Prólogo
El prólogo es, a un tiempo, lo primero y lo último de todo libro. Tiende a explicar el objetivo de la obra, o bien a justificarla y a responder a la crítica. Pero el propósito moral y las diatribas periodísticas suelen tener sin cuidado a los lectores. De ahí que no lean los prólogos. Y es una lástima que así suceda, máxime en nuestro país. Nuestro público es aún tan joven e ingenuo, que no comprende la fábula si no encuentra el final de la moraleja. No adivina la broma ni percibe la ironía; está, sencillamente, mal educado. Ignora todavía que en una sociedad correcta y en un libro correcto no caben inventivas desembozadas; que la cultura moderna ha ideado un arma más punzante, casi invisible, aunque no por ello menos mortífera, que, amparándose en el ropaje de la adulación, asesta un golpe certero y fatal. Nuestro público se parece al provinciano que, oyendo una conversación entre dos diplomáticos, pertenecientes a dos cortes hostiles, quedara convencido de que ambos engañaban a sus gobiernos en aras de una amistad mutua y tiernísima.
Este libro sufrió no hace mucho las consecuencias de esa malhadada credulidad en lo literal de que adolecen algunos lectores e incluso revistas. Unos se ofendieron terriblemente, y muy en serio, de que se les brindase como ejemplo un personaje tan inmoral como el Héroe de nuestro tiempo; otros indicaron con gran sutileza que el autor había dibujado su propio retrato y los retratos de sus conocidos… ¡Vieja y deplorable broma! Pero a lo que parece Rusia es así: todo en ella se renueva, a excepción de semejantes absurdos. ¡El más mágico de todos los cuentos quizá no se libraría en nuestro país del reproche de ser un atentado a la personalidad!
Un héroe de nuestro tiempo, muy señores míos, es, efectivamente, un retrato, pero no el de un hombre solo: es un registro constituido por los vicios, en pleno desarrollo, de toda nuestra generación. Volveréis a objetarme que un hombre no puede ser tan malvado; a lo cual replicaré que, si habéis creído en la posible existencia de tanto malhechor trágico y romántico, ¿por qué no admitís la realidad de un Pechorin? Si admirasteis invenciones mucho más terribles y monstruosas, ¿por qué ese carácter, incluso como invención, no goza de vuestra indulgencia? ¿No será, acaso, porque hay en él más verdad de lo que quisierais?
Me diréis que la moralidad no gana con ello. Disculpadme: se han venido sirviendo a las gentes demasiadas golosinas; por eso tienen estropeados los estómagos: se precisan medicamentos amargos, verdades acerbas. Sin embargo, no se os ocurra pensar, después de eso, que el autor de este libro ha tenido alguna vez la fatua pretensión de corregir los vicios humanos. ¡Dios le libre de tamaña ignorancia! Sencillamente, le divierte describir al hombre contemporáneo, tal como le entiende, y al cual, para su desgracia y la vuestra, ha encontrado con demasiada frecuencia. Ya es de por sí suficiente haber indicado la enfermedad; pero cómo curarla, ¡eso Dios lo sabe!