Hugo, con la voz tomada, se esforzó en continuar. La emoción le embargaba.
«Vos, caballero estudioso de religión, a tantos enseñasteis cuando supisteis escoger, optando por la verdad, la compasión, el amor. Y contra las órdenes del abad del Císter, buscasteis el corazón antes que el poder. Dios Nuestro Señor, que os tomó a su lado, sabrá perdonaros grandes y pequeños todos vuestros pecados, porque los ángeles fueron testigos de que nunca traicionasteis vuestra fe.»
Al terminar Hugo, Peyre Roger de Cabaret dejó un tiempo para el llanto y, al fin, se levantó y dijo: -Guillermo, el Caballero del Ruiseñor ha muerto, pero vivirá siempre como héroe en las canciones de los trovadores. ¡Viva el Caballero del Ruiseñor! Todos gritaron vivas y el señor del castillo invitó a un sacerdote para que dirigiera una oración por el alma de Guillermo. Otra vez Cabaret me sorprendía al ver como se arrodillaban, aún con la mesa del
festín puesta, para rezar con fervor todo lo que el cura les hizo rezar. Cuando las plegarias terminaron, fue Orbia, la Dama Loba, quién habló: -Guillermo, el del Ruiseñor era un hermoso y gentil caballero, amante del Joy-y
levantando los brazos, dijo-: ¡Que haya Joy en su honor!
Y al punto sonaron vihuelas, salterios, flautas y tamboriles. Un grupo de músicos surgió del castillo mientras un muchacho y una chica ataviados de comediantes se pusieron a bailar al son. Los asistentes empezaron a dar palmas siguiendo la música y alguna sonrisa afloró mientras los ojos aún lloraban.
La Dama Loba había conseguido hacer brillar, otra vez, su Grial. El Joy había regresado.
«Qe.l cor n'ai trist e.n vauc dolens car no fui al vostre socors…»
(«Tengo el corazón triste y doliente puesto que no acudí a ayudaros…»)
Guillem de Bergadá a la muerte de Ports de Mataplana
Cuidé de mi caballero con devoción. Me gustaba tocarle, darle mis caricias cuando nadie nos veía, y él respondía tierno. Notaba el amor creciendo en mi pecho, ahora sin trabas, sin obstáculos. Cuando Hugo se sintió recuperado, me propuso que dejáramos Cabaret y que fuera con él a su tierra, repitiéndome que sería recibida en Mataplana como una reina. Comprendí que abandonar la seguridad de aquel lugar, los baluartes encaramados en el monte, su mundo de música, amor y Joy me entristecía. Pero todos, y los señores del castillo los primeros, sabían que aquel universo bello no duraría mucho, que era efímero, y la anticipación de la añoranza acrecentaba el gozo del momento.
–Crucemos los Pirineos por Foix antes de que llegue el invierno -me decía mi amado-. Del otro lado reina la paz. Hace cientos de años que no hay incursiones sarracenas en las tierras de mis padres. Allí estaréis a salvo.
Me inquietaba pensar en cómo me recibiría su familia y muchas veces me sorprendía contemplando el camino que serpenteaba por el valle y que conducía, lejos de la seguridad de Cabaret, al mundo y a Mataplana.
Naturalmente, acepté. Mis ojos se llenaban de lágrimas al pensar en Guillermo, pero el destino había decidido por mí. Entonces comprendía lo mucho que quise al franco, pero también que amaba a Hugo más aún, y que ahora todo mi cariño era suyo. También deseaba volver a vestir como una dama, comportarme como una dama, coquetear como lo hacía Orbia, aunque con mucho más recato. Deseaba y temía salir de aquel lugar irreal, irrepetible por lo hermoso, por el hechizo de amor que parecía protegerle.
No obstante, había que enfrentarse al exterior. Deseaba encontrarme a solas con mi amado, fuera del ámbito indiscreto de Cabaret, donde se vivía a la vista de los demás, para caer en sus brazos y ofrecerle todo lo que yo era y tenía a cambio de recibir lo mismo suyo.
Pero teníamos una misión que cumplir antes de abandonar Cabaret y Hugo le pidió a su amigo, el señor del lugar, los documentos que faltaban.
–Si la Dama Loba los tomó, ella os los debe devolver -repuso Peyre Roger-. Es con la Dama con quien tenéis que hablar.
Hugo solicitó una entrevista y fue recibido con toda la galantería que sabía desplegar Orbia de Pennautier. La encontró como ella esperaba a sus visitas, tocando la vihuela con arco en aquel su salón dormitorio donde reinaba el unicornio. Después de hacerle una reverencia, el caballero aguardó paciente a que la dama terminara. Era una excelente intérprete.
El de Mataplana quiso, aun manteniendo los modales que su nobleza y la Fin'Amor exigían, ir directo al asunto que le ocupaba.
–Señora -le dijo después de todos los saludos y cortesías protocolarias-, en nombre de Sión he de pediros que me entreguéis los documentos que guardáis y que formaban parte de los legajos que Aymeric de Canet, el maestre del Temple, confió a
vuestro cuñado Peyre Roger.
–¿Los escritos de la séptima mula? – repuso ella sonriente después de una pausa.
–A ésos me refiero, señora.
La Dama Loba rió.
–Mi buen Huget, bien sabéis cuánto os aprecio. Y también a vuestro padre. Y en nombre de este amor, os emplazo a que me digáis cuál es vuestro derecho para pedírmelos.
–Luego no negáis su posesión.
Orbia volvió a reír mostrando sus blancos dientes, entrecerrando sus ojos azules y echando su cabellera rubia atrás. Su tenue camisón sugería unos hermosos pechos que se movían libres debajo.
–¿Para qué negar lo que sabéis? – dijo al terminar-. Vos y yo nos apreciamos demasiado. Sólo os pido que me digáis cuál es vuestro derecho a esos documentos.
–No es mi derecho, sino el del señor que me envía y que represento. El Gran Maestre de Sión.
–¡Ah! – exclamó la dama-. Así que es él…
Hugo afirmó con la cabeza. Y dejando que su mirada huyera por uno de los grandes ventanales de su torre, Orbia suspiró.
–No tengo más opción que daros lo que me pedís -la picardía había regresado a su sonrisa-. ¿Verdad?
Hugo respondió inclinando la cabeza, cortés.
–Pues no os los daré -una risita contenida acompañaba la negación.
Él la miró sorprendido.
–Me los tendrá que pedir vuestro escudero -añadió la dama.
Fui a visitar a la Dama Loba con mi malla de hierro puesta para disimular mis formas y vistiendo mi disfraz de pajecillo encima. La encontré como siempre, tocando un instrumento, esta vez un salterio. Por el contrario, ella sí se encargaba de resaltar, aunque discreta, sus curvas femeninas. Todo en aquel lugar estaba pensado para la seducción, para el juego amoroso, para el goce infinito del Joy.
–Bienvenido seáis, Peyre -dijo al verme.
Aún pulsó unas cuantas notas más y al fin se levantó a recibirme. Yo hice una cortés reverencia como correspondía a un paje frente a la dama del castillo. Ella imitó riendo mi saludo y, cogiéndome la mano, me invitó a sentarme en unos almohadones que estaban colocados encima de su cama. Por un momento pensé que pretendía seducirme y aquello me puso muy nerviosa. Mi alarma creció al empezar ella a hablarme en tono amoroso mientras sus cálidas manos tomaban las mías.
–¿Sabéis que sois un hermoso pajecillo?
Pensé que enrojecería.
–Gracias, señora -repuse-. ¿Qué queréis de mí?
–Vuestro caballero me ha pedido ciertos documentos…
Calló aguardando que yo hablase, pero me mantuve en silencio a la espera de que continuara.
–Y le dije que sólo os los daría a vos…
–Pues dádmelos -repuse con sequedad.
Ella volvió a reír.
–¿Sabéis? Siempre percibí cierto antagonismo en vos.
–¿Por qué no me rendía a vuestros encantos como los demás hombres?
Otra vez su risa cantarina. De no saber que eso era lo esperado en una dama practicante de la Fin'Amor, hubiera pensado que se burlaba de mí.
–Sí, por eso y porque con ese sexto sentido que tenemos algunas mujeres percibía vuestra rivalidad.
–¿Rivalidad?
–Exacto, rivalidad -sonreía con la boca, con sus ojos azules, con sus bucles dorados. No me sorprendía que fuera la reina de la seducción-. La misma rivalidad que sentiría una doncella si una dama coqueteara con su caballero.
–¿Dudáis de mi rectitud moral? – repuse escandalizada-. ¿Creéis que soy uno de esos pajes que complacen a sus señores?
–No. Creo que sois una dama.
Me quedé callada. Cierto era que había barajado la posibilidad de que la perspicaz señora me descubriera, pero aun así me sorprendió.
–Y no sois una dama cualquiera -insistió-. Sois Bruna de Béziers, la llamada Dama Ruiseñor, aunque, según los documentos en mi poder, se os debiera llamar Dama Grial.
–¿Qué os hace suponer eso? – inquirí tratando aún de disimular.
–Yo sé muchas cosas, querida señora. A los hombres les gusta hablar cuando están enamorados, quieren impresionar a su dama o necesitan desahogarse. Y sus escuderos lo hacen con mis criadas. Por aquí vino un caballero faidit, su escudero y un franco e hicieron muchas preguntas. Creían ser discretos, que nadie sospecharía. Preguntaban por Guillermo de Montmorency y por vos.
De nuevo me miró por un rato mientras yo callaba, considerando que era estúpido fingir frente a ella.
–Y se enteraron de que íbamos a Narbona -dije.
–Siento si eso os puso en peligro, pero yo no lo supe hasta que me lo contaron mis damas. Aquí todo el mundo os conocía y no era un secreto dónde ibais.
Orbia se levantó, anduvo unos metros hasta un arcón y extrajo un par de hatillos de documentos. Al volver a sentarse junto a mí, me miró intensamente a los ojos y me dijo:
–Como sabréis, Aymeric de Canet, el templario, quiso poner en lugar seguro la carga de esa séptima mula que arrebató a los asesinos del legado Peyre de Castelnou y se la confió a mi cuñado al ser éste caballero de Sión y considerar Cabaret un lugar seguro frente a los invasores. Pronto lo supe todo y confieso que, al enterarme de la naturaleza del secreto, sentí envidia. Mucha gente me llama a mí la Dama Grial, identificando al Joy como tal. Y ciertamente he estado orgullosa de ese título. Sin que mi cuñado se enterara, accedí a los legajos y supe que una tal Bruna de Béziers era descendiente directa de Cristo, que por sus venas corría su sangre. Y supe que la Dama Grial era ella, por razones muy distintas y más poderosas que las mías. Por eso guardé conmigo parte de los documentos, precisamente los que certifican las últimas generaciones de vuestros ancestros hasta llegar a vuestros padres.
Y me entregó los pliegos.
–Aquí los tenéis; son vuestros. Confieso mi arranque de celos y os pido perdón. Ahora que os conozco y que sé más, no envidio vuestro destino. Vos sois la Dama Grial.
Me quedé mirando su rostro. Pocas veces había visto a Orbia con ademán serio. Y estando tan cerca aprecié que, en la blanca piel de la reina del Joy, se dibujaban unas arruguitas en la frente y a los lados de los ojos. Fue entonces cuando me di cuenta de que también yo, después de detestarla, había sucumbido al encanto de la Dama Loba. Ahora que renunciaba ella a su aire de reina, que se me ofrecía humana, era cuando tocaba mi corazón.
Tomé su mano y la besé. Y ella me abrazó y, a pesar de lo molesto de las mallas de hierro, notaba su contacto cálido, perfumado, tranquilizador. Estallé en llanto. Ya no era mi rival, la sentía como madre y supe que no era famosa sólo por su belleza, ingenio y gracia, sino también por la ternura que sabía dar.
–Vos sois la verdadera Dama Grial -le dije una vez hube desahogado mi tensión en sus brazos-. Yo no quiero ese título.
–No, vos lo sois. Por vuestras venas corre la verdadera sangre real, la más «Sangreal» que puede existir. La sangre de Cristo.
–Pero es a vos a quien la gente llama así.
–Son cosas muy distintas. Por eso al principio sentí envidia y ahora ya no. Son griales de naturalezas diferentes. Muchos poetas hablan del «Grial» y pocos se ponen de acuerdo en qué es realmente, porque cada uno anda caminos distintos en la vida y su búsqueda es distinta. El Grial varía con cada persona, porque es un espejo que refleja nuestras ansias.
Nos quedamos en silencio, pensativas, con nuestras manos aún unidas.
–Vuestra vida, vuestra sangre es preciosa, Bruna -dijo al rato-. Cuidaos.
–Gracias, señora.
–Pero recordad que más vale el amor, porque vuestra sangre, aunque algunos la crean divina, no deja de ser sólo cuerpo, y éste es mortal, y según dicen los cátaros, pertenece al diablo. El amor es el valor último. Ése es mi Grial.
Cuando nos despedimos, la hermosa Loba de Cabaret hincó la rodilla ante aquel jovenzuelo, abrumado por el secreto de su propio origen, y le besó la mano, reverente.
«Gran señor es el amor.»
Dicho popular
–Era él. ¡Él era ese maldito Caballero del Ruiseñor! – gritaba-. ¿Cómo pudo hacer algo así? ¡Loco! Esos herejes debieron de volverle loco. ¡Y lo hizo por una mujer!
Dio varias zancadas hasta el otro extremo de la habitación. Y dando la vuelta, se encaró con Domingo de Guzmán, que le escuchaba de pie, la cabeza ligeramente baja, humilde, y con sus manos escondidas en las mangas de su burdo hábito gris.
Los cruzados habían tomado Fanjeaux sin resistencia, ya que sus señores feudales, creyentes cátaros manifiestos, huyeron ante el avance de los de Montfort. El propio Simón se reservó el castillo, al frente del cual puso a uno de sus lugartenientes. Con ello, el caserío cercano de Prouille, donde Domingo tenía su base, quedó bajo la protección de los invasores. Y allí fue donde el abad del Císter acudió a visitar a su antiguo colega de predicación, con el que tanto discrepaba en cuanto al método, para evidenciarle su triunfo.
Pero en el camino supo la noticia de la muerte del Caballero del Ruiseñor y de la identidad de éste. El sabor dulce de la victoria se le había amargado.
–¡Y lo que es peor! – el abad extendió sus brazos cual Jesús crucificado. Sabía que su altura y sus amplios ropajes lujosos le conferían un aspecto imponente-. ¡Ha traicionado a nuestra santa misión, a la cruzada, al negotium pacis et fidei -tronó.
Dio dos pasos más y se acercó al fraile, que continuaba inmóvil, y en tono más bajo, moviendo la cabeza incrédulo, continuó:
–Era brillante, lo tenía todo, habría sido obispo, quizá hubiera podido llegar a arzobispo. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Por qué se unió a los herejes?
Se alejó un par más de zancadas, se giró y se encaró de nuevo con Domingo.
–¡Ha traicionado al Papa de Roma! ¡Al más alto señor en la tierra! ¡Al santo Pontífice! ¡Y también a su señor el rey de Francia!
Domingo recordaba a aquel caballero con quien compartió pan y confidencias, su confesión, sus escrúpulos y reparos. También a su joven escudero y la forma en que ambos se miraban. Ahora sabía quién era el paje y adivinaba todo lo demás.
Musitó con sonrisa triste:
–Mayor señor es el amor.
Arnaldo clavó sus ojos en los del fraile; echaban chispas. El castellano mantuvo la mirada y el abad del Císter creyó que la sonrisa del de Guzmán se ampliaba. Ya no era
humilde, era de triunfo.
–A veces me parecéis hereje, Domingo -gruñó.
Se había acercado tanto a Guzmán que éste pudo oler sus afeites. Quizá fueran de rosas y tomillo, pensó el castellano, pero a él le apestaban a azufre.
–¿De qué bando estáis? – gritó el abad del Císter.
Y sin esperar respuesta, Arnaldo salió furibundo por la puerta. La mirada del fraile buscó en los bajos de los amplios ropajes del legado papal por si asomaba el rabo del Maligno.
–Del bando de Dios -se respondió Domingo-. Del Dios del amor.
«Mas en s'amistat retener met be la fors'e la valor.»
[(«En mantener su amor, pongo mi fuerza y valor.»)]
Alfonso I, rey de Aragón
Partimos de Cabaret una mañana clara. Ya había amanecido detrás de las montañas, pero el sol aún no acariciaba los muros de las fortificaciones. Las altivas torres del reino del Joy continuaban luciendo sus gallardetes e insignias en cromático contraste con la piedra y los cipreses que se encaramaban por los contrafuertes. Una lágrima de nostalgia temprana recorrió mi mejilla. Sentía que jamás iba a regresar a aquel lugar mágico, que cuando lo perdiera de vista en el siguiente recodo dejaría de existir en la realidad para habitar sólo en mis recuerdos.
Sabía que, al igual que el Béziers maravilloso que atesoraba en mis remembranzas, Cabaret terminaría sucumbiendo a aquella infausta marea de sangre de la cruzada de Arnaldo y Montfort. Eso llenaba mi corazón de pena.
Pero partía ilusionada, feliz, y al mirar a Hugo notaba extraños estallidos de alegría que subían de la boca de mi estómago.
Un pensamiento empezó a acuciarme: Hugo no me había pedido en matrimonio. Hasta entonces aquello me había parecido irrelevante; estaba más preocupada de definir mis sentimientos entre mis dos caballeros primero, después del duelo por Guillermo y al final de la cura del superviviente.
Se decía enamorado de mí, muy enamorado, y yo daba el matrimonio por hecho. Pero lo cierto era que ni por un momento mencionó la boda. Me llevaba a su tierra, decía que allí estaría segura, que viviría feliz y que me amaba. ¿Por qué entonces no me pedía en matrimonio? ¿Cómo si no podía continuar nuestra relación? ¿O lo daba tan por hecho que ni siquiera consideraba pedirlo?
La noche caía cuando a la salida de Bram decidimos buscar un lugar apartado, discreto y protegido, donde descansar. Tomamos una cena escueta sin encender fuego y tendimos nuestras frazadas sobre la hierba para acurrucarnos el uno contra el otro en busca de calor. Era una noche despejada, espléndida y veía miles de estrellas palpitando en el firmamento. Nuestros caballos bufaban de vez en cuando, estaban tranquilos y el cricar de los grillos nos acunaba. Todo invitaba a la paz y al sosiego cuando salió la luna. Era rojiza al principio, después, conforme se elevaba, fue empalideciendo. Estaba creciente y, casi girada hacia arriba, mostrando cuernos pronunciados. Desde mi posición, ladeada y con Hugo abrazándome por la espalda, la veía. Pero estaba inquieta, no podía dormir. Mis preocupaciones del día se habían multiplicado por la noche y de pronto sentí la luna como un mal augurio. Mostraba los cuernos del diablo. Y relacioné ese mal agüero con la carga de la séptima mula. ¿No decían los monjes del Císter que su contenido era obra del maligno? Me estremecí. No pude aguantar más. Llevaba rato sintiendo la respiración pausada de Hugo, que dormía. Quizá debiera haber abordado el asunto que me angustiaba en el día, esperar a la mañana, pero un terrible presentimiento me abrumaba y no pude dejar de hacer lo que hice.
–Hugo -dije bajito.
No hubo respuesta ni su respiración sufrió cambio alguno.
–¡Hugo! – repetí más alto, sin que él se moviera.
Entonces me giré y le sacudí.
–¡Hugo!
De un salto se incorporó con la espada, que siempre tenía a su lado, desenfundada y en posición de guardia. Buscaba, ciego como un topo, en qué dirección defenderse de enemigos imaginados.
–Tranquilo, Hugo. Nada nos amenaza.
–¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
–Calmaos, Hugo. Dejad la espada, no hay ningún peligro.
Tardó tiempo en reaccionar. Debía de estar profundamente dormido cuando le desperté y ahora lo lamentaba.
–¿Qué me ha sobresaltado tanto?
–He sido yo. Lo siento. Quise hacerlo con suavidad, no quería alarmaros.
–Es mi culpa -admitió él-. En este territorio hay que dormir con un ojo abierto y yo lo hacía como un tronco.
–No podía conciliar el sueño; estoy muy inquieta -le dije.
Él dejó su espada y me cogió las manos, cariñoso. Me hizo volver a nuestro lecho, arropándome con las frazadas.
–¿Qué os ocurre, mi dama?
–Os amo. Vos también a mí. Viajamos a vuestras tierras… eso me hace muy feliz.
–¿Entonces, de dónde viene vuestra inquietud?
–No me habéis pedido en matrimonio.
El caballero quedó en silencio y de inmediato supe que los malos augurios se cumplirían.
–Dije que no me habéis pedido en matrimonio -insistí elevando la voz.
–Ni lo haré.
–¿Por qué? – musité con un hilillo de voz.
–Porque vos y yo no nos podemos casar.
Mis ojos buscaron su rostro en la oscuridad mientras sentía que lo único que me quedaba en el mundo se derrumbaba con estrépito.
«Per qué ets tan plorosa? No en tinc que estar jo, si em casen per forca!»
[(«¿Por qué estás tan llorosa? ¡No he de estarlo yo si a la fuerza me desposa!»)]
Canción popular
Su negativa fue un golpe brutal y el vago presentimiento que me lo había anticipado no ayudó a mitigar el dolor. Estaba anonadada; había asumido el matrimonio con Hugo de Mataplana como la conclusión natural de nuestra relación, de su competencia contra Guillermo por mí, de sus promesas de amor. No podía entenderlo.
Aparté mis manos de las suyas y le increpé: -Pero me jurásteis que me amábais, que me querríais siempre. – Y os amo y os quiero. Más que a nada en el mundo. – ¿Entonces por qué no os queréis casar? – inquirí en un lamento. – Porque no puedo. – Eso lo dijisteis antes. ¿Queréis explicarme cómo un noble como vos, heredero de
tierras y título, no se puede casar con la dama a la que ama? – Porque esa dama ya tiene compromiso. – ¿Quién? ¿Yo? – Sí, vos. – Yo soy libre -le dije-. Más aún, porque el único que podría darme en
matrimonio contrariando mis deseos sería mi padre y, por desgracia, fue asesinado. – Vuestro padre ya había elegido. Aquello me dejó sin habla. ¿Que mi padre había elegido esposo para mí? ¿Sin
decírmelo? No era posible. – No me creo eso. Mi padre me quería muchísimo, me adoraba -repuse al rato-.
Él me hubiera consultado; deseaba mi felicidad. – Él no podía comentarlo. Era secreto. Estaba a punto de llorar de tristeza, de coraje. Toda aquella conversación me
apenaba y enfadaba a la vez. Continuaba sin entender. – Aun si fuera cierto, vos, que sois mi caballero, al que yo amo y que dice amarme,
debierais rescatarme -aquí se me escapó un sollozo-. Debiérais evitar esa boda. – No puedo -repuso cabizbajo, en un susurro. – ¡¿Por qué?! – grité exasperada. – Porque él es mi señor. Pedro II, rey de Aragón y conde de Barcelona. Me quedé muda de sorpresa. Todo estaba en el mismo lugar; las frazadas, las
sombras de los árboles, los caballos, las estrellas, aquella luna maléfica y el canto de los grillos. Pero el mundo había cambiado de repente. Intenté superar el asombro, el terrible golpe, y empecé a pensar rápidamente. El Rey era mucho mayor y estaba casado. Aquello no tenía sentido.
–¿Qué interés podría sentir el Rey hacia una dama como yo?
–Sois la Dama Grial. Vuestra sangre es la de Cristo. ¿Qué mayor alianza para un rey cristiano que unirse a la familia del Redentor?
–Eso es una insensatez.
–No, no lo es. Pedro II es descendiente directo, por parte del conde de Barcelona, su abuelo, de la estirpe real judía occitana y de los merovingios, ambas ramas sucesoras de María Magdalena y su descendencia. Pero en menor medida que el arzobispo Berenguer, ya que las sangres de su abuela y madre son mayoritariamente visigodas. Por mucho que los legajos reconozcan su estirpe, está más alejada de Cristo que la vuestra, que fue cruzada a propósito, seleccionando los linajes más puros, bajo el cuidado y protección de la Orden de Sión.
–Como perros de raza.
Hugo quedó en silencio frente a mi resentida observación esperando a que yo hablara de nuevo.
–¿Y qué pretende lograr casándose conmigo?
–Que sus descendientes pertenezcan a la estirpe de Cristo.
–¡Pero si está ya casado y tiene un hijo!
–Hace mucho tiempo que desea divorciarse de María de Montpellier, pero el papa Inocencio III se lo impide. María consiguió, en una de las visitas del Rey a Montpellier, que le engendrara ese hijo gracias a un engaño por el cual Pedro creía que se acostaba con una hermosa dama en lugar de con su esposa. Ese hijo no es fruto del deseo, sino del engaño.
–Entonces, no puede casarse conmigo -dije esperanzada-, a no ser que quiera enfrentarse al Papa.
–El enfrentamiento es inevitable. En cuanto repudie a María y proclame su matrimonio con la descendiente directa de Cristo, el Papa le excomulgará.
–Entonces los cruzados caerán sobre Provenza, Montpellier, Cataluña y Aragón. Inocencio III les azuzará contra el Rey.
–Sí, habrá una guerra -reconoció Hugo.
–Pedro II tiene las de perder.
–¿Más que ahora?
Desconsolada, pude notar el ardor que aparecía en la voz de mi caballero al defender a su rey.
–El Papa le ha puesto en la peor situación posible, y ha despreciado el que Pedro se esforzara por ganarse su apoyo -continuó él-. Se hizo vasallo del Pontífice cuando éste le coronó en Roma y paga un cuantioso tributo anual. Ha expandido la cristiandad en continuo combate contra los musulmanes, no sólo en sus reinos, sino también ayudando a su primo de Castilla. Bien que se ha ganado sobrenombre de «el Católico». Pero Inocencio prefirió apoyar al rey francés y seguir la tradicional alianza del papado con francos y carolingios. Y ahora la cruzada cae sobre los vasallos de Pedro sin que éste pueda hacer nada para ayudarles. Tuvo que soportar la humillación de Arnaldo en Carcasona y contempla impotente cómo destrozan al vizconde y a los suyos. Ésas son las gotas que colman su vaso.
–Se pondrá a toda la cristiandad en su contra -le advertí-. No podrá con todos.
–No luchará contra todos. Ya hay alianzas preparadas. Se trata de derrocar a ese ambicioso noble romano llamado Lotario de Conti di Segni, que es Papa con el nombre de Inocencio III gracias a que su tío también lo fue y al que no le basta con dominar Roma, sino que ahora quiere gobernar Europa. El rey inglés estará a favor del nuestro o será neutral a causa de su oposición a los franceses, aliados tradicionales del Papa. Lo mismo hará el emperador de Alemania, que siempre ha estado enfrentado a ese Pontífice. Y el rey de Castilla es primo de Pedro y les une gran amistad. También le apoyará. Os casaréis con
o sin consentimiento de Inocencio III.
Me di cuenta de que me había quedado sin argumentos en mi fútil intento de convencer a Hugo de la insensatez de aquel matrimonio. Todo estaba decidido de antemano y mi opinión, mis sentimientos, mi amor no contaban para nada. Yo era el centro de la intriga, pero mi voz no tenía valor alguno. Era la culminación del esfuerzo de Sión y mi destino estaba trazado.
¡Qué estupidez!, pensé. Les importa sólo el cuerpo, lo humano, cuando era el espíritu, era la divinidad lo que diferenciaba al Redentor. Pretenden aplicar el sistema feudal, donde los derechos hereditarios vienen dados por la descendencia a través del semen, a algo tan puro como es el espíritu.
¿Quién podría creer que la divinidad se transmitiera a través del cuerpo humano? Era absurdo. Yo jamás me sentí distinta a mi prima o a cualquier dama de mi edad. Pero esa llamada Orden de Sión aprovechaba el arraigo de lo hereditario, en pueblo y nobleza, para traspasarlo a lo divino, causando un cataclismo que podía cambiar el mundo.
–Entonces, Guillermo tenía razón al decir que el rey Pedro era el Gran Maestre de Sión. – afirmé súbitamente al asaltarme tal pensamiento.
–Sí, estaba en lo cierto, pero en aquel momento lo tuve que negar.
Me sumí en el silencio. Me envolví en las frazadas y me tumbé como si fuera a dormir, pero sabía que difícilmente lo haría. Hugo hizo lo mismo y quiso abrazarme por la espalda, como antes, para darme calor.
–Dejadme. No me toquéis -le espeté.
Él obedeció, apartándose de mí.
–Lo siento mucho -dijo-. Os amo como a nada en el mundo; más que a mi vida, pero debo cumplir con mi honor, con mi palabra, con mi juramento de fidelidad.
Aquello desató lo que tanto tiempo llevaba conteniendo; el llanto.
–Ojalá los cruzados os hubieran matado a vos en lugar de a Guillermo -le dije entre sollozos.
Él no respondió y yo me arrepentí de inmediato de lo dicho. Acurrucada, sola en la noche a pesar de Hugo, lloré desconsoladamente por este último revés, por la pérdida de mi amor y por todas las pérdidas que había sufrido en los últimos días. Aquél era el golpe final y me desmoroné. Sólo al cabo de mucho tiempo, agotada, caí en un sueño profundo.
«El rossinyolet s'es mort, tres dies ha que no canta.»
[(«El pequeño ruiseñor murió, hace tres días que no canta.»)]
Canción popular
Cuando desperté la mañana siguiente, ya había amanecido y Hugo preparaba los caballos para emprender el camino. Estaba ojeroso, seguramente se mantuvo en vela o había dormido aún menos que yo. Me ofreció lo que llevábamos en las alforjas para desayunar. Tomé un poco de pan y comimos con frugalidad, en silencio.
–Cualquier dama lo daría todo por ser reina -dijo al fin-. Nadie de nuestro rango se casa por amor. Todo son alianzas políticas. El amor va por otro camino. Yo os amaré, seré vuestro trovador, nadie ni nada me apartarán de vuestro lado.
No le respondí. Me ocupé de recoger las últimas cosas mientras rumiaba y al final repuse:
–Yo no quiero ni Cataluña ni Aragón ni la Occitania ni los reinos de Sefarad y Al-Ándalus. Os quiero a vos. A vos es a quien amo y con vos quiero casarme.
–Bruna, sed razonable. Vuestro destino es espléndido, único. Seréis reina… y yo, yo no soy nadie para vos.
Monté en mi caballo, lo azucé hacia el camino y él me siguió tirando de las monturas que transportaban legajos y equipaje. Al ver que no le respondía, se mantuvo en un silencio cariacontecido y yo me puse a pensar en la triste situación que vivíamos.
Recordaba mi despedida de la Dama Loba. Sólo cuando la orgullosa Orbia se arrodilló ante mí, me di cuenta del significado de mi sangre real, del «Sangreal».
Me dijo: «Confieso mi arranque de celos y os pido perdón. Ahora que os conozco y que sé más, no envidio vuestro destino. Vos sois la Dama del Santo Grial».
¿Cómo podría envidiar mi destino la reina del amor, la señora del Joy. Sentía que su calidez, que su culto al amor, era el verdadero Grial. Ella era la Dama Grial y no yo.
Quizá Hugo tuviera razón cuando me decía que mi pretensión de unir matrimonio con amor era extravagante en gente como nosotros, que le sorprendiera mi insistencia. Pero tenía grabada en mi memoria la triste historia de mi madre y su trovador, tan juntos en el corazón, tan unidos en el amor, pero tan alejados sus cuerpos. Yo no quería vivir esa angustia, quería el amor en toda su belleza. Como sospechaba que Orbia sabía gozarlo. Con uno o con varios.
No renunciaría a ello, no pensaba resignarme y decidí hacer lo imposible: convencer a Hugo para que no me entregara a su rey, para que me amara como yo quería que lo hiciera.
–Hugo.
–Decidme, señora -repuso él, solícito.
–¿Por qué me hicisteis la corte? ¿Por qué me pedisteis que fuera vuestra dama?
–Yo cumplía varias misiones. Por una parte, obtenía información para mi señor en mi disfraz de juglar, para lo que me mezclaba con todo tipo de gentes. Pero también era su portavoz para los grandes nobles occitanos y como caballero de Sión debía velar por vos y por los legajos. Éstos, una vez fueron recuperados por el templario Aymeric de Canet, dejaron de preocuparme por ser él uno de los más sólidos entre los nuestros. Estaba en frecuente contacto con vuestro padre, con quien se acordó el matrimonio con Pedro II tan pronto las condiciones políticas lo propiciaran. Yo no os había tratado hasta coincidir, en uno de mis viajes, en aquella recepción de trovadores que vuestro padre organizó. Y me enamoré con locura. Sólo después supe quién erais, y me sorprendió que aquella niña que apenas recordaba se hubiera convertido en tan espléndida mujer. Pensé que no había nada de malo en que os cortejara como dama bajo las reglas de la Fin'Amor. Vuestro padre me autorizó y yo os entregué mi corazón. Era una buena excusa para estar a vuestro lado, protegeros, saber que estabais bien. A la vez, servía a mi señor.
–¡¿Me disteis vuestro corazón por servicio al Rey?! – me escandalicé.
–Lo hice durante mi servicio al Rey, pero yo lo deseaba más que nada en este mundo. El Rey no tiene que ver con mi amor.
–¿Cómo que no? – me estaba indignando-. ¿Me hacéis vuestra dama y me enamoráis para después entregarme a otro hombre?
–Continuaré siendo vuestro caballero, vuestro trovador. Seréis mi dama y mi reina.
–Sois un desleal en el amor, un felón. Eso es lo que sois -le reproché-. Me tuvisteis engañada. Yo creía que erais libre para amar, por eso os di mi amor.
Él calló ante mi indignación, pero yo fui incapaz de hacerlo.
–Y decíais que en Mataplana estaría segura, que sería tratada como una reina. ¡Qué cinismo! Claro, pensabais sacrificarme a vuestro Rey. ¡Qué burla!
–Soy libre para amar -dijo en tono paciente-. Os amo, Bruna. Siempre lo haré, pero el matrimonio es otra cosa.
–¡Sois un alcahuete! – repuse furiosa-. Me enamoráis para cederme a otro. ¿Qué vais a hacer? ¿Tañeréis vuestra guitarra en la alcoba nupcial para enternecerme cuando me entreguéis a vuestro señor? ¿Tendré que imaginar que él sois vos? ¿Estaréis allí cuando me posea? ¿Cantaréis tras una cortina o no hará falta ésta?
Él no respondió y yo callé. Me di cuenta de que estaba yendo más allá de lo que yo misma quería, que mis insultos no podían ser más humillantes para un enamorado y cuando, al oír un suspiro contenido suyo, giré mis ojos hacia él, vi una lágrima resbalar por su mejilla. Se tapó la cara para esconder el llanto. Al poco, sollozaba. Entonces supe que él también sufría y sentí mucha pena por ambos.
Continuamos el camino en silencio mientras yo reflexionaba. Veía a Hugo inamovible en el propósito de cumplir su misión conmigo, pero yo no me resignaba. ¿Cómo podría cambiar mi destino? Estaba dispuesta a lo que fuera. Me di cuenta de que con mis reproches no conseguiría nada. Hacían que se retrajera, que se pusiera a la defensiva. Le alejaban de mí.
Decidí cambiar de táctica cuando nos detuvimos a comer. Nos apartamos del camino siguiendo un riachuelo que bajaba cantarín, hasta encontrar una pequeña pradera donde los árboles daban sombra y había espacios de sol. Le miré a los ojos y le dije:
–Hugo, os amo con locura.
–Yo también, mi señora.
Le abracé, le besé y él correspondió a mis caricias. Fue un estallido de pasión, más fuerte si cabe por el placer de nuestra reconciliación y al poco nos acariciábamos tumbados en la hierba entre besos y susurros de amantes. Rodábamos por el suelo, ahora yo encima de él, después él arriba, y empecé a despojarme de mis ropas.
–Hacedme lo que a la muchacha del molino -le pedí-. Os lo quiero dar todo.
Eso hizo que él se detuviera. Después de un momento de silencio, dijo:
–No os podéis imaginar cuánto lo deseo, pero lo siento; no puedo tomaros, eso sería traición al Rey.
Le besé intentando borrar de sus labios esas palabras y después, desesperada, empecé a suplicarle que me hiciera suya, pero él se mantenía inflexible. Le tocaba notando su excitación y le besaba otra vez deseando ser la Dama Loba, la maestra de las seducciones. Yo era virgen y torpe. Sospechaba cómo se hacía el amor carnal, pero, fuera de los besos y alguna caricia, no tenía idea de cómo llevarlo a la práctica y menos con un hombre que se resistía. Estaba segura de que la reina del Joy en mi situación conseguiría que el caballero la poseyera. Maldije mi inexperiencia y al fin dejé de luchar, estallando en lágrimas.
–Aunque sea una sola vez, quiero sentir, en el cuerpo y en el alma, al mismo tiempo, el amor -le supliqué-. Quiero conocer el amor absoluto y después haced conmigo lo que queráis, matadme o entregadme al Rey. Aceptaré sumisa mi destino.
Él se puso también a llorar.
–¡Por favor, tened piedad! – le dije.
–No puedo. Eso sería romper mi juramento. Sería traición y condenaría mi alma.
–Poco le ha de importar al Rey que yo haya perdido mi virginidad. Lo que busca es mi título de Dama del Santo Grial -argumenté-. Al casarse con María, no le importó que ella no fuera virgen, que estuviera divorciada y que su anterior marido fuera su propio vasallo, el conde de Cominges. Lo único que quería era la posesión de Montpellier. Virgen o no, me tomará igualmente.
–¿Y si quedáis embarazada?
–Sería maravilloso. Mi hijo permanecería con vos.
–No puedo. Vuestro útero es sagrado. No es mi privilegio probarlo.
–El rey de Aragón es igual que su tío el arzobispo Berenguer -dije despechada-. Sólo desea mi cuerpo. Uno quería mi sangre. Otro, mi matriz.
Me di cuenta de que no podía odiar a aquel caballero estúpido. Lo amaba demasiado. Por un momento pensé en volver al insulto, a soltar mi desesperación en palabras, pero decidí que era inútil. Eso sólo le alejaría de mí.
Pensé de nuevo en mi franco de Montmorency. Si Hugo hubiera muerto en la escaramuza con Amaury de Montfort en lugar de Guillermo, éste me hubiera hecho suya sin vacilar lo más mínimo. Ahora entendía por qué notaba algo extraño en Hugo que le impedía entregarse como lo hacía el otro. Y me arrepentí de haberme resistido en Narbona. Él sí que me hubiera hecho conocer la pasión física, el amor pleno. Pero el tiempo no vuelve atrás.
Cuando reemprendimos el camino, me sentía derrotada. No había logrado que Hugo se desprendiera de su lealtad a su señor ni por un instante, ni siquiera provocándole al límite. Me dije que no lo intentaría de nuevo; la batalla anterior nos había producido mucho dolor a ambos. Debía resignarme a ser poseída por un hombre y a amar a otro. Le miré en silencio mientras hacíamos el camino y recé a Dios para que aquel estúpido estuviera siempre cerca de mí.
«Ai! Que el meu cor se'm nua com un pom de clavells!»
[(«¡Ay! Que mi corazón se anuda, como un manojo de claveles.»)]
Canción popular
Aquella noche dormimos profundamente. La jornada de viaje, la tensión, el llanto y el poco sueño de la noche anterior hizo que nos derrumbáramos en nuestra cama de frazadas. Yo le buscaba a él. Él me rehuía a pesar del frío relente. No volví a intentar provocarle. Aquello se había terminado.
Amanecimos el día siguiente en calma, reanudando nuestro viaje sin mencionar lo ocurrido, como si no hubiera pasado nada. En el camino, yo veía las estribaciones de los Pirineos haciéndose cada vez más altas y temía mi destino al otro lado. Conversábamos apaciblemente al detenernos o sobre las monturas, cuando el camino lo permitía, pero yo no dejaba de pensar en el triste desenlace que nos aguardaba.
–¿Qué es el Grial? – le pregunté de repente. Me miró sorprendido. – ¿El Santo Grial? – El Grial, sea santo o no. – Vos lo sois. ¿Por qué me lo preguntáis? Bien lo sabéis. – Y lo soy porque, a semejanza de la copa con la que José de Arimatea recogió la
sangre de Cristo, yo también contengo la Sangre Sagrada, ¿verdad? – Así es. – Entonces, ¿por qué también llaman Dama Grial a la Loba de Cabaret? – Eso es distinto -repuso él-. La llaman así los que adoran el amor cortés, la
Fin'Amor, el Joy. Identifican el gozo del amor, el Joy, como el Grial. – ¿Puede haber más de un Grial? – No, sólo hay un Grial. Pero algunos discrepan sobre su verdadera naturaleza. – Eso quiere decir que hay Griales distintos dependiendo de la persona, ¿verdad? Hugo se encogió de hombros antes de responder. – Algún poeta lo identificó con un pájaro, otros, con un caldero mágico. – Entonces, ¿qué es eso llamado Grial que acepta tantas versiones? – No lo sé. Para mí el Santo Grial sois vos. – Porque eso dice la Orden de Sión. El caballero guardó silencio. – ¿Sabéis qué creo? Hugo escuchaba y no dijo nada. – Que la Dama Loba está en lo cierto. – ¿Que el Joy es el Grial? – No, que el Grial no es físico, que está hecho de materia etérea. Es el deber ser, lo
que cada uno ansía, y es distinto para cada persona. – Explicaos.
–El valor supremo para la Dama Loba es el Joy, ese estado feliz y pleno que da el amor. Es lo que ella busca y cada día se esfuerza por encontrarlo. Para vuestro clan de Sión, en cambio, es la sangre de Cristo. Pero no como fin. Es obvio que buscáis el poder que de ella emana. El rey Pedro quiere derrotar a los cruzados y al Papa, que le ha ofendido. Ése es su Grial. Para Arnaldo, el abad del Císter, el Grial es la sumisión de todos los territorios cristianos al poder papal. En realidad, a su propio poder como representante del Papa. Quiere eliminar a todo aquel que se le oponga, ya sea con armas o con creencias. En cambio, el arzobispo Berenguer buscaba en la sangre de Cristo la fuerza esotérica que le permitiera conquistar el poder temporal. Para su socio, el rabino Salomón, era la libertad de su pueblo, el que éste tuviera su propio reino. Para el rabino David, sin embargo, era la armonía con Dios, no ofender a su Adonai, el Creador. Para los cátaros, su Grial es alcanzar la pureza y unirse con Dios, no reencarnarse más en este mundo, que para ellos es el infierno. Para Guillermo era el amor. Mi amor. Yo era su Grial, sin que tuviera nada que ver la sangre de Cristo. Buscaba en mí el pleno amor, físico y espiritual, y por mí lo sacrificó todo, incluso la vida. ¿Os dais cuenta? Cada uno sentimos que hay un bien superior y nos esforzamos por alcanzarlo. Ése es nuestro Grial. Y es su búsqueda lo que da sentido a nuestra vida.
–Pero a veces nuestros deseos cambian -objetó Hugo-. Hay cosas, menores en algún momento, que llegan a convertirse después en el bien más deseado.
–Ése es el privilegio del Grial; no es físico y tiene naturaleza sutil -repuse-. Cambia según nosotros cambiamos. Es un reflejo de nuestros anhelos, de nuestra necesidad profunda. De la enseñanza que estamos destinados a aprender, porque el verdadero valor del Grial está en su búsqueda.
–Eso es muy complejo -dijo el caballero.
–No, no lo es si sabéis ver qué hay en el fondo de vuestro corazón -repuse-. Mi Grial es el amor, pero no al estilo cortés del Fin'Amor. Quiero el amor pleno. Ésa es mi búsqueda, y la materialización de ese Grial sois vos. ¿Cuál es vuestro Grial, Hugo de Mataplana? ¿Cuál es vuestro valor supremo? ¿Cuál es la búsqueda?
El caballero rumió pensativo.
–También es el amor, pero no tengo derecho a su disfrute si no cumplo antes con mi juramento. Debo ser fiel a mi señor -contestó al rato.
–¿Y qué queréis conseguir con ello? – inquirí-. ¿Honores, castillos, tierras, poder…?
–Deseo el triunfo de las armas del Rey, y también su favor. Pero no es ésa mi búsqueda final. Ése no es mi Grial.
–¿Cuál es entonces?
–Ser honorable, sentirme bien por ello. Y la única forma que me enseñaron para lograrlo es cumpliendo mi deber. No puedo amar en el deshonor.
–Decidme, Hugo. ¿Alcanzaréis ese Grial vuestro una vez me hayáis entregado al Rey? ¿Cuando él me posea? Decidme, Hugo de Mataplana. ¿Encontraréis la paz, estaréis orgulloso de vos entonces? ¿Seréis honrado?
Cabizbajo, se quedó otra vez callado. Y yo me contenté viéndole infeliz. Sabía que, por mucha retórica que desplegara, no lograría cambiar los principios de aquel estúpido cerril. Me di cuenta de que obtenía placer en su castigo. Me gustaba hurgar en él. Pero pensé que había llegado al límite; amargándolo lo alejaba más.
–Es mi obligación -musitó triste al rato-. No puedo hacer otra cosa; es mi honor, es mi promesa.
–El Rey nunca me tendrá -afirmé.
Hugo me miró en silencio. – Me encerraré en un convento. – Él os sacará de allí. – Pues saltaré de la torre más alta. Me mataré, pero no me tendrá. – Moriré con vos -dijo. Sacó su daga y apuntó a su pecho. – Juro por Dios que si algo os ocurre, hundiré su filo en mi corazón. Supe que así lo haría. Decidí callar. Ninguna palabra, ninguna súplica, ningún
argumento cambiaría su decisión y temí que cometiera una locura, de continuar presionándole. Sacudí mi cabeza incrédula. Aquello era tan absurdo como real. Miré las montañas que iban creciendo conforme avanzábamos por el camino. Igual que mi tristeza.
«Aprissa cantan los gallos e quieren crebar albores.»
[(«Tan temprano cantan los gallos que quieren quebrar el alba.»)]
Poema de Mío Cid
Aquella noche fue aún más fría. La estación avanzaba y también la altura de los montes. Logramos encontrar un refugio contra una pared de roca que se curvaba formando un abrigo natural. Era el lugar perfecto para hacer un fuego y cocinar sin que se notara desde el camino. Agradecimos, después de duras jornadas a pan, queso, cecina y fruta, tomar algo más consistente. Habíamos provisto nuestras alforjas en el último pueblo y un buen cocido de tocino, alubias, verduras y salchichas, acompañado de un vino potente, mejoró los ánimos decaídos de los últimos días. Incluso bromeamos y reímos. A mí se me ensanchaba el corazón siendo feliz con él. Le miraba, él me miraba y sentía esas mariposas en el estómago que había notado la primera vez que le vi. Percibía en su mirada que a él le ocurría lo mismo. Deseaba besarle, abrazarle, pero él no me dio pie y yo me reprimí. No quería que, después de mis anteriores asaltos, él temiera que quería seducirle. Tomamos guitarra y vihuela para cantar bajito, sin llamar la atención a quien pudiera andar por el camino, ora alegres, después melancólicos, pero siempre a dúo.
Él se entregó rendido al sueño, pero yo, a pesar del cansancio, no pude hacerlo. No paraba de cavilar. ¡Teniendo la felicidad tan cercana, la perdíamos tan estúpidamente! Sentía frío, pero no podía abrazarle y empecé a jugar con el fuego quemando ramitas e intentando adivinar mi futuro en las llamas que danzaban.
Fue al alba cuando un cambio tenue en el viento hizo que el abrigo en el que nos refugiábamos se llenara de humo. Hugo tosió y se removió inquieto, pero enseguida volvió a dormirse. Unos momentos después, volvía a toser y al fin se agitó desazonado para incorporarse preguntando:
–¿Qué es ese olor tan horrible? ¿Qué se está quemando?
El fuego ardía aún vivo. La tarde anterior habíamos recogido leña en abundancia, pero se terminaba ya y yo estaba a punto de completar la tarea en la que me había afanado durante la noche. Tomé un pergamino y lo puse al fuego. Había aprendido que mientras los papiros queman bien los pergaminos lo hacen con dificultad.
–¡¿Qué hacéis?! – exclamó incorporándose de un salto.
–Buenos días, Hugo -le dije continuando con lo mío.
De un zarpazo me arrebató el pergamino chamuscado para comprobar que era uno de aquellos preciosos documentos que cargaba la séptima mula.
–¡Por Dios, Bruna! ¿Qué habéis hecho?
Se precipitó a los fardos abiertos y comprobó que no quedaban más que un par de hojas.
–¿Estáis loca? – dijo encarándoseme.
Su faz reflejaba su pasmo, su incredulidad, su desesperación.
–¡Decidme que es una broma, que habéis escondido los documentos en algún sitio!
–exclamó.
Y su vista buscaba en el fondo del abrigo, en las matas de alrededor.
–No lo es. Los he quemado todos -repuse serena.
–¡¿Pero por qué?! – su mirada echaba chispas y dio un paso hacia mí amenazándome.
Por primera vez vi en mi protector un peligro y consideré la posibilidad de que me agrediera. Me eché hacia atrás intimidada y él avanzó; tenía los puños cerrados y su mandíbula tensa denotaba crujir de dientes.
–¿Es que no sabéis todo lo que ha costado investigar, recopilar esos documentos, protegerlos? ¡Se han empleado vidas enteras! ¿Sabéis cuántos han muerto por su causa? ¿A cuántos se ha asesinado?
–¡Claro que lo sé! – repuse plantándole cara-. Miles y miles, incluida mi familia.
–¡¿Pero es que os habéis vuelto loca?! – me miraba fiero, con los ojos aún legañosos-. ¡Esos documentos eran la esperanza para muchos!
–Y la muerte para cientos de miles más -le contesté-. Esos pliegos eran la garantía de una nueva guerra, quizá aún más cruel.
–Por ellos han luchado y han muerto vuestro padre, vuestro padrino, vuestros amigos…
–Esos escritos son heréticos, un insulto para la religión católica.
–¿La religión católica? – me miró sin poder creer lo que oía-. ¿Pero qué importa la religión católica? Lo que importa es la verdad. Si el Papa está equivocado, tendrá que rectificar. Si no es digno de ser Papa, otro debe ocupar su puesto.
–A mí sí me importa. He sido educada en la doctrina de la Iglesia y mi padre nunca me dijo que estuviera equivocada.
Hugo sacudió la cabeza con desesperación. Miró al fuego y a las cenizas sin poder asimilar la realidad.
–¡Por Dios, Bruna! – estalló al rato-. El Papa y su legado Arnaldo son responsables del asesinato y la muerte por miseria e inanición de miles y miles de personas. La mayoría, buenos católicos como vos. ¡Son indignos de su magisterio! ¡Son inmorales, asesinos, corruptos! Hay que derrotarlos. ¿Cómo podéis apoyar aún esa religión?
–No son sus actos en lo que yo creo. A veces, un buen rebaño tiene un mal pastor. El mensaje de Dios, de Cristo continúa siendo válido, aunque temporalmente lo secuestre el diablo. Al final, su palabra volverá a brillar igual que el oro cubierto de barro reluce cuando la lluvia se lleva la inmundicia. Yo no creo en la Iglesia del papa Inocencio, no creo en la cruzada de Arnaldo Amalric, no creo en Reginal de Montpeyroux, el obispo de mi ciudad, que abandonó a los suyos cuando decidieron resistir a los cruzados. Creo en la palabra de Dios que sale de la boca de Domingo de Guzmán, que quiere imitar en pobreza y ejemplo a nuestro Redentor. En los curas de Béziers que dieron sus vidas masacrados a las puertas de sus iglesias tratando de proteger a sus fieles. Creo en Aymeric, el templario que entregó sus bienes a su Orden para vivir pobre y después se ofreció entero al Señor. Ésa es mi religión. Ésa es mi fe. Y la carga de la séptima mula era la obra del diablo, la herejía.
Su mirada se perdió hacia los árboles, hacia los riscos de los montes. Era una mirada extraviada; no veía nada fuera, miraba dentro, contemplaba su propia desesperación. No supe siquiera si me había escuchado, pero yo no estaba dispuesta a callar. Quería llegar al fondo de aquel asunto una vez por todas.
–Matadme si eso os complace, pero los documentos ya no existen -le espeté-.
Asumidlo; habéis fracasado. Por mucho que os esforcéis, no hay nada que podáis hacer
para paliarlo.
Él pareció regresar de sus pensamientos y repuso:
–No está todo perdido. Aún estáis vos, la Dama del Grial.
–Os equivocáis -le dije-. No soy ésa. La Dama Ruiseñor; la Dama del Santo Grial
o como quisierais llamarla fue asesinada por los cruzados en Béziers. Mi nombre es
Guillemma, Bruna era mi prima.
–No es verdad.
–¿Y qué importa? Todos los que me conocieron están muertos menos vos – repuse-. ¿A quién van a creer?
Su mirada volvió a perderse y me di cuenta de que aquel testarudo era incapaz de aceptar su derrota.
–Vos lo dijisteis -insistí- para que el Rey pueda llevar a cabo sus planes, si realmente cree en esa quimera, precisa primero la legitimidad de los documentos, después a la Dama Grial para contraer matrimonio y, al fin, la fuerza para imponer su derecho. Al Rey sólo le queda el poder de las armas. Sin los documentos y sin la dama, la fuerza, si la tiene, no le sirve para nada.
Entonces clavó sus ojos en mí y se me acercó. Pensé que iba a golpearme, pero cruzó por mi lado hasta la pared del fondo. Vi que lanzaba con rabia su puño contra la roca.
Pero en su camino, como si algo le detuviera, se frenó para terminar golpeando sólo con la palma. Y allí se quedó, apoyado contra el muro, silencioso.
Estuvo mucho tiempo allí. A veces, en un arranque desesperado crispaba sus puños y golpeaba su cabeza contra la piedra. Otras, permanecía pensativo.
Y yo, sentada al lado de un fuego que moría entre costosísimas cenizas, le miraba con angustia. Al fin de un tiempo que me pareció infinito, se giró y sus ojos se encontraron con los míos. Después, miró a su alrededor como intentando recordar dónde estaba y qué ocurría. Buscó otra vez mi mirada y al notarse en lágrimas la desvió para llorar desconsoladamente, como un niño. No tenía fuerzas para resistirse y le acuné en mis brazos. Me preguntaba por qué, por qué lo había hecho. Yo le respondía que por amor. Parecía incapaz de entenderlo.
«Huius longa si sit uita, mea erit, credas, ita; fínietur sed si cita moriar bac pro árnica.»
[(«Si larga fuera su vida, creo que la mía lo sería, pero si muriera mi amiga, yo con ella moriría.»)]
Carmina Rivipullensia
Había, apostado mi destino a una sola carta: el amor de Hugo. Había borrado mi pasado y el de mis antecesores. De reina pasé a ser plebeya, pero al fin tuve que rendirme a la evidencia; había perdido en mi envite. La desesperación del de Mataplana al destruir yo los legajos confirmaba lo que había querido ignorar. Me cortejaba por razones de Estado, para servir a su señor. El deber con el Rey era su Grial. El mío era su amor. Los dos fracasábamos en nuestras búsquedas.
Cuidé de él, de las heridas de su cabeza contra la pared de roca, descansando todo el día en el mismo lugar. Hugo estaba hundido, pensativo, silencioso y yo, abatida. Sus rasguños eran leves, pero mi corazón continuaba sangrando. Le miraba con disimulo cuando él no me veía, y me decía que le quería, que lo quise desde el primer momento y que sólo las dudas sobre su amor me hicieron considerar a Guillermo. Pero ahora las dudas se habían transformado en evidencia, en una realidad cruel. No me amaba.
Después de una noche en la que casi no dormí, Hugo dijo que estaba listo para continuar. Apenas habíamos hablado en más de un día y en silencio preparamos las monturas para partir.
Ya en ruta, me dije que seguía el camino por inercia ¿Adonde iba? El castillo de Mataplana ya no era una opción para mí. Tampoco tenía nada ni a nadie en Occitania. ¿Qué haría? ¿Qué sería de mí? ¿Para qué cruzar los Pirineos? Hugo al menos volvía a su casa; yo no tenía lugar adonde regresar. De haber tenido a dónde ir, me hubiera despedido de él en aquel instante, hubiera girado mi montura y me habría alejado. Pero allí estaba, acompañándole, sin encontrar el valor para decirle adiós.
Al día siguiente empezó a hablarme, sólo en ocasiones. Parecía que iba superando su abatimiento. Yo trataba de ampliar la conversación y charlaba sobre cosas del camino, del tiempo y del paisaje. Y justo pasado Foix, me dijo:
–Os doy las gracias, Bruna, por curar mis heridas, por cuidarme.
Eso me animó y al rato le hablé:
–Escuchadme, Hugo. Esos documentos decían que yo era quien no era. No tengo nada de divino; soy una dama joven locamente enamorada de su caballero. Él es lo único que a ella le importa. Tomadme en vuestros brazos o matadme, puesto que muerte para mí es estar lejos de ellos. Por favor, olvidad esa locura; es ya un imposible. Por mucho que hagáis, no podréis tener nunca esos manuscritos. Por mucho que busquéis, no vais a encontrar a la Dama Ruiseñor. Ya no existe. Pero me tenéis a mí. Vos sois mi Grial. Haced de mí el vuestro, pero que sea un Grial de amor, no de sangre.
No respondió y continuamos el camino. Aquella noche fue fría y yo me acurruqué contra él. Hugo se giró sobre las frazadas, me abrazó y al poco estaba palpando mi piel bajo las ropas. Me estremecía con su contacto, con sus mimos. Busqué su cuerpo. Nos encontramos y nuestras bocas también lo hicieron. Las caricias fueron dulces al principio, después ansiosas y al poco estábamos amándonos al límite del amor físico, de nuestros corazones. Al fin era suya. Me entregué con una pasión arrebatadora, desconocida, jamás imaginada. Y notaba cómo también él se daba sin reservas. Hugo fue dulce en la noche y también lo fue a la mañana siguiente.
–Estabais en lo cierto. He fracasado en mi misión -me dijo-. He perdido la carga de la séptima mula. He perdido a la Dama Grial.
Yo le acaricié el pelo.
–Pero ahora sois libre -repuse-. Sois libre de amarme, de hacerlo por entero, como yo siempre anhelé.
–Sí, lo soy -repuso pensativo-. Lamento muchísimo la pérdida, pero bien sabe Dios que cumplí en todo la palabra dada. Fracaso en mi misión, pero estoy limpio de culpa y es ese sentimiento el que me hace libre.
Calló unos instantes. Parecía ordenar sus pensamientos mientras yo le observaba ansiosa. Al fin de un tiempo que me pareció eterno, en el cual notaba la esperanza palpitando en mi pecho, me miró a los ojos y los míos verdes se encontraron con los suyos oscuros.
–¿Sabéis, Guillemma, que siempre os quise? – dijo.
La sorpresa me hizo quedar muda y una tímida sonrisa iluminó la faz de Hugo de Mataplana.
–Os amo desde antes de conoceros, os amo desde antes de nacer. He fracasado en mi misión con el Rey y lo lamento infinitamente. Pero me habéis liberado de mi palabra, de mi esclavitud. Dama Ruiseñor, Bruna, Guillemma o como os guste llamaros -dijo con solemnidad-, ¿me aceptáis como vuestro trovador y caballero para siempre? ¿Queréis ir conmigo a Mataplana? ¿Queréis hacerlo para ser mi esposa?
No pude contestar. El llanto ahogó mis palabras. Me refugié en sus brazos y mojé su pecho con mis lágrimas. Daba gracias al cielo. Mis rezos habían sido escuchados; lo que poco antes parecía imposible estaba ocurriendo.
–Vos sois mi Grial -me iba diciendo-. Ya sea rey, papa o villano, nadie podrá apartaros de mí.
Atrás dejamos las ciudades arrasadas, las hogueras de tufo infame, a los refugiados desnudos muriéndose de hambre, a los practicantes del amor cátaro, a los adoradores del Fin'Amor, a los nigromantes, a los crueles y a los héroes, a las iglesias bañadas en sangre, a los atardeceres hermosos y llenos de trovas, a los que recorrían los caminos pobres y descalzos por Cristo, a las viñas arrancadas, al miedo agazapado en los rincones… Miles de imágenes, de recuerdos, se agolpaban en mi mente al cruzar los escarpados desfiladeros de los Pirineos. Dejaba mucho atrás. Dejaba, incluso, lo que fui; a mí misma. Pero todo aquello no tenía ya la menor importancia. Mi Grial me esperaba en la otra vertiente de los montes, se encontraba ya a mi lado. Le miré maravillándome de mi suerte y él me sonrió. Y le imaginé con el pelo ya cano, dentro de muchos años, él trovándome aún con su guitarra y yo respondiéndole feliz con mi vihuela.
Al salir de un desfiladero, Hugo me mostró el paisaje. Aquéllas ya eran tierras del rey Pedro. Por unos instantes, estuvimos contemplando los valles hacia los que descendía el camino. Los colores eran verdes, rojizos y amarillentos, mientras que en las cumbres se vislumbraba ya el blanco de la nieve. El aire era transparente, la brisa, suave y el sol de la tarde lo bañaba todo en oro. Di gracias a Dios, sentí la paz, y gocé de la belleza.
Vi como él olfateaba el aire de su tierra llenando sus pulmones como si se deleitara con el mejor de los perfumes. Contempló otra vez con detenimiento el paisaje. Sonrió y me hizo un gesto iniciando el descenso. Encomendándome al Señor, azucé mi montura para seguirle.
Qu'el'es mos jois et el'es tot cant ai, e res no.m am mas leys cui amar suel.
[(«Ella es mi joy y todo cuanto poseo, nada quiero sino a ella, y para siempre la amaré.)]
Pone, de la Guardia
PERSONAJES
Amaury de Montfort (1190-1241)