I. BELA

Iba desde Tiflis en una silla de posta. Todo lo que llevaba en mi carruaje consistía en un maletín, lleno hasta la mitad de apuntes de viaje sobre Georgia. La mayor parte de ellos, por fortuna para vosotros, se perdieron, y la maleta con las cosas restantes, felizmente para mí, quedó intacta.

El sol ya había comenzado a ocultarse tras las nevadas crestas, cuando entré en el valle de Koishaur. El cochero, un osetio, arreaba incansable los caballos, para ascender antes de que anocheciese al monte de Koishaur, y cantaba a voz en cuello. ¡Hermoso lugar aquel valle! Por todos lados montañas inaccesibles, peñas rojizas, tapizadas de verde hiedra y coronadas por bosquecillos de plátanos; precipicios amarillentos, surcados por arroyadas; allá en lo alto, una dorada franja de nieve, y abajo, abrazándose a un riachuelo sin nombre, que surge tumultuoso de un negro y brumoso desfiladero, se extiende cual cinta de plata el Aragva, brillante como escamosa serpiente.

Al llegar a la falda del monte de Koishaur nos detuvimos junto a una taberna, donde se agolpaban bulliciosos unos veinte georgianos y montañeses; allí cerca había acampado para pernoctar una caravana de camellos. Tuve que alquilar bueyes para subir mi carreta a la maldita montaña, porque ya estábamos en otoño, el camino estaba helado y hasta la cima había unas dos verstas[1]

Así pues, alquilé seis bueyes y contraté a varios osetios. Uno de ellos cargó con mi maleta y los restantes se pusieron a ayudar a los bueyes, aunque su ayuda se limitaba a dar gritos.

Detrás de mi carreta, cuatro bueyes arrastraban otra como si tal cosa, a pesar de que iba cargada hasta arriba. Eso me sorprendió. La seguía su dueño, fumando una pequeña pipa kabarda, montada en plata. Vestía capote de oficial sin charreteras e iba cubierto con un peludo gorro circasiano. Parecía tener unos cincuenta años; su morena tez denotaba que estaba familiarizado hacía mucho con el sol transcaucasiano, y el prematuramente encanecido bigote no estaba en consonancia ni con la firmeza de su paso ni con su vigoroso aspecto. Me acerqué a él y le saludé; me correspondió con una silenciosa reverencia, y lanzó una enorme bocanada de humo.

—¿Al parecer, somos compañeros de viaje?

Asintió en silencio con una nueva inclinación.

—¿Seguramente se dirige usted a Stávropol?

—Sí, señor, con enseres del ejército.

—Dígame, por favor, ¿por qué su pesada carreta la arrastran con tanta facilidad cuatro bueyes, mientras que la mía, que va vacía, apenas si la pueden mover seis animales, ayudados por los osetios?

Sonrió maliciosamente y me miró con aire significativo.

—Por lo visto, lleva usted poco tiempo en el Cáucaso.

—Cosa de un año —respondí.

Volvió a sonreír.

—¿Por qué se sonríe?

—Por nada. ¡Estos asiáticos son unos bestias terribles! ¿Usted cree que ayudan con sus gritos? ¡Solo el diablo sabe lo que vociferan! Los bueyes sí que los entienden; unza incluso veinte, que si ellos les gritan a su manera, no se moverán del sitio. ¡Son unos granujas tremendos! ¿Y qué puede uno hacer con ellos? Les gusta despellejar a los viajeros. Están demasiado consentidos, los muy truhanes; ya verá usted cómo le sacarán aún para vodka. Yo los conozco ya y conmigo no valen tretas.

—¿Hace mucho que sirve usted aquí?

—Sí, ya estaba aquí en tiempos de Alexiéi Petróvich[2] —respondió con apostura—. Cuando llegó aquí, a la línea fronteriza, era yo suboficial —añadió—. Y a sus órdenes ascendí dos grados por acciones contra los montañeses.

—¿Y qué es usted en la actualidad?

—Ahora pertenezco al tercer batallón fronterizo. ¿Y usted, permítame preguntarle?

Se lo dije.

Ahí terminó nuestra conversación, y seguimos caminando en silencio, uno junto al otro. En la cumbre de la montaña tropezamos con nieve. Se puso el sol, y la noche sucedió al día sin transición, como suele ocurrir en el Sur; pero gracias al fulgor de la nieve podíamos distinguir fácilmente el camino, que seguía ascendiendo, aunque ya no era tan empinado. Ordené que pusieran mi maletín en la carreta, que sustituyeran los bueyes por los caballos y dirigí una última mirada al valle, pero la espesa niebla que emanaba en oleadas de los desfiladeros lo ocultaba por completo y a nuestro oído no llegaba desde allí el menor sonido. Los osetios me rodearon con gran algazara, exigiéndome que les diera para vodka; pero el capitán les gritó con ceño tan amenazador, que se dispersaron en un abrir y cerrar de ojos.

—Así son —dijo—, ni siquiera saben decir «pan» en ruso, pero han aprendido muy bien a repetir: «¡Oficial, dame para vodka!». Yo creo que hasta los tártaros son mejores, por lo menos no beben.

Hasta la posta faltaba todavía alrededor de una versta. En torno nuestro todo estaba en silencio, tanto que por el zumbido de un mosquito se podía seguir la dirección de su vuelo. A la izquierda negreaba un profundo desfiladero; tras él, y delante de nosotros, cumbres montañosas de color azul oscuro, surcadas de rugosidades y cubiertas por capas de nieve, se proyectaban en el pálido horizonte que iluminaban aún los últimos resplandores del crepúsculo. En el oscuro cielo comenzaban a parpadear las estrellas y, cosa extraña, me pareció que estaban mucho más altas que en nuestras regiones del Norte. A ambos lados del camino sobresalían piedras desnudas y negras; en algunos sitios asomaban matorrales por entre la nieve, pero ni una sola hoja seca se movía, y causaba alegría oír, en medio del sueño muerto de la Naturaleza, el jadear de los fatigados caballos de la troika de posta y el irregular tintineo de los cascabeles rusos.

—Mañana hará un tiempo magnífico —dije yo. El capitán no respondió palabra y me señaló con el dedo una alta montaña que surgía frente a nosotros.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—El monte Gud.

—Bueno, ¿y qué?

—Mire el humo que echa.

En efecto, el Gud humeaba; por sus laderas se deslizaban las nubes en ligeras espirales y sobre la cumbre se tendía un nubarrón negro, tan negro que en la oscuridad del cielo parecía una mancha.

Ya distinguíamos la posta, los tejados de las chozas que la rodeaban y ante nosotros centelleaban unas hospitalarias lucecitas, cuando se dejó sentir un viento húmedo y frío y comenzó a lloviznar. Apenas había alcanzado a cubrirme con mi capote caucasiano de fieltro, mi burka, cuando comenzó a nevar copiosamente. Miré con veneración al capitán.

—Tendremos que hacer noche aquí —dijo disgustado—; con semejante ventisca es imposible cruzar las montañas. Qué, ¿ha habido aludes en el monte Krestóvaia? —preguntole al cochero.

—No, señor —respondió el osetio—; pero hay mucha nieve amenazando desprenderse.

Como en la posta no había habitaciones para los viajeros, nos alojaron en una choza llena de humo. Invité a mi compañero de viaje a tomar el té conmigo, ya que llevaba una tetera de metal, mi único solaz en los viajes por el Cáucaso.

La choza estaba adosada por uno de los lados a la roca: tres resbaladizos y húmedos peldaños conducían a la puerta. Entré a tientas y tropecé con una vaca (el establo, entre esa gente, hace las veces de zaguán). No sabía dónde meterme: aquí balaban las ovejas, allí gruñía un perro. Afortunadamente, una luz macilenta, que resplandecía a un lado, me ayudó a encontrar otro boquete con apariencia de puerta. Se ofreció ante mis ojos un cuadro bastante ameno: la espaciosa choza, cuyo tejado se apoyaba en dos columnas cubiertas de hollín, estaba llena de gente. En medio crepitaba la lumbre encendida en el suelo de tierra, y el humo, que el viento devolvía hacia adentro a través de un agujero practicado en el tejado, se extendía por toda la estancia formando un velo tan espeso que tardé en apercibirme de cuanto me rodeaba; junto al fuego estaban sentadas dos viejas, una caterva de chiquillos y un enjuto georgiano, todos harapientos. Sin otro remedio, nos acomodamos junto a la hoguera y encendimos las pipas. Poco después la tetera comenzó a hervir alegremente.

—¡Qué gente tan mísera! —dije al capitán, señalando a nuestros mugrientos patrones, que nos miraban silenciosos y estupefactos.

—Son de lo más estúpido —me respondió—. ¡Créame, no saben nada, ni son capaces de aprender! Por lo menos, nuestros kabardos o chechenos, aunque bandidos y desharrapados, son gente valiente, pero estos ni siquiera tienen afición a las armas; ninguno de ellos lleva ni un mal puñal. ¡Son verdaderos osetios!

—¿Y ha estado usted mucho tiempo en Chechenia?

—Sí, estuve unos diez años con una compañía en el fuerte próximo a Kámenyi Brod. ¿Lo conoce?

—De referencia.

—Pues bien, señor mío, qué hartos nos tenían aquellos facinerosos; ahora, gracias a Dios, están más tranquilos; pero entonces bastaba alejarse un centenar de pasos de la muralla y ya había un diablo desgreñado al acecho: al menor descuido o le echaba a uno un lazo al cuello o le metía una bala en la nuca. ¡Hay que reconocer que son gente brava!

—¿Seguramente habrá usted corrido muchas aventuras? —pregunté, sintiendo aguijoneada mi curiosidad.

—¡Cómo no! Alguna que otra.

Y acto seguido comenzó a pellizcarse la guía izquierda del bigote, inclinó la cabeza y quedó pensativo. Me roían atroces deseos de hacerle contarme alguna que otra historia, deseo propio de todos los que viajan y acostumbran a escribir. Mientras tanto, el té ya estaba a punto; yo saqué de la maleta dos vasitos de viaje y llenándolos puse uno delante de él. Bebió un sorbo y dijo como hablando consigo mismo: «¡Sí, alguna que otra!». Esta exclamación me hizo concebir grandes esperanzas.

Yo sabía que a los que han vivido mucho tiempo en el Cáucaso les gusta charlar y contar cosas; ¡tienen tan pocas ocasiones de hacerlo! Hay quien se pasa cinco años al mando de su compañía en cualquier rincón perdido sin que en todo ese tiempo nadie le diga buenos días (porque el brigada le dice le deseo salud.) Y eso que asuntos de que hablar no faltaban: gente salvaje y de costumbres singulares a su alrededor, peligros diarios, lances tan prodigiosos, que uno lamenta involuntariamente que entre nosotros se tome nota de tan pocas cosas.

—¿No quiere echarle un poco de ron? —dije a mi interlocutor—. Lo tengo blanco, de Tiflis; no viene mal ahora que hace frío.

—No, se lo agradezco, no bebo.

—¿Y eso, cómo?

—Pues, sí. Me lo juré a mí mismo. Una vez, sabe, siendo aún suboficial, corrimos una juerga y por la noche tocaron a rebato; salimos a formar más que alegrillos y había que ver la que se armó cuando Alexiéi Petróvich lo supo. ¡Santo Dios, cómo se puso! Por poco no nos sumaria. El caso es que a veces se pasa uno un año sin ver un alma y de pronto aparece el vodka y es uno hombre perdido.

Al oír esto se desvanecieron casi por completo mis esperanzas.

—Ahí tiene usted a los circasianos —prosiguió—. En cuanto se emborrachan de buzá[3] en una boda o en un entierro comienzan las cuchilladas. En una ocasión me salvé de milagro, y eso que era huésped de un príncipe pacífico.

—¿Cómo fue eso?

—Pues verá usted —llenó la pipa, dio unas chupadas y empezó a contar—. Estaba yo entonces con mi compañía en un fortín situado al otro lado del río Térek, pronto hará de eso cinco años. Un buen día, en otoño, llegó un convoy con víveres; venía con él un joven oficial de unos veinticinco años. Se presentó a mí perfectamente uniformado y me comunicó que tenía orden de quedarse en el fortín. Era tan esbelto, tan blanquito y vestía una guerrera tan flamante, que en el acto adiviné que llevaba poco tiempo en el Cáucaso. «Sin duda —le pregunté— ¿viene usted trasladado de Rusia?». «En efecto, mi capitán», me respondió. Le tomé del brazo y le dije: «Me alegro, me alegro mucho. Se aburrirá usted algo, pero eso sí, viviremos como amigos. Y por favor, llámeme simplemente Maxim Maxímich y deje usted de vestir el uniforme que lleva. Cuando venga a verme póngase gorra». Le dimos vivienda y se instaló en la fortaleza.

—¿Cómo se llamaba? —inquirí.

—Se llamaba. Grigori Alexándrovich Pechorin. Era un buen muchacho, se lo aseguro, pero algo extraño. Por ejemplo, con lluvia y con frío, se pasaba el día entero cazando: todos estaban ateridos y muertos de fatiga; pues él, como si nada. Por el contrario, en otras ocasiones se metía en su habitación, y si soplaba un poco de viento, ya decía que estaba resfriado. Golpeaba una contraventana, y él se estremecía, perdiendo el color; en cambio, yo le he visto lanzarse solo contra un jabalí. A menudo no había quien le sacase una palabra durante horas; y en cambio, cuando se ponía a hablar, era como para desternillarse de risa oyéndole. Sí. un personaje muy raro, y seguramente hombre de dinero; ¡la de objetos de valor que tenía!

—¿Vivieron mucho tiempo juntos? —volví a preguntar.

—Un año, poco más o menos. Un año que se me ha quedado para siempre en la memoria. ¡Me armó una de líos! Olvidémoslos piadosamente. De verdad, hay personas que parecen destinadas a que les ocurran cosas extraordinarias.

—¿Extraordinarias? —exclamé con aire de curiosidad, sirviéndole más té.

—Pues oiga y juzgue. A unas seis verstas de la fortaleza vivía un pacífico príncipe. A su hijito, un muchachuelo de unos quince años, le dio por visitarnos; venía diariamente, bien por una cosa, bien por otra. En verdad, tanto Grigori Alexándrovich como yo le mimábamos más de la cuenta. ¡Y qué arrojo, qué destreza para todo! Igual levantaba del suelo un gorro a galope tendido, que disparaba con el fusil. Una cosa tenía mala: demasiada afición al dinero. Cierta vez, en broma, Grigori Alexándrovich le prometió diez rublos si robaba el mejor macho cabrío del rebaño de su padre. ¿Y qué cree? A la noche siguiente lo trajo por los cuernos. De cuando en cuando se nos ocurría hacerle rabiar; y entonces se le inyectaban los ojos en sangre, y acto seguido echaba mano al puñal. «Ay, Azamat, perderás la cabeza —le decía yo—, yamán[4] para tu cabeza».

Un buen día se presentó el viejo príncipe en persona para invitarnos a una boda: casaba a su hija mayor, y nosotros éramos kunáks[5] suyos. No había modo de negarse, ¿sabe?, aunque era tártaro. Fuimos, pues. En el aúl[6] nos recibió ladrando un sinfín de perros. Las mujeres se escondían al vernos; aquellas cuyos rostros pudimos ver no eran beldades, ni mucho menos. «Tenía mucho mejor opinión de las circasianas», me dijo Grigori Alexándrovich. «Espere», le repliqué sonriendo. Razones no me faltaban.

En la saklia[7] del príncipe se había congregado ya muchísima gente. Los asiáticos, ¿sabe?, tienen la costumbre de invitar a la boda a todo el mundo. Nos recibieron con mil honores y nos llevaron a la sala de los kunáks. Yo, a pesar de eso, no dejé de fijarme en dónde habían puesto nuestros caballos, ¿sabe?, por si acaso.

—¿Y cómo se celebran las bodas? —pregunté al capitán.

—Pues nada extraordinario. Primero, el mulá les lee algo del Corán, después se entregan los regalos a los recién casados y a todos sus parientes; se come, se bebe buzá, luego comienza la dzhiguitovevka[8] y siempre hay un mugriento desharrapado que, a lomos de un jamelgo cojo y de mala suerte, es el hazmerreír de la gente; luego, cuando anochece, comienza en la sala de los kunáks lo que nosotros llamaríamos el baile. Un pobre vejete rasguea un instrumento de tres cuerdas, no recuerdo cómo se llama en su idioma. Bueno, algo parecido a nuestra balalaica. Las muchachas y los muchachos se colocan en dos filas, unos frente a otros, baten palmas y cantan. En esto salen al medio una muchacha y un hombre, y empiezan a decirse versos medio cantando, lo que se les ocurre; y los restantes les corean. Pechorin y yo ocupábamos el lugar de preferencia, y hete aquí que se le acercó la hija menor del dueño, una muchacha de unos dieciséis años, y le entonó, ¿cómo explicarle?, una especie de requiebro.

—¿No recuerda el canto?

—Me parece que fue así: «Esbeltos son nuestros jóvenes dzhiguíts[9], y sus caftanes están bordados de plata, pero el joven oficial ruso es más esbelto, y sus galones son de oro. Es como un álamo entre ellos, pero no crecerá, ni florecerá en nuestro jardín». Pechorin se levantó, la saludó llevándose la mano a la frente y al corazón y me suplicó que le contestara; yo conozco bien su lenguaje, y traduje la respuesta.

Cuando se alejó de nosotros, susurré a Grigori Alexándrovich: «¿Qué, qué tal?».

—¡Un encanto! ¿Cómo se llama?

—Se llama Bela —respondí.

Ciertamente, era hermosa: alta, fina; los ojos, negros como los de una gacela montañesa, parecían penetrar el alma. Pechorin, meditabundo, no apartaba de ella la vista, y la muchacha también le miraba de reojo con frecuencia. Pero no era Pechorin el único que admiraba a la hermosa princesita: en un ángulo de la habitación había otro par de ojos, inmóviles y ardientes, clavados en ella. Puse atención e identifiqué a Kázbich, un antiguo conocido mío. No es que fuera pacífico, pero tampoco rebelde. Las sospechas contra él eran muchas, aunque no se le había sorprendido en ninguna travesura. A veces nos llevaba corderos a la fortaleza y los vendía baratos, pero no toleraba regateos: había que darle lo que pedía; y aunque le mataran, no rebajaba nada. Se decía que le gustaba ir al otro lado del Kubán con los abréks[10], y, en honor a la verdad, su fisonomía resultaba la de un forajido: era pequeño, enjuto, de anchos hombros. ¡Y qué ágil! Ágil como un diablo. El beshmet[11] lo llevaba siempre roto, remendado; el arma, en cambio, tenía incrustaciones de plata. Su caballo era famoso en toda Kabardá, y, efectivamente, no es posible imaginarse nada mejor. Por algo le envidiaban todos los jinetes, y más de una vez intentaron robárselo, sin conseguirlo. Me parece que le estoy viendo: negro como el azabache, las patas, tensas como cuerdas, y los ojos, no eran peores que los de Bela; ¡y si viera qué resistencia! ¡Hasta cincuenta verstas podía uno galopar con él! ¡Era cosa de ver qué bien adiestrado lo tenía! ¡Cómo un perro corría tras de su amo; hasta le conocía por la voz! Kázbich ni siquiera lo ataba. ¡Un caballo bandidesco!…

Aquella noche, Kázbich estaba más sombrío que de costumbre, y, al notar que debajo del beshmet llevaba una cota de malla, pensé: «Por algo la lleva; seguramente algo trama».

El calor era asfixiante en la saklia y salí al aire libre a refrescarme. La noche descendía ya sobre las montañas, y la niebla iniciaba su deambular por los desfiladeros.

Se me ocurrió torcer hacia el cobertizo, donde estaban nuestras monturas, para cerciorarme de si tenían pienso, y, además, la precaución nunca estorba: yo tenía un buen caballo y más de un kabardino lo miraba conmovido, diciendo: iakshí tje, chek iakshí[12].

Cuando avanzaba a lo largo de la cerca, oí, de repente, voces; una la reconocí al punto: era la del pillete de Azamat, el hijo del dueño; su interlocutor hablaba en voz más baja y espaciada. «¿De qué estarán tratando ahí? —pensé—. ¿No será de mi caballo?». Me senté al lado de la cerca y presté oído, tratando de no perder ni palabra. A veces el eco de las canciones y el vocerío de la saklia ahogaban la conversación que había despertado mi curiosidad.

—¡Buen caballo tienes! —decía Azamat—. Si yo fuera el dueño de la casa y tuviera una yeguada de trescientas cabezas, te daría la mitad por tu trotador, Kázbich.

«¡Ah, Kázbich!», pensé, y me vino a la memoria la cota de malla.

—Sí —repuso Kázbich, después de breve silencio—, en toda Kabardá no encontrarás uno que le iguale. Una vez —eso ocurrió al otro lado del Térek— salí con los abréks para arrebatarles sus yeguadas a los rusos; pero no tuvimos suerte y nos dispersamos cada cual por donde pudo. Cuatro cosacos me daban caza; a mis espaldas se oían ya los gritos de los guiaures[13] y por delante se extendía un bosque tupido. Me pegué al cuello de la montura, me encomendé a Alá y, por primera vez en la vida, ofendí al caballo con un latigazo. Se metió entre el ramaje con la rapidez de un pájaro, agudas espinas me desgarraban las ropas; las ramillas secas de los olmos sacudían mi rostro: el caballo saltaba por los tocones, se abría paso con el pecho por entre los zarzales. Más me hubiera valido abandonarlo en la linde e internarme a pie en el bosque, pero me daba pena separarme de él, y el profeta me recompensó. Varias balas me pasaron silbando por encima de la cabeza; oía ya cómo los cosacos, pie a tierra, seguían mis huellas… De repente se abrió ante mí un profundo barranco. Mi caballo se detuvo un momento y saltó. Sus cascos traseros resbalaron en la orilla opuesta, y quedó suspendido de las patas delanteras. Yo solté las riendas y me lancé al fondo; esto salvó al animal, que consiguió salir. Los cosacos lo vieron todo, pero ninguno de ellos pensó en ir a buscarme; seguramente creyeron que me había matado, y les oí precipitarse a capturar el caballo. Mi corazón sangraba; me arrastré por la espesa hierba, a lo largo del barranco. El bosque había terminado, y vi a varios cosacos que salían a la pradera, y a mi Karaguioz que galopaba directamente a su encuentro; todos se lanzaron gritando hacia él; lo estuvieron persiguiendo mucho, mucho tiempo, sobre todo uno, que faltó poco para que lo apresara dos veces con el lazo; me eché a temblar, bajé los ojos y comencé a rezar. Unos instantes más tarde alcé la mirada y vi que mi Karaguioz volaba libre como el viento, agitando la cola en el aire, mientras los guiaures, allá a lo lejos, iban uno tras otro por la estepa sobre sus cansados caballos. ¡Valaj[14] que es cierto! Hasta muy avanzada la noche permanecí en el barranco. ¿Y qué crees, Azamat? Oigo cómo en la oscuridad, bordeando la vaguada, corre un caballo, relincha, resopla y traquetea con las pezuñas en la tierra. Reconocí la voz de mi Karaguioz; ¡era él, mi compañero!… Desde entonces no nos separamos.

Y le sentí palmotear el lustroso cuello de su caballo, prodigándole toda suerte de nombres cariñosos.

—Si tuviera mil yeguas —dijo Azamat—, todas te las daría por tu Karaguioz.

Iok[15], no quiero —respondió en tono despectivo Kázbich.

—Escúchame, Kázbich —insistía el muchacho, halagándole—: Tú eres bueno, un dzhiguit valiente; en cambio, mi padre tiene miedo a los rusos y no me permite ir a la montaña; dame tu caballo, y haré lo que se te antoje, robaré para ti el mejor fusil, el mejor sable de mi padre, lo que desees; su sable es un auténtico gurdá[16]; si te pones la hoja en la mano, se hunde sola en la carne; incluso una cota de malla como la tuya no sirve para nada.

Kázbich callaba.

—La primera vez que vi tu caballo caracolear y saltar contigo encima, con las aletas de la nariz palpitantes y las pezuñas despidiendo chispas —prosiguió Azamat—, algo incomprensible pasó en mi alma, y desde entonces todo empezó a cansarme: despreciaba los mejores potros de mi padre; me abochornaba ir montado en ellos, y la tristeza se apoderó de mí; lleno de angustia, me pasé días enteros sentado en una roca, recordando a cada instante tu trotador negro, con su andar gallardo, con su lomo liso y recto como una flecha; me miraba a los ojos con tanta viveza en las pupilas, como si quisiera decirme algo. ¡Moriré, Kázbich, si no me lo vendes! —suspiró Azamat con voz temblorosa.

Me pareció oír que lloraba; y debo decirle que Azamat era un chiquillo de lo más terco, a quien nada hacía llorar, ni siquiera siendo más joven que entonces.

En respuesta a sus lágrimas se oyó algo parecido a la risa.

—¡Oye! —dijo el mozo con voz firme—. Mira, estoy resuelto a todo. ¿Quieres que rapte para ti a mi hermana? ¡Cómo baila! ¡Cómo canta! ¡Y bordando en oro, hace maravillas! Ni el sultán de Turquía ha tenido una mujer así… ¿Quieres? Espérame mañana por la noche en el desfiladero, donde corre el torrente: pasaré con ella por allí, hacia el aúl vecino, y será tuya. ¿Acaso no vale ella lo que tu caballo?

Kázbich permaneció callado mucho, mucho tiempo. Por fin, en lugar de responder, entonó a media voz una antigua canción[17]:

Bellas mujeres encierra el aúl;

Brillan sus ojos como astros de luz.

Dulce es amarlas; botín codiciable.

Pero ser libres es más envidiable.

Cuatro mujeres se pueden comprar,

Un buen corcel no podrás valorar.

Cruza la estepa igual que un ciclón;

Es enemigo de engaño y traición.

En vano le suplicaba Azamat que accediera; lloros, adulaciones, juramentos por último, Kázbich le interrumpió con impaciencia:

—¡Vete, chiquillo insensato! ¡Cómo vas a ser tú capaz de montar mi caballo! A los tres pasos te tiraría y te rompería la nuca contra las piedras.

—¡A mí! —gritó Azamat furioso, y el acero de su diminuto puñal chirrió contra la cota de malla. Una mano vigorosa le empujó, arrojándole contra la cerca con tanta fuerza, que la hizo estremecerse.

«¡Aquí va a haber jaleo!», pensé yo, y me lancé a la cuadra, puse el bocado a nuestros caballos y los saqué al patio posterior. Dos minutos más tarde se armó en la saklia un alboroto terrible. Verá usted lo que había ocurrido: Azamat entró a todo correr con el beshmet desgarrado, diciendo que Kázbich había querido asesinarle. Todos saltaron, empuñaron los fusiles y, ¡allí fue Troya! Gritos, tumulto, disparos; pero Kázbich estaba ya a caballo en la calle, y se revolvía como un diablo en medio del gentío, defendiéndose a sablazos.

—Donde riñen dos, sobra el tercero —dije a Grigori Alexándrovich, tomándole del brazo—, ¿no nos valdría más marcharnos cuanto antes?

—Espere, veamos cómo termina la cosa.

—Seguramente, terminará mal; entre estos asiáticos siempre sucede lo mismo, se atiborran de buzá, y ¡a darse de cuchilladas!

Montamos a caballo y nos fuimos a casa.

—¿Y Kázbich, qué? —pregunté con impaciencia al capitán.

—¡A esos no hay Dios que los confunda! —respondió, apurando su vaso de té—. ¡Se escapó!

—¿Y ni siquiera herido?

—¡Dios lo sabe! ¡Hierba mala nunca muere! He visto a algunos combatir: acribillados por las bayonetas, siguen largando sablazos —después de un cierto silencio, el capitán continuó, dando una patada en el suelo—: ¡Jamás me perdonaré una cosa! El diablo me empujó a contar a Grigori Alexándrovich, al regresar a la fortaleza, todo lo que había oído sentado junto a la cerca: se echó a reír, ¡el muy ladino! Pero algo maquinaba su cabeza.

—¿Qué? ¡Cuéntemelo, por favor!

—¡Qué remedio! Ya que he comenzado, habrá que seguir.

Unos cuatro días después vino Azamat a la fortaleza. Como de costumbre, entró en casa de Grigori Alexándrovich, que siempre le daba golosinas. Yo estaba presente. La charla giró sobre caballos, y Pechorin se puso a encomiar el de Kázbich: que era muy vivo, muy hermoso, como una gacela; en fin, de sus palabras resultaba que no había caballo igual en todo el mundo.

Los ojillos del pequeño tártaro centelleaban, pero Pechorin fingía no darse cuenta; y, aunque yo trataba de desviar la conversación, él volvía inmediatamente al caballo de Kázbich. La misma historia se repetía siempre que nos visitaba Azamat. Pasadas unas tres semanas, comencé a observar que se iba quedando mustio y pálido, como suele ocurrir a los enamorados en las novelas. ¡Qué cosa más extraña!…

Solamente después me enteré de todo: Grigori Alexándrovich le había exasperado hasta tal punto, que estaba dispuesto a tirarse de cabeza al agua. Una vez va y le dice:

—Veo, Azamat, que te gusta mucho ese caballo; pero jamás lo verás, como no te puedes ver la nuca… A ver, dime, ¿qué le darías al que te lo regalara?…

—Todo lo que me pidiera —respondió Azamat.

—En ese caso, te lo conseguiré, pero con una condición… Júrame que la cumplirás…

—Lo juro… ¡Júralo también tú!

—Bueno. Juro que serás el dueño del caballo, mas, por él, tendrás que entregarme a tu hermana Bela: Karaguioz será su kalim[18]. Creo que el trato es ventajoso para ti.

Azamat callaba.

—¿No quieres? Bueno, allá tú. Pensaba que eras un hombre, pero veo que eres todavía un chiquillo: aún no has crecido lo bastante para montar a caballo…

Azamat, enrojeciendo, objetó:

—¿Y mi padre?

—¿Es que tu padre no se ausenta nunca?

—Pues es verdad…

—¿De acuerdo, entonces?

—De acuerdo —balbuceó Azamat, pálido como la muerte—. ¿Cuándo?

—En cuanto Kázbich venga por aquí. Me ha prometido traer una docena de corderos; lo restante es cosa mía. ¡Y tú, a lo tuyo, Azamat!

Así, pues, cerraron el trato… A decir verdad, era un mal asunto. Yo se lo dije después a Pechorin, pero él se limitó a responderme que una salvaje circasiana debía sentirse feliz de tener un marido tan atractivo, pues, según sus costumbres, él, a pesar de todo, sería considerado su esposo; y Kázbich, en cambio, ¿qué era?: un bandido, que llevaría su castigo. Juzgue por sí mismo, ¿qué le podía replicar yo?… Pero en aquel entonces desconocía lo que maquinaban. Una vez vino Kázbich y preguntó si no necesitábamos corderos y miel; le dije que los trajera al día siguiente.

—¡Azamat! —dijo Grigori Alexándrovich—, mañana Karaguioz caerá en mis manos; si esta noche Bela no esta aquí, no verás el caballo…

—¡Bien! —contestó el mozo, y arrancó al galope hacia el aúl.

Al caer la tarde, Grigori Alexándrovich se armó y salió de la fortaleza; no sé cómo se las arreglaría; lo cierto es que, ya anochecido, regresaron los dos, y el centinela vio que, atravesada en la silla de Azamat, venía una mujer atada de pies y manos y con la cabeza envuelta en una chadrá[19].

—¿Y el caballo? —pregunté al capitán.

—Ahora llegamos.

Al día siguiente, por la mañana temprano, se presentó Kázbich, trayendo una docena de corderos para la venta. Ató el caballo a la cerca y entró en mi habitación. Le ofrecí té, porque, aunque bandido, era mi kunak.

Nos pusimos a charlar de esto y de lo otro… Repentinamente, veo que Kázbich se estremece, cambia de expresión y corre hacia la ventana, pero esta, por desgracia, daba al patio.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté.

—¡Mi caballo!… ¡Mi caballo! —exclamó, todo tembloroso.

Yo, en efecto, había oído el galopar de un caballo.

—Seguramente, habrá llegado algún cosaco…

—¡No! ¡Urus yamán, yamán[20]! —rugió él y lanzose hacia la salida, como pantera. En dos brincos se plantó en el patio; a las puertas de la fortaleza el centinela le atajó el paso con el fusil; saltó por encima del arma y se precipitó al camino… A lo lejos se veían remolinos de polvo: Azamat galopaba en el veloz Karaguioz; Kázbich desenfundó el fusil, sin dejar de correr, y disparó. Permaneció inmóvil un minuto, hasta convencerse de que había errado el tiro; después rompió a gritar, golpeó el fusil con ira una piedra y lo hizo astillas, se arrojó al suelo y estalló en sollozos como un niño… En derredor suyo se había congregado el personal de la fortaleza, pero él no advertía la presencia de nadie; la gente se detuvo allí algún tiempo, comentando lo sucedido, y terminó por dispersarse; yo ordené que se dejara a su lado el dinero de las ovejas, mas no lo tocó; yacía de bruces, como muerto. ¿Quiere creer que se pasó así toda la noche?… Tan solo a la mañana siguiente fue a la fortaleza para suplicar que le dijeran quién era el ladrón. El centinela, que había visto a Azamat desatar y llevarse el caballo, no consideró necesario ocultarlo. Al oír el nombre del muchacho, los ojos de Kázbich centellearon, y se dirigió al aúl donde vivía el padre de aquel.

—¿Y el padre, qué?

—Pues ahí está la cosa; Kázbich no le encontró; se había marchado para unos seis días. De otro modo, ¿cómo hubiera conseguido Azamat raptar a su hermana?

Y cuando el padre regresó, se encontró sin hija y sin hijo. Azamat fue muy astuto: comprendió que no salvaría la pelleja si le echaban mano. Y desde entonces desapareció: probablemente, se uniría a alguna cuadrilla de abréks y habrá perdido su mala cabeza al otro lado del Térek o del Kubán; ¡es lo que se merecía!…

Debo confesarle que a mí también me tocó lo mío. Tan pronto supe que la circasiana estaba en casa de Grigori Alexándrovich, me puse las charreteras, ceñí la espada y fui a verle.

Pechorin estaba acostado en la cama de la primera habitación, con una mano bajo la nuca y sosteniendo en la otra una pipa apagada; la puerta que conducía a la segunda habitación estaba cerrada con candado y sin llave. Reparé en ello inmediatamente… Comencé a toser y a golpear ligeramente con los tacones en el umbral, pero él aparentaba no oírme.

—¡Señor alférez! —dije con el tono más severo que pude—. ¿Es que no me ha visto entrar?

—¡Ah, buenos días, Maxim Maxímych! ¿No quiere fumar una pipa? —respondió sin incorporarse.

—¡Perdone! No soy Maxim Maxímich, sino el capitán.

—Es igual. ¿No quiere usted té? ¡Si supiera la preocupación que me atormenta!

—Lo sé todo —repuse, acercándome a la cama.

—Tanto mejor, no tengo humor para contar nada.

—Señor alférez, ha cometido usted un delito, cuya responsabilidad puede recaer también sobre mí…

—¿Y qué? ¿Qué mal hay en ello? Ya hace tiempo que lo compartimos todo.

—¿Qué bromas son esas? ¡Haga el favor de entregarme su espada!

—¡Mitka, trae la espada!…

Mitka obedeció. Una vez cumplido mi deber, me senté en la cama y dije:

—Escucha, Grigori Alexándrovich, confiesa que no está bien.

—¿Qué es lo que no está bien?

—Pues el que hayas raptado a Bela… ¡Qué bestia es ese Azamat!… Bueno, confiésalo —le dije.

—¿Y qué le voy a hacer, si me gusta?…

Dígame, qué podía responderle yo… Me quedé cortado. No obstante, tras una breve pausa, sugerí que, si el padre la reclamaba, habría que devolverla.

—Nada de eso.

—¡Pero él se enterará de que está aquí!

—¿Cómo se va a enterar?

Volví a quedarme cortado…

—Escúcheme, Maxim Maxímich —dijo Pechorin, incorporándose—, usted es persona bondadosa, y estará conmigo en que, si devolvemos la hija a ese salvaje, la degollará o la venderá. La cosa está hecha; luego no hay que estropearla a sabiendas; déjemela, y quédese con mi espada…

—Bueno, pero muéstreme a la muchacha —le pedí.

—Detrás de esa puerta está; pero en vano he intentado verla hoy; se ha acurrucado en un rincón, envuelta en su capa, no habla, ni mira; se asusta como una gacela salvaje. He contratado a nuestra cantinera, que sabe hablar el tártaro, para que la cuide y la acostumbre a la idea de que es mía. Porque a nadie pertenecerá más que a mí —añadió, dando un puñetazo en la mesa—. También con esto me conformé… ¿Qué otro partido tomar? Hay gente con la cual no hay más remedio que condescender.

—¿Y qué? —pregunté a Maxim Maxímich—, ¿consiguió que la chica se acostumbrara a él o se marchitó en el cautiverio, añorando la patria?

—¿Cómo añorando la patria? Desde la fortaleza se veían las mismas montañas que desde el aúl, y esos salvajes no necesitan otra cosa. Además, Grigori Alexándrovich le llevaba regalos diariamente; al principio, ella los repelía, altanera y en silencio, y los obsequios pasaban entonces a mano de la cantinera, estimulando su elocuencia. ¡Ah, los regalos! ¿Qué no hará una mujer por un trapo de color?… ¡Pero, bueno, eso es aparte!… Durante mucho tiempo, Bela se resistió a Grigori Alexándrovich; él, mientras tanto, estudiaba el tártaro, y ella había empezado a comprender algo nuestra lengua. Poco a poco se acostumbró a su presencia; primero le miraba de reojo, a hurtadillas. Siempre se la veía triste; y canturreaba a media voz, de tal modo, que hasta a mí me contagiaba su tristeza, cuando la oía desde la habitación vecina. Jamás olvidaré una escena; pasaba yo al lado de la casa y miré por la ventana; Bela estaba sentada en la cama, con la cabeza hundida en el pecho, y Grigori Alexándrovich, de pie ante ella. «Escúchame, mi peri[21] —decía él—, tú sabes que tarde o temprano debes ser mía, ¿por qué te complaces en atormentarme? ¿Es que quieres a algún checheno? Si es así, te dejo volver inmediatamente a casa». Bela sufrió un estremecimiento apenas perceptible y movió la cabeza. «¿O bien —prosiguió él—, te soy tan odioso?». Ella suspiró. «¿Es que, tal vez, tu religión te prohíbe amarme?». La muchacha palideció, pero siguió callada. «Créeme, Alá es único para todos los pueblos, y si él me permite amarte, ¿por qué te va a prohibir que me pagues con lo mismo?». Bela le miró fijamente a las pupilas, como sorprendida por esa nueva idea; sus ojos expresaron desconfianza y deseos de convencerse. ¡Qué ojos! ¡Brillaban como ascuas!

—¡Escúchame, mi querida, mi buena Bela! —continuó Pechorin—. Tú ves cómo te amo; estoy dispuesto a darlo todo con tal de alegrarte; quiero que seas feliz; pero si sigues tan triste, me moriré. Dime, ¿verdad que vas a estar más alegre?

La joven permaneció pensativa, sin apartar de él sus negros ojos; después sonrió cariñosamente y movió la cabeza en señal de asentimiento. Él tomó su mano y comenzó a convencerla de que le besase; ella se defendía débilmente y no hacía más que repetir: «Ay, no, por favor, no». Pechorin insistía. Bela, temblando, se echó a llorar. «Soy tu prisionera —decía—, tu esclava; claro, me puedes obligar». Y vuelta a las lágrimas.

Grigori Alexándrovich se dio un puñetazo en la frente y salió de un salto a la otra habitación. Entré a verle; cruzadas las manos sobre el pecho, se paseaba sombrío de un extremo a otro. «¿Qué tal amigo?», le pregunté. «¡Es un diablo, y no una mujer! —me contestó—. Pero le doy palabra de honor que será mía…». Yo moví negativamente la cabeza. «¿Apuesta algo? —propuso él—. ¡Dentro de una semana!». «¡Conforme!». Sellamos la apuesta con un apretón de manos y nos despedimos.

Al día siguiente envió sin dilación un mensajero de compras a Kizliar; trajo un sinfín de diversas telas persas.

—¿Qué opina usted, Maxim Maxímich —me dijo enseñando los obsequios—, resistirá la beldad asiática a semejante batería?

—No conoce usted a las circasianas —le respondí—; son muy distintas de las georgianas o de las tártaras de Transcaucasia, completamente distintas. Tienen sus hábitos; están educadas de otro modo.

Grigori Alexándrovich sonrió y se puso a silbar una marcha.

Pues resultó que yo estaba en lo cierto: los regalos influyeron solamente a medias; se hizo menos díscola, más confiada, pero no pasó de ahí; por eso, Pechorin se decidió a emplear el último recurso. Una mañana ordenó que le ensillaran el caballo, se vistió a lo circasiano, ciñó las armas y entró en la habitación. «Bela —le dijo—, tú sabes lo mucho que te quiero. Decidí raptarte pensando que, al conocerme mejor, ibas a quererme, pero me he equivocado. ¡Adiós! Quédate como dueña de todos mis bienes; si así lo deseas, vuelve con tu padre, eres libre. Soy culpable ante ti, y debo castigarme; adiós, me voy. ¿A dónde? ¡Qué sé yo! Tal vez no corra mucho tiempo en pos de una bala o de un sablazo: entonces, acuérdate de mí y perdóname». Volvió la cabeza y le tendió la mano en son de despedida. Ella callaba, sin tocarle la mano. Mirando por la rendija, de pie tras la puerta, pude observar el semblante de la muchacha, y me dio lástima. ¡Qué palidez tan espantosa cubrió su bello rostro! Viendo que no obtenía respuesta, Pechorin dio unos pasos en dirección a la salida; temblaba y ¿sabe lo que le digo?, creo que era capaz de cumplir verdaderamente lo que decía bromeando. ¡Él era así! ¡Sabe Dios! Pero, tan pronto rozó la puerta, ella saltó, prorrumpió en llanto y se abalanzó a su cuello. ¿Quiere creerme? Yo, detrás de la puerta, también me eché a llorar, es decir, no es que llorase, sino que, en fin… estupideces…

El capitán guardó silencio.

—Sí, lo confieso —concluyó retorciéndose los bigotes—, me dolió que jamás ninguna mujer me hubiera querido así.

—¿Duró mucho tiempo su felicidad? —me interesé.

—Sí, ella nos confesó que, desde el mismo día en que vio a Pechorin, soñó a menudo con él, y que jamás ningún hombre le había producido semejante impresión. ¡Efectivamente, fueron felices!

—¡Qué aburrido! —exclamé involuntariamente—. Yo esperaba un desenlace trágico, y de pronto, ¡mis esperanzas se desvanecen!… ¿Pero es posible que el padre no sospechara que la tenían ustedes en la fortaleza?

—Qué quiere que le diga: yo creo que lo sospechaba, pero unos días más tarde supimos que al viejo le habían matado. Verá cómo fue…

Volvió a despertarse mi curiosidad.

—Debo decirle que Kázbich se imaginó que Azamat le había robado el caballo en connivencia con su padre; al menos, eso es lo que yo supongo. Y un día se puso al acecho cerca del camino, a unas tres verstas del aúl; el anciano regresaba de buscar inútilmente a su hija; sus uzdeni[22] se habían rezagado; era ya de noche; marchaba pensativo, al paso, cuando, de repente, Kázbich surgió como un gato de un matorral, se encaramó al caballo por la grupa, derribó al viejo de una puñalada, agarró las riendas y desapareció; algunos uzdeni lo vieron todo desde un montículo; se lanzaron en su persecución, pero lúe inútil.

—Se cobró el caballo y tomó venganza —aventuré para sonsacar la opinión de mi interlocutor.

—Claro; según sus costumbres, tenía absoluta razón —respondió el capitán.

No pude por menos de sorprenderme de la capacidad de los rusos para adaptarse a los hábitos de los pueblos con que conviven; 110 sé si será censurable o digna de alabanza esta peculiaridad de su intelecto; pero lo que sí demuestra es una increíble flexibilidad y ese claro sentido común que perdona el mal allí donde ve que es inevitable o imposible de extirpar.

Mientras tanto, nos habíamos bebido el té; los caballos, enganchados ya hacía tiempo, tiritaban fuera; la luna palidecía en el Oeste y se aprestaba a sumergirse ya entre sus negras nubes, suspendidas en las lejanas cumbres como jirones de una cortina desgarrada. Salimos de la saklia. A pesar del pronóstico de mi compañero de viaje, el tiempo había despejado y nos prometía una apacible mañana; cúmulos de estrellas se entrelazaban, formando caprichosos dibujos en el lejano horizonte, y se extinguían unas tras otras, a medida que el mortecino reflejo de Oriente se extendía por la bóveda, de un morado oscuro, iluminando poco a poco las abruptas laderas de las montañas, revestidas de inmaculada nieve. A derecha e izquierda negreaban sombríos y misteriosos abismos; y la niebla, remolineando y retorciéndose como una culebra, se escurría por las rugosidades de las rocas vecinas, como si presintiera y temiese la proximidad del día.

Todo era silencio en el cielo y en la tierra, como en el corazón del hombre en el momento de la oración matinal; solamente de vez en cuando soplaba una fresca brisa desde Oriente, alborotando las crines de los caballos cubiertas de escarcha. Arrancamos: cinco flacos caballejos tiraban penosamente de nuestros carros por un tortuoso camino hacia el monte Gud; íbamos a pie detrás, calzando con piedras las ruedas cuando los animales se paraban, exhaustos; parecía que el camino condujese al cielo, porque, en todo cuanto abarcaba la vista, seguía elevándose sin interrupción hasta perderse en la nube que desde la tarde anterior flotaba sobre la cumbre del Gud como un buitre acechando la presa; crujía la nieve bajo nuestros pies; el aire iba enrareciéndose, hasta el punto de hacer daño al respirar; la sangre fluía continuamente a la cabeza, pero al mismo tiempo una sensación de bienestar iba inundando todas mis venas y produciéndome una inexplicable alegría; la de sentirme tan por encima del mundo. No discuto que era un sentimiento pueril, pero al alejarnos de los convencionalismos sociales y acercarnos a la Naturaleza nos hacemos involuntariamente niños: todo lo adquirido se desprende del alma y esta vuelve a ser tal como fue antaño y como probablemente volverá a ser. Quien, igual que yo, haya tenido ocasión de vagar por montañas desiertas, de contemplar larga, muy largamente, sus fantásticas formas y de aspirar con avidez el aire vivificador expandido entre sus precipicios, no dejará de comprender mi afán de transmitir, relatar, dibujar esos mágicos cuadros. Por fin subimos al Gud, nos detuvimos y miramos en derredor: una nube gris pendía sobre la cúspide, y su frío hálito amenazaba con una próxima tormenta; pero en el Este era todo tan luminoso y dorado, que nosotros, es decir, el capitán y yo, la olvidamos por completo… Sí, también el capitán: en los corazones sencillos el sentimiento de la hermosura y majestad de la Naturaleza es más vigoroso, cientos de veces más vivo que en nosotros, los que narramos, admirados, valiéndonos de la palabra y del papel.

—Supongo que usted ya estará habituado a estos magníficos cuadros —le dije.

—Sí, como también puede uno acostumbrarse al silbido de las balas, es decir, a ocultar el involuntario trepidar del corazón.

—Pues yo había oído decir, por el contrario, que para algunos viejos guerreros esa es incluso una música agradable.

—Evidentemente, si a eso vamos, es agradable; pero lo es tan solo porque obliga a latir más deprisa al corazón. Mire —añadió, señalando al Este—, ¡fíjese qué tierra!

En efecto; es dudoso que vuelva a ver un panorama semejante en cualquier otra parte: a nuestros pies se extendía el valle de Koishaur, atravesado por los hilos de plata del Aragva y de otro riachuelo; la niebla azulada resbalaba por él, esquivando los tibios rayos de la mañana y refugiándose en los cercanos desfiladeros; a derecha c izquierda, las crestas de las montañas, a cuál más alta, se entrecruzaban y extendían con su colcha de nieve y sus breñales. En lontananza, más montañas, pero no veríais en ellas dos rocas parecidas; y la nieve ardía con un fulgor sonrosado tan alegre y brillante, que invitaba a quedarse a vivir allí para siempre; apuntaba el sol tras una montaña de un azul oscuro, a la que solamente una vista acostumbrada podría diferenciar de una nube tormentosa; pero por encima del sol había una franja sangrienta que atrajo la mayor atención de mi compañero.

—Ya le decía —exclamó— que hoy tendríamos tormenta; hay que apresurarse, pues, si no, podrá sorprendernos en el monte Krestóvaia. ¡Arread! —gritó a los cocheros.

A modo de frenos, liamos cadenas a las ruedas, para que no resbalaran; tomamos a los caballos por las jáquimas e iniciamos el descenso; a la derecha, un peñón; a la izquierda, un abismo de tal profundidad, que una aldea de osetios situada en el fondo parecía un nido de golondrinas; me estremecí al pensar en el correo que, sin salir de su traqueteante carruaje, recorre en las noches, unas diez veces al año, este camino, en el que dos carros no pueden cruzarse. Uno de nuestros cocheros era ruso, un campesino de la provincia de Yaroslavl; el otro, osetio. El osetio llevaba el caballo por la jáquima con todas las precauciones de rigor; a los otros dos los habían desenganchado; en cambio, nuestro negligente ruso ni siquiera había tenido a bien apearse del pescante. Cuando le indiqué que al menos debiera preocuparse de mi maleta, por la cual no tenía yo el más mínimo deseo de descender a aquel abismo, me replicó: «Señor, con la ayuda de Dios llegaremos tan bien como ellos; no es la primera vez». Llevaba razón: podíamos no haber llegado, pero, sin embargo, llegamos; y si todos los hombres razonaran más a menudo, se convencerían de que la vida no merece que uno se preocupe tanto de ella…

Ahora bien: ustedes tal vez desearán conocer la continuación de la historia de Bela. En primer término, lo que escribo no es un relato, sino apuntes de viaje; por lo tanto, no era yo quién para obligar al capitán a hablar antes de que, efectivamente, hubiera comenzado a hacerlo. Así pues, esperad, o si queréis, saltad algunas páginas, aunque no os lo aconsejo, porque el paso por el monte Krestóvaia (o como lo llama el sabio Gamba, le Mont St. Christophe[23]) es digno de vuestra atención. De modo que descendimos del Gud al valle de Chertova[24]… ¡Vaya un nombre romántico! Ya os habréis imaginado el antro del espíritu del mal entre rocas inaccesibles; pero no se trataba de eso: el nombre del valle de «Chertova» procede de la palabra «chertá», y no de «chort», porque antaño pasaba por aquí la frontera de Georgia. Abundaban en el valle las dunas de nieve, que traían vivamente a la memoria Sarátov, Tambov y otros dulces lugares de nuestra patria.

—¡Aquí tiene al Krestóvaia! —me dijo el capitán cuando descendimos al valle de Chertova, señalando un cerrillo revestido por una sábana de nieve; sobre la cumbre erguía su negra silueta una cruz de piedra, al lado de la cual pasaba un camino apenas visible, que se utiliza solamente cuando la carretera lateral está obstruida por la nieve; nuestros cocheros dijeron que aún no se habían producido desprendimientos, y, para no exponer a los caballos, nos llevaron rodeando el monte. Al dar la vuelta, nos encontramos con unos cinco osetios, se ofrecieron a nosotros y, agarrándose a las ruedas, se pusieron a tirar de nuestra carreta, sujetándola a un tiempo, y acompañando de gritos la operación. El camino era, efectivamente, peligroso: a la derecha, suspendidas sobre nuestras cabezas, moles de nieve, que a cada impulso del viento parecían amenazar con derrumbarse sobre el desfiladero. El angosto camino estaba, en parte, cubierto de nieve, que en algunos lugares se hundía bajo los pies y en otros se había congelado a causa de los rayos del sol y de las helada nocturnas, hasta tal punto que nosotros mismos caminábamos con dificultad: los caballos se caían; a la izquierda se abría una profunda grieta por donde rodaba tumultuoso un torrente, bien ocultándose bajo una corteza helada, bien saltando, espumeante, sobre las negras piedras. ¡Dos horas tardamos en rodear el monte Krestóvaia! ¡Dos verstas en dos horas! Mientras tanto, las nubes habían descendido; comenzó a granizar y a nevar; el viento, irrumpiendo en los desfiladeros, aullaba y silbaba como Soloviéi-Rasbóinik[25]; y poco después la cruz de piedra quedó oculta por la niebla que, en oleadas sucesivas, cada vez más espesas y compactas, venía del Este… A propósito, sobre esa cruz existe una leyenda extraña, pero unánime: la de que la erigió el emperador Pedro I cuando pasó por el Cáucaso. Pero, en primer lugar, Pedro I estuvo solamente en el Daguestán y, en segundo, la cruz lucía una inscripción en grandes caracteres, diciendo que había sido colocada por orden del general Yermólov, y precisamente en 1824. No obstante, la leyenda, a despecho del letrero, está arraigada hasta el extremo de que, en verdad, no sabe uno a qué carta quedarse, tanto más no teniendo por costumbre creer en las inscripciones.

Había que descender aún cinco verstas por heladas rocas y fangosa nieve para llegar a la estación de Kobi. Los caballos estaban fatigados y nosotros ateridos; ululaba la tempestad con más y más violencia; creyérase que fuese una de nuestras nevascas del Norte, pero su salvaje cántico era más triste, más angustioso. «¡También tú, desterrada, lloras, añorando tus anchas y espaciosas estepas! —pensé yo—. Allí tienes donde desplegar tus alas frías; en cambio aquí te ahogas en tanta estrechez, como el águila que, gritando, aletea contra las rejas de su jaula de hierro».

—¡Mal asunto! —exclamó el capitán—. Mire, alrededor no se ve nada, solamente niebla y nieve; a cada paso podemos despeñarnos o quedarnos estancados, y, más abajo, el Baidara seguramente irá tan revuelto, que ni pasarlo podremos. ¡Qué Asia más endemoniada! ¡No puede uno confiar ni en la gente ni en los ríos!

Los cocheros, entre gritos y blasfemias, fustigaban a los caballos que, pese a la elocuencia de los látigos, se resistían, reacios, a dar un solo paso, limitándose a bufar.

—Señor —dijo por fin uno—, está visto que hoy no llegaremos a Kobi; ¿no le parece que torzamos a la izquierda antes de que sea tarde? En aquella cuesta se ven puntos negros; seguramente son saklias: allí se hospedan los viajeros siempre que hace mal tiempo y —añadió, señalando a un osetio— estos dicen que nos conducirán si se les da una propineja para vodka.

—Lo sé, hermano, lo sé sin necesidad de que me lo digas —rezongó el capitán—. ¡Vaya unos bestias! Cualquier motivo es bueno para sacar con qué beber.

—Reconozca, sin embargo —aduje yo—, que sin ellos estaríamos peor.

—Así es, así es —masculló el capitán—. ¡Qué harto me tienen estos guías! Parece que olfatean dónde pueden aprovecharse, como si no pudiéramos encontrar el camino sin su ayuda.

Torcimos a la izquierda y, a trancas y barrancas, después de muchos esfuerzos, llegamos al mísero albergue, constituido por dos saklias, hechas de losas y pedruscos y rodeadas de una pared de igual calidad. Los harapientos dueños nos acogieron afablemente. Más tarde supe que el gobierno les paga y proporciona víveres con la condición de que den asilo a los viajeros sorprendidos por las tempestades. «¡No hay mal que por bien no venga! —dije yo, sentándome al lado del fuego—. Ahora terminará de contarme la historia de Bela; de seguro que la cosa no acabó así».

—¿Y por qué está usted tan seguro? —me replicó el capitán, guiñando un ojo y sonriendo con malicia.

—Porque no es corriente: lo que empieza de un modo extraordinario, debe terminar también así.

—Pues ha acertado usted…

—Me alegro mucho.

—Usted se alegra; yo, en cambio, solo de recordarlo me pongo triste. ¡Era una buena chiquilla Bela! Acabé por acostumbrarme a ella como a una hija, y ella también me quería. Sepa usted que no tengo familia: hace unos doce años que no recibo noticias de mi padre ni de mi madre; nunca se me había ocurrido antes tomar esposa, y ahora, ¿sabe?, no es para mis años; por lo tanto, me complació haber encontrado a quien mimar. Ella solía cantarnos o bailarnos la «lesguinka»[26]… ¡Cómo bailaba! He visto a nuestras señoritas de provincia, e incluso una vez, hará veinte años, asistí en Moscú a una velada en sociedad, pero ¡qué va! ¡Ni parecido!… Grigori Alexándrovich la vestía como una muñequita, la cuidaba y la mimaba. Tan guapa se nos puso, que era una maravilla; se le fue del rostro y de las manos el color tostado, se colorearon sus mejillas… ¡Había que ver lo alborozada que estaba y la de travesuras que me hacía!… ¡Dios la perdone!

—¿Y qué sucedió cuando le contasteis la muerte de su padre?

—Durante mucho tiempo se la ocultamos, hasta que se acostumbró a su situación; cuando se la comunicamos, estuvo llorando dos días, y después se olvidó.

Unos cuatro meses la cosa marchó a pedir de boca. Me parece haberle dicho que Grigori Alexándrovich era un apasionado de la caza. Le entusiasmaba el bosque y cazar jabalíes o cabras monteses; sin embargo, ahora ni siquiera trasponía los muros de la fortaleza. Mas, al poco tiempo, observé que volvía a quedarse pensativo, paseándose por la habitación con las manos cruzadas a la espalda; y en cierta ocasión se marchó de caza sin decir nada a nadie; estuvo ausente toda la mañana. Lo repitió una y otra vez, con mayor y mayor frecuencia… «No está bien eso —pensé yo—; seguramente algo habrá pasado entre ellos».

Una mañana entré en su casa. Lo recuerdo como si lo viera; Bela estaba sentada en la cama, con un negro besbmet de seda, tan pálida y triste, que me asusté.

—¿Dónde anda Pechorin? —inquirí.

—De cacería.

—¿Se ha ido hoy?

Ella no respondió, como si le costara trabajo hablar.

—No; salió ayer —dijo por fin, suspirando con pesadumbre.

—¿No le habrá ocurrido algo?

—He pasado todo el día de ayer pensando, pensando —me respondió llorosa—; me venían a la imaginación toda suerte de desgracias: que pudiera haberle herido un jabalí salvaje, o que un checheno se le hubiera llevado a las montañas… Pero hoy me parece que ya no me ama.

—De veras, querida, que no se te ha podido ocurrir mayor disparate.

Ella se echó a llorar; después levantó con orgullo la cabeza, se secó las lágrimas y continuó:

—Si no me quiere, ¿quién le impide enviarme a mi casa? Yo no le obligo. Pero si esto sigue así, yo misma me marcharé, no soy su esclava, ¡soy la hija de un príncipe!…

Traté de convencerla.

—Escúchame, Bela, ¿no ves que no puede estar sentado aquí, pegado a tus faldas? Es un hombre joven, le gusta ir de caza, cuando se canse, volverá; pero si te ve triste, se aburrirá antes de ti.

—¡Es verdad, es verdad! —respondió ella—. Seré alegre —y, echándose a reír, agarró su pandereta y se puso a cantar, a bailar y saltar a mi lado; sin embargo, no le duró mucho; de nuevo cayó sobre la cama y se cubrió el rostro con las manos.

—¿Qué hacer? Yo, ¿sabe?, jamás he tratado con mujeres; estuve piensa que te piensa para ver cómo consolarla, sin que se me ocurriese nada. Permanecimos callados algún tiempo… ¡Una situación de lo más desagradable!

Por fin le propuse: «¿Quieres que vayamos a dar un paseo por las murallas? ¡Hace buen tiempo!». Estábamos en septiembre. Y, efectivamente, el día era divino, luminoso y templado; todas las montañas se veían como en la palma de la mano. Salimos, paseamos en silencio a lo largo de las murallas de la fortaleza; por último, Bela se sentó en el césped, y yo tomé asiento a su lado. Hasta recordarlo me da risa: la seguía como si fuese su niñera.

Nuestra fortaleza estaba en un alto, y el paisaje que se divisaba desde las murallas era magnífico: por una parte, un espacioso claro, surcado de varias balkas[27], finalizaba en un bosque, que se extendía hasta la propia cordillera, en la cual humeaban diseminados los aúles y pacían las yeguadas; por el otro lado corría un riachuelo; tupidos matorrales, lindantes con él, cubrían las pedregosas colinas que, a su vez, se unían con la cadena principal del Cáucaso. Nosotros estábamos sentados en una esquina del bastión, así que podíamos divisarlo todo a ambos costados. Y súbitamente, veo que desde el bosque sale alguien a lomos de un caballo tordo; acercándose más y más, se detiene en el otro lado del río, a unas cien sazhen[28] de nosotros, y empieza a hacer piruetas con su caballo, como un loco. ¡Qué cosa más rara!…

—Fijate, Bela —dije yo—, tú que tienes los ojos más jóvenes, ¿quién es ese dzhiguit y a quién viene a divertir?…

Ella miró y exclamó:

—¡Es Kázbich!…

—¡Ah, bandolero! ¿Habrá venido a burlarse de nosotros? —me fijé y, en efecto, era Kázbich con su fisonomía renegrida, desharrapado y sucio como siempre.

—Es el caballo de mi padre —dijo Bela, asiéndome una mano, temblando como azogada y brillantes los ojos.

«¡Air! —pensé yo—. ¡También por ti, palomita, corre sangre de bandolero!».

—Ven para acá —me dirigí al centinela—, mira a ver si está cargado el fusil y tumba a ese buen mozo. Te valdrá un rublo de plata.

—A las órdenes de Usía; pero es que no se está quieto…

—Pues ordénaselo —respondí riéndome…

—¡Eh, simpático! —gritó el centinela agitando la mano—. Aguárdate un poquito, que das más vueltas que una peonza.

Efectivamente, Kázbich se detuvo y puso oído, creyendo, por lo visto, que querían proponerle algún trato. ¡Arreglado estaba!… Mi granadero apuntó… ¡Pal! Falló el tiro. Tan pronto como se vio el fogonazo de la pólvora, Kázbich espoleó el caballo y este saltó a un lado. Se alzó el jinete en los estribos, gritó en su lenguaje no se sabe qué, amenazando con el látigo, y desapareció.

—¡Vergüenza debiera darte! —reprendí al centinela.

—Se ha ido a buscar sitio donde morir, Usía —respondió él—; esta es una gente maldita, que no muere así como así.

Un cuarto de hora más tarde, regresó Pechorin de la caza. Bela se le abalanzó al cuello y no salió de su boca una queja ni un reproche por tan larga ausencia… Hasta yo me enfadé con él. «Fíjese usted —le dije—; Kázbich acaba de estar aquí, al otro lado del río, y le hemos hecho fuego. ¿Qué tendría de particular que se tropezara con él? Esos montañeses son gente vengativa: ¿cree que él no adivina que usted, en parte, ayudó a Azamat? Y apuesto lo que quiera a que ahora ha reconocido a Bela. Sé que hace un año ella le gustaba muchísimo —él mismo me lo dijo—, y si confiara en reunir un buen kalim, seguramente la hubiera pedido en matrimonio…». Pechorin quedó pensativo. «Sí —respondió—, hay que andarse con ojo. Bela, desde hoy no debes salir más a las murallas de la fortaleza».

Por la noche tuve con él una larga conversación: me daba pena que hubiera cambiado de actitud con la pobre chiquilla; además de pasarse la mitad del tiempo de cacería, la trataba con frialdad, sus caricias eran raras, y ella comenzó a marchitarse a ojos vistas; se alargó su carita, sus grandes ojos se empañaron. A veces, solía preguntarle: «¿Por qué suspiras, Bela? ¿Estás triste?». «No». «¿Necesitas algo?». «No». «¿Echas de menos a tus parientes?». «No tengo parientes». Pasaban días enteros sin que se consiguiera sacarle otras palabras que «sí» y «no».

Y de eso precisamente le hablé. «Escuche, Maxim Maxímich —me declaró—, tengo un carácter funesto; ignoro si será la educación la que me ha hecho así, o si Dios me ha creado de esta suerte; lo único que sé es que, si causo la desgracia de los demás, yo no soy menos desdichado. Cierto que esto no es un consuelo para ellos, pero esa es la verdad. Desde mi temprana juventud, a partir del momento mismo en que salí de la tutela de mis padres, me entregué locamente a todos los placeres que podía proporcionarme el dinero y, como es de suponer, esos placeres acabaron por asquearme. Después me lancé al gran mundo y en seguida me hastió también la sociedad; me prendaba de sus bellezas y ellas me correspondían, pero sus amores no bastaban más que a excitar mi imaginación y mi amor propio, dejándome vacío el corazón… Comencé a leer, a estudiar, pero aborrecí, asimismo, las ciencias; comprendí que ni la gloria ni la felicidad dependían de ellas, ni mucho menos, ya que las personas más dichosas eran ignorantes, y la gloria consiste en la buena fortuna, cuya consecución no requiere más que habilidad. Entonces me sentí aburrido… Poco después me trasladaron al Cáucaso: ese fue el momento más feliz de mi vida. Confiaba en que no habría lugar al tedio bajo las balas de los chechenos; vana creencia: al cabo de un mes me había familiarizado tanto con el silbido de las balas y la proximidad de la muerte, que, se lo aseguro, prestaba más atención a los mosquitos, y me sentí más hastiado que antes, porque había perdido casi la última esperanza. Cuando vi a Bela en mi casa y cuando, teniéndola por vez primera en mis rodillas, besaba sus negros rizos, pensé, ¡tonto ele mí!, que era un ángel enviado por el piadoso destino… y de nuevo me equivoqué: el amor de una salvaje es poco mejor que el de una dama distinguida; la ignorancia y la simplicidad de la una cansan tanto como la coquetería de la otra. Si le interesa saberlo, la quiero todavía, le estoy agradecido por algunos momentos dulces, daría por ella la vida, pero me aburro con ella… No sé si soy un necio o un malvado; pero la pura verdad es que también soy muy digno de compasión, tal vez más que ella: mi alma está depravada por el mundo, mi imaginación es inquieta, mi corazón insaciable; nada me basta; me acostumbro a la amargura tan fácilmente como al deleite, y mi vida se hace más huera cada día; tan solo me queda un recurso: viajar. En cuanto haya ocasión, me marcharé, pero no a Europa, ¡Dios me libre! Iré a América, a Arabia, a la India, tal vez encuentre la muerte por el camino, en cualquier parte. Por lo menos estoy convencido de que las tempestades y los detestables caminos harán duradero este último consuelo». Así me estuvo hablando mucho tiempo, y sus palabras quedaron grabadas en la memoria, porque era la primera vez que oía cosas semejantes de un joven de veinticinco años, y Dios quiera que sea la última… ¡Qué barbaridad! «Dígame, por favor —añadió el capitán dirigiéndose a mí—: Usted, según parece, estuvo hace poco en la capital. ¿Es posible que allí toda la juventud sea por el estilo?».

Le respondí que eran muchos los que así hablaban; que probablemente habría entre ellos quienes dijeran la verdad; que, por otra parte, la desilusión, como tantas otras modas, comenzando por las capas superiores de la sociedad, ha descendido a las inferiores, las cuales las llevan de segunda mano, y que, en la actualidad, los que más se aburren, realmente, tratan de ocultar esa desgracia como un vicio. El capitán no entendió tales sutilezas, movió la cabeza y sonrió con picardía:

—De fijo que son los franceses los que han traído esa moda del tedio.

—No, los ingleses.

—¡Ah, ya!… —respondió él—. ¡Es natural: siempre han sido unos borrachines empedernidos!

Recordé, por asociación, a una señora moscovita que afirmaba que Byron no fue más que un borrachín. Por lo demás, la observación del capitán era más disculpable: para abstenerse del vino, trataba, evidentemente, de convencerse de que todas las calamidades del mundo procedían de la embriaguez.

Entretanto, el capitán prosiguió su relato del siguiente modo:

—Kázbich no volvió a aparecer. Pero, sin que pudiera explicarme la razón, no se apartaba de mí la idea de que no había venido sin más ni más y de que planeaba alguna fechoría.

Una vez Pechorin se empeñó en que le acompañase a cazar jabalíes; durante mucho tiempo me negué: ¡qué aliciente podía ofrecerme un jabalí! No obstante, consiguió arrastrarme con él. Nos llevamos unos cinco soldados y salimos de madrugada. Hasta las diez de la mañana husmeamos por los cañaverales y por el bosque, sin encontrar a la fiera. «Qué, ¿no será cosa de regresar? —insinué yo—. ¿A qué obstinarnos? ¡Bien se ve que es un día desdichado!». Pero Grigori Alexándrovich, a pesar del calor y del cansancio, no quiso regresar sin botín… Así era: si se empeñaba en algo, no cedía; de fijo que en su infancia le había mimado su mamaíta… Por fin, al mediodía encontramos al maldito jabalí, ¡pif-paf!… ¡pero, quia!, se escabulló por los cañaverales… ¡Era un día realmente desgraciado!… Y, después de descansar un rato, nos dirigimos a casa.

Marchábamos en silencio, sueltas las bridas; ya estábamos al lado mismo de la fortaleza; solamente unos matorrales nos la ocultaban. De pronto oímos un disparo… Nos miramos, embargados por la misma sospecha… Partimos al galope en la dirección del estampido y vimos en la muralla soldados que, apiñados en montón, señalaban hacia el campo, donde un jinete volaba con la velocidad de una saeta, sujetando en la silla una cosa blanca. Grigori Alexándrovich lanzó un alarido digno de cualquier checheno; desenfundó el fusil y se precipitó en su seguimiento; yo salí detrás.

Por suerte, la poca fortuna de nuestra caza no había dado pie a que se cansasen los caballos: corrían raudos, y a cada instante nos acercábamos más y más… Por fin, reconocí a Kázbich, pero no pude distinguir lo que llevaba por delante. Coloqueme entonces al nivel de Pechorin y le grité: «¡Es Kázbich!». Me miró, asintió con la cabeza y fustigó al caballo.

Terminamos por ponérnosle a tiro de fusil: no sé si su montura estaba fatigada o era peor que las nuestras; el caso es que, a pesar de todos sus esfuerzos, no avanzaba gran cosa. Pienso que en aquella ocasión se acordaría de su Karaguioz…

De repente vi que Pechorin, al galope, apuntaba con el fusil… «¡No dispare! —le grité—. Economice los cartuchos; de todas formas le alcanzaremos». ¡Ah, la juventud! Siempre se acalora a destiempo… El tiro salió, y la bala atravesó una de las patas traseras del animal que, enardecido, dio todavía unos diez saltos, tropezó y cayó de rodillas. Kázbich saltó a tierra, y entonces acertamos a ver lo que llevaba en los brazos: una mujer envuelta en una chadrá. Era Bela… ¡Pobre Bela! Kázbich nos gritó algo en su lenguaje y blandió un puñal sobre ella… No había tiempo que perder; disparé al azar; la bala debió darle en el hombro, porque instantáneamente dejó caer el brazo… Cuando se disipó el humo, vi que en el suelo yacía el caballo herido, y a su lado Bela; Kázbich, abandonando el rifle, trepaba como un gato, peñas arriba por entre la maleza; sentí deseos de quitarle de en medio, pero tenía descargado el fusil. Nos apeamos y corrimos hacia la joven. La infeliz estaba inmóvil, y la sangre corría a raudales de su herida… ¡Qué infame! Bien pudiera haberle metido la puñalada en el corazón; todo habría terminado en el acto; pero no: en la espalda… ¡el golpe más canallesco! Bela seguía sin conocimiento. Desgarramos la chadrá y vendamos la herida lo más prieto posible; en vano Pechorin besaba sus labios fríos; nada la hacía volver en sí.

Pechorin se subió al caballo; levanté a Bela del suelo y a duras penas pude sentársela en la silla: él la rodeó con un brazo y dimos la vuelta. Pasados unos minutos de silencio, Grigori Alexándrovich me dijo: «Escuche, Maxim Maxímich, de este modo no llegará con vida». «Es cierto», respondí yo, y nos lanzamos al galope. A la entrada de la fortaleza nos esperaba un verdadero gentío; trasladamos cuidadosamente a la herida a casa de Pechorin y enviamos a buscar al médico. Aunque borracho, vino; la examinó y declaró que no le quedaba más que un día de vida; pero se equivocó…

—¿Sanó? —pregunté al capitán, agarrándole de la mano y dejándome llevar por la alegría.

—No —respondió—; el médico se equivocó, porque vivió aún dos días.

—Pero, explíqueme, ¿cómo pudo raptarla Kázbich?

—Pues así: a pesar de que Pechorin se lo tenía prohibido, Bela salió de la fortaleza en dirección al río. Hacía mucho calor, ¿sabe? Se sentó en una piedra y metió los pies en el agua. Kázbich acercóse cautelosamente, la agarró, la amordazó y la arrastró a los matorrales; una vez allí, saltó sobre el caballo y echó a correr. Mientras tanto, Bela se las ingenió para dar un grito; los centinelas se alborotaron, abrieron fuego, pero se les escapó el blanco. En ese momento llegamos nosotros.

—Mas ¿para qué quería raptarla Kázbich?

—¡Vaya una pregunta! Esos circasianos tienen fama de ladrones: no pueden dejar de robar lo que está mal guardado, incluso aunque no les haga falta. En eso hay que disculparles. Además, ella le gustaba hacía tiempo.

—¿Y murió Bela?

—Murió; pero después de largos sufrimientos, que también nos hicieron padecer lo nuestro. Aproximadamente a las diez de la noche recobró el conocimiento; nosotros estábamos sentados junto a su cama, y tan pronto abrió los ojos comenzó a llamar a Pechorin. «Estoy aquí, a tu lado, dzhánechka mía» (es decir, alma mía, en nuestro idioma) —respondió él, tomándole una mano—. «Me muero», susurró Bela. Tratamos de consolarla diciendo que el médico había prometido curarla infaliblemente. Ella movió la cabecita y se volvió hacia la pared: ¡no quería morir!…

Por la noche comenzó a delirar; su cabeza ardía, temblores de fiebre recorrían a veces todo su cuerpo; pronunciaba frases incoherentes, refiriéndose a su padre, a su hermano; quería reintegrarse a las montañas, a su casa… También habló después de Pechorin. Tan pronto le prodigaba un sinfín de nombres cariñosos, como le reprochaba el haber dejado de amar a su dzhánechka

Él escuchaba en silencio, con la cabeza hundida entre las manos; pero en todo el tiempo no observé una sola lágrima en sus ojos; no sé si en realidad no podía llorar o si se dominaba; en cuanto a mí, le aseguro que nunca había visto nada tan lastimoso.

Al amanecer dejó de delirar; durante una hora permaneció inerte, lívida, y tan débil, que a duras penas se le notaba la respiración; después se sintió mejor y empezó a hablar; pero ¿de qué creerá usted?… ¡Solo a un agonizante se le ocurre!… Comenzó a lamentarse de no ser cristiana, de que en el otro mundo su alma jamás se encontraría con la de Grigori Alexándrovich, y de que otra mujer sería su compañera en el paraíso. Yo discurrí bautizarla antes de morir; se lo propuse; ella me miró indecisa y durante mucho tiempo no pudo pronunciar palabra; por fin respondió que moriría con la fe en que había nacido. Así transcurrió un día entero. ¡Cómo cambió en ese día! Sus pálidas mejillas se hundieron, los ojos se le agrandaron, desorbitados, los labios le ardían. Un fuego interno la abrasaba, como si en el pecho tuviera un hierro candente.

Llegó otra noche; nosotros no pegamos ojo, ni nos apartamos de su lecho. Padecía terriblemente, gemía; pero en cuanto disminuía el dolor, trataba de convencer a Grigori Alexándrovich de que le iba mejor, de que se fuera a dormir; le besaba la mano, sin soltarla de entre las suyas. Antes de que amaneciera se sintió presa de las angustias de la muerte; agitada, se arrancó la venda y la sangre volvió a correr. Cuando le vendaron la herida, se tranquilizó un momento y pidió a Pechorin que la besara. Él se arrodilló al lado de la cama, le alzó de la almohada la cabeza y acercó sus labios a los de ella, casi fríos ya; Bela le rodeó fuertemente el cuello con sus brazos trémulos, como si en aquel beso quisiera transmitirle el alma entera… Sí, ¡hizo bien en morirse! ¿Qué habría sido de ella si Grigori Alexándrovich la hubiese abandonado? Y esto ocurriría tarde o temprano…

La mitad del día siguiente se mantuvo silenciosa, serena y dócil, pese a que nuestro médico la atormentó con medicinas y cataplasmas. «Tenga compasión —le objetaba yo—, si usted mismo ha dicho que morirá infaliblemente, ¿a qué vienen, entonces, todos esos remedios?». «De todas maneras, Maxim Maxímich, es mejor —me respondía—, para tener la conciencia tranquila». ¡Arreglado estaba! ¡Vaya una conciencia!

Pasado mediodía, comenzó a torturarla la sed. Abrimos las ventanas, pero fuera hacía más calor que en la habitación; pusimos hielo al lado de la cama; nada la aliviaba. Yo sabía que aquella sed irresistible era un indicio del próximo fin, y se lo advertí a Pechorin. «¡Agua, agua!», decía ella con voz ronca, incorporándose en la cama.

Pechorin se puso blanco como el lienzo, cogió un vaso, lo llenó y le dio de beber. Me tapé los ojos con la mano y comencé a rezar una oración, no recuerdo cuál… Sí, amigo, he visto morir a mucha gente en los hospitales y en el campo de batalla, pero es distinto, muy distinto… Le confieso, además, otra cosa que me entristece: antes de expirar, no se acordó de mí una sola vez, y eso que yo la quería como un padre… ¡Pero, bueno, que Dios la perdone!… Y, en verdad, ¿quién soy yo para que me recordara antes de morir?

Tan pronto se bebió el agua, sintióse mejor, y falleció a los tres minutos. Le pusimos un espejo ante la boca: nada… Saqué a Pechorin del cuarto, y nos fuimos a las murallas de la fortaleza: caminamos de aquí para allá largo tiempo, sin proferir palabra, con las manos atrás; su semblante no expresaba ninguna emoción particular, y eso me producía rabia; yo, en su lugar, me hubiera muerto de pena. Por último, se sentó en el suelo, a la sombra, y se puso a trazar no sé qué dibujos en la arena con un palito. Yo, ¿sabe?, más que nada por cumplir, quise darle consuelo con unas palabras; él alzó la cabeza y se echó a reír… Sentí que se me helaba la sangre al oír la risa… Me marché a encargar el ataúd.

Confieso que si me hice cargo de los preparativos del entierro fue, en parte, por distraerme. Tenía un trozo de termalama[29]; guarnecí con ella el ataúd y lo adorné con los galones circasianos de plata que Grigori Alexándrovich había comprado para Bela.

Al día siguiente, por la mañana temprano, la enterramos fuera de la fortaleza, a la orilla del río, en el mismo sitio donde estuvo sentada por última vez; alrededor de su tumba crecen ahora frondosos arbustos de acacias blancas y saúco. Quise poner una cruz, pero ¿sabe?, me dio reparo, pues, al fin y al cabo, no era cristiana…

—¿Y qué ha sido de Pechorin? —indagué yo.

—Pechorin estuvo enfermo mucho tiempo; se quedó el pobre muy desmejorado; y a partir de entonces jamás hablamos de Bela; me daba cuenta de que le disgustaría y ¿para qué? Unos tres meses más tarde le destinaron al regimiento X… y se fue a Georgia. Desde ese momento acá no hemos vuelto a vernos… Recuerdo que, hace poco, no sé quién me dijo que había regresado a Rusia, pero su destino no salió en la Orden del Cuerpo. Por otra parte, a nosotros nos llegan muy tarde tales noticias.

Aquí la emprendió con una larga disertación sobre lo desagradable que es enterarse de los sucesos un año más tarde; probablemente lo hacía para ahogar recuerdos tristes.

Yo ni le interrumpía, ni le escuchaba.

Al cabo de una hora se nos presentó la oportunidad de reanudar el viaje. La tempestad había amainado; despejose el cielo, y partimos. Ya en camino, no resistí al incentivo de volver a la conversación sobre Bela y Pechorin.

—¿Y no sabe lo que fue de Kázbich? —pregunté.

—¿De Kázbich? Pues la verdad, no lo sé… Tengo entendido que en el flanco derecho[30] de los shapsuguis[31] se bate un tal Kázbich, un valentón que lleva un beshmet encarnado, cabalga al paso bajo los tiros de los nuestros y saluda con mucha cortesía cuando una bala le silba de cerca; pero no creo que sea el mismo Kázbich…

Maxim Maxímich y yo nos separamos en Kobi; yo tomé una diligencia y él, a causa de su gran equipaje, no pudo seguirme. No esperábamos vernos más; sin embargo, volvimos a encontrarnos y, si queréis, os lo referiré: es una verdadera historia… Pero reconoced que Maxim Maxímich es un hombre digno de respeto… Si lo confesáis, me sentiré recompensado plenamente por mi relato, demasiado largo, quizá.