar, porque implica adentrarse en el laberinto de las precedencias genealógicas y dinásticas de los manchúes. Para ellos, monarcas de la China, quien pertenecía a una generación previa conservaba siempre la prioridad sobre los más jóvenes, fuesen lo que fuesen. Es extraño, pero es así. Asombrará, hasta en China, a las díscolas promociones actuales. La Emperatriz Viuda, quinta esposa del tío abuelo de Kuang-Hsü —y como tal, una de sus diversas mujeres secundarias— aventajaba en mando al Emperador, por el solo hecho de haber integrado, antes que él, a la familia reinante, y de haber sobrevivido a los distintos miembros mayores de la misma a quienes eliminó el escamoteo de la muerte. Cuesta comprenderlo. Cuesta comprender que una señora que no llevaba en las venas la sangre de los autócratas, puesto que procedía de un linaje de la Segunda Bandera manchú, mientras que los emperadores derivaban de la Primera (y hasta se llegó a murmurar que había sido una esclava), pudiese imponer su voluntad sobre la de alguien que descendía en línea recta de esos grandes príncipes, y era, además, el Hijo del Cielo. Claro que fue viuda y madre de dos emperadores —ambos asaz oscuros—, pero eso, en cualquier otro país, le hubiera asignado un mero papel decorativo, semejante al de las ancianas que dormitan bajo las diademas, en las fotografías reales de conjunto, prodigadas por los periódicos europeos. Allá Tzu-Hsi, la Vieja Buda, era el amo indiscutible y lo sería mientras viviese, cosa que ella computaba sin término. De modo que si, como dijimos, resignó sus atribuciones oficiales, éstas siguieron en pie, intactas, latentes, omnímodas, allende toda irrespetuosa controversia, susceptibles de retomarse no bien se le antojara, en tanto que, en la paz del Palacio de Verano, se entregaba al ocio frívolo, entre sus dos mil eunucos, sus damas de honor, sus músicos, sus actores y sus perros enanos, ensayando arreglos florales, cambiando de vestidos y de joyas, recibiendo visitas, pintando versos y gastando los taels de la Marina de Guerra.

Hubiérase dicho, al verla dedicada a sus femeninas ocupaciones, que el ejercicio del gobierno había dejado de interesarle. Y como prueba, sólo intervenía en los asuntos vinculados con la etiqueta cortesana, que dominaba harto mejor que la ciencia política, y en la distribución de recompensas y castigos a aquellos que, en la Ciudad Prohibida de Pekín, sede imperial, acataban o desvirtuaban los usos tradicionales. En una palabra, de no haber contraído enlace —como quinta esposa— con el Emperador tío abuelo; de no haber dado a luz al Emperador primo; y de no haber enterrado, en sucesivos sepulcros, a varias señoras aliadas a la estirpe manchú, Tzu-Hsi hubiese sido una mujer como muchas, que parecía, según algunos, una paisana del Piamonte, conversadora, cuidadora de su jardín y orgullosa de su buena letra. Mas el Destino estableció los acontecimientos de tal manera, que de su capricho, de que dejara caer el abanico o el pañuelo, dependía la suerte de uno de los países más antiguos, vastos y poblados del Mundo. Era, en fin, inatacable, inaccesible. Quizás la asistiera cierta razón, cuando se juzgaba el Buda Viviente, y desde su trono de laca, hacía pasear sus ojos negros y deslumbrantes sobre las siete categorías de mandarines que tocaban con las frentes el suelo, en su presencia.

Un lustro había transcurrido desde que se instalara en el Palacio de Verano, y dos lustros, desde que pareció aflojar las bridas y ponerlas en la diestra de Kuang-Hsü. La mañana del arribo de los siete demonios, ignorante, por supuesto, de su curioso vecindario, la Emperatriz Viuda se aprestó a afrontar el día, como si no fuese un día excepcional. Lo era. Se despertó, en su lecho de la Sala de la Vejez Feliz, a la que engalanaba una pintura de murciélagos multicolores, porque el murciélago, en China (accediendo a un fácil juego de palabras), es uno de los símbolos afortunados. Los quince relojes de su aposento cantaron simultáneamente, tintineando seis campanadas, y entraron las doncellas, portadoras de un tazón de leche caliente y un potaje de raíz de loto. Luego, despacio, la lavaron y la vistieron, ciñéndole una bata de seda amarilla, estival, y colocándole una tiara con varios fénix áureos e hilos de perlas que hasta los hombros le bajaban. Cuando le pusieron los zapatos manchúes, zancudos, ganó quince centímetros, lo cual le convenía, pues era muy pequeña. Los seis eunucos que guardaban la antecámara, desenvainados los sables, abrieron las puertas, y en la habitación próxima aparecieron, de hinojos, las Princesas y las damas de honor que no tenían acceso a la alcoba y que, desde el exterior, asistían a la ceremonia invisible del despertar y el vestir del Buda Viviente. La saludaron con los vocablos rituales: «Lao-Tzu-Tzung Chee-Siang» (Gran Antepasada, sé feliz), y juntas procedieron, pomposas, hasta la Sala de Audiencias.

No tuvo tiempo la Emperatriz Viuda para conversar con sus damas. Sin embargo, algo, instintivo, le indicó cierta vaga singularidad en ellas. Tal vez fuera la forma en que pronunciaron el saludo, porque Tzu-Hsi extremaba la exigencia pedante en lo que atañe al rigor fonético. De cualquier modo, ya se sucedía la recepción de sus parientes y favoritos, adornados con botones jerárquicos y con plumas de pavo real, que rozaban nueve veces con la cabeza el piso de mármol y que, según su costumbre, iban a pedirle otras dádivas y a referirle patrañas, comadreos e intrigas. Todos ellos integraban el sector más cerrado, apegado a los usos y celoso de privilegios, de la Corte. Desde la altura de su sitial, la Vieja Buda los observaba, fingiendo una arrogante indiferencia, cuando la verdad es que nada la fascinaba tanto como la murmuración, y que después, durante horas, no cesaría de rumiar esas habladurías cortesanas, de las cuales estaban tan hambrientos sus oídos como de los poemas de Li-Tai. Sus ojos inquisidores iban también hacia el grupo de las Princesas, quienes permanecían inmóviles, a un lado, en esa confusa habitación donde las piezas magníficas de épocas remotas, los monstruos de bronce, los pebeteros, los vasos con lirios, lotos y orquídeas, los rollos con gigantescas inscripciones, trazadas por emperadores y por sabios, se mezclaban con objetos mediocres o feos, traídos de Europa por viajeros chinos, y con tres pianos, dos de ellos verticales, que no sonaban nunca. Y se detenían en especial sobre el grupo familiar y femenino, porque todavía no acertaba a discernir la razón de su extrañeza. La Princesa Crisantemo de Confucio, tan bien educada, le pareció menos rígida, menos solemne, que en otras ocasiones. Se apoyaba en sus vecinas y oscilaba apenas, como si la dominase el sueño. Se propuso, en consecuencia, escrutarlas en el paseo habitual, y averiguar qué acontecía. Cuanto se saliese del ritmo áulico la enfurecía y la desconcertaba, como un crimen de lesa majestad, y era obvio que las Princesas (las viudas y las vírgenes) no actuaban normalmente. Quizás cabía atribuirlo a su nervioso estado de mujeres privadas del intercambio que la naturaleza impone y rodeadas por una afligente miríada de eunucos. Eso era, sin duda, lo más susceptible de irritar a la Emperatriz. Para ella, una Princesa debía suprimir las alegrías y las pesadumbres del sexo, que no condecían con el lujo desdeñoso de su sangre.

De la Sala de Audiencias se trasladaron a la del Trono, ya que ninguna fuerza humana era capaz de romper el protocolo milenario. Y allí también la señora tuvo ocasión de apreciar la irregularidad patente, porque a las once en punto, hora establecida para el paseo, cuando los ochenta y cinco relojes —muchos de ellos obsequiados por reyes occidentales— rompieron a sonar, colmando la cámara de repicante y cascabeleante música, con andar de procesiones liliputienses, cantos de gallos y de ruiseñores, correr de agua y demás maravillas, las Princesas dieron un coincidente respingo, como si por primera vez los oyesen, ellas que cada mañana atendían al mismo rutinario y bullicioso concierto. Eso sobrepasó los límites. Un segundo, cruzó por el ánimo de la Emperatriz Viuda la idea trivial de mandarles cortar las cabezas, por trastornar las normas, pero pensó que, de hacerlo, se quedaría sin acompañantes, ya que nadie, fuera de quienes actuaban tan inquietantemente, poseía la nobleza imprescindible para compartir su augusto aislamiento.

No bien se retiraron las últimas visitas, las llamó a su lado. Suponía que, contraviniendo sus órdenes y abandonando su general prudencia, se habían extralimitado en el beber, a hora tan temprana, o en fumar opio, lo cual prohibía en absoluto. Una a una les hizo abrir la boca; arrimó a ella su inquisitiva nariz; comprobó que el aliento era el común, con un leve dejo de azufre, que tal vez procediera de una pasta de dientes novedosa; les olió los vestidos; refunfuñó, desilusionada, y, como empezaba a llover, porque el joven Señor Yu-Si seguía ambulando con su regadera, resolvió vengarse de una desatención que ocultaba su origen, obligándolas a participar de su ejercicio. A ella no le importaba mojarse. Eunucos con enormes sombrillas la protegían, por lo demás, de la lluvia, mientras que su séquito carecía de reparo. Y prolongó la marcha más que de costumbre, deteniéndose aquí y allá a examinar una plantación o las obras de un kiosco, hasta que, con las Princesas que chorreaban y estornudaban, regresó al punto de partida. Almorzó sola, flanqueada por treinta bandejas de plata, en las que sobresalían los nidos de pájaros, las lenguas de aves, los cerebros de pescados, los huevos de camarones, las aletas de tiburón y otras exquisiteces, y se retiró a dormir una siesta intranquila. No conseguía desterrar de su mente la certidumbre de que las Princesas habían cambiado hasta físicamente, pues la mandíbula de una se alargaba, recordando las fauces del cocodrilo, y el rostro de la otra, que se había puesto a cojear, evocaba las facciones del cerdo. Dichas damas, a su turno, aprovecharon el reposo de la sexagenaria Emperatriz, para encerrarse en su residencia, la cual se titulaba Pabellón de las Nubes Favorables. Allí rivalizaron en procurarse baños de pie, con agua hirviendo y mostaza, para conjurar el resfrío. Con ella se metió en el pabellón una verde espiral de moscas que, pese a la incomodidad, contribuyó a que se sintieran en su casa.

Sería ingenuo que pretendiéramos sorprender ahora al lector con las causas del la modificación que se había producido en la apariencia y en la actitud de las damas. Hasta el menos avispado se habrá dado cuenta, gracias a los datos pequeños y útiles que hemos ido sembrando a lo largo de esta última descripción, de la trascendente responsabilidad que incumbía a los demonios, en el proceso que tanto desazonaba a la Emperatriz Viuda. En efecto, lector astuto, las Princesas no eran tales Princesas, sino los demonios. Es decir que lo eran y no lo eran, coetáneamente.

Expliquémonos. Ese día, al alba, los siete se posaron en el Belvedere de la Gran Felicidad, al cual solía ascender Tzu-Hsi, las noches claras, para contemplar la luna, con dos eunucos cantores que le ronroneaban poemas. El mirador estaba vacío y desde él se abarcaba gran parte de las construcciones y de los jardines. Allí, el Almirante pidió a Lucifer, por su carácter de experto en lo relacionado con el Extremo Oriente, que le procurase un plano del Palacio de Verano, lo que el soberbio facilitó al segundo, y valiéndose de éste y del catalejo, los infernales fueron ubicando las distintas residencias. Supieron de ese modo dónde dormía la Vieja Buda; dónde sus damas de honor; dónde Li Lien Ying, jefe de los eunucos; y así sucesivamente. A continuación, Leviatán, que no cesaba de lamentar el dinero extraído a la Marina de Guerra, y quien dirigía las operaciones como desde el puente de mando de un acorazado, declaró que, antes de proceder al ataque, correspondía informarse plenamente de los detalles de la operación. Dispuso que para ello se encaminasen al Pabellón de las Nubes Favorables, morada de las Princesas. A él volaron, en sigilosa formación, precedidos por el Almirante, quien en el aire les suministró sus instrucciones. De acuerdo con éstas, descendieron en la roca que se encuentra frente a la fachada de las habitaciones de Tzu-Hsi, y que se designa con el nombre de Roca Donde Crecen las Plantas Verdes de la Inmortalidad. Desde allí se corrieron hasta el pabellón de las damas.

Ingresaron en el edificio en fila india; pasaron, imperceptibles, entre los eunucos vigilantes; y descubrieron a las siete Princesas entregadas al sueño (las ex esposas y las que a serlo no llegaron). Las contemplaron un momento, alargadas en sus almohadones que rellenaban las aromáticas hojas de té; aguardaron el instante en que todas, como peces, descerrarían los labios; juntaron las palmas, estiraron los brazos, empujaron a Belfegor y, al mismo tiempo, de un salto veloz y seguro, digno de nadadores olímpicos, se zambulleron dentro de la penumbra de los ofrecidos paladares. Fueron, por su sincronización y por su elegancia, por la exactitud con que se redujeron y adelgazaron, un brinco y una inmersión perfectos, máxime si se calculan los diámetros de los conductos que recibieron a sus sutiles estructuras. Las Princesas apenas cabecearon, al ingerir a sus inesperados huéspedes filiformes, los cuales se instalaron en el interior de cada una, como el buzo en su escafandra. Entiéndanos el lector (porque los procedimientos demoníacos suelen ser complejos): los siete se aposentaron dentro de las siete, a cuyas personalidades amodorradas desplazaron hacia la zona glútea de sus cuerpos respectivos, de modo que convivieron con ellas en sus intimidades más íntimas, sin que se percatasen, substituyéndolas pero no anulándolas; conservando las trazas de las siete, sus gestos habituales y hasta sus conocimientos. Claro está que la individualidad de los demonios, tan fuerte, pugnó por no desaparecer, aun en lo pertinente a la constitución física, y es por eso que la Vieja Buda se asombró al discernir ciertos rasgos como los cocodrilescos, los porcinos, etc., que superaban a los propios de las Princesas, y se espantó al observar que la aristocrática Crisantemo de Confucio, en quien se había encarnado Belfegor, se mantenía malamente en pie. Esperamos que el lector habrá captado nuestras indicaciones, acerca de la técnica aplicada por Leviatán y demás Excelencias, para asumir las individualidades de las damas de honor de la Emperatriz, quienes seguían durmiendo, mientras los intrusos las suplantaban con la holgura de quien reviste un disfraz, más completo que cualquier máscara imaginable. No les recomendamos, eso sí, el sencillo procedimiento de la zambullida material y espiritual, porque para llevarlo a fin es menester ser muy, muy diablo. Conviene señalar que los mismos sumergidos, para obtener resultados tan magistrales, siguieron cursos de especialización ultra-yogui, en el gimnasio y piscina gélidos del Pandemónium.

Ahora, de vuelta del lluvioso paseo, distribuidos en dos grupos, en torno de grandes ollas antiguas, en las que humeaba el agua hirviente, recogidos hasta los muslos los ropajes de seda amarilla y hundidos los pies en el líquido bienhechor, los siete Demonios Princesas fumaban el cigarrillo de Asmodeo y enumeraban impresiones.

—Si de lo que se trata —dijo Leviatán— es de inculcar la envidia a la Emperatriz Viuda, la tarea es superior a la capacidad de cualquier diablo. Esa mujer no puede, indiscutiblemente, envidiar a nadie. No hay lugar para la envidia, en el corazón de un ser excepcional, que lo tiene todo, y a quien le bastaría desear para conseguir de inmediato lo que desease; pero no puede desear, cuando se adelantan a sus caprichos. Para ella la envidia no existe sino como una debilidad ajena y como un testimonio más de su diferenciación intocable. Ni siquiera envidia a la juventud, que ya no posee, porque se juzga inmortal, es decir más permanente que los jóvenes; ni envidia a los santos, puesto que cree ser un Buda Vivo; ni tampoco a los sensuales, ya que considera a su castidad agresiva como inseparable de su divina y de su regia condición. Como es dueña de una inteligencia limitada, su ambición no va más allá de ciertos límites, y en ese perímetro nada le falta para que su ambición esté satisfecha. Quizás se la podría tentar, procurando torcer su psicología y que envidiase a los humildes, dueños de lo único de lo cual ella carece: la capacidad de adelanto, de evolución, de conquista, pero es obvio que la Emperatriz Viuda está muy cómoda así, y probablemente opina que la Envidia (la Envidia, motor del progreso del Mundo, hija del Orgullo y de la Malquerencia) es hija del Hambre y de la Vulgaridad. Comprenderán que me desespere.

—Goethe, en su «Fausto» —citó Lucifer— le hace decir a Mefistófeles que no hay nada más ridículo que un diablo que se desespera.

—A ése no me lo nombre. Es un diablo de pacotilla. Lo prefiero en la ópera. Y le aseguro, Excelencia, que no me siento ridículo porque no puedo abrir una puerta que desafía a las ganzúas. Su Excelencia debió encarar un caso muchísimo más fácil, como le señaló Mammón. La viuda de Gilles de Rais había sido despojada de todo, y podía acceder a la soberbia, si se le hacía entrever que recuperaba lo perdido, mientras que la viuda del Emperador WënTsung lo tiene todo, y no goza de la capacidad de envidiar. Acaso envidió, cuando era la quinta esposa, a la cuarta, a la tercera, a la segunda y a la primera, mas hoy es la Emperatriz Tzu-Hsi, el Buda Viviente, sin que exista nadie más alto, fuera del propio Buda, que ella imagina ser, de modo que no lo envidia, pues caería en el disparate de envidiarse a sí misma. Resulta, entonces, el reverso de la medalla, cuyo anverso ocupa la mujer humillada de Gilles de Rais, a quien tentó Su Excelencia.

—Su Excelencia me envidia —lo azuzó Lucifer, cuya vanidad había crecido desde la escultura del «Fauno Danzante».

—Es mi profesión y no la niego. También envidio a Mammón, quien no vaciló en destruir varias ciudades, para alcanzar su meta.

—¡Ay, Excelencia! —protestó el avaricioso—. ¡No me lo recuerde! ¡Y yo que ansiaba lograr el éxito con poco gasto!

—Estimo —dijo Satanás, añadiendo mostaza a su olla— que el Señor Almirante se desanima demasiado pronto. Somos apenas unos recién llegados, y Su Excelencia sin duda necesita más elementos de juicio. No desespere todavía.

—¡Remember! —cantó Lucifer, burlón—. ¡Remember Mefistófeles!

¡Qué espectáculo extravagante hubieran ofrecido las siete Princesas a cualquier curioso que se hubiese atrevido a espiarlas, si le fuera dado entender su idioma! Puestas alrededor de las calderas, semiocultas por el vapor que de ellas emanaba, parecían seres sobrenaturales (y lo eran, en verdad) o brujas (y participaban de su alianza amistosa), pero no bien un soplo de aire disipaba el humo, resurgían, finas, delicadas, frescas: siete damas de la Corte más señorial, sin afeites ni pinturas, lo cual hacía resplandecer sus cabelleras y sus pieles; siete Princesas manchúes, que en vez de hablar de crisantemos, de perlas, de poesía y de vestidos, analizaban las posibilidades del triunfo de la Envidia y mencionaban a Pompeya y al Mariscal de Rais…

—Lo más oportuno —propuso el cojo Asmodeo— será que nos dividamos. Vaya el Señor Almirante a Pekín y acopie allá informaciones. Nosotros, entre tanto, nos esmeraremos en representar nuestros papeles aquí, con más arte que hasta ahora, pues es evidente que la Vieja Buda husmea un tufo raro, aunque jamás podría adivinar qué lo origina.

—Sí —reflexionó Leviatán—, iré a Pekín. Apruebo la idea. Tal vez encuentre, en la Ciudad Prohibida, un indicio, lo cual me parece difícil. Esta mujer no puede envidiar. No puede envidiar ni al Emperador, que de ella depende.

—Vaya y examine —prosiguió el demonio de la lujuria—. A Su Excelencia, sagacidad le sobra. Y Belfegor debe hacer un esfuerzo para secundarnos —terminó, dirigiéndose al de la pereza, que roncaba con ambos pies metidos en la olla, y a quien despabiló un codazo de Belcebú—. De no ser así, el Diablo recibirá nuestras quejas. Tenga en cuenta que nos circundan espías invisibles.

Belfegor murmuró que su esencia misma le prohibía combatir el ocio, pero que, dadas las circunstancias, haría cuanto de él dependiese, dentro de sus restricciones.

—En resumen —dijo Lucifer—, le comunicaremos a la Emperatriz que la Princesa Sauce Otoñal, o sea el Señor Almirante, debió permanecer en cama, por no sentirse bien. Es lo que en realidad tendríamos que hacer todos, luego del remojón. Y Su Excelencia viajará a Pekín. Acelere el regreso, por favor, porque nuestra situación dista de ser confortable. Nosotros, por nuestro lado, continuaremos nuestra tarea cortesana… nada digna de envidia, créame.

Acababa de pronunciar esas palabras, cuando una servidora acudió, para que no olvidasen que la Emperatriz ofrecía esa tarde un té a las damas de las legaciones. Al punto, Leviatán salió del cuerpo que hasta entonces habitara, al que colocó, auténticamente resfriado, en un lecho. Las otras seis Princesas se secaron, se calzaron y corrieron (hasta la torpe Crisantemo de Confucio), entre nubes de mariposas, cuchicheando, piando, riendo, arreglándose las flores de los tocados y haciendo aletear los abanicos, con los cuales se despedían del Almirante, quien ya volaba sobre los techos del Parque de la Paz y de la Armonía, indistinguible para los demás.

Las damas de honor aguardaron a Tzu-Hsi en la antecámara de su alcoba. No bien apareció hicieron, correctísimamente, el saludo ritual. La Gran Antepasada las observó y olió un buen rato. Se regocijó, al saber que Sauce Otoñal cuidaba en su lecho el resfrío provocado por ella. Era, de todas las Princesas, la que la intrigaba más, por las facciones de lagarto que creía haber visto despuntar en su rostro. Optimista, luego del examen, pensó que habría que atribuir aquellas mudanzas y trastornos al rigor del estío, y que la normalidad ceremoniosa había vuelto a establecerse, y encabezó al pequeño grupo, en su marcha hacia la Sala de Audiencias. En lugar de sentarse en el trono, ocupó una silla, y ordenó que las extranjeras entrasen. Éstas hicieron la reverencia de Europa, y a poco la vasta habitación resonó con el vibrante parloteo de las inglesas, las francesas, las alemanas, las italianas y las norteamericanas, contrastando con el timbre suave y dulcemente atiplado de las manchúes, que emitía el talento imitativo de los demonios. Hay que reconocer que estos últimos se condujeron en forma irreprochable. Ni una vez, maguer que dominaban todos los idiomas, sucumbieron ante la seducción de usarlos y lucirse, sino se limitaron a menear las cabezas, como autómatas efusivos, cuando los intérpretes traducían sus frases floridas, y dedicaron la mayor parte del tiempo a reír agradablemente, tapándose las caras con las flotantes mangas de seda. Fueron de un extremo al otro del salón, con breves pasos y urbanas inclinaciones, cuidando de no derribar las chucherías, sirviendo docenas de tazas de té y ofreciendo, en bandejas de laca, dulces primorosos. La Emperatriz, de tanto en tanto, abandonaba su sitial, se acercaba a un corro, como una ardilla embozada en ropas imperiales, ponderaba un sombrero norteamericano o un vestido alemán, equivocándose casi siempre, a menos que lo hiciera a propósito, pues elegía los peores. Sus ojos negros, plantados sobre una noble nariz y una boca ancha y firme, trajinaban; se fijaban un instante en la Princesa Crisantemo de Confucio, quien se mantenía en pie con bastante corrección, o en la Princesa Murciélago Granate, la cual no era otra que Belcebú y, a juicio de la Vieja Buda, se alimentaba demasiado. Las invitadas refulgían de orgullo, atisbándose entre sí, para comprobar si la francesa lucía alhajas mejores y si la inglesa era objeto de halagos especiales por parte de la Emperatriz. Los celos resultaban tan evidentes, que la educación y el largo oficio diplomático no contribuían a disimular la pugna. Se afanaban las señoras, como las gallinas en torno del gallo, por cloquear alrededor del Buda Viviente, en este caso con expresiones políglotas. Y el Buda, sahumado, adoptaba actitudes hieráticas y bebía su té como si orase.

—Nuestra anciana —le susurró Satanás a Lucifer, detrás de la manga amarilla— es una hipócrita. En realidad, detesta a sus huéspedes.

No pudo contestarle el otro, porque había llegado la hora de distribuir los obsequios. Los ochenta y cinco relojes rompieron a sonar, y el chismorreo subió de tono, como si la sala fuese una colosal pajarera, mientras que las Princesas del Averno recorrían la sala, repartiendo abanicos, cajas de bambú, palillos para comer, sortijas de ámbar, prendedores de turquesa y demás chinerías. Se divirtieron entregando los presentes menos significativos a las damas a quienes Tzu-Hsi había agasajado más, y la inglesa al comparar sus flores de papel con la pulsera de corales de la italiana, se atragantó por producir una estudiada sonrisa que a nadie engañó. Así transcurría la fiesta, amenamente. Se sirvieron ciento doce tazas de té.

El piano de cola estaba abierto, y al pasar a su lado, Lucifer no resistió a la tentación de deslizar sobre el marfil sus dedos finos. Como eso coincidió con el instante en que habían callado los gárrulos relojes; en que cada una había deshecho el moño de su regalo y había experimentado la correspondiente desilusión, pues el departamento del Tsen Li Yamen, el de las Relaciones Exteriores, le había aconsejado a la Viuda que no extremase las ofrendas, ya que nunca lograban entender los de Pekín qué era considerado de buen gusto por los europeos; y como flaqueaban las conversaciones, porque nadie tenía qué decirse, y el té causaba horror, aplaudieron las señoras, rodearon al demonio y le rogaron que interpretase algo, intensificando de tal suerte el bullicio que ninguna escuchó a la Emperatriz, quien proclamaba que la Princesa de las Glicinas no sabía tocar.

La Soberbia incitó y excitó a su demonio. Fue inútil que sus compañeros le dirigiesen miradas de alarma, puesto que ya se había afirmado en el taburete; ya poseía, pese a que las manos y los pies no eran suyos, teclas y pedales; ya echaba hacia atrás la cabeza; y ya vibraba, impetuoso, conmoviendo la atmósfera caliente con más energía que los altos flabelos de plumas de pavo real, agitados por los eunucos, el inicial allegro de la Sonata en Si Bemol Opus 35 de Chopin. Volaban los dedos ágiles, fluía la cascada de las notas, y las señoras no escondían su admiración. El scherzo estremeció a los relojes, algunos de los cuales cantaron fuera de hora, crimen inaudito. Entre tanto, inmóvil en su sillón, la Emperatriz hacía esfuerzos para que los ojos no se le cayesen de las órbitas. Sin embargo, es justo decir que no envidiaba a la ejecutante; la odiaba, por haberle ocultado un dominio tan excelso, a ella, a quien nada se le debía encubrir. Por fin, no resistiendo más, lanzó un grito, quebró varios de sus porta-uñas de esmalte y perlas, e impidió que la Marcha Fúnebre imprimiese su cadencia final a la reunión. Ésta concluyó al punto, y la despedida de las damas de las legaciones, embarazadas por sus modestos paquetes, y obstinadas en murmurar amabilidades, fue más rápida que su acceso a la Sala de Audiencias.

Abundaron, como se supondrá, las explicaciones entre Tzu-Hsi y Lucifer, quien le dijo que había estudiado el piano a solas, en secreto, para sorprenderla en el momento oportuno. Y aunque se resistía a creerlo, debió la Emperatriz aceptar esa aclaración, por ser la única lógica, pero se quedó rumiando, masticando sus perlas y dando vueltas en la cabeza a los incidentes de ese día. En cuanto a los demonios, no bien se reintegraron al Pabellón de las Nubes Favorables, recriminaron al soberbio por su actitud inconsulta, que hubo de echarlo todo a perder.

—Se me fueron las manos —les respondió—. La tentación pudo más.

—No es Su Excelencia quien debe ser tentado, sino la Viuda.

Y además… ¡hace tanto tiempo que no tocaba Chopin! En el Infierno, cuando el frío no ha destruido los pianos, el Diablo los manda desafinar y luego invita a los maestros pecadores, que son legión, a dar conciertos.

Tarareó la Marcha Fúnebre, a la que no había llegado a interpretar, y se fueron acostando. Así transcurrió la primera jornada de los demonios, en la Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad.

A la mañana siguiente, Leviatán regresó en su sapo volandero. Venía pletórico de noticias.

Harto diferente era la existencia que se llevaba en la Ciudad Prohibida de Pekín de la que transcurría en el Palacio de Verano. Aquí, se deslizaba entre paseos y recepciones; allá, se meditaba y se conspiraba. El joven Emperador, duodécimo de la dinastía manchú, le había gustado al Almirante. Era un mozo de aspecto ascético, que usaba el cabello largo y cuidaba sus manos nobles. Vestía con pulcra sencillez. Se descontaba que, encerrado en su palacio, entre hombres doctos a quiénes confería un trato de cortesía ejemplar, sólo se ocupaba de leer, de componer mecanismos relojeros y de oír música. Otra era la realidad, aunque se la ignoraba, y Leviatán, merced a su don ubicuo, la descubrió en breve. El Emperador, cabeza del Estado, preparaba un golpe de estado. Quienes rodeaban al Hijo del Cielo no eran, como parecían, poetas, médicos y astrólogos, sino políticos y políticos de vanguardia, liberales. Aspiraban a construir una China nueva y, desde la altura vertiginosa del Trono del Dragón, Kuang-Hsü compartía sus aspiraciones. Ansiaban colocar a China en el mismo nivel de los países progresistas de Europa, y para ello era menester una revolución de fondo que, al sacudir los cimientos, modificase las instituciones y las costumbres. Pero si se quería lograr el éxito, había que actuar con sumo sigilo y obtener la victoria por sorpresa. Sobre todo, se requería que el Buda Viviente, el único capaz de desbaratar la confabulación, no se enterase de que ésta se tramaba. Por eso andaban a veces de puntillas y a veces con pies de plomo. Ya habían empezado a difundirse, con el sello imperial, los decretos iniciales, de apariencia inocua. Pronto surgirían los restantes, más y más perturbadores. Hasta ese momento, la Emperatriz Viuda no se había dado por aludida. Acaso, puesto que no se vinculaban con el ceremonial, no le importaban; acaso, también, sus entretenimientos habían concluido por alejar a Tzu-Hsi y a su camarilla de esos problemas.

—¿Y los extranjeros? —preguntó Satanás—. ¿Qué opinan los extranjeros?, ¿los maridos de esas señoras charlatanas con quienes tomamos el té?

—Están divididos. Hay quienes calculan que sacarán ventajas de una China más moderna, y hay quienes piensan que les conviene que no salga de su marasmo actual. Estos últimos forman la inmensa mayoría.

—Lo que Su Excelencia nos refiere es muy interesante, como capítulo de la historia contemporánea y de la evolución de sus órganos constitucionales —dijo Lucifer—, mas no veo qué provecho le podemos sacar, del punto de vista de nuestra tarea. No distingo dónde asoma la envidia de la Emperatriz, en ese intríngulis. La Emperatriz es intangible y está muy contenta.

—Yo sí lo veo —replicó el cocodrilo—. Debemos afirmar en su ánimo la impresión (aunque sea falsa) de que las potencias de Europa miran con entusiasmo al joven Hijo del Cielo; de que lo consideran superior a ella, al propio Buda Viviente, y más digno de ejercer el mando. En una palabra: debemos procurar que envidie al Emperador, convenciéndola de que Kuang-Hsü causa más admiración que ella a esos forasteros… forasteros a quienes la Emperatriz juzga inferiores, pero cuya supremacía evidente la Viuda ha tenido que sufrir. Es la única posibilidad de envidia que se me ocurre. Pero habrá que proceder con sumo cuidado, lentamente y etapa a etapa. Por lo pronto, ahora mismo y antes de su despertar, le organizaremos un sueño.

—¿Un sueño?

—Ya verán, Excelencias. Será el primer toque de atención, y como tal, muy leve. Y muy chino, señores: recuerden que nos hallamos en un país de sueño.

Golpeó las manos, y las camas se colmaron de revistas ilustradas del Viejo Mundo. Desbordaban, encima de las colchas, las pilas de tapas con el abigarramiento de fotografías y cromos. Mientras los demonios daban vuelta a las páginas, Leviatán les fue comunicando su idea. De acuerdo con ésta, cada uno eligió al soberano reinante más acorde con su manera de ser o que se le antojaba más decorativo, y se aprestaron a representar la pantomima que les trazara el envidioso. Comenzaron por desvestirse de los cuerpos de las Princesas, y luego, aplicando su ciencia de la metamorfosis y ajustándose a los modelos facilitados por las revistas, procedieron a la transformación. El Almirante, por su jerarquía de jefe de la maniobra, asumió el papel de Kuang Hsü, Emperador de la China y figura central del cuadro que aspiraban a componer. Satanás interpretó la parte de Guillermo II, Emperador de Alemania; Lucifer, la de Nicolás II, Zar de Rusia; Mammón, la de Humberto I, Rey de Italia; y Asmodeo, la de Alfonso XIII, rey niño de España. A Belfegor, para que estuviese sentado durante la que denominaban «operación sueño», lo convirtieron en la Reina Victoria de Inglaterra. En cuanto a Belcebú, se negó terminantemente a doblar la parte de un monarca, pues se lo impedían sus principios republicanos, y optó por caracterizar a Mr. William McKinley, Presidente de los Estados Unidos. Es justo decir que no perdieron el tiempo, si se abarca la multitud de detalles que debieron tener en cuenta, al estructurar las fisonomías, los uniformes, las condecoraciones, etc., porque eran prolijos y puntillosos y se esmeraban en que sus trabajos salieran bien. Iban y venían, los siete, de los periódicos a los espejos, retocando minucias, enmendando errores, añadiendo aquí un galón y allá una charretera, criticándose y auxiliándose. Cuando Leviatán estimó que estaban listos, abandonaron el pabellón y, el uno tras el otro, se encaminaron al palacio donde dormía la Emperatriz.

Las brumas del amanecer velaban exquisitamente los cerezos, las lápidas y las esculturas de monstruos, en tanto que los siete cruzaron los patios tranquilos. Nadie los vio. Nadie pudo verlos, ni los eunucos guardianes, ni los pájaros que despertaban entre las hojas a la mañana de calor. Ni pudo oír el metálico chasquido de los sables y de las espuelas, ni el fru-frú de los ropajes de Belfegor Victoria, porque sólo ellos poseían sentidos suficientemente agudos como para captar el arco iris de sus colores y para escuchar el sonido de sus pasos y de sus armas. Llegaron a la cámara de Tzu-Hsi y se metieron en ella silenciosamente. La Viuda reposaba en su lecho. Frente a él, guiados por Leviatán, quien actuaba como un régisseur de larga experiencia, armaron su pequeño teatro.

A Belfegor se lo ubicó en una silla; a ambos lados, de pie, se distribuyeron Lucifer, Satanás, Mammón, Asmodeo y Belcebú; Leviatán se situó en la zona más alta de la simbólica composición. En seguida, simultáneamente, obedeciendo a una señal del cocodrilo, estornudaron. La Vieja Buda saltó sobre sus almohadones y se restregó los ojos.

Delante de ella, envuelta en la neblina de los sahumerios, se elevaba una compleja imagen, en la cual la Emperatriz reconoció el estilo atroz de las ingenuas estampas alegóricas que solían traer los semanarios intrusos. Uno a uno, fue identificando a los personajes. El de arriba, liviano, espiritual, era el Hijo del Cielo; la gruesa señora sentada, que ostentaba una corona diminuta, ridícula, algo así como un tapón de frasco de perfume, era la Reina Victoria; aquel, de los engomados bigotes, era el Káiser alemán; el del gorro de piel y la mirada triste, era el Autócrata de Todas las Rusias; el otro, el Rey de Italia; el chicuelo de la gran mandíbula, el monarca español; y el que vestía de particular y casi desaparecía en medio de tantos oros y plumas, debía ser el Presidente de los Estados Unidos. Sonreían, vueltos hacia Kuang-Hsü (el llamado «Continuación del Esplendor») y tendían hacia él los brazos, tributándole su homenaje. La litografía policroma —tan diversa, por sus tintas bárbaras, de los matices delicados propios de las pinturas del Celeste Imperio— resplandecía, colosal. Relampagueaban los aceros, los cascos, los collares y cruces. Y el déspota chino recibía las sumisas atenciones sin mover un músculo, lejano y altanero, de modo que se dijera que él —y no la dama que se retorcía sobre la seda de los cojines— era el Buda Viviente, el Dios Encarnado. Escondida detrás de la Emperatriz y evitando que un solo clic la traicionara, la máquina de fotografiar del Infierno documentó para siempre la escena admirable, y registró el perfume de los incensarios, agregando a fin de completar el efecto, unos compases de «Tanhaüser».

Sopló Leviatán quedamente, y los párpados le pesaron a la Emperatriz, así que volvió a estirarse en el lecho y a poco dormía. Los demonios lo explotaron para escapar, pues en breve llamaría el reloj y las servidoras acudirían a despertarla. Escaparon, pues, los reyes y el presidente norteamericano, por patios, galerías y corredores, entre la indiferencia de los dragones marmóreos. Las espadas les azotaban las piernas; se les enredaban las bandas y los alamares; perdían los cetros; vacilaba y tangueaba la británica coronita; había que llevarle la cola de luto a Belfegor, evitando que vacilase y cayese. Y el tiempo les alcanzó justo para mudar el marcial atavío y recuperar la frágil traza de Princesas manchúes, porque ya repicaban los relojes de todos los países, anunciando las seis; y al punto se abrían las puertas de la Sala de la Vejez Feliz; la Viuda se mostraba, rozagante, con esclavas y eunucos; empinábanse los quitasoles; y las siete damas de honor, jadeando, se inclinaban delante de la señora. En vano su disimulo escrutó, detrás de las mangas y de los abanicos, el rostro imperial. Nada traslucía la inquietud originada por su raro sueño. Parecía, al revés de lo que esperaban, más alegre, más conversadora, y ese tono persistió, a lo largo del día, durante las audiencias, durante el paseo.

Realizóse este último en una gran barca, a través del lago de lapislázuli. Los diablos, para sentirse (inexactamente) en carácter, y aunque Leviatán les previno de que esa melodía traía mala suerte, modularon el coro «a bocca chiusa» de «Madama Butterfly». Sólo cuando callaron, mientras los eunucos remaban, la orgullosa Emperatriz mencionó su visión mañanera porque, volviéndose hacia las Princesas deferentes, desde el trono que ocupaba en la proa, les dijo:

—He tenido hoy un sueño muy hermoso. Los soberanos del Mundo rodeaban al Emperador y le rendían homenaje. Veo en ello un buen augurio, y veo, indirectamente, un homenaje a mí misma, la Emperatriz Viuda, la Gran Madre de China, puesto que el Emperador es para mí un vasallo más, el primer vasallo.

Mordiéronse los labios los demonios, y cuando pudieron censuraron a Leviatán la ineficacia de su cuadro vivo, pero el Almirante les recordó que aquél había sido un toque inicial de atención y que, no obstante la actitud de Tzu-Hsi, estaba satisfecho del resultado.

Una semana entera transcurrió sin novedad. Se reprodujeron las ceremonias, los banquetes, los espectáculos de extensos dramas históricos (en los que los demonios se aburrían a cual más), las caminatas, los paseos por el lago, las ascensiones a kioscos y templos. Leviatán voló a Pekín y narró después que allí la cosa ardía, pues las leyes renovadoras se multiplicaban con vehemente profusión. No lo ignoraba la Emperatriz, informada por sus adictos, los de la línea tradicional, mas les restaba trascendencia. Lo que la desazonaba, por el momento, era pulir una serie de poemas cortos, en los cuales describía los amores de una lagartija y de un tigre de porcelana de céladon, lo cual es arduo de describir, pero indiscutiblemente oriental.

—Ha llegado la ocasión —declaró por fin el Almirante— de intentar una segunda experiencia en el plano onírico. Armaremos otro sueño, acentuando la nota. Esta vez lo suprimiremos a Mr. McKinley, que se salía de la lámina, y Belcebú tendrá a su cargo el papel de la Emperatriz.

Pretendió el goloso resistirse, aduciendo su carencia de dotes teatrales y que ya le costaba bastante personificar a una Princesa virgen de Manchuria, y el cocodrilo no cedió.

Había que obedecer y colaborar, si se deseaba llegar a puerto.

Cada uno endosó las ropas que luciera en la pasada oportunidad; entre todos pintaron y disfrazaron a Belcebú, quien los dejaba hacer de mala gana, hasta que, con su espléndida bata amarilla y su tocado de perlas y rubíes, reprodujo los rasgos y el atuendo del modelo perseguido; y, calladamente, la regia procesión precedida por una Queen Victoria de silueta de trompo, ganó el aposento donde descansaba Tzu-Hsi. Leviatán los repartió; estornudaron coralmente y, como la mañana anterior, la Vieja Buda pegó un brinco. Había en la habitación unos perritos pekineses, de duros ojos desafiantes, que rompieron a ladrar.

Superaba esta escena de sueño a la que ya pintamos. La Emperatriz la contempló, azorada, porque, siempre con la misma técnica de imaginería popular y grosera, pero ahora con un refuerzo mímico, el cuadro la incluía, y la parte que en él representaba no era la mejor.

El Emperador Leviatán seguía planeando, cerca del techo y de sus vigas. Llameaban de vanidad sus ojos, semejantes a los de los perritos. A sus pies resollaba y bizqueaba, echada en el suelo, la Emperatriz Belcebú, víctima del pisoteo de Lucifer, Satanás, Asmodeo y Mammón, monarcas de Rusia, Alemania, España e Italia, quienes habían acrecido el número de sus condecoraciones; y a un lado, la opulenta y menuda Victoria Belfegor aplaudía con solemnidad. A diferencia de la vez precedente, la composición no era estática, sino estaba dotada de un despacioso movimiento, como el que suele incorporarse a algunos maniquíes, en los museos de cera, ya que eso es lo que más evocaba: los autómatas de los museos de cera, exhibidos en situaciones famosas. El Káiser, el Zar y los Reyes posaban las botas con mecánico ritmo sobre el cuerpo yacente de la Emperatriz; las alzaban y las descendían; las alzaban y las descendían; y la Reina de Inglaterra reiteraba su aplauso con unas palmas de rígida inexpresión; levantaba la cabeza hacia el divino Kuang-Hsü, le sonreía y suspiraba.

Era demasiado. La Emperatriz auténtica lanzó un grito, y no fue menester que Leviatán la durmiese, pues cayó desmayada sobre el lecho suntuoso. Frotáronse las manos los siete astros del «Almanaque de Gotha» y salieron sin apresurarse ni enmarañarse en sus lujos. Sabían que Tzu-Hsi se levantaría tarde.

—¡Buena suerte, Majestad! —le repetían al cocodrilo, y el Emperador se enjugó una lágrima de placer, con la manga de seda.

—Espero que no haya que reiterar el cuadro —le dijo Belcebú—, porque recibí unos cuantos puntapiés de Sus Excelencias en el estómago, que es lo que más cuido.

También los había recibido Tzu-Hsi, en el alma. Su arrogancia crepitaba y chispeaba como yesca, no de envidia, sin embargo, sino de cólera. Su furia célebre se manifestó no bien abrió los ojos, y la experimentaron los cachorros pekineses, airadamente desterrados de su alcoba, y las cerámicas que destrozó, conservando, empero, la lucidez necesaria para que no fuesen las de la época Ming.

Las siete Princesas valoraron el nivel de esa rabia. Durante todo el día las hostigó, y ellas acataron su ira pacientemente, viendo en su intensidad un testimonio de que flaqueaba. No hubo paseo, ni recolección de orquídeas, ni té verde, ni meditación a la luz de la luna. Los poemas sobre los amores de la lagartija y el tigre de porcelana fueron abandonados para siempre. Inmóvil como un ídolo en su trono, más Buda que nunca, la Emperatriz se observaba los dedos enjoyados. De tanto en tanto, revolvía unos papeles, la copia de los famosos decretos sobre construcción de ferrocarriles y buques y fundación de escuelas de corte occidental, que le traían en cofres cubiertos de paños amarillos.

—No obstante —subrayó Satanás— no envidia al Emperador. Lo odia, lo está odiando, eso es evidente.

—Hemos dado un paso de importancia —le respondió el Almirante, con aire profesional—. Pronto daremos el definitivo.

Lo dieron la semana siguiente. Entre tanto, la Emperatriz continuó amasando su despecho, como si preparase un delicado pastel. Diariamente, le añadía condimentos. La memoria del ultraje que en sueños recibiera, constituía la base de su salsa. Había envejecido en escaso tiempo, y no se preocupaba tanto de su pulcritud. Por nada, tiraba de las trenzas a sus circundantes esclavas o mandarines, y a ella las mechas se le escapaban, bajo la toca y sus largos alfileres. Si alguien cometía la indiscreción de nombrar a un extranjero en su presencia, chispeaban sus ojos negros y prorrumpía en insultos tan antiguos que sólo lograban comprenderlos los más sabios.

Llegó así la hora en la que la Emperatriz recibió a los Príncipes de Tartaria. Leviatán había combinado esa audiencia con cariño de artista, sin descartar ni un pormenor, para que resultara impecable. Después de encarnar a los soberanos de Europa, los demonios tendrían que hacer otro tanto con una embajada mogol. Ensayaron sus partes y combinaron su guardarropía. Era ésta maravillosa. Cerraban sus cinturones, sobre las telas de oro, con broches de jaspe, y de ellos pendían bordados estuches para los abanicos, las dagas y los relojes exornados con alhajas. Aunque apretaba el estío, no renunciaron a las pieles de zorro, que completaban el carácter. Fulguraban, sobre todo Lucifer, cuya atlética figura crecía con la pompa entre pulida y brutal.

—Esto es otra cosa —le aseguró el soberbio al envidioso—, y le agradezco la modificación. Le confieso que estaba harto de hacer de Princesa manchú. Ya empezaba a afeminarme y es difícil eliminar ciertos gestos. Aquí, uno puede explayarse, ser uno mismo.

Ponía una mano en la cintura y se admiraba en el espejo.

El día fijado, luego de convertir a sus transportes en caballos bravíos, entraron en el Palacio de Verano con gran estrépito de arneses. En un palanquín, los seguía el sapo de Leviatán, y el cocodrilo cabalgaba a uno de los monos de Belfegor, mudado en potro de flotante cola. También el sapo había sido objeto de una transformación. Era ahora de marfil, sin dejar por ello su roja casaca Luis XIV, lo cual hacía de él una pieza única.

Cuando Li Lien Ying, jefe de los eunucos, los admitió en la Sala de Audiencias, previo pago del acostumbrado soborno, se prosternaron con suelta elegancia; golpearon las losas del piso con las frentes, usando de tal vigor que parecían prestos a romperlas; y se hincaron en los almohadones que se reservaban a los privilegiados. Fue como si con ellos se introdujese en la refinada quietud del Parque de los Diez Mil Años una ráfaga de las estepas y sus hordas, vital y varonil.

Leviatán habló y esclareció el motivo de su visita. De lejos venían, portadores de saludos y de regalos. Asimismo, ansiaban elevar al Trono la razón de su desasosiego. Y barbotó que, pese a la distancia y a la hosca soledad en que vivían hasta ellos habían alcanzado rumores que los asombraban y los perturbaban. Lo extraño es que no los habían conocido a través de los huéspedes chinos y manchúes, sino por intermedio de los misioneros británicos. Los bárbaros exóticos, los predicadores de la inmortalidad y la pujanza de un dios absurdo, el Dios de Occidente, se habían deshecho en loas al Emperador, lo que los había colmado de satisfacción, a ellos, Príncipes mogoles, pues eran fieles súbditos del Hijo del Cielo, pero en cambio se habían expresado irrespetuosamente, con referencia a la Emperatriz Viuda. Alababan los foráneos la perspectiva de Kuang-Hsü, quien conduciría la civilización europea, por dobles vías de hierro, de un extremo al otro de la vasta China, mientras que la Emperatriz entretenía su ocio con los placeres fútiles del Palacio de Verano. Y eso, naturalmente, desazonaba a los señores de Mongolia, porque si bien insistían en su lealtad al Emperador, más aún apreciaban los méritos de la Gran Antepasada, en quien veían a la depositaria de la excelsas virtudes del Imperio.

—Los monjes ambulantes cristianos —prosiguió Leviatán, haciendo espejear sus pedrerías y medio caracoleando, pues eso le parecía mogol—, porfían en repetir que los reyes principales de allende el mar consideran al Hijo del Cielo como el único soberano posible del País Amarillo, ya que de su inteligencia, abierta a las innovaciones, depende su progreso, y juzgan que la sola piedra que se opone al adelanto chino es la Emperatriz Viuda, la Venerable, de modo que sugieren que se la aparte de la ruta, para que ellos traten, directa y exclusivamente, con el sagrado Emperador, y con él analicen las mejoras de las cuales procederá su mutua conveniencia. Dichos reyes son astutos y poderosos, y creen que nuestro Emperador es poderoso y astuto también. Se obstinan en decir que con Su Majestad Kuang-Hsü conversarán de igual a igual, y que entre todos salvarán a la retrógrada China.

Aunque apenas iluminaban a la Sala de Audiencias las poliédricas linternas de papel que colgaban del maderaje, fue fácil advertir que la Vieja Buda cambiaba de color. Un tinte sutilmente verdoso, en el que la sagacidad del Almirante distinguió el matiz insinuado de la envidia, comenzó a extenderse sobre sus facciones.

Y él continuó perorando, transpirando, agitando el gorro de piel, reiterando lo que había manifestado ya, desempeñando su parte de caballero de las llanuras, primitivo y fastuoso, ignorante de las zalamerías de la Corte y apto para propagar ingenuos exabruptos. Alrededor, sus compañeros se limitaban a menear las cabezas y a prorrumpir en roncos gemidos y en bruscos ademanes que estremecían sus armas.

Ni palabra contestó la Viuda. Altiva, remota, escrutaba al orador como si ella fuese una más, entre las fabulosas bestias de bronce que rodeaban su trono, pero la gama de los verdes se intensificaba en su semblante, de suerte que, si semejaba un dragón, ese dragón había sido tallado en una aceituna colosal.

—Os hemos traído —terminó el Almirante—, en recuerdo de una visita que esperamos placentera y rica en informaciones atrayentes, un obsequio curioso.

Dio una orden, y los eunucos hicieron entrar al gran sapo de marfil. Abrió éste la boca, y de su interior brotaron cien pajaritos, pequeños y deliciosos como colibríes, que revolotearon por la amplia habitación. Muchos de ellos se posaron sobre los hombros y la cofia de la Emperatriz quien, tenaceada por la cólera y por la envidia, no acertó a alejarlos. Piaban, aleteaban y tornaban a envolver, como una vocinglera nube, a la compacta señora verdemar.

Había concluido la entrevista, y los tártaros se retiraron de espaldas. Entonces Tzu-Hsi dio rienda suelta a su pasión. A manotones, como solían hacer los demonios con las moscas, desbandó a los pajaritos. Los eunucos los corrieron con los abanicos de plumas de pavón. Algunos se refugiaron en la techumbre y otro cayeron muertos, mas quedaron varios que se encapricharon en acosar a la señora con sus vuelos y sus trinos, y Tzu-Hsi siguió oyendo, en sus pío-píos encantadores, las frases tremendas de Leviatán. Hasta la noche, hasta su cámara, donde consiguieron cazar al último y terco colibrí, debió escuchar el gorjeado mensaje que azuzaba su envidia. A esa hora, el color de la piel de la Emperatriz era verde botella.

El día siguiente, mandó llamar al Emperador. No reconstruiremos aquí su histórico diálogo, o mejor dicho su feroz monólogo, que consignan numerosos textos. Nos ceñiremos a recordar que arrolló al joven liberal, como un huracán que arrastra a una hoja quebradiza. De rodillas, temblando ante la autoridad máxima del Imperio, que retomaba la plenitud de su prepotencia, Kuang-Hsü se sometió. Traicionado, abandonado, nada pudo hacer. Demasiados siglos inexorables pesaban sobre sus frágiles huesos. Desde esa fecha hasta su fallecimiento, diez años más tarde, fue un prisionero, un esclavo, un títere, obligado a escoltar a su tía irresistible y cruel, cuando se trasladaba del Palacio de Verano a la Ciudad Prohibida. Ni la rebelión campesina de los Boxers, ni el asesinato del ministro alemán, ni el asedio de las legaciones y la entrada de las fuerzas europeas en Pekín, ni cuanto se lee en memorias y novelas y recogieron los films de cinerama, consiguieron salvarlo. La Emperatriz lo humilló y lo envidió hasta el final. Envidiaba su calma, su distancia, su misteriosa y resignada filosofía, lo que tenía de intocable, de auténticamente imperial, luego que recuperó el equilibrio y la quietud. Ella, entre tanto, se debatía bajo los golpes sufridos por la China anonadada.

Los demonios habían puesto punto a su tercer trabajo. Lograron que la envidia corroyese y devorase a Tzu-Hsi, lo cual, al principio, se les antojó imposible, tan recia simulaba ser su presuntuosa armadura. Rescataron al sapo, apretaron sus vehículos y se decidieron a partir. Estaban contentos de irse, en pos de nuevas aventuras. Lo mismo que a Lucifer, a los restantes los había fastidiado la larga substitución de las Princesas manchúes, con sus obligados melindres.

—Me envidio a mí mismo —dijo Leviatán—. Mi tarea resultó muy bien.

Volaban, sobre las nubes, felicitándolo, impulsando a Belfegor, que dormía en andas de los cuatro monos, cuando, insólitamente, cayó sobre ellos una lluvia de flechas. Pusiéronse en orden de combate, y a poco descubrieron a sus enemigos. Eran los semidioses de la Viruela, la Escarlatina, la Hepatitis, las Langostas, los Veterinarios, los Borrachos, los Fuegos Artificiales y los Zapateros, quienes se parapetaban tras una madeja de cirios, y desde allí soltaban sus dardos agudos. El General Sun-Pin, a quien adoran los fabricantes de calzado, les espetó:

—¡Defiéndanse, miserables! ¡Por culpa de ustedes y de sus embrollos, la Emperatriz maldita ha anulado al Emperador Kuang-Hsü y ha postergado el mejoramiento y la elevación de nuestra patria! ¡Por culpa de ustedes, retrocedemos! ¡Habrá que aguardar años y años, antes de que triunfen en China las reformas!

—¡Pero ya triunfaremos! —intervino Cen-Sen, protector de los que el hígado tortura—. ¡Y no sólo tendremos ferrocarriles! ¡China para los chinos! ¡China para el Mundo!

—¡Viva la revolución! —exclamaron a coro.

—¡Viva la tradición! —les contestaron los del Infierno.

El de los veterinarios blandía una gruesa jeringa; el de las langostas, un fumigador; el de los fuegos de artificio los lanzaba, giratorios y quemantes. Diluviaban las flechas, mezcladas con libritos rojos. Tou-Sen, deidad de las víctimas de pústulas, arrojó una taza de té rosada, supérstite milagrosa, quizás, de su pasado encuentro. Quisieron el irritado Satanás y el jactancioso Lucifer resistir la agresión, pero los disuadió Asmodeo, quien separó con gracia la flechera lluvia, como si fuera una cortina de bambúes.

—Vamos, Excelencias —les dijo—. Dejemos a estos anarquistas, que destruiríamos cómodamente. No despoblemos un cielo mitológico, que eso traería cola. No nos corresponde inmiscuirnos en los problemas de la política nacional. Con lo que hicimos en el Palacio de Verano, basta.

Comprendieron los otros que lo asistía la razón, y subieron a inaccesible altura. Para distraerlos, durante el viaje, Leviatán les relató el desenlace de la vida de la emperatriz Viuda, que averiguara robando una página del Libro de los Horóscopos, en la Torre de la junta de Astrología de Pekín… una página que los estudiosos de las figuras celestes no osaron mostrarle a la Viuda.

—Ocurrirá dentro de un decenio, exactamente el día después de la muerte de Kuang-Hsü, de modo que se susurrará que la señora mandará a sus eunucos que lo envenenen, para evitar así que la sobreviva. Y el fallecimiento de la Emperatriz se deberá a un hecho singular, a una superposición… ¿cómo llamarlo?… a una eliminación por rechazo. Se enfrentarán entonces dos poderes, en apariencia iguales, pero uno de ellos será más pujante y vencerá al otro. La Viuda recibirá la visita, en esa época, del Dalai-Lama. Ahora bien, tanto Tzu-Hsi como el Lama Supremo del Tibet, se enorgullecen de ser la orgánica encarnación de Buda, pero es inaceptable, teológica y técnicamente, que dos encarnaciones de la divinidad se manifiesten en forma simultánea, en el mismo sitio. Se repudian, se desconocen, se descartan. En ese caso, una de ellas debe, forzosamente, ceder, retirarse al trasmundo, y hacer tiempo allí hasta que el proceso de la metempsicosis la devuelva a la Tierra. El mecanismo funciona con inflexible rigor. Prueba de ello es que la Emperatriz, menos Buda que el Dalai, se despedirá de este suelo, escasas semanas luego de esa entrevista. Se encontrará con la horma de su zapato. De nada le servirá sostener sus derechos búdicos. Si el Emperador Kuang-Hsü fue débil, el Lama tibetano, celoso de su jerarquía sacra, no se rendirá. O se es, o no se es el Gran Buda; y no hay vuelta. Pongo sobre aviso a Sus Excelencias, por si, alguna vez, se les ocurre alardear de Budas. No se sabe jamás cuándo puede surgir un Buda más Buda que el que uno pretende ser.

Nutriéronse piadosamente los demonios de tan higiénica sabiduría y, batiendo las alas, se alejaron del país donde los dragones se alimentan con flores de loto, y donde espera la lagartija la presencia de un poeta que narre sus amores con un tigre de porcelana.

—La Emperatriz vivirá diez años más —dijo Asmodeo—. Imaginen Sus Excelencias lo verde, lo reverde, archiverde y poliverde que estará a la sazón.

La ocurrencia los hizo pensar. Como fruto, explayaron su lirismo, excitado por su estada en la China versificante.

—Verde como el bronce de Pompeya, tras siglos de sepultura —sugirió Lucifer, en honor de su «Fauno».

—Verde como el oro que se guarda en los sótanos húmedos —declaró Mammón.

—Verde como yo, que soy un cocodrilo —cantó Leviatán—, y como el lago que las ramas sombrean en el cual el cocodrilo flota.

—Verde como la coraza de la Guerra —rugió Satanás—, cubierta de Gorgonas serpentígeras.

—Verde como la cetrina palidez de los voluptuosos, como los cuerpos desnudos que se abrazan bajo la luna —se deleitó Asmodeo.

—Verde como un puré de espinacas —propuso Belcebú—, salteadas, hasta evaporar el agua, en una sartén con manteca.

Entreabrió Belfegor los ojos:

—Verde como un colchón tapizado de terciopelo verde; como una cobija glauca; como una almohada en la que han bordado hojas de vid y saltamontes; como un sueño por el cual pasan ejércitos de ranas con cestas de verduras; como…

Y se volvió a dormir.