Puedo inventar ahora, impunemente, para mi propia ternura y nostalgia, uno o dos recuerdos falsos pero no inverosímiles, no más arbitrarios, sólo ahora lo sé, que los que de verdad me pertenecen, no porque yo los eligiera ni porque se guardara en ellos una simiente de mi vida futura, sino porque permanecieron sin motivo flotando sobre la gran laguna oscura de la desmemoria, como manchas de aceite, como esos residuos arrojados a la playa por el azar de las mareas con los que el náufrago debe mal que bien arreglarse para urdir en su isla un simulacro de conformidad con las cosas. Hasta ahora supuse que en la conservación de un recuerdo intervenían a medias el azar y una especie de conciencia biográfica. Poco a poco, desde que vi las fotografías innumerables de Ramiro Retratista y fui impregnándome del rostro y de la voz y de la piel y la memoria de Nadia igual que una cartulina blanca y vacía se impregna de sombras grises y luces sumergida en la cubeta del revelado, empiezo a entender que en casi todos los recuerdos comunes hay escondida una estrategia de mentira, que no eran más que arbitrarios despojos lo que yo tomé por trofeos o reliquias: que casi nada ha sido como yo creía que fue, como alguien, dentro de mí, un archivero deshonesto, un narrador paciente y oculto, embustero, asiduo, me contaba que era.

Todavía me desconcierta la extensión del olvido, la magnitud de todo lo que he ignorado no ya sobre los otros, vivos y muertos, sino sobre mí mismo, sobre mi cara y mi voz en el pasado lejano, en los días finales de la primera mitad de mi vida, cuando me creía, acobardado y temerario, en las vísperas acuciantes de un porvenir que era falso y que también se ha extinguido. Pero ahora imagino cautelosamente el privilegio de inventarme recuerdos que debiera haber poseído y que no supe adquirir o guardar, cegado por el error, por la torpeza, por la inexperiencia, por una aniquiladora voluntad de desdicha abastecida de excusas y hasta de fulgurantes razones por el prestigio literario de la pasión. Le dije a Nadia: por qué no nos encontramos definitivamente entonces, cuando nada nos había gastado ni envilecido, cuando todavía no nos había manchado el sufrimiento. Pero en realidad no quiero modificar en su origen el curso del tiempo, sólo concederme unas pocas imágenes que pueden no ser del todo falsas, que tal vez estuvieron durante fracciones de segundo en mi retina y no llegaron a alcanzar la conciencia y sin embargo permanecen en alguna parte dentro de mí, en lo más hondo de la oscuridad y del olvido, avisándome de que lo que yo supongo invención en realidad es una forma invulnerada de memoria, de modo que si ahora imagino una mañana de hace dieciocho años en que la vi cruzar con su padre la puerta encristalada del bar Martos, a contraluz, caminando sobre la mancha de sol que brillaba en las baldosas y apenas reverberaba en la penumbra donde mis amigos y yo estábamos oyendo una canción de Jim Morrison o de John Lennon o de los Rolling Stones en la máquina de discos, si no logro definir su cara pero sí la orla deslumbrante de su pelo rojizo, si me atribuyo la sensación de curiosidad y extrañeza que entonces provocaban siempre en nosotros los forasteros, tal vez actúo como un adivino de mi propio pasado, y por eso me gana una emoción de verdad de la que hace mucho quedaron despojados esos recuerdos que ya no estoy tan seguro de que sean veraces, que se parecen a los cuadros rutinarios y a las fotografías enmarcadas de una casa en la que uno no desea vivir, despojos, no trofeos, innobles como reliquias degradadas por el escarnio, por el abandono y las telarañas, colgadas en capillas siniestras a las que nadie acude.

Puede que yo estuviera allí el día que llegaron, porque pasaba una parte considerable de mi vida en el Martos, escuchando discos extranjeros en cuyas letras trabajosamente descifradas intuía las palabras de una revelación sobre algo que estaba muy lejos de mí, que nunca alcanzaría y que sin embargo había nacido conmigo, bebiendo cañas de cerveza con la necesaria lentitud para que durasen lo más posible, fumando cigarrillos, con Martín y Serrano, a veces con Félix, que silbaba por lo bajo alguna melodía barroca y estaba como de visita, recostados contra la pared húmeda, entornando los ojos para hacer más intenso el efecto narcótico de la cerveza, del humo y la música, mirando tras los cristales a las mujeres que pasaban, a los viajeros recién llegados en el autocar de Madrid, al que le decían la Pava, por lo lento que era, a los que estaban a punto de marcharse y entraban en el Martos para comprar cigarrillos o beber un café, excitados, imaginábamos nosotros, por la proximidad de la partida, nerviosos, mirando sus relojes de pulsera y vigilando al conductor, que conversaba con el dueño en una esquina de la barra y hacia las tres y veinticinco, cuando nosotros también debíamos marcharnos al instituto, apuraba su cigarrillo con una última calada, se frotaba las manos y decía en voz alta, vámonos, y yo pensaba, quién pudiera.

En Mágina, entonces, aún llamaba la atención la llegada de un forastero, y no porque nos conociéramos todos, pues hacia el norte habían crecido primero barrios de casas pequeñas, corrales ínfimos y calles empedradas, y luego bloques de pisos que tenían garajes y cafeterías en los bajos, y cuyos ascensores, en los que entrábamos alguna vez para subir a la consulta de un médico, nos producían una admiración indiscernible de la claustrofobia y del callado terror. A los forasteros se les identificaba sin vacilación, y no me refiero sólo a los turistas aislados que llevaban pantalón corto y cámaras fotográficas que usaban enigmáticamente para tomar retratos de burros con serones y de palacios viejos que a nosotros nos parecían irrelevantes y en los que ni los gitanos de la calle Cortina habrían querido vivir. Hasta no hacía muchos años, la presencia de una pareja de turistas provocaba un alboroto de niños en la calle y de postigos abriéndose a medias para examinar esas figuras menos llamativas que ridículas, las mujeres con el pelo oxigenado y las picudas gafas de sol sobre las caras pálidas, los hombres, tan mayores, con las piernas blanquecinas y peludas al aire y cortos calcetines de colores brillantes, con camisas floreadas y abiertas que aquí parecían más propias de los payasos, de los maricones o de los idiotas detenidos en una infancia decrépita que de las personas en su juicio.

Alguna vez, en el barrio de San Lorenzo o en el de la Fuente de las Risas, donde quedaban todavía turbulentas cuadrillas de niños que emprendían feroces guerras a pedradas, una pareja de turistas acababa huyendo de una curiosidad silenciosa y hostil que inopinadamente se había convertido en persecución. Pero con el tiempo la ciudad fue acostumbrándose a ellos, en parte porque cada vez era más frecuente su llegada, y en parte también porque el exotismo de sus actitudes, de su vestuario y de las matrículas de sus coches se fue disolviendo en el cambio gradual de todas las cosas, que sólo a los muy mayores les pareció desconcertante e incluso amenazador. Había turistas igual que había coches en todas partes y a todas horas, televisores, semáforos, pollos gigantes, cocinas de gas, vajillas de duralex, cantantes de pelo largo y ademanes afeminados, como decían que era el hijo golfo del inspector Florencio Pérez, piscinas con trampolines olímpicos, camisas que nunca se arrugaban, edificios de ocho y hasta diez pisos y máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas, que a más de uno le parecieron la señal de que estábamos viviendo en un mundo automático en el que muy pronto los robots suplantarían a los hombres.

Pero a los forasteros se les seguía distinguiendo con facilidad, aunque no tuvieran el pelo rubio ni llevaran cámaras al cuello ni usaran absurdos pantalones cortos. Ni siquiera hacía falta oírlos pronunciar las eses finales de las palabras: se les reconocía simplemente por la cara, pues alguien podía tener cara de no ser de Mágina igual que de estar enfermo o de haber bebido en exceso, y era fácil que se les atribuyeran vidas legendarias y fortunas cuantiosas, tal vez a causa de un vago sentimiento de inferioridad que nos inclinaba a suponer que más allá de nuestra colina y de la doble frontera del Guadalquivir y del Guadalimar se extendía un mundo ilimitado y próspero que a casi todos nosotros nos estaba prohibido, a menos que la suerte acompañara a la audacia o que aceptáramos cumplir en él tareas subalternas, no siempre más ingratas ni peor pagadas que las habituales aquí. A mi padre le rondaba la idea de vender la huerta y los olivos y emigrar a Benidorm o a Palma de Mallorca, donde consideraba posible encontrar un empleo de jardinero en algún hotel. Yo me colocaría de botones, decía, y en poco tiempo, con mi facilidad para los idiomas, perfeccionando mi habilidad para escribir a máquina con los diez dedos y sin mirar el papel, llegaría a convertirme en maître, palabra cuyo significado exacto él desconocía, pero que pronunciaba con reverencia, pues alguien, alguno de sus parroquianos del mercado, le había dicho que ser maître era hoy en día más que ser ingeniero o médico, con la ventaja de que no era preciso gastar la juventud y estropearse la vista estudiando en una capital. Me hablaba de gente que de tanto estudiar había caído enferma de palidez y acababa mirando el vuelo de las moscas en las celdas con azulejos blancos de los manicomios. Se acordaba de amigos y parientes suyos que se marcharon a Madrid, a Sabadell o a Bilbao cuando él era joven y que ahora vivían en pisos con calefacción y cuarto de baño, tenían paga segura y regresaban de vez en cuando a Mágina conduciendo sus propios automóviles. Hablaba con admiración y nostalgia de su primo Rafael, que había sido su mejor y casi su único amigo hasta el final de la adolescencia, y que ahora, veinte años después de salir huyendo del hambre y de la esclavitud del trabajo en el campo, era conductor de autobús en Madrid.

Pero se daba cuenta amargamente de la dificultad de triunfar fuera de Mágina. Salvo su primo Rafael y algún otro -porque la mayor parte de los que volvían a pasar las vacaciones aparentaban por vanidad o vergüenza una posición que nunca alcanzaron y se entrampaban para traer regalos a la familia y alquilar grandes coches que pasaban por suyos- sólo había triunfado de verdad un matador de toros, Carnicerito, torero más de arte que de valor, puntualizaba mi abuelo Manuel, que en unos pocos años había pasado de las capeas en las cortijadas a la vuelta al ruedo en Las Ventas, y a quien mi padre admiraba más aún porque era hijo de un carnicero que tenía en el mercado un puesto enfrente del suyo, de modo que lo había visto nacer, como quien dice, explicaba, halagado por el hecho de conocer a alguien muy célebre, y desde chico se le vio la afición. Ahora Carnicerito salía en la portada del Dígame -tenía la cara larga y el perfil grave y ensimismado, como Manolete- y algunas veces irrumpía en Mágina, en el paseo del León, en la calle Nueva, en la plaza del General Orduña, al volante de un Mercedes blanco y descapotado en el que se veía vibrar desde lejos la melena al viento de una rubia que sería, sin duda ninguna, forastera, y con la que a mediodía era posible verlo sentado en la terraza del Monterrey, una cafetería con barra de aluminio y paredes de moqueta azul recién abierta bajo los soportales, donde nosotros creíamos que sólo les estaba permitido sentarse a los ricos, a los forasteros y a las mujeres rubias que fumaban con las piernas cruzadas y descubiertas hasta más arriba de la mitad de los muslos.

Bajábamos del instituto y al vislumbrarlas desde lejos, en la mancha oblicua de sol que prolongaba la sombra del general hasta las losas de los soportales, se nos cortaba de antemano la respiración, y el vaticinio de sus piernas desnudas nos sumía en una fervorosa y desatada desdicha. Mujeres con grandes gafas oscuras, con un pañuelo a modo de diadema alrededor de la frente, con los labios pintados de rojo, de violeta, de rosa, con relojes de pulsera tan grandes como los de los hombres -no esos relojillos mínimos y medio hundidos en las mantecosas muñecas de las mujeres que conocíamos nosotros- pero con una correa muy ancha, de cuero negro, según una moda que resultó fugaz, pero que a nosotros nos parecía un signo de exotismo y de audacia. Fumaban cigarrillos extralargos con filtro, sosteniéndolos en el extremo de sus largos dedos con anillos y uñas rojas y ovaladas, muy largas también, como todo en ellas, los muslos, las melenas lisas y teñidas, las manos, los cigarrillos, hasta las sonrisas, las carcajadas que resonaban al mismo tiempo que el hielo tornasolado en los vasos y las pulseras en sus muñecas delgadas y casi frágiles, como sus picudos tobillos, en los que a veces relucía una tenue cadena de oro, como los curvados empeines que descendían hasta ajustarse al molde exacto de los tacones de charol.

En los veladores metálicos del Monterrey, a un paso de los hombres con oscuros trajes de pana que miraban el cielo en espera de lluvia y la estatua del general y el reloj de la torre con una paciencia mineral, parecían envueltas en una lujosa claridad de indolencia y de whisky, una bebida de la que hasta entonces sólo supimos que existía en las películas del Oeste, y si al pasar junto a ellas las mirábamos disimuladamente, con las cabezas bajas, con las carpetas de apuntes bajo el brazo, con la expresión ensombrecida por el deseo y el bozo, nunca encontrábamos sus ojos, ocultos tras las gafas oscuras, sino facciones tan rígidas como las de una esfinge, labios rectos y fríos, curvándose en el cristal de una copa o en torno al filtro de un cigarrillo que no olía sólo a tabaco rubio y a dinero, sino a jabón de baño y a piel no dañada por el trabajo ni el sol, dorada por la pereza en arenales junto al mar, en esa playas que se veían en las películas en tecnicolor y a las que la mayor parte de nosotros no habíamos ido nunca: incluso el mar tenía entonces en nuestra tierra de secano como un prestigio de invento reciente.

Sabíamos que eran forasteras no sólo porque fumaran en público y se sentaran en la terraza del Monterrey sino porque sus cuerpos parecían obedecer a otra escala, a una medida de longitud y de esplendor inaccesible para las mujeres de Mágina, a una calidad de indolencia y de tránsito, de provocación, indiferencia helada y aventura, como las mujeres del cine y las de aquellas revistas extranjeras de modas que compraban las madres de algunos de nuestros amigos. Que alguien de Mágina, Carnicerito, anduviera con ellas, que las mostrara como trofeos gloriosos en el asiento de piel de becerro de su Mercedes blanco, nos parecía oscuramente un desquite entre sexual y de clase, de modo que no lo mirábamos pasar con envidia, sino con orgullo, casi con la misma exaltación con que oíamos en los anocheceres de verano el estampido de los cohetes que anunciaban el número de orejas cortadas por él en alguna corrida. La gente se paraba en la calle y aplaudía, y hubo una tarde memorable en que se sucedieron cuatro cohetes y a continuación, después de un silencio en el que se extendía el humo y el olor de la pólvora, estalló por sorpresa un gran trueno que sacudió los cristales de todas las ventanas: Carnicerito, en La Maestranza, había cortado un rabo y lo habían sacado a hombros por la puerta grande. En la iglesia de San Isidoro, el párroco, don Estanislao, aguileño y huesudo como la estatua de san Juan de la Cruz que hay en el paseo del Mercado, vehemente taurino, interrumpió la misa al oír el último cohete, y cuando dio gracias a Dios por el éxito de Carnicerito, los fieles, desconcertados al principio, prorrumpieron en una cerrada ovación, según atestiguó Lorencito Quesada, corresponsal de Singladura, el diario de la provincia, en una crónica que al ser leída por el obispo le deparó al sacerdote entusiasta una sanción que hasta las personas más devotas de Mágina consideraron excesiva.

Ni que decir tiene, pensaban, que Su Eminencia era forastero, y que mal podía comprender lo que Lorencito Quesada llamaba lastimosamente la indiosincrasia de nuestra ciudad, tan volcada en su torero epónimo como en las procesiones de su Semana Santa y en su menesterosa artesanía del esparto y del barro, recién hundida por la invasión de las fibras y los cubos de plástico y el cristal irrompible, tan falta de celebridades y de relevancia en el mundo desde el siglo XVI, lejos del mar, de las carreteras nacionales y de las líneas importantes del ferrocarril, aislada entre los olivares como en medio del océano, tan inútilmente hermosa y tan ignorada que cuando se rodaban exteriores de películas en sus plazuelas y en sus callejones aparecía luego en el cine con otro nombre. Ni siquiera Carnicerito pudo escapar a la larga de ese maleficio que nos perseguía: al cabo de dos o tres temporadas triunfales, en las que no había domingo en que no se superpusieran a los toques de las campanas llamando a la última misa los cohetes que daban noticia de las orejas que cortaba, el número de sus corridas fue menguando tan paulatinamente como el de los estampidos, y dijeron que tenía mala suerte con los toros, que otros matadores, auxiliados por empresarios deshonestos, le tendían zancadillas, que había caído en manos de falsos amigos y de apoderados desleales. Se le seguía viendo en su Mercedes blanco, recostado, con sus trajes de colores claros, su pelo húmedo de brillantina, sus patillas largas, en los sillones de reluciente aluminio del Monterrey, y las mujeres forasteras y rubias fumaban junto a él y sostenían en sus manos largos vasos con bebidas doradas, pero en su expresión severa, en su cara fina y pensativa que cada vez se parecía más a la de Manolete, había ahora, contaban, una permanente amargura, tal vez el desengaño o la fatiga del éxito, de las cámaras de los fotógrafos, de la persecución de aquellas mujeres, a las que hasta de lejos se les veía que eran notorias lagartas y sólo buscaban de él su fama y su dinero, que lo debilitaban, decía mi padre, disipándole las fuerzas que le habrían sido tan necesarias para enfrentarse a los toros. Fuera de Mágina, de nuestras calles y oficios usuales, de la complicidad urdida por la sangre, el mundo era una selva cruel en la que sólo los canallas y los forasteros alcanzaban a sobrevivir. Fuera de su casa y renegado de los suyos un hombre en seguida se hundía en la depravación. En la mesa camilla, por la noche, mi abuelo Manuel me miraba muy serio y me decía: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro.» Cómo iba a no saberlo, si me lo había repetido mil veces. Pero me callaba, ya sin devoción, ya desdeñando aquella voz que no muchos años atrás había contenido todas las posibilidades de la maravilla y el misterio. «Pues que nunca se te olvide: un muchacho de bien se parece a un teatro en que se descompone con las malas compañías.»

El halago de los malos amigos, que sólo contarían con uno mientras tuviera cinco duros en el bolsillo, el resplandor turbio de los bares, la atracción de las mujeres que practicaban en los hombres incautos un vampirismo que los enloquecía y los acababa consumiendo, como a Carnicerito, la blandura que traía consigo la pereza y la comida no ganada duramente, no disputada palmo a palmo a la tierra hostil y al clima traicionero, los vicios que enfriaban la sangre, la temeridad de desear lo que no estaba destinado a nosotros: nos relataban los horrores de los años del hambre como enunciando una profecía que vagamente nos amenazaba a nosotros, los que no conocimos esos tiempos, los que no vivíamos el año cuarenta y cinco, el único de todo el siglo del que se acordaban por su número, cuando las semillas no germinaron en la tierra y en las ramas de los olivos no llegaron a florecer los racimos amarillos de las aceitunas, cuando a las recién paridas se les agriaba la leche y hasta a los hombres más colosales les aparecían manchas pardas en la piel y se les hinchaba el vientre de comer hierbas amargas y caían fulminados al suelo con los ojos en blanco, reventados por el hambre. Un cuarenta y cinco es lo que hacía falta que viniera, decían, para que supierais agradecer lo que tenéis, pan blanco y carne de pollo y no boniatos y algarrobas, lo que os hemos dado con el sacrificio de nuestra juventud y nuestra vida y ahora desdeñáis. Pues no podían entender que nos importara tan poco todo lo que nos habían ofrecido, que nada de lo que fue su mundo tuviera que ver con nosotros, ni la tierra, ni los animales, ni siquiera las canciones que a ellos les gustaban ni su manera de vestir ni de cortarse el pelo. Mientras nos reprendían, en el comedor, a la hora de la cena, mirábamos con indiferencia la televisión. No ponen fe, decían, mirándonos a los más jóvenes trabajar en el campo con desgana, con torpeza, con irritación, viéndonos terminar de cualquier modo una tarea que hubiera requerido lentitud y paciencia para volvernos cuanto antes a Mágina, para despojarnos de las ropas viejas que olían a sudor y estaban manchadas de barro o de polvo y lavarnos con agua fría y vestirnos de domingo, o peor aún, con vaqueros, pues llegó un tiempo en que también despreciamos los severos trajes que nuestras madres nos habían encargado en el sastre o comprado a plazos en El Sistema Métrico y ya no quisimos volver a ponernos corbata, ni siquiera el Jueves Santo ni el día del Corpus, y andábamos, decían, como adanes, con vaqueros y zapatillas deportivas, con el pelo casi tapándonos las orejas, como los vociferantes maricones de los conjuntos que salían en la televisión.

Eso buscábamos, cuando subíamos agrupados hacia la plaza del General Orduña con las manos en los bolsillos y los cuellos de los chaquetones levantados, como marineros o gángsters, mis amigos y yo, Serrano, Martín, Félix, todo lo que más miedo les daba a nuestros padres, miedo y una especie de aguda repugnancia física, buscábamos las malas compañías y el humo y las canciones en inglés que sonaban en el Martos, queríamos dejarnos el pelo tan largo que nos llegara a los hombros y fumar marihuana y hachís y LSD -suponíamos vagamente que el LSD también se fumaba-, queríamos viajar en autostop al otro extremo del mundo y hacia el fin de la noche oyendo con los ojos cerrados a Jim Morrison o subir una tarde a la Pava y no regresar nunca, o volver varios años más tarde tan cambiados que nadie nos reconocería, enmascarados por el pelo largo y la barba, con botas y chaquetones militares, con la cara de furia, experiencia y dolor de Eric Burdon, con camisetas como la que llevaba Jim Morrison en la portada de aquel disco que un día apareció en casa de Martín, llevado por su hermana, nos dijo, a quien se lo había prestado una amiga extranjera. Y nos sentíamos atrapados en la víspera interminable de la libertad y de la nueva vida, detenidos en un límite cuya oscuridad ulterior nos atraía tanto y nos daba tanto miedo como el olor y la cercanía de las mujeres, inaccesibles y próximas, sentadas junto a nosotros en una banca del instituto, tan cerca que nos rozaba el perfume limpio de su pelo y el aroma un poco acre a tenue sudor y a tiza que venía de ellas en las últimas clases, tan imposiblemente lejos como si pertenecieran a otra especie entre cuyas costumbres no estaba la de advertir que existíamos, al menos en el mismo grado que los tipos mayores que las esperaban al salir, los que las invitaban los domingos a gin tonics en la barra del Martos o entraban con ellas en la penumbra rosada de la discoteca que había al fondo del patio, cuya puerta acolchada nosotros nunca habíamos cruzado no sólo por falta de dinero, sino porque no conocíamos a ninguna muchacha que quisiera acompañarnos.

Pero eran las vísperas, al menos para mí, sólo me faltaba un curso para irme de Mágina, si me daban la beca, si obtenía las notas muy altas que me eran necesarias para conseguirla, y de antemano me despojaba del miedo y de la nostalgia, me veía subiendo al amanecer hasta la acera del Martos, que a esas horas estaría cerrado, llevando en la mano derecha la maleta en la que guardaba mi ropa, mis libros y mi máquina de escribir, mirando con desdén al pasar las mismas calles y casas que había estado viendo durante tantos años para ir al colegio de los Salesianos y luego al instituto, despreciándolo todo, sintiendo casi piedad por los que no se iban, por los hombres cabizbajos que a esa hora salieran hacia el campo con la brida de un mulo echada sobre los hombros, por los tenderos de guardapolvos grises que estarían levantando cortinas metálicas o disponiendo cajas de frutas en la acera, igual que mi padre en el mercado. Me iría, antes de un año, calculaba, en octubre, y cuando volviera, si volvía, yo también sería un forastero, un renegado, un nómada. Y ahora descubro, al cabo de dieciocho años, media vida después, que yo soy en parte ese desconocido en quien soñaba convertirme entonces, que tal vez, si me he encontrado con Nadia, no he sido del todo infiel a la solitaria locura de aquel adolescente a quien ya no se le parece mi cara.

Llegaron un mediodía de principios de octubre, recién terminada la feria, de la que aún quedaba un desbaratado recuerdo en las filas de bombillas y de faroles y banderas de papel colgadas sobre algunas calles, en el cartel de toros con el nombre de Carnicerito en el centro que les llamó la atención -especialmente todo a ella, que aún encontraba esas cosas exóticas- en la puerta de cristal del Consuelo, junto al cocherón sombrío donde por fin se detuvo el autocar, ahogándolos en humo de gasolina mal quemada, después de ocho horas interminables de viaje. Llegaron fatigados, sobre todo él, con sueño, porque habían salido de Madrid a las siete de la mañana, sin hambre, con un poco de náuseas por culpa de las últimas curvas de la carretera, que seguía siendo tan infame como en los recuerdos del comandante Galaz. Desde el segundo o el tercer día en Madrid, donde pasaron dos semanas, en un hotel más bien triste y oscuro de la calle Velázquez, ella había notado en su padre actitudes o síntomas que lo aproximaban a una vejez de la que hasta entonces lo consideró a salvo: tal vez, en parte, porque su manera tan anticuada de vestir, que era casi la norma en el suburbio universitario donde habían vivido hasta entonces, revelaba plenamente su anacronismo en España, donde observó con sorpresa que la gente obedecía la moda con una unanimidad desconocida para ella en América. Por primera vez se sorprendió a sí misma calculando cuántos años tenía, no porque hasta entonces lo hubiera creído más joven, sino porque lo veía fuera de tiempo e invulnerable a sus injurias, con esa edad invariable y heroica que los niños atribuyen a sus padres. Era un hombre alto, vertical, con el pelo gris y escaso en las sienes, con gafas de montura recia, y usaba todavía sombrero y pajarita y trajes oscuros que en el curso del viaje habían adquirido un punto de abandono. Desde la muerte de su mujer había empezado a beber de una manera discreta, pero también asidua y ostensible para ella, su hija, que a lo largo de la mayor parte de su vida había dedicado a él una atención pasional y exclusiva y advertía en su comportamiento, en su manera de mirar e incluso de mover las manos, turbulencias secretas de las que ni él mismo era consciente: veía en él el sentido y el peligro del mundo, la extensión del tiempo y el enigma de la simulación y el dolor, había crecido a su lado, la educaron sus palabras, le dieron un país irreal y un idioma arbitrario y un pasado al que eligió pertenecer aunque lo desconociera. En los Estados Unidos nadie lo habría tomado por norteamericano: pero en España el laconismo de sus gestos lo distinguía radicalmente de sus ex compatriotas, de manera que ni en un lado ni en otro era soluble su figura en las apariencias comunes de la multitud. Que ella recordara, no lo había sido ni en su propia casa, no parecía visiblemente vinculado a nada ni a nadie, ni siquiera a los objetos de su cuarto de trabajo, en el que por lo demás ni ella ni su madre tenían idea de a qué se dedicaba, cuál era el motivo de que le diera ese nombre. Afilaba cuidadosamente lápices con una cuchilla de afeitar, los ordenaba sobre la mesa, de mayor a menor, leía el New York Times o la Enciclopedia Británica, o libros de exploraciones geográficas y de ciencias naturales escritos en inglés, nunca libros ni periódicos españoles.

Una mañana, a principios de septiembre, en su casa de Queens, ella estaba sentada en la cocina y miraba el desayuno que iba enfriándose, porque la noche anterior él había llegado muy tarde y bastante bebido -que ella recordara, nunca volvió tarde ni bebió de ese modo mientras vivía su mujer-. Salió del cuarto de baño envuelto en un albornoz y oliendo a jabón y a crema de afeitar, pero también, a pesar de la ducha tan larga, a alcohol transpirado durante la noche, se detuvo junto a ella y le acarició fugazmente la cara, sin mirarla del todo, como pidiéndole perdón, se sentó frente a su plato de huevos revueltos y a su tetera enfriada, sacó las gafas del bolsillo del albornoz y se las puso con una especie de dificultad moral, tomó la taza entre las dos manos, sopló hacia ella, como si todavía humeara, volvió a dejarla en la mesa, con un aire súbito de desaliento y de vejez, casi de indignidad, sintió su hija, porque el albornoz le estaba demasiado corto, y le dijo (siempre hablaba con ella en español): «Qué te parece si nos vamos a España.»

Pero no fue una decisión repentina, un arrebato provocado por la culpabilidad o por un deseo íntimo de huida o de restitución: meses antes, sin decirle nada a ella, ni por supuesto a su mujer, que estaba ya internada en el hospital, había escrito a la embajada española para solicitar un pasaporte al que llevaba más de treinta años diciéndose a sí mismo que renunciaba para siempre. Tal vez ya lo tenía antes de que su mujer muriera, tal vez la proximidad de ese fin lo había animado a pedirlo. Pero eso pertenecía a una parte de él sobre la que su hija nunca quiso o supo hacerse preguntas, a una médula de soledad y al mismo tiempo de complicidad que a los dos les resultaba incómoda porque excluía a una mujer que había vivido tantos años con ellos sin dejar de ser una extraña, aunque fuera la esposa de uno y la madre de la otra, aunque los hubiera rodeado tan opresivamente como el aire en un día de calor y ocupado la casa en que los tres vivían con una eficacia y una capacidad de presencia que sólo descubrieron del todo cuando estuvo ausente y la casa se quedó como sepultada en un vacío abismal, y ellos dos incómodos en sus habitaciones de siempre, como huéspedes, como conspiradores remordidos por el éxito y la canallada de su confabulación. Que no fueran responsables de su enfermedad y de su muerte no los eximía de culpa sobre la estridente desdicha de su vida, hacia la que él mantuvo siempre la misma frialdad respetuosa que tal vez era su única forma de relación con el mundo, con los objetos y los seres humanos, a excepción de su hija. La enfermedad cardiaca que al final la mató se parecía en los últimos años a un lento y obstinado suicidio. Un día, muy cerca ya del final, la llamó a la cabecera de su cama y le dijo: «Él no quería que tú nacieras. Me pidió que abortara.» Murió, la acompañaron al cementerio, asistieron al funeral católico que ella había exigido en sus últimos días -con la sospecha desesperada y rencorosa de que ni después de muerta accederían a concederle un deseo- y desde que volvieron a la casa devastada para siempre por su ausencia ya no la nombraron más ni la recordaron en voz alta, y sólo hablaron de ella dieciocho años después, tan lejana como si no la hubieran conocido nunca, como si no hubiera acompañado al comandante Galaz durante una parte de su vida o no hubiera engendrado a esa mujer de ademanes nerviosos y melena rojiza que sostenía en una cama de hospital la mano helada y casi azul de su padre y lo asistía en la vecindad de la muerte con una ternura y una lealtad que había estado negándole desde que él acató la vejez y la inutilidad de toda memoria y todo orgullo y ella quiso desprenderse de la infancia y de la adolescencia con un gesto de coraje y crueldad. La primera noche que estuvieron solos después de la muerte de su madre ella fue al dormitorio y lo encontró fumando en la cama, junto a la lámpara encendida. Se sentó junto a él y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de los dedos porque ya estaba casi consumido y la columna de ceniza iba a caerle sobre las solapas del pijama. Se quedó un rato junto a él, oyéndolo respirar, mirándolo a veces sin encontrar sus ojos, le apretó la mano, lo hizo tenderse, y luego se acostó a su lado y apagó la luz, acordándose de cuando era una niña y él se acostaba con ella para salvarla de los malos sueños. A la noche siguiente volvió a dormir junto a él, no le hacía preguntas y casi no lo rozaba, se quedaba encogida bajo las mantas, con la cara en la almohada, olía el humo de su cigarrillo, cuando notaba que iba a dejarlo en el cenicero de la mesa de noche ella apagaba al mismo tiempo la luz. Pero después él empezó a retrasarse por las noches, le hacía la cena y la dejaba tapada sobre la mesa de la cocina y se acostaba con un libro en las manos y mirando con frecuencia el despertador, inquieta sin motivo, sin preguntarse con detalle qué hacía, adónde iba ahora que se había jubilado en la biblioteca, que nunca desde que ella recordaba se había retrasado ni una sola noche. Se dormía antes de que llegara, pero en cuanto la llave se introducía en la cerradura abría los ojos, no encendía la luz, se hacía a un lado para dejarle sitio, procuraba no moverse, no oler a alcohol, a perfume denso y barato algunas veces. Llevaba más de un mes durmiendo de nuevo en su propia habitación cuando él le propuso que viajaran a España.

Habían volado de Nueva York a Madrid: el silencio sobre la mujer hacia la que ninguno de los dos sintió nunca algo parecido al amor se contagió sin que se dieran cuenta a todas las cosas. Pasaron quince días de septiembre en un hotel y él apenas le mostró la ciudad de la que había estado hablándole desde que tuvo edad para comprender palabras, juzgar fotografías, interpretar mapas de continentes y países. Se limitó a pasear algunas tardes junto a ella en silencio, bajando por Velázquez hasta Alcalá y el Retiro, señalándole en los atardeceres, desde la plaza de la Independencia, la perspectiva levantada y lejana de la Gran Vía, de la torre del Círculo de Bellas Artes, del edificio de la Telefónica, del que le había contado que lo utilizaban como punto de referencia los artilleros de las baterías franquistas que castigaban la ciudad desde el primer otoño de una guerra más mitológica para ella y mucho más familiar que las de Vietnam o Corea. Madrid había sido un nombre dotado de esa sonoridad definitiva que tienen algunos nombres en la infancia y un paisaje del heroísmo y de un sentido de la felicidad que se encarnaba misteriosamente en la figura de su padre y al mismo tiempo lo aislaba de la realidad exterior. De modo que la belleza de la ciudad en aquellos días de septiembre, su luz fría, sus verdes y azules de acuarela, el violeta de sus atardeceres, estremecido por la intermitencia de los letreros luminosos, la conmovieron sin sorprenderla, ofreciéndole la sensación, para ella desconocida, de pertenecer a ese lugar, de estar más vinculada a él que sí hubiera nacido, igual que su padre, en un primer piso del barrio de Salamanca, en una calle por la que sin duda pasaron más de una vez pero que él no quiso precisar, acaso muy cerca de una iglesia blanca y de cresterías góticas donde lo sorprendió una mañana de domingo, descubierto, respetuoso, arrodillándose en uno de los últimos bancos cuando sonó la campanilla de la consagración, inmovilizado de estupor cuando volvió la cara hacia un lado y la vio a ella, que lo había seguido sin que él lo advirtiera, y que al verlo detenerse dubitativamente ante la entrada de la iglesia y quitarse el sombrero y avanzar unos pasos por el corredor central como no atreviéndose a una profanación había notado que en unos pocos segundos su padre se le volvía un desconocido, ese hombre mayor, vestido de oscuro, con cautelosos andares, con espaldas anchas y rectas, que se parecía tanto a cualquiera de los otros que a esa hora se acercaban a la iglesia, llevando del brazo a mujeres con tacones altos y vestidos de entretiempo y estolas de piel. Era tan joven e ignoraba tantas cosas sobre él que no le fue posible darse cuenta de que a quien se parecía su padre aquella mañana era al hombre que podía haber sido si no hubiera roto para siempre, en Mágina, en las primeras horas nocturnas de una confusión que velozmente se desbocaría hacia la guerra, con el destino que le fue asignado desde que nació.

Lo vio solo en la iglesia, envejecido, ridículo en su apariencia de devoción, las dos manos pálidas posándose en la madera gastada del banco, el anillo de boda que era el recuerdo inerte de una mujer a la que nunca había querido, los labios moviéndose como si fingieran una oración, y todo él tan extraño en aquella penumbra, entre aquella gente, obesos militares con fajines morados y mujeres con velos translúcidos, hombres de trajes a rayas, bigotes finos y caras embotadas, y en el altar un cura que daba la espalda a los bancos de la iglesia y recitaba en latín. Estaban en uno de los últimos bancos, pero cuando entró ella hubo caras que se volvieron para mirarla y reprobar su presencia, su pantalón vaquero, sus zapatillas, su pelo suelto y largo, con reflejos de oro y de cobre bajo el temblor de la claridad de las velas. Se quedó de pie junto a su padre con un sentimiento casi de protección y él tardó un poco en volverse y en verla, y cuando lo hizo le sonrió y le apretó un instante la mano. Una música de órgano y un murmullo unánime de alivio crecieron cuando la misa terminó, pero su padre, en vez de salir, se sentó en el banco y fue mirando una por una las caras de los que pasaban en dirección a la calle, y cuando pareció que no quedaba nadie más siguió sin moverse, las manos unidas y blancas entre las rodillas, la expresión atenta y abatida, como si a cada minuto que pasara fuese aceptando más desoladamente la vejez «Vámonos», dijo ella, pero él, sin mirarla, negó con la cabeza, le hizo con la mano un gesto muy antiguo con el que solicitaba su paciencia, como cuando la llevaba al cine y ella estaba aburrida, siguió sentado mientras un sacristán recorría las naves laterales con un apagavelas. Entonces notó que su padre se ponía levemente rígido, que se contraía un poco, que sus dos manos se curvaban infinitesimalmente sobre sus rodillas, que retrocedía inmóvil a un círculo más escondido de su soledad: nadie más que ella habría podido notarlo, averiguaba las sensaciones de él tan simultáneamente como dicen que las perciben dos hermanos gemelos, pero lo veía alejarse aunque él le sonriera y le tomara otra vez la mano y la mirara con una expresión de fidelidad y gratitud que nadie más que ella pudo ver nunca en sus ojos. De la sacristía, al lado izquierdo del altar, estaba saliendo una lenta comitiva, el sacerdote que había dicho la misa vestido ahora con una sotana negra y reluciente, una mujer de pelo blanco y cabeza torcida en una silla de ruedas que empujaba un hombre de cara redonda, bigote y traje negro, y junto a la que avanzaba como montando guardia un militar más joven con la gorra de plato bajo el brazo derecho. Venían desde el fondo de la iglesia hacia la claridad del atrio con una solemne y opaca determinación, y a medida que avanzaban la luz del día daba un tono más blanco al pelo de la mujer en la silla de ruedas, como un halo de algodón que volvía más seco el rictus de su boca torcida, caminando con la acompasada lentitud de una procesión, agrupados, desafiantes, acorazados en sí mismos, como si posaran para una fotografía de familia y la individualidad de cada uno se cumpliera del todo en la manera en que caminaban sin separarse, el hombre del traje negro empujando suavemente la silla con las ruedas de caucho que se deslizaban con un rumor de ventosas sobre el pavimento, el militar a la derecha, ceremonioso y severo, con el brazo izquierdo doblado en ángulo recto y adherido al costado y la gorra tan perfectamente horizontal como una ofrenda, el sacerdote a la izquierda, sonriendo con una cierta abyección de criado, con la cabeza baja, murmurando tal vez palabras de despedida o de consuelo. La mujer parecía aislada por completo del mundo, no sólo de la iglesia, sino también de la compañía de los otros y del impulso que la conducía hacia la salida, como idiota, moviendo la boca en una especie de oración, con los labios pintados de rojo como una sonrisa superpuesta a su cara y al maquillaje blanco y rosado en los pómulos. Él, su padre, apenas volvió la cabeza cuando pasaron a su lado, y ella no pudo ver la expresión de sus ojos, pero olió a perfume eclesiástico y a loción de afeitar y a polvos de arroz y vio los ojos del hombre vestido de negro fijarse en ella y tal vez desearla con una mirada turbia y fugaz que había visto otras veces en desconocidos solitarios y de mediana edad, y condenarla al mismo tiempo sin posibilidad de absolución. Unos segundos más tarde ya no quedaba nadie en la iglesia y el sacristán daba una palmada desde el altar mayor que resonó en el espacio cóncavo y les ordenaba por señas que se fueran, sin miramientos, como un guardián atareado.

No le preguntó nada, se colgó de su brazo cuando salieron de la iglesia acordándose del orgullo con que hacía ese gesto a los doce o trece años, en mañanas de domingo más frías pero con una luz semejante, cuando acompañaban a su madre hasta la puerta de la iglesia y se quedaban paseando hasta que ella salía por avenidas de árboles que en otoño adquirían tonalidades azules y púrpura, llegando hasta un espacio abierto de marismas desde donde veían la silueta azulada de Manhattan, al otro lado de la lenta anchura marítima del East River, los tornasoles metálicos de las agujas de los rascacielos, las formas verticales de la ciudad alzadas sobre el agua como espejismos de la bruma. Se enganchaba de su brazo, apoyaba la mejilla en su hombro, rozándole la cara con la melena lisa y rojiza, y no necesitaba cruzar con él más que unas pocas palabras triviales en español para sentir que estaría a salvo de todo mientras siguiera formando parte de su alma. No le importaba saber tan poco sobre la vida que había tenido antes de llegar a América: lo veía como una figura sin pasado, solitaria y erguida en el vacío del tiempo anterior al nacimiento de ella, aislada de su trabajo en la biblioteca de la universidad y hasta de la figura simétrica pero distante de su madre, con la que hablaba durante las comidas sin mirarla a los ojos, educado y ausente, con un pliegue casi imperceptible de disgusto en un ángulo de la boca. Le traía regalos, juguetes de latón pintado, cuentos de Calleja, álbumes de cromos con las tintas gastadas, libros de fotografías en blanco y negro sobre un país que para ella fue hasta los dieciséis años tan íntimo e inaccesible, tan alejado de su experiencia diaria como las tierras por donde viajaban los héroes vagabundos cuyas aventuras le leía él para que se durmiera por las noches. Su imaginación se había educado en los recuerdos españoles de su padre: recuerdos detallados y asiduos, pero también impersonales, de los que él borraba cuidadosamente toda señal de emoción y toda referencia a su propia biografía, como si le mostrara un paisaje quedándose junto a ella para mirarlo, despojado de presencias humanas. Nunca le habló de sí mismo, ni siquiera cuando viajaron juntos a España, por un pudor o una timidez de los que sólo prescindió dieciocho años más tarde, en una residencia de ancianos de New Jersey, en los últimos días de su última vida, él, que tantas había tenido, que había transitado por ellas casi con la misma indiferencia con que se trasladaba de guarnición y de ciudad durante su juventud, cuando aún creía que a un hombre sólo le está permitido conocer una sola biografía, y que la suya estaba determinada ya hasta el día de su muerte: matrimonio, hijos, ascensos regulares en el escalafón, tedio, disciplina, retiro, decrepitud, aniquilación final tras la que no quedarían de él otras huellas en el mundo que unos cuantos diplomas y fotografías, algún rasgo en las caras envejecidas de sus hijos.

En el Retiro, aquel domingo, en un merendero a la sombra de los árboles, tan cerca del estanque que llegaba a la umbría donde ellos estaban una brisa húmeda, él la invitó a un vermú con berberechos y la observó, sin probar nada, con la misma atención con que la miraba inclinarse sobre las páginas ilustradas de un libro español cuando era una niña y estaba aprendiendo a leer y repetía dubitativamente cada sílaba rozando el papel con el dedo índice. Le gustaba el vermú, y como casi nunca había tomado alcohol la mareaba un poco, a pesar del sifón, y el sabor delicado de los berberechos le daba una felicidad en el paladar que desde entonces siempre asociaría a Madrid y a las mañanas indolentes de domingo. Untaba trozos de pan en el caldo tibio, se mojaba los dedos, se atrevía luego a chupárselos, imaginando la expresión de disgusto con que la habría mirado su madre, tomaba un sorbo más de vermú y se limpiaba los labios con una servilleta de papel y aunque no alzaba los ojos sabía que él la estaba mirando y que le sonreía. «¿Los conocías?», preguntó, y su padre, que había introducido un cigarro en la boquilla y se disponía a encenderlo, dejó el mechero sobre la mesa y le dijo distraídamente que no: a esa misma iglesia lo llevaban a él cuando tenía la edad de su hija, explicó, y se detuvo para encender el cigarrillo, había entrado en ella porque al pasar la reconoció de pronto y olió los cirios y escuchó las notas del órgano y fue por un instante como si tuviera diecisiete años y hubiera salido a pasear por la calle Velázquez con su uniforme de cadete. «Me pareció que los conocías», dijo ella, «y que te daba un poco de miedo que ellos te conocieran a ti». Su padre bebió un trago de vermú y sonrió antes de hablar, igual que hacía siempre cuando iba a mentirle y los dos lo sabían. «Soy muy viejo y hace muchos años que falto de Madrid. Ya no conozco a nadie.» Llamó con una palmada al camarero y tardó un rato en reunir las monedas que debía pagarle: le costaba aceptar y calcular el valor que ahora tenía el dinero en España, y le repugnaba tocar el perfil metálico y ennoblecido del general Franco, a quien había conocido en el casino de oficiales de Ceuta, comprobando que no le llegaba más arriba de los hombros.

«Quiero llevarte a Mágina», le dijo, en el mismo tono que si le hiciera una declaración impersonal. «Si te gusta la ciudad podemos quedarnos allí todo el invierno.» Tal vez necesitaba compensarla por algo, disculparse ante sí mismo por haberle mentido, por no ser ya o no haber sido nunca el héroe de su infancia. «Y qué haremos luego», dijo ella. «Podemos volver a América si tú quieres.» «Lo que yo quiero es vivir en tu país.» Él bebió un poco más de vermú y sacudió la ceniza de su cigarrillo con un gesto que pertenecía a una elegancia antigua, desconocida para ella, anterior a la guerra, y no hubo el más leve tono de tristeza en su voz. «Éste ya no es mi país. Ya no hay ninguno que lo sea.»

Eso había querido darle siempre: lo que él no tenía, todo lo que perdió sin saber cuánto iba a importarle, a pesar suyo: la transparencia del aire de Madrid, los azules de la sierra de Mágina, un golpe de viento con olor a barbechos mojados entrando por la ventanilla levantada de un tren, el habla de las mujeres en los mercados y de los hombres en los bares, los ojos de la gente, las miradas francas y hasta crueles de los desconocidos en las calles, la ropa colgada en los balcones desde donde llegaba la música de un programa de radio, el sabor del pan y el brillo crudo del aceite, todas las cosas banales y necesarias que a él nunca iban a serle restituidas y que ella echaba de menos sin haberlas conocido siquiera. Desde que llegó a Madrid estuvo huyendo de la sorda evidencia del desengaño y del fraude: nada más bajarse del avión todos los años de su vida en América se le desvanecieron como si hubiera pasado allí unas pocas semanas: pero poco a poco también se le fueron perdiendo los años más lejanos que había ido a buscar, y se vio despojado, tan absurdo como un turista al que le roban su documentación y su dinero y todo su equipaje, colgado en el vacío, sin expectativas ni nostalgia, sin más compatriota verdadera ni punto de referencia estable que su hija.

Tenía miedo cuando llegaron a Mágina: miedo a decepcionarla o a perderla, o a ser desenmascarado por su perspicacia. Bajó tras ella del autocar, viéndola moverse con una gracia fatigada entre los otros viajeros, más alta y más joven que ellos, intocada en su entusiasmo por el remordimiento o el dolor, con su pantalón vaquero muy ceñido y su pelo tan largo, los pómulos pecosos, el aire indudable de extranjera que le daban la forma del mentón y el tono de la piel, impaciente por recoger el equipaje y salir a la ciudad, atenta a él, enderezándole el lazo y limpiándole la ceniza de la chaqueta, haciéndole preguntas a las que él contestaba con una benevolencia que jamás había empleado en su trato con nadie. Pero sus ojos y su voz eran españoles, pensaba siempre con orgullo, el brillo de las pupilas y el acento de Madrid con que hablaba, heredado del suyo, y más ahora, cuando la excitaba tanto la inminencia de conocer la ciudad y le preguntaba cómo se sentía, si estaba cansado, si se acordaba de los paisajes que habían visto desde la ventanilla durante el viaje y de las calles por donde el autobús entró a la ciudad. Un hombre desaliñado y con aire de mansedumbre alcohólica que empujaba un carrito de mano se ofreció a llevarles el equipaje hasta un hotel que estaba muy cerca, el Consuelo, en la misma acera, apenas unos metros más allá. Salieron a la calle tras él y el comandante Galaz se quedó unos instantes desorientado por la intensidad de la luz y por la extrañeza de encontrarse en una ciudad que había recordado durante treinta y seis años y que ahora no reconocía: edificios altos, garajes, una avenida por la que discurría ruidosamente el tráfico. Era como haberse equivocado de ciudad, no tanto porque ésta no se pareciera a Mágina como por el hecho de que era exactamente igual a casi todas las que había atravesado el autobús desde que salieron de Madrid.

Pasó el brazo por el hombro de su hija y ella le estrechó la cintura. No me acuerdo de nada, le dijo, no sé ni dónde estoy. Un poco antes de que llegaran al Consuelo se abrió la puerta de un bar y desde el interior vino una ráfaga de música que a ella le resultó instantáneamente familiar, el estribillo de una canción de los Rolling Stones, Brown sugar: nunca había esperado oír una de esas canciones en España, acostumbrada desde niña a asociar el país de su padre a los discos de los años treinta que algunas veces él escuchaba como una concesión algo avergonzada a la nostalgia. Le gustó verse abrazada a él en las cristaleras del bar, en medio de la hiriente luz del mediodía, y notó que el borracho triste que les llevaba el equipaje los miraba de soslayo con expresión de intriga, inseguro tal vez de que fueran padre e hija o asombrado de que caminaran por la calle abrazándose: casi nadie lo hacía por entonces en Mágina, sólo algunas parejas de forasteros o de novios voraces que se enredaban escandalosamente en los parques como serpientes pitón, según denunciaba el párroco integrista y taurino de San Isidoro. Sentía que al cobijarse en él al mismo tiempo lo estaba protegiendo de algo. Lo había cuidado desde mucho antes de que muriera su madre, lo había esperado por las noches y le había preparado la cena y la ropa limpia para el día siguiente mientras su madre bebía cócteles y fumaba cigarrillos sentada frente al televisor o permanecía encerrada con llave en su dormitorio, le ordenaba los libros y los papeles en su despacho, iba a buscarlo algunas tardes a la biblioteca universitaria donde trabajaba y volvía con él tomada de su brazo. Había en ella como una sólida disposición conyugal que se acentuó tras la muerte de su madre: en Mágina, en el hotel Consuelo, cuando lo vio sentarse en la cama y dejar las gafas y el sombrero en la mesa de noche y frotarse los ojos con las manos abiertas, como queriendo ocultar tras ellas su cara de fatiga, lo sintió más frágil que nunca, más incluso que cuando lo sorprendió reclinado e inhábil en el último banco de una iglesia de Madrid. Mientras ella deshacía el equipaje e iba distribuyendo la ropa en los armarios y los objetos de aseo en el cuarto de baño con la misma atención reflexiva y el mismo aire de perennidad que si fueran a quedarse allí el resto de sus vidas, su padre fumó despacio y luego se acercó a la ventana y sin descorrer los visillos se quedó mirando la avenida, las aceras sombreadas de árboles, el asfalto con un paso de cebra recién pintado y un semáforo que todavía no funcionaba, el edificio de ladrillo rojo de enfrente, con persianas de un verde suave y sanitario, que debía de ser una high school, pensó él, comprobando con desagrado que tardaba en acordarse de la palabra española. Al fondo, sobre las terrazas y los ángulos rectos de los bloques de pisos, vislumbró agujas de torres, y creyó escuchar entre el ruido del tráfico el reloj de la plaza del General Orduña: era como si aún no hubiera llegado de verdad a Mágina, como si el desaliento o la torpeza lo hubieran empujado a claudicar de su búsqueda cuando ya estaba casi en el fin del viaje: al emprender cada etapa, desde que dejó cerrada su casa de Queens y subió con su hija al taxi que los llevaría al aeropuerto Kennedy, se había sentido en el arranque definitivo del regreso, pero cada vez, en cada llegada, en cada nueva partida, no había encontrado la plenitud que se prometía a sí mismo sino una nueva postergación, una sequedad interior que jamás llegaba verdaderamente a conmoverse. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril, hoteles, garajes donde arrancaban autobuses, ciudades entrevistas en una lejanía tan inalcanzable como la del horizonte. Ahora estaba en una habitación que podría encontrarse en cualquier ciudad, mirando una avenida y una fila de árboles y un edificio de ladrillo rojo que no podía asociar al nombre de Mágina, viendo sobre los tejados, como una línea azul de montañas remotas, los pináculos de algunas torres hacia las que ya no tenía empuje para caminar.

Cuando se volvió hacia el interior de la habitación el contraste con la luz de la calle le hizo verla casi a oscuras: le sorprendió que su hija estuviera allí, terminando de ordenar su ropa en un armario mientras cantaba por lo bajo una canción en inglés. No se acostumbraba a que hubiera crecido y madurado tanto en los últimos tiempos y a que hubiera en sus gestos y en la expresión de su cara una especie de gravedad jovial que estuvo siempre en ellos pero que se había acentuado tras la muerte de su madre. Sentía al mirarla una mezcla insensata de orgullo, incredulidad y pavor. Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.

«En qué estarás pensando»: su hija, parada frente a él, le alzaba la barbilla y le obligaba a mirarla. El color castaño claro de sus ojos era muy parecido al de las pecas de sus pómulos, y su pelo, negro en la penumbra, adquiría un resplandor de cobre cuando el sol lo alumbraba. «Si quieres podemos dar un paseo ahora mismo. Tengo ganas de enseñarte la ciudad, aunque quién sabe, a lo mejor me pierdo.» Sin decir nada ella le sonrió echando el pelo hacia un lado y lo besó en la mejilla, pero ya no tenía que alzarse sobre las puntas de los pies para hacerlo. Era tan raro de pronto que esa muchacha cincuenta años más joven que él fuera su hija y que ninguno de los dos tuviera otro vínculo perdurable en el mundo. El comandante Galaz se acordó sin remordimiento de la mujer con el cuello torcido que era empujada en una silla de ruedas sobre las losas de una iglesia, del hombre vestido de negro y del militar que sostenía en la mano izquierda su gorra de plato: se había fijado involuntariamente en las tres estrellas de capitán que había en su bocamanga. Cuántas vidas puede vivir un solo hombre, pensaba, cuántos azares, cuánto tiempo. Pero estaba seguro de que si en la más antigua de sus vidas no hubiera llegado a Mágina una tarde de abril ahora no existiría esa muchacha que él no había deseado que naciera y cuya sola presencia lo justificaba ante sí mismo. Comieron en el restaurante del hotel y luego, a media tarde, salieron a la calle tomados del brazo, dispuestos a caminar por la ciudad como una pareja de turistas excéntricos.

Sentado junto a la ventana, al final del aula, mirando hacia el patio donde hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre, porque estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el reloj que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de que este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias, hacia las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de pedirme un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar Jinetes en la tormenta entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese rumor de lluvia y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el fondo de la barra hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará camino de su casa o de quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus zapatillas de deporte, con el pelo recogido en una coleta, pero no para acercarme al cristal y verla pasar y morirme de tristeza y ni siquiera atreverme a morir de deseo, sino para saber que va a venir y esperar su llegada, oliendo a jabón de ducha y a colonia de madreselva, viéndola entrar en el Martos y acercarse a mí y besarme rápidamente en los labios con esa familiaridad de las pasiones fortalecidas por la costumbre, la clase de pasiones que seguiré metódicamente esperando y perdiendo a lo largo de la otra mitad de mi vida, la falda tan breve, las zapatillas blancas, los calcetines caídos de color malva que me gustan tanto, mostrando los tobillos, la piel morena de sus piernas, el verde húmedo de sus ojos tan grandes en la penumbra del bar, todo tan natural y tan imposible, yo sentado en el último banco de la clase y ella abajo, en el patio, ahora la distingo, con pantalón azul y camiseta blanca, la distingo con un estremecimiento entre la hilera de las chicas que corren siguiendo el ritmo que marca el silbato de la profesora de gimnasia y de hogar, a la que llaman la Medusa, y de la que dicen que le gustan las mujeres, veo sus pechos saltando bajo la camiseta, me van a sacar a la tarima para que lea un trabajo de literatura que no he hecho y yo estoy teniendo una suave y sigilosa erección, pensando en ella, viéndola correr por el patio de cemento, imaginando que estoy en el Martos y viene hacia mí y se adhiere a mi vientre mientras suena en la máquina de discos una canción bronca y golfa de los Rolling Stones, It's only rock'n'roll but I like it, pero de cualquier modo me gustan mucho más los Doors, no hay nadie como Jim Morrison, nadie que murmure o grite o escupa esas palabras, Riders on the storm, los jinetes cabalgando en una noche de tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país, viajando en un coche por una carretera que no termina nunca, esa canción de Lou Reed, fly, fly away, márchate, vuela lejos, o la otra, la de Jim Morrison, viaja hacia el fin de la noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza, la última que han traído de Lou Reed, take a walk on the wild side. Serrano y Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación y entusiasmo, y por eso muchas veces, cuando hemos fumado y bebido mucho, lo mejor es oír una canción que casi no tenga letra, una de Jimi Hendrix, por ejemplo, las distorsiones furiosas de la guitarra y esa voz lejana que está como perdiéndose siempre entre un vendaval, ese ritmo que nos excita y nos hace cerrar los ojos y olvidarnos de nosotros mismos y de la ciudad donde hemos nacido y adonde milagrosamente llega esa música que nació tan lejos, al otro lado de un mar que yo no sólo no he cruzado, sino que ni siquiera he visto.

Hablo de un extraño, de quien fui y ya no soy, del espectro de un desconocido cuya verdadera identidad sería lastimosa o ridícula si me encontrara frente a ella, si no hubiera extraviado, por ejemplo, los diarios que escribía entonces y pudiera leerlos otra vez, enrojeciendo de vergüenza, supongo, de lástima y piedad por él, yo mismo, y por su sufrimiento y sus deseos, por su amor absurdo y destinado al fracaso y su sentido tribal de la amistad. Es en la música donde tal vez lo encuentro, en las canciones de entonces que ahora vuelvo a oír y me conmueven igual que si el tiempo no hubiera pasado y aún fuera posible enaltecerlo o corregirlo, agregarle una sabiduría que nos fue inaccesible, una ironía y una felicidad que casi nunca, entonces y después, dejaron de ser imaginarias: jinetes en la tormenta, nosotros tres, imaginando que huimos, con nuestros sueños de San Francisco y de la isla de Wight y nuestras caras implacables de Mágina, jinetes en la tormenta que pasean los domingos por la plaza del General Orduña y la calle Nueva mirando a las muchachas con melancolía famélica y se gastan las pocas monedas que les dan jugando al futbolín en el salón Maciste, comprando Celtas cortos en los soportales, subiendo hacia el Martos para introducir en la ranura de la máquina nuestros últimos duros y cerrar los ojos bebiendo una cerveza e imaginando que fumamos marihuana y no un cigarrillo negro. A Félix no le gusta venir con nosotros al Martos, yo noto que se aleja de mí, le gusta el latín y la música clásica, y a mí el inglés y la música pop, cuando estamos agrupados junto a la máquina de discos como alrededor de un fuego que nos vivificara Félix pone cara de aburrimiento y lleva distraídamente el ritmo con el pie, no bebe cerveza, casi no fuma, no habla de mujeres, sólo piensa en sacar buenas notas para que le den la beca salario, porque su padre sigue inmovilizado en la cama y muy pronto morirá, y su madre los ha sacado adelante a él y a sus hermanos fregando suelos y escaleras en las casas de los señoritos. Félix va por la calle silbando tenuemente un adagio barroco y en seguida se despide de nosotros, se va a la biblioteca pública a traducir latín, parece que vive para eso, en su casa tiene siempre puesta la radio pero no oye «Los cuarenta principales» o «Para vosotros jóvenes», sino programas interminables de música clásica. A veces siento que es infiel a mí, a nuestro pasado en la calle de la Fuente de las Risas, cuando yo inventaba historias para contárselas únicamente a él, pero tal vez, me digo con remordimiento, la verdad es lo contrario, que yo le he sido infiel, que prefiero estar con Martín y Serrano, porque a ellos les gustan las mismas canciones que a mí y detestan ir a clase y vivir en Mágina y quieren dejarse el pelo largo y vestir vaqueros gastados con inscripciones hippies y fumar marihuana y hachís.

El Praxis dice que no quiere ser el típico profesor que hace preguntas y exige respuestas de memoria, que él busca otra manera de enseñar, otra praxis, repite, infaliblemente, y también dice mucho «en tanto en cuanto», si nos hace salir a la tarima es para entablar un diálogo de tú a tú, pero pregunta, vaya si pregunta: abre el cuaderno donde tiene apuntados nuestros nombres y yo me encojo instintivamente en la última banca como para evitar que me alcance un disparo, pero por esta vez hay suerte, porque ha caído otro, el de la banca que hay delante de la mía, Patricio Pavón Pacheco, que en los exámenes se sienta siempre a mi lado para copiarme, que no tiene idea de literatura ni de praxis ni de historia y ni siquiera de religión y falsifica certificados médicos para irse a fumar y a beber anís al Martos durante la hora de gimnasia, que en las clases de dibujo usa la regla y el compás para tocar una imaginaria batería mientras canta por lo bajo Get on your knees, de los Canarios, o esas canciones infectas que empiezan a sonar cuando se acerca el verano, lleva el pelo largo y escurrido de grasa y no se quita nunca en clase las gafas de sol con montura dorada y cristales verdes, usa camisetas entalladas y pantalones de pata de elefante y cinturones con ancha hebilla metálica y dice dedicar los domingos a seducir marmotas y fuma rubio mentolado y enciende los cigarrillos con un mechero de la Legión. Patricio Pavón Pacheco está orgulloso de su nombre, dibuja las iniciales en el interior de un círculo con el emblema hippie, le importa un rábano el instituto porque él lo que quiere es hacerse legionario y seducir extranjeras, dice que los veranos los pasa de camarero en Mallorca y que no da abasto a tirarse a tantas alemanas y suecas y holandesas como se le ofrecen, y alguna vez, disimuladamente, debajo de la banca, me muestra un pequeño envoltorio de papel de plata y lo deslía y se lo pasa fugazmente bajo la nariz y me invita a que lo huela, y ese olor dulce y penetrante que no se parece a ningún otro me estremece de miedo y de curiosidad, chocolate, me dice por lo bajo, con su voz salivosa, le das una calada a una mujer y se vuelve loca, sobre todo si lo mezclas con cubalibre y con rubio mentolado. El Praxis, en la tarima, ha dicho sus dos apellidos mirando hacia el fondo de la clase, como si no supiera a quién aludía, «Pavón Pacheco», y él, como si ya estuviera en la Legión y sonaran las primeras notas de su himno, se ha puesto en pie y ha levantado la mano y ha dicho, «Patricio», y ha salido contoneándose entre dos filas de bancas, más alto de lo que en realidad es gracias a la desmesurada plataforma de sus zapatos a la moda, con los pulgares en la hebilla del cinturón, sin molestarse siquiera en llevar su cuaderno de ejercicios, para qué, si no ha hecho la redacción sobre un poeta olvidado de Mágina que al Praxis le gusta mucho, se queda de espaldas a la pizarra con los brazos cruzados y las piernas abiertas, mirando de soslayo al profesor, sin quitarse las gafas, como un cantante en un escenario, y un minuto después, cuando ya ha cosechado un sermón del Praxis sobre algo que él llama la responsabilidad autoasumida, vuelve a su banca y antes de sentarse me sonríe y me parece que me guiña un ojo, petulante y feliz, con una desahogada vanidad de proxeneta. Al Praxis se le nota mucho que ha venido nuevo este año, se sienta en una banca cualquiera en vez de en la mesa del profesor y dice que quiere ser amigo nuestro y que al final de curso no haremos exámenes tradicionales, de todo lo cual obtuvo Pavón Pacheco la temprana consecuencia de que es un piernas, un botarate y un julái. Mientras el Praxis lee en voz alta unos versos sobre la guerra que no terminan nunca yo miro a Marina haciendo flexiones en el patio, y me marea la agitación de sus pechos debajo de la camiseta blanca, me imagino acariciándoselos, tomándolos en las palmas de mis manos, besando sus pezones, que en un sueño que tuve eran de color verde oscuro, como el maquillaje de sus párpados, y me da vergüenza, la misma que me queda después de masturbarme, vergüenza y sobre todo un dolor tan perpetuo como el de un enfermo crónico. Veo las espaldas de mis amigos en las bancas anteriores, los hombros hundidos, los codos sobre el libro, imaginando que estudian, igual que yo, Serrano se vuelve hacia mí y me hace un gesto, le da un codazo a Martín, nos sonreímos un instante como juramentados, y cuando el Praxis solicita tímidamente silencio vuelven a interesarse por el libro de texto y yo también miro el mío y escribo en él el nombre de Marina. Voy a cumplir diecisiete años y desde los catorce estoy enamorado de ella, y aunque somos compañeros de clase apenas hemos hablado cuatro o cinco veces, casi nunca fuera del instituto, desde luego, cuando nos cruzamos por la calle me dice adiós y si hay suerte me sonríe, se le nota que no acaba de verme, y casi lo agradezco, porque si me viera la indiferencia probablemente se convertiría en hostilidad, si me viera como yo me veo por las mañanas, en el trozo de espejo que hay colgado en la cocina, sobre la palangana donde me lavo con el agua que mi madre ha sacado del pozo antes del amanecer y calentado en el fuego, exactamente igual que lo hacían su madre y su abuela, qué pobreza, ni cuarto de baño tenemos, me lavo a manotadas con la misma furia con que se lavaban cuando yo era niño mis tíos, me peino, procurando que el pelo me cubra las orejas, miro mi nariz, que según mi abuela Leonor se parece al asiento de una bicicleta, me hago la raya, me echo el flequillo sobre los ojos, es inútil, siempre tendré cara de palurdo, cara de hortelano, de mocetón de Mágina, quién pudiera parecerse a Jim Morrison, o a Lou Reed, con sus gafas oscuras, sus chaquetas de cuero, su cara chupada, y no la mía, que es una cara de hogaza, una cara irremediable que no mejoran ni el flequillo sobre la frente ni las solapas subidas de mi guerrera azul marino de la Guardia de Asalto, que rescaté del fondo de un armario y me pongo como un gesto de insumisión contra mis padres, y lo peor es que aún quedan señales del grano morado que me salió en la punta de la nariz, es un tormento diario cuya virulencia luego no sabré recordar, el asco hacia uno mismo, la vejación de verse desnudo y saber que no se es deseado, la barba irregular, los granos en la cara, los cortes que me hago al afeitarme, las camisas a cuadros naranja y los jerseys de ochos que me hace mi madre, por no hablar de la vergüenza de los calzoncillos, cuando nos desnudamos para la clase de gimnasia, los calzoncillos blancos de tela que me llegan a la mitad de los muslos, cortados y cosidos por mi madre y mi abuela, enormes, como calzones de futbolista, hasta Martín y Serrano se ríen de mí, porque ellos usan calzoncillos modernos, de esos que en la televisión llaman slips, ceñidos a las ingles, por no hablar de la humillación de no saber saltar el potro ni ese artefacto temible al que llaman el plinto, echo a correr temblando y cuando he de impulsarme para dar la voltereta me quedo inmóvil como un mulo asustado, los pies hincados en el suelo, las manos colgando a lo largo del cuerpo, es inútil, nunca me atreveré, el profesor de gimnasia, don Matías, que también nos da formación del espíritu nacional, me grita y me llama cobarde y hasta me empuja, pero no puedo, no sé, soy tan torpe como los más gordos de la clase, el pelotón de los torpes, nos llama don Matías, y entonces yo me acuerdo de cuando mi padre me dice que me monte de un salto en la yegua y yo lo intento y me quedo colgado a la mitad, cayéndome ignominiosamente por el lomo, queriendo asirme a la crin, volviéndome hacia él con la cabeza baja para que no vea que he enrojecido, para no ver la decepción en su cara. «Qué poca sangre tienes», me dice, cuando no sé hacer algo que él quisiera que hiciese, cuando no subo de un salto a la yegua o no tengo fuerzas para ajustarle la cincha o para cargarme un saco de hortaliza a la espalda. Sin duda me lo repetirá también esta tarde, cuando llegue a la huerta y lo encuentre enojado porque he tardado mucho, sonará la campana del final de la clase, las chicas habrán desaparecido del patio, ella también, estarán duchándose y saldrán desnudas y envueltas en toallas húmedas al pasillo de los vestuarios, el pelo mojado sobre la cara, la piel reluciente, eso no sé imaginarlo, nunca he visto desnuda a una mujer, ni siquiera en fotografías, se pondrán blusas ligeras y pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y saldrán a la calle con sus bolsas al hombro camino de cualquiera sabe qué citas con tipos mayores y más altos que yo, y si hay suerte me cruzaré con ella y me dirá adiós, y si no la hay saldré deprisa con mis libros bajo el brazo y ni siquiera esperaré a Martín y a Serrano ni me detendré a oír un disco en el Martos, porque mi padre está esperándome, tengo que llegar a casa cuanto antes y cambiarme de ropa, me tengo que poner botas y pantalones viejos y bajar lo más rápido que pueda hacia el camino de las huertas para ayudarle a mi padre a cargar la hortaliza en la yegua, para subirla luego al mercado, adonde él irá a vender mañana, antes de que amanezca, con su chaqueta blanca y esa sonrisa que para nosotros es desconocida, porque sólo la usa ante sus parroquianas, las mujeres que van todos los días a comprarle y le hacen bromas y le dicen, parece mentira, lo joven que estás. Y es cierto, lo pienso ahora, en el pasillo, cuando todavía suena la campana y se abren las puertas de todas las aulas y el aire se llena de voces y de olores femeninos, en el mercado parece mucho más joven que en casa o en la huerta, será porque mira y sonríe abiertamente y hay un timbre de jovialidad en su voz. Pero no sé quién es ni cómo es y sólo empezaré a comprenderlo cuando pasen los años y el odio y la necesidad de sublevarme contra él se extingan y empiece a descubrir lo mucho que nos parecemos.

Al salir de la clase he perdido a Martín y a Serrano, voy por el pasillo mirando de soslayo las piernas desnudas de las chicas, las más valientes, las que siguen desafiando el viento frío de las tardes de finales de octubre, casi todas llevan ahora medias o calcetines altos. Bajo las escaleras, arrastrado por un río de gente que irrumpe de las aulas en cuanto suena la campana, quiero ir más despacio para darle tiempo a que se vista y aparezca con su cara sin maquillar y su macuto al hombro pero los otros me empujan y en seguida estoy en el vestíbulo, busco a alguien, a Martín, a Serrano, que ya estarán esperándome enfrente del instituto, en la acera del Consuelo, fumando cigarrillos. En vez de marcharme hago como que me intereso por una lista de calificaciones clavada en el tablón de anuncios y mientras miro de soslayo hacia el corredor de los vestuarios de las chicas, salen algunas de sus compañeras, con el pelo mojado, con minifaldas y calcetines blancos y zapatillas de deporte, pero no ella, tal vez ya se ha ido, y entonces tengo un acceso de miedo y de celos, habrá salido corriendo para encontrarse con alguien, ese tipo alto y mayor y vestido de negro con el que la he visto algunas veces. Tengo que apresurarme, si no salgo rápido ya no la veré, no está en las escaleras, tampoco en el paseo, bajo los árboles, puede que haya ido al Martos, cruzo la calle sin mirar el semáforo, no sólo por impaciencia, sino por falta de costumbre, porque los han puesto hace muy poco, me asomo al bar del Consuelo, pegando la cara a la cristalera donde hay un cartel de Carnicerito de Mágina, pero Marina no está en la barra, veo fugazmente a un hombre mayor que parece forastero, con gafas, con pajarita, con un traje oscuro, el viento de la tarde de octubre huele a lluvia, paso junto a los cocherones de la Pava, de donde viene un olor nauseabundo y también excitante a gasolina y a neumáticos, entro en el Martos y nada más empujar la puerta de cristales se me sobresalta el corazón y me contrae el estómago un nudo de inminencia, estará aquí, pienso, casi puedo reconocer su perfume igual que lo reconozco cuando entro tarde a clase y todavía no la veo, pero no hay nadie en la larga barra de cinc, ni siquiera mis amigos, y las luces de la máquina de discos parpadean en la penumbra del fondo, está sonando una canción, Proud Mary, no la versión de los Credence, sino la de Ike y Tina Turner, en el aire vibran densamente la batería y el bajo, camino hasta el final, donde está la puerta que da a un pequeño jardín y luego a la discoteca – Acuario's- en cuya casi oscuridad mis amigos y yo no nos hemos internado nunca, y en uno de los divanes que hay contra la pared veo a una pareja que se abraza al amparo de la soledad y de la sombra, una melena negra, tal vez la de Marina, unas piernas desnudas a pesar del frío de la tarde de octubre. Sin darme cuenta me quedo mirándolos besarse, con alivio porque la chica no es Marina y también con envidia, porque yo nunca he besado ni abrazado a una mujer, mirando los muslos anchos de ella y la mano avariciosa y experta del tipo que los va recorriendo desde las rodillas y se introduce debajo de la minifalda y luego sube rudamente para estrujarle los pechos, y es al fijarme en el anillo que hay en esa mano y en la esclava de plata que brilla en la muñeca cuando descubro quién es él, aunque su cara sigue oculta entre el pelo de la chica, reconozco los pantalones de campana y los zapatos de plataforma y la grasienta melena con flequillo de Patricio Pavón Pacheco. No se ha quitado las gafas de sol y cuando se aparta de la boca de ella limpiándose los labios seguramente le cuesta trabajo distinguirme en medio de su verdosa oscuridad, me saluda, con su risa de mono, me invita a que me siente con ellos y pida algo de beber, un pippermint con hielo, me sugiere, señalando las dos copas de un verde translúcido que ni siquiera han probado, y me hace un gesto procaz de complicidad señalando a la chica, que tiene la cara basta y muy pintada y los pechos muy grandes y me sonríe de un modo que me desconcierta, como invitándome a algo y burlándose al mismo tiempo de mí. No es del instituto, seguro, ni tampoco extranjera, será una marmota, como dice Pavón Pacheco, que en los intermedios de las clases me muestra enigmáticos envoltorios de condones, me enseña palabras de tipo técnico, dice -nombres de posturas, de vicios o de enfermedades venéreas- y me da consejos sobre las mujeres que debo elegir: las marmotas tragan, las putas tienen buen corazón, enamorarse es una debilidad de maricones, todas las extranjeras vienen a España buscando lo mismo, lo malo es que casi ninguna llega a Mágina, se quedan todas en Mallorca o en la Costa Brava o en la Costa del Sol.

Tengo que irme, le digo, no me atrevo a preguntarle si ha visto a Marina, porque sospecho que se reiría de mí, cuando miro por última vez a la posible marmota se ha inclinado hacia la mesa para tomar su copa y veo la camisa entreabierta y la hendidura entre sus dos pechos blancos y apretados. Casi enrojezco, menos mal que las gafas verdes y la poca luz no permitirán que Pavón Pacheco descubra mi torpeza, les digo adiós y ya no me ven, porque están besándose otra vez, hundiendo cada uno la lengua en la boca del otro, lamiéndose las barbillas y los labios y respirando muy fuerte y como sofocados, ahora suena en la máquina una canción erótica que Pavón Pacheco me hizo traducirle y que según él es muy buena para arrimarse y meter mano, Je t'aime, moi non plus. Salgo a la calle acordándome de la cercanía y del olor de Marina cuando se sienta por azar a mi lado en alguna clase y no sé imaginar a qué sabrán sus besos, doy una vuelta por el parque, donde ya no queda nadie del instituto, en el reloj lejano de la plaza del General Orduña dan las seis y empiezan a sonar campanas en todas las iglesias de Mágina, apresuro el paso, resignado a no verla, take a walk on the wild side, pienso, las manos en los bolsillos y la mirada vigilante que se detiene a examinarme cuando paso junto a algún escaparate, imagino que ando como un lobo por una calle de Nueva York o de París, que vivo solo y tengo veinte años y no dieciséis, bajo por el callejón de Santiago hacia la calle Nueva, donde es posible que ella esté paseando con alguien, tal vez la veré un poco más adelante, en la calle Mesones, donde hay una heladería en la que la he visto algunas veces, pero la heladería ya ha cerrado, o en la plaza, a donde puede haber ido para comprar cigarrillos en los puestos de los soportales. Compro un Celtas, lo enciendo y me quedo un rato fumando mientras miro las carteleras del Ideal Cinema, los libros y los cuadernos bajo el brazo, las manos en los bolsillos, mi figura solitaria y ansiosa reflejada en las cristaleras del Monterrey, mis ojos volviéndose con un reflejo de angustia hacia la torre del reloj, donde ya son las seis y cuarto: aún no sé que voy a vivir así la mayor parte de mi vida futura, caminando solo por ciudades que únicamente se parecerán a Mágina en su desolación, buscando a alguien, un amigo o una cara de mujer que seguirá siendo más o menos la misma aunque varíen sus rasgos o el color de su pelo y sus ojos, acuciado por relojes que señalan obligaciones y límites, perdido, igual que ahora, que esa tarde de finales de octubre, mirándome de soslayo en las cristaleras de los bares o en los espejos de las tiendas, inventándome a mí mismo como a un personaje de novela o de cine que nunca acaba de pertenecer plenamente a una historia.

Bajo por los soportales, y al llegar a la esquina de la calle Gradas tengo la tentación de asomarme al salón Maciste, donde tal vez están jugando al billar mis amigos, pero se me ha hecho tarde, intolerablemente tarde, toda mi vida llevaré un cronómetro insomne en el interior de mi conciencia, descarto la posibilidad de encontrarlos y enfilo la acera del Rastro camino de la Cava y del barrio de San Lorenzo, si me doy prisa aún puedo llegar a la huerta de mi padre antes de que sea de noche. Las barberías, las tabernas con su olor a vino fermentado y sus letreros en forma de televisor, los coches aparcados entre las acacias que serán cortadas dentro de unos años, los hondos solares de palacios derribados donde se levantan armazones de pilares de hormigón y vigas metálicas, el semáforo recién instalado en el cruce del Rastro y de la calle Ancha, junto al que mucha gente se detiene todavía no para cruzar sino para ver cómo parpadea el diligente hombrecillo verde y se convierte en un hombrecillo rojo que espera con las piernas abiertas, las aceras más anchas y los jardines de la Cava, que bajan hacia los miradores del sur costeando la muralla y por donde todas las tardes se pasean las parejas de novios: andaba siempre por la ciudad sin mirarla, odiándola de tan sabida como la tenía, renegando de ella, creyéndola definitiva y estática y sin darme cuenta de que había empezado cruelmente a cambiar y que alguna vez, cuando volviera, ya casi no la reconocería. Iba a doblar la esquina de la calle del Pozo cuando miré sin atención hacia los jardines que rodean la estatua del alférez Rojas y vi a un hombre y a una mujer que venían hacia mí caminando entre los rosales y los macizos de arrayán. A la luz ya violeta y escasa del atardecer el dolor me permitió distinguir a Marina con más precisión que mis pupilas: aún llevaba los pantalones del chándal y las zapatillas deportivas, y en vez de un bolso colgaba de su hombro el macuto de gimnasia, pero se había dejado el pelo suelto y se cubría los hombros con una cazadora. Junto a ella iba un tipo mucho más alto a quien yo no había visto nunca. Andaban un poco separados, sin tocarse, él muy atento a algo que Marina le decía, ella moviendo las dos manos y mirándolas como para estar segura de la claridad de su explicación. Conocía ese gesto porque se lo había visto hacer en clase muchas veces. Me quedé inmóvil en la esquina durante unos segundos, viéndolos acercarse, seguro de que no me veían, distraídos por una conversación que de vez en cuando interrumpía la risa de Marina. No me verían aunque siguiera sin moverme cuando pasaran a mi lado, aunque ella detuviera un instante sus grandes ojos verdes en mí y sonriera y me dijera adiós. Volví la cara, bajé aún más la cabeza, caminé en dirección a mi casa sobre el empedrado de la calle del Pozo, y cuando oí de nuevo, sin volverme, la risa de Marina, sentí con un ensañamiento de celos y de humillación que estaba riéndose de mí, de mi cara, de mi desdicha, de mi amor, del barrio donde vivía y de la vida que llevaba.

En mi casa, en el comedor ya a oscuras, sentadas junto a la última claridad de la ventana, mi madre y mi abuela Leonor cosían escuchando en la radio el consultorio de la señora Francis. Entré sin decir nada, intoxicado de infortunio, dejé los libros en la mesa y no respondí cuando mi madre me dijo que me diera prisa en cambiarme, que iba a llegar tarde a la huerta. Subí a mi cuarto, puse en el tocadiscos una canción de los Animals, y mientras la oía y procuraba repetir la letra imitando el acento de Eric Burdon me quité los vaqueros y la guerrera azul y las zapatillas de deporte y me puse la ropa de ir al campo como si vistiera por obligación un uniforme indigno, las botas viejas y manchadas de barro seco, los pantalones de pana que olían a estiércol, un jersey grande y gris que había sido de mi padre. Gritaba en silencio, movía los labios como si la voz de Eric Burdon fuera mía, delante del espejo procuré poner su cara torva y temeraria y me eché el pelo por detrás de las orejas y me lo aplasté con agua para que mi padre no pensara que lo tenía demasiado largo, bajé corriendo las escaleras y salí a la plaza de San Lorenzo sin pararme ni a decir adiós. Pensaba, dentro de un año me habré ido, me prometía no regresar nunca, me juraba a mí mismo que si mi padre me preguntaba por qué había tardado tanto no le contestaría. Cuando llegué a la huerta ya era de noche, mi padre había terminado de cargar la hortaliza en la yegua y me miró sin decir nada cuando le conté que había tenido que quedarme hasta las seis y media en el instituto. Dentro de la casilla, alrededor de una lumbre de tobas de alcaucil, el tío Pepe y el tío Rafael y el teniente Chamorro liaban cigarrillos y se pasaban una botella de vino contándose historias de la guerra y acordándose del comandante Galaz. «Lo vi ayer», decía el teniente Chamorro, «os juro que lo vi». Pensé con desdén, con rencor, casi con odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas, impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas.

Despertó sin un solo residuo de fatiga o de sueño, un poco antes del amanecer, cuando aún había una oscuridad de noche cerrada en la ventana, y se quedó quieto, con los ojos abiertos, en una actitud de alerta sin motivo, escuchando tras la pared la respiración de su hija, que dormía en la habitación contigua. Pero estaba seguro de que lo había despertado algo, no un sobresalto del sueño sino un accidente de la realidad, y al moverse quería, como un cazador, que se repitiera ese mismo sonido ahora que él estaba en guardia y podía descubrir su naturaleza y su origen. Porque al despertar había notado un impulso de su juventud, la energía alarmada y súbita de los amaneceres de cuartel, y después el sosiego que tanto le complacía cuando era un cadete y al abrir los ojos comprobaba que aún no era inminente el toque de diana. Eso había soñado, pensó, que tocaban diana, que había vuelto al internado militar o a la academia y que si no saltaba rápidamente de la cama sería castigado. Encendió la luz de la mesa de noche, se puso las gafas y miró su reloj: eran las siete en punto. Y justo cuando el segundero alcanzaba la señal de las doce oyó un sonido muy lejano y muy débil que lo conmovió como si aún le durara el impudor de los sueños: estaban tocando a diana en el cuartel de Mágina, y el viento del oeste le traía esas notas tan debilitadas como si sonaran al fondo de la distancia del tiempo. Había dormido con la ventana abierta, porque antes de acostarse bebió más de lo que su hija hubiera aceptado y no quería que oliera rastros de alcohol cuando entrara a buscarlo: aún no circulaban automóviles, y en el silencio de la madrugada los sonidos tenían una claridad nítida y estremecida, como los colores de un paisaje a la luz de un día limpio de noviembre. Los pájaros en el parque próximo, las primeras campanadas de las iglesias, el reloj de la plaza del General Orduña, que dio las siete un poco después, cuando ya se había extinguido el eco de la corneta que tocaba diana y el comandante Galaz seguía inmóvil bajo las sábanas, imaginando el escándalo de pisadas de botas por las escaleras del cuartel, las caras de miedo y sueño de los soldados que corrían hacia la formación medio vestidos todavía, las gorras en la nuca, los cordones desatados, los más torpes quedándose atrás o arrollados por los otros, los gritos broncos de los cabos de cuartel y los sargentos de semana.

Caras sin afeitar, cabezas despeinadas, cuerpos mal aseados con olor a noche y a mantas y uniformes viejos, miradas de aburrimiento, de miedo, de melancolía, de hambre. La formación se cerraba con un ruido de botas y de manos abiertas golpeando los costados al unísono. En su dormitorio del pabellón de oficiales él también se levantaba a las siete, aunque no estuviera de servicio. Saltaba de la cama como si fuera una íntima vejación permitirse un instante más de pereza y hacía treinta flexiones rápidas y elásticas sin apoyar ni una sola vez el vientre en el suelo y luego se erguía de un salto y se daba una ducha de agua fría que lo incorporaba definitivamente a la lucidez cruel del despertar y la disciplina. A las siete y cuarto su ordenanza le servía el café, ardiente y sin azúcar, y solía encontrarlo inmóvil ante la ventana abierta, tal vez sosteniendo todavía la navaja de afeitar, limpiando lentamente su filo en una toalla, como si la navaja fuera un arma y la luz del amanecer el indicio de un ataque enemigo. Conservaba una memoria infalible para los nombres, y todavía se acordaba del último ordenanza que tuvo: Moreno, Rafael Moreno, un soldado flaco, con la nariz larga y fina, con las orejas grandes, con una atemorizada lentitud campesina en sus gestos. Dejaba el servicio de café sobre la mesa de pino donde había siempre una pistola en su funda y un libro forrado con papel de periódico, y antes de salir daba un desmañado taconazo y se cuadraba echando muy atrás la cabeza. «¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?» «Gracias, Moreno, tráigame en seguida las botas.» Las botas limpias, relucientes de grasa, las hebillas bruñidas, la gorra de plato con una ligera inclinación a la izquierda calculada frente al espejo. En el cuarto de baño se vio despeinado y en pijama, con un rastro de barba blanca y gris, con la piel del cuello pálida y un poco descolgada. Para afeitarse bien se puso las gafas y procuró que el ruido del agua en el grifo no despertara a su hija. El orden inflexible de los objetos, de las palabras y las horas, de cada gesto singular, la mirada interrogando en el espejo algún signo de debilidad o de sueño, las yemas de los dedos deslizándose sobre la piel del mentón para comprobar que no había una sola aspereza, un descuido mínimo en el afeitado, el libro forrado para que nadie leyera su título y guardado bajo llave antes de salir, la atención detenida durante los últimos segundos en el valle donde amanecía, al otro lado de la ventana, en la figura del jinete sin nombre que cabalgaba de noche y cuyos rasgos parecían rejuvenecer con la claridad de la mañana. El tubo de luz sobre el espejo del lavabo le daba a su piel una blancura excesiva y acentuaba las arrugas a los lados de la boca y las bolsas de los párpados. Le olía a alcohol el aliento: al expulsarlo el espejo se empañó y dejó de ver su cara. La barbilla alta, las mandíbulas apretadas, la mirada al frente, enconada y vacía como un grito de mando. Ahora sería por lo menos general de división, y los domingos por la mañana, al terminar la misa, con su uniforme de gala y su fajín y la pechera brillante de condecoraciones, empujaría devotamente el coche de inválida de aquella mujer de pelo blanco y boca caída que ni siquiera lo había mirado al pasar junto a él. Su cabeza oscilaba como si ya no la sostuvieran los músculos del cuello, y tenía un rosario enredado en las manos. Qué alivio, en el cuartel de Mágina, despertarse en una cama donde estaba solo, en una habitación donde no había más que una mesa desnuda y una pequeña estantería y un grabado en la pared y a donde no entraba nadie más que él y su ordenanza, porque no tenía la costumbre, como otros oficiales, de invitar a los compañeros a beber y a jugar a las cartas y a hablar zafiamente de mujeres después del toque de silencio. Nadie sabía su secreto: carecía tan absolutamente de vocación militar como de cualquier otra vocación imaginable. Era como si desde que nació le hubiera faltado un órgano interno que los demás hombres poseían, pero cuya ausencia no era perceptible y podía hasta cierto punto ser disimulada con éxito. En lugar de ese órgano, una especie de víscera que segregaba orgullo y coraje y honor, el comandante Galaz imaginaba desde la adolescencia que tenía una oquedad de aire, un espacio oculto y vacío, como un cofre sellado que no contiene nada. Pero también hay hombres que viven con un solo riñón y cobardes que se vuelven héroes en un rapto de pánico. Para no ser descubierto había pasado la primera mitad de su vida cumpliendo con una exasperada precisión hasta las normas más ínfimas de la disciplina militar. En el internado, en la academia, en las guarniciones de la Península y de África donde estuvo sirviendo desde los veinte años, veía a otros permitirse negligencias a las que él nunca accedió. Bebía muy poco, fumaba al día cinco o seis cigarrillos, y los fumaba siempre a solas, en su habitación, no porque temiera alentar en los otros alguna sospecha de debilidad, sino porque el tabaco le procuraba un efecto narcótico al que únicamente en la soledad le parecía prudente abandonarse. El jefe de la guarnición, el coronel Bilbao, que había sido compañero de su padre, lo animaba siempre a buscar una casa en Mágina: no podía quedarse en ese cuarto del pabellón de oficiales que era más bien la celda de un monje; le convenía, para no estar tan solo, traerse pronto a su mujer y a su hijo, teniendo en cuenta además que ella estaba embarazada. El coronel Bilbao tenía el pelo blanco y encrespado y el cuello inclinado hacia adelante como un ave al acecho y la cara morada de coñac y embotada de insomnio. Su despacho estaba en la torre sur, bajo la terraza de los reflectores, y la luz de las ventanas que daban al valle y al patio del cuartel no se apagaba en toda la noche. A la cinco o a las seis de la madrugada dormitaba en su sillón de madera labrada con la guerrera floja y un hilo de saliva colgándole del labio inferior, grueso y rojo en la cara tan pálida como la desgarradura de una herida. Su asistente llamaba a la puerta del dormitorio del comandante Galaz y le pedía de parte del coronel que tuviera la bondad de acudir al despacho. «Galaz, si no fuera porque usted es tan amable de venir a hacerme compañía a estas horas ya me habría pegado un tiro.» La noche de julio en que se voló la cabeza el coronel Bilbao también parecía dormitar en su sillón con la guerrera desabrochada y la cabeza caída sobre el pecho, pero el hilo de saliva que le colgaba de la boca era rojo y espeso y había manchado un pliego de papel con el emblema de la guarnición donde el coronel sólo había escrito el nombre de la ciudad y la fecha. El coronel Bilbao tenía en Madrid una hija divorciada a la que suponía perdida en el activismo político y el libertinaje y un hijo inepto al que odiaba porque a los treinta años no era más que un sargento sin porvenir ni vocación. El coronel Bilbao dedicaba una parte de su insomnio a escribir a sus dos hijos cartas insultantes que no siempre rompía al amanecer. Sentado frente a él, el comandante Galaz bebía café y cortos sorbos de brandy y lo escuchaba en silencio. «Galaz, ¿sabe usted por qué tenemos hijos? Para que nuestros errores duren más que nosotros.»

Apagó la luz del cuarto de baño y cerró la puerta suavemente, terminó de vestirse con el mismo esmero que ponía cuando llevaba uniforme y se preparaba para asistir a un desfile solemne. La camisa limpia, doblada por su hija y guardada en un cajón, el chaleco, la americana, el pequeño escudo de la universidad en el ojal, la pajarita, el sombrero. Las madrugadas ya eran frías, pero descartó el abrigo como una innoble concesión a la vejez. Entró a tientas en el dormitorio de su hija: dormía de lado, abrazando la almohada, con la boca entreabierta y el pelo en desorden sobre la cara, tenuemente blanca a la luz del amanecer. Se removió bajo las sábanas, dijo algo en voz alta, unas palabras indescifrables que tal vez estaba soñando en inglés, y luego su cuerpo volvió a serenarse y se extendió un poco más sobre la cama. Hija mía, error mío, herencia mía no buscada ni merecida, que mirarás el mundo cuando yo esté muerto y llevarás mi apellido y una parte de mi memoria cuando ya nadie se acuerde de mí. Le dejó una nota en la mesa de noche: volvería antes de las nueve. Ahora los soldados estarían lavándose y haciendo las camas urgidos por los cabos de cuartel y dentro de unos minutos sonaría la corneta para la formación del desayuno, y luego vendría el aviso del cambio de guardia. En el bar del hotel bebió un té con leche. Su estómago ya no toleraba el café, pero le gustaba tanto olerlo que procuraba ponerse cerca de alguien que estuviera tomándose una taza. Pensó pedir una copa de aguardiente, pero temió que más tarde su hija le oliera el aliento. No le diría nada, pero lo miraría con un gesto de reprobación que era el único que había heredado de su madre: también había heredado de ella la forma de la barbilla y el color del pelo y de los ojos, pero no, por fortuna, la frialdad de su expresión. Vivió durante dieciocho años con una mujer en cuya mirada no había nadie, frente a dos pupilas tan objetivas como el cristal de un espejo, y ahora ni siquiera tenía que intentar olvidarla para no sentirse responsable de su desgracia, su enfermedad y su muerte. No era difícil olvidar, sino acordarse de ella. Algunas noches se despertaba creyendo oír los latidos de su corazón, que resonaban como golpes metálicos desde que le implantaron unas válvulas artificiales, como avisos de amenaza y chantaje. Luego los golpes se detuvieron en la habitación del hospital y fue como si alguien hubiera desconectado un televisor. Ni él ni su hija volvieron a encender el que ella siempre miraba, silencioso ahora e inútil como un mueble anacrónico, con su pantalla convexa y gris reflejando la sala que ella nunca más iba a limpiar con devoción neurótica y el sofá donde ya no estaba sentada, con su alto peinado rígido y su maquillaje excesivo, con una copa transparente en la mano.

Golpes metálicos resonando en el pecho de una mujer enferma como una torpe maquinaria que sostenía en ella el ritmo difícil de la vida: redobles de tambor y toques de trompeta a lo lejos, viniendo del oeste, traídos hacia él por el viento en el que había un olor a lluvia próxima. Frente a la entrada del cuartel ya se habría formado la guardia y un suboficial estaría izando la bandera. Salió del hotel y caminó despacio por la avenida, contra el viento, pasando junto a los garajes donde empezaban a levantarse las cortinas metálicas y los escaparates inmensos de las tiendas de coches y cruzándose con oficinistas madrugadores y ateridos, estudiantes que subían hacia el instituto, hombres del campo que llevaban de la brida sus bestias. En el lugar de la antigua estación ahora había un parque con una gran fuente en el centro: por las noches la veía iluminada desde su habitación, y el conserje le había explicado, con orgullo local, que no había en toda la provincia un chorro de agua que subiera tan alto o tuviera aquellos cambios de luces. Bajó hasta la calle Nueva, se detuvo en la esquina del hospital de Santiago, pensando continuar en dirección a la plaza del General Orduña, pero entonces vio frente a él una ancha calle con dos filas de castaños de Indias que descendía hacia el sur y parecía acabarse frente al mar. Las casas blancas a ambos lados eran más bajas que las copas de los árboles, y en lo más hondo, a la derecha, contra el perfil alto y brumoso de la sierra de Mágina, se veía sobre los tejados el depósito de agua del cuartel. «No tiene pérdida», le habían dicho una vez en la estación, «en cuanto llegue al final de la calle Nueva podrá ver el depósito». Vestía aquella mañana un traje de lino gris claro que le daba, junto al bronceado de Ceuta, un cierto aire de indiano. Llevaba una maleta ligera en la que no guardaba más que su uniforme con la estrella de ocho puntas recién cosida a las bocamangas, su correaje y su pistola, unos pocos libros forrados con papel de periódico, una muda de ropa interior. Pero estaba cansado del viaje y no tenía ganas de llegar tan pronto al cuartel y empezar la ceremonia extenuante de presentaciones, parabienes y saludos, el probable encuentro con viejos compañeros, los brindis con mediocre jerez en la sala de oficiales. Parecía mentira, le dirían, con entusiasmo, con envidia oculta y rencor, treinta y dos años y ya era comandante. En Ceuta, su mujer, cuando supo la noticia, compró dos benjamines de champán y rompió a llorar mientras brindaban, se atragantó y manchó su amplio vestido de embarazada. En cuanto encontrase una vivienda adecuada mandaría a buscarla: quién sabe cómo sería esa ciudad perdida a donde iba destinado, Mágina, qué incomodidades deberían ella y el niño soportar si desde el principio se marchaban con él. En los recuerdos y en los sueños algunas veces las confundía a las dos: la hija y esposa y madre de militares españoles, la bibliotecaria americana con la que se casó veinte años después por la exclusiva razón de que la había dejado embarazada la única vez que se acostó con ella. Algo tenían en común: las dos eran católicas, hacia ninguna de las dos había sentido nada que se pareciera al amor. Incluso hubieran podido intercambiar sin dificultad los reproches que preferían hacerle, el hábito de las lágrimas en los dormitorios oscuros y tras las puertas cerradas y del vengativo silencio. Se recordó liviano y solo, en la mañana de abril, en una ciudad desconocida, sin necesidad ni nostalgia de nadie, sin la obligación perpetua de simular y asentir, caminando por calles empedradas donde verdeaba la grama al sol oblicuo, dorado y tibio de las once, sentado luego en un café, en los soportales de una plaza donde había una torre y la estatua circundada de acacias de un general a quien él conocía, porque sirvió a sus órdenes en la guerra de África. El perfil de la estatua era singularmente fiel a su modelo: en la plaza de Mágina, como en las barrancas peladas de Marruecos, el general Orduña miraba hacia el sur con la altanería estupefacta de quienes ganan batallas por casualidad y no llegan a comprender en qué momento ni por qué motivo un confuso desastre se convierte en victoria.

Pero ahora la calle que iba hacia el cuartel no se llamaba Catorce de Abril sino Dieciocho de Julio: la sórdida fecha tenía para él algo de conmemoración personal. Si no hubiera ido solo no se habría atrevido a bajar por ella: cómo explicarle a su hija que no tenía nostalgia de haber sido un militar, que lo que estaba buscando no era un escenario muerto y tal vez vergonzoso del pasado, sino la solución a un enigma imposible, el de su vida hasta los treinta y dos años, el de su entrega inflexible a una tarea que nunca le importó: la de llegar a ser lo que otros decidieron que fuese y aclimatarse desde el final de la infancia a la disciplina militar tan sin esfuerzo ni deseo como si no hubiera otro destino posible para él. Al cruzar la calle Nueva desde la esquina del hospital casi le arrebató el sombrero el viento que venía de las colinas de olivares del oeste. La pendiente le obligaba a caminar más aprisa y le concedía el sentimiento tranquilizador de no ser él mismo quien guiaba sus pasos. Parecía que la calle y el horizonte se ensanchaban y que eran más altos los castaños. Con las puertas de las casas abiertas de par en par las mujeres barrían y fregaban los zaguanes y algunos hombres con boinas y pellizas y pantalones de pana cinchaban mulos atados a las rejas y luego emprendían el camino del campo echándose sobre los hombros las riendas de cáñamo. Al bajar por la acera le llegaba el olor caliente de las cuadras y oía ráfagas de seriales y de canciones de la radio mezcladas con voces agudas de mujeres que apuraban a sus hijos porque se les estaba haciendo tarde para ir a la escuela. Niños con mandiles azules, con carteras al hombro, con el pelo mojado y aplastado, salían de los portales y se quedaban mirándolo con interés y recelo, igual que algunas mujeres que lo examinaban sin disimulo y sólo seguían barriendo cuando él había pasado. Pero ya no tenía aquel miedo absurdo a ser reconocido que estuvo inquietándolo los primeros días. Quién iba a conocerlo después de tantos años, a quién de los supervivientes de entonces podía importarle su regreso, si él mismo ya era otro, si ni siquiera tenía la sensación de volver. Tan desconocido como entonces, tan despojado, tan sereno, llegó al final de la calle, a la explanada desnuda frente al terraplén y al horizonte del valle, sumergido todavía en una niebla azul claro en la que se hundían como raíces colosales las estribaciones de la Sierra. A la derecha, al otro lado de las casas, se alzaba el volumen de piedra oscura del cuartel, con sus torreones en los ángulos, con los alféizares de ladrillo rojo, con el portalón abierto entre dos garitas con almenas y el escudo rojo y dorado del arma de Infantería. A la izquierda, hacia el este, se prolongaban por las laderas arboladas de las huertas las ruinas de la muralla antigua de Mágina, los tejados y las fachadas blancas de los miradores, las iglesias de los barrios del sur. Ésta sí era la ciudad que él había conocido, la que había ido descubriendo a lo largo de una mañana perezosa de abril, con las manos en los bolsillos de su pantalón de turista o de indiano, pues le habían guardado la maleta en aquel café de la plaza del General Orduña, con una secreta felicidad indolente que le era más valiosa porque hasta entonces apenas había sabido que existiera y no iba a durarle más que unas pocas horas. «Mi comandante, ya nos tenía preocupados, lo esperábamos a primera hora de la mañana, y el coronel Bilbao nos dijo que usted nunca se retrasa.» En cuanto vio a aquel teniente tan joven cuadrarse ante él y mirarlo con sus ojos fijos y fanáticos bajo la visera de la gorra supo que era un peligro. Pero eso fue más tarde, después de las siete, cuando ya anochecía. Se quedó dos horas sentado en el velador de los soportales, rodeado por el rumor de los grupos de hombres del campo que fumaban de pie y parecían esperar algo que no llegaba a suceder, se permitió, pues nadie iba a saberlo, una cerveza y un vermú, comió tranquilamente en una fonda de la calle Mesones, disfrutando de cada minuto memorable y trivial, mirando por la ventana a las mujeres que pasaban, bajó al azar por una calle con cafés y pequeñas tiendas de tejidos y se encontró de repente en una plaza que le pareció de una horizontalidad ilimitada, con palacios de piedra amarilla y escalinatas y patios con columnas de mármol y una iglesia al fondo que tenía una portada con bajorrelieves de centauros y estatuas de mujeres con los pechos al aire que sostenían escudos nobiliarios. Como en las ciudades marítimas, un abismo de azules se desplegaba al final de algunas calles orientadas al sur. De vez en cuando, entre el escándalo de las campanas, oía los toques lejanos de la trompeta del cuartel y un redoble de tambores monótonos. Pero, inexplicablemente para él, que había vivido siempre acuciado por los relojes y las obligaciones, no tenía prisa, y volvió hacia el centro de Mágina desviándose al azar por los callejones umbríos y las pequeñas plazas con acacias o álamos donde sólo escuchaba voces y ruido de cubiertos en el interior de las casas, cascos de caballerías, pasos igual de solitarios que los suyos. Al volver una esquina lo sorprendió una espadaña por donde la hiedra había trepado hasta alcanzar la cruz de hierro que la culminaba y la fachada de un palacio flanqueado de rudas torres medievales que tenía en el alero una fila de gárgolas. Luego no supo en qué lugar de la ciudad había encontrado la tienda del anticuario donde compró el grabado de Rembrandt que colgó aquella misma noche en su dormitorio del pabellón de oficiales. Andaba distraído y cansado, por culpa de la caminata tan larga y de la cerveza y el vermú, llevaba un rato queriendo orientarse y decidió que debía preguntar a alguien. La tienda ocupaba la planta baja de un palacio con los muros abombados y las piedras oscurecidas de humedad y de líquenes, y en el escaparate, tras la reja de una ventana, había un arcón viejo, un almirez de cobre, un jarrón agrietado de porcelana azul, un grabado sombrío, sin enmarcar, con los bordes gastados y curvándose hacia el interior como los de un pergamino. Un hombre joven cabalgaba sobre un caballo blanco por un paisaje nocturno. Había tras él la sombra boscosa de una montaña y el perfil de algo que parecía un castillo abandonado, pero el jinete le daba la espalda, con desdén, casi con vanidad, con la mano izquierda apoyada en la cadera, con una expresión de absorta serenidad y arrogancia en la cara tan joven. Era indudablemente un soldado, alguna clase de guerrero: llevaba un gorro que parecía tártaro, un arco y un carcaj lleno de flechas, un sable curvo y enfundado. El comandante Galaz, que no solía fijarse en la pintura ni en las antigüedades, se lo quedó mirando un rato en el escaparate y luego entró en la tienda y pagó por el grabado una cantidad mínima: él mismo se extrañó de hacerlo, porque carecía de la costumbre de hacerse regalos. Pero ya siempre lo llevó consigo y lo tuvo colgado frente a sí en todos los lugares donde vivió su vida futura y su destierro. Lo había traído ahora, en su equipaje escaso, guardado en un cilindro de cartón, lo desclavó otra vez y lo volvió a guardar en la misma funda el día en que decidió volver para siempre a América, y cuando su hija, dieciocho años más tarde, al día siguiente de su entierro, fue al almacén de la residencia de ancianos a recoger las cosas que le habían pertenecido, sólo encontró un baúl lleno de fotografías tomadas en Mágina, una Biblia en español y un cilindro de cartón en cuyo interior había media docena de diplomas militares y aquel grabado del jinete que cabalga temerario y sonámbulo en medio de la oscuridad.

No quiso continuar acercándose a la puerta del cuartel: ya oía, sobre la grava del patio, los pisotones de los soldados que hacían instrucción y las voces de mando de los suboficiales. A los sesenta y nueve años aún soñaba angustiosamente algunas veces que escuchaba el toque de diana y no tenía fuerzas para levantarse o carecía de una parte del uniforme, de modo que sería arrestado en cuanto el sargento de semana pasara revista. Pero se le hacía tarde, eran más de las nueve, cuando llegara al hotel su hija ya estaría cansada de esperarlo. Pensó mentirle cuando le preguntara a dónde había ido. Volvió aprisa, por las mismas calles, mirando apenas a su alrededor, un poco asombrado por su indiferencia. En recepción le dijeron que su hija estaba desayunando en el bar. La vio detrás de los cristales, recién duchada, con el pelo húmedo y la cara de sueño, ajena a él, conversando en la barra con alguien. Iba a empujar la puerta y la curiosidad y los celos instintivamente le hicieron detenerse: su hija hablaba con un hombre a quien él no conocía, no muy joven, de treinta y tantos años, le sonreía y se inclinaba con atención hacia él.

Me rebelaba en silencio contra ellos, bajando la cabeza, procurando no mirar a sus ojos, no ver sus caras endurecidas por la obstinación del trabajo y de la voluntad, por el estupor de no entender y la decisión de no aceptar lo que no comprendían y les daba miedo. El mundo había cambiado a su alrededor, había en casa televisión y frigorífico y cocina de gas y hasta un grifo de agua corriente en el patio, había tractores en el campo y máquinas de cavar y segadoras, pero en ellos la única novedad era el asombro, porque el recelo que ahora sentían no era sino una derivación del miedo de siempre, del terror vivido, aprendido y heredado, del hábito de hablar en voz baja y con medias palabras y no poseer más garantía de supervivencia que la mansedumbre y la reclusión inquebrantable en los lazos de sangre. De qué manera había cambiado todo, que rápido, como en esas películas en las que se ve a una pareja de granjeros pobres y recién casados que cortan y amontonan fatigosamente troncos en medio de un valle salvaje, y empiezan a construir una cabaña, y en seguida la cabaña está terminada y es invierno y sale humo por la chimenea, y en el interior, junto al fuego, la mujer amamanta a un niño rubio, y en un parpadeo de los ojos el granjero mísero va vestido con levita y sombrero blanco y conduce un coche de caballos por una alameda que no ha tardado ni dos minutos en crecer, y en el siguiente fotograma el niño que hace nada era amamantado es adulto y se despide de su madre para ir a la guerra, y vuelve de ella al cabo de varios años, y sus padres tienen el pelo blanco y lo reciben en el porche de una casa con columnas delante de la cual no hay un coche de caballos, sino un automóvil, y ya no hay manera de saber quién es el padre ni quiénes son los hijos ni de quién es el funeral que se celebra en un cementerio con césped unos segundos antes de que ascienda la música y aparezcan en la pantalla las palabras «The end». Pues a esa velocidad se transfiguraban las cosas, no ya en los relatos de los viajeros que venían de Madrid contando maravillas, sino en la misma Mágina, y a ellos les pasaba en la realidad igual que viendo las películas, que se les iba el hilo, que no reconocían los cambios de los personajes, que no alcanzaban a cubrir los tiempos eludidos entre los fotogramas ni a vincular el pasado inmediato con el vertiginoso presente. Que un niño de pecho se convierta en adulto en dos minutos de película ofendía el riguroso sentido de la verosimilitud de mis abuelos, pero no era más concebible que un guarnicionero al que habían conocido siempre cosiendo albardas y jáquimas en un portal fuera ahora un magnate de la ferretería, por ejemplo, o que un triste vendedor a comisión de máquinas Singer poseyera una cadena de tiendas de electrodomésticos y condujera un Dodge Dart. Todo era inverosímil: las familias en cuyos cortijos trabajaba mi abuelo en su juventud ahora estaban en la ruina, y sus palacios eran derribados para construir bloques de pisos. Los hijos desobedecían a los padres y abandonaban el campo para trabajar en la construcción, en los talleres de coches o de carpintería metálica; las mujeres fumaban en público y llevaban pantalones, los hombres se dejaban el pelo largo y parecían mujeres, a los cantantes no se les entendía, se estaba volviendo habitual el escándalo: contaban que un hijo del subcomisario Florencio Pérez, que iba para cura, abandonó de repente el seminario y se hizo comunista y ateo, y cuando vino a Mágina traía el pelo por los hombros y una barba sucia y enredada, así como una novia o amante extranjera con una falda tan corta que se le veían las bragas. «¡Casas de veinte pisos!», declamaba mi abuelo Manuel, «¡Cintas magnetofónicas! ¡Máquinas de varear los olivos!» Platos de duralex, muebles de formica que relegaron como una vergüenza a los pajares las pesadas mesas y aparadores y las sillas de anea en las que anidaban las chinches, neveras que enfriaban las cosas sin necesidad de cargarlas de hielo, estufas de butano, braseros eléctricos… Pero todo, en el fondo, era falso: la carne de los pollos gigantes sabía a paja, los huevos de las gallinas condenadas al insomnio en las granjas modernas tenían las yemas pálidas y no alimentaban, la leche de botella debilitaba a los niños, el butano era más venenoso que el humo de un brasero mal apagado y podía estallar como una bomba derrumbando casas enteras, la luz de los televisores podía dejarlo ciego a uno, los cantantes de la televisión en realidad no cantaban, sólo movían los labios y agitaban las caderas, la mitad de las noticias que daban en los telediarios eran mentiras, los americanos no habían llegado a la Luna, si se continuaba abandonando la tierra aquel simulacro de prosperidad se hundiría para devolvernos al año cuarenta y cinco, a los tiempos más negros del hambre.

Bajo el brillo como de tecnicolor que había adquirido el mundo ellos sospechaban la torva perduración de todas las viejas amenazas: no confíes en nadie más que en ti mismo y en los tuyos, no te señales nunca en nada, que no se te olvide lo que les pasó a tantos que se destacaron por ambición o imprudencia, o ni siquiera eso, que tuvieron mala suerte y fueron arrastrados cuando llegó la venganza como por una inundación: el vecino de la casa de al lado, o su hijo, aquel que vivía en Madrid y escribía en los periódicos y murió en un tiroteo con los guardias civiles, el pobre tío Rafael, que se pasó diez años en el servicio militar y volvió medio tísico y comido de piojos y de feroces sabañones que al cabo de casi treinta años seguían lacerándolo, el teniente Chamorro, asediado siempre por la policía, tan habituado como un ladrón a las humedades y a las humillaciones de la perrera. En la huerta, cuando el teniente Chamorro, en los descansos del almuerzo, hablaba de la revolución social y de la colectivización de la tierra, el tío Rafael lo escuchaba embobado y mi padre se quedaba mirándome de soslayo y yo lo notaba cada vez más incómodo. En invierno, hacia las diez de la mañana, comíamos embutidos y carne con tomate en la casilla, al calor de la lumbre, y en verano buscábamos la sombra fresca de un granado y mi padre me mandaba a buscar tomates, cebollas, pimientos y guindillas que yo lavaba bajo el chorro helado de la alberca y luego él cortaba en trozos menudos y aliñaba con aceite y sal en una fuente de barro, y el tomate carnoso y fresco y los trozos de pan untados en aceite tenían en el paladar un sabor inmediato de paraíso y de abundancia que otorgaba una sagrada materialidad a las invocaciones libertarias del teniente Chamorro: la tierra era pródiga y agradecía el trabajo honrado y cuidadoso, sólo algunos hombres rapaces la convertían en un infierno envenenado de necesidad y de usura, y alguna vez, en el porvenir, igual que en los primeros días de la humanidad, la única tarea noble sería el trabajo de las manos y el de la inteligencia, y el dinero y la explotación del hombre por el hombre se habrían olvidado. Mi padre, tan indiferente a la fatiga y a la somnolencia como al resplandor de aquellas profecías, se ponía en pie, limpiaba su navaja en el pantalón, daba una palmada. «Venga, a trabajar, que se os van las horas muertas diciendo tonterías.» El teniente Chamorro, viejo y digno, con su boina sucia y sus gafas graduadas, movía la cabeza mientras tapaba su fiambrera y respondía con palabras aprendidas en los ateneos de su juventud. «Protesto enérgicamente. El peor enemigo de la libertad y de la justicia no es la dictadura de Franco, sino la ignorancia de los pobres.» El teniente Chamorro había aprendido a leer y a escribir durante su servicio militar en el cuartel de Mágina, donde alcanzó el puesto de cabo mecanógrafo un poco antes de que empezara la guerra. Se enroló en las milicias que combatieron en la Sierra el avance de los facciosos desde la provincia de Granada, y con sorpresa suya descubrió que tenía aptitudes para la estrategia y el mando. Por iniciativa del comandante Galaz fue enviado a la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, de donde salió con el grado de teniente de Artillería. Fue apresado en la retirada de Cataluña, pasó varios años en la cárcel y cuando lo soltaron volvió a Mágina para trabajar otra vez a jornal en el campo. Pero seguía leyendo cualquier libro que encontraba con la misma pasión con que había leído casi todos los de la biblioteca del cuartel, y tenía una máquina de escribir donde mecanografiaba con lentitud y paciencia recuerdos de su vida y prolijos tratados de economía libertaria cuyas hojas iba quemando por prudencia a medida que las terminaba. Algunas tardes y casi todos los domingos bajaba a la huerta con el tío Pepe y el tío Rafael para ayudar a mi padre. Si faltaba varios días seguidos era que lo habían llevado preso a la perrera, no porque hubiera conspirado, pues según decía ya le faltaban fuerzas y entusiasmo, y lo cansaban la inutilidad, la poca ventilación y el exceso de humo de las reuniones clandestinas, sino por costumbre, porque el general Franco iba a pasar cerca de Mágina camino de sus cacerías en la Sierra o porque se anunciaba la visita a la ciudad de un ministro o de un arzobispo. Entonces el subcomisario Florencio Pérez, que era amigo suyo de la infancia, iba a su casa con una expresión patética de contrición y de luto y le decía, sentado en la mesa camilla, tomando tal vez un dulce y una copa de aguardiente que la mujer del teniente Chamorro le ofrecía como a una visita de respeto: «Chamorro, no tengo más remedio, me veo en la triste obligación de cumplir con mi deber.»

Tres patas para un banco, decían ellos de sí mismos, el tío Pepe, el tío Rafael y el teniente Chamorro, bajando por el camino hacia la huerta de mi padre, el tío Pepe y el tío Rafael, que eran hermanos y no se parecían en nada, montados en un burro grande y resabiado que al menor sobresalto echaba las orejas hacia atrás y descubría los dientes, señal de que tenía la intención de morder, el teniente Chamorro en una burra diminuta que se quejaba en las cuestas como un ser humano bajo el peso de su dueño, al que le arrastraban los pies calzados con unas abarcas de goma de neumático. El tío Rafael era flaco y pequeño, no tenía suerte en la vida, se quejaba, nada le salía bien, compraba un burro y lo engañaban, se iba al servicio militar y lo soltaban siete años después, lo llevaron a la guerra y combatió en las batallas más feroces, en la ofensiva de Teruel los pies se le helaron y estuvo en nada que se los tuvieran que cortar, como al cojo que vendía pipas y alquilaba novelas y tebeos en la plaza del General Orduña. El tío Rafael vestía chaquetas viejas y jerseys de pobre, con los puños deshilachados, y aunque era muy limpio parecía siempre que llevaba sin afeitar varios días, se mataba trabajando sin fruto, su único hijo varón se le había ido a Madrid, dejándolo solo. El tío Rafael hablaba poco y muy bajo, como pidiendo perdón. El tío Pepe era alto, vigoroso y seco como un álamo en invierno, bajaba a la huerta con traje y chaleco de pana, sombrero de fieltro y unas botas de orejas que jamás estaban sucias de barro ni de polvo, hablaba con circunloquios doctorales, se detenía tan minuciosamente en los pormenores de cada tarea que acababa siendo un perfecto inútil, nunca tenía aire de fatiga, de malhumor ni de amargura, le daba palmadas animosas al tío Rafael, venga, hermano, no te pongas así, que tampoco será para tanto, lo admiraba todo, me señalaba con un cuidadoso dedo índice la punta del primer brote en las ramas todavía peladas de una higuera o un tallo ínfimo de trigo recién aparecido en la tierra, fíjate, sobrino segundo, parece que está muerta pero las semillas se mueven por dentro igual que las lombrices, consagraba horas de sosiego budista a liar cigarrillos o a recortar un trozo de badana para adherirlo al interior de la bota y que no le rozara los juanetes, se ponía a contar algo y nos exasperaba a todos, la más breve narración se le perdía en ramificaciones y en exactitudes, y cuando emprendía el relato de la noche en que se volvió de la guerra éste duraba casi tanto como aquella aventura: el tío Pepe se volvió de la guerra como quien se vuelve del campo porque lo ha sorprendido la lluvia. Lo alistaron casi al final, en Caballería, le dieron una sumaria instrucción, un fusil y un mulo y lo mandaron al frente. Del mulo todavía se acordaba: alto, decía, castaño oscuro, muy noble, con cara de bondad, iba montado en él, se hacía de noche, oía retumbar cañonazos, veía en las cunetas cadáveres de mulos y de caballos con los vientres abiertos y gusaneras en las vísceras, y él pensaba, hay que ver, con el apaño que me haría a mí en Mágina un animal así, tan absorto iba pensando en sus cosas que se fue quedando rezagado, y cuando quiso acordar era noche cerrada, se puso a llover, pensó que corría el peligro de constiparse, detuvo al mulo, le dio media vuelta y sin esconderse de nadie ni temer que lo detuvieran o lo fusilaran por desertor tomó el camino de Mágina, llegó al cabo de dos días, ató las riendas del mulo a la reja de su casa y cuando su mujer salió y le preguntó que de dónde venía él le dijo con toda naturalidad: de dónde voy a venir, pues de la guerra. «Por eso la perdimos», decía el teniente Chamorro, «por aquel desbarajuste que había en nuestro bando». Yo me cansaba de oírlos, terminaba rápidamente de almorzar y me iba bien lejos para fumar un cigarrillo sin que me viera mi padre. El teniente Chamorro no fumaba ni bebía ni entraba nunca en las tabernas, que eran pozos abiertos por el capital, decía, para ahogar en vino la rabia de los pobres. «¿Y qué ha sacado usted de todo eso, de tantas palabras y tantas penalidades?» Mi padre lo desafiaba, de pie ante él, más fuerte y más joven, con un orgullo íntimo que yo le conocía muy bien, el de haber adquirido su tierra sin ayuda de nadie y haber convertido en pocos años aquella huerta abandonada en una de las más fértiles de Mágina. La primera vez que me llevó a ella era una vaga extensión de tierra yerma, con las acequias borradas por malezas secas, con la casilla y los corrales en ruinas, con la alberca densa de ovas y casi desaparecida entre haces de juncos. Durante años lo sacrificó todo, vendió la casa de la Fuente de las Risas, se entrampó con usureros, trabajó desde el amanecer hasta mucho después de la caída de la tarde y hasta tuvo que humillarse ante mi abuelo Manuel para que nos admitiera indefinidamente en su casa de la plaza de San Lorenzo. Pero ahora la tierra desaparecía bajo un verdor como de selva geométrica y el agua brotaba sin límite por el chorro de la alberca y cada tarde, fuera invierno o verano, subíamos al mercado una gran carga de hortalizas, y criábamos cerdos y vacas y era posible que muy pronto tuviéramos una máquina de cavar y un Land Rover. Él, mi padre, era el dueño, y el teniente Chamorro, con aquellos gestos ceremoniales y aquellas palabras que sonaban a sermones, un peón a jornal. Lo admiraba por saber tanto y haber leído tantos libros, pero no quería dejar que delante de mí prevaleciera su ejemplo. «Pues lo que he sacado, a mi edad, es una salud mucho mejor que la vuestra, porque no meto en mi cuerpo esos venenos que vosotros tomáis. Y lo principal de todo, que voy con la cabeza muy alta, y no he engañado a nadie en toda mi vida ni he abusado de nadie, y no escondo mis ideas aunque me lleven preso y aunque sepa que moriré sin ver instaurada en esta tierra ingrata la instrucción pública y la justicia social. He dicho.» «Qué palabras», murmuró el tío Rafael. «Chamorro, has sido siempre un pico de oro»; el tío Pepe hizo ademán de abrazar al teniente Chamorro, pero él lo apartó echando a un lado la cara, y me pareció que debajo de los cristales de las gafas se limpiaba una lágrima. Era un hombre pequeño y fornido, a pesar de la edad, con la cara aplastada, con una vigorosa y delicada eficacia en el trabajo de la huerta. «Tú estudia mucho», me decía, «lee todos los libros que puedas, aprende idiomas, hazte ingeniero o médico o maestro, pero si subes gracias a tu esfuerzo y al sacrificio de tus padres no les vuelvas la espalda a los que no han tenido las mismas oportunidades que tú. Tu padre es un poco raro, y parece muy serio, pero aunque no te lo diga se muere de orgullo cuando le llevas notas altas. Dice que escribes a máquina con los diez dedos, que entiendes a los extranjeros y que puedes leer sin mirar al papel, como los locutores esos de la televisión. Estudia mucho pero aprende también a cavar y a regar y a coger aceituna y a ordeñar las vacas. El saber no ocupa lugar, y todo lo que tenemos viene de la tierra y del trabajo, y nunca sabe nadie lo que le traerá el día de mañana».

Creía con inquebrantable candidez en esas cosas: que el saber no ocupaba lugar, que el mundo era un pañuelo, que preguntando se llegaba a Roma, que la mejor lotería era el trabajo y la economía. Yo trabajaba junto a ellos, desde el amanecer los domingos y en los días de vacaciones, con una mezcla de involuntaria ternura y enconado desdén los veía rudos, monótonos, ignorantes, pero también leales y dignos en virtud de un instinto que sólo ellos poseían y les era tan propio como el color cobrizo de la piel o la aspereza y el vigor de las manos. Cuando mis compañeros, en vísperas de Navidad o a finales de mayo, aguardaban con una impaciencia nerviosa a que acabaran las clases, yo contaba los mismos días con desconsuelo, pensando que no vería a Marina, que tendría que madrugar y quedarme en los olivares o en la huerta desde que saliera el sol, limpiando cuadras, echando el pienso a las vacas y a los cerdos, arrancando patatas o cebollas o cavando la tierra o arrastrándome sobre ella para recoger aceituna. Al principio me dolían todos los huesos y se me levantaba la piel de las manos, pero luego la cara se me ponía morena y los brazos musculosos y notaba una energía desconocida en mi cuerpo y las palmas de mis manos adquirían una dureza semejante a la del cabo de una azada. Y por las noches, cuando volvía exhausto y me lavaba a manotazos con agua fría en la cocina, cuando me cambiaba de ropa y salía a buscar a mis amigos o a rondar la calle donde vivía Marina, me sentía a la vez fuerte y distinto a los otros, mayor que ellos, con una plenitud física mezclada de furia y de amargura que ellos no podían conocer. Las clases, los exámenes, me parecían obligaciones pueriles: no estudiaba, como otros, para que mi padre me comprara una bicicleta o me llevara de vacaciones a la playa, sino para ganarme un porvenir no atado a la tierra, para irme pronto de Mágina sin morirme de hambre. Cada uno de mis amigos había elegido ya su vida futura, y hasta el réprobo Pavón Pacheco estaba seguro de su porvenir como proxeneta y legionario. Martín quería ser científico; Serrano, que hasta los quince años había aspirado a ingresar alguna vez en la mafia, en calidad de pistolero, ahora quería convertirse en poeta o en guitarrista de rock; Félix se preparaba a conciencia para estudiar clásicas y lingüística y hacerse profesor. Pero no había nada que yo quisiera ser exactamente el día de mañana, como decían con reverencia mis mayores: no quería ser algo, sino ser alguien, una figura solitaria y novelesca concebida en la infancia, hecha irresponsablemente de personajes de películas, de aventureros de novelas y de tebeos, de desconocidos que pasaban por la plaza de San Lorenzo y a los que yo me quedaba mirando como si prefigurasen mi apariencia futura, la identidad escondida y cambiante que yo deseaba para mí, y a la que en los últimos tiempos había añadido el pelo largo y la barba y los viajes no por el centro de África ni por los mares del Sur en busca de islas desiertas sino por las carreteras de Europa y de los Estados Unidos. Quería ser algunas veces como el dueño del Martos, que recibía del extranjero aquellos discos imposibles de escuchar en la radio o de conseguir en las tiendas de Mágina: había sido, se contaba, marinero en un barco mercante, había vivido en Amsterdam, se había dedicado al contrabando en fronteras y puertos tropicales y ahora, hacia los treinta años, retirado de todo, cansado de aventuras, regentaba su bar y su discoteca como un antiguo forajido que se resigna a la nostalgia y a la legalidad. Quería cambiar a mi antojo de nombre, de ciudad, de país y de idioma, y mientras caminaba solo por las calles de Mágina o trabajaba en silencio en la huerta, al lado de mi padre, estaba inventándome de manera incesante pasados y porvenires, y había días y semanas enteras que dedicaba a la invención detallada de una sola vida, en París, por ejemplo, con diecinueve años, con una novia nórdica, descargando frutas en los mercados y escribiendo piezas de teatro del absurdo en una buhardilla, o en San Francisco, de batería de rock, viviendo con Marina, que había dejado un matrimonio infeliz en España y había subido a un avión transoceánico arrebatada de nostalgia por mí, y me buscaba entre los hippies de la ciudad, y pasaba hambre hasta encontrarme, y al final me veía por casualidad y casi no me conocía con mi pelo tan largo y mi barba parecida a la del batería de los Credence… Pero en algún momento cualquiera de esas vidas empezaba a aburrirme, notaba un hastío de la bohemia y del sexo que era frecuente en algunas novelas, vislumbraba una desconsolada vejez, y sin salir de la huerta de mi padre ni de mi cuarto en la plaza de San Lorenzo cambiaba por completo de vida, tenía veintisiete años, era corresponsal en Roma y bebía desengañadamente ginebra en una terraza de la Via Veneto, participando con fluidez y desgana en una conversación trabada en diversos idiomas, harto de mujeres cosmopolitas y de aventuras sexuales de una noche. Hubo temporadas en las que renuncié al rock y a las carreteras y fui comandante guerrillero en la sierra de Mágina, donde dirigía con éxito un atentado contra el general Franco, inspirándome con avidez plagiaría en las historias que contaba el teniente Chamorro, y luego entraba en la ciudad, por la calle Nueva, en un jeep descubierto, al frente de una columna de barbudos con estrellas rojas en las boinas y banderas rojas ondeando entre la multitud, sobre las torres de las iglesias, en el balcón de la comisaría, en el pedestal de la estatua otra vez derribada del general Orduña. Yo era un guerrillero frío, sereno, despiadado, con la expresión de Che Guevara en aquella foto que tenía en su habitación la hermana de Martín, que estudiaba segundo en la universidad y nos prestaba a veces discos tediosos de cantantes prohibidos y ejemplares de Mundo Obrero. Yo no tenía compasión con los fascistas hacinados en el patio del instituto -habilitado provisionalmente como campo de concentración-, ni participaba tampoco en las celebraciones tumultuosas de mis hombres. Ahora a quien plagiaba era al comandante Galaz de las narraciones del tío Rafael: alto, solitario, implacable en el mantenimiento de la disciplina y la justicia, me encerraba a solas en mi espartana habitación del cuartel general y nadie, ni mis amigos y lugartenientes -Félix, Martín, Serrano-, conocía el secreto que me atormentaba. Una noche, a oscuras, bajo la lluvia, montaba solo en un jeep y me dirigía a cierto chalet de la colonia del Carmen que gracias a mis órdenes expresas no había sido incautado. Bajaba de un salto junto a la verja, soportando con indiferencia militar la lluvia que me chorreaba por el uniforme, hacía sonar la campanilla. Se encendía una luz en el vestíbulo y una mujer joven, despeinada, con mal color pero muy hermosa todavía, Marina, salía a abrirme al jardín con un chal sobre los hombros. Teníamos preso a su marido, un notorio franquista, y bastaría mi firma para que saliera libre. Me suplicaba, con sus grandes ojos verdes anegados en llanto, como decían siempre en las novelas y en los seriales de radio, me juraba que su marido no era un conspirador, me prometía entregárseme, casi me arrastraba a su dormitorio. Tenía desabrochada la blusa y yo podía ver una luz macilenta el inicio de los pechos blancos que había visto desnudos y con los pezones pintados de verde oscuro en un sueño. Yo no le contestaba al principio. Dejaba la azada en el suelo y no seguía arrancando patatas de la tierra oscura y removida, y mi padre decía a mi lado, «pero hombre, que es para hoy, que se te van los pavos». La miraba fríamente a los ojos, ocultando todo el deseo, todo el sufrimiento y la ternura de tantas tardes en las aulas y en los pasillos del instituto, tantos años atrás. Sin decirle nada, hacía allí mismo dos llamadas de teléfono: una al campo de concentración, para pronunciar el nombre odioso de su marido -a quien ella, en lo más íntimo de su corazón, no amaba- y ordenar que lo pusieran inmediatamente en libertad. La otra a la frontera, para que los dejaran salir del país. Sacaba del interior de mi uniforme verde olivo un sobre y se lo tendía a Marina. Eran dos pasaportes. Los dejaba caer, mirándome con sus ojos nuevamente empañados de lágrimas, pero ahora de gratitud y acaso de amor. Me besaba en los labios, quería decirme algo, yo la hacía callar con un gesto, salía al jardín, donde aún diluviaba, dejaba entornada la verja, saltaba al jeep y lo ponía en marcha sin encender los faros y no me volvía para mirarla por última vez.

Te vas a quedar ciego de tanto leer, acabarás cazando moscas con la gorra, cómo pueden caberte en la cabeza tantas palabras, te quedarás sordo con esa música tan alta, qué piensas, que no te fijas en nada, que vas como alelado, se conoce que escribir a máquina te cunde más que coger aceituna. Vivía enfermo de palabras y voces, las palabras silenciosas de los libros y las voces de las canciones y de las emisoras extranjeras que sintonizaba después de media noche, atrapando a veces con un sentimiento de orgullo y de triunfo una frase entera en inglés o en francés, reconociendo nombres, imaginándome que era yo quien hablaba en un estudio iluminado, en el último piso de un rascacielos, imitaba sonidos y acentos con la felicidad de oírme convertido en otro, pero las voces que ahora más me trastornaban no eran las de las emisoras ni las de mis mayores, sino las que sonaban dentro de mí con la perpetua y sucesiva confusión de una radio cuyo sintonizador gira alguien buscando al azar. No quería ser algo, no quería tener una carrera y una novia y luego una esposa y dos o tres hijos y una oficina o un aula y una casa con televisión en color y cocina eléctrica y cuarto de baño, odiaba esa posibilidad con la misma furia con que odiaba quedarme en Mágina y trabajar en el campo, quería no estar atado a nada ni a nadie y no tener raíces, y vivir en la realidad de mi vida de adulto como vivía en las imaginaciones solitarias de la huerta. Ahora mis padres, mis abuelos y mis tíos eran sombras que murmuraban advertencias y recuerdos gastados por el tedio de su repetición. Sus horas de silencio y sus gestos de dolor me resultaban tan indiferentes como las carcajadas y las caras encendidas de sus celebraciones, y cuando llegaba el día del final de la aceituna y había en el campo grandes damajuanas de vino tinto y canastas de tortas de pimentón y las mujeres se morían de risa cantando coplas obscenas, o cuando terminaba la matanza o era el día de mi abuela Leonor y los portales y el corral de la plaza de San Lorenzo se poblaban innumerablemente de tíos y de primos, yo me quedaba al margen, con una botella de cerveza en la mano, emborrachándome con disimulo y suavidad, escapándome a mi cuarto del último piso para oír un disco en inglés y fumar un cigarrillo y para imaginarme que volvía a la ciudad muchos años después, barbudo y enigmático, al amanecer, con un petate de nómada al hombro, huraño y célebre, reconciliado en la distancia con ellos, acompañado por una amante rubia y extranjera con las piernas muy largas que provocaba el escándalo y la envidia en la vecindad.

Comía en silencio, me levantaba de la mesa en seguida, subía a mi cuarto como a la estancia más inaccesible de una torre. Si mi padre quería retenerme, mi madre intercedía en voz baja: «Déjalo, que tiene que estudiar.» «Pues no sé cómo puede estudiar con la habitación llena de humo y con el ruido de esa música.» Se quedaban sentados frente al televisor, en la habitación donde el reloj de pared al que solía darle cuerda por las noches mi abuelo llevaba años detenido, fijos en la fosforescencia azul de la pantalla, mirando con indiscriminado asombro el espectáculo continuo y fantasmal de los anuncios, de las películas y los noticiarios, y decían que no era bueno que el aparato se calentara y que esa luz podía hacer daño a los ojos. Mi padre durmiéndose en un sillón, agotado por sus madrugones inhumanos, mi abuela Leonor haciendo preguntas sobre el argumento de las películas o la identidad confusa de los personajes, mi madre con las manos siempre ocupadas en una labor de costura o de punto, mi abuelo Manuel adormilado, con ese aire de severidad y de agravio que se le iría acentuando a medida que se adentrara en la vejez. Mi abuela Leonor, cuando me levantaba, me pedía que me quedara un poco a su lado, me cogía la mano para que me sentara junto a ella, ya no hablas conmigo, me decía, ya no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera los tebeos, y yo qué iba a leerte, si casi no sé, y me lo tenía que inventar. Pero me agobiaba esa ternura porque recelaba en ella una trampa para devolverme a la docilidad de la infancia, y ya no me paraba a escuchar las historias de mi abuelo sobre la emparedada de la Casa de las Torres o la bravura de aquel batallón de la Guardia de Asalto que sucumbió entero en la cuesta de las Perdices, me desprendía de ellos, subía de dos en dos las escaleras, sin ver siquiera aquellas habitaciones por las que había deambulado de niño buscando fotografías en el interior de los cajones y objetos misteriosos en las alacenas, sin acordarme del miedo que me daba cuando iba a acostarme y se apagaba la luz y uno de mis tíos me cantaba desde abajo, «ay mama mía mía mía quién será, cállate hija mía mía mía que ya se irá». Me encerraba en mi cuarto, que tenía dos balcones, uno que daba a la plaza de San Lorenzo y el otro a la calle del Pozo y al horizonte abierto del valle del Guadalquivir y de la Sierra, y allí casi lograba sentir la exaltación de estar solo, ponía un disco muy alto, me tendía en la cama con una novela y un cigarrillo encendido, seguro de que nadie subiría a sorprenderme fumando, y ya estaba en mi buhardilla de París o en ese hotel de la frontera mexicana del que hablaba Eric Burdon en una canción: la alta cama de hierro, con los barrotes helados en las noches invernales, la mesa camilla, el baúl y el estante donde guardaba mis libros, mis cuadernos de ejercicios con tapas azules y mis diarios de monótona y exacerbada desdicha. Me asomaba al balcón y era tan intenso mi deseo de irme que de antemano lo veía todo como si estuviera recordándolo. La plaza ya sin árboles, con algunos coches aparcados, la luz amarilla del farol en la esquina de la Casa de las Torres, el pavimento de tierra apisonada donde tantas veces yo había jugado a las bolas o buscado insectos diminutos entre la grama. Pero algunas casas ya estaban deshabitadas, y no había parejas de novios hablándose en las puertas y acogiéndose a la penumbra de los zaguanes. Fumaba en el balcón y veía mi sombra proyectada en la plaza como la figura del héroe sin lealtades ni raíces en quien quería convertirme. En las noches de temporal, cuando el viento y la lluvia sacudían todos los cristales y los postigos de la casa, me imaginaba que vivía en un faro junto al mar, y me gustaba acordarme, encogido y caliente bajo las mantas y la piel de oveja que cubría la colcha, de la noche de invierno en que me contaron que nací. Llegaba al hotel de una ciudad fronteriza y nadie sabía mi nombre ni podía averiguar mi origen. No oía el tráfico ni las sirenas de la policía, como en la canción de Eric Burdon, sino los clamores de los pavos en los corrales de la vecindad y los llamadores en las casas de la plaza, no barrían el techo y las paredes los faros de los coches que pasaban como ráfagas por una autopista cercana, pero si cerraba los ojos y me dejaba adormecer por el tabaco y graduaba el volumen del tocadiscos podía escuchar truenos lejanos y un rumor de tormenta y cascos de caballos mientras surgía de la nada la voz de Jim Morrison cantando como una promesa y una letanía Riders on the storm.

Un nombre escrito en una cartulina, en la primera línea de un formulario, escondido entre docenas de nombres y apellidos y filiaciones y edades, en uno de los paquetes de fichas atados con una goma elástica que llevaba todas las semanas a la comisaría un botones del Consuelo, y que habría acabado en el incinerador o en las estanterías del sótano después de un examen reticente, aunque distraído, si el subcomisario Florencio Pérez no se empeñara en revisarlos aunque ya lo hubieran hecho sus subordinados. Decía subordinados por llamarlos de algún modo, porque en realidad vivía atemorizado por ellos, chuleado, ésa era la verdad, pensaba cuando la ira le permitía concederse una palabra innoble, encerrado en su despacho, asediado más bien, liando cigarrillos con mano un poco temblorosa frente al balcón que daba a la plaza del General Orduña y conjeturando endecasílabos que ya no iba a escribir, imponiéndose tareas monótonas y absorbentes, como aquella tan inútil de revisar una por una las fichas de los hoteles cuando ya las habían repasado los dos inspectores a sus órdenes, los de la secreta, les decían en Mágina, aunque no había nadie que no los conociera o que viéndolos por primera vez no dictaminara su condición de policías, policías modernos, eso sí, de nueva ola, como los curas de clergyman, pensaba el subcomisario con resentimiento y desdén, sin bigotes de cepillo, mirada ceñuda y trajes mal planchados y como de luto: los dos llevaban bigote, desde luego, pero eran bigotes feraces, caídos hacia las comisura de la boca, como los de un presentador de la televisión, con esa repulsiva y nada higiénica proliferación capilar que constituía para el subcomisario el signo más lacerante de los nuevos tiempos. Llevaban, al unísono, patillas largas y gafas de sol con los cristales verdes y en forma de pera, corbatas de lazo ancho, camisas con los picos de los cuellos monstruosamente largos, chaquetas de doble cruce con botones dorados y pantalones de pata de elefante, y en vez de los inveterados cafés con leche y carajillos de coñac que habían nutrido desde que el mundo era mundo o desde que el subcomisario recordaba las mañanas inhóspitas y las noches en blanco de los policías de Mágina, ellos cruzaban con arrogancia taurina la plaza del General Orduña y se acodaban en la barra de aluminio del Monterrey para tomar cañas con gambas a la plancha o cubalibres de ron, jugándose las convidadas a los chinos e intimando con las mujeres rubias que fumaban en los veladores de los soportales y con los hijos más perdidos de las mejores familias de la ciudad, entre los que también solía verse, con gran dolor del subcomisario, que aliaba a la afición taurina el patriotismo local y la preocupación por los desvíos de la juventud, a Carnicerito de Mágina, que había tenido una actuación más bien deslucida en la última feria de octubre y pasaba el invierno holgazaneando en los bares y dejando aparcado su Mercedes blanco en las zonas prohibidas, sin que los municipales se atrevieran nunca a ponerle una multa.

A él, al subcomisario Florencio Pérez, los inspectores le llamaban, con bochornosa franqueza, «el abuelo», le daban palmadas en la espalda, según la nueva moda de la espontaneidad, se interesaban afectuosamente por la fecha próxima de su jubilación: ¡había que dar paso a las generaciones jóvenes! Fumaban Winston de contrabando y redactaban impresentables informes enturbiados de siglas y de faltas de ortografía que el subcomisario ya ni siquiera se molestaba en subrayar con lápiz rojo. En la mesa camilla del teniente Chamorro, sentado frente a una copita de anís y un plato de borrachuelos, el subcomisario Florencio Pérez, ex combatiente, ex cautivo, ex secretario de la Acción Católica de Mágina, daba salida a su amargura: «Chamorro, no se me obedece, no se me tiene consideración, no se respetan mis canas. ¿No fui yo siempre abanderado de todos los avances de la criminología? ¿No he dedicado con abnegación ejemplar mi vida entera al servicio del Régimen? Pues ahora me apartan como a un retablo viejo» (y al decir lúgubremente esta última frase se dio cuenta con satisfacción fugaz de que le había salido un alejandrino: célebre o desconocido, uno era poeta desde que nacía, lo llevaba en la sangre).

De modo que llegaba por las mañanas después de tomarse el primer café con leche en el Royal, al principio de la calle Mesones, tosiendo con solemnidad cavernosa por culpa del primer cigarrillo liado, y al pasar junto a la cola de pueblerinos que habían llegado en los primeros autocares de línea para hacerse el carnet de identidad gozaba de un breve preludio de orgullo recobrado cuando los veía apartarse a su paso y dejar libre la puerta de la comisaría, con un murmullo de respeto, algunos hombres hasta se quitaban las boinas o los arcaicos sombreros que se habían puesto para venir a la capital de la comarca, y las mujeres usaban todavía pañolones negros y refajos de luto y no sabían firmar: olían a campo, a sudor, a penuria, como las muchedumbres feroces que solían invadir la plaza muchos años atrás, pero eran dóciles y se acercaban a las ventanillas con el mismo recogimiento que al confesionario, y cuando él, por hacer algo, y a espaldas siempre de los inspectores, accedía a rellenarles a algunos de ellos la solicitud de carnet y les indicaba con seca amabilidad la esquina del impreso donde debían trazar una de aquellas firmas laboriosas, los veía maravillarse de lo que él mismo llamaba la sencillez de su trato con los inferiores y lo anegaba un modesto acceso de felicidad evangélica, bienaventurados los mansos, pensaba, bienaventurados los limpios de corazón. Pero pasaba junto al cuerpo de guardia y los policías de uniforme gris miraban hacia otro sitio para no cuadrársele, y en cuanto a los inspectores prefería no verlos, andaba por el pasillo sombrío husmeando su olor a colonia Varón Dandy como un animal pusilánime que olfatea sus depredadores, temiendo encontrarse con alguno de ellos y no ser saludado con el debido respeto. Con frecuencia, a primera hora de la mañana había suerte, porque los inspectores no llegaban, como él, en cuanto daban las ocho en el reloj de la plaza, ya que según decían dedicaban las noches a practicar informaciones oculares por los locales de esparcimiento donde tenían su refugio los malhechores de la ciudad y a vigilar con sigilo los domicilios particulares en los que había fundadas sospechas de que celebraban reuniones clandestinas los elementos subversivos de la localidad, entre ellos el teniente Chamorro, de quien le constaba al subcomisario, y a cualquiera, que a las once de la noche estaba puntualmente dormido, después de echarle a su burra diminuta un buen pienso de paja mezclada con trigo abundante, beber un gran vaso de agua para limpiar el organismo y leer durante media hora en la cama algún libro de enseñanza y provecho.

Tenía sobre la mesa, que seguía siendo su arqueológica mesa de roble, pues le negaba resueltamente la entrada a su despacho a los muebles metálicos, los paquetes de fichas de los últimos dos meses, ordenados por hoteles y fondas. Era verdad que el turismo progresaba en Mágina, aunque decayera tanto después del verano y de la feria de San Miguel. En un artículo de Singladura lo había expresado con vehemencia Lorencito Quesada: el turismo era el nuevo maná del siglo veinte para estas tierras secularmente retrasadas. Había encendido su estufilla eléctrica, que le calentaba los pies en aquella nevera donde nunca daba el sol, por culpa de la sombra húmeda de la muralla, aunque nunca podría compararse al calor familiar de un brasero de orujo. Había rezado un padrenuestro frente al crucifijo colgado entre las fotografías del Caudillo y de José Antonio, y luego, tras un examen rápido de la plaza, de los soportales y de la estatua impávida del general -«…eternizan el bronce tus hazañas…»- se frotó las manos como siempre que tenía por delante una tarea placentera y se dispuso a dedicar las horas más tranquilas de la mañana a la revisión de las fichas de los transeúntes. Desprendía las gomas elásticas, ponía un montón de cartulinas a su izquierda, junto al pisapapeles de la basílica de Montserrat, las golpeaba por los cantos como un mazo de naipes para que no sobresaliera ningún pico, se olvidaba de todo, hasta del paso del tiempo y de los campanazos estremecedores del reloj de la torre, ya no oía el ruido cada vez más molesto del tráfico que entorpecía la plaza, se humedecía el pulgar de la mano derecha, inspeccionaba reflexivamente la primera ficha de todas, como para asegurarse de que no era una falsificación, y conforme iba leyendo nombres y fechas de llegada y salida y lugares de origen la imaginación se le iba hacia las ciudades y países de donde procedían los viajeros, pensando a veces con un poco de remordimiento tardío que él no había estado casi en ninguna parte, aunque en el fondo tampoco le importaba, dónde se podía vivir más a gusto que en Mágina, la Salamanca andaluza, como escribía siempre Lorencito Quesada, con el embrujo de sus calles, la nobleza de sus palacios, el esplendor de su Semana Santa, a la que no le hacía sombra ni la de Sevilla, la acendrada devoción y la austera sencillez de sus gentes, la majestad de sus iglesias, de ese hospital de Santiago al que todos reputaban como segundo Escorial. Y al cabo de una o dos horas, ya fatigado de leer nombres de desconocidos, pasaba las fichas con menos atención -había una separada de las otras, con una indicación que decía: «¡ojo!»: era la de un profesor que había llegado a principios de curso al instituto, y del que se tenía información fehaciente sobre sus actividades de proselitismo en la Universidad de' Madrid -, cuando vio de pronto aquel nombre escrito, y se subió las gafas sobre la nariz para estar seguro de que lo había leído correctamente. Al principio dejó la cartulina frente a él, sin mirarla de nuevo, aislada, tan singular al lado de las otras como la estatura de un hombre que sobresale de una multitud. Leyó de nuevo el primer apellido, Galaz, escrito a bolígrafo sobre una línea de puntos, con mayúsculas, como una arrogante afirmación, y comprobó que no podía tratarse de una coincidencia, porque el nombre y el segundo apellido eran los que él recordaba, y luego sus ojos se detuvieron en la firma y vio que no había cambiado mucho en los últimos treinta y siete años: era igual a la que había al pie de la orden mecanografiada que decretaba la puesta en libertad del detenido Florencio Pérez, y que él había guardado siempre en un cajón de su mesa de noche como recuerdo de los tiempos en que estuvo a punto de ser fusilado. La edad coincidía, y el lugar de nacimiento, Madrid, pero en el apartado de la profesión ponía bibliotecario, y su residencia actual era una ciudad de los Estados Unidos que se llamaba Jamaica, Queens: qué raro, él siempre pensó que Jamaica era un país del Caribe, pero cualquiera sabía, si el mapa del mundo no hacía más que cambiar, igual que todo, ahora los países variaban de nombre con la misma facilidad que los conjuntos de música moderna en los que cantaba su hijo menor, el que más disgustos le daba, el preferido en secreto, el hijo pródigo.

Pero más valía no seguir por ahí, pues la congoja le entraba en seguida, y luego no había modo de librarse de ella, era como un dolor de cabeza que no se quita en todo el día, como aquella obsesión por las rimas imposibles que lo trastornaba en su juventud. Fue hacia el balcón con la ficha en la mano, sin acordarse de encender de nuevo el cigarrillo que se le había apagado en los labios, oyó pasos cerca y con precaución instintiva la guardó en el bolsillo de la chaqueta, por miedo a que uno de los inspectores la viera, la misma clase de miedo que lo impulsaba en otro tiempo a esconder bajo llave sus versos. Miró una por una las figuras que cruzaban la plaza como si de un momento a otro fuera a aparecer en ella el comandante Galaz, alto y viejo, vestido de paisano, pero reconocible, seguro, acompañado por una hija de dieciséis años, tan sereno y distante como cuando ocupaba el despacho donde estaba ahora mismo el subcomisario. Así que no era un muerto, como tantos otros, ni un fantasma cada vez menos recordado: estaba en Mágina, pasaría más de una vez bajo aquellos balcones, confundido entre la gente de los soportales, quizá se habría cruzado con él en la calle Nueva, aunque era imposible que lo recordara, el subcomisario Florencio Pérez le había hablado una sola vez, recién salido de la prisión, cuando su amigo Chamorro le dijo que tenía el deber de ir a darle las gracias. Pero como había estado, daba por supuesto que el comandante Galaz seguía en Mágina, en el hotel Consuelo, y era posible que ya se hubiera ido, sacó la ficha y buscó en ella el día de salida, pero el espacio estaba en blanco: tenía que llamar al Consuelo, pero era preciso que lo hiciera sin identificarse, quién sabe lo que pensarían de aquel huésped si la policía se interesaba por él. Volvió a sentarse ante su mesa, se levantó para cerrar con llave la puerta, se arrepintió de hacerlo y la abrió otra vez, no fueran a despachar con él los inspectores y pensaran cualquier cosa al encontrarla cerrada, qué apocamiento y qué nervios, parecía mentira, el jefe de la policía de Mágina atribulado por el miedo a sus inferiores, toda la vida así, había cosas que no se remediaban con la edad, que iban a peor, como la falta de carácter. Levantó el auricular del teléfono, volvió a posarlo en la horquilla, de pronto tenía calor y apagó la estufa, lió con torpeza un pitillo, miró de nuevo el nombre y la firma y la fecha de llegada, hacía casi dos meses, lo normal era que el comandante y su hija ya se hubieran marchado, y de cualquier modo eso a él qué le importaba, después de tanto tiempo: seguro que no había venido para conspirar, así que él no faltaba a su deber si no ordenaba que lo siguieran, y tampoco podría decir nadie que amparaba a un enemigo del Régimen si separaba aquella ficha de las otras y la hacía pedazos muy pequeños y los tiraba a su papelera.

Buscó en la guía el número del Consuelo, y cuando lo había marcado y estaba oyendo la señal sacó un pañuelo y se lo puso delante de la boca, como los secuestradores en las películas, para que no pudieran reconocer su voz: si alguien entraba entonces colgaría inmediatamente y diría que estaba resfriado: valiente espectáculo, a su edad, en su despacho, imitando a los forajidos del cine. Una voz contestó, pero él hablaba tan bajo que el otro debió de pensar que se trataba de una broma o de una equivocación, y estuvo a punto de colgar. Dijo, tras aclararse la garganta y guardar el pañuelo, que era un amigo del señor Galaz. Al principio el recepcionista no se acordaba del nombre. Dijo que buscaría en el registro. El subcomisario Florencio Pérez, con el auricular humedecido por el sudor de su mano, miraba con desasosiego la puerta del despacho. Por fin volvió la voz: el señor Galaz y su hija se habían marchado del hotel hacía casi un mes, y no dejaron dicho adónde. Colgó con un sentimiento de alivio y de impunidad que a los pocos minutos y para su sorpresa se había convertido en desengaño, en apatía, en aburrimiento. En su papelera los trozos diminutos de cartulina lo sobresaltaron como una acusación. Rompió con desgana algunos formularios y los tiró encima. Sin duda estaba volviéndose irreparablemente viejo: ya tenía nostalgia hasta de los peores meses de su juventud, de aquellos días turbulentos de persecuciones y amenazas en que las turbas se apostaban a la salida de misa para apedrear a los fieles, cuando estalló el Movimiento, cuando parecía seguro que la guarnición de Mágina se sumaría a él, cuando de pronto, en unas horas de una noche de insomnio, todo se desbarató y él tuvo que empezar a esconderse sin haber cometido otro delito que la valiente proclamación de su ideario y de su fe, como escribió luego en sus memorias, aquellas que tan en vano se empeñó en publicar después de su muerte el incansable Lorencito Quesada. Qué habría hecho durante tantos años aquel hombre, por qué caminos inimaginables del destierro había llegado a convertirse en bibliotecario y a vivir en los Estados Unidos: por qué volvía ahora, por qué había tardado tanto.

Se acordaba de su estatura y de sus briosos ademanes militares, pero no de su cara: pensó inventar un pretexto y hacerle una visita a Ramiro Retratista, que sin duda guardaba en su archivo alguna foto del comandante Galaz. Pero le daba aprensión ir al estudio de Ramiro, y también un poco de remordimiento, porque cuando casó a su hija le había encargado el reportaje de bodas a un fotógrafo de la competencia, que los hacía en color. Además, desde que no era obligatorio el blanco y negro en las fotografías de carnet de identidad y se había instalado un fotomatón en una esquina de la plaza, el estudio de Ramiro se estaba quedando sin sus clientes más seguros, y el subcomisario, cada vez que se encontraba con él, sentía una mezcla atosigante de culpabilidad y compasión, muy parecida a la que le inspiraban los vendedores del mercado de abastos a los que nadie les compraba. Les compraba él, desde luego, los sábados por la mañana, y cuando volvía a casa y su mujer inspeccionaba las hortalizas mustias y la carne más bien averiada que había traído en el cesto lo llamaba inútil y le decía que si tuviera lo que tienen los hombres e hiciera valer su autoridad volvería al mercado a exigir la devolución de su dinero.

No fue al estudio de Ramiro Retratista: se le partía el alma con sólo ver el escaparate donde aún quedaban unas pocas fotos polvorientas de reclutas y de rancias parejas de novios, así como un retrato grande, pero también antiguo, de Carnicerito de Mágina, tomada el día de su alternativa: se había publicado en el Dígame, y aún podía verse su recorte amarillento en algunas tabernas de la ciudad. Ahora donde la gente iba a retratarse era a un establecimiento nuevo de los soportales que tenía un letrero luminoso, «Fotoimagen 2000», y un escaparate tan ancho como los de las tiendas de electrodomésticos en el que resplandecían audaces fotos en color, tomadas a veces desde ángulos tan raros que al subcomisario le daba mareo quedárselas mirando: las parejas de novios aparecían envueltas en una bruma rosada, o sonriendo en el interior de una televisión, o sobrevolando con los brazos extendidos la torre bulbosa del Salvador, entre las nubes, como en la portada de un disco de música moderna. «No entiendo nada», pensaba, y se lo dijo aquella noche al teniente Chamorro. «No entiendo la poesía que hacen ahora, si es que puede dársele ese nombre a lo que no respeta las sagradas normas del metro y de la rima, no entiendo los cuadros que pintan ni las canciones que cantan ni las palabras que dicen en los bares, por no entender no entiendo ni el lenguaje que ahora se usa en los informes policiales. Nada más que siglas, Chamorro. ¿No podíais simplificar un poco los nombres de vuestras organizaciones políticas? Yo creo que ni vosotros mismos os entendéis, y aunque me esté mal decirlo también nos confundís a nosotros. Y al fin y al cabo todos buscáis lo mismo, digo yo, que es derribar al Régimen…» El subcomisario Florencio Pérez, cuando iba a visitar a su amigo sin la obligación de detenerlo, lo hacía a escondidas, dando vueltas primero por los callejones del barrio de San Lorenzo, procurando que ya hubiera oscurecido y que nadie lo viese. «No me calientes la cabeza, Florencio, que te veo venir. Tú sabes que yo he repudiado siempre por igual la mentira de la política y la esclavitud de la religión.» El subcomisario tomó un bocado de borrachuelo, bebió un sorbo de anís y empezó a hablar con la bola dulce y harinosa en la boca, soltando pizcas de saliva y de azúcar. «¡No compares, Chamorro, y no sigas por ahí, que me voy a enfadar!» «¡Y tú no hables con la boca llena, que me pones perdido! Parece mentira, hombre, con lo fino que eres y lo bien que te criaron, y no puede uno acercarse a ti cuando estás comiendo.» La mujer de Chamorro entró de la cocina para poner paz entre ellos. Lo hacía siempre que oía levantarse las voces. «Venga, Florencio, una copita más y otro borrachuelo, que tienes mala cara esta noche.» «Y tráele un cenicero», dijo magnánimo el teniente Chamorro, «se está muriendo de ganas de fumar y no se atreve a pedirme permiso». Él bebía agua fresca: no le gustaba la del grifo, y la traía en cántaros de la fuente de la Alameda, en el pequeño serón de su burra quejumbrosa. El subcomisario Pérez se apresuró a sacar la petaca y el librillo automático de papel y lió ávidamente un cigarro. Pensaba que su amigo tenía rarezas de santo y austeridades de las que él no era capaz. Pero se había jurado que no le diría nada sobre su descubrimiento de aquella mañana: cuando él sellaba sus labios ni el suplicio más atroz lograría que quebrantara el silencio: como los mártires cristianos en las mazmorras de Nerón, como los cautivos en las checas. Pero el anís, los borrachuelos, el brasero tan caliente bajo las faldillas, la hospitalidad de aquella casa, infaliblemente despertaban en él la tentación de sincerarse. «No sé lo que me pasa, Chamorro», dijo, después de expulsar una bocanada que llenó de humo la habitación. «Pues qué te va a pasar, hombre -el teniente Chamorro tosía y agitaba las dos manos para apartar el humo-, que eres un beato.» «Lo que soy es un mierda, con perdón de tu mujer, que no me habrá oído. Lo que me pasa es que no tengo carácter, ni autoridad, ni nada. Mi hijo menor, que parecía tan bueno, que me iba a dar la alegría de abrazar el sacerdocio, ahí lo tienes, donde quiera que esté, con esas melenas y esas barbas de salvaje y drogándose y revolcándose en la promiscuidad, cantando a gritos como un pagano de la selva. Mi hija, cuando voy a su casa, me manda a por perejil, o a por vino, me pongo a mi nieto en las rodillas para jugar al caballito y se ríe de mí, o se aburre y se baja y me dice que lo deje ver tranquilo los dibujos animados. Mi hijo mayor, desde que es subcomisario y está destinado en Madrid, me mira por encima del hombro. Y si es mi mujer ni te lo cuento, Chamorro. Le pido que me acompañe a la novena de la Virgen y me contesta que con lo que tiene rezado ya le sobra, y que la humedad de la iglesia no es buena para su reuma.» Lo confortaba escucharse a sí mismo, cuidar con igual esmero su vocabulario que su flagelación. El teniente Chamorro se limpió las pizcas de borrachuelo de la cara y vertió un poco más de anís en la copa, alejando mucho de sí la mano que sostenía la botella, como por miedo al contagio. «¿Y qué me ha faltado a mí en la vida?», continuó el subcomisario: «lo tuve todo, con modestia, pero sin privaciones, con la estrechez de aquellos tiempos, estudios, suerte, hasta gané una guerra. Imagínate que hubieran ganado los tuyos en vez de los míos. Tú serías ahora general, o gobernador, algo muy grande. Y yo ¿qué soy?» «Un beato, Florencio, un beato tremendo.» «Católico, Chamorro, católico, apostólico y romano, a fuer de buen español.» El teniente Chamorro dio un golpe con los nudillos en la mesa: «Ya empezamos, hombre. Y yo entonces, porque no voy a misa ¿soy turco?»

No le diría nada: se lo había jurado a sí mismo, tenía tan sellados los labios como si lo obligara el secreto de confesión. Miró el reloj: ya eran las diez. A las diez y media como máximo tendría que estar de vuelta en su casa. Pero hacía frío y viento en la calle y en la mesa camilla del teniente Chamorro estaba uno en la gloria, con aquel brasero ardiente de candela, que cuando lo removían con la paleta envolvía la habitación entera en un calor tan dulce como el de las mantas, con aquellos borrachuelos tan en su punto y aquel anís que los empapaba en la boca y les ayudaba tan suavemente a deshacerse y a bajar al estómago. Pero si no se lo decía a su amigo Chamorro, que conoció al comandante Galaz, que sirvió a sus órdenes, que intercedió ante él para que soltaran de la cárcel a aquel joven policía devoto, pero inofensivo, atrapado por equivocación entre una gavilla de conspiradores falangistas ¿a quién más se lo podría decir? Se puso tan serio que se le alargó un poco más la cara, miró en dirección a la cocina, donde fregaba platos la mujer de Chamorro, le hizo a éste una seña para que cerrara la puerta, para que se acercara un poco más a él. «Chamorro, júrame que si te cuento una cosa no se la repetirás a nadie.» «Yo no juro, porque no creo en Dios.» El subcomisario gesticuló de impaciencia y estuvo a punto de decirle a su amigo que aunque no lo creyera aún podía salvarse, y que él rezaba todas las noches para que volviera al seno de la Iglesia, aunque fuese en su lecho de muerte, como tantos ateos, como don Mercurio, aquel médico masón, pero se contuvo, porque ya era tarde, y porque se moría de ganas de romper su propio juramento. «Pues prométemelo por tu honor, Chamorro.» «Prometido.» El subcomisario había liado otro cigarrillo. Procuró echar poco humo, pero era inútil, su mujer se lo decía, echaba más humo que nadie, más que una locomotora, atufaba la casa. Puso voz misteriosa: «Alguien que tú y yo conocemos y que hacía muchos años que faltaba de Mágina ha estado aquí. Yo lo he descubierto. Y no me preguntes quién es, porque no estoy seguro de que deba decírtelo.» El teniente Chamorro apartó el humo como si fuera una cortina y se echó a reír. «El comandante Galaz. El que te salvó la vida cuando los tuyos armaron la que armaron. Y tú nos pagaste cruzando las líneas para pelear contra nosotros.» No podía creerlo: hasta su mejor amigo lo defraudaba, hasta un proscrito sabía tanto como el jefe de policía. Hizo lo posible por fingir que sólo había revelado una parte del secreto: «Ha sido difícil, pero estamos recobrándole la pista. Parece que al irse de aquí después de unas semanas continuó viaje hacia el sur…» El teniente Chamorro se puso en pie con un gesto terminante y fue a abrir la ventana: el humo azul y gris se agitaba y salía velozmente hasta perderse en la oscuridad, desplazado por el aire frío. «No te canses, Florencio, ni me cuentes embustes. No tenéis que buscarlo porque él no se esconde. Y además no se ha ido de Mágina. Vive en un chalet de la colonia del Carmen.»

Cómo es posible que ni siquiera ahora, cuando ella me lo cuenta, me acuerde de nada, que no me quede ni un indicio de lo que sin duda vi y olvidé, el jardín abandonado donde tomaban los gatos el sol en las mañanas de invierno, saltando entre las hojas secas y empapadas que cubrían la grava o quedándose inmóviles como gatos egipcios en lo alto de la tapia junto a la que yo pasé tantas veces, cuando me atrevía a acercarme a aquel barrio donde yo pensaba que sólo vivían millonarios para rondar la casa de Marina, que estaba tan cerca. Era el barrio de los chalets, la colonia del Carmen, al noroeste de la ciudad, junto a la carretera de Madrid, en el límite de los descampados donde se alzó solitariamente durante muchos años el colegio de los Salesianos y donde después empezaron a construir bloques de pisos. Allí imaginaba yo que vivían misteriosamente los ricos, los médicos, como el padre de Marina, los abogados, los ingenieros, en casas ocultas detrás de tapias encaladas o de verjas de hierro y rodeadas de cipreses y setos de arrayán, casas con timbres y cuartos de baño y placas doradas en las puertas; que esa gente invisible viviera tan lejos de mi barrio, en el otro extremo de la ciudad, era sin duda una prueba de la lejanía que les otorgaba el dinero: en los anocheceres de verano se oía el rumor de los aspersores y de las máquinas de cortar el césped, y si uno daba vueltas por allí olía a jazmines y a celindas y a hierba mojada y lo sobresaltaban los ladridos de los perros: risas y voces, conversaciones tranquilas en sillones de hierro pintados de blanco, olor de cloro y chapoteos de cuerpos en las piscinas que no podían verse desde la calle.

Nadia se ríe y dice que exagero: no habría ni tres piscinas en toda la colonia. Eran casas pequeñas, de una sola planta casi todas, con jardines modestos, muchos de ellos agostados por el polvo y el humo de la carretera. Las agrandaba mi imaginación acuciada por la extrañeza de aquellos lugares en los que sólo podía considerarme un buscador furtivo, y también, lo pienso ahora, un vago resentimiento de clase. De modo que no veía lo que estaba delante de mis ojos, pero tuve que verla a ella, seguro que la vi, y ni siquiera me fijé, cegado por la obsesión estéril de un amor que buscaba sordamente su plenitud en la imposibilidad y el fracaso, como tantas veces antes y después en mi vida: es mentira que uno, aunque esté despierto y camine y hable, vea las cosas, es mentira la certidumbre del recuerdo consciente. Me cruzaría con ella y con su padre, lo sé porque ella sí me vio, porque no iba con los ojos vendados, dice que me veía andar a solas por las calles de tapias bajas y acacias con mis pantalones vaqueros y mi chaquetón azul y mi flequillo negro y ondulado sobre la frente, y que le llamaba la atención mi manera tan artificiosa y literaria de fumar, el cigarrillo colgando de una esquina de la boca en mi cara redonda de diecisiete años, y la mirada oblicua y ansiosa de mis ojos, y que por eso, cuando volvió a verme, no tardó ni cinco minutos en recordar.

Pero ella entonces, al contrario de mí, lo miraba todo con la fijeza ávida del deslumbramiento, estaba viviendo en la ciudad que había imaginado desde que era una niña, por primera vez en su vida había cruzado en un avión el Atlántico y todo lo que veía desde que aterrizó a este lado del océano era para ella un tranquilo prodigio, vivía una indolencia perpetua, unas vacaciones que no parecía que tuvieran fin, en un presente que se prolongaba día tras día sin exigencias ni amenazas, lejos de América, de la casa donde había agonizado su madre con una válvula artificial en el corazón que sonaba como un tambor en el silencio de las noches de insomnio, al otro lado de un tabique. Veía por la ventana de su dormitorio las luces de Manhattan, a donde la llevaron de niña muy pocas veces, tan pocas que sólo conoció bien la ciudad mucho más tarde y nunca dejó de sentirse en ella extranjera, igual que en todas partes: eso tenemos en común, una mezcla perpetua de incomodidad y desahogo, una predisposición a establecernos en los lugares durante media hora o diez días como si fuéramos a quedarnos para siempre o de vivir en ellos muchos años sin perder la sensación de provisionalidad ni la apetencia de nomadismo, de paréntesis entre viajes y vidas y tránsitos de un idioma a otro. De niña sabía que a su madre y a las amigas de su madre tenía que hablarles de una manera y a su padre de otra, pero no que algunas veces hablaba en inglés y otras en español. Sabía desde que fue a la escuela y empezó a jugar con otras niñas y a visitar sus casas que no era del todo idéntica a ellas, y sólo muy tardía y laboriosamente descubrió que la médula de la diferencia radicaba en su padre, y eso al mismo tiempo la desconcertaba y la hacía sentirse orgullosa de él: su padre no tenía el pelo rubio y la cara colorada, no hablaba gangosamente a gritos, no tomaba de la mano a su madre ni recibía a las visitas con una sonrisa tan escandalosa como una carcajada. Su padre no tenía amistad con ningún hombre del vecindario, ni les servía bebidas en el jardín, ni se ponía pantalones cortos las tardes de verano para regar el césped o encender la barbacoa. Se parecía más bien a los abuelos de otras niñas, sobre todo a los que hablaban inglés con un acento extranjero muy fuerte, pero eso a ella le parecía un mérito y no una desventaja, tal vez porque entonces distinguía muy vagamente la juventud de la vejez, y en cualquier caso prefería esta última. Su padre no iba en coche al trabajo, sino caminando, ni siquiera sabía conducir, y esto también lo distinguía de los otros padres, y algunas veces, desde que ella tuvo ocho o nueve años, la llevó con él en tren a Manhattan, a apartamentos de escaleras sombrías, en casas de ladrillo rojo, donde había otros hombres que eran como él, no sólo porque hablaban español, sino porque se vestían de manera parecida y tenían expresiones semejantes en sus caras y ponían discos que ella se sabía de memoria porque los escuchaba en su casa. Aún ahora no puede oír algunos pasodobles, En el mundo, o Suspiros de España, sin que se le humedezcan los ojos y se le ponga un nudo en la garganta: se ríe de sí misma, está segura de que la encuentro ridícula, pero no lo puede remediar, ni quiere, oye los arrebatos de la orquesta y la voz brava y oscura de Concha Piquer y no le hace falta acordarse de aquellos viajes en tren a Manhattan y de su mano oprimida por la mano caliente y grande de su padre para que la traspase una nostalgia impúdica y un sentimiento de felicidad y desamparo, aquellos apartamentos con muebles arcaicos y platos de cobre y fotografías españolas en las paredes, los tocadiscos donde sonaban himnos republicanos y canciones de Miguel de Molina, los hombres y las mujeres que estaban sentados ceremoniosamente en los sofás dejando en el suelo o sobre las mesas las tazas de té y las copas de jerez y saliendo a bailar, enlazándose por la cintura con una delicadeza que ella sólo había visto allí, nunca en los raros parties que celebraba su madre, sacándola a ella algunas veces y enseñándole a mover los pies mientras su padre, que jamás bailaba, la miraba sonriendo desde una esquina del salón, callado, orgulloso de ella, con un vaso intacto en la mano, siguiéndola con los ojos mientras asentía a las palabras de alguien.

Intuía con un orgullo precoz y sin necesidad de explicación que aquellos hombres y mujeres a los que visitaba con su padre no eran como los demás, y que sus casas tenían algo de islas cerradas y también inseguras en medio de una vasta realidad cotidiana que también para ella resultaba hostil, aunque era la única que conocía. Regresaban en el último tren y su madre ya estaba acostada, pero no había retirado la copa y la cubitera con el hielo derretido que estaba en una mesa baja enfrente del sofá ni había apagado la televisión. Se ponía con sigilo el pijama, se cepillaba el pelo, se lavaba los dientes. Acodado en la puerta del cuarto de baño, su padre tenía la misma leve sonrisa que le había brillado en los ojos durante la fiesta: una sonrisa que apenas le curvaba los labios, que tal vez sólo existía para que ella la viera. Le daba un beso, le decía en español buenas noches, se acostaba sin apagar la luz y esperaba con los ojos cerrados a que él entrara, se lo pedía en silencio. Él llamaba quedamente a su puerta y cuando se acercaba a la cama traía un libro español en las manos. Escuchaba su voz mientras iba durmiéndose y le parecía que estaba haciéndose cada vez más débil y que al mismo tiempo decrecía la luz hasta que un silencio rumoroso de voces y una oscuridad sin terror la envolvían. Ya estaba dormida, pero notaba en la cara el embozo que él le había subido y luego el beso que le daba en la frente y la mano en su pelo y por fin los pasos que iban alejándose y el ruido callado de la puerta. Soñaba con los dibujos de los cuentos que él le había leído: y algunas veces con el hombre a caballo y el bosque y el castillo en tinieblas de aquel grabado que él tenía en la pared de su estudio.

La imagino habituándose poco a poco a las calles y al invierno de Mágina, guiada al principio por su padre, aventurándose luego a caminatas solitarias que alguna vez la llevaron sin duda al barrio de San Lorenzo, a la calle del Pozo, donde se la quedarían mirando las vecinas, tal vez mi madre o mi abuela Leonor mientras barrían la puerta y rociaban el empedrado con el agua de fregar, cruzándose conmigo, subiendo luego, al volver, por la plaza del General Orduña y la calle Trinidad hasta la Torre Nueva, donde se encendía de noche la fuente luminosa, paseando por la acera del instituto, a la hora en que sonaba la campana y se abrían las puertas y mis amigos y yo cruzábamos la avenida Ramón y Cajal para oír discos y beber cañas en el Martos. La puedo distinguir entre las chicas que salen con bolsas de gimnasia a la espalda o cuadernos y libros abrazados contra el pecho, y no sólo por la forma de su cara y el color de su pelo, sino porque camina de otro modo, sin contonearse, como ellas, porque no lleva bolso y no va maquillada y parece más joven que las muchachas de su edad. Pero tal vez no la imagino, tal vez mi memoria es más lúcida que yo y la estoy recordando, no exactamente a ella, sino a una de las muchachas extranjeras que aparecían de vez en cuando en Mágina y que llevaban consigo el mismo aire de inaccesible libertad y promesas que me embargaba al oír canciones en inglés en la máquina del Martos. Marina y sus amigas usan zapatos de tacón, se ponen rímel en las pestañas y cremas en la cara, se sombrean los párpados, se depilan las cejas, van todos los viernes por la tarde a la peluquería: ella camina entonces igual que ahora, con una naturalidad indolente, deteniéndose a mirar cualquier cosa y olvidándose entonces de la dirección en la que iba, lleva botas vaqueras o zapatillas deportivas y una cazadora que le está un poco grande. Pasa junto a la puerta del instituto, tal vez me ve cruzar ante ella y le suena mi cara, piensa que se le está haciendo tarde y que ya es hora de ir a casa para prepararle a su padre la cena: anochecerá pronto y ha empezado suavemente a llover. Choca con alguien, se vuelve para disculparse y lo hace en inglés, es un hombre al que ha visto antes, pero ahora mismo no se acuerda, un hombre de unos treinta y tantos años, con chaqueta de pana, con corbata, con gafas, con una cartera negra de profesor. Y yo, que no la he visto y ni siquiera sé que existe, que en ese momento introduzco una moneda en la máquina del Martos y voy a sentarme junto a mis amigos con una cerveza en la mano para escuchar una canción de Jimi Hendrix -Martín empieza a mover rítmicamente la cabeza y consulta unos apuntes de química, Serrano aspira un cigarrillo con los ojos entornados y deja que el humo vaya saliendo despacio de su boca, con ese gesto que según nos han dicho ponen los fumadores de hachís, Félix está como en otro mundo, aburrido de esa música que no llega a gustarle-, siento ahora celos al imaginar ese encuentro, y quiero que ella no choque con ese hombre o se disculpe y no lo reconozca: nos vimos en el Consuelo, dice él, sonriendo, a principios de octubre, los dos acababan de llegar a la ciudad y se hospedaban allí, tú me dijiste que esperabas a tu padre, que temías que se hubiera perdido, porque había salido antes de que te despertaras y te dejó una nota diciendo que volvería a las nueve, y ya eran las diez: estaban en la barra, tomándose un café con leche, él nervioso, le dijo, señalando por las cristaleras hacia el instituto, al otro lado de la calle, iba a ser su primer día de trabajo y aunque ya tenía varios años de experiencia siempre era difícil empezar un nuevo curso en una ciudad extraña, con alumnos desconocidos, con profesores tal vez poco hospitalarios, siempre le pasaba lo mismo, llegaba a un instituto y no se reprimía a la hora de expresar sus opiniones y los compañeros le volvían la espalda. De modo que ahora se alegraba mucho de verla, porque en estos dos meses se acordó muchas veces de ella, preguntándose si se habría acostumbrado a la ciudad y al país, viniendo de tan lejos, de los Estados Unidos, la capital del imperio, dijo, echándose a reír, repitiendo una broma que ya había formulado con una cierta cautela la primera vez. Miró el reloj, tenía prisa pero le daba tiempo a invitarla a un café, y ella se encogió de hombros y le dijo que sí, la aturdía un poco la velocidad de sus palabras pero llevaba mucho tiempo sin hablar más que con su padre y con las mujeres de las tiendas, y su padre últimamente tampoco hablaba mucho, prefería pasear solo y regresar cuando ella estaba acostada: pero no dormía, desde que era niña no podía dormirse hasta que él no llegaba a casa, permanecía despierta, con la luz apagada, y miraba las agujas fosforescentes del despertador cuando oía abrirse la verja y luego la puerta de entrada, vigilando sus pasos, notando que él no encendía las luces y que chocaba con los muebles y se quedaba mucho rato en el cuarto de baño y luego caía sordamente en la cama.

Cruzaron la avenida, y ella propuso al azar que entraran en el Martos, pero él dijo que no, que en ese bar había siempre mucho ruido y además solía estar lleno de alumnos. Fueron al Consuelo, así repetirían su primer encuentro, dijo él, riéndose, el gran hijo de puta, el luchador ejemplar, el héroe de la praxis y de las condiciones objetivas, que nos dejaba fumar en los exámenes y usar libros y apuntes, con su olor a tiza en los dedos y sus campechanos paquetes de Ducados, desplegando su palabrería ante ella como la cola de un pavo real, considerando de soslayo sus muslos, sus caderas, sus pechos sin sostén, bajando el tono de la voz para confesarle que él era un represaliado político, que lo habían boicoteado en la universidad y por eso tenía que ganarse la vida en institutos de provincias, sin contar los años pasados en el exilio, desde el sesenta y tres al sesenta y nueve. «Mi padre ha pasado más de treinta», dijo ella: inmediatamente se arrepintió de confiar en un desconocido, y se sintió incómoda, insegura, un poco desleal, impaciente por irse. Pero la sonrisa del otro, José Manuel, se llamaba, los amigos le decían Manu, se agrandó al escuchar esas palabras que ella, ahora apretando los labios, mirando con nerviosismo el reloj, hubiera preferido no decir, y se inclinó más hacia adelante, encaramado sobre un taburete, acodado en la barra, rozándole casi las rodillas, las manos, echándole el humo en la cara cuando encendió un cigarrillo negro. Miraba a un lado y a otro, se inclinaba hacia ella bajando la voz, pero el bar estaba casi vacío, con poca luz: ella tenía que contarle, tenía que presentarle a su padre, probablemente se sentirían solos en España, desorientados, aislados de la lucha que aquí seguía manteniéndose aunque muchos en el exilio creyeran que no, que todo el país estaba idiotizado por la televisión, los toros, el desarrollismo y la Iglesia: incluso sectores importantes de la Iglesia, a él le constaba, se estaban alineando en posiciones democráticas, y hasta algunos militares, y empresarios no monopolistas, de modo que muy pronto iba a producirse un cambio irreversible en la correlación de fuerzas.

Ella sonreía, nerviosa, sin atreverse, por cortesía, a mirar otra vez su reloj, sin entender nada, ninguna de esas palabras tan ajenas a su español antiguo, aunque advirtiendo, eso sí, las miradas de él que no iban a encontrarse con sus ojos, que descendían hacia sus ingles ceñidas por el pantalón vaquero o se instalaban en un punto indeterminado del aire para dirigirse con cautela a sus pechos. Le parecía guapo, tenía el pelo negro ya un poco canoso y más bien largo, los ojos oscuros y brillantes, las manos grandes, con las yemas de los dedos manchadas de nicotina y de tiza, pero no la atraía, aún no, me ha dicho, la desconcertaba, porque nunca había estado a solas con un hombre de esa edad, y porque estaba segura que a su padre no le gustaría si lo viera, no le gustaba la gente que hablaba y sonreía demasiado. Lo imaginaba solo y esperándola, sentado en el sofá del comedor, sin encender la luz, aunque estaba lloviendo y ya anochecía, mirando él también su reloj y el grabado del jinete colgado en la pared, y pensó que debía irse y no se movió del taburete, aturdida por las palabras del Praxis y por los movimientos de sus manos como por los pases magnéticos de un hipnotizador, así se recuerda todavía ahora, callada, fascinada, escuchándolo, y aunque se burla de su indulgencia de entonces no elude por completo el dolor, por qué no apareciste justo en ese momento, me dice, por qué tardé tanto en decirle que tenía que irme y no me negué a que me llevara a casa en su coche, un ochocientos cincuenta gris, de eso sí que me acuerdo, viejo y abollado, con matrícula de Madrid, con pegatinas de campings europeos en el cristal trasero, aparcado siempre frente al instituto. Salieron a la calle resguardándose de la lluvia bajo los aleros de las casas, ella con la cremallera de la cazadora abrochada hasta el cuello y las solapas levantadas, parada junto al coche mientras esperaba a que el Praxis le abriera, repitiéndole luego que no tenía que molestarse, porque su casa estaba muy cerca, queriendo evitar todavía que su padre la viera bajarse del coche de un desconocido, pero no podía hacer nada, igual que cuando estaba sentada en el taburete y pasaban los minutos y no se decidía a marcharse. Recobraba con un poco de halago y de satisfacción una potestad que hasta entonces le pareció irrisoria: la de atraer a los hombres, la de advertir, con una perspicacia de la que ellos carecían, la inseguridad que les deparaba el deseo, esas miradas oblicuas, esa especie de cobardía congénita que los encerraba en la timidez o los empujaba torpemente al descaro. El interior del coche olía a humo de tabaco y a la derecha del volante había un cenicero medio abierto y lleno de colillas. José Manuel, Manu, el Praxis, se disculpó por la suciedad, puso en marcha el motor, comprobó con irritación que las varillas del limpiaparabrisas apenas funcionaban, enfiló la avenida de Ramón y Cajal hablándole de un mes de mayo en París de hacía cuatro o cinco años sobre el que ella no sabía casi nada, pidiéndole detalles sobre sublevaciones y disturbios raciales y marchas contra la guerra de Vietnam en las universidades americanas, aunque parecía saber de todo mucho más que ella, la anonadaba, lo sabía todo, había estado en todas partes, había vivido ambiguas aventuras de conspiración en países del este de Europa, había regresado clandestinamente a España, y durante meses o años se movió con documentación falsa. Conducía distraídamente, con brusquedad y torpeza, volviéndose para mirarla, sin atender al tráfico escaso de la noche de invierno, rozándole los muslos cuando movía el cambio de marchas, y al indicarle ella que torciera a la derecha para llegar a la colonia ya era tarde, bajaban a toda velocidad junto a la muralla de piedra del hospital de Santiago, y el coche sólo se detuvo en la esquina de la lonja con un brusco ruido de frenos, porque se había puesto roja la luz del semáforo. «Siempre me pasa lo mismo, perdona, me pongo a hablar y se me olvida que estoy conduciendo.» Los focos que iluminaban la fachada y las torres del hospital tenían entre la lluvia una tonalidad anaranjada y triste que es para mí la luz de los domingos por la noche en ese extremo de Mágina, al final de la calle Nueva, en esa zona desierta y definitivamente inhóspita donde se daban la vuelta los matrimonios dignos y aburridos, las parejas de novios y los grupos de muchachas para regresar en dirección a la plaza del General Orduña, para no seguir avanzando hacia el desamparo nocturno de la carretera que llevaba a la capital de la provincia: sólo iban más allá parejas abrazadas que buscaban la sombra, más allá de la piscina y de la gasolinera, cuyas luces blancas tenían algo de límite entre la ciudad y lo desconocido. Ella le dijo que no importaba, que la dejara allí, incluso buscó la palanca de la puerta y quiso abrirla y bajarse, ya no llovía y con sólo caminar unos pocos minutos llegaría a casa, pero no se bajó, habría bastado una palabra, un movimiento de la mano, uno de esos gestos impremeditados y vulgares que condenan o salvan la vida de uno. Pero entonces yo ya estaba perdida, me ha dicho, y miraba la calle tras el cristal del coche con la misma distancia con que la miraría alguien que ha sido raptado, un preso con la cara adherida a la tela metálica del furgón celular. Focos anaranjados, faroles amarillos en las esquinas, parejas lentas de novios bajo los paraguas, campesinos rezagados que volvían del campo llevando de la brida a sus bestias. Las manos grandes del Praxis asieron con una especie de vehemencia el volante cuando giró sin precaución a la derecha. «Indícame por dónde es, te dejaré en la misma puerta de tu casa.» Las varillas del limpiaparabrisas habían despejado un doble semicírculo en el sucio cristal y ahora veía frente a ella la carretera y los últimos edificios, y tuvo miedo no de que el coche continuara avanzando en línea recta más allá de la gasolinera, sino de desear que eso ocurriese, sentada en la oscuridad junto a un desconocido que le hablaba sin mirarla y le rozaba los muslos con su mano derecha, preguntándose qué hora sería, con la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que salieron del Consuelo y de que se deslizaba vertiginosamente inmóvil hacia una clase de experiencia en la que no contaría con el abrigo de una voluntad anclada en la figura y en la sabiduría de su padre. Pero era eso, en el fondo, lo que más la atraía: no el hombre de treinta y tantos años que procuraba sigilosamente tocarla y se apartaba en seguida como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica sino un poderoso sentimiento de riesgo y de soberanía en el que no contaba con nadie más que con ella misma. Señaló una de las últimas calles laterales, por aquí mismo, dijo, a la derecha, y el Praxis rápidamente obedeció, ahora sí subían hacia la carretera de Madrid y la colonia del Carmen, y al ver de lejos las tapias blancas de los chalets y las altas siluetas de los árboles sintió un alivio en el que había algo de decepción, el miedo le pareció de pronto pueril y el tiempo, en su reloj de pulsera, recobró su forma y su duración usuales, no era medianoche, no había huido ni perdido nada, eran apenas las ocho, la hora a la que regresaba muchas tardes, y posiblemente su padre no estaría en casa, o no le habría dado importancia a su retraso, abstraído en un libro o en un periódico, levantando un instante los ojos cuando ella entrara para mirarla por encima de las gafas, en el comedor con muebles viejos y alquilados entre los que se movía con una tranquila actitud de huésped satisfecho, casi de propietario, que no tuvo nunca en su casa de América.

Pero la luz estaba encendida, y los visillos descorridos, y la mancha de claridad se extendía a través del pequeño jardín inundado de hojas por los primeros vendavales del invierno hasta llegar a la verja. Vio a su padre de pie tras la ventana del comedor, y deseó que el Praxis no saliera del coche, aunque ahora no sentía desconfianza ni atracción hacia él. A ninguno de los dos se le ocurría una despedida convincente. Él apagó el motor y detuvo los limpiaparabrisas ya inútiles y en el silencio incómodo que no sabían romper escucharon el rumor poderoso del viento invernal entre los árboles de la colonia. Vuelto a medias hacia ella encendió un cigarrillo y la llama del mechero iluminó una cara que ya no parecía joven: la cara de alguien dotado de la vida y la experiencia remota de los hombres maduros. Pensó que la iba a besar y que tal vez no se negaría: se acordó de otras despedidas semejantes, junto al porche de madera blanca de su casa de Queens, compañeros de la high school que la traían de una fiesta en los coches de sus padres y que al intentar ávida y confusamente besarla le dejaban en la boca un sabor agrio de cerveza y tabaco. «Bueno», dijo, sonriendo, con un exceso anglosajón de formalidad, tendiéndole una mano en el espacio angosto del coche, como si hubiera salido a despedirlo al vestíbulo, ya sí tengo que irme». ¿Habría sido más correcto invitarlo a entrar, al menos para darle la ocasión de agradecer el ofrecimiento y rechazarlo con una disculpa? Pero sospechaba, dentro de su confusión, que si lo invitaba a entrar él aceptaría, y no podía imaginarse entonces el encuentro con su padre, el modo en que éste lo miraría de arriba abajo con un creciente desagrado por su desaliño y su locuacidad. Vagamente acordaron que volverían a verse: él estrechó su mano sin retenerla más de unos segundos y no puso en marcha el motor ni encendió los faros hasta que no la vio desaparecer al otro lado de la verja. Sabiendo que era observada cruzó la calle más erguida, consciente de su estatura y de su paso, del ritmo con que movía sus caderas, tan incómoda como si llevara zapatos altos de tacón. Mientras empujaba la verja pensó volverse hacia el coche que aún no se había movido para decir adiós con un gesto de la mano, pero entonces escuchó con alivio el motor y vio su sombra y los barrotes proyectados por los faros sobre la grava del jardín. De nuevo en la oscuridad, que olía a tierra húmeda y a hojas podridas, abrió la puerta de la casa y frotó las suelas de las botas contra la alfombra donde ponía «Bienvenidos». Al colgar su cazadora en la percha del vestíbulo comprobó que el abrigo y el sombrero de su padre aún estaban mojados: sin duda él también acababa de volver y no había tenido tiempo de inquietarse por su ausencia. Si él le preguntaba decidió no mentirle: pero su padre no le preguntó. Estaba sentado en el sofá, junto a una mesa baja donde había una lámpara encendida y dos copas de coñac, de espaldas a la ventana, con un libro sobre las rodillas y una pequeña estufa eléctrica cerca de los pies, y no parecía el mismo hombre cuya silueta oscura había visto ella unos minutos antes asomada al jardín. Pero ya conocía el modo rudimentario en que disimulan los hombres y se dio cuenta de que esa actitud era falsa: la había esperado de pie junto a la ventana, había visto el coche e intentado vislumbrar la cara del conductor, al oír que se abría la puerta de la verja se había apresurado a sentarse de nuevo en el sofá y a fingir que estaba tan absorto leyendo que ni siquiera advirtió su llegada. La luz de la lámpara acentuaba su perfil agudo y sus rasgos angulosos y enjutos, sus cejas espesas, la doble arruga vertical a los lados de la boca. En la penumbra de la habitación se hacía más cerrada la noche por la que cabalgaba el jinete del grabado. Su padre alzó los ojos del libro, por encima de las gafas, y como hacía siempre que ella llegaba se las quitó para esperar un beso, sonriéndole. Sentada muy cerca de él, en un brazo del sofá, le tocó la cara con sus dedos fríos y le dijo que en seguida iba a ponerse a prepararle la cena. Le preguntó qué estaba leyendo: había notado que al aproximarse ella su padre volvía el libro boca abajo y lo deslizaba hacia el ángulo más apartado de la mesa. Como en broma él retuvo su mano: no era algo que a ella pudiera interesarle. Ágilmente, riendo, como cuando era niña y jugaban a pelearse, alargó la mano libre y obtuvo lo que buscaba y se apartó de él hacia el otro extremo de la habitación. Pero no se trataba de un libro: eran dos fotografías con marcos de cartulina y protegidas con papel de seda, cada una de ellas con una firma en cursivas doradas en el margen inferior derecho, dos erres mayúsculas y enlazadas como en el emblema de los Rolls Royces, Ramiro Retratista, leyó. Su padre, serio de pronto, le pidió que se las devolviera. Ella encendió la luz del techo para verlas mejor y levantó el papel de seda que protegía la primera: un militar joven, retratado en escorzo, con la gorra de plato un poco ladeada y una estrella de ocho puntas sobre la visera, sonriendo apenas bajo un bigote muy fino. En la segunda, que era sin duda una instantánea, el mismo militar, mirando hacia arriba desde el tramo intermedio de una escalinata, permanecía en posición de firmes y tenía la mano derecha extendida junto a la sien. Tardó en reconocer a su padre porque era la primera vez en su vida que veía imágenes de su juventud.