3. EL FATALISTA

En cierta ocasión hube de pasar dos semanas en una stanitsa cosaca de nuestro flanco izquierdo. Un batallón de infantería estaba acantonado allí. Los oficiales se reunían, por turno, en casa de cada uno y jugaban a las cartas todas las tardes.

Una vez, hastiados del boston, tiramos la baraja debajo de la mesa y permanecimos charlando mucho tiempo en casa del mayor S. Contrariamente a lo habitual, la conversación era interesante. Se comentaba que entre nosotros, los cristianos, eran muchos los que compartían la creencia musulmana de que el sino de cada cual está escrito en el cielo. Unos y otros aducían lances extraordinarios en pro o en contra.

—Todo eso, señores, no es nada convincente —dijo el viejo mayor—. ¿A que ninguno de ustedes ha sido testigo de los extraños casos con que pretenden corroborar sus opiniones?

—Naturalmente que ninguno —respondieron muchos—, pero lo hemos oído contar a gente digna de confianza…

—¡Absurdo! —replicó alguien—. ¿Dónde está esa gente fidedigna que ha visto la lista en que se marca la hora de nuestra muerte?… Y si, efectivamente, existe el sino, ¿para qué, entonces, se nos ha concedido la voluntad y la razón? ¿Por qué hemos de rendir cuenta de nuestros actos?

En esto, un oficial, sentado hasta entonces en un ángulo del aposento, se levantó y, llegándose con paso lento a la mesa, nos envolvió a todos con una mirada serena y solemne. Era de origen servio, según se deducía de su apellido.

El aspecto del teniente Vúlich concordaba a la perfección con su carácter. Su alta estatura, su tez morena, los cabellos de azabache, los penetrantes ojos negros, la nariz grande, pero correcta, típica de su nacionalidad, y la sonrisa triste y fría que vagaba siempre por sus labios, todo en conjunto parecía tender a darle la apariencia de un ser excepcional, incapaz de confiar sus ideas y pasiones a aquellos que el destino le había deparado como camaradas.

Era valiente, hablaba poco, pero con brusquedad; a nadie revelaba sus secretos íntimos y familiares; casi nunca bebía y jamás galanteaba a las jóvenes cosacas, cuyo encanto es difícil de imaginar sin haberlas visto. Se decía, no obstante, que la esposa del coronel no era indiferente a sus inexpresivos ojos; pero él se enojaba muy en serio si se le hacía la más leve insinuación.

La única pasión que no escondía era el juego. Sentado ante el tapete verde se olvidaba de todo, pero solía perder, sin que los constantes reveses consiguieran otra cosa que exacerbar su terquedad. De él se contaba que una noche, en plena expedición, montó la timba en una almohada. La suerte le mimó enormemente. De pronto, resonaron disparos, se tocó generala y todos se precipitaron a las armas.

—¡Va banca! —gritó Vúlich, sin levantarse, a uno de los puntos más apasionados.

—Juego al siete —respondió este echando a correr.

Sin reparar en el alboroto general, Vúlich repartió las cartas, y salió la del otro.

Cuando se presentó en las líneas, se había trabado ya un intenso tiroteo. Pero Vúlich, sin preocuparse de las balas y de los sables chechenos, buscaba a su afortunado contrincante.

—¡El siete ha ganado! —gritó al encontrarle, por fin, en un piquete de vanguardia que empezaba a desalojar de un bosque al enemigo. Acercándose al ganancioso, sacó un bolsillo y la cartera y se los entregó, no obstante indicarle aquel la inoportunidad del momento. Cumplido el desagradable deber, Vúlich se lanzó delante, arrastrando tras de sí a los soldados; y hasta el mismo fin de la operación sostuvo, impasible, el tiroteo con los chechenos.

Cuando el teniente Vúlich se aproximó a la mesa, todos callaron, en espera de alguna salida original.

—Señores —empezó diciendo con voz reposada, aunque en tono más apagado de lo ordinario—, señores, ¿a qué enzarzarse en discusiones hueras? ¿Queréis pruebas? Pues yo os propongo que experimentéis en vosotros mismos si un hombre puede disponer de su vida a su arbitrio o bien si cada uno de nosotros tiene designado de antemano el minuto fatal… ¿Quién desea hacer la prueba?

—¡Yo no, yo no! —exclamaron por todas partes—. ¡Qué hombre más raro! ¡Qué ocurrencia!…

—Propongo una apuesta —tercié yo; en broma.

—¿Cuál?

—Afirmo que el sino no existe —dije, arrojando sobre la mesa unas veinte monedas de diez rublos, todo cuanto tenía en el bolsillo.

—Acepto —contestó Vúlich sordamente—. Mayor, usted será el árbitro; he aquí quince monedas de diez rublos; las otras cinco me las debe usted, y hará el favor de añadirlas a estas.

—Bueno —aceptó el mayor—, pero en verdad que no comprendo de qué se trata: ¿cómo vais a decidir la discusión?

Vúlich, sin decir palabra, se encaminó a la alcoba del mayor; nosotros le seguimos. Acercóse a la pared donde colgaban las armas y tomó al azar una de las pistolas. Aún no adivinábamos su intención. Pero cuando levantó el gatillo, y cargó la pólvora, a muchos se les escapó un grito, y le sujetaron por los brazos.

—¿Qué vas a hacer? ¡Mira que es una locura! —le gritaron.

—Señores —pronunció lentamente, desasiéndose—, ¿hay alguien que quiera pagar por mí las veinte monedas?

Todos enmudecieron y se apartaron.

Vúlich volvió a la otra habitación, seguido de los demás. Sentóse ante la mesa, nos invitó con un gesto a tomar asiento en derredor suyo y le obedecimos silenciosamente. En aquel momento había adquirido sobre nosotros un poder misterioso. Yo miré con fijeza a sus ojos; él sostuvo esta mirada inquisitiva con un aire sereno e impenetrable, y sus lívidos labios sonrieron; mas, a pesar de su impasibilidad, me pareció ver la muerte pintada en su pálido semblante. Tengo observado, y muchos combatientes veteranos lo confirman, que el rostro del hombre destinado a morir en breves horas suele llevar impreso el extraño sello del sino ineluctable, hasta el punto de que un ojo experto se equivoca rara vez.

—Usted morirá hoy —le dije yo. Se volvió rápidamente hacia mí, pero su réplica fue pausada y tranquila.

—Puede que sí, puede que no…

Después, dirigiéndose al mayor, le preguntó si estaba cargada la pistola. El mayor, desconcertado, no lo recordaba bien.

—¡Basta ya, Vúlich! —exclamó alguien—. Si estaba a la cabecera, es que está cargada. ¡Vamos a dejarnos de bromas!…

—Una broma estúpida —añadió otro.

—¡Cincuenta rublos contra cinco a que está descargada! —gritó un tercero.

Se concertaron nuevas apuestas.

Tan larga ceremonia me fastidiaba ya.

—Escuche —le dije a Vúlich—, péguese un tiro o deje la pistola en su sitio, y vámonos a dormir.

—¡Eso es! —exclamaron muchos—. A dormir.

—Señores, os suplico que no os mováis de vuestros lugares —dijo Vúlich aplicándose a la sien el cañón del arma.

Todos quedaron como petrificados.

—Señor Pechorin —prosiguió, dirigiéndose a mí—, elija una carta y tírela al aire.

Lo recuerdo como si lo estuviera viendo; tomé de la mesa el as de tréboles y lo arrojé a lo alto; a todos se nos cortó la respiración; los ojos, atemorizados y llenos de una curiosidad indefinida, pasaban de la pistola al as fatal, que estremeciéndose en el aire descendía lentamente; en el instante en que rozó la mesa, Vúlich apretó el gatillo… ¡El tiro no salió!

—¡Gracias a Dios! —se oyó exclamar—. No estaba cargada…

—Veamos, sin embargo —dijo Vúlich. Montó de nuevo el gatillo, apuntó a una gorra que pendía sobre la ventana, retumbó un disparo y el aposento quedó envuelto en una humareda. Al disiparse esta vimos la gorra atravesada justamente en el centro. La bala se había incrustado en la pared.

Cerca de tres minutos transcurrieron antes de que nadie pudiese pronunciar palabra. Vúlich se guardó tranquilamente mis monedas en el bolsillo.

Comenzó a discutirse por qué la pistola había fallado la primera vez; unos suponían que pudiera estar atascado el oído; otros cuchicheaban que al principio la pólvora estaría húmeda y que Vúlich habría añadido una carga seca; pero yo rebatí esta última conjetura, afirmando que no había perdido de vista el arma un solo instante.

—¡Es usted afortunado en el juego! —dije a Vúlich…

—¡Por primera vez en mi vida! —respondió él, sonriendo con satisfacción—. Este juego es mejor que la banca o el shtos.

—Algo más peligroso, en cambio.

—Y bien, ¿cree usted ahora en el sino?

—Creo; pero no acierto a comprender por qué me pareció que infaliblemente habría usted de morir hoy…

Y aquel hombre, que minutos antes se apuntaba impertérrito a la sien, enrojeció turbado.

—Bueno, basta —dijo levantándose—; nuestra apuesta ha terminado y sus comentarios me parecen ahora improcedentes…

Tomó la gorra y salió. Esto se me hizo extraño, y no sin razón.

Al poco rato se retiraron todos a sus casas, comentando cada cual a su manera las rarezas de Vúlich; y, a no dudarlo, me daban unánimes el calificativo de egoísta por haber mantenido una apuesta con un hombre que quería pegarse un tiro. ¡Cómo si él no fuera a encontrar la oportunidad sin intervención mía!…

Regresaba a mi casa por las desiertas callejuelas de la stanitsa; la luna llena, grana como el resplandor de un incendio, asomaba tras el almenado horizonte de las casas, relucían plácidamente las estrellas en la bóveda azul oscura, y me dio risa recordar que hubo antaño sapientísimos varones que pensaban que los astros celestes intervienen en nuestras nimias disputas por un trozo de terreno o por cualquier derecho imaginario. Y, ya lo vemos: estas mariposas, que, según ellos, ardían con el solo fin de iluminar sus contiendas y sus triunfos, siguen resplandeciendo con el mismo fulgor, mientras que sus pasiones y esperanzas se extinguieron al mismo tiempo que ellos, como una pequeña hoguera encendida en la linde de un bosque por un peregrino despreocupado. Y, no obstante, ¡qué fuerza de voluntad les infundía la certeza de que el cielo entero, con sus infinitos moradores, los contemplaba con invariable, aunque muda simpatía!… Nosotros, sus míseros descendientes, que vagamos por la Tierra sin convicciones ni orgullo, sin placer ni temor (si no contamos la involuntaria angustia que nos oprime el corazón al pensar en el fin inevitable), no somos ya capaces de grandes sacrificios, ni en bien de la Humanidad ni aun en pro de nuestra propia dicha, porque sabemos que esta es imposible e, indiferentes, pasamos de una duda a otra, igual que nuestros antepasados iban de yerro en yerro, con la diferencia de que no tenemos las esperanzas que abrigaban ellos ni tan siquiera ese deleite, no por incierto menos intenso, con que se recrea nuestro espíritu en toda lucha contra los hombres o contra el destino…

Muchas otras ideas semejantes acudían a mi mente; no trataba de profundizar en ellas, porque no soy amigo de detenerme en ningún pensamiento abstracto. ¿Qué gana uno con eso?… En mi primera juventud fui un soñador; gustaba de acariciar alternativamente las imágenes, ya lúgubres, ya radiantes, que me ofrecía mi inquieta y ávida imaginación. Pero ¿qué he venido a sacar? Solo cansancio, como después de una batalla nocturna contra una visión fantasmagórica, y un recuerdo desvaído, lleno de pesares. En esta pugna estéril agoté el calor de mi alma y la constancia de mi voluntad, imprescindible para una vida real; cuando entré en esta vida, la había vivido ya mentalmente, y sentí el mismo tedio y asco que quien lee una mala imitación de un libro que ya hace tiempo conoce.

Lo sucedido aquella noche me produjo una impresión bastante profunda y me irritó los nervios. No puedo decir a ciencia cierta si ahora creo o no en el sino, pero aquella noche creía firmemente: la prueba había sido asombrosa, y, a pesar de haber hecho burla a nuestros antepasados y a su servicial astrología, me deslicé involuntariamente por su camino; menos mal que me detuve a tiempo en esa peligrosa dirección, y, como tengo por norma no rechazar nada de plano ni confiar ciegamente en cosa alguna, abandoné la metafísica y decidí mirar el terreno que pisaba. Esta preocupación resultó de lo más oportuna: poco me faltó para caer al tropezar con un cuerpo grueso y blando, evidentemente inanimado. Me incliné. La luna iluminaba ya de lleno el camino, y vi delante de mí un cerdo partido en dos de un sablazo… Apenas tuve tiempo de apercibirme, cuando oí ruido de pasos: dos cosacos salían corriendo de un callejón; se me acercó uno, preguntándome si había visto a un cosaco borracho que iba en persecución de un cerdo. Le contesté que no había visto al cosaco, y señalé la infeliz víctima de su intrepidez.

—¡Qué bandido! —dijo el segundo cosaco—. En cuanto se emborracha con chijir[55], destroza todo lo que encuentra a mano. Vamos a buscarle, Ereméich, hay que atarle, porque si no…

Se alejaron; yo proseguí mi camino con mayor cautela y, por fin, llegué sano y salvo a mi casa.

Estaba hospedado en el domicilio de un viejo uriádnik, a quien quería por su buen carácter y, sobre todo, por su linda hija Nastia.

Como siempre, Nastia me esperaba junto a la cancela, arrebujada en el abrigo; sus encantadores labios, azuleados por el frío nocturno, brillaban a la luz de la luna. Me sonrió al reconocerme, pero yo no estaba de humor para entretenerme con ella.

—¡Adiós, Nastia! —le dije al pasar por su lado.

Ella quiso responder algo, pero se limitó a suspirar.

Cerré tras de mí la puerta de la habitación, encendí una vela y me arrojé en la cama; pero esta vez el sueño se hizo esperar más que de costumbre. Cuando me dormí, había comenzado ya a clarear por Oriente, pero, sin duda alguna, estaba escrito en el cielo que aquella noche no dormiría tranquilo. A las cuatro de la madrugada dos puños golpearon en mi ventana. Di un salto: ¿qué podía ser?…

—¡Levántate, vístete! —me gritaron varias voces. Me vestí con celeridad y salí.

—¿Sabes lo ocurrido? —me dijeron al mismo tiempo los tres oficiales que habían llegado a buscarme; estaban pálidos como la muerte.

—¿Qué?

—Vúlich ha sido asesinado.

Me quedé estupefacto.

—¡Sí, asesinado! —repitieron—. Vamos deprisa.

—Pero ¿adónde?

—Por el camino te enterarás.

Echamos a andar. Me contaron lo sucedido, mezclándolo con observaciones respecto al extraño destino que le había salvado de una muerte cierta media hora antes de morir. Vúlich iba solo por una calle oscura; a su encuentro salió el cosaco borracho que había degollado al cerdo; tal vez habría pasado de largo y no le hubiera visto si Vúlich, de pronto, no se detiene, diciéndole: «¿A quién buscas, hombre?». «¡A ti!», respondió el borracho, descargando el sable sobre él y hendiéndole de un tajo desde el hombro casi hasta el corazón… Los dos cosacos que me topé, y que perseguían al asesino, llegaron en aquel instante y levantaron al herido; pero estaba ya a punto de expirar y musitó tan solo dos palabras: «¡Tenía razón!». Fui el único que comprendió la oscura significación de sus palabras: se refería a mí. Sin quererlo, predije al desdichado su destino. Mi instinto me había sido fiel: leí con certeza en sus alteradas facciones el signo del próximo fin.

El asesino se había encerrado en una casa vacía, en el extremo de la stanitsa. Fuimos allá. Infinidad de mujeres corrían, llorosas, en la misma dirección: de vez en cuando algún cosaco rezagado salía a la calle a todo correr, ciñéndose apresuradamente el puñal, y se adelantaba a nosotros. El alboroto era enorme.

Llegamos, por fin. Alrededor de la casa, cuyas puertas y ventanas estaban cerradas por dentro, se había congregado una muchedumbre. Los oficiales y los cosacos discutían acaloradamente entre sí. Chillaban las mujeres en medio de interjecciones y lamentos. Saltó a mi vista el rostro impresionante de una vieja, que expresaba una loca desesperación. Estaba sentada en un grueso tronco, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos: era la madre del asesino. En algunos momentos movía los labios… ¿rezando o maldiciendo?

Pero algo había que hacer para apoderarse del criminal. No obstante, nadie osaba lanzarse el primero.

Me acerqué a la ventana y miré por una rendija de los postigos. El asesino, pálido, yacía en el suelo, empuñando la pistola con la mano derecha; el sable ensangrentado descansaba a su vera. Sus expresivos ojos giraban, torvos, mirando en derredor, se estremecía de vez en cuando y se llevaba las manos a la cabeza, como si recordara confusamente lo ocurrido por la noche. No me pareció ver una gran decisión en su inquieta mirada, y le dije al mayor que lo procedente era ordenar a los cosacos echar abajo la puerta y abalanzarse dentro, porque más valía hacerlo ahora que después, cuando se recobrase del todo.

En aquel momento, un viejo esaúl[56] se acercó a la puerta y le llamó por su nombre, a lo cual respondió.

—Has pecado, hermano Efímich —dijo el esaúl—. No te queda otra cosa que entregarte.

—Pues no me entregaré —contestó el cosaco.

—¡Piensa en Dios! Tú no eres un checheno maldito, sino cristiano bueno. Y, ya que el pecado te arrastró, no tiene remedio: ¡no podrás escapar a tu sino!

—¡No me rendiré! —rugió el cosaco, amenazador. Se oyó el chasquido del gatillo al montarse.

—¡Eh, madre! —gritó el esaúl a la vieja—. Habla con tu hijo… quizá te obedezca… Con esas cosas no hace más que irritar a Dios. Y, además, ya lo ves: los señores llevan dos horas esperando.

La anciana le miró fijamente y movió la cabeza.

—Vasili Petróvich —dijo el esaúl, aproximándose al mayor—, ese no se rinde, le conozco bien; y, si echamos la puerta abajo, matará a muchos de nosotros. ¿No le parece mejor que le peguemos un tiro? En el postigo de la ventana hay una rendija ancha.

En aquel instante se me vino a la cabeza una extraña idea. A semejanza de Vúlich, quise tentar el sino.

—Espere —dije al mayor—, yo le apresaré vivo.

Ordené al esaúl que entretuviese hablando al criminal y coloqué junto a la puerta a tres cosacos, dispuestos a derribarla y a lanzarse en mi ayuda apenas les hiciese una señal: di la vuelta a la casa y me acerqué a la ventana fatídica: el corazón me latía acelerado.

—¡Ah, maldito! —gritaba el esaúl—. ¿Es que te burlas de nosotros, o qué? ¿Te crees que no podemos contigo?

Empezó a golpear la puerta con todas sus fuerzas: yo, pegado el ojo al resquicio, no perdía de vista ningún movimiento del cosaco, que no esperaba el ataque por aquel lado. De repente hundí los postigos y me arrojé cabeza abajo por la ventana. Un disparo resonó encima de mi oído, la bala me arrancó una charretera. Pero el humo que se esparció por la habitación impidió a mi enemigo encontrar el sable que tenía allí cerca. Le atenacé por los brazos; los cosacos irrumpieron en la habitación, y antes de tres minutos el delincuente estaba ya maniatado y era conducido con escolta. Dispersose la gente. Los oficiales me felicitaron y, efectivamente, había motivo para ello.

Después de tales cosas, ¿cómo no va uno a sentirse fatalista? Pero ¿quién sabe con certeza si está convencido o no de algo?… ¡Y con cuánta frecuencia tomamos por convicción un engaño de nuestros sentidos o un error de nuestra mente!… Me gusta dudar de todo; lo cual no excluye tener un carácter decidido; por el contrario, en lo que a mí se refiere, siempre avanzo con mayor valentía cuando no sé lo que me espera. Nada puede ocurrir peor que la muerte, ¡y la muerte es inevitable!

Al volver a la fortaleza, referí a Maxim Maxímich todo lo sucedido conmigo y lo que había visto y me interesé por conocer lo que él opinaba acerca de la predestinación. Al principio no entendió el vocablo. Se lo expliqué como pude, y entonces dijo, moviendo la cabeza con aire significativo:

—Sí… efectivamente. ¡Es asunto bastante enrevesado!… Aunque, dicho sea de paso, esos gatillos asiáticos suelen fallar si están mal engrasados o si no se aprieta bien el dedo al disparar. Confieso que tampoco me gustan los fusiles circasianos: son poca cosa para nosotros… La culata es corta, y a las primeras de cambio puede uno quemarse la nariz… Pero, eso sí: tienen unos sables de padre y muy señor mío…

Después de pensarlo un poco, Maxim Maxímich añadió:

—Sí, ¡pobrecillo!… ¡El diablo le empujaría a hablar de noche con un borracho!… Pero, por lo visto, ¡ese era su sino!…

No pude sacarle nada más. En general, no es amigo de las divagaciones metafísicas.

1838-1839