Capítulo IV
EL «Golconda Ship» detuvo los motores en el espacio entre las estrellas, lo cual no dejaba de ser un despropósito. Los hombres, por lo general, tenían la necesidad de advertir la presencia de una substancia sólida en las proximidades. La peor de todas las sensaciones de terror era la que proporcionaba la sensación de caer libremente en el espacio, la cual no es ni más ni menos que la impresión de no tener más que la nada alrededor. La sensación de carecer absolutamente de peso no causaba tanto terror; por ejemplo, al nadar parece que uno no pese nada. El estar completamente rodeado, encerrado, aun con la gravedad artificial existente en una nave artificial, en nada excluye el terror que da la ausencia de una firme creencia de que hay algo grande, voluminoso, sólido y confortable cerca, al cual podemos asirnos y hasta incluso abrazarnos en un momento de eclosión emocional. Bs algo irracional, pero a nadie le gusta el momento de la desaceleración, al menos hasta que se llega a donde hay un sol que brilla, reconocido como tal, y que promete solidez, y más de un planeta apto para aterrizar. Pero el
«Golconda Ship» desaceleró donde no había ningún sistema solar y se quedó allí.
No era una nave vulgar. Por lo general, las naves espaciales no eran agraciadas en su línea exterior. Por su eficiencia deberían haber sido como globos si el campo de acción de las radios de aterrizaje las hubieran podido apresar entre sus ondas y guiarlas hasta el aeropuerto del espacio correspondiente. Pero no se podía. Por eso las naves espaciales se construían en forma de bulbos y en líneas escasamente artísticas, buscando siempre el máximo de volumen, con un mínimo de material componiendo su constitución, pero teniendo la estructura adecuada para que los campos de fuerza de los aparatos de radio de aterrizaje pudieran ejercer su acción sobre ellas. Las naves de pasajeros eran un asunto distinto. Éstas, tradicionalmente, seguían la línea fusiforme, recordando a un pez, y no por razones de velocidad, porque en el espacio no existe la resistencia, sino porque de esa forma podían tocar tierra, con puertas de salida y entrada alineadas convenientemente, y con rampas de carga y descarga que se abrían ante las puertas de las dependencias de almacenamiento.
El «Golconda Ship» poseía una línea muy peculiar. Su forma era tal que los aparatos de radioaterrizaje la podían captar fácilmente, pero había una cantidad inimaginable de maquinaria en toda su estructura exterior. La nave misma era una máquina, sin duda por alguna razón particular, probablemente excavación, y cada cuatro años aparecía una nueva, o bien era una modificación de alguna anterior. Saltaba al espacio. Desaparecía. Y un buen día volvía. Y entonces su tripulación, invariablemente la misma, descargaba tesoros incalculables. Todos y cada uno de los miembros de la tripulación eran multimillonarios, hasta el engrasador de la sala de máquinas. Y todos eran la mar de reservados en sus declaraciones. Excepto durante los viajes que efectuaban cada cuatro años, vivían en el mayor de los esplendores, mientras que cada uno de los seres que les rodeaba trataba de arrancar de ellos algún dato, por pequeño e insignificante que fuera, que permitiera dar una pista del lugar donde encontraban sus riquezas. Y todos recordaban, de vez en cuando, el «Golconda Ship» original, sobre el que había habido tantas muertes, como para obrar el milagro de que ninguno de ellos fuera todo lo contrario a un hombre comunicativo.
En el lugar donde había aparecido el «Golconda Ship», no había sol. No había más que millares de puntos de luz que en ningún momento parpadeaban. El más próximo de ellos, debía estar a muchas décadas-luz de distancia. Allí no reinaba más que la soledad, el vacío, y la desolación entre las estrellas. Era aquel camino, aquella ruta gigante, donde los botes salvavidas de las naves, eran totalmente inútiles. Bien es verdad, que había habido sobrevivientes de catástrofes espaciales ocurridas en aquellas rutas, que habían logrado llegar a buen puerto con botes salvavidas. Pero eran los menos. Y aquellos supervivientes ya nunca fueron normales, y nunca lograron arrancar de ellos el terror.
Pero el «Golconda Ship» permaneció en aquella desolación durante bastante tiempo. Sus pilotos debieron hacer muchas anotaciones y realizar muchas observaciones. Pero llegaron a tener suerte. Al cabo de un corto período, Cepheit se identificó. La información concordaba con otro dato. ¡El «Golconda Ship» estaba allí! Con toda deliberación, dio media vuelta. Variaba su rumbo. Se situaba en posición exacta que le llevaría a su destino con microscópica precisión. Si otra nave hubiera estado observándolo, no hubiera apreciado en su corrección de posición más que un grado de arco. El tiempo que había permanecido en desaceleración no podría ser conocido. La nave más próxima que hubiera podido tener a sus alcances, hubiera sido incapaz de imitar sus movimientos.
Pero no la había. Y aquella llevaba más riquezas a bordo de las que había en el tesoro de todo un planeta. Por otra parte, viajaba en secreto y sin dejar rastro alguno, y no había nadie que supiera donde estaba, y muy pocos que estuvieran al corriente de su confinamiento.
En Punto de Control Lambda, Scott pensaba muy poco en aquella nave como tal. Para él no era más que parte de un problema. Si lo resolvía, podría vivir durante más tiempo. Y si no...
Janet preguntó dubitativa:
—¿Se puede hablar?
—Y por qué no — repuso Scott — si eso la hace sentirse mejor...
Ella descendía la escalera de caracol tras él. Hasta allí la parte que caía al otro lado de la pared, era el sector de servicios. Pero más allá de los pisos habilitados para camarotes, todo un aspecto distinto. Salían y entraban cables en la sala de control. Había cables que habían formado parte de la unidad propulsora de vuelo de cuyos servicios se había prescindido, y el sistema solar de vuelo, grandes tuberías, y los controles de los ocho motores pequeños que hacían bascular la nave hacia proa o hacia popa.
Aquella parte baja, entre las sentinas, servía también para otros propósitos. Estaba dividida en túneles que conducían hacia la parte más ancha de la boya. A través de ellos se podían establecer diversas comunicaciones. Ello constituía una previsión de seguridad. Ningún desastre que dejara escapar aire de una de las zonas de la nave, influenciaría los sectores del otro lado de la misma. A menos que la boya se partiera literalmente en dos, siempre habría un pasadizo de proa a popa. Se podrían romper uno o más túneles, pero los otros continuarían desempeñando sus funciones. Scott continuó el recorrido.
—Ahora estamos pasando por debajo de los camarotes — observó.
Janet se estremeció visiblemente. Se le ocurrió pensar a Scott que los camarotes donde se habían efectuado los asesinatos tal vez no los hubieran limpiado todavía. Janet habría pensado en ello seguramente. Para cambiar el rumbo de sus pensamientos, dijo:
—¿De qué se trataba lo que quiso decirme antes? Siguió bajando y bajando por la escalera metálica.
—Estoy... pensando en Bugsy. Él... ¡le habría matado a usted!
—¿Te sorprende? — repuso Scott con ironía — ¿Después de cuanto ha ocurrido ya? De todos modos, le concedí ese crédito por una cosa. Si un hombre está sediento de sangre, y Bugsy lo está, me gusta que quiera llevar a cabo sus asesinatos por sí mismo, en lugar de recurrir a alguien para que los haga por él. Y eso fue lo que quiso hacer Bugsy.
—Pero usted... lo dejó en libertad...
—No pude matarle — convino Scott — y tampoco podía meterle en la cárcel, ¿qué otra cosa podía hacer pues?
Se detuvo. Estaban en otro piso, y en él había una puerta en uno de los lados, y otras dos más que constituían la usual cámara de aire de emergencia. Si se perdía el aire en cualquier parte del túnel, las dos puertas se cerrarían. Si se preveía el desastre, cada túnel se podía cerrar desde la sala de control hasta que el peligro hubiera pasado.
—Ahí está el depósito de equipajes — dijo Scott—. Quiero inspeccionarlo un poco. Ahora guardemos silencio.
Primero se aseguró de que el compartimiento estaba vacío. Entró en él desde el túnel. Janet no se movió del sitio donde estaba, agudizando el oído. La boya estaba sumida en el mayor de los silencios, a excepción del ruido casi imperceptible que hacían las suelas del calzado de Scott, que llegaba hasta ella un poco distante. Era un silencio muy peculiar. Parecían escucharse los últimos ecos del tintineo de una campanilla en el aire. Hubo un momento en que Janet oyó un ruido estridente, seco y no muy agudo, y la sensación de ahogo que la dominaba aumentó durante unos instantes. Quizá había sido el impacto de un micrometeorito sobre el casco de la boya. Éstas eran partículas infinitamente frágiles, pero su velocidad era enorme. El impacto sobre el casco despedía una llama blanca azulada, y las partículas se evaporizaban con ella. La verdad es que no infundían peligro alguno.
Al cabo de un rato, Scott regresó. Parecía bastante contrariado.
—Granadas de mano — dijo con disgusto—. Las hay en varios equipajes. Ya han cogido algunas de ellas. He traído unas cuantas como muestra.
Se las mostró a Janet. Eran objetos lisos y redondos que daban la sensación de ser totalmente inofensivos. Se las metió en los bolsillos. Continuó descendiendo. Se asomó al jardín hidropónico donde el aire de toda la nave sufría un proceso de renovación por medio de las plantas que crecían al amparo de la luz artificial. Por curiosidad tocó algunas hojas.
Cuando volvió al túnel, dijo:
—Es curioso. Queman.
Pero inmediatamente prosiguió su marcha descendente. Aquel constante girar alrededor de una escalera se convertía en algo tedioso. Scott dijo:
—Tengo dos incógnitas. Una en la sala de máquinas. Dudo mucho que el hombre que se hacía pasar por ingeniero esté aún allí. Ocupaba aquel puesto para confundirme a mí. Y la otra es que quiero saber dónde se reúnen los hombres de Bugsy. Estoy seguro de que no les consentirá utilizar la sala del hotel. Si tuviera que venir alguno de los del «Golconda Ship» a bordo por la razón que fuera, su falta de refinamiento y pulcritud, y sus torvas miradas harían toda sospecha incuestionable. Tendrán algún sitio donde reunirse para beber sin medida. No me extrañaría que fuera la cubierta de la sala de máquinas.
Cuando llegaron cerca, escuchó. Acercó el ojo al agujero de la cerradura de la puerta. Hizo un gesto a Janet para que no se moviera y entró. Parecía estar muy seguro de que nadie más podría entrar. Ella creyó oír ligeros rumores por algún sitio, y sus temores aumentaron.
Le parecía que hacía mucho rato que él se había ido, y la joven temblaba cuando volvió.
—Creí... haber oído... voces... — susurró ella—. Me pareció que bajaba alguien por las escaleras.
—Cuando usted no era más que una pasajera, no pensaba en estas cosas — repuso él secamente—. Una pared, era una pared y nada más que una pared. Ahora, sin embargo... No creo que ninguno de los hombres de Bugsy.. o de Chenery... sienta curiosidad alguna por los recovecos y rincones de Lambda. Lo más probable es que oyera el ruido de alguna partida de póquer o de dados. Y eso precisamente es lo que quiero localizar.
Se oyó el chasquido de una puerta al ser accionada con violencia. Ese ruido era más fácil de transmitirlo el metal que las voces, pero Scott se quedó completamente rígido durante unos segundos. Hizo un gesto con la cabeza a Janet, y terminó de bajar las escaleras. Cuando llegó abajo del todo, abrió una puerta con gran cuidado. Janet tenía razón. Había oído un ligero murmullo. Ahora el tono era más alto. Una conversación bastante acalorada tenía lugar.
La voz de Bugsy sobresalía por encima de la de todos los demás.
—¡Y yo te digo que todo el asunto de los cometas es una tontería! ¡Son todo mentiras! Los hombres del «Golconda Ship» lo mandaron para vigilar. Subió a bordo y Chenery lo reconoció. ¡Y él conocía a Chenery y lo atiborró de mentiras! ¡El «Golconda Ship» se acerca hacia aquí! ¡Vamos a apoderarnos de ella en cuanto llegue! ¡Y seremos ricos! ¡Lo que trae a bordo no se compra ni con un millón de los grandes! ¡Ni con diez! En cuanto hayamos asaltado el «Golconda» podremos encender nuestros cigarros con billetes! Tendremos dinero para tirar a manos llenas.
Scott escuchaba. Bugsy se hallaba en apuros con sus hombres. No se sentían a gusto ni las tenían todas consigo. La voz de Chenery se dejó oír con un tono más grave que el habitual. Parecía estar asustado. Pero se mostraba mediador, y bastante más reflexivo.
—¡Pero, compréndelo, Bugsy! ¡Los cometas están ahí! ¡Puedes verlos por ti mismo en las pantallas! ¡Se les ve hacerse cada vez más grandes! ¡Y vamos abocados hacia ellos! Si no recurrimos a las maniobras que dice Scott...
Scott se estaba divirtiendo. Janet le miraba al rostro. Estaba atemorizada.
—¡Olvídate de los cometas! — chilló la voz de Bugsy—. Un amigo científico me dijo una vez que un cometa se podía meter en un sombrero! El «Golconda Ship» se acerca, y está seguro de encontrarnos por aquí. Si nos vamos a otra parte puede mostrarse desconfiado y no acercarse al marcador asteroide. ¿Te imaginas lo que sería si se les pusiera la mosca detrás de la oreja, y nos dejaran aquí para que volviéramos a casa a pie?
Se produjeron algunos murmullos. Alguien dijo querellosamente:
—Deberíamos haber tenido nuestra propia nave por si algo no salía bien!
Bugsy estaba atravesando momentos de apuro con sus hombres. Scott ya había contado con ello. Chenery, cosa habitual en él, estaba amedrentado. No encontraba solución para los problemas que le había planteado Scott, pero tampoco quería morir a causa del impacto de los Cinco Cometas. Si su terror se hacía contagioso, los hombres de Bugsy insistirían en no querer morir estrellados contra los Cinco Cometas. Si escapaba a aquella, podría ser que insistieran en querer apoderarse del «Golconda Ship». Las inmediatas suposiciones de Scott, demostraron que Bugsy no había sabido llevar con buena mano aquel asunto. Scott era el único hombre capaz de realizar un amarre con el «Golconda Ship». Los hombres de Bugsy no tardarían mucho en exteriorizar su idea de que no querían ir a parar a una cámara de gas. En un principio no habían pensado en tal peligro.
Pero el problema más acuciante e inmediato de Scott era solucionar la supervivencia de la boya, porque era su primera misión y además no se hacía a la idea de perderla. Por otra parte, tenía que evitar por todos los medios la captura del «Golconda Ship», porque tal era su deber como oficial de Patrullas. Además, tenía que velar porque Janet no fuese asesinada o injuriada, estaba bajo su protección. Y después de todo ello, entregar a Chenery y Bugsy y a todos los componentes de su grupo, en el mejor estado posible a una nave de las Patrullas del Espacio, que no llegaría en unas semanas, para que ella les llevara a su cita con la cámara de gas.
Llegó un momento, en que no supo cuáles eran los problemas más difíciles de resolver, si los de Bugsy o los suyos propios.
Janet continuaba mirándole al rostro mientras el suyo propio estaba invadido por el temor.
—Creo que están en las dependencias de la tripulación — susurró Scott—. ¡No está mal! Pero me aseguraré.
Anduvo unos cuantos pasos que le separaban de la puerta. Ella escuchaba. Scott se distanció un poco de la puerta. Janet le siguió. Ahora oía con mucha más claridad el murmullo de las voces. Debían estar allí reunidos, casi todos los hombres que se hallaban a bordo. Les había sido prohibido por Bugsy y Chenery el andar merodeando por las estancias del hotel, y se habían reunido allí para pasar el tiempo hasta que llegara el momento de llevar a cabo sus propósitos. Habían estado jugando — todo al contado — porque el tesoro que esperaban llegar a tener entre sus manos, era todavía imaginario. Ahora, sin embargo, habían dejado de jugar para discutir.
Con gran sentimiento, tocó una de las granadas que llevaba consigo. De haber estado Bugsy en su lugar, habría abierto la puerta de la sala de tripulantes, y hubiera arrojado dentro un par de granadas. O en una acción rápida, una buena ráfaga de disparos, hubiera dado por concluido el asunto. Para Bugsy, ello hubiera sido agradablemente violento, y muy efectivo. Pero Scott, no podía hacerlo. Simple y llanamente, no podía hacerlo. De haber sido necesaria alguna orden para determinar la actuación a seguir, hubiese sido sin lugar a dudas, prohibitiva.
Sacudió la cabeza contrariado. La voz de Bugsy volvió a escucharse de nuevo:
—¡De acuerdo! ¡Se lo preguntaré! ¡Chenery y yo se lo preguntaremos!
Chirrió una puerta. En aquel momento Scott asió a Janet por la mano. Se alejaron procurando hacer el menor ruido. Pasaron cerca del hospital. Después pasaron por delante de la puerta de barrotes de hierro donde estaban los dos hombres heridos. Dieron la vuelta en un rincón del pasillo. Allí se detuvo, y con él Janet a quien susurró al oído:
—No era esto lo que yo quería, pero hasta ahora todo va bien.
Volvió a chirriar la puerta de nuevo, y se oyeron voces que aumentaban de volumen. Se cerró la puerta y el murmullo disminuyó.
Se oyó con claridad la voz de Chenery, envuelta en fundados temores:
—¡Yo lo único que digo, es que tenemos que asegurarnos, Bugsy! ¡Va en ello tu vida y la mía! ¡No estoy tratando de diferir ni posponer nada! ¡Pero esos cometas están ahí! ¡Cada vez se ven más grandes en las pantallas! ¡Tenemos que cerciorarnos!
La voz de Chenery parecía estar acercándose. Bugsy masculló algo ininteligible.
—¡Se lo podemos preguntar! — protestaba Chenery—. ¡Es un hombre tuyo y no mío! ¡Tú lo escogiste! ¡Y ahora está herido, pero puede decirnos si el teniente miente acerca de los cometas!
Scott murmuró de forma casi imperceptible:
—Van a hablar con uno de los hombres que hay en el hospital. Con su piloto astronáutico herido. No es mal asunto.
Oyó algunos ruidos raros que dedujo debían ser los pasos de aquellos hombres sobre el suelo especialmente concebido para aislar sonidos. Después frunció el ceño. Bugsy y Chenery se hallaban entre ellos y las escaleras de tubo por donde él y Janet habían llegado hasta allí, y las escaleras normales que conducían a los pisos superiores. Aquellos dos hombres les cortaban el camino en caso de que se produjera una situación de alarma.
Extrajo el arma de su funda. Si algo le ocurriera a él, no sería mucho menos lo que le sucediera a Janet. Volviendo a acercarse al oído de la muchacha para hablarle, dijo:
—Si hay disparos, creo que será mejor que se una a la fiesta con el arma que le di. No es éste el momento más oportuno para hacer valer su condición de señorita. Tenga en cuenta que ellos tampoco son unos caballeros.
Ella respiró profundamente. Scott no se entretuvo en mirar si ella extraía el arma de donde la había guardado. Se puso a la expectativa.
En aquel momento no veía ni a Bugsy ni a Chenery. Oyó unos pasos. Vio sombras que se movían por el muro. Desaparecieron. Chenery y Bugsy habían entrado en la habitación del hospital donde reposaban los dos pacientes.
La voz de Bugsy chilló:
—¡Halley!
Ni un ruido, ni una respuesta. Después, un movimiento en la otra cama del hospital. Una voz habló débilmente. Las palabras fueron menospreciadas.
—¡Déjate ahora de historias! — gritó Bugsy—. ¡Halley, despierta! ¿De qué se compone un cometa? ¿De gas o de qué?
Bugsy, que empezaba a perder los estribos, zarandeó al hombre herido, mientras reclamaba la información. Pero el hombre seguía sin contestar.
—¡Despierta, maldito seas! — masculló Bugsy de nuevo—, ¿de qué se compone un cometa?
La voz debilitada, volvió a hablar de nuevo.
—¡Que te dejes... — y ahí la voz de Bugsy quedó cortada—. ¿Qué? ¿Muerto? — Se produjeron algunos movimientos en la habitación. Después Bugsy volvió a hablar de nuevo—: ¡Bah! — su tono de voz era puro sarcasmo—. ¡Muy bien, Chenery, pregúntaselo tú!
Entonces, la voz sin fuerzas habló por tercera vez. Y Scott se movió con más rapidez de lo que lo había hecho en su vida. Estaba de pie, cerca de la puerta, con el arma preparada, antes de que Bugsy reaccionara por lo que el hombre herido había dicho.
—El teniente pasó...
—¡Eso es exactamente, Bugsy! — dijo Scott—. Por favor, no intente sacar su arma! ¡Si lo hace me veré en la necesidad de matarle!
Bugsy dudó, pero debió recordar que antes ya había recibido una lección. No hizo la menor intención de ir en busca de su arma. Chenery alzó los brazos sin que se lo ordenaran. De su garganta salieron unos ruidos confusos, hasta que consiguió decir en tono de protesta:
—¡He estado discutiendo con él, teniente! Trataba de llegar a un acuerdo...
Scott hizo un movimiento conminatorio con el arma. El sonido de las voces de los que habían apresado la boya, en su discusión los unos con los otros, no era más que un murmullo. Pero si alguien levantaba la voz aquí, les atraerá a todos.
Pero nadie osó hacerlo. Scott se apoderó del arma de Bugsy mientras salía chirriando los dientes. No se molestó m en desarmar a Chenery, que caminaba conteniendo la respiración.
—Vamos a volver a la sala de control — dijo Scott en voz baja—. Quiero ver si consigo meter en la cabezota de Bugsy, la importancia de la situación en que nos hallamos. Se han producido algunos hechos tangibles que parece que todavía no ha comprendido.
Les indicó con un gesto el lugar por donde tenían que ir. Escogió el camino más habitual. No tenía objeto alguno revelar informaciones que en otro momento podían ser útiles. Mientras subían, podían oír con bastante claridad las voces de los que estaban en el cuarto de la tripulación. Ahora ya no era un murmullo, sino una disputa. Hubo un momento, en que todos gritaban a la vez. Bugsy maldecía en voz baja. Sabía que aquellos hombres necesitaban en aquel momento que pusiera punto final a las discusiones y diera órdenes severas.
—Estaba observando algo importante — dijo Scott tranquilamente — cuando llegaron ustedes. Cuando lleguemos a la sala de control le explicaré a usted algo que parece no querer comprender, y entonces puede que actúe de un modo más sensato.
Tal vez sólo el se daba cuenta de la ironía que encerraban sus palabras. Sus cautivos, no tendrían otra solución que morir entre un cúmulo de llamas blancas meteoríticas, si es que no llegaban a percatarse de la gravedad extrema de la situación, o bien, otra posibilidad, era rendirse mansamente, y morir al cabo de unas semanas, en lugar de dentro de unas horas. Tal vez no tuvieran el juicio suficiente como para aceptar cualquiera de las dos alternativas. Pero no era fácil pensar en una tercera.
—Deberían — observó mientras subían las escaleras, una vez dejada atrás la sala de máquinas — deberían haber tenido ustedes una nave para escapar, en caso de necesidad. Podrían haber hecho un trato con alguien para que viniera por aquí y se hubiera podido llevar todo el cargamento que hay a bordo, como regalo. Los cargamentos espaciales, por lo general son de mucho valor.
Bugsy escupió. Chenery dijo malhumorado, aunque en el fondo estaba satisfecho de que le hubieran dejado el arma con él:
—Tendrías que haberles dicho en qué consistía el trabajo. Y podrían haber puesto manos a la obra.
Tenía bastante razón. Pero Scott no hizo ningún comentario. Atravesaron una de las plantas de cargamento. No había nadie. A los hombres que seguían a Bugsy y a Chenery, no les gustaba estar solos en ningún momento. Eran hombres que necesitaban constantemente, que se les recordara y se les reasegurara la importancia de su valor. Siempre, siempre, tendrían que depender de alguien; eran incapaces de satisfacer sus necesidades por sí mismos. Y siempre necesitaban estar con compañía, con otras gentes. Y por eso, con lo enorme que era aquella boya espacial, estaba por todas partes vacía, excepto en una habitación que estaba abarrotada de gente, y repleta de humo. Allí, los hombres, jugaban idénticamente igual que solían hacerlo en cualquier planeta. De haber habido mujeres entre ellos, su regocijo y satisfacción habrían sido completos. Si capturaban al «Golconda Ship» y huían con las riquezas, se volverían a reunir otra vez en otros sitios, y se dedicarían a diversiones similares. La única diferencia real consistiría en que las apuestas serían mucho más elevadas, y que las mujeres serían de ensueño. Y sólo por eso, cometían múltiples asesinatos, hasta que al fin tuvieran que hacer frente a la ejecución, de las sentencias que se les dictara.
Scott condujo a los cautivos tres pisos más arriba de los jardines. El de en medio se hallaba sumido en la oscuridad. Después llegaron al piso más bajo de los tres destinados a camarotes de pasajeros. Se oyeron unos ronquidos, y un olor fuerte e inconfundible a alcohol.
—¿Quién es? — preguntó Scott.
—Nuestro ingeniero — repuso servilmente Chenery—. Ha estado así desde que...
No dijo más. Siguieron caminando. Pasaron por el hotel. Todo en silencio. Todo estaba en calma. Con obstinación, Scott, fue conduciendo a los otros hacia la sala de control.
—No me esperaba esto — dijo tranquilamente—. Y no creo que se hayan dado cuenta. Bugsy, ¿cuál era la especialidad del hombre que encontró muerto en el hospital? ¿Qué hacía? Viniendo hacia aquí se me ocurrió pensar que podría ser muy importante.
Bugsy carraspeó:
—Era un piloto astronáutico. Era...
La garganta pareció que se le obstruía. Se quedó mirando fijamente a Scott. La sangre empezó a fluir lentamente a sus mejillas y labios, hasta que todo el rostro tomó un tinte casi azulado. Parecía haberse manchado con tizne. Abría la boca y la cerraba, sin emitir ningún sonido. Después se quedó mirando fijamente a la pared y trató de tragar saliva, pero no pudo.
—Le necesitaba — dijo Scott — para pilotar el «Golconda Ship» en cuanto se apoderaran de él. Y ahora no tiene a nadie que pueda fijar su rumbo, o que sepa hacia dónde dirigirse, nadie que sepa fijar los tiempos de desaceleración, o que sea capaz de hacer aterrizar una nave, si es que encuentran un planeta. Pero no es muy probable que puedan siquiera acercarse a un sol. Y por descontado, no encontrarán el sitio donde habían proyectado aterrizar con el «Golconda Ship». Me parece que sin un piloto astro, náutico, lo único que harán será volar a ciegas, alrededor de la galaxia, hasta que se vuelvan locos y mueran.
Bugsy comenzó a maldecir. De su boca salieron las palabras más terribles que jamás se escucharon. Scott le dio una bofetada con el dorso de la mano que le cruzó la boca.
—¡Ya vale, estúpido! ¡Ya vale!
Bugsy se contuvo. Aquel tipo de violencia no lo había experimentado nunca. Para él la violencia, eran las armas de fuego. Pero nunca en la vida le habían abofeteado.
—Sea lo que sea que usted crea o deje de creer de los cometas — dijo Scott fríamente — lo que sí sabe seguro es que tiene que tener un piloto astronáutico. Usted no sabe localizar un sol, o un planeta circundante al mismo, ni sabe cómo llevar a tierra una nave.
Chenery se retorcía los puños. Janet estaba sentada tranquilamente cerca de un cuadro de mandos. El arma que había mantenido con bastante firmeza durante la ascensión desde la parte baja de la boya descansaba ahora sobre la falda. De vez en cuando miraba a Scott. Pero la mayor parte del tiempo sus ojos estaban fijos en los dos hombres que habían traído allí.
Scott se acercó a las pantallas. La imagen resplandeciente del asteroide marcador se había desplazado un poco. Había muchas estrellas, excepto en las pantallas de escaso radio de acción. Una enorme masa nebulosa y llena de luz, parecía dirigirse directa e irremisiblemente hacia Lambda.
—Así — dijo Scott—, ahí están los Cinco Cometas. Vamos directamente hacia sus cabezas. Yo puedo conseguir quizá hacerla pasar la boya por entre medio de ellos. Usted no. Se me tiene que obedecer a todo cuanto diga al pie de la letra, si es que tenemos que lograrlo. Y yo sé pilotar una nave hacia cualquier sitio que haga falta ir. ¡Pero no entra dentro de cálculos el salvar la vida a un montón de asesinos, para que después ellos me lo paguen matándome a roí también!
Chenery dijo implorando:
—¡Escuche, teniente! ¡Haré lo que sea! ¿Qué es lo que quiere? ¡Diga lo que hay que hacer! Bugsy se apresuró a intervenir:
—¿Dijo usted que sería capaz de pilotar nuestra nave?
—Sí — afirmó Scott—. A cualquier parte.
—Tal vez usted hiciera voltear demasiado el «Golconda Ship»...
—Soy el teniente Scott, de las Patrullas del Espacio — dijo éste—. Se me ha hecho partícipe de la señal de reconocimiento del «Golconda Ship», en lo cual ustedes no habían pensado. Hay una contraseña para confirmar a la nave de que todo marcha bien, y de que puede acercarse con toda tranquilidad.
—¿Cuál es el trato? ¿Qué es lo que quiere? — se apresuró a preguntar Bugsy.
—Aún no lo sé — repuso Scott—. Sólo se me ocurrió pensar que quizás ustedes tuvieran alguna idea. Confío menos en ustedes que en los bigotes de un mosquito. Por eso es difícil llegar a un pacto con ustedes. Traten de encontrar una garganta en que podamos confiar, por el bien de todos. Si lo hacen, les escucharé. Pero asegúrense bien de que sea buena. Y no queda mucho tiempo. Por la ruta que llevamos ahora, nos encontraremos con la primera masa de meteoros, en menos de tres horas. Por entonces, ya habrá por aquí muchos pactos descarriados... lo suficientemente descarriados como para destrozarnos en un santiamén.
—¡Yo no me creo todo eso de los cometas! Yo lo que quiero... — intervino Bugsy.
—Si soy yo el que pilota, hay que creérselo — repuso Scott—. Es como dos coches que van a toda velocidad hacia una intersección; si ninguno de los dos se puede parar, la colisión es segura. Eso no es mentira. Y si no puedo ocuparme de eso, entonces de nada serviría un pacto.
—De acuerdo — convino Bugsy—. Por mí, de acuerdo. El «Golconda Ship» ya vendrá después. Usted manda. Usted está a salvo y ella también si es eso lo que quiere. Repartiremos el pastel en tres trozos.
Scott hizo una mueca burlona.
—¡Eso sí que es algo que yo no me creo! No confío en usted ni medio segundo. ¡Piénselo, Bugsy! ¡Utilice el cerebro! Encuentre alguna solución mejor que su propia palabra. ¡Y ahora, fuera! ¡Ésta es mi sala de control!
Empujó a Bugsy hacia el exterior. Chenery dijo desesperadamente:
—Pero, teniente..., ¿qué clase de trato?
—Eso es cosa suya — dijo Scott—. Más me gustaría pactar con usted.
Cerró la puerta de la sala de control una vez Chenery estuvo fuera. Después se volvió hacia Janet.
—Es algo terrible el tener conciencia — dijo—. Bugsy no está armado, pero Chenery lo está. Le dejé el arma. Le he dicho que más preferiría hacer un trato con él. Pero mi conciencia no me permitió mencionar que las cosas irían mucho mejor si Bugsy muriera. ¡Espero que Chenery tenga la misma idea!
Janet se humedeció los labios.
—Pero usted les ofreció... les propuso...
—Yo dije que deberían tener un piloto astronáutico. Y es cierto. Además, ¿qué es lo que estoy haciendo? Les señalé que lo era, y lo soy. Dije que quería que usted estuviera a salvo. Y es verdad. Dije que si me proponían un trato les escucharía. Y estoy dispuesto a ello. Pero yo no dije que llegaría a acordar ningún pacto con ellos. Eso no.
Ella le miró fijamente.
—Lo que necesitan es ocuparles en algo útil — dijo Scott con impaciencia—. Como por ejemplo en pensar en la forma de ayudarme. Pero los cometas están cada vez más cerca, y yo no voy a hacer más que poner obstáculos, hasta que los tengamos prácticamente encima, y hasta que Bugsy y Chenery, me dejen tranquilo para salvar la boya a mi manera y según mis principios.
—Pero entonces...
—Esta es mi primera misión independiente — repuso Scott—. ¿Cree usted que voy a permitir que todo se vaya al traste en las primeras doce horas de estar a bordo? ¡He de lograr pasar la boya a través de los cometas! Puedo hacerlo. Bugsy y Chenery no pueden. Y en cuanto hayamos atravesado los peores momentos se mostrarán insolentes. Janet se sentía azorada. Scott parecía estar hablando de cosas sin sentido. Había al menos veinte hombres a bordo con armas que habían utilizado para asesinar. Y aun esperaban cometer más asesinatos. Hasta ahora habían dejado que Bugsy y Chenery se las entendieran con todo. Ellos se dejaban guiar. Pero si empezar a sospechar, o a convencerse de que el peligro de los cometas de que hablaba Scott era...
—¿Y no podría decirles cómo lo va a hacer? — preguntó ella con incertidumbre—. Usted les pide que le tengan confianza, que le crean... y ellos podrían... pero se creerían que usted era como ellos...
—No puedo decirles corno lo haré — repuso Scott gravemente—. Sólo el hecho de insinuarlo les haría morirse del susto.