Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.

Vivían con naturalidad en el interior de una especie de milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones, los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario, doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos, cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor de quienes los habían engendrado.

Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador, y calculó instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su padre estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él, a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría llevado su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios, acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque ya era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al menos me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando te tenía delante. media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica a sí misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y sus ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba el sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora, cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire y la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del cual no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume y a cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su saliva y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las identidades, como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de un tiempo sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en las que una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación mientras él la miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para nombrarla igual que elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el despertar, con un instinto tranquilo no de poseerla -porque nunca había sabido ni querido poseer lo que más le importaba- sino de halagarla y cuidarla, de borrar con el influjo de su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios de su vida y hacer posible esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y en los labios cuando le rebosaba el gusto cumplido del amor, de verla dormirse otra vez en sus brazos y apartarse de ella con la precaución de que no se despertara para ir a la cocina y prepararle café, zumo de naranja, pan tostado y huevos revueltos, con la misma naturalidad que si hubieran vivido siempre juntos en ese apartamento que ella había compartido hasta unos meses antes con otro, con el ex marido cuyas fotos desaparecieron de la casa -él las buscaba, en accesos de celos, lacerado por el pensamiento de los hombres con los que ella había estado, como si le hubiera sido infiel antes de conocerlo- y con el hijo rubio que le sonreía, también a él, que al mirar sus fotos se sentía un intruso, en la mesa de noche, en el armario de los libros, junto a la máquina de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía más presente cuando se asomaba con un poco de aprensión y pudor a su dormitorio vacío y miraba la cama con sábanas de colores y los juguetes alineados en las estanterías, superhéroes de los dibujos animados y barcos y motoristas y tiovivos de lata que ella había recibido de su padre y entregado a su hijo con un sentimiento de nostalgia sin pérdida y de perduración que a él le estaba vedado, porque no tenía hijos ni había considerado nunca la posibilidad de tenerlos y sólo ahora, cuando estaba enamorado de una mujer que había parido a uno, comprendía o sospechaba el orgullo de reconocerse en su existencia. Qué raro, pensaba, que alguien haya nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó dormida, le apartó el pelo húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos y las sienes, bajó del todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que no volviera a despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del jinete que estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra vez la noche y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y en el que unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el filo del sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.

Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde cuándo, durante cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese grabado oscuro del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a la grupa, con la mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras la izquierda sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que apenas se distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador, desafiándolo a averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de seda que ella se ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre la piel fresca y perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que su respiración la humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina, que marcaba una hora inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla cuando los periódicos y las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la taza en la mano, puso muy bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado escuchando la noche anterior, volvió a mirarla, quieto en el umbral del dormitorio, murmurando la letra de un bolero, con una atenta ternura que le reavivaba solitariamente el deseo y le desfallecía las rodillas, como si tuviera dieciséis años y estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda, dormida, con las piernas abiertas, con el edredón entre los muslos, cubriendo a medias el vello denso y rizado, afeitado justo en la orilla de las ingles, agradecido por la impunidad con que se le concedía el derecho a admirarla, a hundir golosamente en ella, para que despertara, la lengua o los dedos, blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim, pensaba, a una yegua del carro de faraón te he comparado, amiga mía, repitiendo en voz baja su nombre, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez con la inflexión de cada uno de los idiomas con los que se ganaba la vida, y luego, bajando los ojos, miró con ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia inmediata y arrogante de lo que estaba viendo, trújome a la cámara del vino y su bandera de amor puso sobre mí, leía ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, y para no caer en la tentación de volver a despertarla se puso los pantalones y volvió al lugar donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el resumen de todas las fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de cuarenta años, desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de ellas apoyadas verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto a las fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban los náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía hechos ni objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin resonancia, lugares aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada, hasta en la superficie de su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el espacio y en el tiempo, todo pertenecía a una secuencia nunca interrumpida entre el pasado y el presente, entre Mágina y todas las ciudades del mundo donde había estado o soñado que iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en blanco y negro de las fotografías en las que era posible distinguir y enlazar no sólo los hechos sino también los orígenes más distantes de sus vidas. Con incredulidad volvió a verse sentado sobre un caballo de cartón, cuando tenía tres años, en la feria de Mágina, con un sombrero cordobés, con una camiseta de rayas, con pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, y le pareció mentira que fuese aquí, en otro mundo, tan lejos, donde recuperaba esa foto perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio a sus padres el día en que se casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el escalón de su casa, vio al inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del General Orduña y al médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre las grandes hojas de la Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la Casa de las Torres y sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su abuelo Manuel vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya era tiempo de ir regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni atraparlo, de regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas recordaba y caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General Orduña, por la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles empedradas que conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres, hablándole al oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión y una certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido imposible encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y sólo entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba de la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos brillaban bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses de viajes oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como tantas veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que lo había trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente de un posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había dormido pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una disposición de indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores cálidos del dormitorio.

Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del pasillo, escuchó la respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta, se quitó los pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus caderas y a la longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando terminó de acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de nuevo que volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la luz de la mañana se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer perezoso y estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les oscurecía sin que se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas más anchas y serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes, con una mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el delirio y en la risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba, vencidos luego el uno sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias. Entonces se oían respirar en silencio y las manos y los labios volvían a buscar, ya sin urgencia, los pies rozándose bajo las sábanas, como para comprobar y percibir toda la extensión del cuerpo todavía y siempre deseado, y las voces adquirían un tono de rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en ellas como la corriente demorada de un río que desborda sus orillas en un delta de limo, y ellos tendidos, dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de palabras, incorporándose a veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche, la cara y la melena de Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer una cerveza del frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma, hablando siempre, repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que tal vez excitaron un siglo antes los deseos de otros, las noches busqué en mi cama al que ama mi alma, busquélo y no lo hallé, enumerando nombres y canciones, oyéndolas de nuevo al cabo de muchos años con la repetida sorpresa de haber amado exactamente la misma música a la misma edad y de poseer de pronto un pasado común en el que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día y de la noche, del calendario y el reloj, como supervivientes en una isla desierta, la isla de las voces, no sólo las suyas, sino también las que congregaban con la imaginación y la memoria, no sólo las palabras que decían sino las sensaciones recobradas y las imágenes que fluían en sus pupilas cuando no sabían seguro si estaban dormidos o despiertos, cuando Nadia se dormía durante unos minutos y sonreía con los ojos cerrados y le decía al despertar, he soñado con mi padre y con los dibujos de un libro de cuentos españoles que a él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que seguían conversando y que miraban de nuevo las fotos innumerables de Ramiro Retratista, y al abrir los ojos lo primero que veían era la penumbra de la habitación y la figura del jinete que cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche, un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro, y cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la longitud y latitud del país por donde está cabalgando.

Veo encenderse una a una las luces en los miradores de Mágina bajo un cielo liso y violeta en el que todavía no es de noche, las bombillas que parpadean y tiemblan en las esquinas de las últimas casas como llamas de gas y las lámparas que penden sobre las plazas y cuyos círculos de claridad oscilan cuando el viento zarandea los cables tendidos entre los tejados desplazando las sombras de las mujeres solitarias que caminan con la cabeza baja y la barbilla hundida en la toca de lana llevando una lechera de estaño o un badil de ascuas rojas tapadas con ceniza. Se abrigan con medias de lana, con zapatillas de paño negro, con rebecas abrochadas hasta el cuello sobre los delantales, avanzando inclinadas contra la noche o el viento, llegan a casa y todavía no encienden las luces y dejan en el portal el badil con las ascuas mientras buscan el brasero y lo llenan hasta la mitad de candela, y luego, esparciendo las ascuas sobre él, lo sacan al quicio de la puerta para que el viento del anochecer, tenue como una brisa marítima, lo encienda más rápido. No cuenta la memoria sino la mirada, veo en la penumbra fría ese resplandor que se hace más vivo a medida que la oscuridad va ganando la calle, huelo a humo y a frío, humo de ascuas doradas y rojas en el anochecer azul y de resina hirviente y leña mojada de olivo, huelo a invierno, a una noche de noviembre o diciembre en cuya quietud un poco desolada hay algo de tregua, porque hace días que terminaron las matanzas y aún no ha comenzado la aceituna, me acuerdo de una mujer de toquilla negra y pelo blanco recogido en un moño que se había vuelto loca y todas las tardes, al filo del anochecer, bajaba por la calle del Pozo caminando a pasos cortos muy cerca de la pared y robaba un adoquín de la obra que estaban haciendo en la Casa de las Torres y se volvía llevándolo escondido bajo la toquilla como si cobijara un gato, sonriendo, queriendo disimular, murmurando, como hablándole al adoquín, al gato inventado, al niño que decían que se le murió cuando era joven.

Los hombres han llegado hace rato del campo y han atado las bestias a las rejas mientras las descargaban y las desembardaban, han encendido las luces amarillas de los portales empedrados y de las cuadras calientes y olorosas a estiércol, fatigados y broncos, vencidos por la extenuación del trabajo, pero en las habitaciones donde las mujeres conversan en voz baja o guardan un atareado silencio con rumor de costura todavía permanece una media penumbra apenas iluminada por las bombillas de la calle y por la última claridad declinante del cielo, azulado y rojizo en las lejanías del oeste. Queda en la habitación, junto a la ventana cuyos postigos se cerrarán en cuanto se encienda la luz eléctrica, un residuo de blancura sin origen preciso que resalta como manchas las caras, las manos, los lienzos blancos de los bastidores, el brillo de las pupilas, ausentes en el aire, fijas en la calle donde suenan pasos y fragmentos singularmente claros de conversaciones, en la banda iluminada de la radio donde están los números y los nombres de las emisoras y de las ciudades y remotos países de donde algunas proceden, y una mano mueve despacio el sintonizador y la aguja se desplaza por los lugares de una geografía inaccesible hasta detenerse en una música confundida al principio con pitidos, con voces extranjeras, con un ruido sordo de papeles rasgados, la música de un anuncio o de una canción o de un serial, cómo es posible que haya gente dentro de esa caja tan pequeña, cómo se encogen de tamaño, por dónde logran entrar, por las ranuras, como hormigas, la voz de un locutor resuena solemne y casi amenazadora, «El coche número trece», declama, «novela original de Xavier de Montepin», y se oyen en el interior de la habitación los cascos lentos de un caballo y un chirrido de ruedas metálicas sobre adoquines azotados por la lluvia de un invierno extranjero y de otro siglo, de otra ciudad, no sólo cabe gente, también llueve en la radio y cabalgan caballos, París, dice el locutor, pero ya no sigo escuchando sus palabras, las borra la distancia o el ruido de los cascos de los animales que relinchan en la cuadra, se me alejan como si hubiera perdido la emisora y aún continuara moviendo en vano el sintonizador, mirando esa luz enigmática que procede del interior del aparato, una raya de luz como la que brilla debajo de una puerta, dentro de una casa cerrada en la que sólo habitan voces, todas las voces imposibles del mundo, la luz encendida en una ventana de la Casa de las Torres, donde vivió sola y enajenada la guardesa que encontré una vez la momia incorrupta de una mujer muy joven que según mi abuelo Manuel había sido cautivada y emparedada por un rey moro. Un coche de caballos baja por la calle del Pozo y las ruedas metálicas y los cascos resuenan con escándalo sobre el empedrado, y aunque no se ve a nadie tras las cortinillas los niños le cantan al pasar la canción de don Mercurio, «Tras, tras», «¿Quién es?», «El médico jorobeta, que viene por la peseta de la visita de ayer», desafiando al cochero de librea verde y subiéndose a las rejas para vislumbrar la cara amarillenta del médico tras las cortinillas de gasa negra que cubren como una urna fúnebre los cristales del coche. Desde tan lejos oigo esas voces como si me separaran de ellas las bardas de los corrales y veo la sombra furtiva de la mujer que acuna contra su pecho un adoquín y la del ciego a quien habían disparado dos cartuchos de sal a los ojos cuando era joven y reventaba caballos en galopes furiosos, oigo en la noche de invierno el rumor sordo y estático de la ciudad y lo asocio sin motivo al del tráfico, pero no es posible, en Mágina, en este invierno de un año que no sé calcular y que seguramente es anterior a mi memoria y también a mi vida apenas se escuchan motores de automóviles, y en cualquier caso estoy demasiado lejos para oírlos, como si pasara acodado en la borda de un velero frente a las luces de una capital portuaria que apenas se distinguen en el horizonte brumoso del mar. Lo único que puedo oír son los pasos de los hombres y de las caballerías, las ruedas de los carros, el eco metálico de los llamadores, los ladridos, las voces de las vecinas, las canciones que corean los niños para conjurar el miedo inmemorial a la llegada de la noche, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí, todo como enguatado de silencio, las campanas de las iglesias que tocan a oración o a funeral y hacen que las mujeres se persignen en sus habitaciones en penumbra, los mugidos lentos de las vacas que vuelven de beber agua en el pilar de la muralla y suben por la plaza de San Lorenzo, camino de los corrales, guiadas por hoscos vaqueros que les golpean el lomo con sus grandes bastones terminados en porra, y cuando enfilan la calle del Pozo se hace más fuerte el eco de sus pezuñas y los últimos niños que no han hecho caso de las llamadas de sus madres y todavía jugaban o se contaban historias bajo la luz de las esquinas se apartan por miedo a ser embestidos, se suben a las rejas, se esconden en los portales y cantan una canción para ahuyentar el peligro. Bao Bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao.

Cuando han pasado las vacas queda en la calle un olor caliente de vaho y de estiércol, una definitiva desolación nocturna que inexplicablemente agravan las luces en las ventanas de las oficinas, en las sombrías tabernas donde los hombres beben acodados en toneles de vino, más arriba, hacia el norte, más allá del ámbito vacío de la plaza del General Orduña, donde la esfera del reloj se ha iluminado al mismo, tiempo y con la misma tonalidad aceitosa que los balcones de la comisaría, en los escaparates de los comercios vacíos donde los dependientes, que tienen las manos tan blancas y suaves como los curas y se las frotan igual, recogen las telas sobre los mostradores de madera bruñida antes de cerrar y despedirse bromeando mientras se suben los cuellos de piel vuelta de sus chaquetones y se frotan con más ahínco las manos, ateridas por un frío suave de iglesia, los dependientes dóciles como sacristanes de El Sistema Métrico, que es la tienda de género y confección más grande de Mágina y está enfrente de la parroquia de la Trinidad, y donde ocupa un empleo ínfimo de recadero y chico para todo Lorencito Quesada, futuro periodista local con vehemencias de repórter, corresponsal en la ciudad del periódico de la provincia, Singladura, que se vende muy cerca, en el quiosco de la plaza, al que mi padre me mandaba todos los viernes para comprarle el Siete Fechas, que traía en la doble página central el relato ilustrado de un crimen. Pero no quiero alejarme tanto, vuelvo porque no me guía la mano caliente de mi madre y tengo miedo de perderme en esas calles desconocidas y abiertas por las que circulan automóviles negros, algunos de los cuales son conducidos por tísicos de bata blanca que secuestran a los niños para extraerles la sangre, veo de nuevo la calle del Pozo, empedrada y oscura, con largas bardas de corrales y dinteles de piedra, con zaguanes donde brillan mariposas de aceite bajo estampas de Nuestro Padre Jesús o del Sagrado Corazón, luego la plaza del Altozano, muy grande, con el edificio de la bodega donde el tío Antonio, hermano de mi abuela Leonor, vendía vino al pie de una cuba colosal que llegaba hasta las vigas del techo, veo la fuente junto a la que se reúnen todas las mañanas las mujeres locuaces con sus cántaros, conversando a gritos mientras esperan turno, dicen que en la Casa de las Torres ha aparecido el cuerpo incorrupto de una santa en una urna de cristal y que huele a agua de rosas o a perfume de iglesia. De noche la plaza del Altozano tiene algo de frontera y de abismo, batida por el viento frío, que sacude el círculo de luz de la única lámpara que la alumbra y trae desde los descampados del otro extremo de Mágina el sonido del cornetín que toca a oración en la puerta del cuartel de Infantería, cuyas ventanas horizontales y recién iluminadas le dan un aire de nave industrial erigida en el filo de los terraplenes, en el límite de la ciudad, contra el cielo cárdeno y rojo del oeste, frente al valle del Guadalquivir, cruzado por el último rescoldo blanco de los caminos que llevan al otro lado del río y a los pueblos de las laderas de la Sierra, manchas blancas en la azulada oscuridad: un hombre, el comandante Galaz, recién ascendido, recién llegado a Mágina, las mira desde la ventana de su dormitorio en el pabellón de oficiales cuando alza sus ojos fatigados del libro que ya no podrá seguir leyendo si no enciende la luz, mira sobre la mesa el libro cerrado y la pistola en su funda negra y aprieta las mandíbulas y cierra los ojos preguntándose cómo será la sensación exacta de morir, cuántos minutos o segundos dura el miedo absoluto. En la huerta de mi padre el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro hablaban muchas veces de él, me impresionaba ese nombre tan rotundo y tan raro que sólo era posible atribuir a un hombre imaginario, a un héroe tan inexistente como el Cosaco Verde o Miguel Strogoff o el general Miaja, el comandante Galaz, que desbarató él solo la conspiración de los facciosos, contaba el tío Rafael, mirándonos con sus pequeños ojos húmedos, que levantó la pistola en medio del patio, delante de todo el regimiento formado en la noche irrespirable de julio, y le disparó un tiro en el centro del pecho al teniente Mestalla y luego dijo, sin gritar, porque nunca levantaba la voz: «Si queda algún otro traidor que dé un paso al frente.»

Más que nunca me conmueve ahora ese nombre que no había vuelto a oír ni a decir desde la infancia, y lo veo a él, al ex comandante Galaz, muchos años más tarde, pero todavía sumergido en ese mismo tiempo estático de la distancia absoluta por donde los vivos y los muertos se mueven como sombras iguales, alto, un poco encorvado, con abrigo y sombrero, con un lazo en lugar de corbata, bajando por la calle ancha y desolada que ahora se llama avenida Dieciocho de Julio y en la que hace mucho que cortaron los grandes castaños que la poblaban en las mañanas de abril de un escándalo de pájaros, lo veo aproximarse despacio y sin voluntad ni nostalgia hacia el cuartel y detenerse al oír ya muy cerca el toque de oración en un anochecer de noviembre o diciembre, junto a esa casa en cuya planta baja hay ahora una taberna y cuya buhardilla, que antes se llamaba el cuarto de la viga, por una muy grande que le cruzaba el techo en diagonal, hace veinte años que está desalquilada, pues ya no hay nadie que quiera o acepte vivir en un lugar semejante. Se da cuenta de que se ha detenido por un impulso automático de su juventud, que ha estado a punto de ponerse firmes y de llevarse la mano derecha a la sien, como si no hubieran pasado treinta y siete años desde entonces, como si no hiciera media vida que no viste un uniforme y que no tiene una patria y una República a las que mantenerse leal, y cuando vuelve a caminar ya no sigue avanzando, por miedo no a la abstracta melancolía sino al llanto sin explicación ni consuelo, se da la vuelta y el viento frío le golpea la cara y le hace saber que tenía humedecidos los ojos, y lo veo subir lentamente hacia las calles más iluminadas del centro, a donde ya no llega el olor denso y fértil de la tierra invernal ni el ruido de las acequias que discurren junto a los caminos ocultas bajo malezas y cañaverales, tan hondas que da miedo aproximarse a su filo, a la espesura sin fondo en la que algunas veces se agitaban invisibles ratas o culebras que la imaginación convertía, sobre todo de noche, en caimanes y tigres, en serpientes pitón, en juancaballos voraces. Pero en los caminos del campo ya casi no queda nadie, salvo algún hortelano rezagado que lleva de la brida a un mulo con una carga de hortaliza, o un niño que se alivia las cuestas agarrándose a la cola del animal y se muere de sueño, de fatiga y de frío, o un hombre muy joven, mi padre, que calcula el tiempo que aún debe esperar para casarse y el dinero que le falta para poder comprar una becerra, mi padre adolescente, con la cara tan seria y la boca todavía infantil, con el pelo ondulado de hombre, aplastado con brillantina, sonriendo asustado a la cámara de Ramiro Retratista. Casi lo reconozco desde lejos, igual que de niño lo reconocía entre la gente del mercado por su manera de andar con un arrebato de admiración y ternura, aunque no viera su cara, pero no sé calcular su edad porque no distingo sus rasgos exactos ni tampoco las subdivisiones y enumeraciones abstractas de los años, y el tiempo de este anochecer no se parece al de mi vida de ahora, no fluye y se escapa como las horas y las semanas y los días de los relojes digitales y de los calendarios automáticos, gira huyendo y regresa en una tenue perennidad de linterna de sombras en la que algunas veces el pasado ocurre mucho después que el porvenir y todas las voces, los rostros, las canciones, los sueños, los nombres, sobre todo las canciones y los nombres, relumbran sin confusión en un presente simultáneo.

Me acerco a la ciudad desde muy lejos, desde arriba, como si soñara que viajo silenciosamente en un planeador, como cuando es muy tarde y hay que abrocharse el cinturón de seguridad y se descubren en un extremo de la noche las luces de un aeropuerto, y el tiempo retrocede ante mí en ondulaciones circulares, cambia a la misma velocidad que un paisaje tras la ventanilla del tren, y esa figura rezagada a la que he visto subir por el camino de Mágina es ahora mi abuelo Manuel que vuelve después de un año de cautiverio en un campo de concentración, lo veo de espaldas, anhelante, rendido, ha caminado durante dos días sin parar y ahora teme caer al suelo como un caballo reventado cuando está a punto de llegar a su casa, voy más aprisa, asciendo, lo adelanto, llego a la plaza de San Lorenzo mucho antes de que él aparezca junto a la primera esquina iluminada, veo el rectángulo de la plaza, más íntima de noche, los tres álamos que todavía no han cortado para hacer sitio a los automóviles, oigo una voz de mujer que llama a gritos a un niño, mi abuela Leonor, que llama desde el balcón a mi tío Luis, que no tiene miedo de las vacas ni de los ciegos ni de los aparecidos y se queda jugando en la calle aun después de que se haga de noche, veo la puerta entornada y la raya de luz que se extiende sobre el suelo de tierra apisonada y fría de humedad, y la mirada desciende y progresa sin obstáculo hasta el portal donde hay un arco encalado y sobre él una rueda de espigas secas cuya mágica finalidad de propiciar una buena cosecha me hace acordarme de las palmas amarillas que se cuelgan el domingo de ramos en los balcones para preservar a la casa del rayo. Pero sigo avanzando, nadie, ni yo mismo, me ve, reconozco en la sombra la disposición del segundo portal, la puerta de la cuadra, la puerta, muy pequeña, de la alacena con celosía que hay bajo el hueco de la escalera, y a la que tanto miedo me daba entrar, porque una vez vimos allí una culebra deslizándose alrededor de la gran tinaja hundida hasta la mitad en el suelo cuya boca se abría a una hondura de pozo donde brillaba y olía densamente el aceite. Empujo con suavidad y sigilo la tercera puerta, pero tal vez no es necesario, sin que yo la toque retrocede ante mí y el tiempo se bifurca como el agua de un lago, como en cortinajes sucesivos de niebla, veo la cocina, empedrada, con las paredes desnudas, tal vez con fotografías enmarcadas de muertos que sonríen tan rígidos como muertos etruscos, con las vigas pintadas de negro de las que penden racimos de uvas secas, y a un lado, casi de espaldas a mí, frente al fuego, hay un hombre de pelo blanco que acaricia el lomo de un perro cobijado entre sus piernas, mi bisabuelo Pedro Expósito, que murió antes de que yo naciera, que fue recogido de la inclusa por un hortelano muy pobre y se negó siempre a conocer a la familia que lo había abandonado cuando nació, que combatió en la guerra de Cuba y sobrevivió al naufragio en el Caribe del vapor donde volvía a España, que sólo fue fotografiado una vez, sin que él lo supiera, desde lejos, mientras estaba sentado en el escalón de la puerta, desde la ventana de la casa de enfrente, donde Ramiro Retratista había ocultado su cámara, a regañadientes, inducido, casi obligado por mi abuelo Manuel, que necesitaba una foto de todos los suyos para que le concedieran el carnet de familia numerosa y no podía obtenerla porque a mi bisabuelo, su suegro, no le daba la gana que lo retrataran.

Oigo las voces que cuentan, las palabras que invocan y nombran no en mi conciencia sino en una memoria que ni siquiera es mía, oigo la voz desconocida de mi bisabuelo Pedro Expósito Expósito que habla a su perro y le acaricia la cabeza mientras los dos miran el fulgor de la lumbre con una expresión parecida en los ojos, oigo contar que lo trajo de Cuba y que el perro era casi tan viejo como él: ya sé que no es posible, pero que una cosa fuera imposible no le parecía a mi abuelo Manuel motivo suficiente para dejar de contarla, más aún, le hacía preferirla, de modo que decía que el perro sin nombre de su suegro había vivido hasta los setenta y cinco años con la misma naturalidad con que explicaba que el rey Alfonso XIII le había pedido fuego una noche muy oscura en una callejuela del suburbio y que en la Sierra vivían unas criaturas mitad hombre y mitad caballo que eran feroces y misántropas y que en los inviernos de mucha nieve bajaban al valle del Guadalquivir exasperadas por el hambre y no sólo pisaban con sus cascos equinos las coliflores y las lechugas de las huertas, sino que llegaban al extremo de comer carne humana. La prueba de que los juancaballos existían, aparte del relato de algunos hombres aterrados que sobrevivieron a su ataque, estaba, labrada en piedra, en la fachada de la iglesia del Salvador, donde es verdad que hay un friso de centauros, de modo que si los habían esculpido en un lugar tan sagrado, junto a las estatuas de los santos y bajo el relieve de la Transfiguración del Señor, argumentaba sonriendo mi abuelo, muy hereje hacía falta ser para no creer en ellos. Oigo, tan lejos, en un lugar que él no sabe que existe, la voz de mi abuelo Manuel, incesante, engolada, barroca, su risa, que ya no volveré a oír aunque él todavía no esté muerto, su silencio de ahora, su corpulencia abrumada por la vejez, su inmovilidad junto a la mesa camilla y el brasero en la misma cocina, ahora con cielo raso, embaldosada, con un televisor en un rincón, con fotos en color enmarcadas que ya no llevan la firma en cursiva de Ramiro Retratista, la cocina iluminada por el fuego o por la llama de un candil donde mi bisabuelo Pedro habita otra estancia del tiempo, donde mi madre, que tiene diez años y no sabe que antes de una hora llamarán a la puerta y que cuando la abra se encontrará frente a un hombre desconocido y barbudo en quien al principio no podrá reconocer a su padre, se aproxima a él buscando el cobijo cálido y seguro de su cercanía para defenderse del frío, del desamparo, del miedo, para no oír esas voces infantiles que cantan en la calle la canción de la Tía Tragantía, hija del rey Baltasar, o cuentan en los corros la historia de la mujer fantasma que fue enterrada viva en un sótano de la Casa de las Torres y que a esa hora de la noche empieza a recorrer como una alma en pena sus salones con pavimento de mármol y sus galerías en ruinas y la cornisa de las gárgolas llevando un hachón encendido, muy cerca, ahí mismo, señalan, en el otro extremo de la plaza, y algunas noches que no puede dormir ella se asoma a la ventana de su habitación y cree ver esa luz moviéndose tras los cristales de los torreones, la cara del espectro, blanca y aplastada contra el vidrio, redonda, la imagina, con una blancura lunar, las facciones que nunca vio sino en los malos sueños y en los espejismos del insomnio y que desde su memoria se transmitieron intactas a la mía a través no sólo de su voz sino de la silenciosa intuición del terror que tantas veces percibí en sus ojos y en su manera cálida y desesperada de abrazarme, no sé cuándo, mucho antes de la edad en que se fijan los primeros recuerdos, cuando vivíamos en aquel desván al que llamaban el cuarto de la viga y ella miraba anochecer tras el balcón y oía el toque de corneta en el cuartel cercano mientras esperaba que llegara mi padre, tan afanado en el trabajo que siempre se le hacía de noche en los caminos umbríos de las huertas.

Ellos me hicieron, me engendraron, me lo legaron todo, lo que poseían y lo que nunca tuvieron, las palabras, el miedo, la ternura, los nombres, el dolor, la forma de mi cara, el color de mis ojos, la sensación de no haberme ido nunca de Mágina y de verla perderse muy lejos y muy al fondo de la extensión de la noche, contra un cielo que todavía es rojizo y morado en sus límites, no una ciudad y ni siquiera una patética conmoción de nostalgia que se dispersará tan rápidamente como el humo de una hoguera encendida una ventosa mañana de lluvia entre los olivos, sino una geografía de luces que tiemblan en la distancia como mariposas de aceite y se van quedando rezagadas en el horizonte del sur a medida que avanzo sin poder detenerme hacia la serranía horadada de túneles y de barrancos por donde cruza un expreso en dirección a Madrid, un tiempo que posee sus propias leyes tan ajenas a las del tiempo exterior como un país inaccesible a todos los extranjeros e invasores. Igual que en un avión cuando ha terminado el despegue y se oyen mecheros que encienden cigarrillos y cinturones de seguridad que se sueltan, cuando vuelvo la cara y miro por la ventanilla hacia el lugar donde estuvieron las luces de la ciudad que he abandonado y ya no veo nada más que la noche, también así, algunas veces, de pronto, ya no estoy en Mágina ni sé dónde encontrarla, pienso en mi abuelo Manuel y en mi abuela Leonor y sólo sé imaginarlos aniquilados por la vejez y derribados el uno contra el otro en un sofá tapizado de plástico y dormitando sin dignidad ni recuerdos frente a un televisor, se extinguen los nombres que fueron la savia de mi vida, se convierten en palabras inertes, sin sonoridad ni volumen, como trozos de plomo, y me invaden y me poseen las otras palabras, las mentirosas, las triviales, las palabras tortuosas y enfáticas que escucho en otro idioma por los auriculares de una cabina de traducción simultánea y repito tan velozmente en el mío que un instante después no me acuerdo de haberlas pronunciado y aturden mi oído y mi conciencia como un estrépito de motores o un zumbido de cables de alta tensión.

Sigo acordándome pero ya no es lo mismo, ahora no cuenta la mirada, sino la memoria impotente, no huelo a invierno y a lluvia próxima y a hojas empapadas pudriéndose entre los grumos oscuros de tierra, no me estremecen ni la felicidad ni el terror, no veo la plaza del General Orduña ni la estatua ni el reloj en la torre ni adivino tras las cortinas echadas en el balcón de la comisaría la sombra del inspector Florencio Pérez, que cuenta sílabas con los dedos mientras examina las fotografías de una mujer emparedada hace setenta años que alguien, Ramiro Retratista, acaba de dejar sobre la mesa de su despacho, las fotos que yo mismo, en otro país y en otro tiempo, he tenido en mis manos, y entonces cierro los ojos y me quedo inmóvil durante unos segundos y quisiera no ver ni oír ni oler ni tocar nada, nada que no me pertenezca y que no haya estado conmigo desde siempre, aunque yo no lo supiera, unos pocos nombres, algunas sensaciones, la cara de mi bisabuelo Pedro y de mi abuela Leonor y de mi madre en esa foto que creí extraviada para siempre y ahora guardo en mi cartera como un trofeo secreto, el olor del armario donde se guardaban una caja de lata con billetes de la República y la guerrera de guardia de asalto de mi abuelo Manuel, el tacto de la sombrilla de seda desgarrada que había en el fondo de un baúl, la sintonía lúgubre de un serial radiofónico, una copla de Antonio Molina, una canción de Jim Morrison que oíamos mis amigos y yo en la sinfonola del bar Martos, la cara de Nadia entonces, en el contraluz de una mañana de octubre, su mirada de ahora, su pelo oscuro con relumbres cobrizos brillando en la penumbra, cuando ha anochecido sin que nos diéramos cuenta y se incorpora para encender la luz y la retengo en mis brazos pidiéndole que espere un poco todavía, imaginándome que ahora mismo, en Mágina, se encienden las bombillas en las esquinas y se oyen en la quietud del aire las campanadas de la plaza del General Orduña y el toque mucho más lejano de la trompeta en el cuartel, imaginándome que oigo las ruedas del coche de don Mercurio y los aldabonazos de hierro en las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres y que me ha oscurecido mientras jugaba en la calle con mi amigo Félix y vuelvo a casa temiendo que aparezca tras una esquina iluminada el fantasma estrafalario y atroz de la Tía Tragantía. Pero no es verdad, descubro al mirar el reloj que brilla sobre la mesa de noche, ésta no es la hora de Mágina, y no sólo porque yo esté en otro continente y al otro lado de un océano, sino porque estos relojes no sirven para medir un tiempo que únicamente ha existido en esa ciudad, no sé cuándo, en todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los rostros y las edades de los vivos y de los muertos se congregaran ante mí como en el baúl insondable de Ramiro Retratista, para que Nadia sucediera en mi vida.

Más lejos todavía, más allá de su doble memoria personal, confabulada, insuficiente, todavía dispersa, en un tiempo al que difícilmente llega la imaginación y del que ni siquiera hay testimonio en el archivo de Ramiro Retratista, pero en el que anidan las raíces más antiguas del azar que tardaría un siglo, calculan, en engendrarlos y reunirlos, tan lejos que casi todas las voces que han transmitido lo que ahora saben o deducen hace mucho que se extinguieron, igual que las vidas de la mayor parte de los testigos y las víctimas y que la ciudad donde esperan encontrarse de nuevo, Mágina, que se llama igual que entonces pero que tal vez no reconocerían si pudieran verla tal como la vio el médico joven y recién llegado a quien secuestraron unos desconocidos en la medianoche de un martes de carnaval. No empujados por una vocación desinteresada de saber, sino por la mutua necesidad de encontrarse en los hechos que los precedieron y los originaron, nacidos de una suma de casualidades y desgracias y de una nada en la que saben que se disgregarán igual que sus mayores y que no les importa, eternos cuando se miran sobrecogidos de deseo y cuando se abrazan con los ojos abiertos y también fugaces como sombras en la duración indiferente del tiempo, Manuel y Nadia buscan en el baúl que Ramiro Retratista legó al comandante Galaz y se remontan en el curso de las voces hasta alcanzar el relato de esa noche y se preguntan qué parte de verdad ha podido sobrevivir al cabo de tantos años y de al menos tres narraciones separadas entre sí por espacios larguísimos de secreto y silencio. Lo que ocurrió una sola vez, lo que permaneció inexplicado durante setenta años y siguió actuando sin que lo supiera nadie sobre el orden oculto de los hechos, se degrada primero en la memoria del primer testigo y luego en las palabras escuchadas y atesoradas por Ramiro Retratista y transmitidas al comandante Galaz en un futuro en el que ya no vive nadie a cuyo testimonio sea posible recurrir: queda en los vivos lo que los muertos quisieron entregarles, no sólo palabras, conjeturas y fechas, sino algo que a ellos dos les importa ahora mucho más, una parte de los motivos de sus vidas, de la tarea asidua, colectiva, impremeditada y ciega que ahora es la forma de sus destinos. Y por eso encuentran, agradecen y saben, por eso miran fotografías y restablecen confidencias y actos, y cuanto más aprenden más miedo tienen de que algo de lo que sucedió hubiera ocurrido de otro modo, extinguiendo hace un siglo o treinta años o dos meses la trémula posibilidad de que ellos se encontraran.

Para no perderse en un laberinto de pasados deciden establecer el principio de todo en el testimonio más antiguo que poseen: el médico joven, tal vez hambriento, desvelado en su cama, sobresaltado cuando logra dormirse por el tumulto de la última noche de carnaval, por las broncas y melopeas de borrachos que celebran el entierro de la sardina danzando exasperadamente en torno a un ataúd de cartón y a un guiñapo enmascarado, en una plaza fangosa donde no hay más luces que las de las antorchas y los farolillos de papel y en cuyo centro no se alza todavía la estatua de un general, sino una fuente de tres caños en la que abrevan al amanecer las cabras y las burras de leche. Había llegado de Madrid tan sólo unas semanas atrás, urgido por la conveniencia de huir de una persecución política cuyos motivos nunca explicó porque tal vez ni para él mismo estaban muy claros, pero que acaso no eran ajenos a la desbandada de internacionales y republicanos que tuvo lugar tras el asesinato del general Prim en la calle del Turco. Había pasado una noche de mal sueño y de frío en el vagón de tercera de un tren que sólo llegaba hasta las primeras quebradas de Despeñaperros, y desde allí vino a la ciudad en un carretón más incómodo y lento que la peor diligencia y al cabo de casi otro día de viaje por desfiladeros y cañadas abiertas entre roquedales fantásticos y luego por un paisaje inhóspito de monte bajo, dehesas baldías y laderas de pizarra que poco a poco se convirtió en una extensión ilimitada de tierra roja y dunas de olivares que se volvían azules al atardecer.

Era de noche cuando el carretón lo dejó en la plaza que se llamaba entonces de Toledo, junto a los soportales sin luces, frente a la torre negra donde ni siquiera estaba todavía el reloj que los milicianos detuvieron a tiros medio siglo después. Dejó en el suelo su maletín de médico y la bolsa de lona donde guardaba el canuto de estaño con el título, los pocos libros que no había malvendido para costearse el viaje y la bata blanca cuyo carácter de novedad higiénica le ganaría, esperaba, junto a la barba, el vocabulario escogido y el fonendoscopio, la confianza de sus pacientes futuros. Se ajustó el hongo negro a las sienes, se echó sobre el hombro izquierdo, con ademán emprendedor, un pliegue de la capa, empezó a andar no sabía hacia dónde con una determinación apenas malograda por la fatiga, el frío y la incertidumbre. Allí mismo, en la plaza de Toledo, alquiló días después a una mujer medio ciega y muy sucia dos habitaciones tan ventiladas como vacías a las que asignó en seguida los títulos respectivos y más bien imaginarios de vivienda particular y consultorio. En la primera instaló una cama con el colchón de bálago y una manta que por su olor debía de proceder de una caballeriza, así como un espejo y una palangana, y en la segunda dispuso tras mucha reflexión una mesa con tarima de brasero, un biombo con dibujos orientales tras el cual imaginaba que se desvestirían rumorosamente las damas enfermas y un sillón de aire frailuno en el que se sentó a esperar vestido con su bata blanca, apoyando el codo en el filo de la mesa y la mano en el mentón, como si posara para una fotografía, fumando pensativamente cigarrillos medicinales mientras miraba la puerta, el biombo, su título enmarcado en la pared, el suelo de ladrillo, las manchas de humedad, volviéndose de vez en cuando hacia el balcón para examinar sin melancolía, porque era muy poco aprensivo, el aspecto arcaico y desconsolador de la plaza de Toledo, casas bajas y feas, como aplastadas o torcidas, soportales insalubres y umbríos, aquella torre oscura que prevalecía como un coloso decrépito sobre los tejados y aquella fuente que era más bien un abrevadero rodeado de barro y de estiércol.

Había publicado un anuncio en un diario que se llamaba EI Fomento del Comercio, y cada mañana releía su propio nombre y su título, no sin vanidad, mientras apuraba calmosamente un tazón de chocolate que le servía casi a tientas su patrona, una mujer arisca y caritativa que sospechando su necesidad no lo acuciaba con la exigencia del mísero alquiler, y que sin duda había adquirido el arte supremo con que espesaba y endulzaba el cacao en sus años de servicio en casa del párroco de la cercana iglesia de San Isidoro. Concluía el chocolate, se limpiaba los labios con un cernadero remendado, doblaba pulcramente el periódico, meneaba con un badil el mezquino braserillo y se disponía a esperar la llegada de algún enfermo, sin la menor sombra de desaliento o impaciencia y sin dudar nunca de sí mismo ni del éxito inminente de su pericia en la medicina, que en aquellas fechas, le dijo muchos años más tarde a Ramiro Retratista, era exigua, pues no sólo carecía de toda experiencia que no fuera la de asistir distraídamente a la disección de un cadáver amojamado y recosido cien veces, sino que sus conocimientos teóricos no pasaban de algunas máximas y descripciones anatómicas aprendidas de memoria para salir del paso en los exámenes que se celebraban de cualquier manera en las aulas turbulentas de la Universidad Central, más ocupadas en aquellos tiempos por las diatribas políticas y los furiosos motines que precedieron el triunfo de la Gloriosa que por las disertaciones de los catedráticos, muchos de ellos partidarios activos de la revolución o carcamales desconsolados por la ruina de la dinastía.

De modo que aprendió medicina mucho después de colgar en la pared de la habitación que llamaba consultorio su título de médico, cuando por fin se puso a leer en sus días de soledad y penuria los grandes volúmenes intactos que había traído de Madrid, no por afición, sino por aburrimiento, pues los periódicos que llegaban a Mágina de la capital, cuando llegaban, venían con un retraso arqueológico, y los que se publicaban en la ciudad no eran sino unas hojas lastimosas con poemas agropecuarios o patrióticos, anuncios de novenas y esquelas mortuorias. No había telégrafo, ni iluminación de gas, ni cafés, nada más que bodegas sórdidas que hedían a mosto fermentado: no había, por no haber, ni enfermos, o al menos él no tuvo noticia de que hubiera ninguno hasta esa noche de carnaval en que con tanta urgencia y tan malos modos se le requirieron sus servicios. Pero cuando eso ocurrió llevaba ya dos meses en Mágina, seguía sin poder mudarse la camisa con ribetes de mugre y vivía prácticamente de la caridad o la indulgencia de su patrona, que le servía con puntualidad su único alimento diario, el tazón de chocolate tal vez sustraído de la despensa parroquial, y se santiguaba y lo miraba de través con sus ojos cegatos cada vez que él le prometía el pago inmediato de los alquileres atrasados o se ofrecía a auscultarle el pecho a modo de compensación, con su celebrado fonendoscopio, aparato que hasta entonces no había tenido ocasión de usar sino en el examen siempre satisfactorio de su propio organismo.

De no haber sido por su carácter animoso, por sus imperturbables convicciones higiénicas, se habría sentido rápidamente estafado y desterrado, tan lejos de Madrid, de los cafés con orquestinas y mecheros de gas y de la palpitante actualidad política, pero él ofrecía a la adversidad y al desánimo una resistencia tan orgullosa como al frío, y del mismo modo que se paseaba todas las mañanas, hasta las más crudas y ventosas de aquel primer invierno de su vida en Mágina, sin taparse la boca con el embozo de la capa y respirando a conciencia el aire helado para que se le ventilaran los pulmones y se le oxigenara la sangre, así aguantaba la penuria y se sobreponía al tedio y aceptaba los rigores monacales de su soledad como circunstancias fortalecedoras del organismo y del espíritu, debilitados, se decía, por el desarreglo y la bohemia de la vida en Madrid y por los fervores enfermizos del sectarismo político. Otro en su lugar se habría rendido: incluso él mismo, si hubiera tenido a donde retirarse. Pero aquella falta absoluta de recursos tenía la virtud paradójica de no dejarle otra salida que la tenacidad, así que cada mañana siguió bebiéndose sus tazones de chocolate y poniéndose su bata blanca y mirando las paredes vacías y los dibujos del biombo y la puerta en la que no aparecía otra figura que la muy poco alentadora de la patrona medio ciega, y cada noche se desprendía de la bata antes de pasar a la otra habitación que sólo un optimista tan imbatible como él podía seguir considerando su vivienda particular, y se acostaba sobre el jergón de bálago y se cubría con la manta de mulo y con el levitín y con su chaqueta de viaje y la capa y hasta con la bata doctoral, pues a medida que avanzaba el invierno se hacía más insoportable el frío, sin que por eso hubiera nadie que atrapara un resfriado o un principio de pulmonía o al menos que tuviera la ocurrencia de acudir en busca de remedio a un médico pobre, joven y desconocido en la ciudad.

Pero actuaba como si supiera que al cabo de muy pocos años se habría convertido en médico de cabecera de la mejor sociedad y en confidente y aun en seductor de damas aprensivas, y sólo la llegada del carnaval lo puso algo melancólico, más que nada porque era refractario a todo júbilo colectivo y porque tenía un sentido casi hiriente del ridículo ajeno, y no podía menos que presenciar con desagrado la brutalidad de los excesos alcohólicos, lacra funesta de las clases humildes y obstáculo para su redención. Procuró no salir esos días, y la noche del martes se acostó imaginando con alivio el silencio del miércoles de ceniza. Había cerrado los postigos, pero encajaban mal y no impedían el paso del frío ni de las voces beodas que cantaban coplas indecentes en las que se escarnecía de manera unánime la majestad de don Amadeo de Saboya. Tardó en dormirse, contra su costumbre, y cuando le llegó el sueño vino enturbiado de máscaras de carnaval y tenebrosos callejones por los que andaba muerto de hambre y de ganas de orinar y perseguido por berlinas, postillones embozados y fogonazos de trabucos que tal vez eran la resonancia de los cohetes que estallaban bajo su balcón en la plaza de Toledo.

En el sueño sonaron tres golpes que volvieron a repetirse en la dudosa realidad cuando abrió los ojos y no supo todavía que estaba despierto. Oyó abrirse la puerta del consultorio que daba al corredor: no tenía llave, sino un pestillo que podía alzarse desde fuera con facilidad. Pensó confusamente que aún lo defendía la segunda puerta, la de su alcoba, bajo la cual se insinuaba ahora una raya de luz. Oyó pasos acercándose y quiso saltar de la cama y asegurar un cerrojo inexistente y no se movió. Al otro lado alguien sacudía sin cautela el pomo de la puerta. Empleó desesperadamente su voluntad en desear que no se abriera y en contener las ganas de orinarse. A medida que la puerta de cuarterones oscuros se deslizaba ante él un rectángulo tembloroso de luz y una sombra muy alta se extendieron hasta los pies de la cama. Un hombre con una capa de terciopelo que tenía en la oscuridad un brillo oleoso, con una chistera tan alta que debía inclinarse para no chocar con el dintel, con un antifaz amarillo que se adhería como un pañuelo a su nariz y a sus sienes y una gorguera de encaje blanco, sostenía en la mano izquierda una linterna sorda y esgrimía en la derecha algo que podía ser un bastón o una fusta. Dijo, no preguntó: «usted es médico», y él, incorporado a medias en la cama, sujetando la capa, el levitín, la chaqueta y la manta, para que no cayeran al suelo, con la misma sensación de ignominia con que se sujetaría el pantalón, pensó que esa voz le sonaba de haberla oído en alguna otra parte, tal vez en Madrid, y que quien quiera que fuese el hombre de la máscara había venido para pedirle cuentas de un delito en el que no estaba seguro de no haber participado con su complicidad.

«Vístase. Tiene que acompañarme», dijo la máscara, no en tono amenazador, y ni siquiera imperativo, sino con una seca autoridad no acostumbrada a la desobediencia ni al énfasis. Al ponerse en pie, no sin lamentar que un extraño descubriera que dormía vestido, vio que había alguien más en la otra habitación, una figura, pensó luego, en la que se advertía su condición inferior, tal vez de lacayo o cochero, de sicario sin escrúpulos. No llevaba antifaz, vio antes de que le vendaran los ojos, sino una máscara con greñas y bigotes de estopa y reventones carrillos de cartón. Decidió suponer que estaba siendo víctima de una de esas bromas a las que eran tan proclives en carnaval las imaginaciones pueblerinas. Mientras le ataban en la nuca las cintas de un antifaz que en lugar de aberturas para los ojos tenía dos ojos pintados pensó que iban a matarlo y se acordó con indiferencia de que a los condenados a garrote vil los encapuchaba el verdugo: le vino a la memoria una estampa patriótica del fusilamiento de Torrijos. El hombre de la fusta -ya con los ojos vendados supo que era él porque olía a jabón de lavanda y porque lo rozaba con los pliegues fríos y suaves de su capa- lo tomó del brazo casi con amabilidad y le hizo salir al corredor. Él mantenía la calma espiritual y hasta un residuo de entereza, porque nunca había sido asustadizo, pero las rodillas le temblaban y no notaba los músculos de las piernas: si el otro lo soltaba caería al suelo tan desmadejado como un muñeco de paja. Oyó con desconsuelo los ronquidos de su patrona, tan sonoros que más de una noche lo despertaban. Lamentó sinceramente que si lo mataban ahora no podría satisfacer su deuda con ella. Al bajar por el hueco estrecho de las escaleras su costado rozaba la cal de la pared y sonaban por delante los pasos broncos del hombre de la máscara de cartón: el del antifaz y la gorguera calzaba botines, y su mano derecha, que le tenía atenazado el codo, era a la vez suave, vigorosa y cruel.

Con una voz que a él mismo le pareció desagradablemente débil preguntó a dónde lo llevaban y no obtuvo respuesta. Su conciencia permanecía en un estado de incrédula expectación y casi duermevela, pero su cuerpo se encogía con el automatismo del pavor. Lo matarían en un coche cerrado, en una berlina de capota negra y ruedas rojas como aquella en la que viajaba Prim cuando le dispararon, lo llevarían a un solar de las afueras y sin quitarle el antifaz le pondrían en la sien o en la nuca el cañón de un revólver y él ni siquiera escucharía la detonación. Creyendo que aún faltaban algunos peldaños tropezó al llegar al zaguán, que estaba pavimentado con losas desiguales de piedra y olía a humedad y a bodega. Se descorrieron los cerrojos de la puerta de la calle y entró una bocanada de aire frío con diminutas agujas de agua nieve y un vendaval de matasuegras, carcajadas, tambores redoblando y canciones de borrachos. Con razón le repugnaba tanto el carnaval. Al salir tropezó de nuevo, ahora en el escalón, y el hombre de la capa negra lo sostuvo, y el lacayo o cochero se acercó tanto a él que le echó en la cara su aliento a cebolla y aguardiente. Para cualquiera que lo viese sería un borracho más, tambaleándose, con el antifaz torcido, derribado por el vino, sostenido a duras penas por sus cofrades de parranda. El aire de la noche le tonificó los músculos y le devolvió una lucidez narcotizada hasta entonces por la resignación, tan propia de los sueños, a la fatalidad y al absurdo. Debió de hacer un movimiento instintivo de huida, porque el antifaz de raso y la gorguera le rozaron la cara, y la voz del enmascarado más alto le susurró: «No trate de escaparse, no vamos a hacerle nada. Si hace lo que debe se alegrará de este encuentro.»

Sintió al mismo tiempo una gratitud efusiva y un terror ilimitado. En aquella voz no había amenaza, pero tampoco había piedad. Ahora caminaban más aprisa, bajando por los soportales, chocando bruscamente con cuerpos que avanzaban en sentido contrario y recibiendo palmadas y codazos y pisotones. Lo obligaron a torcer a la derecha, hacia la embocadura de pronto silenciosa y desierta de la calle Gradas. Entre la multitud se había sentido a salvo, aunque nadie habría reparado en él si de una cuchillada o de un tiro lo hubiera abatido, dejándolo caer como a un borracho sin remedio entre las piernas de las máscaras. Pero las voces se volvían poco a poco distantes y ya avanzaban sin chocar con nadie. Recordó que no había luz en esa calle tan estrecha, que iba a dar al claro de San Isidoro, donde había una fuente cuyo caudal escuchó al mismo tiempo que el chapoteo en el barro de los cascos de un caballo, que al sacudir la cabeza hizo sonar los arreos de un coche. «Ahora me harán subir poniéndome en los riñones el cañón de un revólver o la contera del bastón y el de las manos ásperas saltará al pescante y el otro se sentará a mi lado y no me soltará.» Verificaba sin sorpresa su capacidad de vaticinio: oyó abrirse y girar una portezuela y desplegarse un estribo. Entre los dos enmascarados lo empujaron hacia el interior del coche como a un paralítico o a un preso y él no se resistió. Lo hicieron subir casi en volandas y no notaba el peso de su cuerpo. La tapicería sobre la que lo obligaron con malos modos a sentarse era de un cuero muy suave y acolchado. Eso le dio una ligera esperanza de no encontrarse en poder de la secreta. Los coches de la secreta eran siempre innobles simones con el forro de los asientos reventado y olían a tabaco malo, a sudor antiguo y algo que se parecía a los orines rancios de gato. Junto a él respiraba el hombre del antifaz, que había corrido las cortinillas sobre los cristales y removía bajo la capa su poderosa corpulencia, inquieto todavía, vigilante, aliviado. El postillón arreó al caballo e hizo sonar su látigo en el aire, y el coche, singularmente cómodo, se deslizó con sigilo por la calle embarrada, oscilando al ritmo pausado de los cascos, gradualmente más veloces a medida que dejaban atrás la plaza de Toledo y se acercaban, calculó él, a los descampados del oeste, donde se levantaban más allá de las últimas casas, como gigantes solitarios en la oscuridad, la plaza de toros y el hospital de Santiago, cuyas torres puntiagudas eran lo primero que se veía de Mágina viniendo por el camino de Madrid.

Tragó saliva, respiró hondo, acopió indignación y severas palabras: «Caballero», dijo, «en el caso de que usted lo sea, cosa que a la vista de su comportamiento incalificable me creo autorizado a dudar…» Sin levantar la voz lo interrumpió el otro: «0 se calla o lo amordazo. Elija.» A los muertos les ataban las mandíbulas y les ponían monedas de a duro sobre los párpados cerrados. Si lo mataban, si lo dejaban tirado en un muladar, se quedaría con los ojos abiertos y la mandíbula inferior descolgada, como los que mueren de un síncope, con un hilo de sangre o de baba en el mentón. Ecuánime y desesperado, pensó en lo rara que era la vida y en lo extravagante del destino: uno llega por casualidad a una ciudad desconocida, abre un consultorio al que no acude nadie, se acostumbra a estudiar anatomía y a alimentarse de chocolate caliente y cigarrillos de hierbas, se acuesta una noche y al poco rato se lo llevan con los ojos vendados y el lugar de su muerte es esa ciudad que hace unos meses no sabía que existiera; uno muere a los veintitrés años como una mosca o una cucaracha, sacrificado tan vilmente como una gallina, y sólo una mujer vieja y medio idiota, aunque de buen corazón, lo echa de menos, y a los pocos días nadie se acuerda de él y es como si no hubiera pasado por el mundo.

En las afueras los cascos del caballo sonaban sin eco y el viento sacudía el coche y hacía vibrar los cristales de las ventanillas. Muy lejos, a su espalda, petardeaba un castillo de fuegos de artificio, y de vez en cuando venían rachas discordantes de música. Si le quitaban la venda antes de matarlo vería ascender y estallar los cohetes contra un cielo blanco del que muy pronto descendería en silencio la nieve, sobre la línea quebrada de los tejados y las torres. Pero era tan joven entonces que desconocía la fortaleza de su temple. Sin darse cuenta se arrellanaba en el confortable asiento de cuero e iba adquiriendo un cierto interés objetivo en lo que él mismo llamaría muchos años más tarde el desarrollo de los acontecimientos. ¿Podía alguien seriamente reputarlo de conspirador? Había trasnochado en los cafés escuchando peroratas ardientes, arrebatadoras y un poco ridículas, como tantos, había gritado vivas y mueras ante los sables y los morriones de los guardias y acudido a sótanos y reboticas de donde había que salir luego de uno en uno y mirando por encima del hombro sin avivar mucho el paso, pero nadie en su juicio podría suponerle vínculo alguno con los sospechosos del magnicidio de la calle del Turco. Se había quitado de en medio, desde luego, pero nada más que por prudencia, o porque en el fondo ya lo aburría aquella vida desordenada y haragana de Madrid. De modo, decidió, que o se trataba de un malentendido que rápidamente se esclarecería o de una broma algo siniestra, y en ambos casos -y aun en el tercero, el de que fueran a matarlo- no le cabía otra actitud posible que mantener la dignidad, así como una sobria y ofendida reserva. Así que cuando el otro le preguntó, como queriendo congraciarse con él, si le había apretado en exceso el nudo del antifaz, negó con la cabeza y se mantuvo en silencio, y cuando el coche se paró por fin y se abrió la portezuela rechazó la mano que tomaba la suya en la oscuridad, y tanteó con el pie en busca del estribo y permaneció bien erguido e inmóvil hasta que de nuevo lo tomaron por el brazo y lo guiaron por un lugar empedrado que a juzgar por la resonancia de los pasos debía de ser un callejón. Pues el coche, en vez de seguir alejándose por los barrizales de más allá del hospital, había regresado al interior de la ciudad después de dar algunas vueltas sin dirección precisa, calculadas sin duda para desorientarlo, y el postillón recobró el tiempo perdido azotando al caballo hasta obligarlo a un galope temerario, urgido por el hombre del antifaz, que daba golpes nerviosos y continuos con el bastón en el cristal de la ventanilla.

Aún le temblaba todo el cuerpo por los sobresaltos de la carrera. Por una puerta muy pequeña lo hicieron pasar a un corredor y luego a una escalera con peldaños de piedra de cuya incomodidad dedujo que correspondía a dependencias de servicio. Después pisó losas de mármol y oyó al otro lado de un ventanal cerrado o de unos cortinajes una orquesta que tocaba valses muy rápidos. «Paciencia», dijo la voz junto a él, «ya estamos llegando». Lo obligaron a detenerse y supo sin vacilación que estaba ante una puerta cerrada. El hombre del antifaz dio tres golpes pausados y la puerta se abrió, dejando pasar un perfume barato y una voz de mujer. Lo guiaron hacia el interior, y al mismo tiempo que la puerta se cerraba tras él oyó una afanosa respiración que parecía la de un animal. Cuando los dedos suaves del hombre le rozaron la nuca al deshacerle el nudo del antifaz notó a lo largo de la espalda un escalofrío. Entonces tuvo miedo de verdad, no a morir, sino a ver algo que dañara sus ojos más irreparablemente que una luz súbita. Estaba en una habitación de techo bajo, alumbrada por dos palmatorias, la habitación de una criada, y frente a él había una cama de hierro bajo cuyas sábanas se agitaba y se hinchaba y retorcía un cuerpo cuya forma precisa tardó en reconocer, aturdido todavía por la oscuridad, asustado, inmóvil, sin darse cuenta de que el hombre del antifaz estaba junto a él y le tendía su maletín de médico. Percibía las cosas tan fragmentariamente como si las viera reflejadas en las esquirlas de un espejo roto, como desenfocadas y desfiguradas por una lente absurda: dos manos pálidas y largas asiéndose a unos barrotes helados, dos muñecas translúcidas, unas piernas con las medias caídas hasta los tobillos que pataleaban y arrojaban al suelo las ropas de la cama, unos ojos azules con un brillo de espanto entre mechones negros, apelmazados y oscuros por el sudor, una cara sin labios, una respiración que henchía y mojaba un pañuelo atado alrededor de la boca, un vientre grande, abombado, obsceno bajo el camisón deshecho en jirones, sin ombligo, agitado y convexo y reluciendo de sudor, pero sobre todo los ojos que lo miraban con un terror más poderoso que un grito, las sienes azules y las dos manos enroscadas en los barrotes, hincándose en las palmas las uñas lívidas y manchadas de una sangre menos oscura que la que manaba entre los muslos y encharcaba las sábanas. Le dijo a Ramiro Retratista que aquélla fue la primera vez en su vida que vio parir a una mujer, y que cuando lo llevaron allí ya era demasiado tarde: una hora después, aterrado, exhausto, con los brazos desnudos y empapados hasta los codos de sangre, como un matarife, logró arrancar de aquel vientre convulso como un lodazal de vísceras el cuerpo violáceo de un niño que se había estrangulado con el cordón umbilical.

Distingo el eco de cada uno de los llamadores de la plaza de San Lorenzo tan exactamente como las voces y las caras de los vecinos, la distinta sonoridad con que las aldabas golpean en cada una de las puertas y hasta la manera peculiar con que llaman los hombres o las mujeres, los parientes o los desconocidos, los mendigos o los lecheros o los vendedores, y sé también cómo suenan los aldabonazos de la urgencia o del miedo en la quietud de la noche, cuando los golpes metálicos provocan en el interior de una casa rumores de despertar y pasos rápidos en las escaleras o una tensa expectación silenciosa en los dormitorios donde aún no se ha encendido la luz. No me hace falta asomarme para saber en casa de quién están llamando: oigo la resonancia poderosa del llamador de Bartolomé, cuyo matiz agudo se me antoja de oro, porque es el hombre más rico de la plaza y tiene grandes olivares y muleros que le hablan sin levantar la cabeza cuando los recibe aplastado en un sillón de mimbre en el portal, con los párpados sin pestañas entornados por una somnolencia de saurio y una colilla ensalivada de puro colgándole de la boca tan flojamente como le cuelga la papada. Oigo los golpes débiles de la pequeña aldaba de Lagunas, que es desmedrada como él y tan chillona, apresurada y confusa como su voz de eunuco, los golpes fuertes y severos del llamador de mi casa, que tienen la dignidad de la estatura y de la voz de mi padre y cuyo eco llega hasta el fondo del corral y se repite nítidamente en la fachada de la Casa de las Torres, el sonido muerto del llamador de la casa del rincón, paredaña a la nuestra, que permanece casi siempre mudo porque nadie vive en ella desde hace años, desde que el ciego Domingo González, que la había usurpado al final de la guerra, se marchó definitivamente enloquecido por la oscuridad y el terror y fue a refugiarse en una de las estaciones abandonadas junto al río.

Imagino que oigo sonar los llamadores en el aire quieto de la plaza, voces singulares y metálicas entre las voces de las niñas que cantan romances saltando a la comba y de los niños que juegan al rongo, a tite y cuarta, al mocho, a pía maisa, según la estación, porque cada época del año trae sus propios juegos y hasta sus narraciones y terrores, el miedo a los tísicos cuando arden en la noche las hogueras de San Antón, la amenaza de los Gorras que se han escapado en parvas feroces del orfelinato y que degüellan a los perros y apedrean a los niños con fulminantes guijarros, la presencia invisible de la Tía Tragantía que canta al otro lado de las esquinas su llamada de muerte la noche de la víspera de San Juan, el fantasma de la Casa de las Torres, cuyo rostro, imaginado tantas veces en los insomnios de la infancia, he visto casi treinta años después en una de las fotografías del baúl que el comandante Galaz se llevó a América y tal vez nunca abrió. No sólo repetíamos las canciones y los juegos de nuestros mayores y estábamos condenados a repetir sus vidas: nuestras imaginaciones y nuestras palabras repetían el miedo que fue suyo y que sin premeditación nos transmitieron desde que nacimos, y los golpes que da el aldabón en forma de argolla sobre las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres resuenan en mi propia conciencia al mismo tiempo que en la memoria infantil de mi madre, devolviéndola a la mañana de mayo en la que vio bajar por la calle del Pozo primero el carro de los muertos sin dignidad al que llamaban la Macanca y luego el coche negro del médico don Mercurio, tirado por el caballo Bartolomé y la yegua Verónica, conducido por un joven cochero de guardapolvo verde que se llamaba Julián y a quien yo conocí como un taxista calvo y hercúleo que algunas veces nos llevaba en nuestros viajes a la capital de la provincia, ese lugar donde había edificios muy altos y ciegos con gafas negras en las esquinas y médicos que tenían en la frente espejos atados con correas de cuero.

Mi madre estaba cosiendo en el zaguán, junto a la puerta entornada, en la penumbra que olía como las hojas de los álamos después de la lluvia, oyendo sin envidia, con una inconsciente sensación de lejanía, las voces de las niñas que saltaban a la comba en la plaza, y luego, casi sin advertirlo, oyó que se hacía el silencio, que un ruido metálico abolía las voces o las amortiguaba hasta el murmullo y que se abrían postigos de ventanas en la calle del Pozo. Las ruedas de hierro crudo bajaban rebotando sobre el empedrado, y el látigo del conductor restallaba en el aire sin que se hiciera más veloz el paso de la mula sonámbula que tiraba de aquel carro de augurios, cuyo solo nombre inexplicable, la Macanca, ya era una amenaza, como otros nombres y palabras que ella oía sin entender pero sabiendo instintivamente que deparaban un seguro infortunio. Pensó que la Macanca traería el cuerpo muerto de su padre, que lo habían matado o había fenecido de hambre en ese sitio que su abuelo Pedro Expósito llamaba el campo de concentración, y que ella imaginaba como una llanura desierta y cercada con alambre espinoso que su padre recorría como alma en pena entre olivos estériles, con su capote militar sobre los hombros, con su uniforme desgarrado y azul de la Guardia de Asalto, héroe solemne de las fotografías y de los embustes que inventaba sin el menor propósito de mentir y víctima de una incorregible inocencia que lindó muchas veces con la estupidez y la locura: la noche de un sábado de finales de marzo las tropas enemigas habían ocupado Mágina, y a la mañana siguiente, sin hacer caso de nadie, él se puso su uniforme de gala y echó a andar tranquilamente hacia el hospital de Santiago, porque le tocaba guardia, y nada más llegar vio que habían cambiado la bandera que ondeaba sobre la fachada y lo hicieron preso y tardó más de dos años en volver. Él era un hombre de palabra, él nunca había hecho otra cosa que cumplir con su obligación, y como no había recibido contraorden su deber era presentarse a las ocho, y con la gorra de plato ligeramente ladeada y los hombros tranquilos y la botonadura que a mi madre se le antojaba de oro abrochada hasta el cuello salió a la calle y le hizo adiós con la mano a su hija antes de doblar la esquina de la plaza, una mañana fría y nublada de marzo que a ella le parecía remota, porque aún no había aprendido a medir el tiempo, a subdividir en semanas, meses y años la eternidad estática y sin modificaciones de la infancia. «Manuel, con razón tienes la cabeza tan grande», le dijo Leonor Expósito al despedirlo en el umbral, y mi bisabuelo Pedro, que casi nunca hablaba, había acariciado la cara de mi madre humedeciéndose los dedos con sus lágrimas y le había murmurado al oído, en el mismo tono de voz en que le hablaba a su perro: «Hija mía, tu padre es un imbécil.»

Dejó en la silla la costura y no se atrevió a asomarse a la puerta, no sólo porque le daba miedo la Macanca, sino porque su madre le tenía prohibido que la abriera del todo. Ésa había sido su vida de los últimos años, su vida entera, desde que tuvo capacidad de recordar, zaguanes empedrados, cuartos en penumbra y puertas entornadas a las que le prohibían asomarse, voces irreales en la calle, donde se desplegaba una selva de peligros, los bombardeos, los disparos sueltos, las furiosas estampidas de hombres y mujeres que gritaban levantando puños y armas, los desconocidos que ofrecían caramelos a las niñas o llevaban al hombro un saco que tal vez contenía una cabeza cortada, los vagabundos, los soldados fugitivos, los moros que al atardecer bajaban en dirección al manantial de la muralla para lavar sus ropas danzando sobre ellas con sus grandes pies negros y descalzos y luego se arrodillaban sobre una manta extendida y levantaban los brazos y humillaban la cabeza gritando cosas en un idioma que no parecía hecho de palabras y era que estaban rezando. Pero oía tan cerca las ruedas de metal que la venció la tentación de entreabrir los visillos de la ventana que daba a la calle del Pozo justo cuando pasaba el carro en forma de ataúd, que tenía en la parte de atrás un pestillo exactamente igual a los que cierran los hornos. Lo conducía un hombre pálido que tenía cara de tísico o de ahorcado redivivo y daba tumbos asido con la mano derecha a la barra del pescante y esgrimiendo en la izquierda un látigo de cuero que usaba con saña inútil contra las ancas huesudas de la mula. Cuando alguien se quitaba la vida no iba a recoger su cuerpo el coche con crespones de luto de la funeraria, sino el carro vil de la Macanca, que no lo llevaba a los patios cristianos del cementerio, sino al otro lado de los bardales sin cruces del corral de los Matados. También aparecía en tiempos de epidemia, o cuando se había cometido un crimen, o cuando se encontraba en una cuneta el cadáver de alguien y no se sabía quién era ni si había muerto confesado. Así que si ahora entraba en la plaza de San Lorenzo era la señal de una desgracia: en el silencio súbito mi madre oyó las ruedas, los cascos de la mula, los latigazos, como si ya resonaran dentro de su casa, y ahora sí se atrevió a asomarse a la calle, enajenada por el miedo, hipnotizada y temeraria, imaginando que el carro se detenía ante su puerta y que el cochero tensaba la rienda y bajaba del pescante y fijaba en ella sus ojos de enfermo, las pupilas que ni ella ni nadie se atrevía a mirar. Pero no se detuvo, y ahora mi madre la veía desde atrás, un largo catafalco pintado de negro pasando junto a los álamos y las puertas cerradas, en la plaza vacía, parándose por fin con crujidos de herrumbre frente al portalón de la Casa de las Torres, bajo los relieves de gigantes encadenados que sostenían borrosos escudos de armas y las gárgolas que asomaban sobre los aleros un gesto unánime de voracidad y terror. Vio en la plaza ventanas entreabiertas y caras de mujeres ávidas que se hacían señales de balcón a balcón. También su madre, Leonor Expósito, salió de la cocina secándose las rojas manos en el delantal, la miró con enojo y asiéndola de un brazo la hizo volver al zaguán y cerró la puerta con la misma terminante premura que cuando sonaban las sirenas y había que esconderse a toda prisa en la bodega. Cruzó corriendo los dos portales en busca de su abuelo Pedro, que estaba, como ella suponía, en el corral, sentado junto al pozo, acariciando el lomo de su perro, pelado por la vejez, y contándole tal vez en voz baja historias de la guerra de Cuba o ejemplos de la estupidez de su yerno, que en lugar de deshacerse del uniforme y esconderse temporalmente, como tantos, o de ponerse una camisa azul y vitorear a las tropas de moros y requetés en la calle Nueva, se había ajustado los guantes blancos y la guerrera de las guardias de gala para que los recién llegados invasores lo detuvieran y lo encarcelaran con la debida dignidad.

Cuando vio venir a la niña, Pedro Expósito dejó de conversar con el perro: eso era lo que hacía, pero únicamente cuando estaba a solas con él, le decía algo y se quedaba en silencio mirando las pupilas tristes del animal, que parecía atender a sus palabras y darle la razón con los movimientos del hocico, y si llegaba alguien mi bisabuelo le hacía una rápida señal de cautela y el perro miraba con indiferencia al intruso, como retándolo a descifrar un secreto que no le pertenecía. Abuelo, dijo mi madre, tan excitada que se le entrecortaban las palabras, salga usted, que parece que ha pasado algo, que ha venido el carro de los muertos. El viejo le sonrió sin decir nada, como si no la entendiera, contemplándola desde la lejanía de su edad con una expresión que era exactamente la misma que había en los ojos del perro, y luego la invitó a acercarse con un gesto de la mano, con hospitalidad y ternura, como si le bastara llamarla para conjurar cualquier maleficio que la amenazara. Pasó su brazo derecho sobre los hombros de mi madre estrechándola suavemente contra él y le acarició la cara sin apenas tocársela, como si fuera ciego y dibujara de memoria sus rasgos. No tengas miedo, le dijo, que no viene por ti.

Entre todas las voces que conocía sólo aquella la rescataba del miedo y le sonaba siempre libre de oscuridad y mentira. La voz de su padre, que ahora sólo podía recordar en sueños de los que su propio llanto la despertaba, se convertía muchas veces en un escándalo de ira. De pronto lo oía gritar sin entender por qué y procuraba ocultarse, y desde su escondrijo -las faldillas de una mesa, la espalda de un sillón, la proximidad acogedora y el olor a pana antigua y a tabaco de su abuelo- seguía escuchando insultos y tremendas blasfemias, patadas y correazos que silbaban en el aire tras una puerta cerrada. La voz de su madre, cuando le hablaba a ella, solía tener la frialdad de una orden o la amargura de una queja, cuando no un matiz de ironía que aún iba a lacerarla muchos años después de que se alejara de la infancia, de la que tal vez le ha quedado no la memoria de un paraíso inexacto que ella no conoció, sino el tormento secreto del miedo y de la incertidumbre que tal vez yo heredé de ella igual que la forma de la cara y el color de los ojos. Pero al menos tenía siempre consigo la voz de su abuelo Pedro, que le hablaba a una parte de su alma anterior a toda posibilidad de recuerdo, porque la había estado oyendo desde que se dormía en la cuna con las habaneras que él le murmuraba. De noche le bastaba oírla en una habitación contigua o tan sólo imaginarla para que se desvanecieran las otras voces de la oscuridad, las salmodias de las brujas y los cuentos atroces del tío Mantequero, los silbidos de las bombas, los motores que se detenían antes del amanecer junto a las puertas de las casas y los golpes violentos en los llamadores, la letanía de la madre y la hija que oyen desde la cama los pasos del asesino que viene a degollarlas. Ay mama mía mía mía quién será, cantaban al anochecer en los corros, bajo las bombillas recién encendidas, cállate hija mía mía mía que ya se irá, y esas palabras, que a nadie parecían atemorizar más que a ella, se las repetía monótonamente su memoria cuando estaba acostada, y era inútil que se tapara la cabeza con las mantas y que rezara para defenderse el Señor mío Jesucristo, porque los crujidos en la escalera eran los pasos de alguien y el ruido de la carcoma en las vigas del techo o de las ratas en el pajar era el aviso de que alguien venía horadando los muros de la casa cerrada, alguien acercándose con la fatalidad del mecanismo de un reloj, ay mama mía mía mía quién será, el hombre que vino a decirles que su padre estaba en la cárcel, cállate hija mía mía mía que ya se irá, los que llamaron a la casa del rincón y se llevaron a Justo Solana en una furgoneta negra, el cochero de la Macanca, con su cara de verdugo o de muerto, el médico jorobado, don Mercurio, que visitaba a sus enfermos en uno de los últimos coches de caballos que se vieron en Mágina y que parecía de antemano enviado por la funeraria.

Dice mi madre que el coche de don Mercurio irrumpió esa mañana en la plaza de San Lorenzo unos minutos después que el carro de los muertos indignos, negro y decrépito como la figura de su dueño, con su capota de cuero gastada por casi todos los soles y los inviernos del siglo, con sus cristales rajados por las ondas de las explosiones, con sus cortinillas de una gasa como de velo de viuda tras las que mi abuelo Manuel dijo haber visto una noche la cara de una joven, lo cual le dio motivo para inventar pormenores legendarios sobre la virilidad de don Mercurio, que según él se mantuvo intacta y batalladora hasta que el médico cumplió un siglo. Pero mi madre no vio el coche todavía, no esperó a descubrir por el sonido de un llamador en casa de quién había anidado la desgracia. Permaneció en el corral, al amparo del brazo de su abuelo, que aún reposaba en sus hombros, tan silenciosa como el perro, compartiendo la misma certeza de protección que les deparaba a los dos la voz de Pedro Expósito, que ahora acariciaba la cabeza del animal y le decía, no te preocupes tú, que tampoco vienen por nosotros.

Venían por alguien que acababa de tener una mala muerte en la Casa de las Torres, oyeron decir, a través del pozo, en el patio de los vecinos. Durante la noche algunos habían oído una sorda explosión que estremeció los cristales de todas las ventanas y que atribuyeron por costumbre a aquellas bombas olvidadas que seguían estallando traidoramente en los descampados y en los solares de ruinas. Venían por un albañil que se había ahorcado, le contó a Leonor Expósito una mujer que se detuvo un instante junto a la ventana y siguió corriendo para unirse al grupo temeroso que ya se estaba formando alrededor de la Macanca y que se abrió para dar paso al coche de don Mercurio tan respetuosamente como si hubiera llegado el trono de una procesión. Alguien dijo que el albañil no se había quitado la vida, sino que se partió el cuello al caer de un andamio, y que al principio lo creyeron muerto y por eso mandaron a llamar a la Macanca, pero que luego notaron que le quedaba un hilo de vida y a toda prisa avisaron a don Mercurio, pues no había otro médico en Mágina que pudiera remediar un caso tan desesperado. Y mi madre y mi bisabuelo supieron que había aparecido el coche de don Mercurio en la plaza de San Lorenzo porque hasta ellos llegó, por encima de los bardales y los emparrados, la canción que le cantaban los niños cuando lo veían acercarse.

–Tras, tras. – ¿Quién es?

–EI médico jorobeta

que viene por la peseta

de la visita de ayer.

Esa misma canción la había cantado mi abuela Leonor cuando era niña, y ya entonces parecía tan antigua como el romance de doña María de las Mercedes: aún perduraba en mi infancia, veinte años después de la muerte del médico, que ya debía de ser nonagenario cuando se descubrió la momia de la mujer emparedada. Pero me han contado que lo más raro no era la ligereza de simio disecado y mecánico con que se movía ni la precisión infalible de sus diagnósticos, sino su lejanía del presente, sus trajes y sus modales y su capa de principios de siglo, el coche de caballos llamados estrafalariamente Verónica y Bartolomé con que recorría la ciudad fuera de día o de noche, pues por muy a deshoras que alguien acudiera en su busca siempre lo encontraba como recién vestido y dispuesto, el plastrón negro ceñido al cuello alto de celuloide, la capa de terciopelo con vueltas rojas y el maletín al alcance de la mano, el caballo y la yegua enganchados al tiro y el cochero somnoliento y veloz murmurando por lo bajo acerca de la mala vida que le daba don Mercurio, pero siempre vestido con su guardapolvo verde y su gorra de plato, que se quitaba con respeto de sacristán al entrar en una casa donde yaciera un muerto o un enfermo muy grave. Según mi abuelo Manuel, don Mercurio había inventado una pócima que le garantizaba la inmortalidad. Desde uno de los balcones del primer piso, oculta tras las macetas de geranios, mi madre se acuerda de que pudo ver al fondo de la plaza, junto al portalón de la Casa de las Torres, cómo aquel anciano pulcro, diminuto y torcido, saltaba del coche como un muelle antes de que Julián extendiera el estribo, y le dio miedo, aun tan de lejos, su cara tan pálida y la orografía de su cráneo pelado, que el médico, de quien se decía que fue en su juventud un seductor fulminante de señoras del gran mundo, cubrió en seguida con una chistera, tocándose el ala con una discreta inclinación para saludar al inspector Florencio Pérez, al forense y al escribiente del juzgado, que habían salido del interior de la Casa de las Torres para recibirlo. Amarillo y alto como una estatua que nadie se atrevía a mirar, el conductor de la Macanca fumaba en su pescante, mirando al cochero de don Mercurio desde su insana soledad de verdugo o de reo y sin duda comparándose a él con rencor. Dos guardias de uniforme gris empujaban hacia atrás a las vecinas más audaces o más maledicentes, y entre ellas daba saltos de mono y gritos de papagayo el sabandija Lagunillas, que muchos años después, cumplidos los ochenta, canijo e imberbe como un niño disecado, dio en el antojo de casarse, y puso anuncios en Singladura solicitando una novia joven, honesta y hacendosa, y mintiendo tan descaradamente acerca de su propia edad y su buena presencia que cuando una viuda incauta respondió al anuncio, fue a visitarlo y lo vio en el portal mugriento de su casa, echó a correr hacia la calle del Pozo como si huyera de un fantasma. Las vecinas ansiosas de novedad se encararon a los guardias, pero el portalón se cerró con una definitiva resonancia de lápida y nadie pudo averiguar nada hasta varias horas después, cuando la guardesa, desobedeciendo las órdenes de la policía, contó en la cola de la fuente del Altozano que en una cripta de aquel palacio abandonado desde hacía medio siglo había aparecido el cuerpo incorrupto de una muchacha. Guapísima, dijo la guardesa, como una artista de cine, y rápidamente se corrigió, como una estampa de la Virgen, vestida de dama antigua, morena, con tirabuzones, con un vestido de terciopelo negro, con un rosario entre las manos, una santa martirizada en secreto, emparedada en el sótano más hondo de la Casa de las Torres, tras un muro de ladrillo que la explosión de una granada derribó por azar. Y añadió en días sucesivos, en las colas populosas de la fuente y en los lavaderos de la muralla, que ahora se explicaba las voces que algunas veces la sobresaltaron por las noches, susurros y llantos como de ánima del purgatorio que ella atribuía al miedo de vivir sola en aquel caserón con torreones y saeteras de castillo y que no eran sino avisos de la santa que la estaba llamando. Gabriela, ven, le decía la voz, Gabriela, que estoy aquí, pero ella, cobarde, no quería escuchar y escondía la cabeza debajo de la almohada, y no se lo contaba a nadie para que no la tomaran por loca. Una vez, en la fuente del Altozano, mi madre oyó a la guardesa imitando la voz de la santa, prolongando con una cadencia fúnebre el final de las palabras, como en los seriales de la radio, y aquella noche, en su dormitorio, desde cuya ventana podía ver a la luz de la luna la fachada de la Casa de las Torres y las sombras oblicuas de las gárgolas, le pareció que a ella también le llegaba la queja de aquella voz, y se imaginó que la oscuridad donde permanecían abiertos sus ojos era la del sótano donde la muchacha fue emparedada. Recordó que la explosión había retumbado en el subsuelo de la plaza una hora antes del amanecer, pero no con un estrépito como el de las bombas que arrojaban los aviones, sino más bien como la onda expansiva de un terremoto, y se extinguió tan rápido que muchos que dormían creyeron al despertarse que la habían sonado. La guardesa dijo que fue derribada violentamente de la cama y que vio estremecerse sobre su cabeza la bóveda de piedra de la habitación donde dormía, y salió a los corredores invadidos de escombros temiendo morir sepultada bajo el caserón que tal vez ahora sí se hundiría definitivamente, después de más de cuarenta años de abandono y tres de bombardeos. Pero cuando bajó al patio ya se había restablecido el silencio, y no advirtió ninguna modificación en el aspecto usual de sus ventanas sin cristales y sus arcos en ruinas, de modo que también habría creído en la posibilidad de un sueño o de un breve terremoto si no hubiera visto surgir de la boca de uno de los sótanos una columna de polvo tintado de violeta por la luz difusa del amanecer.

Era una serial, dijo luego, no a don Mercurio ni a los policías, de cuya piedad desconfiaba, sino a las vecinas que durante unas semanas volvieron a dar crédito a sus narraciones absurdas, un signo del cielo, un aviso de la santa que no quería seguir más tiempo oculta a la veneración de los católicos, y al notar con vanidad la expectación de las mujeres que por escucharla ya ni se cuidaban de vigilar su turno en la cola de los cántaros revivía aquel amanecer en que vio levantarse la columna de polvo o de humo y se armó de valor para caminar hacia el arco que daba paso a los sótanos, a donde nadie, que ella supiera, había bajado en más de medio siglo, desde que abandonó la casa el último superviviente de la familia que la había poseído durante cuatrocientos años y sólo quedó en ella la antigua guardesa, su madre, de quien heredó no sólo el puesto, sino hasta la condición temprana de viuda y la tendencia a una solitaria excentricidad gradualmente contaminada de beatería y de locura. Pero no era cobarde, no podía serlo viviendo como vivía en aquel laberinto de corredores con techumbres de maderámenes podridos en los que anidaban murciélagos, de patios con pozos ocultos bajo la maleza y salones de bailes y túneles frecuentados por gavillas de ratas tan saludables y veloces como conejos, siempre sola, con un racimo de llaves grandes como aldabas atado a la cintura con una cuerda de cáñamo que parecía un cíngulo de penitencia, rodeada de gatos feroces y leales, alumbrándose de noche con un fanal de barco, pues no tenía luz eléctrica más que en las habitaciones de la torre sur que le servían de vivienda. Antes de bajar a los sótanos para buscar el origen del humo o de la voz que la llamaba se echó sobre los hombros una especie de tabardo austrohúngaro exhumado tal vez de un arcón donde se guardaban los disfraces de carnavales remotos, se enfundó unas grandes botas de agua que fueron de su difunto y cogió el farol y un cayado de vaquero que más de una vez le había servido para amenazar a los niños que se colaban en la casa jugando al castillo de irás y no volverás y a los vagabundos que saltaban las bardas de los corrales traseros con la intención de refugiarse de una noche de frío o de lluvia. Tanteando con el cayado los peldaños desiguales bajó muy cautelosamente hasta adentrarse en una estancia subterránea que tenía bóvedas como de aljibe y en la que se oían con precisión siniestra los arañazos y roces de las grandes ratas que escapaban hacia los rincones en sombras. A pesar de su hondura y de las tinieblas, el sótano no olía a humedad, sino a aire seco y rancio, como el interior de un armario cerrado durante mucho tiempo, y cuando la guardesa deshacía las telarañas que le cerraban el paso la sofocaba el polvo cernido y picante que se desprendía de ellas.

Pero a medida que se adentraba en el pasillo central de los sótanos a lo que empezó a oler más intensamente fue a pólvora, y luego, casi en el último recodo, olió a sangre y vio con asco una cosa peluda y sangrienta adherida a la pared y tardó un segundo en darse cuenta de que era la cabeza arrancada de un gato: algo más allá estuvo a punto de pisar una masa de vísceras que todavía palpitaban, y aproximando la luz al muro cóncavo de granito vio manchas dispersas de sangre y jirones de carne trizada y fragmentos de madera y de metal humeante. Entonces se acordó: hacía un par de años, unos soldados vinieron a la Casa de las Torres diciendo que traían órdenes de convertirla en cuartel o almacén, se bajaron de una camioneta mostrándole un papel manchado de aceite y de mugre y empezaron a descargar cajas y a alborotárselo todo. Pero ella los amenazó con su cayado y le dio un golpe tremendo en el lomo a uno de los hombres de uniforme, que se negaba a hacerle caso, y les gritó tales maldiciones que la cara se le descompuso hasta parecerse a las gárgolas de los aleros. Los soldados se reían de ella, pero sólo eran tres y es posible que no supieran manejar las armas que llevaban y que ni siquiera estuviesen cargadas. Recogieron a toda prisa las cajas y se apresuraron a subir a la camioneta, perseguidos por la porra infalible y las maldiciones de la guardesa, y la pusieron en marcha jurándole que volverían para fusilarla. No esperó a verlos irse: cerró el portón con tres vueltas de llave y aseguró los cerrojos y la tranca tan gruesa como un palo mayor, menos feliz por su victoria que irritada por el descaro de aquellos intrusos que ni siquiera se vestían como los militares de verdad. Pero de una de las cajas se les había caído una granada de mano, y ella, después de examinarla con atención y un poco de pavor, la guardó lo más hondo que pudo, en el último sótano, imaginando tal vez que podría usarla para defenderse si regresaban los soldados, encastillándose en la Casa de las Torres como el señor feudal que la edificó, un turbulento condestable Dávalos que se había sublevado contra el emperador Carlos V en tiempos de los comuneros. Y cuando más olvidada tenía el arma de su improbable resistencia, uno de los gatos salvajes que la obedecían como halcones de presa habría pisado o mordido la espoleta de la granada de mano y provocado la explosión que lo desintegró instantáneamente, que conmovió los cimientos de la Casa de las Torres y derribó parte de un muro de argamasa y adobe que tapaba el rincón más oculto del sótano, descubriendo a la luz del farol una cara blanca y polvorienta que parecía flotar en la penumbra, como la cara de un fantasma que surge de noche en un cristal, como una virgen de cera vislumbrada al fondo de un capilla donde arden débilmente los cirios. Me estaba mirando como si se hubiera asomado al hueco de la pared, dijo la guardesa, me miraba y me decía que no me asustara, que ella era muy buena y no iba a hacerme nada. Porque si al principio dijo que le pareció haber oído en sueños la voz de la santa, después fue agregando detalles que magnificaban el milagro, y la voz soñada se convirtió en una voz real que huía de los labios sellados, muy suave, como el susurro desfallecido de una enferma, no en vano había pasado la santa diez o doce siglos escondida en la oscuridad, sentada en un sillón como una dama de visita, con los ojos azules abiertos y fijos en el muro, inmóviles en un insomnio eterno, deslumbrados unas horas después por el magnesio de Ramiro Retratista, que perpetuó sus pupilas alucinadas y muertas en las fotografías para que ahora yo pueda mirarlas y viaje como en una secreta máquina del tiempo a una plaza sombreada de álamos que ya no existen y reconozca y recuerde voces que suenan en la infancia de mis padres y ecos de llamadores golpeando puertas de casas en las que no vive nadie desde hace muchos años.

Las voces perdidas de la ciudad, los testigos tenaces, postergados, desconocidos, los que contaron y guardaron silencio, los que dedicaron años al recuerdo o al odio y los que eligieron la apostasía y el olvido: esquelas mortuorias colgadas en los escaparates de los comercios de la plaza del General Orduña y de la calle Nueva, ancianos aburridos que juegan al dominó y conversan bajo el estrépito de un televisor en el hogar del pensionista, que toman el sol en los jardines devastados de la Cava, pisando cristales de botellas rotas y jeringuillas de plástico, o dormitan junto al brasero en comedores con muebles de tapicería sintética o en los pasillos lóbregos del asilo, voces recordadas de muertos y caras impasibles de muertos en vida. Voces de Mágina que nadie escuchará, que se van extinguiendo una por una como las luces de las calles después del amanecer, rostros salvados del cataclismo lento del tiempo por la vana lealtad de Lorencito Quesada y su inepto entusiasmo y por la cámara de Ramiro Retratista, que guardó en un baúl todas sus fotografías innumerables y lo entregó al comandante Galaz como si presintiera la inminencia de un naufragio, como quien entierra un tesoro antes de huir de una ciudad amenazada.

Voces, caras sin nombre, figuras quietas en el tiempo, caras de muertos, de verdugos, de inocentes, de víctimas: el inspector Florencio Pérez, que jamás aclaró ni un solo crimen ni obtuvo una sola confesión ni se atrevió a publicar con su propio nombre los versos que escribía; el teniente Chamorro, diplomado por la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, preso durante catorce años por auxilio a la rebelión militar, liberado y preso de nuevo al cabo de veintidós días de libertad porque nada más salir de la cárcel tuvo la delirante ocurrencia de irse a la sierra de Mágina con una cuadrilla de libertarios armados con escopetas de perdigones para ejecutar al Generalísimo, que estaba allí cazando ciervos o asistiendo a un retiro espiritual de capellanes castrenses; Manuel García, gastador de la Guardia de Asalto, convicto de rebelión por haberse presentado reglamentariamente en el hospital de Santiago unos minutos después de que se izara en la fachada la bandera roja y amarilla; el ciego Domingo González, fugitivo de Mágina en mayo de 1937, salvado de morir porque se escondió bajo un montón de paja y porque alguno de los que estaban persiguiéndolo palpó su cuerpo con las puntas de una horca de estiércol y en lugar de atravesarlo o de revelar su presencia dijo a los otros milicianos que ya podían irse, que no había nadie en el pajar: juez togado más tarde, que firmaba con serenidad condenas de muerte y ni siquiera tuvo clemencia con su ex amigo y paisano el teniente Chamorro: juez inflexible y coronel retirado que volvió a Mágina y se fue a vivir a la casa de la plaza de San Lorenzo donde había vivido el viejo Justo Solana, jinete misántropo que recibió un día dos disparos de sal en los ojos y se quedó ciego y pasó el resto de su vida temiendo que el hombre que lo había cegado cumpliera su amenaza y volviera en la oscuridad para matarlo; Ramiro Retratista, fotógrafo y triste y enamorado de una muerta, exiliado voluntario de Mágina, náufrago tardío en Madrid, en la plaza de España, retratista de novios pobres en viaje de bodas, de recién casados de provincias que sonreían tomados del brazo ante las estatuas de don Quijote y Sancho Panza. Y Lorencito Quesada, insigne repórter y veterano dependiente de El Sistema Métrico, decano en Mágina de los corresponsales de prensa, radio y televisión, biógrafo voluntarioso y siempre fracasado de los hombres eminentes de Mágina y su comarca, corresponsal de Singladura, investigador de misterios policíacos y sobrenaturales, de los poderes telepáticos y de las visitas al valle del Guadalquivir de mensajeros de otros mundos, autor de un serial en cinco entregas sobre el Enigma de la mujer emparedada o El misterio de la Casa de las Torres, pues ambos titulares le parecían sugestivos y tardó mucho en decidirse por uno de ellos, decisión en todo caso inútil, ya que después de algunas semanas febriles de trabajo y de insomnio el director de Singladura rechazó las treinta páginas que él le había enviado y que nunca se llegaron a publicar.

Fue Lorencito Quesada quien descubrió y quiso revelar al mundo, o a Mágina, las memorias inéditas del inspector y luego subcomisario Florencio Pérez, y quien buscó, sin fruto alguno, dinero y patrocinio para publicarlas, movido por un entusiasmo que jamás conoció el desaliento ni el éxito. Puede que nadie más que él en la ciudad tuviera noticias o sospechas de la vocación literaria del policía jubilado, que se había pasado la vida escribiendo versos y enviándolos, firmados con seudónimo, a casi todos los concursos de la provincia, obteniendo muy de tarde en tarde alguna flor natural que nunca recogió, por falta de valor y exceso de vergüenza, por un temor lacerante al ridículo que se le fue agravando con los años y lo llevó, casi en el lecho de muerte, a la tentación de quemar toda su obra tan laboriosamente mecanografiada en los reversos de los formularios oficiales, igual que había hecho o mandado hacer Virgilio. Hasta la época de su jubilación siempre se había abstenido de la prosa, por considerarla, como le confesó una vez a Lorencito Quesada, un género menor, pero cuando se quedó sin nada que hacer y se supo amenazado por una desidia y una melancolía que proliferaban sombríamente sin la distracción diaria del trabajo tuvo la ocurrencia de emprender la redacción de sus memorias, y entonces, si no las ganas de vivir, se le acentuó el miedo supersticioso a la muerte, pues temió que le llegara antes de que diera fin al relato de su vida. Era viudo, vivía en casa de una hija cuyo marido, un magnate de los videoclubes locales, lo desdeñaba abiertamente, tenía otro hijo inspector en Madrid, y un tercero, el menor, que de muchacho iba para seminarista, pero que inexplicablemente se echó a perder, se dejó el pelo por los hombros y decidió convertirse en vocalista de conjunto moderno. Cuando se jubiló, el subcomisario había esperado en vano que sus antiguos subordinados le rindieran un emotivo homenaje, o al menos que le regalaran una placa conmemorativa. Pero sólo Lorencito Quesada, atento a todo, le dedicó un artículo en Singladura, y él le escribió una carta de lacrimosa gratitud, guardó el recorte en una carpeta azul y se encerró en aquella especie de trastero donde su hija y su yerno lo tenían confinado con una máquina de escribir de segunda mano y un paquete de solicitudes en blanco del carnet de identidad que había sacado de la comisaría no sin un cierto sonrojo. Sólo cuando se puso seriamente a escribir se dio cuenta con estupor y desconsuelo de que no le había ocurrido casi nada en la vida. Así que la tarea que había imaginado agotadora se reveló muy pronto liviana y trivial, y en apenas un año de escribir todos los días tuvo contados los setenta de su vida entera, y una mañana, veinte minutos después de sentarse ante la máquina, ya había llegado al momento justo que estaba viviendo, de manera que se quedó un rato pensativo, revisó desganadamente las anotaciones de los últimos días, puso una nueva hoja en el carro y empezó tranquilamente a contar sus recuerdos del día siguiente, con una cierta sensación primero de irrealidad y luego de fraude, como si se permitiera una trampa menor en un solitario, y después siguió escribiendo cada vez con más desenvoltura e incluso alegría, y contó el regreso de su hijo menor, la oveja negra de su casa y la amargura de su vejez, que venía arrepentido, con el pelo cortado, con corbata y pidiéndole perdón, después de vivir durante varios años en una comuna de Ibiza, y luego un viaje a Madrid en el que paraba en la misma pensión donde solía hospedarse antes de la guerra y navegaba en barca por el Retiro y comía gambas a la plancha en la taberna del Abuelo y daba gracias al Cristo de Medinaceli por el regreso de su hijo pródigo: cuando murió, a principios de junio, sus memorias llegaban a los primeros días de la siguiente Navidad, en vísperas del homenaje que el Círculo Cultural y Recreativo de Mágina le ofrecía en el teatro Ideal Cinema con motivo de sus bodas de oro con la policía y la literatura.

A medida que el manuscrito se aventuraba en el porvenir y en la mentira iba volviéndose más lujosamente detallado, a diferencia de la narración de los hechos reales, en la que se advertía una apresurada o desengañada sequedad: el hallazgo de la mujer incorrupta no ocupaba más de media holandesa y carecía de toda revelación sorprendente, ya fuera porque el inspector había olvidado los pormenores o porque, como sospechó literariamente Lorencito, poderosos intereses ocultos lo seguían obligando cuarenta anos después a mantener el secreto. Ya entonces, en los primeros tiempos de su carrera, tenía el inspector la cara ensimismada de pena y laboriosa arrogancia que muestra en las fotos de Ramiro Retratista y que se mantuvo invariable hasta su vejez. «Míralo», dice Nadia, acordándose, reconociéndolo, casi con ternura, aunque hace dieciocho años que lo vio por primera y única vez, cuando ya era un viejo policía desolado que se negaba al oprobio de la jubilación. Separa la fotografía de las otras, se la muestra a Manuel, que permanece tras ella en silencio y ha empezado suavemente a abrazarla, sus dos manos buscando bajo la blusa. «No cambió nunca», dice Nadia, tenía la cara como hecha de rudo cartón, el pelo hincado hasta la mitad de la frente, planchado hacia atrás con brillantina y levantándose rebelde en tiesos mechones que no había modo de domar, las cejas como un doble arco negro, las facciones cuadradas y blandas, el labio inferior grueso y caído del que le colgaba siempre una colilla de picadura apagada, el mentón siempre oscuro, aunque se afeitaba dos veces al día, una cara imposible, pensaba él con dolor, tan imposible como su nombre, Florencio Pérez Tallante, un nombre tan desastroso para policía como para poeta, una ruina y una losa de nombre. Ramiro Retratista lo fotografió en el mismo lugar donde lo vería Nadia muchos años más tarde y casi en la misma actitud, sentado tras la mesa, bajo el crucifijo y la estampa de Nuestro Padre Jesús y el retrato de Franco, el teléfono a su derecha y la escribanía a su izquierda, la mano en la barbilla, como si quisiera parecerse a la efigie de un hombre pensativo. Estaba aburriéndose y contando sílabas con los dedos en su despacho de la plaza del General Orduña, junto a la torre del reloj, cuando un guardia entró para decirle que una mujer con aire y maneras de loca había venido a dar parte de la aparición de un cadáver no identificado, seguramente el de un cautivo del dominio rojo, sepultado tras el martirio en el sótano infame de alguna checa clandestina. Como primera precaución, y sin haberla visto ni escuchado todavía, el inspector Florencio Pérez, partidario siempre de medidas enérgicas, ordenó el arresto inmediato de la mujer delatora, pero cuando el guardia salía para cumplir la orden, que al propio inspector le había parecido de una sequedad y decisión admirables, la puerta del despacho se abrió del todo y la guardesa irrumpió en él, alzando el brazo derecho en un atrabilario arriba España y agitando tan ruidosamente como una cadena de penal el manojo de llaves que traía atado a la cintura. «Iba a avisarle al párroco de San Lorenzo», dijo tumultuosamente, sin dar tiempo ni a que el inspector pusiera en práctica un rapto de indignación, «pero me acordé de que ya no hay, y me dije, Gabriela, da parte en la perrera, que aquello es más autoridad».

Que a la comisaría le llamaran en Mágina la perrera sumía al inspector Florencio Pérez en un estado próximo a la mortificación: que una mujer desmelenada, con un ruinoso tabardo sobre los hombros, un manojo de llaves y unas hediondas botas de agua se colara en su propio despacho a esa hora tranquila de la mañana que él solía consagrar dulcemente a no hacer nada y a medir endecasílabos, le hablara a gritos y no diera muestras de miedo a su autoridad, pronunciando de paso la palabra perrera, estuvo a punto de producirle un colapso cardíaco. Un mediocre puñetazo en la mesa tuvo la virtud de volcar el cenicero sobre las hojas de los expedientes -entre las cuales solía esconder el inspector borradores de sonetos-, pero no mejoró en nada su opinión de sí mismo. No servía para ese trabajo, solía confesarle a su amigo de la infancia, el teniente Chamorro, a quien de vez en cuando se veía en la luctuosa obligación de detener, le faltaba carácter. «Señora», dijo, levantándose, limpiándose la ceniza que le manchaba el pantalón y las solapas, como a don Antonio Machado, «compórtese o la encierro por desacato y tiro a un pozo la llave». «Eso hicieron con ella», dijo la guardesa, cuyo aliento olía fétidamente a goma y a alcantarilla, como las botas de agua, «la encerraron en un calabozo y no tuvieron que echar la llave, porque le tapiaron la puerta para que no saliera nunca más». «Hombre, eso tampoco es», murmuró humanitariamente el guardia, pero no tan bajo que el inspector no lo oyera: «Usted habla cuando se le pregunte, Murciano», dijo con severidad, «salga y espere mis órdenes». El guardia tenía cara de campesino y carecía de porte para llevar un uniforme que le venía grande, y cuando adoptaba la posición de firmes el tres cuartos gris le caía a lo largo de su cuerpo mezquino como un lastimoso faldón. «¿Entonces no me llevo a esta mujer en calidad de detenida?» «En calidad de nada, Murciano», dijo el inspector, irritado porque un subalterno se apropiara de las queridas fórmulas del lenguaje oficial, «salga usted y no me caliente la cabeza, que ya le diré yo lo que hay que hacer cuando haya procedido al interrogatorio». «¿Así que no me va a encerrar en la perrera?» La guardesa volvió a acercarse al inspector, las manos juntas, como si rezara, como si estuviera a punto de caer de rodillas: «Si ya lo decía yo, si tiene cara de bueno, si parece un chiquillo», «¡Señora!» El inspector se puso en pie, comprobando una vez más que no era tan alto como se imaginaba en momentos pasajeros de euforia, y su segundo puñetazo en la mesa le deparó un agudo dolor en la mano, pues había golpeado el filo metálico de un pisapapeles que representaba la basílica de Monserrat. Lo sopesó mecánicamente, acordándose con inquietud de la facilidad con que cualquier objeto podía ser usado como arma homicida. «Siéntese», volvió a dejar el pisapapeles en la mesa, «cállese, no diga nada mientras yo no le pregunte, y hágame el favor de hablar con el debido respeto».

Pero era inútil, pensaba, nadie le tuvo nunca consideración, ni los delincuentes ni los subordinados, nadie, ni sus hijos, que después de su muerte le entregaron a Lorencito Quesada sus memorias sin mirarlas siquiera, como papel viejo que se regala a un trapero. Para tranquilizarse, el inspector lió un desmañado cigarrillo y mientras pasaba la lengua por el filo engomado del papel se quedó mirando, al otro lado de los cristales del balcón, la estatua del general Orduña, a quien esa misma mañana había empezado a escribirle un soneto. «El bronce inmortal de tus hazañas», murmuró con disgusto, pero sin rendirse, «el bronce inmemorial de tus hazañas». Con los dedos de la mano izquierda tamborileaba en el cristal contando las sílabas, tan absorto, tan desesperado por las dificultades de la rima que tardó en darse cuenta de que la guardesa, a sus espaldas, continuaba hablando sin esperar sus preguntas, sin el menor respeto a su autoridad: «… morena, sí señor, pero con los ojos azules, muy grandes, como si estuviera asustada. como se quedan las personas cuando les da un aire y ya no hablan ni conocen, con la raya en medio, como las damas antiguas, con moñetes y tirabuzones, con un vestido negro de mucho escote, negro o azul marino, o morado, no pude verlo bien porque el hueco está muy oscuro y yo no he querido abrirlo más para no tocar nada hasta que ustedes dispongan, y lleva un escapulario al cuello, en eso sí que me he fijado, yo creo que es un escapulario de Nuestro Padre Jesús…»

«Atronando de gloria las Españas», decidió el inspector, sin ver ni oír a la guardesa, «el fuego del valor en las entrañas». «Y de cuerpo pues será como usted, poquita cosa, pero muy concertada, aunque tampoco la he visto bien, porque parece que está sentada en un sillón, ni asomarme adentro he querido, por miedo a estropear algo, a los muertos no hay que tocarlos hasta que el juez diga que los levanten, claro que ella no está tendida, y a mí me parece que tampoco está muerta, cómo va a estarlo, si tiene la piel tan suave como un melocotón, pero muy pálida, eso sí, como la cera, será porque esas damas he oído yo decir que tomaban vinagre…» «¡Del olvido las torvas espadañas!», casi gritó de entusiasmo el inspector, y temiendo no acordarse luego de un endecasílabo tan indiscutible volvió a su escritorio y lo anotó en el margen de un oficio, fingiendo que apuntaba algún detalle de la declaración de la guardesa. Una hora después, extenuado por la imposibilidad de no seguir repitiendo en silencio palabras absurdas terminadas en «añas» y de lograr que la guardesa ajustara su narración a un orden cronológico, el inspector Florencio Pérez oprimió enérgicamente varios timbres, sostuvo dos conversaciones telefónicas colgando luego el auricular con la adecuada violencia, se puso la gabardina y el sombrero y dio orden de preparar un automóvil adscrito al parque de la comisaría, al objeto de presenciarse con la mayor prontitud en el lugar de los hechos, según explicó más tarde en un informe cuya redacción le costó más desvelos que la primera estrofa del soneto al general Orduña, a la cual añadió en los sótanos de la Casa de las Torres un verso que terminaba en «telarañas», por las muchas que tuvo que apartar con infinita repugnancia de su cara y sus manos cuando procedió a la detenida inspección ocular de lo que llamó en su informe el escenario del crimen, no tanto porque creyera que se había cometido uno como por el escrúpulo de no repetir al cabo de sólo cuatro líneas «el lugar de los hechos».

En sus memorias constan los nombres de los testigos que bajaron con él al sótano donde había aparecido la mujer incorrupta: el médico don Mercurio y su cochero Julián, el forense Galindo, Medinilla, el escribiente del juzgado, que con los años llegó a regentar una opulenta gestoría y a convertirse en procurador en Cortes por el tercio sindical, el guardia Murciano, la guardesa contumaz, y por último Ramiro Retratista y su ayudante Matías, que era sordomudo desde que pasó un día entero sepultado bajo los escombros de una casa hundida por un obús. Para escarnio del inspector, en cuanto llegó don Mercurio, a quien por cierto nadie había llamado, los otros se inclinaron con reverencia unánime ante su autoridad y a él dejaron de verlo, como si no existiera, como si no fuera él quien ostentaba en ese momento y en la Casa de las Torres la máxima jerarquía. «Se trata de un caso insólito de momificación», dijo el forense cuando la guardesa cerró las puertas de la calle y las voces de la vecinas se escucharon con la lejana confusión de un zureo de palomas. «No creo que sea más insólito que yo mismo», dijo don Mercurio, parado junto al inspector como si no lo viera, admirando distraídamente las columnas de mármol y los arcos inseguros del patio: «A mi edad comprenderán ustedes que de lo que más entiende uno es de momias.» «Por la ropa que lleva yo diría que fue emparedada hará sesenta o setenta años.» En los casos desesperados el inspector Florencio Pérez procuraba restablecer su tambaleante autoridad con un matiz científico. «¡Sesenta años!», la guardesa gritó como si reprobara una blasfemia, haciendo sonar amenazadoramente el manojo de llaves. «Sesenta siglos más bien, desde que hicieron la casa. Sería cautiva de los moros…» «No diga usted disparates, señora», Medinilla, el escribiente del juzgado, que era soplón de la secreta, esgrimió ante la guardesa su cartapacio abierto y la estilográfica con la que hacía como que tomaba notas, «que yo aquí lo apunto todo, y luego consta».

Caminaban sorteando estatuas despedazadas y montones de escombros sobre los que crecían malvas y jaramagos, y al llegar al hueco abovedado bajo la escalinata con peldaños de mármol los pasos y las voces adquirieron una resonancia de cripta. «Cuidado con los escalones», dijo la guardesa, «que son muy traicioneros». Bajó delante el inspector, que llevaba una poderosa linterna con acanaladuras cromadas, y ya nadie habló, ni la guardesa, mientras cruzaban sótanos y corredores que conducían a otros sótanos idénticos, ocupados por muebles grandes como catafalcos y armazones podridos de carruajes barrocos. Cuando la linterna alumbró el nicho que un albañil había descubierto del todo la guardesa se santiguó con un rápido garabateo piadoso y todos, salvo don Mercurio, se mantuvieron a una cierta distancia, mirando las sombras que desplazaba sobre los muros el círculo de luz, en medio de los cuales, como una imagen de cera en una hornacina, con la majestad de una estatua egipcia de advocación desconocida, con las manos cruzadas sobre el regazo de un vestido a la moda del Segundo Imperio y la nuca apoyada en un sillón de respaldo muy alto, la muchacha incorrupta miraba al vacío con sus ojos azules a los que la linterna arrancaba destellos de vidrio. Pero no había en ella nada sobrecogedor, sino más bien una especie de naturalidad imperturbable, como si en vez de llevar setenta años emparedada se acabara de sentar en el sillón de un gabinete para recibir con sosiego a sus amigos más íntimos, que por respeto no se le acercarían hasta no ser llamados uno a uno por ella.

Sin volverse, como un cirujano absorto en la dificultad de una operación, don Mercurio requirió sus gafas, su maletín, la luz. A su lado, muy atento, obedeciendo instantáneamente los gestos de sus manos, Julián se inclinaba para mirar a la muchacha y obligaba a los otros a guardar la distancia que seguía apartándolos de don Mercurio. Era Julián quien sostenía ahora la linterna, pues el inspector Florencio Pérez se la había entregado con una docilidad que él mismo consideró íntimamente imperdonable, y durante más de un minuto, hasta que la guardesa encendió su farol de petróleo, sólo la figura de la muerta, resplandeciente y lívida, con el cabello polvoriento brillando en torno a su cara como una gasa negra, permaneció fuera de la oscuridad que envolvía a los otros, sombras cobardes que se rozaban sin reconocerse y se oían respirar mientras la silueta pequeña y jorobada de don Mercurio se movía despacio ante el nicho iluminado, haciendo rápidos ademanes como de liturgia o de conjuro con sus dedos extendidos, que rozaban sin tocarla la cara de la momia y al enredarse a uno de los bucles de sus sienes levantaron una tenue nube de polvo que hizo toser al medico y a su ayudante.

«Observe, Julián», dijo don Mercurio, «que esta joven no se resistió al emparedamiento. ¿La encerraron aquí después de narcotizarla y cuando despertó fue presa de un colapso que ni siquiera le dio tiempo a un movimiento de pánico? Examine las falanges de sus dedos – y don Mercurio se quitó las gafas de pinza y adhirió al cuévano amarillo de su ojo izquierdo una lupa diminuta, aunque muy potente: todos los enterrados vivos presentan en la exhumación señales muy parecidas. Unas gastadas, falanges rotas, torsión antinatural de los miembros. Ojos desorbitados, mandíbulas abiertas, desencajadas por los gritos de terror. Esta señora o señorita no. Observe su posición: tranquilidad perfecta. Las singulares condiciones ambientales de esta cripta obraron el prodigio que a esa pobre mujer le ha parecido un milagro. Un hecho infrecuente, pero no excepcional, como muy bien saben los arqueólogos y las autoridades eclesiásticas. ¿Qué me dice, Julián?» Al cochero la sabiduría de don Mercurio le producía a veces una felicidad muy próxima a la congoja del llanto: «Qué me va a parecer, que es usted una eminencia, don Mercurio.» «No me dé coba, Julián, que ya tengo un pie en la frontera del gran enigma y me son indiferentes las vanidades del mundo. Hechos, Julián, facts, que dicen los ingleses.» «Prudencia, don Mercurio», dijo Julián, mirando de soslayo a los otros, «que hay por aquí mucho partidario de las potencias del Eje». Don Mercurio acercó ahora su lente a una pupila de la muchacha muerta, como un oftalmólogo que le examinara la vista. «Llevo un cuarto de siglo siendo aliadófilo, Julián. No querrá usted que a un paso de la tumba me haga partidario del Kaiser.» «Si ya no hay Kaiser, don Mercurio», dijo el escribiente, que se les había acercado con su instintiva cautela de soplón, «ahora quien manda en Alemania es el Führer».

«Pues vaya diferencia», el médico ni siquiera se volvió. Requiriendo a Julián para que aproximara más la lámpara había rozado los pómulos de la momia con el dedo índice de la mano derecha y se frotaba su yema lenta y delicadamente con la del pulgar para percibir con exactitud la textura del polvo que lo manchaba, sutil como el de las alas de una mariposa. Parecía que estuviera tocando el mármol de una estatua o la superficie de un lienzo que temiera dañar con el roce de sus dedos, incluso con la cercanía de su aliento. Con la punta de un pañuelo limpió la medalla que relucía en el escote de la muerta y sopló muy suavemente en el pequeño cristal que protegía una imagen color sepia de Cristo coronado de espinas. Luego dio unos pasos atrás, siempre mirando a la muchacha, y al devolver la lupa a Julián, que la guardó escrupulosamente en el maletín, antes de ajustarse de nuevo sobre la corva nariz los lentes de pinza, se frotó los ojos y por un momento pareció mucho más viejo y más débil, como si una fatiga repentina le acentuara la joroba o estuviera a punto de sufrir un desmayo. Julián, que adivinaba en seguida sus estados de ánimo y las vacilaciones alarmantes de su salud, entregó al inspector la linterna y dejó en el suelo el maletín, preparándose para sostener con discreción aquel cuerpo tan liviano como un muñeco de paja, arrimándose a él, como hacía otras veces, para evitar que se cayera, porque temía que si dejaba que don Mercurio se deslizara hasta el suelo se le desarmaría para siempre. Pero el médico sólo tanteó imperceptiblemente el aire en busca del brazo de su cochero, y al encontrarlo cerró en torno a él su mano derecha con una fuerza que ya no era más que pura obstinación, y un segundo más tarde, como si al apretarle el brazo hubiera recibido una parte del vigor de su pulso, volvió a erguir la cabeza, se puso el sombrero e hizo frente con su irónica gallardía de siempre a las miradas interrogativas y un poco amedrentadas de los otros.

«En mi opinión», dijo, «y a reservas de lo que tenga que decir mi docto colega, a quien al fin y al cabo corresponde el dictamen del foro, lo más prudente sería no mover el cuerpo. Como usted, tan acertadamente, mi querido inspector, conjeturaba, esta joven fue emparedada aquí hace unos setenta años. Lo sé, para mi desgracia, porque me acuerdo de que así se vestían las jóvenes de buena familia en mi primera juventud. ¿Y quién nos asegura que no se deshará en polvo cuando intentemos trasladarla, por mucho cuidado que pusiéramos? Le supongo al tanto, inspector, de los trabajos del llorado egiptólogo mister Cárter, a quien por cierto tuve el honor de ser presentado hace mucho años en Madrid. Momias que se mantuvieron en perfecto estado de conservación durante cuatro milenios pueden quedar dañadas irreparablemente por una claridad excesiva, un cambio brusco de temperatura o un aire ligeramente húmedo».

El inspector Florencio Pérez hubiera querido decir algo, pero un acceso de gratitud hacia don Mercurio y hacia Howard Cárter, de cuyos trabajos carecía de toda noticia, pero cuya muerte le pareció de pronto una tragedia irremediable, le atenazaba la garganta, y tuvo miedo de que si hablaba le saliera aflautada la voz. «Yo vi una película sobre eso», oyó decir a su lado al escribiente Medinilla. La maldición de la momia. Pero quien salía era Boris Karloff.» «Sugiero, pues -don Mercurio ni miró al escribiente-, que se haga venir a un fotógrafo, se precinte este sótano y se solicite la ayuda de expertos mejor equipados que nosotros, por el bien de la ciencia, ya que no por el de esta señorita, a quien a estas alturas calculo que le dará igual que hayamos interrumpido su eterno descanso.» «Amén», dijo con reverencia la guardesa. Y el inspector, que llevaba un rato cincelando un endecasílabo («las lívidas facciones de ultratumba») y se sentía rescatado del oprobio por la consideración de don Mercurio, decidió llegado el momento de recobrar la iniciativa que le correspondía. «Murciano», dijo con una voz tan educada como terminante, «hágame el favor de avisar a Ramiro. Y que no se olvide de traer el magnesio». «A la orden. – Murciano se cuadró-. ¿Le digo al de la Macanca que se vaya?» «Y que no vuelva», intervino rápidamente la guardesa. «Si se refiere usted al vehículo del depósito -el inspector agradeció la ocasión de demostrar a don Mercurio su dominio del idioma- puede decirle al conductor que de momento no hay necesidad de sus servicios.» «Bien dicho. Al cementerio, con los muertos, que ésta es una casa cristiana.» La guardesa hablaba tan cerca de la cara del inspector que se la salpicó copiosamente de saliva. «En cuanto a usted, señora – eufórico, tranquilo, casi beodo de autoridad y confianza en sí mismo, el inspector se limpió la barbilla con un pañuelo y miró a la guardesa fijamente a los ojos -, me va a hacer el favor de dejarme a solas con estos caballeros.» «Asunto confidencial», dijo el escribiente, afectando una chulería de zarzuela, «top secret».

Julián acompañó a la guardesa y a Murciano y volvió en seguida trayéndose el farol. Al alumbrar por sorpresa y antes que ninguna otra la cara de don Mercurio de nuevo le pareció mucho más vieja que unas horas antes, y empezó a pensar que el médico sabía algo que ocultaba a los demás y advirtió en él una pesadumbre que hasta entonces no le había conocido, como una abdicación de su acerada voluntad y un abandono íntimo al desengaño de morir. «Sabe quién es y no lo dirá a nadie, la conoció cuando ella estaba viva y los dos eran jóvenes.» Pero le daba miedo pensar eso, le hacía darse cuenta de lo inconcebiblemente viejo que era don Mercurio y de los abismos de experiencia y de horror que guardaría en su memoria después de tres cuartos de siglo viviendo diariamente junto a la enfermedad, el dolor, la miseria, la agonía, después de haber presenciado varias guerras y asistido al nacimiento y luego a la degradación y a la muerte de tantos hombres y mujeres que ya no existían, caras violáceas rompiendo a llorar entre los turbiones de sangre y las vísceras derramadas de mujeres que gritaban con las rodillas abiertas, caras inmóviles, recién tachadas por la muerte sobre una almohada que todavía huele al sudor del miedo y a los medicamentos ya inútiles. Pensó que para don Mercurio los vivos y los muertos serían sombras semejantes, simulacros de juventud y belleza y vigor gangrenados sordamente por la corrupción y amenazados siempre por la cuchillada del sufrimiento: sin duda él mismo, Julián, y el forense, y el inspector, y el escribiente del juzgado, eran más ajenos para don Mercurio que aquella muerta de hacía setenta años, y el tiempo presente en el que todos ellos respiraban le parecería un espejismo o un teatro de sombras como las que proyectaban la linterna y el farol de petróleo, un futuro tan lejano de su juventud que no podría atribuirle aunque quisiera la consistencia indudable de la realidad.

Así los vio al llegar Ramiro Retratista, fotógrafo oficioso de la policía, cinco sombras inmóviles junto a un nicho alumbrado desde el suelo por un farol de petróleo, menos reales y perdurables en su imaginación que la cara y la mirada de aquella mujer cuyo retrato póstumo mostró al comandante Galaz más de treinta años después como queriendo convencerlo de que él no había inventado la historia de su hallazgo. Le avisaron, dijo, igual que siempre que aparecía un cadáver, él retrataba lo mismo a los vivos que a los muertos, cargó la cámara en el sillín de su motocicleta alemana, le ordenó por señas al ayudante sordomudo que montara en el sidecar llevando en brazos el trípode y él se puso sus gafas de aviador y arrancó en dirección a la Casa de las Torres, y cuando al fin lo guiaron al sótano y preguntó expeditivamente que dónde estaba el muerto oyó la voz desagradable del escribiente Medinilla: «No es un muerto. Es un cadáver en estado de momificación.»

Pero no podía ser una momia, pensó Ramiro Retratista cuando le vio de cerca la cara, mientras su ayudante desplegaba el trípode y situaba en los lugares adecuados los focos de magnesio, era una señorita muy joven aunque un poco antigua, mírela usted, le dijo al comandante Galaz, sosteniendo la fotografía con sus manos ya temblonas de viejo, muy tranquila y muy bella, con los pómulos anchos y los ojos abiertos, con el pelo recogido en rodetes y tirabuzones, y hasta le pareció que tenía algo de color en las mejillas, apenas una pincelada, como en los retratos coloreados a mano, y que sus ojos de muerta lo estaban mirando como las mujeres de verdad no lo miraron nunca, porque no lo veían, las mujeres no se paran a mirar al retratista, explicó, están pensando en el caballero al que le enviarán su foto con una dedicatoria elegante, cariñosa o apasionada, según. Se fijó en la cara, y pensó que era lozana y redonda, ya que había leído esos dos adjetivos en una novela, y luego sus ojos descendieron tímida y respetuosamente hacia el cuello que parecía de cera y vieron la medalla con la imagen piadosa en la que por un momento creyó notar una imperceptible respiración de catalepsia. Fue él, Ramiro, el único que se atrevió a tomar entre sus dedos la medalla, procurando que los demás no lo advirtieran, le dio la vuelta y vio que al otro lado no había una estampa religiosa, sino la foto de un hombre muy joven, con bigote y perilla, como Gustavo Adolfo Bécquer, le dijo al comandante Galaz. Vio también, justo en el lugar donde el comienzo de los senos ahuecaba levemente el escote, el filo de algo que parecía una hoja de papel doblada muchas veces. Se echó hacia atrás, mirando siempre aquellos ojos como de pálido vidrio azul escarchados de polvo e invariablemente fijos en los suyos, corrigió la disposición de los focos, moviendo las manos casi a la misma velocidad que su ayudante, con el que mantenía en silencio copiosas diatribas, escondió la cabeza bajo la cortinilla de felpa negra de la cámara, que se pareció entonces a la joroba de don Mercurio, y cuando iba a pulsar la arcaica pera de goma del disparador, al ver la imagen invertida de la muchacha muerta, creyó que también él se había vuelto ingrávidamente del revés, y deseó sin consuelo que el fogonazo del magnesio le devolviera a ella la vida al relucir en sus pupilas, al menos durante las décimas de segundo que tardaría en extinguirse.

Me acuerdo del invierno y del frío, del azul absoluto en las mañanas de diciembre y el sol helado en la cal de las paredes y en las piedras amarillas de la Casa de las Torres, me acuerdo del vértigo de asomarme a los miradores de la muralla y ver delante de mis ojos toda la hondura de los precipicios y la extensión ilimitada del mundo, las terrazas de las huertas, las lomas de los olivares, el brillo quebrado y distante del río, el azul oscuro de las estribaciones de la Sierra, el perfil de estatua derribada del monte Aznaitín, de cuyas laderas colgaban caseríos blancos y donde por la noche brillan luces como velas de iglesias y faros de automóviles solitarios que cruzan la oscuridad como reflectores antiaéreos y aparecen y desaparecen entre las hileras de olivos y en las curvas de la carretera. En la transparencia delirante del aire las cosas más lejanas adquieren una exactitud de cristales de hielo. Señalaban hacia aquellas montañas y decían que al otro lado estuvo el frente de la guerra, y que el viento del sur traía algunas veces los truenos retardados de una batalla remota. Sobre ese horizonte volaban de vez en cuando aviones enemigos que casi nunca se acercaron a Mágina y apenas eran reflejos metálicos de sol en la claridad del mediodía. De allí, del otro lado de la Sierra, venían los viajeros y los fugitivos, por esas veredas que ascienden desde el valle vino caminando mi abuelo Manuel cuando salió del campo de concentración y en una ladera junto al río recibió Domingo González los dos tiros de sal que lo dejaron ciego: por las camadas de esos olivares subió hacia la ciudad arrastrándose como un perro malherido. Hacia esa única dirección se orientaban todos los caminos posibles, más allá de los terraplenes sin vías del ferrocarril que nunca existió y de la corriente cenagosa del Guadalquivir, en aquellos roquedales que se volvían cárdenos al anochecer habitaban los juancaballos y tenían sus sanatorios los tísicos, que algunas veces venían a Mágina en furgonetas negras cargadas de grandes bidones vacíos de cristal que rebosaban de sangre cuando emprendían el regreso, sangre humana extraída con largas agujas de acero que ellos manejaban con guantes de goma y se limpiaban luego en los faldones de sus batas blancas, sangre de niños que tardaban en volver a casa cuando ya era de noche y veían abrirse la portezuela de un automóvil negro y una mano pálida que los reclamaba ofreciéndoles un caramelo o una onza de chocolate. Luego encontraban sus cuerpos lívidos en un muladar o en el arcén de una carretera y en los brazos o en el cuello les quedaba la señal morada de la aguja que les bebió lentamente la sangre. Veíamos pasar de lejos un ataúd blanco y alguien aseguraba que en su interior yacía, vestido de comunión, con un rosario y un libro con las tapas de nácar entre las manos, un niño atrapado por los tísicos. De vez en cuando se corría la voz por los patios de la escuela o en los corrillos de la plaza de San Lorenzo, han llegado los tísicos, alguien había visto sus largos coches funerarios o escuchado al pasar el ruido con que chocaban entre sí los bidones de vidrio, alguien había estado a punto de que lo atraparan y había huido desprendiéndose de las manos rapaces y frías con guantes de goma y de las caras cubiertas con mascarillas tras las que se oía una respiración sofocada por la avaricia de sangre, y entonces, durante unos días, hasta que el terror se esfumaba igual que había aparecido, nadie se atrevía a quedarse en la calle después del atardecer ni a desviarse del camino hacia la escuela, y mirábamos con espanto los pocos automóviles que circulaban todavía por la ciudad, y se extendía sobre los callejones y las plazuelas de nuestro barrio un silencio prematuro que era como la niebla tenue y violeta que manchaba el aire en cuanto el sol se ponía en las tardes de invierno, un silencio de augurio, poblado por los fantasmas nacidos del miedo de varias generaciones sucesivas, por el eco de los cerrojos y de los llamadores en las puertas, por los pasos de los desconocidos, los borrachos, los asesinos y los locos que perduraban en la memoria acobardada de Mágina y en las palabras siempre clandestinas o ambiguas de nuestros mayores, escoria del miedo y de las desgracias de la guerra.

Me acuerdo de la luz húmeda y dorada tras los días de lluvia y del verde de la hierba recién aparecida en los intersticios de empedrado y de la intensidad con que el sol relucía en ella y me veo a mí mismo desde mi distancia y mi estatura de adulto buscando insectos para guardarlos en una caja de cerillas que me aplicaba luego al oído escuchando el roce mínimo sobre el cartón de sus antenas y sus patas, siempre solo, salvo cuando estaba con mi amigo Félix, siempre mirando de lejos los juegos de los otros, asustado por ellos, que se maltrataban ferozmente entre sí y perseguían con saña a los débiles, a los pequeños y a los tontos, escondiéndome tras la ventana del portal para espiar sin peligro sus juegos y sus conversaciones, imaginándome aventuras que agrandaban el tamaño de los lugares y las cosas, que convertían los mínimos tallos de hierba en árboles de un bosque y los insectos en criaturas prehistóricas como las que había visto en el cine y el portalón cerrado de la Casa de las Torres en la muralla de un castillo, siempre esperando algo que no sabía lo que era, la llegada de mi padre o de mi abuelo Manuel, que vendrían del campo trayendo de reata a un mulo cargado de aceituna, de hortaliza o de forraje, y olerían a barro y a pana y a hierba segada, el regreso de mi madre, de la que me decían que estaba en un hospital y aparecía de pronto cuando ya casi me había olvidado de ella, parada en el umbral de una puerta, desconocida al principio, porque estaba más delgada y más pálida, inclinándose hacia mí para levantarme del suelo y oprimiéndome contra su pecho blando y cálido, llorando en silencio, limpiándome las lágrimas con un pañuelo que sacaba del mandil y que también tenía un olor de enfermedad y hospital.

No veo su cara de entonces, me acuerdo de su pelo canoso y de sus facciones envejecidas de ahora y no quiero imaginarla, igual que no quiero pensar que mi padre no es invulnerable al tiempo ni acordarme de mi abuelo Manuel y de mi abuela Leonor varados en un sofá como en la sala de espera de la muerte, pero alguna vez, cuando la llamo por teléfono desde algún lugar que ella no sabría identificar en los mapas, desde una lejanía que ella sólo puede concebir si la asocia a los paisajes de los sueños y de las películas, oigo su voz y es la misma voz que tenía cuando era mucho más joven, y agradezco su ternura ofrecida y su acento de Mágina y reconozco en ella la inocencia y la angustia, el tono con que me despertaba en las mañanas de invierno cantándome romances mientras abría los postigos y barría las baldosas y tendía las camas. Ésa era la voz que tenía antes de que yo naciera: no la voz de alguien cuya existencia se resume en el hecho de que es mi madre sino la de esa muchacha que tiene un lazo en el pelo y sonríe a la cámara con los labios apretados para que no se le vean los dientes y la de la mujer que posa en escorzo con un vestido de novia, con una manera de mirar y sonreír ladeando la cabeza que quiere parecerse involuntariamente al gesto con que posaban entonces las artistas de cine, apartando con la mano derecha una cortina tras la que se ve una balaustrada y un lánguido jardín francés que tal vez fue pintado hacia los años veinte por don Otto Zenner, apóstol en Mágina de la fotografía de estudio, antecesor y maestro de Ramiro Retratista.

No me acuerdo de su cara y huyo de la culpabilidad de imaginarme cómo será ahora mismo su vida, el progreso de la vejez, el dolor de las articulaciones, la dificultad de subir las escaleras, de mantener limpia la casa, ella sola, sin la ayuda de nadie, de cargar la leña para encender el fuego antes del amanecer, de cuidar y vestir y lavar a mis abuelos, la ciega obligación del trabajo a la que se ha inmolado desde que tuvo uso de razón, siempre obedeciendo a otros, siempre temiendo su crueldad o lacerada por su indiferencia, no creyendo jamás que merecía algo, que habría sido posible vivir de otro modo. Prefiero oír su voz tan joven en el teléfono y no pensar que tiene una vida exterior a la mía en la que apenas ha conocido algo más que el miedo, el trabajo, la necesidad y el dolor. Me despido, cuelgo el teléfono, me desprendo de la nostalgia y del remordimiento y me quedo mirando la ventana de la habitación del hotel o el vestíbulo del aeropuerto desde donde la he llamado para no imaginar la penumbra triste de mi casa, para no verla a ella, que aún sostiene en la mano el auricular como si no se resignara a no seguir escuchándome, como si el pitido de la línea fuera un valioso indicio de que yo todavía estoy al otro lado. Huyo en secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres idiomas igual que si viajara por países o vidas a los que no pertenezco, sin un minuto de retraso entro en la cabina de traducción que me ha sido asignada, compruebo el micrófono, los auriculares, eludo la tentación de encender un cigarrillo, oigo una voz que habla y procuro repetir en español sus palabras sin que me importe lo que dicen, mientras escucho y hablo con un acento cuidadoso y neutral miro por los cristales de la cabina hacia una sala donde hombres y mujeres vestidos con una uniformidad que siempre se me antoja tan irreal o tan futurista como las expresiones de sus caras y el brillo de los tubos fluorescentes gesticulan y mueven los labios en un silencio de peces o dormitan o se aburren con los cables grises de los auriculares colgándoles alrededor de la barbilla como adornos quirúrgicos.

Y mientras escucho palabras que no me importan y busco equivalencias con un automatismo instantáneo oigo detrás de esas voces y de la mía propia otras voces que vuelven y que parecen hablarme al oído como si fueran ellas las que suenan en el interior de los auriculares acolchados, monótonas, escondidas, tan fieles como los latidos de mi sangre, diciéndome que vuelva, anunciándome que no han dejado de existir en el instante en que yo cuelgo con alivio un teléfono, que han seguido sonando en la casa y en la plaza sin álamos y en las calles de donde yo me marché con el propósito enconado de no volver nunca, hace exactamente la mitad de mi vida. Ya hay timbres y no llamadores de metal en las puertas, la Casa de las Torres es ahora una escuela de artes y oficios, ya están vacías casi todas las viviendas de la plaza y el piso de tierra ahora es de cemento y han terminado de derribar la casa del rincón, que fue la primera donde no vivió nadie y estuvo años cayéndose, la que era de aquel hombre que mataron, dice mi madre, te acuerdas, donde vivió después aquel ciego que se volvía cada pocos pasos y levantaba el bastón y sacaba una pistola amenazando al aire. Pero en el interior de la casa que sigo llamando mía al cabo de tantos años sé que reina ahora la misma penumbra de cuando caminaba solo por las habitaciones en las tardes de invierno y buscaba fotografías y objetos misteriosos bajo la ropa blanca guardada en las cómodas y tras los cristales con visillos de las alacenas, cuando pasaba todo el día en la casa desierta con mi abuela Leonor porque mi abuelo y mis padres se habían marchado al amanecer a la aceituna y espiaba los sonidos de la calle esperando oír los cascos de los animales y las ruedas de los carros y los pasos de los aceituneros que volvían al filo de la noche trayendo consigo como un rumor de ejército fracasado, la puerta abriéndose al aire frío y al escándalo de las voces, los hombres descargando a los mulos sudorosos y el olor a estiércol, a tierra, a hierba, a tela de saco y a jugo de aceitunas machacadas, mi madre despeinada, envuelta en un chal negro con los filos manchados de barro, con las manos ásperas y los dedos desollados de recoger del suelo las aceitunas, mi abuelo entrando en la plaza de San Lorenzo con aire episcopal sobre un burro aplastado por su corpulencia, dando órdenes que estremecen la casa, muy alto, infatigable, iracundo, jovial, exigiendo la cena, volcando el agua helada de un cántaro sobre una palangana, lavándose la cara a manotazos en la cocina donde el puchero de la cena ya hierve junto al fuego. Yo me siento a su lado, le alcanzo un ascua con el pequeño badil de mover el brasero para que encienda un cigarrillo, miro sus manos abiertas y posadas como raíces en las rodilleras de pana de su pantalón, espero su voz, le pido que me cuente algo, que me hable de la mujer emparedada en la Casa de las Torres, que imite los aullidos de los lobos en la sierra de Mágina, cuando él la cruzaba de noche camino del heroísmo y de la guerra, y me sonríe y fuma despacio y empieza a contar procurando que lo oiga mi abuela Leonor, que lo interrumpe con ira y le dice que miente más que ve y duerme con los ojos abiertos, que sólo tiene en la cabeza pájaros y fantasías, que es mentira que él encontrara aquella momia en la Casa de las Torres, porque cuando apareció ella se acuerda de que todavía estaba preso, tanto presumir de buena memoria, le dice, y lo que te conviene se te olvida.

Pero yo he visto sus fotografías escondidas en los cajones y duplicadas ahora en el baúl que Nadia examina a mi lado pidiéndome que asigne nombres a las caras que vemos, que calcule fechas y vínculos y le cuente historias que pueblen únicamente para nosotros dos el espacio vacío de nuestro pasado común, inventado, imposible, y al encontrar la foto de mi abuelo Manuel firmada en el último año de la guerra por don Otto Zenner lo veo tal como mi imaginación me lo exaltaba cuando veía su retrato en los cajones prohibidos, como lo recuerda mi madre bajo la luz de su infancia, no una tiesa figura en blanco y negro sino un hombre más alto que ningún otro que ella conociera, rubio y grande con su uniforme azul y su gorra de plato, alzándola vertiginosamente en el aire para darle un beso antes de marcharse como todos los días a ese cuartel de donde una vez no volvió porque lo habían detenido. Yo lo he escuchado contar con una voz caudalosa y dramática el sacrificio de un batallón entero de guardias de asalto en la cuesta de las Perdices y he aprendido de él palabras que resplandecían en mi desconocimiento como hogueras o relámpagos en la oscuridad, guerra, batallón, acabamiento del mundo, ametralladora, ofensiva, escalinata, comunismo, carro de combate, yo he encontrado entre las ropas de su armario una guerrera azul con botones dorados y un correaje y una pistolera negra que olía intensamente a cuero y que me dio tanto miedo como si contuviera todavía un revólver, yo he abierto una caja de lata y he visto en su interior grandes fajos de billetes morados y he pensado con inquietud y orgullo que mi abuelo esconde un tesoro ganado hace mucho tiempo en una guerra, esa de la que se acuerdan siempre los mayores y que yo asocio oscuramente a las guerras de las películas y a las de los tebeos, y cuando mi abuelo nombra ante mí al general Miaja imagino una cara redonda con una blandura como de miga de pan y cuando se refiere a alguien llamado don Manuel Azaña me acuerdo de los tebeos de Hazañas Bélicas que alquila en la plaza del General Orduña un hombre con las piernas cortadas.

Cuelgo el teléfono y sé que cuando mi madre vuelva al comedor lo verá sentado en un sillón como un buda voluminoso y decrépito, como un mueble arcaico que nadie se atreve a desplazar, los ojos lacrimosos y azules absortos en el televisor o en la pared o en el puro vacío, los hombros montañosos caídos hacia adelante, como si gravitara sobre ellos una pesadumbre geológica, las manos en el regazo o en el filo curvo de la mesa, nudosas y torcidas como raíces de olivo, con manchas pardas en el dorso violáceo, inútiles para otra cosa que no sea levantar las faldillas sobre sus piernas reumáticas para guardar con avaricia el calor del brasero, que siempre le parece escaso, aunque mi madre acabe de remover con el badil las ascuas de orujo y arda al mismo tiempo el fuego en la chimenea, que le enciende el color en su cara congestionada e impasible pero no llega a vencer el frío alojado en las médulas de sus huesos y en las articulaciones de sus rodillas, endurecidas por la inmovilidad, tan frágiles que le parece que van a quebrarse y que no podrán sostenerlo cuando logra incorporarse después de varias tentativas gradualmente angustiosas en las que no permite la ayuda de nadie y avanza palmo a palmo apoyándose en el bastón, en la mesa, en los espaldares de las sillas, respirando como si tuviera en los bronquios telarañas o piedras, deslizando con prudencia lentísima las suelas de goma de sus zapatillas sobre las baldosas, asiéndose luego a la baranda que cruje cuando empieza la tarea agotadora y eterna de subir las escaleras, después de medianoche, cuando ya han terminado los programas de la televisión y mi madre la apaga y le dice que a qué espera para acostarse. Con esa voz ahora tan débil que yo no reconozco en el teléfono murmura buenas noches y mi madre, que se quedará a tejer punto, o a intentar la lectura difícilmente silabeada de un periódico, o a esperar que yo llame desde un país donde aún es de día, le contesta, si Dios quiere, y lo ve alejarse por el portal bajo el agobio de la anchura de baúl de sus hombros, le recuerda que dé la luz, no vaya a caerse, que tenga cuidado en la escalera, que no lo corre nadie, muy pronto ya no podrá subirla sin ayuda y habrá que ponerle una cama en la planta baja, porque ella es incapaz de sostener ese cuerpo tan desmadejado y tan grande que cada día pesa más. No se queda tranquila hasta que no escucha el conmutador de la luz en el piso de arriba y luego la puerta del dormitorio, los pasos que ahora suenan sobre su cabeza y el crujido del somier cuando el cuerpo se desploma en la cama, despertando acaso a mi abuela Leonor, que se acostó más temprano y reniega medio dormida contra él, porque por culpa suya, igual que todas las noches, seguramente va a desvelarse, no como él, que dice que no duerme, pero que en cuanto cae en la cama empieza a roncar como un cetáceo y ya no se despierta hasta muy avanzada la mañana, cuando el brasero de ascuas y la lumbre encendida por mi madre al amanecer hayan caldeado el comedor de donde ni él ni mi abuela se moverán en todo el día, sentados el uno junto al otro en el sofá de plástico marrón, severos e inmóviles como esos muertos de las fotos de principios de siglo, rígidos, agraviados, silenciosos, como si ya no vivieran en este mundo del que les da terror que se los lleve la muerte, atónitos, sumidos en una indiferencia vigilante y tal vez rencorosa, dejándose vencer cada pocos minutos por un sueño intranquilo del que despiertan con el sobresalto de haber podido morir mientras estaban dormidos. Durante el sueño la cabeza de mi abuelo Manuel va cayendo hacia atrás y se le descuelga la quijada inferior, y a través de los párpados entornados se le ve el blanco sin pupila de los ojos, que entonces parecen ojos de muerto o de ciego, y el aire silba entre sus dientes postizos, de los que tan orgulloso estaba hace veinte años, cuando acababan de ponérselos y adquirió una sonrisa feroz de tan desmesurada, como si por error hubieran injertado en su cara de siempre la boca de otro hombre mucho más joven o la carcajada de una máscara. Entonces se quitaba la dentadura para mostrar su maravilla a la admiración de los vecinos o para desconcertarnos a mis primos y a mí, nos sacaba la lengua por debajo del rosa crudo de las falsas encías, haciendo así que pareciera que tenía dos bocas superpuestas, una tensa y cerrada y amenazadora con su doble fila de dientes iguales, la otra blanda y de burla, con la punta de la lengua asomando entre el labio inferior y la ortopedia de la encía.

Pero ya apenas sonríe y casi no habla, tan aletargado en el silencio como en la pantanosa inmovilidad de su cuerpo cada día más pesado y más torpe, hinchado de tanto comer y de no moverse, un día le va a dar algo malo, le decía mi madre la última vez que fui a verlos, en un paréntesis apresurado entre dos viajes, no coma usted tanto pan, no moje esas sopas tan grandes en el aceite de las ensaladillas, pero él no hace caso, le dura todavía el miedo al hambre, como a todos ellos, finge que duerme cuando le regañan, y lo cierto es que muchas veces se queda dormido con el plato delante, la papada caída sobre el cernadero blanco que le atan al cuello para que no lo manche todo, pues le tiemblan mucho las manos y al llevarse la cuchara a la boca derrama la mitad. Él, que para mí fue el héroe de todas las aventuras, que se defendió a tiros cuando unos encapuchados quisieron robarle el sobre con mensajes secretos que le había confiado el comandante Galaz para que lo entregara personalmente y respondiendo con su vida al general Miaja, que aterrorizó con sus gritos y con el silbido de su cinturón la infancia de sus hijos, ahora deja resignadamente que mi madre lo afeite, que le ate al cuello el babero, que le ponga sobre los hombros una toquilla de punto para que la espalda no se le enfríe, pero lo que no permite es que le ayude nadie cuando entra en el cuarto de baño, y así lo deja todo, dice mi madre, le han comprado un recipiente con un tubo de plástico para que orine dentro pero se niega a usarlo o tal vez lo intenta y no puede, por culpa del temblor de las manos, de manera que cada vez que se levanta y cruza la habitación y abre la puerta del retrete pasan minutos larguísimos durante los cuales mi abuela y mi madre prestan una atención angustiada al menor ruido que escuchan, parece que tarda mucho, no se le oye, le habrá dado algo, un ataque, un desvanecimiento, y cuando no está en la casa mi padre se imaginan con terror qué ocurriría si resbalara en las baldosas del baño y se cayera, cómo podrían levantarlo, a quién le pedirían ayuda, si en la plaza de San Lorenzo están vacías la mitad de las casas y no vive nadie que sea joven y fuerte en las que permanecen habitadas. Quién queda todavía: la viuda de Bartolomé, que era en mi infancia una mujer opulenta y con la cara cremosa de pinturas y ahora está ciega y paralítica; Lagunillas, que tiene ochenta y cuatro años y una cara imberbe de niño disecado y vive en compañía de un perro y una cabra y para a los desconocidos por la calle preguntándoles si no conocerán por casualidad a una mujer hacendosa y honrada que esté buscando novio; un hombre triste y de ojos claros que se quedó viudo hace poco y no habla con nadie: ése es ahora el lugar que fue el centro de mi vida, el corazón del barrio de callejones empedrados y casas blancas de cal donde bullían voces de pregoneros y relinchos de caballos y donde las bandas populosas de niños emprendían tremendas guerrillas a pedradas o jugaban a procesiones y a películas y se subían a buscar nidos a las copas de los álamos y se colaban en las escalinatas y en los sótanos de la Casa de las Torres en busca de una momia fantástica y huían perseguidos por los alaridos de la guardesa y por los molinetes que hacía con su porra de vaquero, donde se oían al asomarse a los brocales de los pozos las conversaciones de los vecinos y llegaban en las noches quietas de agosto las voces y las tempestades del cine de verano y el clamor de los aplausos con que eran recibidos al final de las películas las cabalgatas victoriosas de los héroes. Junto a esas puertas clausuradas se reunían en los amaneceres de invierno las cuadrillas de aceituneros, y bajo ese suelo de cemento todavía están las raíces de los álamos cortados y la tierra dura y desnuda donde cavábamos los agujeros para jugar a las bolas y donde hincábamos la lima y trazábamos los cuadros numerados de la rayuela y del rongo, junto a esas esquinas desiertas donde ahora las luces son tan débiles como en el pasado se sentaban a tomar el fresco por las noches los grupos de vecinos y yo permanecía muy atento a sus palabras sin entenderlas casi nunca y miraba las paredes contra las que se aplastaban cabeza abajo salamanquesas inmóviles cuya saliva maléfica tenía la propiedad de dejar calvo a quien bebiera agua de un cántaro en el que ellas hubieran escupido.

Aunque no quiera estoy volviendo, aunque habite en idiomas extraños y me esconda en ellos como en una falsa identidad y camine por ciudades cuyos nombres ellos sólo han leído en las bandas iluminadas de aquella radio donde oíamos las novelas y las canciones de Antonio Molina y de Juanito Valderrama, aunque Nadia no esté tendida a mi lado en la oscuridad y me estreche por la espalda y me diga al oído cuéntame cómo eran, cómo vivían, cómo se imaginaban la forma del mundo, cómo pudieron entender y aceptar que tú te marcharas, de dónde pudieron obtener el coraje y la inocencia necesarios para sobrevivir sin rencor y no ser manchados por el sufrimiento. Entonces mi voz repite para ella lo que me contaron otras voces y me parece que le estoy hablando no de mi propia vida, sino de otro tiempo mucho más lejano del que no es posible que yo haya sido testigo, a no ser que ese pronombre esconda más de una identidad o se dilate más hondo y más lejos que mi conciencia y que mi torpe memoria igual que mi cuerpo algunas veces se pierde y se confunde en el suyo y ya no sé a quién de los dos pertenecen las manos o los labios o la respiración o la saliva. Quién recuerda y quién habla, quién veía al ciego Domingo González bajar por la calle del Pozo tanteando el empedrado y las rejas de las ventanas con la contera del bastón y llevando siempre escondida la mano derecha en el bolsillo del abrigo donde abultaba una pistola o un guijarro, quién escuchaba a medianoche, desvelado en su dormitorio, los pasos de ese hombre que pasaba junto a nuestra puerta rozando las paredes y se detenía ante la suya y sacaba una llave muy grande con la que tardaba unos minutos intolerables en abrir, murmurando mientras tanto en voz baja, volviéndose por miedo a que los pasos que resonaban en su oscuridad fueran los del hombre que lo había dejado ciego y ahora regresaba para matarlo, de quién es el recuerdo o el sueño de haberse extraviado una noche por plazas desconocidas entre hombres que sostenían antorchas y banderas y llevaban camisas blancas y pañuelos rojos al cuello, quién ve la cara de mi abuelo Manuel sucia de barba y amarilla de terror y de hambre y adherida a las rejas de una prisión, quién lo busca una madrugada de lluvia corriendo a lo largo de una fila de camiones que tienen los faros encendidos y los motores en marcha y bajo cuyas lonas chorreantes se agrupan sombras de prisioneros esposados. Una de las primeras noches de la guerra mi madre, que tenía seis años, se perdió en la calle y fue arrastrada por la multitud que corría hacia los descampados del cuartel y mi abuela Leonor pasó varias horas de angustia buscándola por toda la ciudad, chocando con hombres y mujeres que gritaban cosas que ella no atendía, escuchando disparos. Tres años más tarde fue a llevarle a mi abuelo una cesta de comida al convento donde lo tenían encerrado y vio faros de camiones que emprendían la marcha y le dijeron que en alguno de ellos iba su marido. Corrió de uno en uno buscándolo entre las caras que miraban la lluvia bajo las lonas, repitiendo su nombre con la voz rota y ahogada por el estrépito de los motores y los gritos de mando, pero los camiones fueron alejándose y cuando ya no tuvo fuerzas para seguir corriendo vio las luces rojas del último y se figuró que había visto a mi abuelo haciéndole señas con la mano, como si se despidiera o la llamara. Sólo entonces tuvo miedo de verdad, porque hasta esa madrugada nunca creyó que pudieran matarlo, si él no ha hecho nada, se decía, al ver llorar a las otras mujeres, si él nunca se ha metido con nadie, ni ha robado ni matado, lo soltarían cuando se dieran cuenta de su error, no era posible que a un hombre lo encarcelasen por nada, nada más que por cumplidor y un poco charlatán, eso sí, la lengua lo perdía, al contrario de ella, que siempre prefirió callar, como su padre, que en los últimos años de su vida eligió el silencio como si se retirara a una casa de paredes inviolables de aire en la que vivía solo con su perro, hablándole en voz baja, abrumado no por la vejez sino por la vergüenza inextinguible y secreta de no haber conocido a sus padres y de llamarse Expósito Expósito: también ella, a los ochenta y cinco años, más de un siglo después de que mi bisabuelo fuera abandonado en la inclusa, conserva intacto el dolor de la injuria, igual que se acuerda todos los días de un hijo que se le murió de unas fiebres a los seis meses de nacer y de la noche en que vinieron a decirle que no esperara levantada a su marido porque lo habían hecho preso.

Lo guarda todo dentro de sí misma vigilante y callada como si no hubiera ninguna herida que el tiempo pudiera mitigar. Maldice a los canallas de los seriales sudamericanos de la televisión con la misma furia con que maldecía hace treinta años a los malvados de voz oscura y metálica de las novelas de la radio y a los de aquellos folletines que mi abuelo nos leía en las noches de invierno. La veo sentada en el sofá, con su bata azul marino, con su toquilla azul sobre los hombros, casi ciega, con un ojo escarchado por una catarata, con el pelo blanco y la cabeza todavía erguida por el mismo orgullo ensimismado que tiene en las fotografías de su juventud, con los pómulos pronunciados y anchos que daban a sus facciones una belleza arcaica, extendiendo la mano para tocarme el pelo y la cara y reconocerme con una precisión que la mirada ya no le permite, diciéndome, te acuerdas cuando eras chico y me pedías que te leyera por las noches, preguntándome dónde vivo y con quién, por qué no vienes casi nunca, cómo es posible que te quepan en la memoria tantas palabras y que puedas entender lo que dicen esos extranjeros en la televisión. A quién ve ella ahora mientras roza el mentón áspero de un hombre y no puede reconocer con la memoria de sus manos una cara infantil, de quién se acuerda cuando pregunta por mí y no le dicen que tal vez a esas horas estoy viajando en un avión para que el miedo no le impida dormir, a quién atribuye la voz que escucha de tarde en tarde en el teléfono, que sostiene rígidamente junto a su cara sin aceptar del todo el hecho inexplicable de que le permita hablar con alguien que está ahora mismo al otro lado del océano. La recuerdo parada en el escalón, junto a la puerta entornada, asomándose a la calle que ya no pisa casi nunca, las manos juntas en el regazo, apoyada en mi madre, mirándome mientras subo a un taxi y diciéndome adiós mientras piensa que ésta puede ser la última vez que me ve. Porque es el miedo lo que más firmemente sigue aliándome a ellos: en cualquier parte, cada vez que me sobresalta el timbre de un teléfono en mitad de la noche me despierto temiendo oír una voz que me diga que uno de ellos acaba de morir.