–Porque el legado papal, el abad del Císter Arnaldo, y mi tío, el vizconde de Carcasona, Béziers y Albí, comandante general de la cruzada, así os lo piden. Vos no podéis retenerlos, pertenecen al Papa.

–¿Y ellos saben que estáis aquí?

–Naturalmente.

–¿Y saben que yo tengo la carga de la séptima mula?

–Claro.

–¿Y que disfrazada como vuestro escudero se escondía Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor, a cuya cabeza el legado papal ha puesto precio?

–Bruna de Béziers murió en el asalto a su ciudad.

El arzobispo se puso a reír con carcajadas aparatosas. La inquietud de Guillermo aumentaba.

–Me estáis mintiendo. Ni el legado, ni Simón de Montfort saben que tengo los legajos; ni siquiera saben que estáis aquí -dijo cuando terminó su risa-. Así que puedo haceros desaparecer sin temor a represalias.

Guillermo comprendió que estaba perdido. Su única fuerza, el temor del arzobispo a los cruzados, se había desvanecido. ¿Cómo sabía Berenguer que actuaba sin que lo supiera el legado? Bruna nunca le habría delatado, no al menos voluntariamente. ¿La torturaron? Consideró la posibilidad de desenfundar su espada e intentar abrirse paso a mandobles hasta su caballo. Era hacer que le mataran; cualquier ballestero le podría ensartar por la espalda. Pensó que había un pequeño resquicio para la esperanza; quizá el arzobispo sólo intuyera lo dicho, quizá no lo supiera seguro y repuso:

–Claro que lo saben -mintió-. Les mandé mi último mensaje antes de entrar en la ciudad.

El arzobispo resopló y, a una seña suya, uno de sus eclesiásticos tiró de una cinta que hizo sonar una campanilla en la habitación contigua. Al momento, entró el cuerpo de guardia.

–Entregad vuestras armas ahora mismo -dijo Berenguer-. Sois mi prisionero. Ya veré qué hago con vos.

Guillermo obedeció, no sin antes advertir al arzobispo que se arrepentiría de aquello, y fue conducido a los sótanos del edificio donde se encontraban las mazmorras. Una luz de esperanza brilló en su oscuridad. ¡Al menos se encontraría con Bruna! Pero, para su desencanto, no vio ni rastro de la doncella. En lugar de eso, en el calabozo contiguo al suyo, pudo distinguir, maltrecho, a Renard, que le saludó:

–Buenos días, señor de Montmorency -mostraba su sonrisa desdentada-. ¡Qué alegría veros de nuevo! Al menos, podré hablar oíl con alguien.

Entonces, Guillermo lo supo todo. El arzobispo había capturado a Renard, que trabajaba para el legado Arnaldo; fue él quien le privó de argumentos al contarle al arzobispo todo lo que sabía. Y se dio cuenta de lo difícil de su situación.

Hugo no creía que Guillermo pudiera asustar al arzobispo, pero él carecía de un plan mejor y algo había que hacer para rescatar a Bruna. Encargó a un muchacho que le avisara cuando le viera salir del palacio arzobispal para dedicarse él a la única pista que le quedaba: Sara.

Comprendía ahora que fue ella quien informó en Béziers a los sicarios del arzobispo, y lo mismo hizo aquí. Era el enemigo. Pero él sabía arrancar confesiones hundiendo la punta de su daga en ciertos lugares del cuerpo. Precisaba saber dónde se encontraba Bruna y cómo se accedía al lugar… Sin duda, Sara conocía esa información y la haría hablar a cualquier precio, ya fuera a hierro o a fuego.

Inquirió a su amigo Yehuda, buscó por el barrio judío, pero la mujer no estaba en ninguno de los lugares de costumbre. Ni siquiera en el mercado adonde iba a vender por las mañanas. Había desaparecido. Y con ella toda esperanza.

Cuando pasado el mediodía su vigía apostado en la plaza de La Caularia le dijo que Guillermo llevaba horas sin salir, se le hizo un nudo en la garganta y otro en el estómago. Todo estaba perdido.

«O dist li quens "or sai jo veirement que hoi murrum per le mien escient".»

[(«Y dice: "En verdad lo sé: hoy será el día en que muramos".»)]

La Chanson de Roland, CXLIV

La visita de Berenguer me turbó tanto que apenas pude probar bocado del suntuoso desayuno que me sirvieron. ¡Qué relato demente! ¿Dama Grial? ¡Qué enorme chifladura! Aquel hombre estaba completamente loco. Pero continué rumiando y al cabo me dije que quizá eso resolviera el enigma de por qué el legado papal quería que yo muriera. «Podríais reclamar tronos, coronas y tierras, dijo el arzobispo, y eso, sin duda, amenazaba a muchos. ¿Habría algo real en esa historia?

Pero no tuve mucho tiempo para meditar. Al poco regresó Elie, mi secuestrador y mayordomo del arzobispo, junto a otros dos hombres armados y cortésmente me invitó a acompañarlo. A la luz de los candiles me condujeron por aquellos pasillos laberínticos con rumbo y destino desconocidos.

Varias veces nos cruzamos con unos extraños guardianes que parecían estatuas. Iban armados, su aspecto era ceniciento y afirmaban con la cabeza, sin hablar, al pasar nosotros. Eran parcos en movimientos, estaban erguidos y mis acompañantes no les dirigían la palabra. Al alejarnos, se quedaban allí, montando guardia en la oscuridad, y pensé que debían de ser algo lerdos para aceptar semejante trato. Pero, para mi mayor extrañeza, aquellos seres insólitos lucían unos curiosos signos en su frente. Eso aumentó mi sensación de que algo muy siniestro moraba en aquellos subterráneos y con ello creció mi aprensión. Tenía miedo. ¿Qué querrían de mí?

Cruzamos galerías, pasillos, arcadas, tomamos izquierda, luego derecha y después otro giro en un trayecto imposible de recordar, pero igual de oscuro y siniestro. Al fin llegamos a una amplia sala iluminada por hachones que pendían de las paredes. Lo primero que llamó mi atención fue un ejército formado por centenares de estatuas dispuestas militarmente. Vestían ropas de tela, mallas de acero e iban armados con escudos y espada. Estaban de espaldas a nosotros y me di cuenta de que entrábamos por una estancia de base rectangular de altura igual a su ancho y que desembocaba en otra bastante mayor y de proporciones semejantes. Cuando avanzamos, bordeando aquel ejército inmóvil, vi que en el otro extremo de la gran sala había otra tercera, idéntica a la primera. Todo guardaba una extraña cadencia, ya que el ancho de la mayor era igual al largo de las dos salas menores. Me dije que aquella arquitectura no era casual.

Los pasillos laterales a aquella tropa inmóvil estaban custodiados por los extraños guardas mudos que había visto en los corredores. Al llegar a la sala menor situada en el extremo opuesto, hacia donde la formación miraba, distinguí a Berenguer, a varios de sus soldados y a un grupo de hombres barbados tocados con un bonete y que lucían una túnica blanca de ceremonia. También el arzobispo vestía galas eclesiásticas, casulla, tiara y demás. A su lado vi a Sara; no me asombró su presencia.

Los hombres me condujeron hacia Berenguer y, entonces, me di cuenta de que a sus espaldas se alzaba un altar y tras él una cruz de madera.

No quise saludar a la judía, pero al cruzarme con ella me musitó al oído:

–Ya os lo advertí. Os dije que corríais peligro de muerte en Narbona -la miré a los ojos y ella clavó los suyos, febriles, en los míos. Me sujetaba del brazo-. Debisteis iros cuando aún podíais -añadió.

Semejante recibimiento me hizo desfallecer. Mis peores temores se confirmaban, pero Elie impidió que me detuviera y cuando él me tomó del brazo y tiró de mí hacia Berenguer, Sara me soltó del otro. Y así fui presentada al arzobispo.

–Bienvenida, dama Bruna -sonreía levemente-. Hoy es un día muy importante y vais a presenciar algo único; un ritual que sólo yo y mis acólitos somos capaces de practicar. Vos seréis la protagonista y la pureza de vuestra sangre se pondrá a prueba.

Entonces me di cuenta de que en uno de los extremos de aquella sala pequeña, había unas mesas con un caldero que cocía al fuego. Sus destilados se recogían a través de varios tubos y de éstos pasaban a alambiques y retortas de alquimista.

–¿Qué queréis de mí? – musité.

–Vuestra sangre.

Elie aún me sujetaba, pero de una sacudida me solté. Mis temores se confirmaban y supe que mi única oportunidad era imponerme gracias a su propia creencia.

–Si creéis que soy la Dama Grial, que mi sangre es la de Cristo, debéis respetarme. Y obedecerme. ¡Dejadme ir ahora mismo!

–También tengo yo sangre de Cristo y de reyes en mis venas. Recordad que somos parientes. Sólo que vuestra sangre es mucho más pura y la necesito.

–¡Os ordeno que me dejéis ir!

–Desnudaos.

–¿Qué?

–Que os desnudéis de buen grado o lo haréis a la fuerza.

–No os atreveréis con la descendiente de Cristo.

–Sara, Elie y los tuyos, desnudadla -ordenó Berenguer.

Hasta el momento había podido disimular mi miedo, pero entonces sentí terror. ¿Qué quería hacerme?

Me sujetaron y Sara me quitó la ropa hasta dejarme con sólo un paño que, sujeto a mis caderas, cubría escasamente mi pubis. No pude evitarlo, me puse a temblar. Me arrastraron a la cruz y vi, a sus pies, un martillo y unos largos clavos de hierro. Fue entonces cuando luché para soltarme. No pude. Me di cuenta de que pretendían crucificarme y que nadie me ayudaría. Sentí terror. La cruz se sujetaba al pavimento por una ranura en la que encajaba perfectamente. La sacaron de su base y la tendieron en el suelo. Me ataron a ella. Tenía un apoyadero y allí pusieron mis pies. Asieron mis brazos y aseguraron mi cintura con una cuerda. Cerré los ojos cuando vi que Elie cogía los clavos y el martillo.

–No la claves aún -ordenó Berenguer.

Sentí alivio, aunque momentáneo, porque aquello se puso en movimiento y noté que levantaban la cruz. Yo atada a ella. La colocaron de nuevo erguida en su ranura. La estancia pequeña, al igual que su simétrica del otro lado, se elevaba sobre el suelo de la mayor, pero sin llegar a su techo y, aunque la cruz no se destacaba en exceso, al abrir los ojos contemplé la panorámica general. El ejército pétreo en formación, con una de las figuras más adelantada, el grupo de Sara, Elie y los soldados, las retortas soltando vapores y los hombres barbudos, tocados de bonete, de pie a los lados del altar. En aquel momento se pusieron a cantar una salmodia incomprensible, que no era occitano ni latín. Fue entonces cuando el arzobispo, vestido de casulla, empezó a oficiar una extraña misa entre cantos y efluvios.

En un momento determinado, Berenguer tomó el cáliz, sacó una daga de su cinto y, acercándose a mí, me cortó en las venas de la muñeca derecha que mis ataduras dejaban al descubierto. Inmediatamente la sangre empezó a brotar abundante y él la recogió con el cáliz. Cuando tuvo suficiente, hizo un signo a Sara para que acudiera con una venda a detener la hemorragia. Yo me sentía desfallecer, más de angustia que de dolor. ¿Qué hacía aquel hombre?

Berenguer levantó el copón hacia mí y después, musitando oraciones o conjuros, lo hizo hacia la sala para depositarlo en el altar al tiempo que uno de los barbudos, el que parecía al mando, hacía lo mismo con otro cáliz en que había recogido los destilados de las retortas. Los cantantes callaron mientras el arzobispo mezcló el contenido de ambos recipientes en uno de los cálices y lo removió con un pequeño hisopo. Después, levantó la mezcla hacia mí declamando en latín.

Y repitió la maniobra mirando a la sala. A continuación, bajando los peldaños que conducían al ejército, se plantó frente a la estatua adelantada del resto y mojando el dedo en el contenido de la copa, trazó unos dibujos en su frente. El hombre de la barba depositó algo que parecía un trocito de pergamino en la boca de aquella figura y Berenguer le hisopó la cabeza. Después, le mojó en distintos puntos, de arriba abajo, empezando por el corazón y continuando con el estómago. Cuando se sintió satisfecho, vino de vuelta al altar, se arrodilló y levantó el cáliz hacia mí recitando más de aquellos rezos. Al fin, depositó el copón en el ara, se giró hacia la sala y, levantando la voz, pronunció unas frases en aquella lengua extraña, con una cadencia rítmica. Los hombres de las barbas las repitieron a coro. Al continuar Berenguer, ellos se unieron a él con una métrica constante. Pronto noté que había cuatro grupos que entraban repitiendo los mismos sonidos en momentos precisos y en distintos tonos. Era solemne; ahora amenazante, después suplicante, y, al fin, se concretó en un ritmo regular que lo fue llenando todo. Las voces de unos se sumaban a las de los otros. Era hipnótico, repetitivo y desde mi cruz sentía una vibración intensa, poderosa, que retumbaba en las paredes y crecía a cada momento inundando el espacio. Era energía de fuerza, energía de espíritu, y mi cuerpo se puso a temblar de nuevo como hoja sacudida por aquel viento diabólico. Pero no era yo la única cuyo cuerpo se agitaba. La figura a la que el arzobispo había mojado con el contenido del cáliz empezó a vibrar y con gran estrépito, el escudo que llevaba sujeto cayó por los suelos mientras aquello se zarandeaba de forma descompasada. No podía dar crédito a mis ojos. ¡Berenguer estaba dando vida a la estatua! No había sentido tanto terror ni cuando vi los clavos y el martillo al pie de la cruz. ¡Satanás se ocultaba detrás de aquello! Y yo era la víctima. Ya no temía por mi vida, sino por mi alma. ¿Iría al cielo siendo sacrificada en aquel aquelarre? Recé y recé sin que el temblor me dejara. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas al tiempo que un hilillo de sangre continuaba bajando desde la herida por mi brazo. ¿Qué hacía aquel nigromante con mi sangre? No quería ser parte de aquello, no quería que el contenido de mis venas diera vida al monstruo, y me preguntaba si sería cierto que yo era un ser especial. Rezaba de nuevo para que no ocurriera lo que iba a ocurrir. Pero pasó.

Los hombres de las túnicas y el birrete continuaban pronunciando las terribles palabras a coro mientras la vibración no cesaba, pero el arzobispo tomó de nuevo el cáliz y el hisopo y se acercó a aquella figura de espanto. Sopló y aquel cuerpo dejó de sacudirse para quedarse inmóvil. Entonces, Berenguer le roció en la cabeza con el hisopo mientras le decía:

–Yo soy tu creador y te bautizo con la sangre santa.

Lo pronunció alto y claro. Entonces me di cuenta de que los demás habían callado y el silencio era absoluto.

–Te llamarás Adán, porque eres el primero de tu especie. Y me obedecerás porque soy tu creador y tengo el poder sobre tu vida y tu muerte.

No hubo movimiento por parte de aquella cosa y el arzobispo se quedó mirándole. Era muy alto, bastante más que un hombre medio, y corpulento, muy corpulento.

–Te ordeno que me respondas. ¿Cómo te llamas?

Dejé de respirar para escuchar mejor y creo que todos los demás estaban igual de expectantes. Al final, una voz gutural respondió.

–Adán.

No podía dar crédito a mis oídos. Pensé que aquella voz había podido salir de cualquier lugar, aunque sonaba que provenía del ser. Entonces, Berenguer dijo:

–Adán, coge tu escudo y saca la espada.

Primero se inclinó lentamente y recogió la defensa del suelo, después, tomando velocidad en sus movimientos, desenfundó de un golpe. Su aspecto era siniestro, amenazante y seguro. Fue cuando el arzobispo llamó a aquellos otros seres extraños que montaban guardia en los flancos de la formación. Berenguer señaló a Adán y les dijo:

–Matad.

Después, ordenó al recién nacido:

–Acaba con ellos.

Aquellos entes mudos y torpes se acercaron a Adán. Trataban de rodearle mientras éste giraba sobre sí mismo, observándolos, protegido con su coraza. Parecía que ya lo tenían cercado cuando éste se abalanzó sobre uno de ellos, se cruzó para situarse a su espalda y, al hacerlo, descargó un golpe tan tremendo que rajó el escudo de su oponente. No había podido aún reaccionar el otro cuando girándose rápido Adán le lanzó por atrás un tajo en el cuello y, literalmente, se lo cercenó. Para mi asombro, aquella cosa en forma de guerrero se deshizo en un montón de tierra, de barro seco, dentro de sus ropas y malla de hierro.

No sólo el recién nacido se había librado del cerco y de uno de sus enemigos, sino que ahora estaba con la espalda protegida contra la pared. Los otros tres seres que quedaban no se detuvieron; con su paso cansino y algo renqueante, volvieron a acosar a su enemigo, que repitió una acción muy semejante; empujando con fuerza superior a otro de aquellos seres, se colocó detrás y desde ahí le atacó. Al poco, caía también éste.

–Deteneos -dijo el arzobispo al comprender que los dos que restaban no tenían posibilidad alguna-. Volved a vuestras posiciones.

–Es rapidísimo y mucho más fuerte; no son rivales para él -comentó uno de los hombres barbados.

Berenguer pensó unos momentos e interpeló a los soldados.

–Pagaré cien sueldos al que combata contra Adán.

Todos callaron.

–Ánimo. Dos a la vez; pagaré doscientos a cada uno.

Los soldados parecían encogerse y uno negó con la cabeza.

–Tres a la vez. Pago trescientos a cada uno.

Estaban aterrados, quizá tanto como yo. Aquel ser era hijo del demonio y luchaba como un verdadero diablo. Miré a la formación de sus semejantes inmóviles y cerré los ojos con fuerza para no imaginar qué podría hacer un ejército como Adán.

Una sonrisa de triunfo iluminó entonces el semblante del arzobispo, que exclamó mirando al hombre que lideraba a los barbudos:

–¡Lo conseguimos, Salomón!

Se acercaron para besarse en ambas mejillas.

–Vos seréis el nuevo rey judío de Septimania y yo, papa -afirmó Berenguer radiante.

«Enantes que yo muera algún bien vos pueda fiar.»

[(«Antes que yo muera, os de recompensar.»)]

Poema de Mío Cid

Llevaba un tiempo Guillermo en su mazmorra cuando oyó ruido de cancelas y el rumor de un grupo de gente que bajaba desde el palacio. Eran hombres de armas, el arzobispo y un grupo de judíos entre los que había una mujer que de inmediato pensó que sería aquella Sara que Bruna había mencionado.

Berenguer se detuvo frente al calabozo del franco, hizo que el carcelero acercara la luz del candil para verle y le dijo:

–Espero que estéis cómodo, arrogante jovencito de Montfort. Siento no daros una habitación más acorde a vuestro rango, pero tengo muchos invitados en el palacio.

El mayordomo soltó una carcajada y los soldados le secundaron. Sin detenerse más, continuaron hacia un oscuro arco al fondo del corredor que parecía llevar a las entrañas de la tierra.

–Así se resbale en un escalón y se parta la crisma -oyó decir a Renard.

Estaban en celdas contiguas y tenían al frente un carcelero que les vigilaba desde el pasillo, recostado en un banco. Aunque no se veían, sí se podían oír, pero los intentos para entablar conversación por parte del parlanchín Rey Ribaldo fueron vanos. En las pupilas de Guillermo estaba grabada la terrible imagen del faidit Isarn levantando su espada sobre el cuello de Bruna. Cerraba los ojos y aún podía ver aquella escena. Jamás la olvidaría en su vida.

–Yo soy quien peor lo tiene -le confió Renard a Guillermo-. Si el arzobispo ordena matarme, nadie se preocupará. Pero si os mata a vos, también me matará a mí para que no se lo cuente a vuestro tío. Y si mata a la Dama Ruiseñor, os tendrá que matar a vos para evitar vuestra venganza. Y claro, a mí también para que no hable. Así que es fácil que deje aquí mi pellejo.

Guillermo no pudo evitar una sonrisa ante la lógica del ribaldo, pero continuó sin hablarle.

–En cambio, estoy más que dispuesto a jugarme el cuello intentando escapar, e imagino que vos también -susurró Renard en voz baja a través de una grieta entre las dos mazmorras que dejaba pasar bien la voz. Guillermo no pudo evitar responder:

–¿Tenéis un plan? – musitó. Estaba seguro de que el carcelero no entendía la lengua de oíl, pero, aun así, prefería no arriesgarse.

–¿Conque ahora sí os dignáis a hablar con este ribaldo, verdad?

–¿Tenéis un plan o no? – insistió Guillermo.

–No, pero entre dos tenemos más posibilidades de pensar y de actuar -repuso Renard-. Además, en una celda más allá está mi amigo Pelet.

–¿Cómo sé que me puedo fiar?

–Ya os he contado que soy yo quien más peligro corre.

–¿Cómo sé que no me venderéis al arzobispo o al legado papal?

–El arzobispo no es cliente. No tengo nada que venderle. Fuera de la posada estaban apostados hombres suyos y me echaron el guante tan pronto logré saltar por la ventana. Me trajeron aquí y les conté todo lo que quisieron saber, sin resistirme a nada. Que vuestro escudero era Bruna de Béziers, la llamada

Dama Ruiseñor, que el legado papal quiere su cabeza y que ni él ni Simón de Montfort sabían que estáis aquí. Vamos, que actuáis por vuestra cuenta. Aun así, me golpearon, pero estoy acostumbrado a eso y me doy con un canto en los dientes de cómo he quedado.

–¿Cómo descubristeis a Bruna?

–Es una larga historia. Que os sirva que tengo muchos amigos y me cuentan lo que oyen cuando escuchan detrás de las puertas y las lonas de las tiendas.

–¿Qué trato tenéis con el abad Arnaldo?

–El abad del Císter y vuestro tío han sido muy cicateros con nosotros. Miles de los nuestros murieron, pero del enorme botín conseguido sólo nos dieron lo mínimo para sobrevivir. Quieren que seamos siervos, casi esclavos, aquí, igual que lo éramos en el norte. Pero cuando conoces la libertad, no hay vuelta atrás; al menos, no voluntaria. Al tomar Carcasona, se terminó el botín para este año. Nos han esquilmado; sólo nos dieron las migajas y ni siquiera yo, el rey de los ribaldos, pude apenas escamotear algo.

–Acortad. ¿Qué trato hay con el legado?

–Una casa decente en Carcasona y unos campos cercanos a la ciudad y viñas a cambio de la cabeza de Bruna.

–¿Y cómo sabéis que cumplirá?

–Juró por la salvación de su alma y teme al infierno, pero, aun así, todo negocio tiene su riesgo.

–¿Y si yo os doy más?

–Seré vuestro fiel servidor, en la salud y en la enfermedad, en la fortuna y en la desgracia, hasta que la muerte nos separe.

–Sois un sinvergüenza.

–Yo sí, pero vos sois un noble. Me fío de vuestra palabra. ¿Me daríais más que el abad?

Guillermo quedó en silencio. Siendo un Montfort, tendría patrimonio más que suficiente de su parte en el botín de Carcasona para comprar al ribaldo, pero, aun así, la palabra dada a la chusma no valía demasiado para un noble. Tenía poco que perder y mucho que ganar si aquel hombre, que había demostrado tener todo tipo de recursos, le apoyaba. Además, era improbable que lograran escapar. Poco le costaba prometer.

Entonces, algo distrajo su atención. Una vibración extraña parecía sacudir las paredes del subterráneo e iba creciendo.

–¿Me dais más? – insistió Renard.

–¡Callad! ¿No notáis algo extraño?

En el silencio, el temblor se hizo perceptible y tomó una frecuencia más constante. Parecía que, incluso, llegaban murmullos muy lejanos a través del arco oscuro que conducía a aquel profundo más allá. Guillermo vio que el carcelero se había levantado inquieto, palpando las paredes. La llama de su lámpara de aceite parecía sentir la vibración y parpadeaba, haciendo que las sombras oscilaran.

–¡Válgame la santa Virgen María! – exclamó Renard-. Ése es el arzobispo haciendo sus brujerías.

Se mantuvieron todos en absoluto mutismo mientras pretendían adivinar por el sonido, la vibración y la escasa luz de la lámpara lo que ocurría en las profundidades. Al fin aquello se detuvo y su aprensión aumentó.

Al rato, oyeron ruidos abajo y la comitiva apareció de nuevo, pero ahora venía con más soldados, que portaban unas parihuelas. Guillermo se acercó a las rejas, aunque el arzobispo, que marchaba ufano, no se dignó a hablarle. Entonces, su corazón se encogió cuando vio a quién llevaban. ¡Era Bruna!

–¡Bruna! – gritó pegándose a los barrotes.

Un movimiento de la dama, cuyos blancos brazos se mostraban fuera de las cobijas que la cubrían, probó que estaba viva y un gesto de su mano, que había reconocido su nombre. Pero nada dijo, desapareciendo la comitiva escaleras arriba hacia el palacio.

Guillermo se desesperó.

–¡Tenemos que salir de aquí, hay que ayudarle!

–¿Me dais más? – repuso Renard.

–¡Sí que os doy más! ¡Maldito seáis! Pero haced que salga de aquí.

–Escuchad bien, acercaos a la grieta.

Ambos estaban en la oscuridad, puesto que la luz del candil alumbraba pobremente la zona del guardián. Éste no les podía ver, pero en aquel silencio sí podía oír su cuchicheo, y ambos intentaron hablar lo más quedo posible.

–Nuestra única posibilidad es sorprender al carcelero. Las llaves cuelgan de la pared y, si consigo que se acerque lo suficiente, le puedo agarrar del cuello a través de los barrotes. Lo haré del lado más próximo a vuestra celda para que vos, mientras yo le entretengo, le arrebatéis, a través de los barrotes, la azcona que nunca suelta. Si logramos eso, aunque saque su puñal, podremos acabar con él. Yo le estrangularé y vos le ensartáis con el arma. Con vuestro brazo extendido a tope y sujetando la lanza, alcanzaréis hasta donde tiene colgadas las llaves. Las traéis aquí y nos libramos. ¿Qué os parece?

–Que es muy arriesgado. Os traspasará el corazón con su daga antes de que podáis ahogarle.

–Ése es mi problema. Tengo manos grandes y sé de estos lances. ¿Tenéis vos una idea mejor?

–No.

–¿Estáis conmigo?

–Sí.

–¿Juráis por Dios que me daréis casa, campos y viñas en Carcasona para que pueda vivir decentemente con mi familia?

Guillermo vaciló.

–¡Jurad!

–De acuerdo, juro.

–¿Y que si yo muero, se lo daréis a mi mujer y a mi hijo?

–De acuerdo.

–Decid que juráis por Jesucristo, la Virgen, todos los santos y que vuestra alma se condenará para siempre si no cumplís.

El de Montmorency tragó saliva, negoció que sólo sería en el caso de salir gracias a Renard y terminó prometiendo lo que el otro quiso.

Entonces, el ribaldo pasó a la acción indicándole al carcelero que no le había dicho al arzobispo algo importantísimo y que la vida de Berenguer dependía de ello. Era muy secreto y tenía que contarlo al oído para evitar que nadie más se enterara, en especial el sobrino de Montfort.

Sin embargo, por mucho que insistía, el guardián no se dejaba convencer.

Contestaba que ya se lo contaría a su superior cuando cambiaran la guardia. No hubo forma, el plan fracasaba.

El corazón de Guillermo se llenó de desesperanza.

«Todo lo acontecido fue desvelado a los sabios, mas el final está oculto, cerrado y sellado.»

Yehuda Ha-Levi, 104

Angustiado, Hugo continuó su búsqueda interrogando a unos y a otros. Prometió propinas a varios golfillos que conocían a Sara si le conducían a ella. Pero no por ello detuvo sus pesquisas. ¿Dónde podría esconder el arzobispo a alguien si no era en su palacio fortaleza? Había rumores de construcciones subterráneas que minaban la ciudad y que estaban allí desde hacía mil años, desde el tiempo de los paganos. También sobre unos seres ni vivos ni muertos que habitaban aquellas cavernas. Pero nadie sabía o quería hablar de los posibles accesos.

Cuando pasado el mediodía un muchachito descalzo y con la carita sucia llegó anunciando que había visto a la hebrea, Hugo se puso a correr tras él por las calles rezando para que fuera verdad. Otro chiquillo informó al primero que la mujer había entrado en una casa del barrio judío. Le dijo que aquélla era su vivienda y que habitaba con su hija de quince años. Hugo se alegró; si la chica se encontraba en casa, tendría con qué amenazarla. La puerta, como muchas en el barrio, permanecía abierta durante el día y Hugo se deslizó dentro desenfundando su daga.

Estaba en una estancia dominada por un gran cono lleno de hollín pegado a la pared y que hacía de chimenea, de la que colgaban matojos de hierbas secándose; era a la vez cocina, comedor y sala. Hugo avanzó hacia la habitación anexa, se asomó y vio a la mujer, que preparaba un hatillo. Al oír un ruido, ella se giró y sus ojos fueron desde los de Hugo a la daga que éste enarbolaba. El de Mataplana la sujetó, agarrándola de camisa, al tiempo que le ponía el cuchillo al cuello.

–Os voy a matar, bruja judía -le dijo sin más preámbulos.

Ella le miró a los ojos y repuso serena:

–Si quisierais morderme, señor de Mataplana, no me ladraríais. ¿Qué deseáis?

–Habéis vendido a la Dama Ruiseñor al arzobispo. Vos sabéis dónde está. Ella, a cambio de vuestra vida y la de vuestra hija.

–Nada le podéis hacer a mi hija, está en otra ciudad, con parientes.

Hugo colocó la daga bajo el pecho de la mujer para presionar con ella, pinchándole. Sara le cogió de la muñeca.

–Soy vuestra única esperanza de recuperar a la dama, ¿verdad?

Hugo continuó hiriéndola a pesar de que ella se resistía sujetándole la muñeca. Sin embargo, ninguno se esforzaba en ir más allá. Era una negociación física.

–Queréis salvar a Bruna de Béziers -continuó Sara al rato- y no tenéis la más mínima idea de cómo hacerlo. ¿Por qué no dejáis de portaros como un chiquillo jugando con cuchillos y tratamos el asunto con seriedad? Al fin y al cabo, yo soy vuestra única esperanza.

El de Mataplana aflojó la presión y la miró sorprendido. No estaba acostumbrado a que le hablaran así y le sorprendía esa reacción de la mujer.

–¿Es que tenéis algo que tratar?

–Sí, y soltadme -dijo ella librándose de Hugo de un manotazo.

–¿Queréis dinero?

–Dinero no me iría mal, pero hay algo más importante. Sentaos en ese taburete.

Hugo obedeció mientras ella se acomodaba en un banco.

–¿Qué es? – preguntó él.

–Esta noche Berenguer crucificará a Bruna a semejanza del suplicio de Jesús.

–¿Qué? – Hugo se levantó de un salto.

–Un rito de sangre, un sacrificio humano.

–¿Por qué?

Sara le sujetó por el brazo indicándole que se sentara de nuevo, y Hugo obedeció.

–Porque él cree que ella es descendiente directa de Cristo y que en sus venas corre casi la misma sangre. Así como el sacrificio de Cristo trajo, según la creencia católica, la salvación de la humanidad, él quiere hacer lo mismo con Bruna.

–¿Qué busca?

–La creación de algo parecido a seres humanos.

–¡Está loco! – exclamó Hugo estupefacto-. ¿Se cree Dios?

–Exacto, eso parece -repuso Sara-. Para los judíos el mal procede de la cólera del Creador, de Adonai. Temo que las acciones de Berenguer, pretendiendo actuar como Dios, desaten las iras de Éste y que mayores males caigan sobre nuestro pueblo de Israel.

–¿Y qué tienen que ver sus actos con vuestra gente?

–Mucho. Él mismo se cree descendiente de Cristo a través de una compleja genealogía que empieza con Jesús de Nazaret, María Magdalena y de la hija de ambos, y que continúa hasta los reyes judíos de Septimania, cuya capital, hace cuatrocientos años, era precisamente Narbona. Algunos cruzados recuperaron en Jerusalén y Alejandría documentos que fueron escritos, al parecer, poco después de la muerte de Cristo y…

–Sí, eso ya lo sé -cortó Hugo impaciente-; ésa era la carga de la séptima mula. ¿Sabéis dónde guarda el arzobispo esos documentos?

–Sí.

Hugo calló pensativo. Le extrañaba que Sara le hablara tan abiertamente, sin necesidad de amenazas, e intuía que la mujer, sin saber aún por qué, estaba dispuesta a ayudarle y que ésa era la única posibilidad para él de salvar a Bruna.

–El arzobispo cree que la Dama Ruiseñor posee una pureza de sangre mucho mayor que la suya con respecto a Cristo -continuó Sara, que, ante el silencio del caballero, parecía no querer perder tiempo- y que él, entre todos los grandes nobles, es genealógicamente el más cercano al Salvador cristiano. Y que eso le confiere derechos reales. Considera una usurpación que el título de conde de Barcelona pasara a su hermano menor junto al título de rey de Aragón, máxime cuando dicho reino le fue entregado a su padre como príncipe en el momento que se pactó el matrimonio con Petronila. Berenguer debiera haber sido conde, aunque vasallo de su hermano. Además, al mezclarse la sangre judía y merovingia de Barcelona con la de Aragón, alega que su hermanastro se alejó de la genealogía de Cristo. Y peor aún es el caso de su sobrino, el rey Pedro II, ya que su madre, princesa castellana, aportó más sangre visigoda.

–¿Y qué es lo que pretende?

–Quiere el papado -repuso Sara-, pero no uno cualquiera; desea dominar Europa como un papa-emperador cuyos súbditos serían los reyes cristianos. Su genealogía, los documentos de la séptima mula, le darían la legitimidad.

Hugo quedó de nuevo en silencio. Locura o no, ahora entendía al arzobispo y al legado papal, sólo que el abad del Císter veía el peligro en Bruna y en los nobles occitanos que apoyaban a Sión, sin darse cuenta de que la carga de la séptima mula también podía favorecer a otros como Berenguer y darles legalidad.

–Por eso quiere sacrificar a Bruna, ¿verdad? – dijo Hugo al rato-, para eliminar

competencia. – No es ése su motivo. Quiere su sangre para ejecutar un rito de poder máximo. – ¿Y qué papel tenéis vos y los vuestros en ello? – Uno importante. Berenguer, consciente de su ascendencia semita, siempre nos ha

protegido. Cuando propuso a los líderes de mi comunidad la resurrección del reino judío de Septimania, causó entusiasmo en unos y recelo en otros. Yo estaba entre los que le apoyaron sin reservas. Es más, vigilé a Bruna en Béziers e informé a Elie, el mayordomo de Berenguer, que organizó la intentona de secuestro que vos desbaratasteis. Conozco de hierbas y el Señor me ha dado poderes de videncia y eso le interesa mucho a Berenguer, cuya busca de poder le ha llevado a practicar alquimia y a proteger a los cabalistas que se dicen capaces de ciertas prácticas ocultas. Al iniciarse la cruzada, nuestra comunidad se vio más amenazada y, cuando el proyecto del arzobispo se concretó, se radicalizaron las posturas a favor y en contra. Cuando vi a Bruna disfrazada de paje, nada le dije a Berenguer, puesto que sus prácticas me producían ya rechazo, pero sí a Salomón, mi rabino. Y éste, que espera ser el nuevo rey judío de Septimania, se lo contó a Berenguer. Yo desconocía por completo los planes del arzobispo para oficiar un rito de sangre y sacrificio humano con Bruna. Será igual que Isaac con su hijo, sólo que en esta ocasión no habrá ángel que detenga la mano asesina.

–No entiendo. ¿Por qué renunciáis a la protección de Berenguer? – Lo entenderíais si hubierais visto lo que yo esta mañana. – ¿Qué visteis? – La peor de las magias negras. Jamás pensé que el arzobispo pudiera llegar a eso y

yo no quiero formar parte de ello. Adonai estallará en cólera y todos los males caerán sobre la Tierra, en especial sobre los que ayudemos en ese rito sacrílego y sobre nuestras familias, las del pueblo judío. Porque nosotros fuimos los escogidos para traer la gracia de Adonai al mundo, somos más conscientes que el resto de las naciones y, por lo tanto, somos más responsables.

–¿De qué se trata esa nigromancia? – ¿Habéis oído hablar alguna vez de los golems? – No. – Hace un tiempo, un estudioso profundo del Sefer Yetzirah, nuestro libro de la

creación, habiendo llegado a un nivel muy alto de misticismo y pureza, quiso imitar la creación del hombre por Dios. Construyó una figura de barro, tal como era Adán en sus orígenes, escribió en su frente Emeth, que quiere decir «verdad», y usando el verbo consiguió darle vida.

–¿Vida a una figura de barro? – Sí. – No lo puedo creer. – Pues mejor será que lo creáis, porque pronto tendréis que enfrentaros a ellos. Hugo se rascó la cabeza escéptico, pero no quiso cuestionar a Sara, ya que ella era

su único vínculo con Bruna. – ¿Qué es eso del verbo? – El verbo es la acción, es el deseo, el poder, y los maestros de Cábala lo representan por combinaciones de letras y sus sonidos. Unas son fuego; otras, agua; otras, tierra y otras, aire. Cuando se conoce el nombre secreto de una cosa, la combinación de los cuatro elementos, sus letras, pronunciación y volumen, se controla y posee aquella cosa.

–¿Y con ello se da vida a una estatua de barro?

–Con eso y más. Los golems antiguos han sido torpes y los pocos grandes maestros que los tuvieron los usaban como criados.

Eso era todo. Pero Berenguer, con la ayuda de Salomón ben Abraham, ha transgredido todo al hacerlos soldados. Sin embargo, por el momento sólo había conseguido lo mismo que maestros anteriores: seres torpes y mudos que, a pesar de manejar las armas, eran pobres guerreros. Eso hasta hoy.

–¿Hasta hoy qué?

–Hoy ha usado el verbo dentro de una gran sala de proporciones áureas; las del número de oro, el número de la creación…

–Sí, lo conozco; es el número de la cadencia que convierte el canto en encantamiento. Sé que algún trovador también lo busca.

–Ciertamente. En el subsuelo de la ciudad se esconden unas extensas catacumbas que datan de tiempos paganos. En el centro del laberinto que forman, existen tres salas conectadas entre sí. Mantienen proporciones áureas, el número 1,6238, entre la mayor y las dos menores, y en sus dimensiones de largo, ancho y altura. Pero, además, también usa el número de oro en la métrica, en cómo se declaman las palabras secretas, y de esa forma logra la resonancia que maximiza el poder del verbo, conecta con la fuerza de la creación, y pretende dirigirla…

–Eso es acercarse demasiado a Dios…

–Así es; demasiado -le cortó Sara-. Lo que hoy he visto sobrepasa todos los límites. Hasta el momento nadie podía crear un golem que se asemejara al hombre simplemente porque ningún hombre puede imitar a Adonai, el Creador. Pero hoy, Berenguer lo consiguió.

–¿Qué? – Hugo se sorprendió aún más-. ¿Gracias al verbo en proporciones áureas?

–Una combinación de cábala, sonido y alquimia, pero sobre todo de sangre. La sangre de Cristo; la más poderosa de las reliquias.

–¡La sangre de Bruna!

–Sí, la sangre de Bruna.

–¡Entonces, es verdad! ¡Ella es la verdadera Dama Grial, la descendiente directa de Cristo!

Sara quedó pensativa y movió la cabeza negativamente.

–No necesariamente -dijo al fin-. Eso equivaldría a afirmar la naturaleza divina de Cristo y que esa naturaleza divina pudiera pasar de un cuerpo físico a otro, procreando Dios con los humanos. Eso reduciría a Adonai a condición humana.

Hugo calló y trató de asimilar todo aquello. Estaba confundido.

–Entonces, ¿qué otra explicación hay?

–La fe -repuso ella-. La convicción del nigromante. Si Berenguer cree estar usando algo verdaderamente divino, su hechizo adquiere una fuerza sin parangón.

–¿Y ha conseguido seres casi humanos?

–Ha logrado un ser terrible al que ha llamado Adán, por ser el primero creado de la nueva especie. Es más alto, más fuerte que un hombre normal y casi invulnerable. Nace sabiendo luchar como un guerrero consumado; es invencible. Y esta noche el arzobispo dará vida a todo un ejército de sus iguales que tiene en espera. Muchos humanos, por convicción, temor o codicia de botines y tierras, están deseando unirse a ese ejército inexpugnable y resucitar el reino judío de Septimania. Berenguer espera que los nobles occitanos se unan a él y también que lo haga su sobrino, el rey de Aragón; juntos arrasarán a los cruzados.

–No entiendo -repuso Hugo anonadado-. ¿Cómo puede hacer eso? Dios puso un alma en el hombre y ésa es su realidad última. ¿Cómo pueden esos monstruos ser sólo de materia, no tener espíritu?

–Sí tienen alma.

–¿Qué?

–Es la parte más terrible del ritual -Sara miró intensamente a Hugo-. Su cuerpo es barro que se transforma en una especie de materia semejante a la carne y al hueso, pero en el proceso se encarcela un alma dentro de ese organismo.

–¿Y de dónde sale el alma?

–Son almas de difuntos que aún están en la Tierra, que no se han elevado. Para un católico serían algo así como entidades del purgatorio. Berenguer atrae a las de soldados que han muerto recientemente y llevan consigo el saber de armas. Ese saber se multiplica por su sortilegio.

–Pero ¿y si ellos no quieren regresar?

–No importa lo que ellos quieran, el poder del verbo, de la alquimia y de la sangre les supera. Pierden toda conciencia anterior y obedecen ciegamente a su creador. Y éste es Berenguer.

Hugo cerró los ojos; le costaba un gran esfuerzo asimilar el relato de la bruja, aquella historia de magia negra, y oscilaba entre la incredulidad y el temor. Poco miedo acostumbraba a tenerles a los vivos, pero los difuntos le causaban un pavor supersticioso. Al poco, venciéndole su aprensión hacia aquella nigromancia que resucitaba muertos, un visible temblor sacudió su cuerpo.

–Tomad -le dijo Sara pasándole un vaso de vino-. Dejad de temblar, recuperad el ánimo. Bruna os necesita con todo vuestro coraje y yo también. Vos queréis salvarla. Yo y la mayoría de los míos queremos impedir ese insulto a Adonai y que su ira caiga de nuevo sobre el pueblo de Israel.

El de Mataplana bebió el vino de un trago y lamentó no tener con él a Guillermo.

–Así; tomad valor -le dijo la mujer-, que esta noche deberéis enfrentaros a vuestros mayores miedos.

«¿Cómo me has dejado ese día sola en el pozo de las desdichas?»

Yehuda Ha-Levi, 91

Cuando bajaron la cruz, me sentí desfallecer y, al desatarme, quedé desmadejada. El miedo, el frío, el dolor, la contemplación de algo tan horrible habían podido conmigo. Sara le dijo al arzobispo que yo no podía andar y con unas lanzas y cobijas construyeron unas parihuelas donde me depositaron para después cubrirme con frazadas. Berenguer ordenó a Adán quedarse de guardia. Formaron una hilera que encabezaban los soldados y el arzobispo y salimos de allí. Por el camino oí que alguien gritaba mi nombre y pensé que quizá fuera alguno de mis caballeros y quise saludar con la mano. ¿Estarían presos?

Cuando terminamos de subir escaleras, pensé que aquello debía de ser el palacio del arzobispo y me dejaron en una habitación que, aun bien amueblada, sólo tenía un tragaluz muy arriba y estaba en penumbra a pesar de que era de día. Allí ya no hacía frío y Sara me dio a beber un vino aguado con miel. Dijo que me traerían algo de comer y me ayudó a acostarme. Caí en un sopor profundo.

No sé cuánto tiempo dormí, pero al despertarme el ventanuco no daba luz. Había alimentos en la mesa y un candil. Apenas había tomado algo en la mañana pero no tenía apetito y sólo pude comer una manzana. Después, me arrodillé frente a la cama, me apoyé en ella y me puse a rezar al Todopoderoso; por mí, por mis caballeros y por las almas de mi familia. Continué pidiendo por mis vecinos de Béziers y por los desterrados de Carcasona que perecieron famélicos por los caminos.

¡Qué tiempo tan terrible me tocaba vivir! Presentía que aquella noche podía ser la última y le pedí a la Virgen su intercesión con el Señor y que no les permitiera a Satanás y a Berenguer, su acólito, robar mi alma de la misma forma que robaron mi cuerpo, que me acogiera en mis momentos finales y que estuviera a mi lado cuando el arcángel pesara mis culpas y me guiara al cielo. Creía no haber cometido ningún gran pecado en mi vida, a no ser que amar a dos caballeros a la vez lo fuera. Pero era algo que yo no podía evitar; el corazón me vencía. Recé para que se me perdonara ese exceso de amor.

Cuando sonaron los golpes en la puerta y ésta se abrió, aparecieron Sara y Elie con sus esbirros. Yo estaba serena, aun a sabiendas de que me llevaban al calvario. En los últimos días había aprendido que la muerte, aunque invisible, siempre está con nosotros. Me erguí y les acompañé con la dignidad propia de la Dama Ruiseñor, aunque el miedo volvió, hasta el punto de que, al unirse nuestro grupo con la comitiva de Berenguer, me estremecí al verle.

Bajamos hacia las mazmorras, precedidos por los soldados, Elie y el arzobispo, mientras los hombres de barba y bonete nos seguían.

Al cruzarme con el carcelero, que se había levantado de su banco al ver la comitiva, desde las rejas en oscuridad de mi derecha, oí que alguien gritaba:

–¡Bruna!

Recordaba el mismo grito y estaba atenta por si se repetía. Vi un movimiento en la oscuridad y me lancé hacia allí. Noté los barrotes duros y fríos, y unos brazos cálidos que

me esperaban.

–¡Bruna, os amo!

Entonces supe que era Guillermo. Nos abrazamos y besamos con toda la intensidad del amor roto, de una despedida. Él lloraba y yo también. En mis labios notaba el sabor salado de las lágrimas, de las suyas y de las mías.

–¡Os amo, Guillermo!

Fueron unos instantes eternos, maravillosos, trágicos, tristes, en los que mi corazón casi se rompe dentro del pecho de tanto sentir. No quise entretener mis labios en decir adiós, sólo en besar. La reacción de los sorprendidos verdugos tardó, pero después nos separaron brutalmente. El carcelero clavó su azcona en Guillermo para apartarle de mí, mientras otros tiraban de mi cuerpo. Nos resistimos con desesperación, pero al fin deshicieron nuestro abrazo.

–Decidle a Hugo que también le quiero -grité cuando me llevaban.

–¡Os amo, Bruna! – repitió él.

No me quedó más remedio que, sollozando, seguir a la comitiva.

De nuevo llegamos al entramado de túneles y pasadizos, de arcos y de pasillos que conducían a paredes ciegas. Los vigilantes silenciosos continuaban allí siniestros y yo los entreveía semiocultos en las sombras. La entrada al corazón del laberinto la hicimos esta vez por un extremo de la sala grande, por delante de la formación del ejército. Allí estaba Adán, que respondió al saludo de Berenguer, su amo y creador. Todos se colocaron en sus lugares de la mañana y a mí me volvieron a desnudar. Un fuerte temblor me sacudió cuando me quitaban la ropa; más que frío, era la impresión de ver, de nuevo, los clavos y el martillo. Pero tampoco los usaron. Me sujetaron a la cruz sólo con cuerdas. Después, la levantaron entre varios hombres.

Otra vez los cánticos, el burbujeo vaporoso de las retortas, el arzobispo luciendo sus ornamentos litúrgicos mientras oficiaba la misa sacrílega en cuyo final ejercería de Dios. Al fin llegó el momento que yo más temía. Berenguer sacó su puñal del cinto y se vino hacia mí mientras aquel hombre al que llamaban Salomón le seguía portando, al igual que el arzobispo, un cáliz. Buscó en mis pies, noté el corte y el contacto frío del copón. Entonces, Berenguer se irguió para llegar con su estilete a mi muñeca derecha. Cortó también allí para recoger mi sangre.

El tiempo se hizo eterno mientras yo sentía que la vida se iba junto a mi fluido vital y que mi cuerpo languidecía en un camino sin retorno hacia la muerte.

«Un día da la vida, otro, la muerte.»

Yehuda Ha-Levi, 14

Guillermo se quedó agarrado a los barrotes de su celda hasta mucho después de que desapareciera la comitiva hacia las profundidades. El carcelero había regresado a su banco con el candil. La oscuridad era otra vez dueña de su celda. Renard callaba.

El de Montmorency fue entonces consciente del dolor en el pecho, entre las costillas, cuando recordó que el celador le había clavado su chuzo para separarlo de Bruna. Se llevó la mano allí; su camisa tenía un desgarro y le pareció notar la humedad de la sangre.

–Me gustaría llegar a tener una casa en Carcasona, campos y unas viñas para poder vivir libre con la mujer que amo y el chiquillo que espera -Renard empezó a parlotear-. Yo sé del amor y sé cuánto sufrís. Quiero vivir con ella, tener más hijos, ser feliz…

Guillermo se dijo que él también lo daría todo por lo mismo con Bruna. Sus ojos aún estaban húmedos y una vez más trató de sacudir los barrotes de la celda sin éxito. ¿Qué sería de la Dama Ruiseñor? ¿Qué sería de él sin ella?

Pero al ir a buscar a tientas el banco de piedra del fondo de la celda, sus pies tropezaron en algo y se sorprendió. Había recorrido las pequeñas dimensiones de su mazmorra arriba y abajo como león enjaulado muchas veces desde su encierro sin topar con nada. Quizá fuera una piedra y pudiera usarla como arma contra el carcelero, aunque no le había dado esa impresión al tropezar con ella. Se puso a buscar hasta tocar algo con su pie y, agachándose, se encontró con un pañuelo anudado a algo que parecía un pan.

Mientras, Renard continuaba contando en voz alta que quería sentar cabeza y la bucólica vida que deseaba vivir hasta el fin de sus días. Era un pan extraño, pesaba demasiado, se dijo el caballero. Lo desenvolvió y encontró una apertura en la corteza. En su interior había algo duro con tacto frío metálico. Su corazón se aceleró. Tirando de aquello, sacó dos piezas de hierro; una era un pequeño estilete y la otra, una llave grande. ¡Tenía que ser la de las rejas de la mazmorra! La emoción le anudaba la garganta mientras intentaba evaluar hasta qué punto aquello mejoraba su estado. Tenía la posibilidad de escapar y, aunque difícil, la de rescatar a Bruna. ¿Quién era el amigo que le había lanzado el pan a la celda? Bruna no fue, no llevaba nada, y tampoco tendría acceso a una copia de la llave. Pero, sin duda, alguien echó aquello en su mazmorra aprovechando el tumulto que provocaron al abrazarse.

Se acercó a la cerradura, palpando el único ojo de ésta, que se abría hacia el pasillo. Era del mismo tamaño que la llave, pero, aunque la luz de la pobre linterna del carcelero no llegaba hasta allí, no se atrevió a colocarla, ya que el movimiento le delataría y sería muy fácil para el celador arrebatarle la llave colocada en la parte de fuera antes de que pudiera abrir. Sólo tendría una oportunidad y sólo una. No había lugar para errores.

Se acercó a la grieta que le separaba de la celda continua e intentó llamar la atención a Renard, que continuaba soñando en voz alta.

–Cultivaría mis viñas y mi vino sería el mejor de la zona…

–Renard -musitó Guillermo.

–Quiero una casa con un buen sótano para guardar barricas…

–¡Renard!

–Invitaría a mis amigos y…

–¡Renard!

El ribaldo calló y el carcelero miró receloso hacia la oscuridad donde estaban.

–¿Qué queréis? – repuso el ribaldo dándose al fin por enterado.

–Bajad la voz y escuchad -cuchicheó Guillermo.

–Tengo la oreja pegada a la pared.

–Ved si podéis distraer a ese tipo, creo que tengo la forma de salir.

–¿Qué tramáis? – les increpó el carcelero, que les había oído susurrar.

El hombre se levantó elevando el candil para acercarlo a las celdas y ver a sus prisioneros. La guardia había cambiado antes de que Bruna pasara por segunda vez rumbo a las catacumbas y el vigilante nuevo era un tipo de carácter colérico, el mismo que había herido con su azcona a Guillermo.

–Decíamos que sois un borrico -repuso Renard en occitano.

El hombre miró al ribaldo, que se sonreía, y después a Guillermo, que también.

–Tenéis cara de rata de tanto vivir en estas cuevas y os lo montáis con una rata gorda, fofa y de cola larga. Eso es lo que es vuestra mujer.

–¡Cállate, desgraciado!

Pero el ribaldo continuó insultándole a gritos y Pelet, que se encontraba en una celda más alejada, empezó a corearle, riendo a carcajadas las gracias. Guillermo decidió ser moderado con sus risas, ya que la atención debía recaer en Renard.

El repertorio de insultos de éste en occitano admiró al caballero; había algunos que ni siquiera había oído. El celador intentaba devolverle las ofensas, pero incluso en lengua extraña el ribaldo mostraba una habilidad y práctica inusual. En unos segundos una retahíla de los peores improperios imaginables mentaba a varias generaciones de la familia de aquel hombre.

El carcelero daba muestras de estar perdiendo su poca paciencia y empezó a golpear las rejas de Renard con su azcona sin que eso detuviera el torrente de injurias que éste le lanzaba ni las risas e insultos con las que le coreaba Pelet.

El ribaldo se colocó de forma que, si el celador le quería ver, debía situar el candil en un lugar que quitaba la luz de la zona de Guillermo. Iba acercándose a las rejas haciendo muecas, insultándole, y luego se alejaba de ellas a toda velocidad cuando el hombre intentaba herirle con su lanza corta. El tipo estaba enfurecido, deseaba dar un escarmiento a aquel sinvergüenza, pero se guardaba bien de ofrecerle la oportunidad de que en uno de sus envites le pudiera arrebatar la azcona.

Guillermo vio tan entregado al hombre en vengarse del prisionero que decidió que el momento había llegado y colocó la gran llave en el ojo de la cerradura que se abría al exterior. El gesto era muy incómodo, ya que debía doblar la muñeca de forma antinatural y, al poco de intentarlo, se dio cuenta de que en esa posición le era imposible hacer girar la llave dentro de su cerrojo.

El desánimo le invadió. Lo volvió a intentar una y otra vez mientras se preguntaba cuánto tiempo más podría Renard distraer al guardián. Incluso dudó de que la llave fuera la adecuada. Después, se dijo que para qué si no se la habían arrojado. Debía de ser la llave correcta. Al fin, recordó el estilete. Estaba sobre el banco de piedra y lo puso en el ojo de la llave de forma que, agarrándolo por sus dos extremos, pudo hacer palanca. En unos momentos sonó un chasquido que, a pesar de la barahúnda que Renard organizaba, se pudo oír con toda claridad. Guillermo recuperó el estilete, abrió de una patada la reja y se enfrentó al carcelero, que ya le amenazaba con su azcona. Pero el hombre se había descuidado al girarse con premura, Renard le agarró de la camisa y al tirar de él hacia las rejas, coartó sus movimientos. Guillermo se abalanzó sobre el individuo, sujetó el chuzo con su mano izquierda y hundió de inmediato el estilete en el corazón del infeliz, que se derrumbó al instante.

–A pesar de ser un noble, os podríais defender bien en una pelea de taberna – elogió Renard.

–¿Apostáis algo a los dados? – repuso Guillermo casi sonriendo.

En unos momentos liberó a Renard y a Pelet. El caballero se armó con la espada y los otros con la azcona y la daga del hombre.

–Ahora estamos con él -le aclaró el ribaldo al escudero señalándole al noble-. Es nuestro señor.

–Salgamos de aquí lo antes posible -dijo el escudero.

–Hay que rescatar a la dama -contestó Guillermo.

–Lo que hay que hacer es salvar el pellejo -afirmó Pelet, al que parecía importarle poco su nuevo señor.

–Arriba está el palacio del arzobispo -expuso Renard-. Está lleno de soldados y vais solo. Si podéis escapar, cosa que dudo, será sin ganar nada en la aventura. Yo sigo al caballero, ahora él es mi patrón y si muero, que sea intentando alcanzar mis sueños.

Al fin Pelet decidió unirse a los otros dos, pero antes de enfrentarse a la oscuridad, Guillermo les detuvo.

–Esperad, tiene que haber algo más.

–¿Más qué? – quiso saber Renard.

–Quien me haya enviado el pan quiere algo más, aparte de que escapemos. No me consta que tenga yo amigos en el palacio del arzobispo.

–¿Y bien?

–Pues que una llave y un arma no bastan. Debiera haber una instrucción, un mensaje.

–¿Lo había?

–No, que yo haya notado. Vamos a revisar.

Entraron en la celda de Guillermo y desmigajaron el pan sin encontrar nada. Al fin, éste exclamó.

–¡El pañuelo!

Y efectivamente, en él estaba dibujado un mapa de cómo orientarse en algo parecido a un laberinto. También unas frases: «Cuidaos de los hombres oscuros del laberinto. Sólo son vulnerables si se les hiere en la nuca o se les borra la primera letra de la izquierda de la palabra escrita en sus frentes».

–¿Qué quiere decir con los hombres oscuros? – preguntó Pelet.

–¿Borrando la primera letra de una palabra en su frente? – se extrañó Guillermo.

–Ahora lo sabremos -repuso Renard tomando el candil y cruzando el arco que conducía a las escaleras de bajada.

«Bataille avrez, unches mais tel ne fut "Dehet ait ki s'en fuit".»

[(«Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. "Mal haya quien huya."»)]

La Chanson de Roland, LXXXII

Era ya de noche cuando, en el patio de una casa del barrio judío, unos hombres movieron las losas que dejaban al descubierto un lúgubre pozo. Habilitaron un caballete del que colgaron una polea y unas cuerdas con un soporte de madera en su extremo. Varios sujetaron los cabos y Hugo de Mataplana, protegido con mallas de acero, espada al cinto y escudo sujeto a su espalda, se subió al soporte agarrándose a las sogas. Le dieron un candil y lentamente le descolgaron hacia las tinieblas. Había cambiado su yelmo por un casco que le cubría sólo el cráneo para tener la máxima visibilidad posible. Era un caballero acostumbrado al campo abierto, aterrado por lo que le podía esperar allí abajo, en las tinieblas, pero Bruna se encontraba en algún lugar en aquellas profundidades y le horrorizaba la sola idea de perderla. Prefería sufrir la muerte más espantosa a que le ocurriera algo a ella y vivir una vida miserable culpándose de no haber hecho lo imposible por rescatarla.

El trayecto le pareció interminable. Se sentía descendiendo a los infiernos, pero, al tocar suelo, su seguridad aumentó. La luz del candil sólo mostraba un pasillo con bovedillas de ladrillo descolorido por el tiempo y oscuridad en ambos extremos.

–¡O Bruna viva o yo muerto! – se dijo para animarse.

Después, descendió un joven llamado Benjamín y luego tantos hombres que los primeros en bajar tuvieron que avanzar por el pasillo. Todos iban armados con una daga y, además, una veintena, los más jóvenes, con espada y escudo, pero eso no tranquilizó a Hugo. En el grupo había muchos relativamente ancianos comandados por el rabino David Quimhi, al que Sara le había presentado como sabio y líder de los opositores a Salomón ben Abraham, el aliado del arzobispo.

–Ellos hubieran bajado igualmente esta noche a las catacumbas para intentar detener a Salomón y Berenguer -le había dicho Sara antes de partir en la tarde para el palacio del arzobispo-. Desafortunadamente, la mayoría de nuestros jóvenes están más dispuestos a unirse al nuevo ejército de Berenguer y marchar contra los cruzados. Pero los rabinos más sabios temen la cólera de Adonai, el Creador, por la profanación que Salomón quiere cometer en nombre de nuestro pueblo y están decididos a morir en el intento de evitarlo. Salomón es un cabalista de la columna izquierda del árbol de la vida, la de la magia negra, y David crece en la columna derecha. Sólo hemos podido convencer a estos jóvenes y os vais a enfrentar a fuerzas superiores. Es bueno que un caballero católico, noble y experto en armas comande el grupo; a la postre, nos enfrentamos a un arzobispo católico y las represalias contra los nuestros pudieran ser muy crueles.

Poco le importaban al de Mataplana las represalias. Pensaba que era muy improbable que nadie regresara pozo arriba. O salían por el palacio del arzobispo victoriosos o les exterminarían en la oscuridad del laberinto. Le preocupaba más la calidad de su tropa. Le había bastado intercambiar algunas palabras con su hueste para darse cuenta de que ninguno tenía experiencia en armas, pero se consoló pensando que mejor era eso que ir solo. Además, eran aliados con distintos intereses; ellos querían evitar la cólera divina y él sólo deseaba salvar a su dama de las garras del diablo materializado en Berenguer. Sus conceptos del mal eran distintos.

Sara había dibujado un plano parcial de las galerías y Hugo dispuso el grupo de forma que dos de los hombres armados abrieran camino con Benjamín guiándoles con el mapa y él justo detrás para evitar que le sorprendieran. La comitiva la cerraban seis de los jóvenes con espadas. Otros iban intercalados en la comitiva. Ella les advirtió que «los hombres oscuros» podrían aparecer en cualquier lugar.

Al principio, el trayecto era un extenso corredor que había sufrido algún derrumbe a lo largo del tiempo, aunque eso sólo representaba una pequeña dificultad. Avanzaban en un silencio temeroso y, girándose en los trayectos rectos, Hugo veía la larga hilera formada por las llamas de los candiles que iluminaban arcos, techos y los rostros de aquellos hombres que reflejaban en sus facciones duras la angustia de enfrentarse a algo superior, que les atemorizaba. Hugo no se sentía más seguro. La oscuridad, los lugares cerrados y la magia negra que Sara le dijo se escondía allí le producían pánico. Pero, determinado a salvar a su dama, aceptó capitanear el grupo y eso le obligaba a aparentar una seguridad, un control que no sentía. Todos se fijaban en el caballero como ejemplo y guía en medio de su angustia. Hugo se asombraba de cómo la responsabilidad sobre el destino de aquella pequeña tropa le hacía fingir valor y ese fingimiento, a la vez, se lo confería.

Al rato llegaron a la primera bifurcación y Benjamín indicó:

–De frente.

Unas figuras moviéndose a la vacilante luz de las lámparas de aceite sobresaltaron a la vanguardia.

–Son estatuas -dijo Hugo tranquilizador.

Tenían una postura forzada y parecían sostener el techo de la galería.

–Son muy antiguas, paganas -informó el rabino David Quimhi, que se había adelantado para observar el hallazgo-. Nos encontraremos con más de éstas, pero seguramente también con otras de especie distinta…, de las que llamamos golems.

Continuaron el trayecto, no sin que antes Hugo pinchara aquellas figuras. Paganas

o no, se sintió más seguro viendo que no se movían al filo de su daga. Se encontraron con más cruces de galerías, pasillos que se perdían en la oscuridad, plazoletas caprichosas con estatuas idólatras en su centro y varios arcos que conducían a otros tantos túneles. En todas las ocasiones, Benjamín parecía hallar fácilmente el camino correcto gracias a su plano.

Pero conforme se acercaban al corazón del laberinto, un suave ronroneo empezó a acompañarlos y, al poco, se convirtió en vibración, y el rabino David murmuró:

–Ya empieza, debemos darnos prisa.

Fue en el siguiente recodo cuando vieron aquellas figuras cenicientas. Eran dos centinelas armados, inmóviles. Los que abrían la marcha se pararon, pero, sin mediar palabra, aquellos entes, de repente, se dirigieron a ellos desenfundando espadas.

–¡Ayuda! – gritó uno de los atacados.

Y los golpes de los siniestros enemigos mudos empezaron a sonar contra hierros y

escudos mientras la luz oscilante de los candiles apenas permitía ver. Lo estrecho del pasadizo impedía que más de dos lucharan hombro contra hombro y los golems, aunque más lentos, descargaban tajos peligrosos. Parecían inmunes a la fatiga.

–Dejadme sitio -ordenó Hugo a los que iluminaban la escena con candiles.

Y colocándose detrás de los dos hombres que intentaban frenar a aquellos seres, aguardó a que uno de ellos descargara su mandoble para saltar hacia delante y soltarle un tajo con todas sus fuerzas sobre el brazo que sostenía la espada. Y se lo amputó. Fue como cortar una especie de carne con consistencia de madera verde. Miembro y espada del golem cayeron al suelo. Pero, horrorizados, vieron como aquel ser manco continuaba en su lucha. Arrojó el escudo y tomó la espada caída con su mano izquierda sin que los golpes que recibía en la cabeza y hombros parecieran alterarle. Mientras, el otro ente había herido de una cuchillada en el hombro a su oponente judío, que retrocedía ante su empuje. Alarmado, Hugo comprendió que contra aquellos seres, aun siendo más lentos, no se podía luchar como estaba acostumbrado y que tenían las de perder. Se protegió detrás del hombre que trataba de contener al mutilado y, sin ayudar al muchacho herido, que retrocedía acosado por su rival, dejó que el ser que le atacaba, concentrado con fría furia sólo en su oponente, se pusiera a su lado. En ese momento le fue fácil enviarle, tal como le había indicado Sara, un tajo certero al cuello y, para su sorpresa, el ser, con la cabeza casi cercenada, se detuvo un momento, estupefacto, y se desmoronó poco después hecho un montón de tierra. A continuación, se puso a la espalda del golem manco, que aún luchaba sin descanso con su único brazo, y de un solo golpe en la nuca se deshizo de él.

Uno de los rabinos más jóvenes tomó las armas del herido, mientras otro le ayudaba a andar. Hugo hizo detener al grupo en el próximo espacio ancho, cruce de varios túneles.

–Hay que estar muy alerta -dijo-. Conforme nos acerquemos al centro del laberinto, el riesgo de toparnos con ellos es mucho mayor. Pueden salir desde cualquier pasillo o rincón, delante o atrás. Pero no son invencibles y si se mantiene la calma, podremos con ellos.

–Los golems son seres torpes, pero fuertes, pertinaces e insensibles al dolor – añadió el rabino David-. No sienten miedo, nada les detiene. Son perros de presa. Pero, recordad, tienen dos puntos débiles. El primero es un golpe en la base del cráneo, puesto que, al romperse la vinculación entre cabeza y cuerpo, hace que se desmoronen. Y el otro, borrar la última letra de la palabra escrita en hebreo en su frente. Es la de la izquierda. Entonces se puede leer DQ, «muere», y el golem queda inmóvil, muerto.

Hugo calló sus pensamientos. ¿Quién podría borrar esa letra de la frente de un golem mientras éste atacaba con la espada? Aquellos seres eran algo torpes, pero fuertes e incansables. No quería ni imaginar a ese Adán que Sara le mencionó y que les superaba en todo. Hábil, rápido, diestro con las armas, inmune al temor, imparable y con el don de la palabra. ¿Qué no podría hacer un ejército de aquellos individuos? Si no llegaban a tiempo y lograban detener aquello, algo terrible ocurriría. Y no sólo a Bruna.

«Tú, apodado "boca que profiere grandes cosas", tú, que has luchado contra los santos del cielo.»

Yehuda Ha-Levi, 86

Bruna desfalleció en la cruz mientras Berenguer y Salomón levantaban, rezando a coro, los cálices con la sangre de la muchacha; primero hacia la dama, y después, en dirección a la sala. Sara intentó cerrar las heridas sangrantes con unos vendajes impregnados con una pasta cicatrizante de su preparación. Si no se detenían las hemorragias, la Dama Grial moriría.

Mientras, los oficiantes continuaban su rito. Tomaron en recipientes de plata y oro los destilados finales de las retortas y los derramaron dentro de un gran cuenco dorado, mientras recitaban conjuros ininteligibles. Los hombres barbudos dejaron de cantar. Cuando Berenguer estuvo satisfecho con el preparado, vertió en su interior la sangre de la dama, cuidando de enjuagar las copas para aprovecharla al máximo, y lo mezcló todo con su hisopo, sin detener su murmullo nigromante.

Berenguer se giró de espaldas al altar, miró a la mayor de las salas, donde formaba el ejército, puso sus brazos en cruz y se mostró imponente dentro de su casulla bordada en oro y pedrerías.

–Ésta es la noche primigenia de la nueva era -declamó-. La noche en que al fin la semilla, crecida hasta dar fruto, se prepara para salir a la luz. Éste es el momento del parto. Hoy un ejército invencible volverá a la vida, en pocos días crearemos otro ejército y así hasta que yo lo crea necesario. Mañana se nos unirán miles de hombres. Narbona y su región serán nuestras y renacerá el reino judío de Septimania. Pronto marcharemos sobre Carcasona, y después sobre Roma, París y el mundo.

Hizo una pausa majestuosa y sin moverse de su postura, continuó.

–Los que tenéis conciencia y vivís este momento, recordaréis la noche en la que el Mesías Berenguer dio vida a los cuerpos de barro, como hizo Dios con Adán, y resucitó a los muertos, tal como su antecesor, Cristo, hizo con Lázaro.

Se santiguó y girándose al altar, llenó con un cacillo dorado los cálices, con sumo cuidado para no derramar la mezcla, tomando él uno y otro Salomón. Entonces, ambos declamaron su conjuro a coro, levantándolos hacia Bruna y después hacia la sala.

Ambos bajaron a la vez los escalones y empezaron a escribir «verdad», en las frentes de las figuras, al tiempo que introducían en las bocas un pequeño trozo de pergamino con el nombre secreto de Adonai. Después hisoparon la mezcla del cáliz en la cabeza, cuello, corazón, estómago, vísceras y sexo de cada uno de aquellos seres inmóviles, hilera tras hilera.

Había muchos de aquellos muñecos de barro y tenían que regresar a rellenar el copón. En esa operación estaban cuando Bruna recuperó la conciencia en su cruz. Se notaba débil, con la mente turbia, sedienta, pero al ver a Salomón y al arzobispo en su quehacer, sintió pavor al imaginar a cientos de guerreros como Adán.

De regreso al altar, los oficiantes levantaron sus cálices hacia ella pronunciando frases incomprensibles y al girarse hacia la sala, empezaron su recitación de rítmica cadencia a coro. Acto seguido, los hombres barbados se les unieron y aquella vibración de la mañana volvió a sacudir el aire, el suelo y las paredes. Extrañada, la dama se preguntaba cómo el verbo podía tener tal poder y con alarma observó que el ejército, impregnándose de aquella fuerza, empezaba a estremecerse mientras caían con estrépito al suelo algunas de las armas. Bruna supo lo que iba a ocurrir y que nadie podría impedirlo. Se dijo que en aquellos días aciagos había presenciado atrocidades que jamás pensó se pudieran dar, pero sabía que lo que le quedaba por ver iba a superar el horror. Cerró los ojos para dedicar sus menguadas fuerzas al rezo.

«Per Deu vos pri, bien seiez purpensez de colps ferir, de receivre a de duner!»

[(«En nombre de Dios os exhorto a bien herir. ¡Golpe dado por golpe recibido!»)]

La Chanson de Roland, XCII

Avanzaron cautelosos siguiendo el plano del pañuelo de Guillermo, que había tomado la delantera e iluminaba el camino con el candil a la vez que decidía la ruta trazada en aquel extraño mapa. La referencia a «los hombres oscuros» les inquietaba, pero el de Montmorency no tenía dudas: encontraría a Bruna aunque fuera lo último que hiciera. Pronto se dieron cuenta de que aquello era una maraña de pasadizos, algunos anchos, otros estrechos con plazoletas subterráneas, cruces y bifurcaciones, construidos a veces en adobes viejos o en piedra. También había estatuas y Guillermo no tuvo que recurrir a sus estudios de teología para saber que eran paganas. La luz titubeante de su lámpara les mostró al final de un pasadizo recto dos de aquellas estatuas. Eran guerreros y tenían un aspecto gris ceniciento, oscuro.

–¡Fijaos! – gritó Renard-. ¡Se han movido!

–¡Son los hombres oscuros! – dijo Guillermo.

Se quedaron inmóviles, pero de nada les valió, ya que aquellos seres empezaron a acercarse amenazantes mientras desenfundaban espadas.

–¡Salgamos de aquí! – chilló Pelet.

–Idos sólo si queréis y veremos cómo os apañáis cuando los volváis a encontrar en vuestro camino -repuso Guillermo-. Nos enfrentaremos a ellos juntos y venceremos.

El franco ya tenía encima a uno de aquellos seres, que le embistió espada en ristre. No le fue difícil protegerse del golpe, que devolvió para tantear al rival. Mientras, Renard se defendía de la acometida del segundo con la lanza corta del carcelero y Pelet los observaba a la retaguardia sosteniendo el candil que el franco le había pasado. Le era difícil al ribaldo mantener a raya a su enemigo, mejor armado que él, por lo que perdía un terreno que aquel ser le robaba sin que le quedara más opción que recular. Decidió que debía arriesgarse y, haciendo una finta con su lanza, consiguió que el guerrero descubriera su guardia y le hundió la azcona en el pecho. Pero aquel cuerpo, en lugar de derrumbarse malherido, sorprendió a Renard con un mandoble que apenas pudo esquivar, mientras trataba de recuperar su lanza desclavándola de lo que, por su consistencia, casi parecía un pedazo de madera.

–¡No sienten las heridas! – vociferó el ribaldo.

–Hay que golpearles en los huesos del cuello o borrarles la primera letra de la izquierda en la palabra escrita en sus frentes -le contestó Guillermo.

–¿Quién se atreve a tocarle la frente a uno de esos monstruos? – se lamentó el ribaldo.

Pelet se dijo que poco podía hacer con sólo una daga frente a aquellas cosas torpes, pero de tal constitución que las heridas parecían no afectarles. Pero también que, si él no entraba en acción, tenían las de perder. Entonces, jugándoselo todo a un envite, dejó la lámpara en el suelo y tomó carrerilla para lanzarse, por el espacio que dejaban sus compañeros, a los pies del rival de Guillermo, de forma que al perder éste el equilibrio cayera hacia delante, encima del propio Pelet. Tuvo éxito en su propósito y la nuca del ser quedó a la vista del de Montmorency, que le descargó un tajo con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, el enemigo se desmoronó como un saco de tierra.

No se entretuvieron en averiguaciones, puesto que el ribaldo estaba en una situación crítica, tratando de contener con su azcona a un enemigo inmune a ella. Aquel ente extraño no reaccionó para defender su espalda al oír el grito de triunfo de Guillermo, persistiendo en su intento de acabar con su rival. Al no llevar casco, con un solo golpe en el cogote, el franco se libró de él.

Se miraron entre ellos dudando de que aquello fuera real, pero Guillermo, inquieto por Bruna, les dijo perentorio:

–Tomad sus armas y prosigamos. No hay tiempo para charlas.

El francés apresuró el paso del grupo. Deseaba llegar donde su dama estuviera y, cuando aparecieron dos más de aquellos seres al fondo de un corredor, cedió el candil a Pelet, que le seguía, y se enfrentó a los seres, hombro con hombro con Renard. Esta vez iban bien armados.

–Vamos a por ellos. Pelet debe ganarles la espalda mientras nosotros les resistimos de frente.

Pero al entrar en contacto con sus mudos enemigos, Pelet, que se encontraba atrás, gritó:

–¡Hay otros aquí!

En efecto, atrás habían dejado una bifurcación de tenebrosas galerías y por allí aparecieron un par de aquellos engendros que con su pertinaz determinación atacaron a Pelet. Éste, con el candil en la mano, retrocedió apresurado, intentando cubrirse. Apenas había logrado desenfundar su espada cuando el candil de barro cocido y su vacilante llama se fueron al suelo rompiéndose en pedazos. Y se hizo la oscuridad más profunda.

Guillermo no había previsto aquella eventualidad y pensó que estaban perdidos. Ni las tinieblas detenían a aquellos seres que continuaron golpeando, aunque pronto percibió que lo hacían a ciegas. Sus espadas chocaban tanto contra los escudos como contra las paredes, haciendo saltar chorros de chispas cuando el hierro acertaba en una piedra pedernal. Intentó sólo cubrirse. De nada le servía luchar, si sólo un golpe preciso podía acabar con aquellos engendros incansables. Sin luz era imposible acertar. ¿Cuánto tiempo resistirían antes de sucumbir? Se dijo que jamás saldrían de aquel laberinto tenebroso.

«Nuestros enemigos combaten como bestias feroces.»

Yehuda Ha-Levi, 102

Después de su encuentro con los golems, el grupo de Hugo reanudó su marcha, presuroso, en una larga hilera de luces de candil que les asemejaba a una luciérnaga gigante deslizándose por los túneles. Por momentos, aquella vibración subterránea parecía aumentar y eso inquietaba al rabino David, que les decía:

–Deprisa, si llegamos tarde, será una catástrofe.

Pero lo que temían, ocurrió. En una encrucijada se encontraron con varios de aquellos seres de frente, mientras otros les atacaban por los flancos y retaguardia. La lucha se generalizó y las espadas entrechocaban entre gritos de los asaltados, algunos de dolor, otros dándose ánimos e instrucciones, mientras que aquellos entes se movían determinados, como perros de presa pero silenciosos.

En la vanguardia, el de Mataplana envió a cuatro de sus hombres a enfrentarse a otros tantos enemigos y con otros tres hizo una cuña que, infiltrándose entre los combatientes, les ganó la espalda. Aquellos golems, casi invencibles de frente, eran incapaces de protegerse frente a dos enemigos y, uno a uno, fueron cayendo.

Pero el ataque estaba causando estragos en otros lugares y Hugo corrió con sus compañeros a socorrer a los que se encontraban en apuros. Habituados a la torpeza de aquellos seres y conociendo su vulnerabilidad, no era difícil eliminarlos. Cuando el último cayó, no hubo tiempo de recuperar el aliento. Había ayes de heridos, lágrimas y lamentos por los muertos. Uno de los ataques laterales había tomado a los rabinos por sorpresa y tres cayeron bajo los tajos enemigos antes de que pudieran reaccionar ni recibir socorro. Dos muchachos habían muerto combatiendo y había cuatro heridos, de los cuales dos no podrían seguir al grupo. Hugo contó los restos de diez golems y quiso que los rabinos tomaran las armas de aquellos seres para protegerse.

–No podemos permitir que esto nos ocurra de nuevo -les dijo-. En el peor de los casos, debéis estar listos para protegeros de los primeros golpes hasta que os llegue ayuda.

–No nos entretengamos -insistió el rabino David-. Habrá que dejar aquí, junto a los cadáveres, a quien no pueda seguir.

–He perdido mi plano -dijo Benjamín angustiado. Sangraba levemente de un brazo-. Ni siquiera sé en qué dirección íbamos.

El ataque había desconcertado a la pequeña tropa y Hugo ordenó que se buscara el documento. La lucha se había extendido por alguno de los corredores laterales de la plazoleta subterránea donde fueron asaltados y la mayoría estaban aún bajo la impresión, desorientados.

–Siento la vibración, la energía del rito -dijo David Quimhi. Y señaló-: íbamos en esa dirección.

Efectivamente, un rumor profundo iba llenando los túneles y parecía aumentar paulatinamente.

–Tenemos que apresurarnos -insistió el rabino-. No podemos llegar tarde.

–¡Aquí está! – gritó uno de los hombres de edad mostrando un pergamino.

Y sin esperar más, emprendieron la marcha a paso rápido. Al poco sintieron crecer la energía, que parecía llegar a ellos en el aire a modo de olas vibrantes, mientras oían a murmullos las voces a coro declamando las frases secretas.

–Estamos llegando -musitó Benjamín.

–Preparaos para combatir a esos seres -advirtió Hugo.

Pero no toparon con ninguno de aquellos entes tenebrosos. Pronto vieron claridad y en el siguiente recodo irrumpieron en una sala que daba a otra mayor, iluminada por teas, y en ella, a sus pies, todo un ejército formado de espaldas.

–Hemos llegado al corazón del laberinto -dijo el rabino-. Ahora es cuando debemos demostrar nuestro valor. ¡Que Adonai nos ayude!

Aquellas figuras en formación estaban poseídas de un extraño temblor y en el otro extremo, en una sala parecida, también elevada sobre la mayor y a la misma altura que la suya, vieron un altar y una cruz con una mujer desnuda en ella. Un grupo de hombres recitaban a coro, a cuatro tiempos, con una fuerza y un poder extraordinarios, una salmodia en hebreo antiguo. Frente al altar, estaba el arzobispo con su casulla de pedrerías y los brazos en cruz.

–¡Quiera el Señor que no sea demasiado tarde! – exclamó el rabino.

Los más ancianos se agruparon y David Quimhi, después de escuchar con atención a los del otro lado, se puso a recitar rítmicamente otras invocaciones incomprensibles para Hugo. Enseguida se le unieron, a coro, los demás. Sus voces empezaron a subir en volumen y hacían contrapunto a los cuatro tiempos de los contrarios. Pronto, aquel ámbito subterráneo se llenó de resonancias cruzadas y la vibración se hizo insoportable. Los soldados de barro se sacudían más aún, de forma espasmódica, como si un terrible sufrimiento les aquejara.

–¡Dios mío! – exclamó Hugo, que, preocupado en colocar a su pequeña tropa para la defensa, no se había fijado al llegar en lo que ocurría en la sala más lejana-. ¡Están crucificando a Bruna!

–¡No vayáis! – dijo Benjamín sujetándolo del codo-. ¡Tenéis que quedaros aquí!

–¡Venid, ayudadme a rescatar a mi dama! – repuso Hugo sacudiéndose de encima su mano.

–¿Pero no veis lo que ocurre? – le advirtió el joven Benjamín-. Es el verbo contra el verbo. Es el poder de la creación en lucha. Estamos impidiendo el conjuro, estamos frenando a las almas a punto de poseer los cuerpos. ¡Debemos proteger a los ancianos, que no se les interrumpa! Si fracasamos, la peor de las catástrofes caerá sobre el mundo.

–¡A mí sólo me importa mi dama!

–¡Deteneos! Si impedimos los planes del arzobispo, tendréis a vuestra dama. Si triunfa, ella también estará perdida.

Y señalando al otro lado, Benjamín dijo:

–Fijaos.

Berenguer notó de inmediato la disrupción, el contrapunto destructivo que los recién llegados conferían a su cadencia áurea y dio instrucciones a Elie. Éste tomó a la mayor parte de la guardia y corrieron hacia el grupo del rabino David. Los muchachos, con Hugo al frente, se enfrentaron a las tropas del arzobispo mientras los mayores declamaban aquellas terribles frases de fuerza inusitada.

Los oradores del verbo recitaban, como en éxtasis, indiferentes al peligro, mientras que los soldados de Berenguer intentaban matarles y los jóvenes hebreos, con más valor que habilidad, protegerles. De cuando en cuando, uno de los sicarios llegaba a ellos y les hería, incluso derribaba a alguno sobre un charco de su propia sangre, pero, impávidos, los supervivientes continuaban entonando el verbo como si su vida no importara. Hugo vio que tenían las de perder; era el primer combate para la mayoría de aquellos chicos, no aguantarían. Y decidió que, al igual que a los golems, a aquel enemigo había que golpearle en la nuca. Así que gritó:

–¡A por el arzobispo!

Y empujando a su rival, se abrió paso a golpes de espada, saltó al suelo de la sala mayor y fue corriendo en busca de Berenguer. Elie se dio cuenta del peligro y ordenó a varios de los suyos que le acompañaran en la persecución de Hugo. El plan había funcionado y de momento la lucha en la zona de David y sus rabinos quedó igualada.

«Sabed bien que si ellos le vidiessen non escapara de muort.»

[(«Sabed que si ellos le vieran, no saldría vivo.»)]

Poema de Mío Cid

Sumidos en la oscuridad, Guillermo, Renard y Pelet intentaban cubrirse de los golpes que los incansables «hombres oscuros» asestaban. El de Montmorency comprendió que era inútil devolver los tajos, puesto que nunca les alcanzarían donde eran vulnerables, mientras que ellos les podían herir o matar en cualquier envite. Reparó entonces en que ninguno de aquellos engendros había hablado y supuso, por el desacierto de sus golpes, que tampoco veían en la oscuridad. Serían mudos y quizá también sordos. Y si oían, no tenían por qué entender una lengua extranjera como lo era la de oíl.

Así que Guillermo decidió correr el riesgo: -Enfundemos las espadas, que de nada nos sirven, y salgamos de aquí a gatas, con el escudo en la espalda, rápidos para confundirlos, evitando que nos hieran.

–¿En qué dirección? – preguntó Pelet-. Estoy desorientado.

–En la mía -repuso Renard-. Era la que llevábamos. Encontrémonos a cuarenta pasos de aquí.

Guillermo supo de inmediato que los entes sí oían, puesto que un chorro de chispas muy cercano a su cabeza confirmó que la espada, que había chocado contra un pedernal del muro contra el que se protegía, le buscaba.

El tenue destello le dejo ver que otro de aquellos seres, a la derecha, levantaba su arma para herirle. Rápido, protegido de nuevo por las tinieblas, se lanzó al suelo y esquivó el golpe que, a juzgar por el sonido, debió de impactar en su atacante de la izquierda. Gateando en la dirección en que había oído a Renard e intentando protegerse la espalda con el escudo, dedujo por el estruendo que sus dos agresores se habían enzarzado en una muda, pero estrepitosa batalla entre ellos, creyendo que era a él a quien atacaban. En su carrera a gatas, dio con lo que le parecieron unos pies y rápidamente se hizo a un lado continuando su huida. El sonido casi inmediato del metal contra la piedra del pavimento le indicó que había chocado con otro de los «hombres oscuros». Su carrera se truncó al golpearse contra un muro con tanto vigor que casi, a pesar del casco robado al carcelero, estuvo a punto de perder el conocimiento. Juzgando que el peligro más inmediato había pasado, se levantó consciente de que aquélla era la dirección en la que había oído a Renard. Tanteando la pared, reconoció la orientación del pasadizo y la siguió cauteloso por treinta pasos. Por el barullo que oía atrás, pensó que aquellos seres continuaban con su trifulca y, cubriéndose con su escudo y con su brazo derecho extendido, fue palpando el muro en silencio hasta que topó con algo que se movía. Dando un salto hacia atrás y protegiéndose con su defensa, susurró:

–¿Quién sois?

–Pelet -repuso éste en un cuchicheo.

–¿Y Renard?

–Aquí -oyó a distancia de unos pasos.

–Creo que les hemos despistado -musitó Guillermo, y callando unos momentos para escuchar los ruidos distantes en el túnel, continuó-, pero estamos perdidos.

–Yo no -dijo el ribaldo-. Venid a mi lado y después seguidme. A unos treinta pasos a la derecha tiene que haber un pasadizo.

–¿Cómo podéis estar tan seguro? – inquirió Guillermo.

–Tengo buen sentido de la orientación y siempre me han fascinado los planos. Lo guardo en mi memoria, señor.

En hilera de ciegos, apoyando la mano en el hombro del de delante, se dejaron guiar por el ribaldo, que tanteaba unas paredes que parecían vivas por un tenue temblor creciente que las sacudía, haciendo que todo el pasadizo retumbara.

–¿Qué será eso? – se preguntaba Renard.

–No lo sé, pero sospecho que es obra de Berenguer -le contestó Guillermo.

Pero la vibración iba en aumento y, en un recodo, el ribaldo se detuvo vacilante.

–¿Qué ocurre?

–Estoy intentando recordar. Ese giro del pasadizo no me consta. Esperadme aquí.

Y se puso a palpar las paredes mientras Guillermo se debatía entre la impaciencia de encontrar a Bruna, sus oraciones para que estuviera bien y la inquietud de perderse en aquel lugar tenebroso y nunca más ver la luz del día.

–Probemos a la derecha -dijo Renard.

Y la fila de invidentes se puso de nuevo en marcha. Poco a poco, el aire rancio con olor a moho de las galerías empezó a mostrar un aumento de energía que se transmitía por las paredes y crecía en forma de temblor. Guillermo se dijo que iban en la dirección correcta. Aquello debía de proceder del centro del laberinto. Allí estarían Bruna y el arzobispo. ¿La encontraría con vida?

«Emet, Meit.»

[«Verdad, Muere.»)]

Conjuro cabalista

Hugo se dio cuenta de que no podrían resistir el ataque de los hombres del arzobispo y decidió acometerle a él directamente. Como al rey del ajedrez, si le hacía mate, la partida estaba ganada. Librándose de sus adversarios y evitando la escalera de piedra, saltó a la sala mayor, cuyo piso estaba más bajo, y corrió hacia Berenguer. Elie, el mayordomo de éste, comprendiendo sus intenciones, abandonó el ataque para seguirle junto a varios de los suyos.

Mientras, otra batalla se libraba a un nivel muy distinto. Las voces de un extremo hacían contrapunto con las del otro en su rítmico lenguaje secreto de poder, origen de la vibración que lo sumía todo. Era la fuerza del verbo y del contraverbo. Al mismo tiempo, en la sala mayor, la del centro, las figuras de aquel ejército naciente se retorcían cual presas de gran dolor.

Al llegar al otro extremo, Hugo vio arriba, detrás del altar, a Bruna en la cruz y, frente a ésta, al arzobispo. Le pareció que la muchacha tenía los ojos entreabiertos y pidió al cielo que estuviera viva. Contemplar a su amada en esa guisa le enfureció, pero tuvo que contenerse cuando vio que Berenguer estaba protegido por dos soldados de guardia y que Elie le seguía junto a un par más. No tendría la menor posibilidad contra cinco.

Decidió atacar a los hombres barbados que recitaban letanías. Quizá pudiera causar estragos en ellos e interrumpir así la nigromancia, aunque, con sus perseguidores pisándole los talones, apenas podría repartir algunos mandobles antes de que le mataran. Pero llegando a ellos la guardia que protegía al arzobispo, situada, al igual que los barbados, en el plano superior de la sala pequeña de aquel extremo, se apresuró a interceptarle el paso. ¡Estaba perdido! No tenía tiempo para pensar, menos aún para lamentarse, pero sintió una gran pena por el triste final que le esperaba a Bruna por su fracaso. Decidió dar la vuelta y enfrentarse a sus perseguidores. Eran tres contra uno, pero si subía al nivel superior, serían cinco.

Se colocó en el desnivel entre salas, en un lugar sin escaleras para evitar que le rodearan, pero, aun así, Elie y los otros dos empezaron a golpearle mientras él trataba de herir al mayordomo con más audacia que esperanza. Entonces comprendió que su fin había llegado.

Cuando la vibración se convirtió en voces, Guillermo supo que llegaban al centro del laberinto. Estaba angustiado, se habían entretenido demasiado con «los hombres oscuros» y rezaba para llegar a tiempo.

Al fin vieron luz y, primero a tientas y después ya seguros, corrieron hacia el lugar de donde todo partía.

El de Montmorency, espada en mano, tuvo que refrenar su primer impulso de lanzarse a la acción para comprender qué estaba pasando. Era una enorme estancia subterránea donde los hachones iluminaban una escena horrible de cientos de seres, mitad persona, mitad estatua, vestidos, armados y en formación como soldados, retorciéndose y gruñendo en lo que parecía un gran dolor. En los dos extremos del recinto había sendas piezas de las mismas proporciones, más elevadas, más pequeñas, colocadas simétricamente. En ambas, grupos de hombres recitaban letanías incomprensibles en dirección a la estancia central con una cadencia muy particular. Aquél era el origen de la vibración, de la fuerza. Habían entrado cercanos a la sala en la que había un altar y tras él Guillermo vio horrorizado a Bruna crucificada. Allí estaba también el arzobispo Berenguer junto a Sara, contemplando a un guerrero que, de espaldas a la pared, se batía contra tres. El franco reconoció a Hugo y su instinto le dijo que era a él a quien debía ayudar y al grito de: «Por la Dama Ruiseñor», se lanzó, seguido por Renard y Pelet, sobre quienes acosaban al de Mataplana.

Los de Guillermo estaban más bregados en batallas que los soldados de Elie y al primer envite mataron a uno. Fue entonces cuando Berenguer, viéndose en peligro, gritó:

–¡Adán, despierta! ¡Acaba con ellos!

Y un guerrero, que hasta el momento había formado impávido e inmóvil frente al convulso ejército de sus semejantes, se puso de inmediato en movimiento. Fue Pelet quien lo vio llegar por atrás y le recibió cubriéndose con su escudo, mientras sus compañeros acababan con los hombres del arzobispo.

El primer golpe de Adán partió en dos el escudo, sin que el brazo de Pelet, que lo sujetaba, resultara herido. Impresionado por tanta fuerza, éste dio un paso atrás, que aprovechó el golem para acercarse. Pelet creyó ver un hueco, estiró su brazo con toda su fuerza y hundió su espada rasa en el pecho de aquel ser. Adán, sin dar muestra de dolor alguno, descargó un mandoble en la cabeza del infeliz matándole al instante.

Los dos hombres que protegían al arzobispo bajaron en ayuda de Elie, ya solo frente a Hugo y Guillermo, y Renard tuvo que encararse con Adán. Lo hacía con precaución, en vista de lo ocurrido a su camarada. Se limitaba a esquivar los golpes y, adivinando la naturaleza de aquel ser, intentaba ganarle la espalda como hicieron con los del laberinto. Pero éste era mucho más ágil; en realidad le superaba a él con creces y en pocos instantes había recibido dos golpes que dejaron su escudo destrozado y su brazo casi insensible.

–¡Ayudadme, mi señor! – gritó angustiado el ribaldo al ver que no tenía posibilidades.

Elie ya había caído y, junto a Hugo, Guillermo acometía a los dos soldados que llegaban, pero, juzgando que el de Mataplana podía contenerlos, le abandonó para socorrer al ribaldo. Llegó por la espalda de Adán con la intención de golpearle en la nuca, pero éste, como adivinándole, se giró haciendo molinete con su arma y obligó al de Montmorency a echarse hacia atrás. Con otro medio giro golpeó a Renard, que pretendía herirle aprovechando su distracción, pero fue él el sorprendido por la increíble agilidad del monstruo, que lo derribó de un tajo sobre su maltrecho escudo y brazo. Rodó sobre sí mismo y consiguió escapar por muy poco del siguiente ataque de Adán. Éste no se distrajo y, girándose, detuvo con su espada el golpe que Guillermo le lanzó con la suya. Rápido, el golem, que dada su naturaleza no necesitaba escudo, sujetó el brazo de la espada del francés con su otra mano y. retorciéndoselo brutalmente, le hizo soltar el arma. El de Montmorency quedó a merced de aquel ser que sujetaba su muñeca, con la única defensa de un escudo, ridículo para la fuerza de su oponente. Adán empezó a golpearle brutalmente.

Renard hizo un esfuerzo por incorporarse. Aun herido, podía huir, pero quiso salvar a su señor. Su libertad, la de su familia, sus sueños de amor, hijos, viñas y amigos dependían de que éste sobreviviera. Y empuñando su espada con las dos manos, se lanzó a golpear la nuca de aquel ser infernal.

Pero éste, que parecía estarlo vigilando con el rabillo del ojo, tiró de la muñeca de Guillermo como si de un pelele se tratara y dejó de golpearle para partir de un certero mandoble la espada de Renard.

Éste, otra vez sorprendido y torpe por sus heridas, no fue capaz de reaccionar y un segundo tajo le penetró profundo entre el hombro y el cuello. Renard soltó un gemido y se desplomó.

Guillermo tuvo el tiempo justo de librarse del inútil escudo y sujetar el brazo con el que Adán asía su espada. Pero empujado por éste, perdió el equilibrio, cayó de espaldas mientras ambos se sujetaban el brazo.

El franco comprendió que estaba perdido. No poseía ímpetu para frenar a aquel enemigo, que, encima y dirigiendo la punta de la espada a su pecho, la forzó hasta tocar su malla de acero. Guillermo quiso sacar fuerzas de su desesperación, pero era incapaz de detener el avance del filo que, poco a poco, se le clavaba. Sabía que Hugo, mientras, luchaba contra los soldados que quedaban y no podía contar con su ayuda.

Miró la cara angulosa de aquel ser, sus ojos oscuros sin brillo y lamentó desesperado no haber sido capaz de rescatar a su dama. La espada ya rompía la malla y penetraba en su pecho cuando algo distrajo su mirada clavada en los ojos inertes del ente. Era un pañuelo. ¡Un pañuelo frotando la última letra de la palabra NDQ, «verdad», en la frente del ser! Y la convirtió en DQ, «muere».

Adán se detuvo inmovilizado, la espada quedó quieta unos instantes, después, cayó con estrépito al suelo y el cuerpo se desplomó pesadamente sobre Guillermo.

«Pulvis es et in pulverem reverteris.»

[(«Polvo eres y al polvo volverás.»)]

Libro del Génesis, III-19

Desde mi cruz, entre sueños desvanecidos y realidad, contemplaba aquel espectáculo increíble del ejército tembloroso y sufriente, de la invocación, de la nigromancia, de la lucha del verbo y del combate con espada…

Me sentía morir poco a poco, con cada gota de sangre perdida, y llegó un momento en que dejé de esforzarme por la vida para, encomendándome al Señor, pedirle perdón por mis pecados. Me abandoné en sus brazos. La muerte me parecía un alivio y quise cerrar los ojos para siempre. Pero algo estaba reteniéndome, algo me hacía conservar la vida y eran mis caballeros. Recobré mis sentidos y recé por ellos. Entreabrí los ojos y vi a Hugo batallando a poca distancia. Después a Guillermo, que se unía a él. Y la esperanza floreció cual primavera para decaer cuando vi aquella imitación de hombre que Berenguer había creado, que ahora se cebaba en los compañeros de Guillermo y luego en él.

Fue algo tan suave como el pañuelo de Sara lo que dio muerte a aquel ser poderoso y terrible cuyo nombre era Adán, así llamado porque debía ser el primero de una raza que, por fortuna para el mundo, empezó y terminó en él.

El cuerpo del golem permaneció unos instantes sobre Guillermo. Luego, dejó caer la espada y se colapso. El de Montmorency quedó inmóvil, debajo, tanto tiempo que yo temí que estuviera herido o muerto. Pero a continuación, se recuperó y se unió a la lucha que Hugo sostenía con los dos soldados, hasta que uno de ellos cayó herido y el otro decidió huir. Sin nadie que les detuviera, se lanzaron sobre el líder de los que declamaban a coro, el rabino llamado Salomón ben Abraham. El hombre no hizo intento de huir y continuó con sus salmodias hasta que las espadas le hicieron callar. Después, los caballeros golpearon a un par más y eso provocó que el resto se dispersara, al principio, aún declamando sus oraciones, pero al fin callaron uno a uno, conforme Hugo y Guillermo les acometían. Entonces, la resonancia del verbo que venía de la sala opuesta lo llenó todo en olas de voz, de fuerza.

Mis caballeros, espadas en mano, se fueron a Berenguer con intención de acabar con su vida y éste no trató de huir. Hugo levantaba ya su arma contra él cuando Sara de detuvo.

–Dejadle -le dijo-. Le necesitamos vivo. Las almas tomarán venganza por el dolor de nacimiento y muerte que ese hombre les ha obligado a experimentar.

El arzobispo, con la mirada extraviada, contemplaba el infinito cual reo esperando el golpe del verdugo en su cuerpo.

Aquellos seres vestidos de soldado dejaron de retorcerse cuando los hombres de Salomón callaron y, uno tras otro, con estrépito, fueron cayendo al suelo, convertidos en tierra cenicienta. Entonces, una nube de polvo se elevó en la gran estancia central hasta convertirse en algo casi sólido que empezó a girar en torbellino. Contemplábamos fascinados y temerosos aquel fenómeno terrible. Al final, aquel polvo vivo pareció, por unos instantes, tomar el aspecto de faz colérica y, después, cual enjambre de saetas y a gran velocidad, se lanzó sobre el arzobispo Berenguer. Mis caballeros, espantados, se apartaron de un salto y el hombre empezó a retorcerse en el suelo, convulso, como antes hicieran los golems. Parecía sufrir un inmenso dolor y se agitaba entre gemidos estremecedores.

Era el castigo, como Sara nos diría después, al rabino que, con una arrogancia inaudita, se creyó capaz de emular a Adonai, el Creador. Capturó almas desencarnadas y las quiso esclavizar en un cuerpo de barro. Ahora ellas, llenas de cólera, habían tomado venganza por los sufrimientos pasados. Por eso quería al arzobispo aún vivo, para que fuera su víctima y evitar así que otros sufriéramos aquel odio.

Cuando Hugo y Guillermo se recuperaron del estupor que tal escena les causó y vieron que ningún peligro nos acechaba, se apresuraron a bajarme de la cruz. Entonces fui consciente de mi desnudez y me avergoncé. Sara les guió explicándoles cómo moverme. Me desataron con cuidado, extendieron su manto en el suelo y me depositaron sobre él. La mujer midió mi pulso, escuchó mi corazón, besó mi frente y, al buscar el calor entre mis pechos, dijo:

–Creo que hemos llegado a tiempo. Está muy débil, pero vuestra dama vivirá.

Ellos suspiraron aliviados y vinieron a besarme en frente y mejillas, asegurándome su devoción. Yo apenas pude musitar un gracias.

Sara aseguró mis vendas para contener de una vez las hemorragias. Recuperó mis vestidos y me los puso, ya que yo era incapaz de moverme. Empezaban a preparar unas parihuelas cuando el rabino David Quimhi llegó con los supervivientes de su grupo. Sus voces habían callado al derrumbarse el ejército. El rabino abrazó a Sara y a Hugo. Después, entonaron junto a la mujer y los suyos una oración de gracias y alabanza al Altísimo.

–Os doy las gracias, Hugo de Mataplana, por la ayuda que nos disteis -dijo el rabino-. Sin vosotros, no hubiéramos podido detener al arzobispo y al rabino Salomón.

Hugo repuso que sin ellos no hubiera podido rescatarme y apreció su valor.

–Que Adonai os conceda vuestros deseos -concluyó David Quimhi.

Sara sonrió al oír la frase y a continuación inquirió:

–¿Y qué deseabais? ¿En busca de qué vinisteis a Narbona?

Hugo y Guillermo se miraron sorprendidos. El único propósito que recordaban era rescatarme, y tanto se empeñaron en ello que habían olvidado lo que les trajo a la ciudad.

–La carga de la séptima mula -repuso al fin Hugo.

–Levantad la piedra del ara -dijo la mujer.

Quitaron el lienzo que vestía el altar y vieron que éste estaba formado por una gran losa rectangular que cubría lo que tenía aspecto de un sarcófago. Al quitar la lápida, vieron en su interior, colocados en rollos, los documentos que buscaban.

Guillermo y Hugo se miraron con una sonrisa incrédula. Allí estaba la carga de la séptima mula; «la herencia del diablo».

«¡Desterrados de Sión que están en Sefarad!»

Yehuda Ha-Levi, 121

Otra urgencia impedía a Guillermo ver el contenido de aquellos documentos tan ansiados y corrió al lugar donde Renard había caído. Éste yacía sobre un gran charco de sangre. El tajo que recibió de Adán era terrible y Guillermo, sólo al verlo, supo que se moría. Sus ojos vidriosos reconocieron al caballero y trabajosamente quiso levantar su mano. Éste la tomó. El ribaldo quería hablar y le escuchó atento.

Pero Renard fue incapaz de pronunciar palabra y Guillermo le dijo:

–No paséis cuidado, que he de cumplir lo prometido. Protegeré a los vuestros.

Una sonrisa acudió a los labios de Renard y expiró. El de Montmorency se arrodilló frente al cuerpo musitando una oración al tiempo que recordaba el desdén y desprecio que antes sentía por los ribaldos. Se percató de la ironía de que fuera uno de ellos, fiel a su palabra e increíblemente leal, quien diera la vida para salvar la suya.

–Pocos caballeros hubieran sabido ser tan bravos y gallardos -susurró al muerto-. Os prometo que, cuando llegue a Carcasona, nada le ha de faltar a vuestra mujer e hijo.

Los supervivientes salieron por el camino de las mazmorras en una gran comitiva. Guillermo y Hugo llevaban como rehén al arzobispo Berenguer, que murmuraba incoherencias y parecía haber enloquecido.

–Lo que le ha ocurrido es pavoroso -les dijo el rabino-. Nunca recuperará la razón, nunca volverá a ser el mismo.

Bruna pensó que eso era un alivio. El camino de regreso fue lento debido a los heridos, algunos de los cuales debían ser transportados en parihuelas. No tuvieron ningún mal encuentro en los pasadizos. Los seres creados por Salomón y Berenguer habían desaparecido, quizá para siempre. La guardia del palacio se sorprendió al ver aquel gentío que salía de las mazmorras y al arzobispo, que, sumiso, acataba las órdenes de un joven caballero que hablaba con su mismo acento. Ellos también se apresuraron a obedecer y así todos regresaron a sus casas sin contratiempos.

Pasaron un tiempo en Narbona mientras la salud de Bruna mejoraba con los cuidados de Sara. El rabino David y Hugo tuvieron una extraña negociación con el nuevo mayordomo del arzobispo. Berenguer casi no hablaba y cuando lo hacía era para soltar sandeces. Al morir Elie, la responsabilidad recayó sobre el segundo mayordomo. A éste le asustaban las nigromancias y siempre había intentado mantenerse al margen. Escuchó, incrédulo y horrorizado, el relato de los soldados que sobrevivieron y vio que su señor había perdido la razón. Después, accedió a que los judíos sacaran a sus muertos, enterró discretamente a los cristianos y pactó silencio sobre lo ocurrido. Hizo tapiar la entrada del laberinto, tanto desde el palacio como desde cualquier otro acceso conocido. Nada había ocurrido, según él, y los pasadizos subterráneos se convirtieron en leyenda.

Tampoco al rabino David le convenía proclamar los hechos, en especial el papel del rabino Salomón en ellos y la posibilidad de que alguien creara golems.

–Suficiente presión ejercen los señores cristianos y la Iglesia católica sobre nosotros -decía-, para que se nos cuelgue el sambenito de brujos.

–¿Por qué os habéis opuesto a los planes del arzobispo? – quiso saber Guillermo-. Hubiera mejorado la situación de vuestro pueblo.

–¿A cambio de qué? – se interrogaba el rabino-. ¿De construir una vida basada en la nigromancia? ¿De ofender a Adonai tratando de crear como Él? Sabed que el poder y la conciencia suelen progresar juntos conforme el espíritu del ser humano lo hace. Pero hay excepciones. Hay quien obtiene un gran poder antes de alcanzar la conciencia necesaria y, entonces, hace mal uso de su fuerza, a veces con resultados desastrosos para la humanidad. Ved si no al abad del Císter Arnaldo. Es un caso de poder físico, de fuerza de armas. Sus crueldades horrorizan. Lo mismo hubiera ocurrido con Berenguer y Salomón, sólo que el origen de su poder era la energía sutil, espiritual, que ellos hubieran ensuciado transformándola en fuerza física, en violencia y muerte.

–¿Así que os resignáis a que vuestro pueblo continúe sometido -dijo Hugo-, a que os ultrajen e, incluso, asesinen?

–¡No, claro que no! – repuso el rabino-. Nos defenderemos a toda costa, pero acatando la voluntad de Adonai. Y cuando Él nos conceda un mayor poder espiritual, lo usaremos para su mayor gloria, nunca para insultarle queriendo crear como Él. Tememos su cólera, fuente de todo mal. No, jamás el reino judío de Septimania retornará, al menos no a ese precio, y, si sobre nosotros cae una persecución terrible, nos desterraremos a Sefarad.

La vida de los tres tomó por primera vez un aire de rutina durante los días de recuperación de Bruna. Sólo unos pocos en la comunidad judía conocían su estancia en casa de Sara y su identidad estaba protegida. Hugo y Guillermo se restablecieron de sus heridas al cuidado de los hábiles médicos judíos y se instalaron en la posada con sus papeles anteriores. Uno como caballero cruzado y el otro como trovador que jamás se cansaba ni de conversar ni de preguntar. Pero constantemente visitaban a Sara, para cortejar a Bruna, y también al rabino David, que junto a otros sabios de su comunidad, les ayudaba a revisar los documentos. Aunque todos tenían traducciones latinas, aquellos hombres cultos identificaron los escritos en arameo, la lengua que habló Cristo, encontrando nuevos significados a lo traducido.

–Faltan los documentos más recientes -les advirtió Sara.

–¿Cómo lo sabéis? – quiso saber Hugo.

–Porque lo comentó el arzobispo. Se trata de las genealogías directas de la dama Bruna de Béziers. Por eso, lo primero que le preguntó Berenguer fue por sus abuelos paternos y maternos.

–¿Qué ocurrió con esos escritos?

–Se los quedó la Loba de Cabaret.

–¿Ella? – se extrañó Hugo-. ¿Y por qué?

–El arzobispo pensaba que sustrajo esos documentos por envidia. No quería que ninguna otra dama pudiera llevar el apodo de Dama Grial. Ella identifica el Grial con el Joy, pero una mayoría lo haría con la «Sangre real» del sucesor de Cristo.

–Habrá que recuperarlos -dijo el de Mataplana.

Durante los últimos días, sólo el presente, o quizá el próximo instante, había ocupado la mente de los caballeros, pero conforme Bruna se recuperaba, el futuro más lejano empezó a preocuparles. Cada uno lo rumiaba por su cuenta, hasta que al fin la Dama Ruiseñor abrió el debate.

–¿Y ahora qué vamos a hacer? – Recuperar el resto de documentos -repuso Hugo. – Quizá eso sea importante para un caballero de Sión -contestó Guillermo-, pero

no para mí. Yo ya sé todo lo que preciso. Mis tres enigmas se han resuelto. Hemos encontrado los documentos, conozco su contenido y sé por qué Arnaldo quería asesinar a Bruna.

–¿Y qué vais a hacer ahora? – inquirió ella. – No lo sé, pero no pienso separarme de vos. Os amo y os protegeré con mi vida. A Bruna le enterneció esa nueva declaración hasta el punto de que sus ojos se

humedecieron. Y calló a la espera de que Hugo se manifestara. – Yo también os amo -dijo el de Mataplana. – ¿Me amáis o es sólo vuestro deber de protegerme? La dama sentía que, mientras Guillermo le dedicaba una devoción incondicional, la

posición de Hugo no era tan comprometida. – Es mi deber y es mi amor, mi señora. – Bonita respuesta galante, propia de un trovador de la Fin'Amor -repuso ella con

resentimiento. Pero notó en sus manos el contacto de las del de Mataplana, que le miraba con intensidad. – No os equivoquéis, mi señora. Que no os confunda el Joy y la galanura; os amo mucho más que a mi vida. Y no deseo otra cosa que poderla vivir con vos.

«Nos espees sunt bones e trenchant; ñus les feruns vermeilles de chald sane.»

[(«Son buenas y tajantes nuestras espadas; rojas las teñiremos de cálida sangre.»)]

La Chanson de Roland, LXXVI

Llegó el día de dejar Narbona y lo hice con pena. El tiempo de mi recuperación fue de música, canto, amor y una intensa felicidad. Más intensa cuando yo la presentía breve y la disfrutaba apurándola hasta la última gota.

Cuando nos despedimos de nuestros amigos Sara, el rabino David y los demás, no había noticias del arzobispo, nadie le había visto en público y los rumores decían que no estaba bien. Se confirmaba lo esperado. Salimos los tres juntos por la misma puerta por la que entramos, la Real. De nuevo, andábamos el camino, yo otra vez disfrazada de escudero; todo parecía igual, pero ya no lo era.

Llegamos a Narbona en búsqueda de respuestas a nuestras preguntas y ahora las teníamos. De alguna forma, nuestra misión, la razón para estar juntos, había dejado de existir y comprendí que el viaje a Cabaret para recuperar los documentos sustraídos por la Dama Loba no era más que una excusa. Quizá Hugo tuviera motivos para ir, porque era caballero de Sión, pero Guillermo no. La única razón de Guillermo era su amor por mí, un amor que le forzaba a luchar contra los suyos, a traicionar al legado papal. Por un tiempo, su entrega, su pasión, lo convirtió en mi favorito. Pero Hugo, del que llegué a dudar, estaba más solícito que nunca y no ocultaba los celos desesperados que a veces le arrebataban. Me declaraba su devoción siempre que podía mostrando ahora tanto cariño o más que su rival.

Sólo quedaba algo por hacer; que yo tomara partido por uno de ellos. Una dama con dos galanes paseándose por la ensangrentada tierra occitana era un absurdo; aquello no podía continuar. Debía decidirme, de lo contrario, quizá terminaran por matarse al primer envite. Pero me tranquilizaba pensar que ese peligro quedaba atrás; habíamos pasado demasiado juntos. De cuando en cuando, se decían uno al otro: «Lamentaré mataros cuando lo haga», y la respuesta sonriente era: «Fatuo catalán; seré yo quien os mate», pero yo sabía que bromeaban, que eran camaradas y que había mucho de hermanos entre ellos.

Pero era incapaz de decidirme. Guillermo suplicaba para que le acompañara a su país. Me decía que renunciaría a su carrera eclesiástica, que allí estaría segura, que todo lo suyo era mío y que si algún temor me quedaba, nos iríamos a Tierra Santa. Hugo quería llevarme a Cataluña, al castillo de su padre en Mataplana. Me aseguraba que allí sería reina, que era lugar de trovadores y que todos me cantarían. Yo sonreía diciendo que primero debíamos recuperar los documentos perdidos, pero en realidad nada me importaban; era una excusa para no renunciar a uno de ellos.

A veces miraba a Hugo y pensaba que era él. Había sido mi primer amor y jamás dejó de serlo. Mi corazón aún se aceleraba cuando a veces nos rozábamos sin pretenderlo y me invadía una gran ansia por besarle, por abrazarle, por unir mi cuerpo al suyo.

Pero allí estaba Guillermo y su presencia evitaba que me decidiera por el de Mataplana, porque la devoción que me ofrecía el franco, el amor que me manifestaba era infinito. Le había temido y odiado al conocerle, pero, poco a poco, otros sentimientos me vencieron. Lo nuestro fue creciendo, incluso superando, a ratos, lo de Hugo. Me sentía confusa, muy confusa.

Y así me debatía sumida en mis pensamientos. Debía decidirme. Pero ¿por cuál? En realidad deseaba que aquel tiempo de los tres juntos no terminara nunca, que fuera infinito. Vivíamos una época horrible donde el diablo y la muerte cabalgaban juntos, arrasando campos y ciudades, pero para mí era el tiempo del amor. Yo no lo había querido así. Pero así era.

Hacíamos nuestro camino, tranquilos, sin prisa. Acampábamos en los lugares más bellos, a veces sólo unos momentos, para la contemplación: en las orillas de los remansos del Aude, en los prados, en los bosques donde los rayos del sol se filtraban a través de las hojas aún verdes de los árboles… La guerra había dejado de existir para nosotros y, al poco de detenernos, sonaban las vihuelas y la guitarra, cantábamos, reíamos, gozábamos de nuestra compañía y del momento efímero.

Pero con frecuencia, al igual que las primeras señales de otoño, que daba ya noches frías y alguna hoja amarillenta, nos topábamos con las huellas de la tragedia que tan ajena queríamos suponer. En ocasiones, era el encuentro macabro de un cadáver que llevaba semanas insepulto; otras, simples noticias que nos transmitían los caminantes.

Fueron unos mercaderes escoltados por una potente tropa, para protegerse de los muchos desesperados que aún rondaban los caminos, quienes nos lo dijeron.

El legado papal Arnaldo había excomulgado de nuevo al conde de Tolosa.

No por anticipada, la noticia dejó indiferentes a mis caballeros. Hugo se indignó, lamentándose de la naturaleza traidora del abad del Císter, que, habiendo derrotado al vizconde Trencavel, atacaba ahora al conde de Tolosa con la excusa de que no había cumplido con sus compromisos de Saint Gilles, sin haberle dado tiempo para hacerlo, ya que, hasta hacía pocos días, éste estuvo junto a los cruzados.

–El arte de la guerra -comentó Guillermo con una sonrisa.

–Sí, una jugada maestra de traición -repuso Hugo iracundo-. Pero no tiene nada que ver con Dios, con el Dios que Arnaldo dice representar.

–¿Hay alguna guerra de Dios? – quise saber.

Me miraron en silencio. Aún les sorprendía al intervenir en conversaciones políticas.

–No lo sé -repuso Hugo al fin-. Pero hay guerras justas. Y ésta es muy injusta.

–La cruzada sigue y eso no le gustará a vuestro rey Pedro -dijo Guillermo con un tonillo irónico.

–¿Os dais cuenta de que quiere terminar con todos los caballeros de Sión de los que conoce su identidad? – insistió el de Mataplana.

–¿Y ése es el motivo de la excomunión? – interrogué.

–¿Cuál si no?

Y la pregunta quedó en el aire, sin respuesta.

Aquellos días hermosos terminaron bruscamente. Estábamos a poco menos de un día de camino de Cabaret cuando un trino, que resultó no ser de un pájaro, alertó a Hugo.

–Nos están vigilando -dijo.

–¿Quién? – inquirió Guillermo.

–Son rastreadores de Peyre Roger de Cabaret. Nuestro amigo debe de estar preparando algo.

Yo sentí aprensión, pero mis dos caballeros, quizá aburridos de tanta música y paz, se mostraron excitados. Se fueron hacia un grupo de matojos cercanos a un bosque y consiguieron localizar al falso pájaro. Conocidos de Cabaret, el hombre no tuvo inconveniente en indicarles por dónde la partida de su señor trotaba.

Fuimos a su encuentro y, cuando Peyre Roger y los suyos vieron a Hugo y al Caballero del Ruiseñor, nos recibieron con grandes muestras de alegría. Eran unos veinticinco jinetes que venían muy contentos. Acababan de asaltar una unidad de aprovisionamiento de los cruzados y llevaban con ellos un buen botín en caballos, armas y vituallas.

–Nuestros exploradores han localizado, a un par de millas en dirección a Carcasona, otra presa interesante -nos dijo el de Cabaret después de los saludos-. Os invitamos a uniros a nosotros. Echábamos en falta a Hugo de Mataplana y a su amigo el Caballero del Ruiseñor.

Ambos aceptaron encantados y Guillermo quitó el cuero que cubría su escudo para que el ruiseñor rojo, representado elevando su pico para cantar, se mostrara de nuevo.

Me hicieron quedar con dos escuderos que no entraban en combate porque vigilaban el botín y se despidieron de mí sin ni siquiera darme la mano para no delatar mi condición. Y se fueron felices, bromeando, dejándome con una angustia infinita.

Troté hasta una colina cercana para verles más tiempo, pero al poco desaparecieron por el camino. Después, mientras vigilaba el caballo cargado con los legajos, contemplé melancólica a la silenciosa guitarra y a la vihuela callada, sujetas encima de los fardos.

«Sun cheval brochent, laiset curre a esforz vait le ferir li quens quanque il pout.»

[(«Espolea su caballo, da rienda suelta a su fuerza, corre a herirle todo cuanto pueda.»)]

La Chanson de Roland, XCIII

Hugo confiaba en el buen criterio militar de Peyre Roger de Cabaret, pero se dijo que aquella correría les llevaba muy cerca de Carcasona. Eran una docena de jinetes que protegían un carromato tirado por mulas, y el asalto se inició con una persecución.

–No me gusta. Debiéramos haberles emboscado en lugar de correr tras ellos -le dijo a Guillermo.

No supo si éste le oyó debido al fragor de la carga y a que ambos tenían el yelmo calado.

Los caballeros cruzados huyeron adelantándose al carro y los de Cabaret, al alcanzar el vehículo, ordenaron a los conductores que lo detuvieran. Fue entonces, al parar éste, cuando los cueros que cubrían la carga cayeron mostrando algo parecido a una pequeña fortificación de madera y, protegidos detrás de ella, una docena de soldados. Estaban provistos de ballestas y picas, y de inmediato asaetearon a los caballeros occitanos. Al mismo tiempo, los perseguidos giraron sus monturas cargando contra ellos.

–¡Maldita sea! Me lo figuraba -murmuró Hugo entre dientes-. ¡Es una trampa!

Pero era demasiado tarde para dar la vuelta. La vanguardia, con Peyre Roger, Guillermo y Hugo al frente, chocó, lanza al ristre, contra los jinetes cruzados con estrépito de hierros y gritos. Mientras, los caballeros de Cabaret que iban atrás intentaban acabar con los ballesteros protegidos en su castillete de madera dentro del carro, pero éstos les mantenían a raya con sus picas. Algunos caían asaetados mientras intentaban derribar a los soldados a sablazos. Hugo, después de un intercambio de golpes con su oponente, logró herir en un brazo al hombre, que, rehuyendo el combate, clavó espuelas y escapó. Vio que Guillermo había derribado al suyo y le gritó:

–Debiéramos retirarnos ahora que podemos -su voz resonaba dentro de la celada-. Están a punto de llegar los suyos emboscados.

–Tenéis razón -repuso el Caballero del Ruiseñor.

Pero fue entonces cuando oyeron un griterío a su espalda y Hugo supo que era demasiado tarde. Peyre Roger ordenó cargar contra los que llegaban y, dando la vuelta, tuvieron que cruzar por donde se luchaba contra el carro fortificado. En la carga, Hugo vio que los recién llegados les superaban en número, pero el choque fue inmediato, sin tiempo para reaccionar. Ya estaba enzarzado en la lucha cuando vio el león rampante de los Montfort luciendo en un escudo y túnica. Pensó que no podía ser Simón, pero que con toda probabilidad sería su hijo Amaury.

Habían caído en una trampa. La incursión acabaría en un trágico fracaso, pero Hugo se dijo que, si mataba al heredero del usurpador del vizcondado, la convertiría en una gran victoria. El de Montfort intercambiaba mandobles con uno de los de Cabaret.

Hugo lo tenía cerca. Decidió jugarlo todo a un solo envite. Clavó espuelas a su destrer y lo lanzó sobre Amaury. Con la espada alzada, encontró el hueco y le descargó con todas sus fuerzas un golpe mortal en el cuello.

–¡No! – oyó.

Y en el último instante, en lugar de hundirse su arma en el cuerpo del enemigo, sintió con un gran estruendo el fortísimo impacto de hierro chocando contra hierro. Era Guillermo, que con su espada había detenido la suya. La reacción de Amaury fue muy rápida. Su oponente recibió el ataque de otro cruzado y eso le permitió revolverse y cambiar de lado y dio con su zurda un tremendo tajo a su propio primo, sin saber quién era y sin darse cuenta de que le acababa de salvar la vida.

Mientras Guillermo se desplomaba, Amaury soltó un alarido de victoria al advertir que había derribado al famoso Caballero del Ruiseñor.

–¡Huyamos de aquí! – gritó el de Cabaret.

Hugo vio a varios caballeros cruzados que rodeaban a Amaury de Montfort celebrando su éxito. Comprendió que había perdido la oportunidad de terminar con él y apenado, se unió a la cuña que formaban los de Peyre Roger y, abriéndose paso a mandobles, rompieron las filas cruzadas en busca del camino a Cabaret, el refugio inexpugnable de la Montaña Negra.

Fue sólo entonces cuando Hugo se percató de la tragedia. Atrás dejaba a su compañero, su rival, pero más que nada a su amigo. Y notó sus ojos llenándose de lágrimas, pensando que jamás volverían a bromear, a competir cantando, a correr aventuras, a reír juntos. Sintió una terrible tristeza y un rencor profundo hacia Amaury, que tan mal pagaba a quien le salvó la vida. Él era el símbolo de lo que los cruzados representaban, de su crueldad, de su fanatismo, de la rapiña, de la destrucción que sembraban en Occitania.

Dio un tirón de bridas y frenó su caballo.

–Hugo, ¿qué hacéis? – inquirió Peyre Roger deteniendo su montura mientras los supervivientes de la partida continuaban en su huida.

Pero Hugo apenas escuchaba. Su vista buscaba a Guillermo. Vio su cuerpo y al ruiseñor rojo tendidos en el suelo, rodeado de enemigos, y se preguntó si de verdad estaba muerto y si algo podría hacer todavía por él.

–Lo siento por vuestro amigo y por los nuestros que han caído -insistió el de Cabaret-, pero venid con nosotros, rápido, en cualquier momento saldrán a perseguirnos, son muchos más. La venganza deberá esperar.

Pero el de Mataplana observaba la celebración, los parabienes de los cruzados a Amaury y vio como éste, rodeado de los suyos, descendía del caballo y se quitaba la celada. Los cruzados querían ver el rostro al famoso Caballero del Ruiseñor. Entonces, se dio cuenta de que aún tenía una posibilidad de cargar y decapitar de un tajo al hijo de Montfort. Estaba desprotegido y quizá fuera aquélla la única oportunidad de vengar a su amigo. Y dirigió su caballo de vuelta al campo de batalla.

–Hugo, ¡no seáis loco! – le gritó Peyre Roger-. ¡Venid conmigo! Es un suicidio. Quizá podáis entrar en ese círculo, pero nunca saldréis.

Pero el caballero, con el corazón encogido de pena y las lágrimas corriendo por sus mejillas, no le escuchaba. Poco a poco, puso al trote su destrer y otra vez desenfundó la espada.

–¡Por Dios, qué hermosa locura! – se dijo Peyre Roger notando sus propios ojos húmedos-. Que Jesucristo os acoja en su seno, buen amigo.

Su instinto le pedía acompañar a Hugo, pero su razón le hablaba de su responsabilidad sobre su gente. Giró el caballo y lo puso al galope para alcanzar a los suyos, mientras rezaba por el catalán.

Iniciando el galope, Hugo supo que no había marcha atrás, vio el hueco por donde entrar y la cabeza que quería cercenar. También supo que Peyre Roger de Cabaret tenía razón; eran demasiados. Si cargaba dentro de aquel círculo, jamás saldría vivo.

Amaury consiguió al fin quitarle la celada al Caballero del Ruiseñor y se encontró con el rostro lívido de su querido primo. La vida se le escapaba a chorros por la herida del cuello. Se arrodilló y lo sostuvo sin dar crédito a lo que sus ojos veían. Después de unos cuantos susurros, un silencio sepulcral se abatió sobre los caballeros cruzados. Todos le reconocieron, era su camarada.

–Te quiero, primo -musitó Guillermo mirando con ojos ya vidriosos a Amaury.

Este se quedó inmóvil. Ni siquiera oía el golpeteo de los cascos del destrer avisándole de que su verdugo se acercaba. La mirada del de Montmorency quedó fija en el cielo. Amaury supo que acababa de morir y un aullido de dolor infrahumano surgió de su garganta hasta casi romper sus cuerdas vocales. Jamás había sentido una pena tan grande, una culpa tan horrenda. Notaba que el infierno ardía en su pecho, que deseaba poder dar su propia vida a cambio de retroceder en el tiempo, aunque fuera sólo por un momento, y cambiar aquel destino injusto y terrible.

Pero Hugo ya estaba encima de él con la espada levantada. Sabía que no había salida para ninguno de los dos. Rompió el círculo que formaban los atónitos cruzados y no tuvo piedad de él.

«Ab seis de Cabaretz s'es lo jorn encontretz e los an durament feritz e essaretz que d'una part e d'autra n'i a motz de tuetz.»

[(«Y con los de Cabaret aquel día se enfrentaron y con tanta dureza hirieron y atacaron que murieron muchos de uno y otro bando.»)]

Cantar de la cruzada, III-41

La noticia de que algo iba mal la dio uno de los escuderos que llegó al galope y avisó:

–Hemos caído en una trampa. Salid con el botín hacia Cabaret, los supervivientes se os unirán por el camino.

–¿Ha habido muertos? – inquirí.

El hombre me miró como admirándose de la estupidez de mi pregunta.

–Pues claro -repuso-. Han matado, al menos, a uno de vuestros caballeros. Juntaos con los otros, partid, salvad la vida, seguro que nos perseguirán. Yo me quedo aquí por si tengo que ayudar.

Los otros dos escuderos partieron al instante, su misión era que el botín llegara bien a Cabaret. Pero no les acompañé. Sin mis caballeros no tenía adonde ir y, presa de una angustia terrible, subí a la colina, llevando conmigo el caballo que cargaba los manuscritos y los instrumentos musicales. Clavé la vista en el recodo por donde se perdía el camino entre los árboles y me pregunté compungida quién sería. Rezaba para que al menos regresara uno. No sabía a cuál deseaba ver con más ansia y agitaba mi cabeza en negación para ahuyentar el pensamiento. No podía escoger; sería como decidir sobre la vida o la muerte de quienes tanto amaba. Pasó un tiempo infinito hasta que aparecieron varios jinetes que regresaban al galope. Conté una docena sólo. Alguno apenas se sostenía en su montura y varios mostraban heridas o, incluso, saetas clavadas en sus cuerpos.

Los que estaban en buenas condiciones prepararon una línea de defensa, protegiendo a los demás en caso de ataque, y los escuderos ayudaron a descabalgar a los heridos para sacarles las flechas o, al menos, las astas y tapar las hemorragias y así poder regresar a Cabaret. Me pidieron que hiciera de vigía por si llegaban los cruzados y, al ver aparecer unos jinetes por el recodo, di la alarma. Rectifiqué de inmediato al comprobar que sólo eran tres y que eran de los nuestros. Pero ninguno mío.

Con los ojos llenos de lágrimas, continué escrutando el horizonte y pidiendo a Dios que no me desamparara, que les permitiera vivir. Al menos a uno. Ni siquiera importaba a quién. Miraba la guitarra y la vihuela sujetas en el caballo, encima de aquella «herencia del diablo», y me preguntaba si algún día volverían a sonar. Sentía la muerte en mi interior.

Otro caballero apareció y el corazón me dio un brinco emocionado, pero enseguida vi que era Peyre Roger de Cabaret y sentí que la esperanza me abandonaba.

Le vitorearon contentos de que él estuviera a salvo y se puso a dar instrucciones.

Dijo que no creía que los cruzados nos persiguieran de inmediato; temerían una emboscada como tantas en las que los de Cabaret les habían hecho caer. Aun así, preparó a los suyos por si llegaban y me mantuvo a mí de vigía. Una vez revisó el estado de cada uno de sus hombres y estuvo satisfecho de los preparativos, subió hasta donde yo me encontraba para observar el recodo. O quizá sólo lo hizo para hablarme:

–Lo siento mucho, Peyre -dijo-, los dos han muerto -un sollozo se escapó de su pecho-. Eran unos bravos caballeros, eran brillantes trovadores. Hoy el Joy ha perdido a alguno de los más grandes.

No me pude contener y, cuando le noté a él las lágrimas, me puse a llorar desconsolada. Él puso su mano en mi hombro para darme ánimos.

–Venid con nosotros a Cabaret. Allí estaréis seguro y protegido. Quería a Huget como a un hijo, os trataré a vos como tal en su honor.

No respondí y por unos momentos los dos estuvimos mirando el camino y al final él dijo:

–Tenemos que irnos. Pueden caer sobre nosotros en cualquier momento. Suficientes pérdidas hemos tenido hoy.

–Yo voy a esperarles.

El de Cabaret movió su cabeza en negación, entristecido.

–Están muertos y los cruzados os matarán a vos también. Sois demasiado joven para morir.

Sabía que tenía razón, pero no podía renunciar a una última esperanza y nada me importaba sin ellos.

–¿Les visteis muertos? – le pregunté.

–En un combate como ése no hay tiempo para verificar cadáveres. Les vi ir hacia la muerte, les vi morir.

–Así que no podéis estar seguro.

–He luchado en muchas escaramuzas, Peyre. Aun estando malheridos, perecerían; bien porque les rematarán o entregando su alma en el camino de regreso. Da igual lo uno que lo otro, el final es el mismo. Creedme, por desgracia sé de eso. Están muertos. Salvaos vos.

–Dejadme, pues, aquí con mi esperanza. Si ella muere, yo también lo haré.

Contempló mis ojos unos instantes. Después, miró hacia abajo y vio que habían montado a los heridos en sus caballos y que estaban listos para partir.

–Quedad con Dios -me dijo-. Sabed que en Cabaret tenéis amigos.

Y espoleando su caballo, bajó la colina hasta el vallecillo. Yo clavé mis ojos en los árboles donde se perdía el camino viendo descorazonada cómo el aire hacía bailar algunas hojas de cuando en cuando. Rezaba por ellos, por todos los míos que murieron antes, y me decía que aquél era el último golpe, que no podía aguantar más.

«E voil sachaz ch'eu soi.l diable, le plus crudel e.l plus penable.»

[(«Pues sabed que soy el diablo, el más cruel y el más implacable.»)]

Hugo de Mataplana

Toda la atención de los cruzados se concentraba en la terrible escena de Guillermo de Montmorency agonizando en los brazos de Amaury. Bien sabían cuánto los primos, que siempre andaban juntos, se amaban. Habían formado un círculo respetuoso y contemplaban desde sus caballos la desesperación del joven Montfort, que, al matar al Caballero del Ruiseñor, creyó librarse del mayor de sus enemigos, pero, que en lugar de gloria, sufría el peor de los castigos.

Los que repararon en el ruido de los cascos del caballo de Hugo de Mataplana lo hicieron demasiado tarde y no supieron reaccionar. El caballero entró por un hueco entre dos jinetes y, con la espada levantada, enfiló a Amaury para cercenarle la cabeza de un solo tajo. Sabía que era su único golpe posible antes de que los demás se abatieran sobre él.

Justo entonces oyó un grito desgarrado, conmovedor, de una pena terrible. Y a través de las ranuras de su celada pudo ver a su querido amigo con los ojos abiertos al cielo, inmóvil, ensangrentado y al de Montfort sosteniéndolo en su regazo, manchado con la sangre de su primo. Amaury también alzaba su vista a las alturas y parecía preguntar por qué, clamando con la boca abierta, en un rictus crispado, soltando un aullido de dolor infinito por ella.

Y supo que Amaury estaba condenado al peor de los infiernos por el resto de su vida. El sabor del vino ya no sería el mismo para él, ni respiraría el aire fresco en las mañanas diáfanas y ni siquiera el calor del cuerpo de las damas lograría fundir el hielo de su corazón. La visión de los ojos vidriosos de Guillermo acudiría a los suyos cada vez que los cerrara.

Y no tuvo piedad de él. Y lo dejó vivir.

Mantuvo su espada en lo alto, pero ahorró el golpe, y lo descargó en uno de los caballeros que tímidamente intentaba cerrarle el paso del otro lado y que, sorprendido por aquellos sucesos extraordinarios y por la finta de Hugo, apenas reaccionó para cubrirse del impacto y fue derribado. Los demás, en acto casi reflejo, quisieron herir al de Mataplana, que, a pesar de recibir golpes y tajos, alguno incluso traspasando su malla, había conseguido, gracias a la caída del rival al que agredió, abrir el hueco necesario para salir del círculo de enemigos. Huyó a galope y varios hicieron ademán de salir en su persecución, pero nadie fue capaz de sustraerse a la contemplación apenada de los dos jóvenes primos. Amaury, sin que la muerte que Hugo le traía pareciera haberle importado en absoluto, sollozaba abrazado al cuerpo de Guillermo y las lágrimas surcaban las caras curtidas de los cruzados, que, respetuosamente, iban bajando uno a uno de sus caballos para hincar su rodilla en el suelo.

Y así, el tajo que debía acabar con Amaury de Montfort, el único que tenía la oportunidad de dar Hugo de Mataplana, fue el que le salvó la vida a él- En un último instante cambió la muerte de ambos por la vida y no fue ni por piedad ni por temor, sino porque supo que ningún castigo, ninguna venganza, podía superar la pena terrible que el destino había impuesto al joven Montfort.

«Tinc el galán a la guerra, no sé si me'l matarán.»

[(«En la guerra tengo a mi galán, no sé si lo matarán.»)]

Canción popular

Me faltó el valor para llegar a ese recodo arbolado y después, más allá, hasta el campo de batalla para verles, para abrazarme a sus cuerpos tal como ansiaba. Pero temía ser apresada y que el abad del Císter, conocedor de mi disfraz, me condenara a muerte.

Eso no me preocupaba tanto como lo que ello conllevaba. Arnaldo se saldría con la suya al recuperar la carga de la séptima mula y librarse de la Dama Ruiseñor. Era eso precisamente lo que mis caballeros querían impedir y lo que yo debía evitar en su honor y memoria.

Supe entonces que mi obligación era proteger esos documentos, ir a Cabaret y contárselo todo a Peyre Roger, que aún ignoraba quién era yo. Él era caballero de Sión, él sabría qué hacer.

Pero me aferré a la esperanza y, clavando otra vez mi vista en la arboleda donde se perdía el camino, recé recordando los tiempos felices que vivimos los tres juntos.

Pero al fin comprendí que todo había terminado y que sólo me quedaba cumplir con la voluntad de mis caballeros. Me disponía ya a seguir la ruta a Cabaret cuando alguien salió del recodo. Era un jinete de aspecto maltrecho al que reconocí de inmediato. ¡Hugo! El corazón saltó en mi pecho. Espoloneé mi caballo y fui a su encuentro.

Tuve que ayudarle a mantenerse sobre su montura y nos encaminamos a una frondosidad de árboles y matas apartada del camino para ocultarnos.

Después de quitarle la celada, abollada por los golpes, vi un tajo en su espalda que había roto la malla y que sangraba mucho. Sus ojos estaban enrojecidos, sus mejillas, húmedas, necesitó de mi ayuda para descabalgar y entonces nos abrazamos compartiendo el llanto.

–Guillermo ha muerto -me dijo.

Yo le apreté contra mi cuerpo y noté la calidez de su sangre. Su afirmación no era ya la mala noticia de la muerte, sino la buena de la vida. ¡Hugo vivía! Su presencia era un regalo del cielo, como un amanecer brillante después de una noche tétrica, y en plena desgracia me sentía feliz, muy feliz.

No quise tentar la suerte y contra mis deseos interrumpí el abrazo para cuidar de sus heridas. Una vez le quité las mallas, vi que las lesiones eran más aparatosas por lo sangrientas que graves y que ninguno de los golpes le había roto nada. Vendé sus heridas y conseguí detener las hemorragias. Después de un reposo, logré que bebiera vino con agua y que comiera algo. Parecía que los cruzados estaban demasiado ocupados en su propio duelo para perseguirnos y, poco antes de caer la tarde, pausados, emprendimos el camino a Cabaret.

Había sido un día terrible e intenso. Nos detuvimos a ver cómo el sol se ponía entre unas nubéculas en un espectáculo de reflejos rojizos y dorados y me dije que los cátaros tenían razón a medias. El mundo podía ser el infierno a veces. Pero otras, tenía la belleza del cielo. Tomé de la mano a Hugo y le dije:

–Os amo.

«Consiros cant e plañe e plor peí dol qe.m a sasit e pres al cor per la mort…»

[(«Triste canto, me lamento y lloro, por el dolor que arrebata y llena mi corazón por la muerte…»)]

Plany de Guillem de Bergadá a la muerte de Pons de Mataplana

Septiembre terminaba. Las noches eran ya frescas, pero pernoctamos en el camino para evitar la posada de El Gallo Cantarín, no queríamos un mal encuentro con algún retén cruzado.

Hugo tuvo calentura y deliró sobre los golems, me llamaba por mi nombre, como Dama Ruiseñor y Dama Grial. A pesar de los posibles peligros, encendí un fuego en un lugar que pensaba no era visible desde el camino y le daba calor con mi cuerpo cuando tiritaba. Apenas dormí, y cuando en la mañana su temperatura bajó, pudimos, maltrechos, emprender el camino.

Me sentía insegura. Éramos muy vulnerables; cualquier salteador podría atacarnos y llevarse el caballo que cargaba la «herencia del diablo». Por eso andábamos por senderos que Hugo conocía de sus incursiones guerreras. Al mediodía, nos acercamos a las estribaciones de la Montaña Negra, tomamos la vía principal y pronto reconocimos las señales de los vigías que desde distintos lugares en los montes avisaban de nuestra presencia. Antes de haber recorrido la mitad del camino, vimos acercarse un tropel de jinetes; era Peyre Roger de Cabaret y algunos de sus caballeros, que, al saber de nuestra llegada, salieron a recibirnos y escoltarnos. Nada más vernos, aclamaron a Hugo. En sus caras y sonrisas se leía que estaban necesitados de buenas noticias y que aquélla era excelente.

–Loado sea el Señor -repetía Peyre Roger-. Por mi fe que os daba por muerto. Era imposible salir con vida del enjambre de enemigos sobre el que os lanzasteis.

Hugo, fatigado, casi sin poder hablar, musitó:

–Ha sido la misericordia del Altísimo.

–Tenéis un valiente escudero -dijo después-. Os esperó sin esperanza, a riesgo de su vida y gracias a él habéis salvado la vuestra.

–Lo sé, lo sé -repuso el de Mataplana.

Llegamos a Cabaret cuando el valle estaba ya en sombras, mientras que sobre los castillos, allí en lo alto, aún brillaba la luz dorada del sol de la tarde. Los imponentes edificios lucían los coloridos gallardetes y los pendones tremolaban alegres con la brisa. Era la hermosa imagen que yo guardaba en mis recuerdos. Parecía un lugar fuera del mundo, de leyenda, y me sorprendió no ver señales de luto. Interrogué a su señor y éste repuso:

–Llorar a nuestros muertos es un deber y todos lo hacemos. Pero la renuncia al Joy, a lo bello de la vida, es traición en Cabaret.

Gracias a los buenos cuidados y el cariño de todos los del lugar, y en especial el mío, Hugo inició una rápida recuperación. Hasta el punto de que, al día siguiente de nuestra llegada, me pidió su guitarra. Yo acudí también con mi vihuela, pero él no buscaba

reconfortar los sentidos, sino el alma. Empezó a componer un plany en memoria de Guillermo de Montmorency, el Caballero del Ruiseñor. Días después, al terminar la cena, aún al aire libre, pero con ropa de abrigo, Hugo presentó su composición:

«Triste canto, me lamento y lloro, con dolor que desborda, derramándose de mi corazón, por la muerte de Guillermo de Montmorency, mi amigo. Que era franco, liberal y cortés, que con todos era justo, que obraba bien, y era reputado como el mejor de los que en la íle de France ha habido, y de sus tierras llanas rodeadas de ríos».4

En ninguna de las veladas anteriores había presenciado tal silencio. No se oía ni siquiera el golpe de una copa en un plato y sólo los lejanos grillos ponían contrapunto a las melancólicas notas que Hugo arrancaba de su guitarra antes de lanzarse al siguiente grupo de versos.

«Qué gran angustia, dolor insufrible y vacío ha dejado entre nosotros sus amigos. Y tampoco queda consuelo entre los de su clan, puesto que ya no existe, ha muerto Guillermo, el Caballero del Ruiseñor. Sin saber, Amaury el de Montfort, su primo, le mató cuando él la vida le salvaba, demostrando en combate valiente y audaz que fue generoso hasta el último extremo».

Vi que en las mejillas de la Dama Loba se escurrían lágrimas cual perlas de cristal y me di cuenta de que yo también lloraba, conteniendo a duras penas los sollozos.

«Camarada, si un día os odié y quise mal, y mala muerte os buscaba por ser rival, Dios quiso que el rencor en amistad trocara. Que juntos fuéramos por los campos, Que juntos cantáramos al amor, a lo bello, y que juntos venciéramos mil peligros. Siempre daré gracias al Señor por hacer de mi noble enemigo, mi más grande amigo Siempre estaréis en mi corazón y en el de nuestra dama.»