Cuando Guillermo me dijo que el lunes de madrugada saldríamos para Douzens y que se entrevistaría con el comendador del Temple, me dio un vuelco el corazón. Era domingo, el día siguiente a la toma del burgo de San Vicente, y tanto sitiados como sitiadores guardaban el descanso de Dios. Los oficios religiosos y las misas eran las únicas actividades del día.

Yo conocía bien a Aymeric de Canet, el comendador del Temple en Douzens. Tanto que él era mi padrino. Le recordaba de niña, a él y a los insólitos juguetes que me traía de Tierra Santa. Fue allí donde ofreció la mayor parte de su vida a su Orden, luchando por la cristiandad, aunque con ocasionales regresos a Occitania para obtener más recursos para el esfuerzo bélico de «los pobres caballeros de Cristo», como les gusta llamarse a los templarios.

La fama de sus valerosos hechos que le precedía abría las bolsas de nobles y burgueses, con lo que las donaciones al Temple se multiplicaban a su llegada. Era muy amigo de mi padre y en uno de sus viajes me llevó en brazos a la pila bautismal. De hecho, después de la muerte de mi progenitor, en virtud de su compromiso ante Dios, él era el responsable de mi bienestar físico y educación espiritual.

Pasaba de la cincuentena y la Orden decidió, unos años antes, que el héroe reportaría más victorias económicas al frente de la encomienda de Douzens que las que podría ofrecer en el campo de batalla de Palestina con su brazo debilitado por la edad. A su regreso, pasó un tiempo en nuestra casa de Béziers, y después nos visitaba ocasionalmente, aunque no le había visto en los últimos años. Yo debía de estar muy cambiada y más con mi atuendo de paje franco. ¿Sería capaz de reconocerme?

Él era mi esperanza de librarme del cautiverio y encontrar paz, seguridad y protección. Pero, habida cuenta de que el propio abad del Císter deseaba mi muerte, quizá ni siquiera Aymeric pudiera mantenerme a salvo. ¿Era mi cota de malla y mi aspecto de muchachito una mejor protección? Si el comendador templario me diera su amparo, de inmediato el abad Arnaldo me reclamaría o enviaría sicarios como ya hizo antes. Pero mi padrino no iba a consentir que nada malo me ocurriera, aun a riesgo de su propia vida.

Por eso decidí ocultar mi identidad hasta la noche. Entonces, cuando mi amo durmiera, me daría a conocer en secreto a Aymeric. De esa forma, nadie, fuera de nosotros dos, iba a saber que yo continuaba viva. Tontamente pensé que ésa era, sin duda, la mejor opción.

El comendador Aymeric miró el documento que Guillermo le tendía. Lo palpó observando la caligrafía y sellos, al tiempo que arrugaba el ceño como si le costara leerlo. Después, puso sus ojos en el joven, horadándolo con su mirada; ira, pensé, el viejo está indignado, y sentí que su imponente presencia me producía temor y seguridad a la vez. Antes me había mirado fijamente. Por un momento creí que me reconocía, pero sin duda pensó que se engañaba y puso su atención en mi amo y su documento.

Nos había recibido en una salita que parecía servir de paso a lo que debía de ser el refectorio. Douzens era un conjunto de edificaciones rodeadas de muros de protección, lo que se llamaba un castrum fortificado, en cuyo centro se alzaba una iglesia encaramada a un roquero. Estaba a más de medio día de camino de Carcasona en dirección a Narbona, dominaba tierras de labor, a las orillas del río Aude, molinos y otras instalaciones agrícolas que no habían sido arrasadas por el vizconde Trencavel en su política de tierra quemada contra la cruzada, porque pertenecían al Temple. Nada de lo que vi en el lugar hablaba de la supuesta riqueza de la Orden; la habitación estaba desprovista de muebles, sólo había unos bancos de piedra adosados a la pared y un par de ventanucos dejaban entrar la luz exterior.

–Una carta del abad Arnaldo Amalric, el legado papal -murmuró como hablando para sí mismo-, y me pide que os preste toda la ayuda que preciséis en vuestra investigación.

El comendador calló esperando la respuesta de Guillermo. Era enjuto y vestía un simple hábito blanco con una cruz roja sobre el corazón. Su pelo gris, corto, igual que la barba, le daba un aspecto anciano que contrastaba con la firmeza de sus ojos.

–Así es -repuso Guillermo, ufano a causa de la autoridad que el documento le confería.

Había hecho el camino de buen humor. Después de las dos entrevistas con el legado papal parecía que todas sus reservas morales sobre la cruzada y sus matanzas se habían disipado. Algo del mesianismo del abad Arnaldo se había instalado en él.

–Cerca de donde el legado papal Peyre de Castelnou fue asesinado aparecieron pisadas de herraduras -continuó mi amo-. Algunas tenían una marca muy característica: la cruz patada, signo de caballos del Temple. Tengo razones para creer que pertenecían a la zona de Carcasona y Béziers, cuya principal encomienda es la vuestra, la de Douzens. Los asesinos arrebataron al legado unos documentos heréticos y parece que poco después vuestros caballeros templarios atacaron a éstos y se los quitaron. Mi misión es recuperarlos para el abad del Císter. La vuestra es informarme de todo lo que sepáis. ¿Están esos escritos en la encomienda?

–Mi misión es informaros de todo lo que sé… -el comendador repitió la frase de Guillermo, ponderándola, paladeándola, y se quedó en silencio-. ¿Y quién dice eso? – tronó después de unos instantes-. ¿Por qué he de ayudaros?

Fue entonces cuando Guillermo se quedó atónito. No se le había ocurrido pensar que el templario podía objetar la autoridad del abad Arnaldo.

–Porque son las órdenes del legado que representa al Papa, y el Temple obedece directamente al Papa -repuso, ahora cuidadoso-. Por lo tanto, debéis obedecer a Arnaldo, y a mí, que lo represento.

–¿Que os debo obedecer? ¿De dónde sacáis tal estupidez?

–Del documento que acabáis de leer. Habéis reconocido los sellos, conocéis al legado papal. Debéis obediencia al Papa y a su legado Arnaldo.

–Cierto que obedezco al Papa, pero antes al Ser Supremo -repuso el templario-. Mi alma pertenece a Dios y en ella leo sus designios. Además, sin duda el Papa debe de ignorar las atrocidades que esta matanza, que esa indignidad, a la que os atrevéis a llamar cruzada, representa.

–Esto es herejía gnóstica. Es antes el Papa y la ortodoxia de la Iglesia que vuestro pensamiento. Les debéis obediencia y habéis profesado vuestros votos ante Dios. ¡Acatad la orden!

La tensión era tal que yo hubiera deseado estar muy lejos de allí. Me encogía en el banco de piedra y me admiraba de la arrogancia, del descaro de Guillermo enfrentándose al viejo maestre.

–Y no me digáis que a vuestra alma le habla Dios -prosiguió al rato Guillermo, rompiendo el incómodo silencio en el que se había sumido el templario, que no dejaba de mirarle con sus ojos ardientes como ascuas-. Si desobedecéis al Papa, vuestra alma no está hablando a Dios, sino al diablo.

–¿El diablo? – clamó en un grito el comendador, y se levantó de un salto sin apenas contener su furia-. El diablo está allí donde matáis a mujeres, a niños indefensos, a buenos católicos, donde robáis, donde quemáis y torturáis. Allí habita el diablo, con vosotros. Vosotros avergonzáis el nombre de cruzado, vosotros sois el ejército de Satanás.

–Ahora habláis como he oído que hablan los herejes cátaros -le espetó Guillermo, y se levantó él también y alzando aún más su voz. Pude ver que era más alto que su oponente-. ¿Estaréis también contaminado vos? Por última vez, en nombre del legado papal, en nombre del Papa y de Dios, por la autoridad que este documento me otorga, os ordeno que, como hombre de la Iglesia que sois, me obedezcáis. Os lo requiero por la salvación de vuestra alma.

El viejo se le quedó mirando atónito, sin gesto agresivo. De repente, su mirada dura se había disipado, parecía abatido, sorprendido.

–¿La salvación de mi alma? – murmuró pensativo desviando por primera vez la mirada de los ojos de su oponente.

Guillermo se hinchó más aún presintiendo la victoria.

–¿Me vais a obedecer? – inquirió.

–¿Cómo podéis ser tan joven, arrogante y estúpido? – dijo el comendador en voz baja sentándose de nuevo en el banco. Parecía cansado.

–Decid sí o no.

El comendador Aymeric humilló su cabeza tonsurada, y mirando al suelo, guardó un largo silencio.

–Venid a verme esta noche después de vísperas; recibiréis lo que buscáis -dijo al fin-. Daré órdenes para que se os acomode en la encomienda. Durante la espera, no comeréis ni rezaréis junto a la comunidad. La comida se os servirá en vuestros aposentos.

Y desapareció tras la puerta del refectorio.

«Dies irae, dies illa, solvent saeclum in f a villa.»

[(«El día de la ira será un día que reducirá el mundo a cenizas.»)]

Dies irae

Cómo osasteis hablarle así al comendador? – le espeté a Guillermo tan pronto nos hubieron acompañado a la austera celda en la que nos alojaron y que por todo mobiliario sólo tenía dos camastros de paja.

Él, obviamente ufano de su actuación frente al templario, me miró sorprendido antes de responder:

–¿Qué me quieres decir con eso?

–El comendador es uno de los más valientes caballeros occitanos, cruzado en Tierra Santa al servicio del Temple, sus hazañas son leyenda en el vizcondado de Carcasona.

–Y a mí, ¿qué me importa eso? – repuso Guillermo irritado.

–Participó en muchas batallas. Cuentan que en una ocasión un grupo de caballeros del Temple fueron atacados por un ejército de cientos de mahometanos y que todos murieron sin pedir tregua ni clemencia. El maestre fue el último de ellos, luchando, a pesar de sus graves heridas, sobre los cadáveres de sus compañeros y, como no podían con él cuerpo a cuerpo, los musulmanes precisaron de los arqueros para derribarle. Asombrado, el propio Saladino le envió a su médico para salvarle la vida y, cuando se recuperó, quiso conocerle. Los templarios no pagan rescate por sus prisioneros y al no tener los frailes valor económico y ser muy peligrosos para sus captores, son decapitados casi de inmediato. No fue ése el destino de Aymeric de Canet, ya que Saladino, admirado no sólo por su valor, sino por su espíritu, hizo que lo liberaran. Hace poco regresó, demasiado viejo para la lucha en Tierra Santa, y se hizo cargo de esta encomienda, la principal del vizcondado. Es un hombre venerado en esta tierra.

–Pues que obedezca al legado Arnaldo.

–¿Quién es ese legado? ¿Quién sois vos para exigirle obediencia?

–Eres un mozalbete lenguaraz y tendré que enseñarte respeto -Guillermo estaba furioso y se llevó las manos al cinto, pero yo no me pude contener a pesar del gesto de amenaza.

–¿Es ese legado el monstruo que hizo asesinar a todos en Béziers? ¿Y os sentís orgulloso vos de representarle?

–¡Cállate, estúpido! – rugió mientras se soltaba el cinturón de cuero claveteado y dejaba caer la funda de su espada.

–¡Es un monstruo, un asesino! – estaba tan indignada que ni siquiera cuando volteó la correa por encima de mi cabeza callé-. ¿Cómo os atrevéis a amenazar a un héroe, a un hombre santo, de parte de semejante miserable?

No me moví cuando Guillermo descargó su cinto sobre mi cuerpo, sólo cubrí, en gesto instintivo, mi cara. Antes de recibir el castigo, ya estaba llorando de furia, que no de miedo. Mi indignación me había hecho perder el temor. No me importaba el dolor, que hiciera lo que quisiera conmigo.

El golpe me dio en las costillas, el cinto azotó la espalda enrollándoseme y, al tirar mi amo de él, fui a parar contra la pared.

–Cierra la boca de una vez, mentecato, antes de que te arranque la cabeza.

Yo quería desahogarme, decir todo lo que guardaba.

–¿Y cómo trata al vizconde Trencavel, flor de todas las virtudes de caballero, sin darle la menor oportunidad? – continué-. ¿Cómo puede ser el legado Arnaldo tan miserable y cruel? Quiere matarle y se valdrá de cualquier traición para terminar con él.

Guillermo se quedó mirándome, sorprendido por mi persistencia. Yo buscaba sus ojos con los míos inundados de lágrimas, pero desafiantes.

–No tenéis piedad, no tenéis honor; sois sólo cobardes asesinando a mujeres, viejos y niños indefensos.

–¡Cállate! ¡Cállate! – gritó. A través de mi llanto pude ver cuánto le dolían mis palabras. Quizá su propia conciencia le advertía de lo mismo.

–No puedo callarme; matadme si queréis, pero las infamias de esta cruzada claman al cielo.

–Hieres con lengua afilada, como la de las mujeres, pero hoy te voy a arreglar bien el cuerpo para que aprendas a respetar -dijo, y enarboló de nuevo el cinto.

Callada, me acurruqué en un rincón, mientras él me azotaba. Un repentino temor me hizo enmudecer; no era miedo al dolor, sino a sus palabras. Temía que descubriera mi condición femenina.

Estuve sollozando hasta mucho después de que se cansara de pegarme. No importaba mi cuerpo, cubierto de golpes y dolorido. Recordaba a mi padre, a mi ama y a mi prima, a mis familiares y a mis amigos, y veía las horribles imágenes de la iglesia repleta de sus cadáveres. Pensaba en mi ciudad arrasada que poco antes bullía de vida y belleza, en las canciones de Hugo, en su sonrisa y en aquellos tiempos en que todo eran flores y galanura. Sólo días antes, ésa era mi vida. Ahora ya no existía y notaba mi corazón oprimido en duelo por aquel mundo soñado convertido en pesadilla. Deseaba morir.

«Quantus tremor est futurus, quando judex est venturas.»

[(«¡Cuan enorme temor sobrevendrá cuando el juez aparezca!»)]

Dies trae

Después del rezo de vísperas, un fraile nos vino a buscar. Yo tenía los ojos hinchados por el llanto y el cuerpo molido por la furia de Guillermo. Cuando dejó de azotarme, me quedé acurrucada sobre uno de los camastros, sin mirarle, llorando por mis penas y las de Occitania. Él se sentó en el suelo con los codos en las rodillas y cubriéndose el rostro con sus manos. No habló más; parecía compungido. Quizá reconsiderara todo lo que el comendador y yo le dijimos, y su papel en la masacre. Quizá tuviera conciencia.

El fraile nos condujo a un patio que hacía las veces de claustro, limitado por la iglesia y varias edificaciones conventuales.

Sólo ver a Aymeric de Canet, supe que ocurriría una tragedia.

Una luna cuarto creciente brillaba en la tibia noche y allí estaba el viejo templario, en el centro del patio; arrodillado frente a su espada clavada en el suelo. Vestía su equipo de combate y parecía orar. En los cuatro extremos del recinto, de pie, sendos frailes, también vestidos de combate, espada al cinto, iluminaban la escena sosteniendo hachones encendidos. Sólo el comendador vestía túnica blanca sobre la cota de malla y pensé que sería el único caballero templario del lugar; la vestimenta gris, de sargento, de los demás delataba su origen plebeyo.

Mi amo entreabrió su boca sorprendido; no esperaba tal recibimiento.

–Guillermo de Montmorency -dijo el comendador incorporándose al reparar en nosotros-, ya me informaron de vos antes de que llegarais a esta casa. Un libertino, bebedor, jugador y fornicador que cursa carrera eclesiástica porque quiere las rentas y las prebendas de un obispado al que accederá gracias a la nobleza y al poder de su familia, y al que el abad del Císter ha alistado en su gloriosa cruzada de saqueo, violaciones, exterminio de inocentes e infamia en nombre de Dios.

El comendador cruzó los brazos y guardó silencio por unos momentos. Los grillos cantaban en la noche y nadie en el patio se atrevió a hablar.

–Y osáis venir a darme órdenes en nombre del legado y del Papa. Pues bien, yo obedezco al Sumo Pontífice, pero antes a mi conciencia y a Dios. Y mi conciencia me dice que Dios no está con vos ni con esos falsos cruzados. Dios está con los que luchan para proteger a los peregrinos de los Santos Lugares, con los que en las Españas pelean contra el moro, con los que dan todo lo material en aras de lo espiritual, como mis hermanos del Temple, que ofrecen todos sus bienes al entrar al servicio de Dios, o los que siguen a ese Francisco de Asís, que anda descalzo como también lo hace Domingo de Guzmán. Son pobres por Dios, siguen las enseñanzas de Cristo, mendigan para poder subsistir y predicar la santa palabra. Dios no está con esos gordos y ricos obispos que, cargando sus dedos de anillos, montan sus caballos y lucen cotas de malla para exterminar a cristianos en lo que, para escarnio de la palabra, llaman cruzada.

–¿No creeréis en un Dios bueno y uno malo como los cátaros? – Guillermo parecía haberse repuesto de su sorpresa y contraatacó con cierta malicia.

El templario tardó en contestar y en su respuesta reflejaba su indignación.

–No, no estoy con los herejes, si eso pretendéis insinuar. Creo en un solo Dios, pero sé que hay hombres buenos y malos, y que éstos reflejan en su dios, predicando falsamente en su nombre, sus propias miserias. Así, algunos catequistas describen al Señor como un enano de espíritu, cruel y perverso, porque ellos, los que pretenden representarlo, son enanos crueles y perversos.

–¿Os referís al Papa?

–Me refiero al abad Arnaldo y a vos, que venís en su nombre.

–Os vuelvo a recordar, comendador -Guillermo alzó la voz solemne, seguramente para que le oyeran bien los sargentos que continuaban inmóviles en los extremos del patio-, que debéis obedecerme con respecto a la misión que aquí me trae. Debéis sumisión al legado Arnaldo, cuya autoridad proviene del Papa, porque vos y el Temple dependéis directamente del Sumo Pontífice. Dadme los documentos robados al legado Peyre o decidme qué sabéis de ellos. Esta mañana me prometisteis que ahora me los ibais a dar. ¡Cumplid vuestra promesa!

–Prometí que os daría lo que ibais buscando.

–Hacedlo, pues.

–Vos, Guillermo, representáis al clero corrupto, ladrón, asesino, fornicador, a esos que hacen un dios mísero, un mal dios. Representáis todo lo que yo odio…

–¡Habláis como un hereje cátaro! – interrumpió Guillermo.

–… y lo que venís a buscar es que Dios, el verdadero, os juzgue.

–¿Qué queréis decir? – de repente Guillermo pareció entender lo que yo ya había intuido al ver a Aymeric de Canet con sus armas.

–Que os reto a un combate a muerte -dijo el comendador con voz tranquila-. Será una ordalía sin cuartel.

–¿Os habéis vuelto loco? – repuso el muchacho alzando de nuevo la voz-. Limitaos a cumplir lo que debéis.

–Cumpliré sólo en el caso de que Dios os considere digno. Si me matáis, mis frailes os darán todo lo que queréis. Es la única forma de obtenerlo.

–¿Pero no os dais cuenta de que sois demasiado viejo para luchar conmigo? – Guillermo denotaba en sus palabras la admiración que sentía por el viejo guerrero-. No levantaré mi espada contra vos, sería un crimen miserable.

–Sí lo haréis -el comendador sonreía siniestro-, sólo así saldréis vivo. Defendeos porque si no os mataré igualmente, y si tratáis de huir, lo harán mis sargentos. Y ahora armaos.

El fraile que nos había conducido allí apareció con la cota de malla, casco y el escudo que habíamos dejado en la celda. Guillermo llevaba su espada en el cinto. Yo estaba segura de que aquello acabaría en una matanza sangrienta y, horrorizada, intentaba pensar qué podía hacer para evitar que ocurriera. Me di cuenta de que temía por el comendador, pero tampoco deseaba que mi amo resultara herido.

–No, no lucharé -insistió Guillermo, y se negó a tomar las protecciones que el hermano le ofrecía.

–Sí lo haréis -dijo de nuevo Aymeric acercándose al muchacho blandiendo su espada-. Esto es un juicio de Dios y nadie escapa a su justicia; no luchar es declararse culpable y la pena es la muerte.

–No he venido a luchar contra vos, señor. Ahora Guillermo hablaba sin arrogancia, con respeto, y me di cuenta de que no lo hacía por cobardía, sino que admiraba al viejo y consideraba la lucha desigual. Esto me hizo sentir, a pesar de la paliza que acababa de propinarme, temor por lo que le pudiera pasar, por su vida. Me di cuenta de que le apreciaba mucho más de lo que creía.

–Si no queréis darme lo que os he pedido, me iré sin ello -añadió después de una pausa.

–Demasiado tarde. El juicio ha empezado.

El comendador avanzó unos pasos más y de una súbita estocada hirió a Guillermo en el pecho. A duras penas contuve un grito. El muchacho no se movió y pude ver que el corte le había rasgado la ropa, pero era sólo superficial; el viejo conservaba una gran habilidad con la espada.

–Defendeos o moriréis como un perro.

Guillermo se le quedó mirando a los ojos por unos instantes y leyó en ellos la sentencia. Sin pronunciar palabra, tendió sus manos al fraile recogiendo las armas y pausadamente se vistió con escasa ayuda mía. Las manos me temblaban. Vi que las de mi amo también.

El comendador enfundó su espada y, retirándose unos pasos, juntó sus manos para orar. Lo hizo en silencio hasta que vio a Guillermo preparado. Entonces, le dijo si quería rezar con él. El joven caballero aceptó y todos nos unimos a la plegaria en voz alta. Yo sentía mi corazón encogido de angustia, no quería que le ocurriera nada a ninguno y oré por un milagro. Que no se produjo.

Cuando el comendador decidió terminar, dijo:

–Que Dios juez se apiade de nuestras almas.

–Amén -repuso mi amo.

«Tuba, mirun spargens sonum, per sepulchra regionum.»

[(«Esparcirá la trompeta un temible sonido por los sepulcros de las naciones.»)]

Dies irae

Empezaron tanteándose. El comendador se movía lentamente en círculo alrededor de Guillermo con el escudo a la altura de la boca y mi amo giraba para tenerle siempre de frente. Fue el viejo quien se arrancó lanzando un sablazo hacia la cara del joven, que se cubrió parándolo con su defensa. El comendador regresó de inmediato a refugiarse en su protección y aguardó respuesta, pero mi amo recelaba y no atacó, limitándose a esperar. Y así continuaron un rato, con agresiones por parte del templario que Guillermo sólo repelía defensivamente; todo lo más, golpeando el escudo de éste cuando se retiraba. Creo que tenía la esperanza de cansar al viejo, la naturaleza era su aliada.

La luna, raja creciente, flotaba en un cielo estrellado por encima de aquella escena siniestra. Los cuatro sargentos templarios se habían acercado a los combatientes e iluminaban con sus hachones el ritual de muerte que se escenificaba. Los grillos cantaban lúgubres. Sentía el corazón hecho un nudo y lo notaba en la garganta.

Aymeric sabía que su única posibilidad era llegar rápidamente al desenlace y lanzó un ataque, demostrando que en los primeros golpes había ocultado su verdadera fuerza y habilidad. Guillermo tuvo que retroceder varios pasos por el empuje del viejo y hubo de cubrirse con el escudo, pero la espada del maestre le rozó el costado y le hirió.

–Habéis hecho sangre -dijo el joven caballero bajando su defensa-. Vos ganáis, comendador.

Yo recé para que mi padrino aceptara, que ninguno de los dos sufriera, pero el viejo repuso:

–Sólo la muerte decidirá la voluntad del Señor. Cubríos.

Y volvió al ataque. Eso pareció indignar a mi amo, que empezó a cargar usando su mayor poder físico. Era lo que el viejo esperaba.

Mi padre no sólo me dejaba asistir a los ejercicios de armas en el patio de nuestra casa, sino que, incluso, cuando yo insistía mucho, participaba en los entretenimientos vestida con el equipo que había pertenecido a mi hermano y allí me di cuenta de que la habilidad era más importante que la fuerza. Había visto, pues, muchos combates, pero nunca, antes ni después, presencié algo como aquello.

Guillermo golpeaba a su contrincante y éste paraba con su escudo respondiendo a su vez, pero de repente el viejo hizo una cinta y mi amo, desequilibrándose, hendió el suelo con su espada. Cuando trató de incorporarse, el templario, empujando con una potencia inusitada su escudo por debajo del de Guillermo, le hizo subir el brazo tan por encima de su cabeza que le derribó de espaldas, boca arriba, con su defensa desarbolada, completamente abierta. La rapidez de Aymeric fue asombrosa. Saltó sobre su víctima y pisando el brazo que sostenía el escudo, impidió que Guillermo se cubriera. En el siguiente movimiento, su otro pie pisó el brazo con el que mi amo aferraba su arma. El caballero estaba boca arriba e indefenso, pero la posición del templario era tan inestable que sólo le valía un rápido golpe mortal sobre el contrincante.

El tiempo pareció detenerse mientras la espada buscaba el cuello del muchacho, cuyo gesto desencajado, de asombro e incredulidad, parecía hablar diciendo: «No puede ser, voy a morir, es imposible».

Vi la expresión de verdugo determinado en la faz del comendador, contemplé la muerte en ella y no pude evitar chillar en occitano:

–¡Señor Aymeric, apiadaos, por Dios! – me salió un grito desgarrado de mujer.

El comendador, asombrado, me miró reconociéndome al fin. Y dijo:

–¡Bruna!

Pero era tarde, el tajo mortal ya estaba en camino. No sé si fue él quien desvió su golpe o fue la reacción de Guillermo, pero la espada del viejo se clavó con fuerza en el suelo. Había rozado la yugular del joven, que, en ese momento, se desembarazó del pie que sujetaba su brazo derecho y colocó su arma, instintivamente, en el cuello de su contendiente, que en ese momento caía sobre él con tal fortuna que el impulso de ambos hizo que se rasgara la malla de acero y penetrara en la garganta del templario.

Nunca olvidaré su mirada mientras agonizaba, soltando la vida por un hilo de sangre desde su boca y a borbotones por la herida. Mis ojos inundados de lágrimas vieron una tierna sonrisa en sus labios de fiero guerrero y, sujetándole la mano entre hipos y sollozos, sentí que, de haber podido hablar, él me hubiera dicho que moría feliz viéndome viva.

Yo deseaba morir con él.

«Liber scriptus proferetur in quo totum continetur, unde mundus judicetur.»

[(«Se abrirá el libro en el que todo está escrito y por él el mundo será juzgado.»)]

Dies irae

–¡Dios mío! ¿Cómo ha podido ocurrir esto? – se repetía Guillermo aún sin poder dormir, pasados ya los maitines, sentado en su jergón con la cara escondida entre las manos.

Un poco más allá estaba Pierre, o quien fuera, tendido en su catre, agotadas las lágrimas y las fuerzas en un sueño del que, por momentos, parecía a punto de despertar con un suspiro desmesurado, de los de después de un gran llanto.

–Yo no quería -dijo por milésima vez.

Él también había llorado, todos lo habían hecho.

Cuando el viejo templario cayó, Pierre corrió hacia él, parecía conocerle diciéndole que no muriera, sollozando. Los frailes del Temple también acudieron; los sargentos con sus hachas iluminaron la muerte, se lamentaban. Uno se afanó con los santos ungüentos y le dio la extremaunción. Agonizante, Aymeric sujetaba la mano de Pierre y trataba de decirle algo, mientras sonreía. Parecía extrañamente feliz. Su muerte fue rápida y todos se pusieron a orar entre hipos y sollozos.

Guillermo se quedó fuera del círculo con su espada ensangrentada en la mano, abrumado.

–Yo no quería.

Musitaba a cualquiera que se le acercara, pero se encontraba solo, culpable; nadie le quería oír. Tiró la espada asesina lejos y se arrodilló a rezar apartado de los demás.

Guillermo tenía grabado a fuego en su alma aquel instante en que Aymeric iniciaba el golpe para darle muerte. Entonces vio, en los ojos del comendador, los ojos de Dios condenándole; había sido un momento de mil años. Sí, el arcángel Miguel abrió el libro de las culpas y pesó su alma en la gran balanza de las bondades y de los pecados. Y ésta se inclinó del lado del infierno. Satanás tiraba del platillo de sus faltas hacia la condenación eterna y, desvalido, contemplaba la espada del comendador a punto de degollarle sin que él pudiera hacer nada. Sólo horas antes le hablaba al viejo templario desde la arrogancia, dándole órdenes, le exigía. ¿Cómo podía haber sido tan fatuo, tan pagado de sí mismo? ¡Qué lección le había dado!

Aymeric era mejor que él en todo. Mejor religioso, mejor caballero, más valiente e, incluso, a pesar de su edad, mejor guerrero. Aún no se explicaba cómo alguien con sus años podía haberle vencido de aquella forma. ¡Qué habilidad!

Conociéndole sólo de horas, admiraba profundamente al viejo más de lo que nunca había admirado a nadie antes, y ahora se daba cuenta de que Pierre, al que había zurrado por su descaro en la tarde, tenía razón en todo lo que le dijo. En realidad, ya entonces sabía que el chico acertaba en su crítica, quizá por eso su rabia al golpearle.

Pierre era la única buena obra que él podía aportar en los últimos tiempos. No tenía dudas de eso. En la balanza de las almas, sus pecados pesaban mucho más, el diablo tiraba de él y Dios le condenaba a la muerte y al infierno. Pero ese grito de su paje, cuando ya estaba todo perdido, le salvó. Al proteger a ese muchachito en Béziers y salvarle de una muerte segura, él había hecho el bien y en el último instante el peso de esa buena obra decantó la balanza a su favor.

El comendador merecía vivir y él, la muerte, pero un ángel en forma de su joven escudero le rescató. Fue la voluntad de ese ser divino, y no su mérito, lo que decidió el resultado de la lucha. El comendador le habría matado sin ninguna duda. Fue ese grito y la sorpresa por algo que él aún no entendía lo que provocó que el templario desviara su golpe y le perdonara la vida al concederle tiempo para un contraataque puramente instintivo. Y con ello recibió una segunda oportunidad para poder librar su alma del infierno eterno.

Desde el primer día, él había sentido una extraña ternura por el muchacho. Cuando lloraba desconsolado la muerte de los suyos, la destrucción de su ciudad y de su mundo, él le hubiera acariciado, abrazado para consolarle. Lo sentía en el corazón.

Se contuvo porque despreciaba profundamente a los poderosos que se permitían licencias sexuales con los criaditos; ése no figuraba entre sus vicios, le repugnaba. Por eso, a veces, cuando el chico le miraba con sus grandes ojos verdes, sonriéndole, él sentía algo que le pedía acariciarle, y se alarmaba, reaccionando de forma desabrida a la suavidad del muchacho.

¿Qué fue lo que gritó? Pedía piedad por él. ¿La pedía al comendador o a Dios? No importaba, en ese momento para él Aymeric representaba a Dios, al dios del castigo y su mirada dura era la que él merecía.

Fue a raíz del grito, de que su buena obra contara, cuando Dios abandonó el aspecto del templario y le salvó. Recordaba que entonces el comendador exclamó un nombre de mujer: Bruna, precisamente.

¡Qué casualidad!, Bruna… ¿Como Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor? La dama que él y su primo buscaban para matar y que por fortuna no encontraron. De haber cumplido su ignominiosa misión, su alma se habría condenado irremisiblemente en el juicio de Dios. Nadie escapó de Béziers una vez iniciado el asalto y, por fortuna, esa Bruna estaba muerta sin que él y su primo se mancharan las manos de sangre. Fue una suerte.

Pero… ¿y el grito? Era una voz femenina. Ahora lo recordaba perfectamente. Y vino desde un lugar donde el único que podía haberlo proferido era Pierre…

¿Era Pierre un ángel, como había imaginado en su desvarío? ¿O era…?

Guillermo se levantó procurando no hacer ruido para no despertar al chico y se le acercó cuidadoso. Estaba acurrucado, hecho un ovillo, en posición fetal, pero con cautela extendió su mano y metiéndola por debajo del escaso escote de aquella malla de hierro que el muchacho siempre llevaba y de la camisa de lana, se encontró… ¡con un pecho femenino! Su tamaño no era excesivo, pero estaba perfectamente formado. Guillermo se detuvo un momento, lo palpó suavemente, ponderando su calor y disfrutó del contacto. Después apartó la mano como si se hubiera quemado. ¡Pierre era una mujer!

«Oro supplex et acclinis, cor contritum quasi cinis.»

[(«Te ruego, suplicante y de rodillas, el corazón arrepentido y casi en cenizas.»)]

Dies irae

Cuando me despertaron sacudiéndome, pensé por unos instantes que todo había sido una pesadilla. Los rostros de los frailes eran adustos y nos trataron sin contemplaciones.

–Salid ya de aquí -dijo el que mandaba-. El comendador dejó ordenado que si moría, no os hiciéramos daño y que os diéramos hospitalidad hasta la mañana. El plazo ha terminado. En mala hora llegasteis, idos de una vez y jamás regreséis.

Vi que Guillermo recogía sus cosas en silencio, sin oponer resistencia. Su falta de arrogancia me sorprendió, contribuyendo a mi sensación de irrealidad, pero era evidente que todo había ocurrido tal como lo recordaba. El mayor héroe de Occitania, la última persona que me unía a un pasado feliz, había muerto combatiendo contra un rufián. No había esperanza para nuestra gente, no la había para mí.

Nos detuvimos a sólo media hora de camino del caserío templario en un prado a orillas del río que se remansaba en ese lugar.

Guillermo me ayudó a desensillar los caballos, tal como hizo al ensillarlos cuando salimos de la encomienda. Los templarios habían cumplido sin ningún entusiasmo las instrucciones de Aymeric. Habían llenado nuestro zurrón para el viaje y Guillermo me ofreció pan y queso, invitándome a comer con él. Yo me negué, no tenía hambre. En su cara se marcaban las ojeras por la falta de sueño y su gesto era de abatimiento; su prepotencia del día anterior había desaparecido.

Estuvo comiendo sentado en una roca mientras me observaba. Yo desviaba la mirada hacia el río.

–Yo no quería matarle -dijo al rato con la boca llena-. Teníais razón, no debí hablarle de forma tan insolente. Él era mucho mejor que yo.

Le miré sin dar crédito a lo que oía.

–Él ganó y sólo vuestro grito me salvó de la muerte. Actué por instinto cuando le clavé la espada, pero Dios me había declarado culpable. El infierno era mi destino y gracias a vos, por vuestra intercesión, el Señor me ha dado otra oportunidad.

Yo estaba sentada apoyándome en un árbol y al agitarme, sorprendida por lo que oía, mi cuerpo magullado me recordó los golpes que él me había propinado el día anterior.

No dije nada y mi amo continuó comiendo en silencio por un rato. Yo cerré los ojos intentando borrar con ello mis recuerdos y me concentré en el canto de los pájaros y los bufidos de los caballos.

–Eres mujer, ¿verdad? – interrogó al cabo de un largo tiempo de mutismo pensativo.

No dije nada, pero sin abrir los ojos afirmé con la cabeza. Volvió el silencio.

–¿Quién eres?

Yo estaba esperando la pregunta y demoré un rato la respuesta:

–Bruna de Béziers -repuse al fin, mirándole directamente a los ojos y levantando la barbilla, sacando la dignidad, por tanto tiempo sometida, de mi alcurnia.

Ya no importaba nada. Sabía que Guillermo y su primo querían matarme, que cumplirían su palabra con el abad del Císter y, de repente, mi miedo desapareció. Había sufrido demasiado; la muerte de mi padrino era el último golpe, la gota que colmaba el vaso; representaba el fin, la desaparición de todo lo que yo amé, de una época, de una civilización brillante. Así pues, me levanté y me erguí frente a mi verdugo, esperando la muerte.

–¡La Dama Ruiseñor! – exclamó.

Me miraba estupefacto, sin atisbo de agresividad. Cerró los ojos y se mantuvo así un tiempo, respirando profundamente.

–Es la mano de Dios -dijo al rato-. Ésta es su voluntad, mi penitencia a cumplir, y vos, el camino de mi redención.

Me quedé callada y le contemplé estupefacta ante ese arranque de misticismo inesperado en aquel que yo consideraba, hasta ese momento y a pesar de admitir su atractivo varonil, tierno a veces, un pedazo de bestia bendecida por el bautismo, un carcamal norteño, un bruto sin que su aristocracia le permitiera superar la nobleza de su caballo.

–La mano de Dios, de la providencia -repitió ahora con un entusiasmo que parecía sacarle de pronto de su abatimiento-. ¿No lo comprendéis, Bruna?

No respondí. De repente se dirigía a mí como un caballero a una dama, cuando horas antes casi me mata a zurriagazos. No sabía cómo reaccionar, qué hacer frente a ese cambio inesperado.

Se incorporó de un salto, dándome un susto de muerte que me hizo retroceder un par de pasos, pero de inmediato me di cuenta de que no quería hacerme daño, todo lo contrario. Me cogió la mano derecha con las suyas, hincó una rodilla en el suelo y desde esa posición sumisa continuó hablándome, cariñoso, con ternura.

–Ahora lo entiendo todo -decía.

Y su caricia me sobresaltó de nuevo. Mi corazón empezó a acelerarse no por miedo, sino porque sus cálidas manos producían un placer en las mías que jamás hubiera sospechado.

–¿No os dais cuenta? – prosiguió con un brillo de entusiasmo en sus ojos-. Yo debía mataros en Béziers y, en lugar de eso, os salvé la vida sin saberlo. Ayer yo fui condenado en el juicio de Dios, debía morir, pero vos, quizá también sin saber, me salvasteis la vida. Y el alma. Nuestro destino es inaudito, único, está trenzado por la Voluntad Superior.

Yo continuaba callada. Veía sus ojos azules, húmedos, empañados por las lágrimas, emocionados, y noté su emoción invadiéndome a través del contacto físico y cómo se me hacía un nudo en la garganta.

–Bruna -continuó-, os lo ruego de rodillas: concededme la merced de ser mi dama. Os respetaré, cuidaré y protegeré hasta la última gota de mi sangre. Seré vuestro caballero, porque así lo quiere Dios, y yo lo ansío. Os juro que mientras me quede un aliento de vida nadie os hará daño.

Las lágrimas surcaban sus mejillas, yo notaba su vibración y mi propia vista se enturbió. Jamás habría sospechado tales emociones en aquel muchacho. Cual espejo que distorsiona, mis lágrimas, los sentimientos que las hacían brotar, me hicieron ver a otro Guillermo.

Era un hombre atractivo, fuerte, simpático cuando estaba de buen humor y, al ofrecerme su protección, me hizo sentir, de repente, segura, relajada como no lo había estado desde antes del asalto de Béziers. Pero ¿para qué necesitaba yo eso cuando minutos antes estaba lista para morir? Me asombraba de mí misma, pero algo en mi corazón me inmunizaba del atractivo de aquel hombre.

–No puedo ser vuestra dama, Guillermo.

–¿Por qué, Bruna? – la angustia se notaba en su voz-. ¿Me veis aún como enemigo? No lo soy más. Estaré con vos, del lado en que vos estéis.

–Porque ya tengo caballero.

Calló por unos momentos, considerando mi negativa y yo aproveché para hacerle levantar y nos sentamos en unas piedras cercanas al río, en medio de la pradera.

–Es cierto que os he mirado con ternura cuando os creía un muchachito -dijo retomando la conversación- y que me sentía molesto porque me atraíais sabiéndoos varón, y no será menos cierto que ahora que os veo como mujer esa atracción no parará de aumentar, pero mi ofrecimiento no busca vuestro cuerpo.

Me miraba sonriente con unos ojos azules bellos, francos aunque tristes, y no dudé ni por un instante de que me hablaba desde el corazón. Había tomado mis manos de nuevo con las suyas sin que yo me opusiera y me sentía turbada por su contacto, con su caricia. Ése era un favor que una dama occitana le concedía a su caballero después de cierto tiempo de cortejo y muchos poemas, pero él lo había tomado por sorpresa, sin mi resistencia. Quizá ignoraba él las reglas del amor galante y, dado lo extraordinario de nuestra situación, no estaba yo por la labor de educarle en ese momento. Además, su contacto me producía un goce honesto y en los últimos días la vida había sido cruel y avara en extremo conmigo. No renunciaría a ese placer.

–Quiero protegeros, estar cerca de vuestra alma y descubrir los designios divinos que nos han unido en un destino tan singular. No me rechacéis, Bruna. Aceptadme sólo como vuestro protector. ¿Dónde estaba vuestro caballero cuando los ribaldos querían violaros? ¿Por qué no estaba en Béziers dando la vida por vos? ¿Por qué no está ahora aquí? Me tendréis con vos hasta que el peligro pase, hasta que os sintáis segura. Y si entonces, cuando yo ya no sea necesario, me despedís, me iré besándoos la mano y con una sonrisa. Sé que el deseo crecerá en mí, pero creed mi palabra de que siempre he de respetaros y que, si vos lo deseáis, me apartaré cuando llegue el otro caballero. Podéis tener dos a la vez, no seríais la primera. Aceptadme, Bruna, os lo suplico.

¿Qué mujer en mi situación y trance podría resistirse a tal propuesta?

«Pie Jesu Domine, dona eis réquiem.»

[(«Piadoso señor Jesús, dales descanso.»)]

Dies irae

Guillermo y Bruna descansaron en aquel prado a orillas del río, bajo la sombra de los sauces que les protegían del sol de agosto y con una luna cuarto creciente iluminando la noche.

Tenían los cuerpos maltrechos por golpes y tajos, pero lo que realmente dolía era el alma. El camino empezaba a sus pies y en ninguna parte terminaba, por eso no se decidían a emprenderlo. Su espíritu, confundido, turbado, les prohibía continuar y lo crucial el día anterior había dejado de importar, mientras que lo secundario antes cobraba trascendencia vital. Tendidos en la hierba, veían el lento discurrir del río y con él las briznas y ramitas que arrojaban, deseando que en ellas sus penas navegaran hasta el lejano mar. El lugar se había convertido en un reducto solitario de paz, una isla en un océano de violencia, lejos del siglo, de un mundo extraño y brutal al que en aquel momento ninguno de los dos quería pertenecer.

–Yo no quería matarle -repitió Guillermo, recordando, con gran angustia y culpabilidad, la ordalía.

Y le relató a Bruna, en su occitano incipiente, que ella corregía ya por costumbre, esa experiencia al borde de la muerte en que la mirada dura del templario Aymeric era la de Dios condenándole. Y que rebuscando en su alma, desesperado, como quien palpa el fondo de un canasto y cierra el puño aferrándose a la ausencia, la encontraba vacía de buenas obras que le ayudaran en el trance. Y ella, Bruna, apareció con su grito, inesperada, como su único bien. El demonio lastraba la balanza de sus pecados y arrastraba su alma a los infiernos, y ella, convertida en ángel, la decantó, por muy poco, hacia la salvación de su vida temporal, dándole la oportunidad de enmendarse y salvar también la eterna.

–Sois un ser divino, un ángel -le decía mirando arrobado los ojos verdes de Bruna.

–No soy un ángel -repuso ella-, sólo soy una pobre muchacha huérfana de padres, de amigos, de ilusiones, de su mundo.

Y pasó a contarle su propia ordalía, a describirle entre lágrimas a su familia, a sus amigos y aquel mundo galante extinguido a la llegada de aquel desfile de monstruosidades que, sin duda, nada tenían que ver con el Dios en que ella creía y que las gentes del norte llamaban cruzada.

–Ahora entiendo por qué los cátaros creen en dos dioses, uno malo y otro bueno. La cruzada es obra de un ser maligno, de un mal dios, y los que se llaman guerreros de Cristo no son más que comparsas del diablo.

Guillermo la escuchaba acompañando con sus lágrimas las de ella, buscándole las manos para acariciarlas, y ella, permisiva pero pasiva, terminaba luchando contra el deseo de devolver la caricia.

–Vos sois la última dama de vuestra estirpe y yo, un guerrero con brazos para luchar, pero sin corazón para moverlos -se lamentaba Guillermo-. ¿Qué será de nosotros, Bruna?

Bruna dejó que la pregunta flotara, esperando a que se disipara con la brisa que movía el verdor de las hojas de los sauces del claro. Cogió la vihuela y empezó a tañerla. Al poco, tarareaba la canción del ruiseñor para cantarla después, melancólica. Y así dejó que la música respondiera a lo que ella no podía.

Pasaron horas haciendo de las notas ungüento para sus males, alternándose en el instrumento, cantando, a veces, juntos y dormitando sobre el césped mullido, al calorcillo del estío, bajo la sombra amable de los árboles.

–¿Por qué quiere matarme el abad del Císter? – preguntó Bruna de repente, sobresaltando al caballero.

–No lo sé.

–¿Y estabais dispuesto a asesinarme sin saber?

Guillermo se encogió de hombros.

–Arnaldo es un hombre de Dios…

–De Dios… ¿Qué Dios?

Él guardó silencio, no tenía respuesta.

–¿Y por qué quiere recuperar la carga de la séptima mula? – continuó Bruna-. Si vos la buscabais, será también por encargo suyo. ¿Verdad?

El caballero se dijo que ella sabía casi tanto como él, que era inútil querer ocultarle información y que con ello no traicionaba su promesa al abad del Císter.

–Todo lo que sé es que su contenido es diabólico, la peor de las herejías, y que puede destruir a la Iglesia de Roma.

–¿Y qué relación tiene esa cosa del diablo conmigo?

–¿Con vos?

Guillermo ya había pensado en eso. Estaba seguro de que existía una relación, pero el abad del Císter no había querido hacerla explícita. Decidió no aumentar la angustia de la dama.

–No puede haber relación -sonrió-. Vos sois un ángel.

Bruna le miró sabiendo que el joven evitaba la respuesta, pero le permitió hacerlo porque en ese momento los sentidos vencían al pensamiento. Esa sonrisa, los ojos de un azul profundo, llenos de transparencias y brillos, la caricia en sus manos. Precisamente por eso, las apartó. Era ésa demasiada concesión de una dama a un caballero y aunque poco le importaban ahora a Bruna las reglas del juego galante, temía que ese placer, ese sentimiento creciente en su corazón con respecto al muchacho la desbordara.

Se tendió boca arriba en la hierba contemplando el juego del sol en las hojas, el cielo azul limpísimo y las golondrinas cruzándolo con su insistente llamada. Y pensó en Hugo. Él era su caballero y en él debía poner su ansia.

–Sois para mí un ángel, os amo y os suplico que me aceptéis como caballero – insistió Guillermo al rato.

Bruna, sin rechazar de forma contundente la reiterada petición del joven, había estado aplazando la respuesta. Necesitaba pensar en ello, pero, al fin, cuando él repitió su ruego, estaba preparada para responder:

–Bien, aceptaré vuestro amor, pero sólo galante y nunca físico, aunque antes debierais superar las pruebas que tengo derecho a imponeros para asegurarme de vuestra devoción.

–Hablad, Dama Ruiseñor.

–Abandonaréis el servicio al legado del Papa, para servirme a mí.

–Mucho pedís, mi señora -el muchacho le miraba a los ojos con intensidad.

–Uniréis vuestro brazo a los que resisten la cruzada y peleareis contra los que hoy son los vuestros.

–Una promesa me une a ellos.

–Sólo así sabré de la pureza de vuestro amor, caballero Guillermo de Montmorency.

El joven miró el río considerando la situación. Los escrúpulos que sintió cuando la matanza de Béziers aumentaron al saber cómo se había fraguado la cruzada y se hicieron insoportables. El discurso inflamado del legado del Papa en su tienda en Carcasona consiguió soterrarlos, pero rebrotaron imparables al enfrentarse con Aymeric y el juicio de Dios. Ahora estaba convencido de la injusticia del negotium pacis et fidei y quería apartarse del abad Arnaldo. Pero aún deseaba su obispado, sentía lealtad por los suyos y no estaba preparado para unirse al bando occitano.

Pero estaba convencido del designio divino que le unía con Bruna. Él fue a Béziers a matarla y Dios quiso que fuera su salvador. Y ella, a su vez, le salvó a él, en forma de ángel del Señor cuando estaba condenado al fuego eterno, y el precio fue la vida de un caballero ejemplar, un hombre verdaderamente de Dios. Aquello tenía un significado y él era incapaz de descifrarlo, incapaz de serenar sus propios sentimientos, incapaz de resistirse a su amor por esa muchacha desvalida, pero de fuerza insospechada. Se sentía muy confuso.

–Fuisteis vos quien pedisteis ser mi caballero -insistió Bruna ante el silencio del joven-. Os dije que no, que tenía otro, y vos me suplicasteis que os admitiera también. No os lamentéis ahora si las condiciones os parecen duras.

Guillermo no respondió y ella respetó su silencio. Volvió a sonar la vihuela y al cabo de un tiempo él empezó a hablar abriendo su alma a la muchacha. Sus escrúpulos, su confusión. La necesidad que sentía de confesar sus pecados y recibir perdón por ellos. Ya no le valía la absolución que le proporcionaba la cruzada. Si ésta era indigna a los ojos de Dios, también lo eran sus perdones.

–Busquemos a un buen eclesiástico católico, alguien puro, que os confiese y os absuelva -le propuso Bruna-. Eso serenará vuestra alma. Yo también lo necesito.

–¿Dónde podríamos encontrar a esa persona? – inquirió Guillermo esperanzado.

–Domingo de Guzmán, el fraile castellano.

–No le conozco.

–Yo sí. Predicó varias veces en Béziers soportando burlas y, en ocasiones, insultos con humildad evangélica. Su mensaje es, en verdad, de Dios.

–¿Dónde encontrarlo?

–Es un predicador itinerante que anda descalzo los caminos por amor al Señor y a su prójimo. Tiene base en Prouille. No está muy lejos de aquí.

–Gracias, Bruna. Acepto vuestras pruebas. Quiero ser vuestro caballero.

Ella le miró sorprendida.

–¿A pesar de vuestra confusión?

–A pesar de ella. Necesito protegeros, que estéis cerca de mí. Os serviré. Pero os tengo que pedir algo.

–¿Qué es?

–Lucharé contra los cruzados, pero nunca levantaré la espada contra mi familia, contra mi clan.

–Os acepto con vuestra condición.

Guillermo hincó su rodilla en el suelo y, al estilo de la promesa feudal del vasallo al señor, juró los compromisos del caballero con su dama y ella, de pie frente a él, los aceptó jurando los de la dama con su caballero.

El corazón de Bruna latía alocado cuando él, que le cogía las manos acariciándoselas, se levantó para besarla. Se miraron a los ojos durante un tiempo infinito y un escalofrío recorrió el cuerpo de la muchacha.

Cuando se besaron, el prado, los sauces, el río, los pájaros y el sol dejaron de existir. Y Guillermo sintió que sólo aquel beso valía por toda una vida.

«Lo reis Peyr' d'Arago fellos s'en es tornatz, e pesa l'en son cor car nol's a deliuratz, en Aragón s'en torna, corrosos e iratz.»

[(«El rey Pedro de Aragón se marcha irritado en su corazón, le pesa no haberlos liberado, a su reino regresa, con desconsuelo, airado.»)]

Cantar de la cruzada, III-30

Hugo supo que se detendrían en Narbona de camino a Barcelona. Era más que una simple parada para la noche; allí tendría lugar una negociación que quizá durara días. El Rey no sólo tenía las arcas vacías, sino que estaba siempre hipotecado por sus numerosas campañas bélicas; en general, más de prestigio que rentables. Necesitaba dinero para sus tropas y el arzobispo Berenguer de Narbona, su tío, era el mayor de sus prestamistas y a él acudía cuando estaba en apuros. No eran esos préstamos graciosos, sino que el arzobispo bien se los cobraba, quedándose por varios años con las rentas de algunos feudos del Rey y las recaudaba rigurosamente usando sus ejércitos privados, que habitualmente se excedían en la cobranza. No eran tanto los vínculos familiares lo que unía a tío y sobrino. Éste despreciaba el estilo del viejo, pero le necesitaba por el dinero, mientras que el arzobispo consideraba a su sobrino algo alocado por sus tendencias a ejercer de trovador y caballero antes que de hombre de Estado, pero también lo necesitaba. Sus relaciones con el papa Inocencio III eran pésimas. El Pontífice mostraba en público su desprecio por algunos de los altos eclesiásticos occitanos, pero en especial por Berenguer. El Papa había dicho: «Hombres ciegos, perros sordos que no ladran… que hacen cualquier cosa por dinero…, celosos en la avaricia, amantes de los obsequios, buscadores de recompensas. El principal causante de estos males es el arzobispo de Narbona, cuyo dios es el dinero, cuyo corazón está en su tesoro y que sólo se preocupa por el oro».

Pero no podía destituirlo tan fácilmente, porque el arzobispo tenía sus propias tropas y su sobrino, el rey Pedro II, le defendía. Hugo decidió no entrar en Narbona con el Rey. Había estado demasiadas veces allí como juglar y trovador, y no quería que se le reconociera junto al monarca. Además, deseaba regresar a Mataplana lo antes posible, obtener dinero para reunir una tropa de mercenarios, cruzar los Pirineos y reunirse con la resistencia occitana. Un rencor profundo le consumía y sólo la venganza, la sangre de los invasores, podría mitigar su tristeza desesperada.

Pidió licencia al Rey. Éste sabía de las intenciones del de Mataplana y también que la excelente información que le enviaba sobre los acontecimientos occitanos le sería de vital importancia.

–Id con Dios, mi buen Huget -respondió el monarca-. Cuidaos, que el odio no os ciegue. Sed prudente. – Señor, quiero pediros una merced.

–¿Cuál?

–El abad Arnaldo os ha ofendido y es el causante de innumerables desgracias. Es un hombre cruel, el agente del Anticristo.

Hugo se detuvo un momento y pensó en cómo frasear lo que seguía para que fuera aceptado por su señor.

–¿Y bien?

–Quiero vuestro permiso para matarle.

Pedro le miró sorprendido.

–Me infiltraré entre los cruzados -explicó el de Mataplana- y terminaré con él, aunque a mí me cueste la vida.

–No quiero su muerte a cambio de la vuestra.

–Encontraré sicarios.

–No, Huget -repuso el Rey-. Soy vasallo del Papa. Le debo fidelidad. No puedo causar la muerte de su legado por mucho que éste me desagrade.

–No seréis vos la causa. Yo tengo mis propios agravios.

–Escuchad -el Rey usaba un tono paternal-: todos saben el alto aprecio que le tengo a vuestro padre y también a vos. Si cometéis tal crimen y se os reconoce, las culpas caerán en mí. Dirán que me vengo de las ofensas que el legado me causó. Recordad que el inicio de la cruzada fue un episodio semejante. Entonces, los eclesiásticos dijeron que el culpable era el conde de Tolosa; fue excomulgado e ingeniaron un entramado de infamias y mentiras para orquestar una cruzada contra él.

–Una cruzada que después usaron contra el vizconde Trencavel -recalcó el caballero.

–Oídme -dijo el Rey en tono enérgico sin reparar en el comentario de Hugo-. Vuelvo a mis tierras dolido, airado y triste. Algún día tomaré venganza por el vizconde Trencavel, por Béziers, por las ofensas de Arnaldo. Pero ese día no ha llegado. No apoyaré ahora el asesinato del abad del Císter. Otros hay sobre los que podéis dejar caer vuestra espada.

–Sí, mi señor.

–Id con Dios, Huget. Saludad a vuestro padre y cuidad de vuestra vida.

Y Hugo de Mataplana, después de despedirse de sus camaradas, picó espuelas hacia el sur. Deseaba impaciente entrar en combate.

«Le prédicateur de la foi, Phomme de toute sainteté.»

[(«El predicador de la fe, el hombre de toda santidad.»)]

Fierre des Vaux-de-Cernai refiriéndose a Domingo

Prouille

Pasamos dos días descansando en aquel prado, curando nuestras heridas. Las del corazón eran mucho más profundas que las físicas, aunque a veces la tristeza dejaba paso a alguna sonrisa. Al amanecer del tercer día, preparamos nuestros bártulos y nos pusimos en camino hacia Prouille, que según mis noticias debía de estar muy cerca de Fanjeuax. Yo sentía que no todo estaba hablado, que nos quedaba mucho por decir, por sentir.

Acordamos que, para mi seguridad, yo continuaría aparentando ser un paje y que ayudaría a Guillermo en la búsqueda de los fardos de la séptima mula. Sentía una gran curiosidad por esos documentos, que aparentaban ser motivo secreto para la cruzada, y me preguntaba si tendrían algo que ver conmigo. No había razón para que Guillermo manifestara abiertamente su rebeldía con respecto al abad del Císter, de manera que fingiría continuar, de momento, bajo la obediencia de éste y al servicio de los Montfort y la cruzada.

Nuestras miradas se encontraban con frecuencia durante el camino. Él sonreía y yo devolvía la sonrisa, y muchas veces sentía el rubor en mis mejillas al recordar aquel beso. Ambos sabíamos que era el único que nos daríamos, pero ninguna regla de la Fin'Amor rompíamos recordándolo con placer.

No mencionamos en ningún momento los documentos que los templarios nos dieron junto a la comida. Estaban en un bulto que Guillermo ató en el interior de su escudo, que colgaba de la silla de montar. Era un acuerdo tácito. Había que serenarse antes de abordar de nuevo la búsqueda del «testamento del diablo».

A media mañana llegamos al campamento en Carcasona. No había habido ninguna acción guerrera desde la toma del burgo de San Miguel. Los cruzados se limitaban a esperar confiados en la sed de los sitiados y se decía que el vizconde pronto se vería obligado a negociar.

Nos aprovisionamos para varios días de camino despojándonos de las enseñas de los Montfort y de las de cruzados; nos adentraríamos en territorio hereje y los lugareños no miraban con simpatía a los invasores. Prouille era un pequeño caserío en un cruce de caminos desde donde se divisaba a poca distancia, encaramado en una colina, Fanjeaux, pueblo amurallado cuya nobleza era mayoritariamente cátara.

Llegamos a Prouille al atardecer del mismo día en que salimos de Carcasona. Era un grupo de casas rodeadas por unos muros precarios que más parecían tapias. Una pequeña iglesia y una torre que en sus tiempos debió de servir de defensa, pero que ahora eran los restos de un molino de viento, quizá de los que el vizconde Trencavel ordenó destruir, dominaban el conjunto.

El lugar, en ruinas cuando fue donado a los castellanos Diego, obispo de Osma, y a su diácono Domingo hacía pocos años, había sido parcialmente reconstruido y acogía a un grupo de muchachas católicas, antiguas cátaras algunas. La superiora nos recibió con una gran sonrisa y amabilidad, más aún al identificarnos como católicos que veníamos buscando a fray Domingo.

–Ese hombre o es loco o es santo -nos confió sin que su sonrisa menguara-. Nos tiene muy inquietas. No podemos convencerle para que deje los caminos y su predicación, aunque sólo sea temporalmente. Antes, cuando llevaba la palabra del Señor a lugares de herejes, y a pesar de que él siempre fue muy respetado, había quien le insultaba. Ahora las gentes están asustadas, pero también llenas de odio desde que llegaron las noticias de lo que los cruzados hicieron en Béziers y es frecuente que le arrojen barro seco y piedras. Se arriesga a que le maten en cualquier recodo del camino. Pero eso a él no le importa -nos guiñó un ojo-. Y no está loco; es santo.

Nos dijo que había ido a predicar a Mirepoix, donde casi todos eran cátaros, y que igual podía aparecer de regreso el día siguiente como dentro de tres o cuatro. Nos acogieron por la noche y al amanecer del día siguiente partimos en su búsqueda hacia Mirepoix.

El paisaje era accidentado, con colinas ondulantes que hacían que el camino tuviera numerosos recodos. Por eso le oímos antes de verlo. Venía cantando algún tipo de salmodia en latín junto a su socium, el fraile que le acompañaba.

Era de estatura media, delgado, cercano a los cuarenta y de ojos oscuros. El poco cabello que tenía, después de una gran tonsura que le dejaba casi todo el cráneo al descubierto, le asemejaba a un santo de pintura al que se le hubiera caído encima la corona, sólo que la suya estaba hecha de pelos castaño rubio. Su tez era muy morena, ya que pasaba mucho tiempo a la intemperie y, por amor a Dios, no se cubría ni cuando el sol le asaba los sesos ni con lluvia ni granizo. Andaba descalzo y su túnica era de lana cruda, llena de retazos y remiendos. Tan pobre indumentaria se completaba con una capa negra y un cinto de cuerda con tantos nudos como votos había prometido, en el que llevaba un fardillo de tela que protegía el Evangelio de San Mateo y las cartas de San Pablo, únicos valores que portaba junto con una navajilla para cuando comía. No tenía donde llevar ni dinero ni provisiones; de hecho, no le preocupaban en absoluto, ya que comía de lo que le daban, si se lo daban, siguiendo las palabras de Jesús a los apóstoles cuando les dijo que no se inquietaran por su sustento, ya que no lo hacían los pájaros del cielo y que el Señor les proveería. Un báculo rústico en el que llevaba atado en la parte superior un travesaño a modo de cruz completaba su escaso equipaje.

Guillermo me comentó con posterioridad su sorpresa al verle de aquella guisa, sabiendo que el personaje provenía de una familia noble castellana emparentada con la realeza y que su educación filosófica, eclesiástica y lingüística superaba a la suya. Más impresionado quedó aún al ver la sonrisa con la que nos dio la bienvenida tan pronto nos vio. Una aureola de paz y felicidad parecía envolverle contagiando a quienes estábamos cerca.

Le dijimos que veníamos en busca de su consejo y confesión, sorprendiéndose de que hubiéramos hecho tanto camino por su persona. Era él quien acostumbraba a hacer camino al encuentro de las almas.

Era casi mediodía. Les ofrecimos compartir nuestra comida y aceptaron, Domingo serenamente y su socium, un muchacho joven de aspecto y modos que pretendían imitar a su maestro, con ansia. Luego supimos que andaban en ayunas desde la noche anterior, en que sólo un mendrugo seco tuvieron de cena.

–Así que vos vinisteis con la cruzada -preguntó Domingo comiendo pausado, sin la prisa de su compañero.

–Sí, padre -respondió el caballero.

–Decidme, ¿es cierto lo que se cuenta sobre la matanza de Béziers? – inquirió dejando de sonreír.

Guillermo se quedó mirándole, dudando cómo abordar el tema, pero yo no me pude contener.

–Fue horrible, padre -dije con lágrimas en los ojos-. Asesinaron hasta a los sacerdotes católicos vestidos con sus ropajes de misa mayor en las iglesias. Intentaron proteger a los fieles, pero les mataron primero a ellos y después a todos los demás. No quedó nadie vivo en la ciudad.

Domingo dejó de comer, se santiguó y, cerrando los ojos, se mantuvo en silencio.

Cuando los abrió estaban húmedos y se lamentó:

–Dios me perdone por no haber podido evitarlo.

–¿Evitarlo? – se extrañó Guillermo-. ¿Cómo habríais podido evitarlo?

–Esforzándome más, siendo más elocuente, dando mejores ejemplos, convirtiendo a más herejes.

–¿Y cómo habría ayudado eso?

–Quizá el Papa no se hubiera sentido tan amenazado, quizá hubiera decidido que continuaran las predicaciones en lugar de ordenar que se tomaran las armas.

–¿Qué opináis de la cruzada?

–Yo soy católico y obedezco al Papa.

Una tos profunda, de lo más hondo del pecho de Domingo, interrumpió la conversación.

–¿Pero qué dice vuestro corazón? – preguntó el caballero cuando el fraile se hubo recuperado.

–Jesucristo, cuando lo llevaron preso, le dijo a Pedro que bajara su espada. Él no portaba armas. Yo sigo su ejemplo en todo lo que puedo -repuso Domingo pausado-. Dios es todopoderoso. Si hubiera querido terminar con romanos, judíos, musulmanes o herejes, lo hubiera hecho con cualquier plaga. No necesita a los cruzados.

–¿Estáis contra la cruzada?

Domingo le miró con ojos tristes.

–Pertenezco a la Iglesia católica y no puedo oponerme a las decisiones del Papa – dijo en voz baja-, pero estoy en contra del asesinato de inocentes, del dolor causado a nuestros semejantes, de la falta de caridad… Y estoy a favor de la humildad, de propagar la palabra del testamento imitando a nuestro Señor. Para defender la religión, no acepto otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la doctrina.

Guillermo observó que, mientras todos comían conversando, Domingo había dejado de hacerlo.

–¿No coméis?

–Haré penitencia por mi culpa en la cruzada.

–¿Más penitencia? – saltó el fraile joven-. Si apenas habéis comido nada en los últimos días. ¿Y esa tos?

–Todos estamos en las manos de Dios, hermano -repuso rápido Domingo con una sonrisa forzada-. Sólo él decide nuestro destino.

Se hizo el silencio mientras el socium aceptaba con una inclinación de cabeza.

–Padre, concededme la merced de vuestro consejo y confesión -pidió Guillermo visiblemente impresionado.

–Ruego al señor que me ilumine -repuso Domingo-. Y espero poderos ayudar.

El fraile y aquel curioso eclesiástico, que era a la vez mi caballero y mi amo, se apartaron para poder hablar en confidencia y yo continué comiendo junto al joven. El socium parecía tener un apetito insaciable. Me dije que el pobre no sabía cuándo comería de nuevo y que aprovechaba la ausencia de su maestro para resarcirse de la miseria.

–¡Qué admirable es fray Domingo! – comenté para darle conversación, preocupada porque no se atragantara con lo aprisa que comía.

Eso hizo que se detuviera a mirarme y, como si se le disparara un resorte, empezó a hablar entusiasmado.

–Nunca he conocido a nadie como él; es un santo. Siempre feliz, contento y predicando durante el día, cuando está con la gente, y rezando y mortificándose por Dios por la noche. No sé cuándo duerme, no le importa su cuerpo, sólo el alma. Siempre está dispuesto a debatir de igual a igual con los herejes. Ha tenido cientos de coloquios y polémicas con ellos.

–Es un ser especial…

–No sé cómo resiste -continuó el fraile-. Dios le ha tocado con su gracia. A veces, me hace pensar en esos cátaros que por ser más puros se dejan morir de hambre haciendo la endura.

–Los extremos se tocan. Quizá esté más cerca de ellos que de Roma -repuse irónica-. ¿No creéis?

El socium me miró como si no entendiera.

«Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti.»

[(«Yo te absuelvo tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»)]

Oración de perdón

Guillermo y Domingo anduvieron unos metros para refugiarse bajo la sombra de un frondoso roble, en un altozano donde se divisaba una sucesión de pequeños valles con viñedos en las laderas y campos de trigo en las zonas llanas. La siega había terminado tiempo atrás y la cosecha estaba a buen recaudo.

–¿Es verdad que rechazasteis un obispado? – inquirió Guillermo tan pronto se sentaron.

–¿Habéis visto algún obispo con unos pies así? – dijo el fraile levantándolos y moviendo los dedos mientras reía divertido-. ¿Así de descalzos, sucios y mugrientos? Yo soy un predicador, me gustan los caminos.

–Pero la cruzada se acerca y algún resentido os puede matar.

–Y entonces sería un mártir por Jesús, como los primeros cristianos.

–No sois como ninguno de los eclesiásticos que he conocido.

–Yo obedezco a la Santa Madre Iglesia, heredera de san Pedro, y a mi corazón. Éste me habla de hermandad, de predicación pacífica, de humildad y amor, tal como hizo el Salvador.

–Vos no podéis pertenecer a la misma Iglesia que el legado Arnaldo; no sois como ellos.

El fraile le miró con sonrisa de niño pillado en falta.

–La Iglesia es muy grande, hay espacio para casi todos y desde dentro yo intento empujar hacia el ejemplo de Jesús.

Guillermo contempló a aquel desarrapado que podría vivir en un palacio y lo hacía a la intemperie, y su aspecto descuidado de cuerpo y vestimenta, pero feliz. No pudo más que rendirse de una vez al encanto de aquel hombre sonriente que le miraba con caridad. Le pidió que le protegiera con el secreto de la confesión y una vez concedido éste, se relajó y le abrió su alma. Le contó su peripecia desde la propuesta del legado papal a la muerte del templario y el descubrimiento de Bruna.

–Es hermoso que el lobo que ha de devorar a la oveja se convierta en cordero para amarla -dijo Domingo mirándole radiante.

–La vi como un ángel, padre. Me he enamorado de ella y no puedo dañarla por mucho que me lo pida el legado del Papa. ¿Qué debo hacer? Además, maté al templario Aymeric, un verdadero hombre de Dios. ¿Cómo puedo borrar ese pecado?

–Hijo, cerrad vuestros ojos físicos y leed dentro de vuestra alma -repuso Domingo-. Hacedlo, hacedlo -insistió al ver que el caballero le miraba sorprendido-. Quedaos así un rato. ¿Qué os dice?

Guillermo se mantuvo un tiempo con los ojos cerrados, sentado en silencio con su espalda apoyada en el tronco del roble. Sólo oía el piar de los pájaros y el murmullo del aire agitando las hojas. Al principio, nada le venía a la mente, sólo notaba su corazón, al que la angustia apretaba como un puño.

Pero al cabo de un tiempo, serenándose, empezó a hablar:

–Me dice que debo cumplir el encargo del abad del Císter en cuanto a recuperar la carga de la séptima mula.

–Seguid, seguid -le animó Domingo.

–Que es un crimen, un pecado matar inocentes tal como hace la cruzada y que de esas culpas no puede absolver ni siquiera el Papa, porque son contra Dios.

El silencio de Domingo le animó a continuar:

–Y también que Bruna tiene alma de ángel. El Señor quiso salvarla en Béziers y fui yo su mano, e hizo que, a su vez, ella intercediera en Douzens por mí, que me rescatara de las llamas eternas cuando se juzgaba mi alma. Pero por encima de todo me dice que la amo con locura. Mi espada la protegerá, mi corazón la amará y yo le obedeceré.

Cuando se hizo el silencio, Domingo no habló. Tenía los ojos cerrados. Callado, Guillermo sintió la paz dormida del mediodía de agosto y descansando bajo la sombra del roble contempló sereno las colinas pardas, las laderas verdes de vides madurando su uva y los campos de mies con rastrojos dorados. Al fin, el fraile, que parecía dormido, suspiró y dijo:

–Que así sea. Arrodillaos, hijo.

Guillermo obedeció mientras Domingo se levantaba.

–No os preocupéis del comendador Aymeric. Vos no quisisteis matarle. Yo lo conocí; era un guerrero, fiero, pero recto. Ha sido el instrumento de Dios para haceros ver el camino. Bendecid al Señor y rezad por él. Vuestra penitencia será siete padrenuestros y cumplir con lo que vuestro corazón os pide. Dios os habla en él.

El franco recordó que, al usar el templario Aymeric aquel mismo argumento, él le había acusado de hereje agnóstico. Esta vez humilló su cabeza, callando.

Ego te absolvo a peccatis tuis -dijo el castellano, y le bendijo con el signo de la cruz- in nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti.

Amén -repuso Guillermo sintiendo una paz profunda.

«Véalo el Criador con todos sos santos yo más non puedo e amidos lo fago.»

[(«Júzguelo el Creador junto a todos sus santos, que otra cosa no puedo hacer y a mi pesar lo hago.»)]

Poema de Mío Cid

Cuando Domingo y Guillermo se reunieron con nosotros, el caballero parecía otra persona, se diría que se le hubieran pegado la sonrisa y la paz que emanaba el fraile.

Al despedirnos, quise dejar a los predicadores algunas provisiones, pero Domingo se negó contundente mientras su socium miraba melancólico los panes dorados regresando a nuestras alforjas.

–He visto a Dios en su mirada -me confió Guillermo cuando tomamos el camino de regreso.

–También le visteis en los ojos de Aymeric, el templario -aproveché que, para mi alivio, parecía contento-. Esas visiones se os están haciendo costumbre.

Guillermo se rió de buena gana.

–Pero eran distintos. El del templario era el Dios juez, el del castigo; el del fraile era el Dios de la caridad, el del perdón.

–¿Cómo es posible que vos, un cruzado, creáis en dos dioses? Igual que los cátaros -repuse también riendo-. Me oléis a hereje.

Él volvió a reír.

–Y también veo a Dios al contemplar vuestros ojos verdes.

–Definitivamente, sois hereje.

–No, no soy hereje -repuso mirándome intensamente-, sólo que os amo.

–¿Cómo podéis amarme si siempre me habéis visto con ese aspecto descuidado, de muchachito?

–No necesitáis ni ropas ni aceites -sus ojos en mí provocaban escalofríos-. Sois bella por dentro, lo sois por fuera y vuestra voz, vuestra sonrisa…

Se puso serio y, como nuestros caballos iban al paso, se acercó un poco para poner su mano sobre la mía.

–Sois un ángel de Dios y yo, un loco humano que se atreve a enamorarse de algo divino.

A esas alturas de la conversación ya me había ruborizado hasta la raíz de mis cabellos. El caballero era seductor, demasiado, y yo deseé cambiar de tema. Me producía gran placer, pero no estaba acostumbrada últimamente a tales halagos, ni a esa proximidad física, ni a que alguien me requebrara…

–Quizá todos tengamos un poco de Dios en nuestro interior, y eso que se llama alma sea una gota que refleja ese sol inmenso que es nuestro Señor -le contesté.

–Recordando la teología estudiada, eso también me huele a hereje -dijo él.

Sonreí e intencionadamente hice que mi caballo se apartara un poco, con lo que el contacto de nuestras manos se perdió.

–¿Y qué habéis decidido hacer? – inquirí.

–Voy a terminar la misión que me encargó el abad del Císter -y me miró pícaro-. Pero no temáis. Me refiero a la búsqueda de la carga de la séptima mula. Quiero leer esos pergaminos. Necesito saber los porqués que encierran. En cuanto a la Dama Ruiseñor, matarla no era asunto mío, sino de mi primo y Guillermo de Montmorency os defenderá con su vida, tal como os prometí.

En silencio degusté aquellas palabras maravillándome de cómo había cambiado nuestra relación en sólo horas.

–Me muero de impaciencia por leer de una vez la carta del templario Aymeric – dijo él al rato-. ¿Contendrá la clave para encontrar la carga de la séptima mula?

Nos sentamos a la sombra de unos olivos y de inmediato Guillermo desenrolló el pergamino escrito por Aymeric y se puso a leer el texto en latín. Aunque yo entendía un poco, se detenía a tramos a traducírmelo. Quise contener mi emoción al escuchar aquellas palabras, las últimas de mi padrino, pero a duras penas lo conseguía.

–Caballero Guillermo de Montmorency: yo estaré muerto si leéis esto – empezaba-. Dios me acoja en su seno, a Él entregué mi vida desde muy joven y por su voluntad muero. Nada tengo que reprocharos, puesto que yo le pedí al Señor que fuera juez. Él dio su veredicto en la ordalía y vuestra espada lo ejecutó. Sois, pues, digno de lo que me pedisteis, aunque yo no lo creyera, y os lo doy, muy a mi pesar, porque otra cosa no puedo hacer. Cumplo la voluntad de Dios, que me juzga, y no la del legado Arnaldo, que llena de oprobio con su cruzada a los verdaderos católicos, y más a los que hemos luchado en Tierra Santa. Paso a cumplir aquí, por la salvación de mi alma y obediente hasta después de la muerte, a mi Señor lo prometido:

Mi religión, mi sacrificio, me hizo digno de compartir un hermoso secreto que sólo algunos caballeros del Temple y unos pocos nobles seglares conocemos. Prometimos protegerlo a la espera del momento de manifestarse. Y uno de ellos, traidor y cobarde, cediendo a las presiones de Roma, entregó a Peyre de Castelnou los manuscritos que custodiaba y que habían sido recopilados en Tierra Santa y Occitania por generaciones de sus antecesores juramentados.

Ese traidor es el conde de Tolosa. Al saber que esos legajos eran moneda de cambio, partí hacia Saint Gilles al frente de un grupo de los míos. No podía confiar en los hermanos del Temple del lugar ni en los de las encomiendas vecinas, ya que ellos pertenecen a un grupo mayoritario dentro de la Orden al que nosotros, los juramentados, nos enfrentamos. Nuestra intención era recuperar los documentos en la primera ocasión propicia, con violencia mínima y sólo unos pocos, camuflados para que no se nos reconociera, intervendríamos en el asalto. Pero mientras uno de los nuestros vigilaba a distancia y los demás esperábamos emboscados, ocurrió el asesinato del legado y el robo de la séptima mula. Los ladrones iban confiados en la sorpresa del ataque y en la velocidad de sus caballos, que las mulas de los frailes nunca podrían alcanzar.

No contaban con nosotros, pero como los asesinos eran caballeros armados, tuve que hacer intervenir a todos los nuestros para arrebatarles la mula.

Custodié en Douzens esos legajos, llamados de Sión, hasta que la cruzada empezó a avanzar hacia el sur. El maestre de la Orden del Temple, obediente al Papa y hermanada con los cistercienses, cuyo abad general es Arnaldo, prometió apoyar a los cruzados aunque sin intervenir, ya que nuestra misión es en Tierra Santa.

Los juramentados que antes mencioné, nos denominamos caballeros de Sión y nos oponemos a esa cruzada en tierra de cristianos. Los de Sión no obedecemos ciegamente al Papa, ya que muchos pontífices han sido indignos de tal altísima posición. Nuestra Orden es secreta y también lo es nuestro gran maestre. Por eso yo he ocultado mi condición y, aunque en apariencia estoy sometido al Temple, obedezco sólo a Dios y a Sión.

Así pues, el riesgo de que se descubriera que yo custodiaba los legajos y se me ordenara entregarlos al legado Arnaldo, como vos pretendéis ahora, era demasiado alto.

Carcasona era vulnerable a la cruzada, así que decidí que lo más prudente era enviarlos a Cabaret, cuyo castillo, entre gargantas profundas y los escarpados de la Montaña Negra, es casi imposible de asaltar.

Allí encontraréis lo que buscáis si el Señor continúa favoreciéndoos.

Orad por mi alma.

Yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me arrodillé a rezar. Guillermo hizo lo mismo.

–¿No es Cabaret donde vive la famosa Dama Loba de Pennautier? – me interrogó cuando, acabados los rezos, y me vio más serena.

–Sí -repuse-. Es la dama occitana que por su gracia y belleza más aclaman los trovadores. También es llamada Dama Grial.

–Es territorio enemigo a la cruzada. De nada me valdrá el salvoconducto del legado papal -reflexionó Guillermo-, pero si nos presentamos como juglar y trovador, incluso en este tiempo de guerra, nos recibirán bien. ¿No creéis? Afirmé con la cabeza.

–Eso haremos. Ahora me sois indispensable. ¿Me ayudaréis?

–Ya os dije hace unos días que sí. Mantengo mi palabra -repuse.

Mientras, pensaba que tampoco tenía otra opción; si en algún lugar podía encontrar yo seguridad, ése era Cabaret. El poderoso abad Arnaldo representaba la muerte. Ahora se encontraba sitiando Carcasona y precisamente dicha ciudad estaba en el camino de Cabaret. Con un suspiro me pregunté dónde estaría Hugo.

«N'Uget, ben sai, s'ieu moría, c'atretan en portaría co.l plus ríes reís q.el mon sia.»

[(«Señor Huget, bien sé que, si yo muriera, tanto conmigo me llevara como el más rico rey de este mundo.»)]

Respuesta de Reculaire en la tensó de Hugo de Mataplana

Mataplana

Hugo abandonó la comitiva cuando ésta dejaba el curso del río Aude para dirigirse a Narbona. El camino más fácil hubiera sido cruzar la ciudad y después el puente sobre el río que la unía a su burgo, que, situado en la orilla contraria, era ya casi tan grande como la ciudad misma. Pero en su afán de no ser identificado con el séquito real buscó un vado, fácilmente practicable en agosto, que conocía.

Retomó el camino a Perpiñán unas millas más al sur de la ciudad y, una vez cruzados los Pirineos, se encaminó a Ripoll y de allí a su casa. El castillo de los Mataplana se encontraba en las estribaciones de la vertiente sur de los Pirineos, protegido de los vientos fríos del norte y rodeado de una naturaleza escarpada pero generosa. Era un hogar de trovadores y guerreros, lo habían sido por varias generaciones en las que la familia había cantado al amor, a la guerra, se había mofado de sus rivales y llorado a sus amigos muertos, siempre acompañada de un instrumento musical. También batallaban con frecuencia con los vecinos y servían fielmente, espada en mano, al conde de Barcelona y descendientes.

Contemplando los lugares familiares del camino, Hugo se dijo que no era ya el mismo hombre que anduvo aquella ruta en sentido contrario. Salió en su último viaje componiendo mentalmente un serventesio mientras tarareaba en busca de la música apropiada. Incluso, a lomos de su caballo, cuando la ruta era tranquila, descolgaba su guitarra para acompañarse cantando algo nuevo que bailaba en su mente. La primavera vencía al invierno cuando partió hacia Béziers y, entre las flores que pronto brotarían, una creció en su corazón. El amor por Bruna. No había terminado aún el verano y aquel corazón se había tornado en una piedra negra que albergaba odio. Y sufrimiento. No podía apartar de sus pensamientos la sonrisa de aquella damita ni la mirada dulce de sus ojos verdes. Ya no pensaba en canciones. Lo hacía en hierro y sangre. En venganza.

A pesar de que su señor el Rey le había prohibido hacerlo, veía aquella imagen una y otra vez: él acuchillando al abad del Císter. Disfrutaba con ese pensamiento. Cerraba los ojos para oír el grito agónico y ver la sangre. Quizá encontrara la forma de hacerlo sin comprometer a su señor. Y si no la encontraba, al menos sí sabría cómo acabar con muchos de aquellos cruzados.

Aun con el corazón triste, fue hermoso regresar a Mataplana y recibir el abrazo de madre, padre, de familia y allegados. También de Reculaire, el juglar que cantaba las canciones de Hugo de Mataplana, el padre, por toda la región. Reculaire recibía su apelativo por la habilidad, que sorprendía tanto a campesinos como nobles, de hacer un salto mortal de espaldas. Ya con la edad no practicaba tal audacia con frecuencia, pero junto a otros malabarismos se la había enseñado a Hugo, el hijo, que había hecho buen uso de ella. A pesar de la poca cultura y aparente poco seso de Reculaire, Hugo le tenía un gran respeto y confianza. Fue un amigo cuando él era niño, porque con sus locuras y sandeces era capaz de ser niño cuando con ellos trataba. Y continuaba siéndolo porque, viendo el mundo con ojos distintos de los demás, siempre tenía algo sorprendente que aportar. Fue a él, compañero de infancia, a quien contó entre lágrimas la desventura del amor perdido.

–Sufrid y penad lo que preciséis -le respondió éste-. Volved a Occitania y matad a tantos cuanto podáis, sin que os maten. Cuando más crudo es el invierno, antes acaba. Pero, como en los campos de labranza, el invierno del alma prepara la primavera de ésta. Y en vuestro corazón volverán a crecer flores. Reculaire os lo promete.

Trató con su padre la contratación de mercenarios, pero éste se opuso.

–Los mercenarios trabajan por el botín y participan en la lucha cuando ven buenas posibilidades de vencer, saquear y conservar la vida -le dijo-. Por desgracia, hoy en día, son los occitanos las víctimas fáciles para obtener botín. Los cruzados no son presa apetecible.

–¿Podemos pagar soldadas?

–La pequeña tropa que formaríais no cambiaría nada. Distinto sería que el Rey participara.

–Nuestro señor Pedro II quiere reservar sus ejércitos para la lucha contra el moro.

–Y está en lo cierto -coincidió el padre-. Los cruzados no amenazan Cataluña ni Aragón y, en la batalla contra los almohades, los Mataplana estaremos en primera línea, al lado de nuestro señor.

–¿Qué puedo hacer?

–Es una locura aceptar batalla contra un ejército superior en campo abierto, y el ejército cruzado es enorme. En unos días, cuando termine la cuarentena a que se comprometieron, la mayoría regresará a sus tierras, pero si para entonces han conquistado Carcasona, los que queden serán aún temibles.

–¿Sugerís golpes aislados?

–Exacto. Es una guerra paciente y no se puede hacer con mercenarios. Buscad a quienes odien, a quienes quieran dar la vida por venganza o por recuperar lo que les han robado.

–¿Faidits?

–Sí, los arruinados, los desposeídos por la cruzada. Hay bastantes que han atravesado los Pirineos para refugiarse con amigos o familia. No será difícil formar un grupo. Debilitad al enemigo, quizá llegue un momento en el que el Rey quiera intervenir.

–Peyre Roger, el señor de Cabaret, resistirá -afirmó el joven Mataplana-. Nos uniremos a él.

–Id con mi bendición, Huget. Cumplid como el heredero de nuestro nombre y de nuestra águila bicéfala. Nuestro amigo Peyre Roger os acogerá bien. Llevadle a cambio de su hospitalidad poemas y canciones, tengo algunas nuevas para él y para nuestro amigo Raimon de Miraval.

Hugo no se detuvo mucho tiempo. Tan pronto consiguió reclutar un grupo con varios faidits, partió sin dilación hacia Carcasona, ignorando que, a su llegada, la ciudad habría caído ya en manos de los cruzados.

«Trastotz nutz s'en isiron a cocha d'esperon en queisas e en bragas, ses autra vestizon. No lor laicheren ais lo valent d'un botón.»

[(«Les expulsaron desnudos y a toda prisa, en camisa o en bragas, sin más vestido. No les dejaron ni el valor de un botón.»)]

Cantar de la cruzada, III-33

Hicimos noche camino de Carcasona, pasado Montreal. Preferimos dormir en el campo antes que en el pueblo; con la cruzada a poca distancia, la gente estaba temerosa y recelaba de los extraños. Al día siguiente, al amanecer, desayunamos y emprendimos la ruta.

Pronto los vimos. Venían por docenas por el camino. Hombres y mujeres, descalzos, la cabeza descubierta bajo el sol de agosto, con tan sólo una camisa por vestido. Algunos hombres, en lugar de camisa, llevaban un calzón, exponiendo su torso a la intemperie.

–¡Por el amor de Dios! – clamaron al vernos-. ¡Dadnos pan!

Instintivamente, eché mano a la alforja para socorrerles, pero Guillermo me detuvo.

–¿De dónde venís? – les preguntó-. ¿Quiénes sois?

–Somos villanos de Carcasona.

–¿Qué ocurrió? ¿Se tomó la ciudad al asalto?

–No. Carcasona se rindió y todos hemos sido expulsados. Allí no ha quedado nadie, ni ancianos ni mujeres ni niños -dijo un joven en calzones-. No han dejado que nos lleváramos nada de lo nuestro, ni siquiera comida. Sólo podíamos salir vistiendo unas bragas o camisa. Nada más.

–¡Pero al menos no os degollaron! – exclamé aliviada.

–Esto es incluso peor -clamó una muchacha que llevaba una camisa que apenas le cubría el inicio de las piernas e intentaba taparse como podía-. ¡Es también un asesinato, pero más lento! Todo el campo está arrasado hasta muchas millas de la ciudad. Nosotros somos jóvenes, podemos andar rápido y tenemos familia en Fanjeaux, quizá podamos llegar y sobrevivir, pero la mayoría no tiene dónde ir, ni qué comer y están debilitados por la sed y las enfermedades sufridas en el asedio. Morirán vagando por los caminos.

–¿Qué ha sido del vizconde Trencavel? – inquirí.

–Un caballero francés que decía ser familiar suyo le invitó a negociar, garantizándole su seguridad. La situación en la ciudad era desesperada, por eso lo hizo; confiaba en el honor de los nobles, pero al llegar al campo cruzado, le encarcelaron. Entró por su voluntad a la tienda del conde de Nevers y salió cargado de cadenas. Fue una infamia, una traición. No creemos que llegara a negociar nada. La ciudad no podía resistir más y, sin su señor, capituló.

–¡Dadnos algo de comer! – suplicó el joven.

Entonces me di cuenta de que más refugiados estaban llegando a nuestra altura y que Guillermo había desenvainado la espada amenazándoles.

–¿Qué hacéis? – inquirí sorprendida.

–Dadles sólo algo y alejémonos de aquí.

Busqué un trozo de pan cortado y se lo ofrecí a la muchacha, que lo arrebató con desesperación.

–¡Vamos! – dijo Guillermo, y espoleando mi caballo, le seguí.

–El resto del camino será muy peligroso -me aleccionó-. Nos encontraremos a miles de personas hambrientas, sin nada, desesperadas, con hijos muriéndose. Hasta el más pacífico mata por su familia, por sobrevivir. Nuestros caballos son un manjar, cualquier cosa de lo que llevamos encima les será de valor.

Nos detuvimos para vestirnos de combate. Guillermo se puso el protector de cabeza, luego el casco y me pidió que yo también me pusiera el mío y la cota de malla. Llevaba el escudo en el brazo y la espada lista para desenvainar. Me hizo que partiera el pan del zurrón en varios trozos. Acordamos que podíamos resistir sin comer hasta Carcasona y aceptó que repartiera las provisiones a aquellos que más pena me dieran, pero siempre sin ponernos en peligro.

–Aunque los grupos son más peligrosos, no dejéis que se os acerque nadie, por muy solo que lo veáis.

Cuanto más avanzábamos, más refugiados llegaban. Todos pedían comida; era angustioso. Sobre todo cuando empezamos a ver gente mayor, familias de andar lento. Suplicaban por sus hijos y yo lanzaba desde lejos lo que llevaba en mi zurrón a los que veía con niños pequeños. Aquellas súplicas, aquellas escenas me partían el corazón.

De repente, noté un tirón y vi que un hombre corpulento, vestido con camisa, había cogido las riendas de mi caballo mientras pedía comida. Clavé las espuelas en el animal, tratando de escapar, y éste se encabritó.

–¡Lo tengo! – gritó el hombre sin soltar las riendas-. ¡Lo tengo!

Y vi como unos cuantos se abalanzaban sobre mi montura. El caballo se puso a dos patas de nuevo. Entonces, volví a clavar espuelas e intenté encontrar mi espada. Quería mantener el equilibrio, mientras notaba que alguien tiraba con fuerza de mi pierna para descabalgarme. Mi corazón latía aterrorizado.

–¡Fuera de aquí! – gritó Guillermo, que, girando su montura y espada en mano, se vino en mi ayuda. Pero yo veía a muchos más corriendo hacia nosotros mientras aguantaba, como podía, montada. Estaban desesperados y ni a ellos les intimidaba la amenaza, ni el caballero se detuvo. La primera estocada hizo que el tipo corpulento soltara las riendas para escabullirse, pero Guillermo continuó cargando sobre los que tenía a mi izquierda y oí un alarido de dolor. Al sentir entonces mi caballo más libre, lo espoleé de nuevo, y avanzó unos metros arrastrando a los que le sujetaban de la cola. Éstos, viéndose venir a Guillermo encima, lo soltaron y fue entonces cuando noté un golpe en mi espalda que casi me derriba y un gran dolor que me hizo soltar un lamento. Clavé de nuevo las espuelas y el caballo se lanzó hacia delante, a un claro donde no había nadie. Oí un chasquido seco en el escudo de Guillermo, mientras algo volvió a impactar en mi espalda; nos lanzaban piedras. Cuando una rebotó en mi casco pensé que perdía el sentido y suerte tuve de que el de Montmorency, viéndome desconcertada, agarró las riendas de mi bruto y tirando de ellas, pudo sacarme del trance.

–Debemos llegar a Carcasona, es el único sitio seguro ahora -me dijo, lejos del camino, una vez recuperamos el aliento-. En esta situación no podemos pasar otra noche al descubierto.

Reemprendimos aquella jornada de pesadilla con las espadas en la mano y amenazando a los que venían pidiendo. Al poco, empezamos a ver grupos detenidos al lado del camino. Eran familiares desfallecidos, moribundos. Pasábamos al trote cuando veíamos a varios juntos, para que no pudieran detenernos, pero era inevitable ver. Los niños me hacían llorar. Se me partía el corazón y apenas veía con los ojos húmedos. A pocas millas de Carcasona nos encontramos con los primeros cruzados, eran infantes de las mesnadas de los nobles que, armados con varas, obligaban a los rezagados a alejarse cada vez más de la ciudad. Al identificarnos, nos franquearon el paso y nos dieron la noticia:

–Hoy, Simón de Montfort ha sido proclamado vizconde de Carcasona, Béziers y Albí.

Miré sorprendida a Guillermo, pero éste ni se inmutó. A partir de este momento ya pudimos andar tranquilos el camino, pero los cadáveres que jalonaban la cuneta de tramo en tramo me recordaban continuamente la tragedia. Aquello me hizo pensar en Béziers y las lágrimas, imparables, se escurrían por mis mejillas.

«Li abas de Cistel no cujetz que s'omblit lo compte de Nivers en a el somonit mas anc no i volc remandre ni estar ab nulh guit, ni lo coms de Sant Pol, que an apres cauzit.»

[(«El abad del Císter no estuvo ocioso y propuso al conde de Nevers (como señor de Carcasona), pero éste de ningún modo quiso quedarse, tampoco el conde de Saint Pol, al que después eligió.»)]

Cantar de la cruzada, IV-34