3
Hicimos el viaje de un tirón. Sugerí hacer una parada técnica para tomar un café y descansar, pero tanto Ana como Maite estuvieron de acuerdo en que cuanto antes llegáramos, mejor. Parece que la velocidad las mantenía en calma, sobre todo a Maite, como si llegar pronto a nuestro destino fuera a remediar la desgracia que acababa de sufrir. Ana había llenado el depósito de gasolina y afirmó que podía conducir todo el trayecto sin necesidad de descansar. Hablamos poco, hicimos como que escuchábamos la radio. Solo necesité hacer una llamada al despacho para resolver los temas de mi agenda; Jorge se ocuparía de todo. Se mostró conmovido con las noticias que le di sobre mi súbito viaje, me dijo que diera el pésame de su parte a Maite. También contesté algunos mensajes en el móvil de amigos que me pedían más datos sobre la muerte de Ignacio, pero evité responder las llamadas, no me apetecía hablar.
Rodeamos Zaragoza, como siempre con un tráfico denso, dejamos atrás a toda velocidad los paisajes desérticos de los Monegros, pasamos bajo el arco de la autopista que marca el meridiano de Greenwich y entramos en las tierras más fértiles de la franja oriental de Aragón, con sus huertas y frutales, y enseguida nos plantamos en Lérida. No eran todavía las once de la mañana. Ana condujo con determinación entre el tráfico de las calles que llevaban al centro de la ciudad y nos llevó al interior de un aparcamiento subterráneo bajo la plaza Sant Joan.
—El Palacio de Justicia está aquí al lado —explicó.
Al salir a la plaza, el sol empezaba a calentar, sí aceptaron mi propuesta de entrar en una cafetería para tomar un café y visitar los aseos. Mientras acabábamos de tomar los cafés Maite llamó al número de teléfono que le habían indicado para avisar de nuestra llegada.
—Nos esperan dentro de diez minutos en la puerta de los juzgados —dijo cuando cortó la comunicación—. El sargento Francesc Roca, de los Mozos de Escuadra.
Tardamos menos de diez minutos en plantarnos en el edificio de los juzgados, solo tuvimos que subir desde la plaza por una escalera mecánica que no funcionaba. El Palacio de Justicia es una construcción moderna, blanca, grande e impersonal en la calle del Canyeret, al abrigo de la colina amurallada que domina la ciudad y donde se alza la catedral vieja y a la que se puede subir por un ascensor alojado en una torre cercana. Buscamos la entrada principal, una puerta acristalada en el extremo del edificio, y allí vimos a dos policías de uniforme en actitud de espera. Nos dirigimos directamente hacia ellos.
—¿El sargento Roca? —preguntó Maite.
El más bajo de los dos policías, un hombre moreno y fornido de unos cuarenta años, asintió y se adelantó un paso para ofrecerle la mano.
—Sí, soy yo. ¿Maite, verdad? Hemos hablado hace un momento por teléfono…
—Sí, eso es. Mi hermana y un amigo…, mi abogado —dijo señalándonos con un gesto de la cabeza.
—Encantado —el sargento Roca nos estrechó las manos y pasó a presentarnos al otro policía—. El intendent Martínez…
—Jordi Martínez, responsable de la Divisió d’Investigació Criminal de los Mossos —confirmó el aludido, un hombre alto, delgado, rubio y de piel clara, algo mayor de edad que su colega, dándonos también sendos apretones de mano—. Lamentablemente no les puedo acompañar, tengo otras obligaciones, pero quería saludarles y transmitirles mi más sentida condolencia. Estamos a su disposición para lo que necesiten. No duden que vamos a hacer todo lo posible para esclarecer los hechos… estos hechos tan trágicos. En fin, les dejo en buenas manos, el sergent Roca, de la comisaría de La Seu d’Urgell, les atenderá, les acompañará a las dependencias del Institut de Medicina Legal. Él es el responsable de la investigación de este caso.
El sargento Roca asentía a las palabras de su superior, aunque se traslucía en su cara que estaba impaciente por acabar con el protocolo y acompañarnos a donde fuera que tuviera que acompañarnos. El intendente Martínez volvió a estrecharnos las manos antes de irse.
—No duden en pedir cualquier cosa que necesiten. Roca, ja em dirà. Bon dia.
Martínez enfiló la salida apresuradamente y Roca nos indicó con la mano que le siguiéramos por el recibidor. Pasamos por un arco detector que pitó, pero el sargento hizo una seña al vigilante de seguridad para que no nos molestara.
—Nos espera el médico forense. Por favor, acompáñenme —nos rogó.
Le seguimos por el pasillo, subimos unos escalones y, sin detenernos en el mostrador de información, bajamos luego por unas escaleras al sótano, hasta una puerta con un rótulo que identificaba al Institut de Medicina Legal de Catalunya. Durante el trayecto Roca trató de dirigir palabras amables a Maite.
—No sabe cuánto lamento que tenga que pasar por todos estos trámites. Vamos a intentar molestarles lo menos posible para que cuanto antes puedan volver a casa. Y siento mucho hacerles viajar hasta La Seu d’Urgell, pero es inevitable.
Nos hizo entrar en una sala de espera donde de inmediato nos vino a saludar un médico en pijama hospitalario verde y bata blanca, un hombre enjuto y canoso al que, pensé, no debía de quedar mucho tiempo para jubilarse. Roca hizo las presentaciones y le identificó como el doctor Albert Serra. Su rostro era serio pero hablaba con tono amable.
—Les acompaño en su sentimiento. Gracias por venir, por favor, vengan por aquí, al despacho.
Le seguimos por el pasillo hasta un despacho amplio, el doctor Serra nos indicó que nos sentáramos en torno a una mesa de reuniones.
—Debo decirle —dijo dirigiéndose a Maite— que su marido ha podido ser identificado gracias a las huellas dactilares. Por eso, en este caso, no es imprescindible que reconozca usted el cadáver. Suele ser una circunstancia muy dolorosa y, si lo prefiere, podemos evitarla.
—No, no, no —replicó Maite—, prefiero verlo. Quiero ver el cuerpo, por favor.
—Está bien, como desee. Enseguida pasaremos a la sala en la que está. No sé si el sargento Roca les ha informado ya del resultado de la autopsia… —El médico miraba interrogativamente a Roca. Este hizo un ademán negativo.
—No, todavía no les he dicho nada, he esperado a estar contigo —explicó el sargento, así que Serra abrió una carpeta que tenía sobre la mesa y echó un vistazo, aunque enseguida levantó la vista.
—La causa de la muerte es un politraumatismo, una serie de lesiones graves, sufridas a consecuencia de la caída desde un cuarto piso. De eso no cabe la menor duda —hizo una pausa mirando a Roca, el cual miraba dubitativo a Maite.
—Perdón, ¿es que hay alguna duda sobre algo? —pregunté, escamado por la actitud de ambos, que parecían estar evitando decirnos algo. Fue Roca el que se decidió a contestarme.
—Hay serias dudas sobre que el hecho fuera accidental. Hay indicios de que la caída pudo ser provocada. De que puede tratarse de un homicidio. O de un asesinato.
—¿Qué indicios? —pregunté. Maite miraba al suelo y suspiraba. Ana también miraba al policía preocupada y expectante.
—Hay algunas lesiones que no se corresponden con el efecto del impacto sobre el suelo. Pero mejor que lo expliques tú… —dijo Roca mirando al médico.
—La mayor parte de las lesiones corresponden a la caída. Y el fallecimiento se debe a la caída, sin duda. Una caída desgraciada. Pero hay otra lesión que parece previa y que tiene un origen distinto. Es en la cabeza, en el parietal izquierdo; parece corresponder a un golpe con un objeto contundente, estrecho y redondeado, que no ha dejado restos, no sabemos de qué material. Y otra lesión similar en el antebrazo izquierdo, que ofrece aspecto de ser una herida defensiva, recibida al tratar de protegerse de la agresión. En ambos casos parece que el golpe se produce de arriba hacia abajo, es decir, probablemente el agresor levantara el objeto que utilizó para golpear por encima de su cabeza, un golpe con bastante fuerza —Serra concluyó su exposición y miró a Roca. Este tomó la palabra.
—Todo indica una agresión inmediatamente anterior a la caída desde la terraza del hotel; es decir, que esta fue provocada, no fue un accidente.
—¿Cayó desde la terraza de un hotel? —pregunté, ya que Maite seguía con la mirada baja y con aspecto de estar conteniendo el llanto.
—Sí, el hotel de La Seu d’Urgell donde estaba alojado —respondió Roca—. En la planta superior tiene una terraza, hay una pequeña barra de bar y sillas y mesas. Cuando hace buen tiempo parece que algunos huéspedes prefieren sentarse allí antes que en la cafetería de la planta baja, ya que tiene una buena vista. Pero en el momento de producirse el… suceso, en el momento de la caída, parece que no había nadie, salvo su marido. Nadie que sepamos, quiero decir. No hay testigos de la agresión y de la caída. Aunque ya ha llegado el verano, todavía hay poco movimiento de turistas entre semana y el hotel no tenía demasiados huéspedes ese día. Nadie vio nada allí arriba, los testigos que tenemos vieron el cuerpo ya en la calle, después de caer. Y es un hotel pequeño que no tiene cámaras de seguridad.
—Entonces, ¿fue un asesinato? —preguntó Ana, horrorizada.
—Un homicidio o un asesinato, sí, en todo caso parece que una muerte provocada por otra persona, u otras personas —precisó Roca.
—¿Qué diferencia hay entre homicidio y asesinato? —Ana me preguntaba a mí, mirándome directamente.
—El asesinato requiere, además de matar, intención, obrar a traición o con ensañamiento —dije, evitando hablar de alevosía, como si hablara con otro abogado, ya que quizás ella hubiera pedido otra aclaración sobre la palabra—. El homicidio puede ser sin querer, sin intención de matar.
—En todo caso, estamos al inicio de la investigación —dijo Roca—. La juez tendrá que decidir, pero esa es la hipótesis con la que estamos trabajando. Siento mucho tener que comunicárselo así —añadió mirando a Maite, que había levantado la vista después de enjuagarse algunas lágrimas que se le escurrían por las mejillas.
—¿Podemos verlo ya? —rogó Maite al médico.
—Por supuesto —contestó el forense levantándose—. ¿Quieren pasar todos?
—Yo no, gracias, les espero —contesté. Nunca me ha gustado ver muertos y menos si son personas conocidas. Prefiero recordarlas como eran en vida. Siempre rechazo en los tanatorios las invitaciones de ver al fallecido por mucho que me aseguren que tiene un aspecto sereno y apacible y que lo han arreglado de tal modo que parece dormido.
—Yo tampoco… Maite, ¿te importa? Te espero también aquí —pidió Ana, y su hermana asintió con la cabeza.
Así que Maite salió del despacho acompañada del forense y del policía y me quedé esperando con Ana.
—Qué horror —dijo ella—. ¿Quién podría querer matar a Ignacio?
—Ni idea. Y más aquí lejos. ¿Sabes si conocía a alguien en Seo de Urgel?
—Creo que no, a nadie, a nadie que Maite sepa.
Estuvimos en silencio los quince minutos largos que tardaron en regresar. Maite traía un semblante descompuesto, aunque hacía esfuerzos para intentar parecer impasible. Serra le puso delante algunos papeles para que firmara. Luego cerró la carpeta donde los guardaba y se dirigió a la puerta.
—Si son tan amables de esperar, el representante de la empresa funeraria vendrá a hablar con ustedes de los detalles del traslado a Pamplona. Espero que me disculpen, pero tengo que dejarles, tengo que atender otros asuntos pero, Francesc, ya te ocupas de ellos, ¿eh?
El médico salió dejándonos en el despacho. Roca tomó de nuevo el mando.
—En cuanto que hayan hablado con el de la funeraria habremos acabado aquí. Enseguida será la una. Si les parece, voy a hablar con el juzgado de La Seu d’Urgell para que les reciban a eso de las seis de la tarde… Así tienen tiempo de comer aquí o, si prefieren, ir para La Seu y comer allí. Hay como hora y media de viaje en coche, son unos ciento treinta kilómetros.
—¿Qué prefieres hacer, Maite? —preguntó Ana.
—No sé… Es pronto para comer aquí, y tampoco tengo hambre. Mejor cogemos el coche y vamos para allí, ya comeremos en Seo de Urgel, o por el camino si nos apetece.
Enseguida apareció el de la funeraria, un señor bastante mayor impecablemente trajeado en oscuro y de aspecto grave, probablemente por exigencia de su profesión. Dio el pésame a Maite y luego, por si acaso, aunque todavía no nos habían presentado, a Ana y a mí. Con mucho tacto nos informó de las opciones. El cuerpo podía ser trasladado a última hora de la tarde y estar en el tanatorio de Pamplona al día siguiente. Podíamos elegir entre cremación o enterramiento, quizás la familia dispusiera de algún panteón familiar, Maite lo negó, y mientras me apretaba el brazo dijo que prefería la cremación. Luego explicó que necesitaba ir al aseo, salió conteniendo el llanto guiada por Roca y nos dejó a Ana y a mí encargados del resto de los detalles que necesitaba saber la empresa fúnebre. Con resignación elegimos el ataúd y el modelo estándar de esquela para los periódicos y los datos que habría que poner, a salvo de las horas de cremación y funeral que habría que concretar. El fúnebre empleado recogió sus papeles, reiteró sus condolencias y disculpándose por no esperar más a la viuda, ya que tardaba en regresar, nos dejó solos. Roca regresó con cara de circunstancias indicando a Ana que Maite no acababa de salir del aseo de señoras y que quizás fuera buena idea que acudiese ella a comprobar si estaba bien. Aproveché ese lapso para obtener más información del policía.
—¿Tienen alguna sospecha sobre el motivo y el autor del homicidio?
—La verdad es que no. Tenemos pocos datos. La víctima había llegado tres días antes a La Seu d’Urgell, donde parece que no le conocía nadie, y se alojaba en el hotel solo. El lunes, al parecer, fue a Andorra, el martes parece que anduvo por la ciudad, no sabemos si haciendo solamente turismo o alguna cosa más, el miércoles a primera hora de la tarde se cae, o lo arrojan, desde la terraza a la calle. En el hotel nos dicen que no hizo nada anormal, desayunó y cenó él solo todos los días, no recibió visitas ni llamadas. Bueno, ahora, con los teléfonos móviles, ya nadie utiliza los teléfonos de los hoteles. Nuestros técnicos tienen su móvil y están analizando las llamadas que pudo hacer o recibir, y los mensajes y el correo electrónico. En fin, de momento no tenemos sospechosos. Precisamente, por eso tenemos interés en que la viuda comparezca en el juzgado y preste declaración. Necesitamos saber por qué estaba en La Seu d’Urgell, por qué estaba solo, si iba a encontrarse con alguien.
—Algo le puedo decir yo, lo que me ha comentado ella. Había venido solo porque tenía unos días libres y quería investigar para un libro que estaba escribiendo. Ya sabrán ustedes que era profesor de historia…
—Sí, sí, su currículum profesional lo conocemos.
—Pues eso, que quería documentarse sobre algunos datos de Andorra, parece que iba a visitar algún archivo, y también necesitaba recoger información en Seo de Urgel. No sé si en algún archivo, o en alguna biblioteca. Era un auténtico ratón de biblioteca, vivía dedicado a sus papeles. Pero que sepamos, ni conocía a nadie por aquí, ni había quedado con nadie, aunque es posible, sería razonable suponer que hubiera contactado con alguien que pudiera darle información.
—Bien, a ver si la viuda recuerda algún detalle más y nos permite afinar las líneas de investigación. Seguramente tengamos que investigar sobre su vida y sus relaciones en Pamplona. En fin, tendremos que solicitar la colaboración de la policía de allí, a ver si hay alguna pista que seguir sobre posibles móviles y posibles sospechosos.
Roca hizo la llamada anunciada, tras pedirme disculpas y alejarse unos pasos al otro lado del despacho. Habló en catalán, entendí solo que quedaba con alguien a las seis de la tarde, y nada más finalizar la llamada regresaron Maite y Ana. Se notaba que Maite había llorado pero parecía ya recompuesta y serena.
—¿Nos podemos ir ya? —preguntó Maite.
—Sí, aquí ya hemos acabado. Ya he confirmado que a las seis les esperan en el juzgado de La Seu d’Urgell. ¿Necesitan que les muestre el camino? Yo salgo ahora hacia allí en mi coche, si quieren seguirme… —dijo Roca.
—Gracias, no hace falta, no se preocupe que encontraremos el camino y el juzgado —Ana rechazó amable pero firmemente la oferta.
El sargento nos condujo de nuevo hasta la puerta de salida a la calle. Nos despedimos allí, tomamos las escaleras para bajar hacia la plaza Sant Joan y nos encaminamos hacia el aparcamiento donde habíamos dejado el coche.
—No me puedo creer que esté pasando todo esto —murmuró Maite mientras andábamos por la plaza, bastante animada y con las terrazas llenas. Brillaba el sol y cada vez hacía más calor. Un precioso día de verano que hace esta tragedia mucho más irreal, pensé—. ¿Quién ha podido matar a Ignacio?
Ni Ana ni yo pudimos responder nada. Las dos hermanas caminaban cogidas por el brazo, Ana trataba de consolar a Maite. En silencio bajamos al aparcamiento subterráneo y montamos en el coche.
—¿Sabrás llegar a Seo de Urgel? —pregunté a Ana.
—Sin problemas, he estado allí; además, solo tengo que programar el navegador y nos llevará —respondió.
En pocos minutos habíamos salido a la carretera, cruzado las zonas industriales de las afueras y nos alejábamos a toda velocidad de Lérida. Hicimos todo el camino sin apenas hablar, yo contemplaba cómo iba cambiando el paisaje, desde la llanura de la depresión del Ebro hacia los altos picos de los Pirineos que ya hacía semanas habían perdido la nieve. La carretera atravesaba parajes cada vez más accidentados y transcurría la mayor parte del tiempo embutida entre paredes de roca y el río Segre. Como nadie dijo nada de parar hicimos el viaje de un tirón y era poco más tarde de las tres cuando entrábamos en Seo de Urgel. Una ciudad pequeña, con aspecto agradable y tranquilo, en un valle muy verde rodeado de montañas.
Ana dio unas vueltas buscando dónde aparcar el coche por las calles del centro, fuera de la zona azul. Enseguida estábamos recorriendo a pie una de las vías céntricas, la avenida Pau Claris, a pocas manzanas del juzgado, mirando a nuestro alrededor en busca de algún sitio para comer. Entramos en el primer restaurante que vimos, desechamos la idea de comer en la terraza ya que en la calle hacía demasiado calor. La mayoría de las mesas estaban libres y la temperatura, gracias al aire acondicionado, era confortable. Pedimos el menú del día y Maite se animó a hablar. Estaba mucho más serena que en Lérida, sin duda empezando ya a reponerse de la impresión sufrida al ver el cadáver de su marido.
—No me lo explico. Ignacio no conocía a nadie aquí. No me imagino quién podía tener un motivo para matarle.
—¿No había quedado con nadie? —le pregunté.
—No mencionó a nadie en particular, aunque sé que aquí estuvo hablando con alguien. Me dijo que iba a visitar el Archivo Nacional de Andorra, o la Biblioteca Nacional, no sé, y también el archivo del obispado de Urgel. Aunque me pareció que confiaba más en encontrar algo en Andorra.
—¿Y qué estaba buscando?
—No lo sé exactamente, ni me daba tantos detalles de lo que estaba investigando ni yo se los pedía. Sé que tenía que ver con la historia del rey de Andorra. Llevaba muchos meses, casi desde hace un año, más o menos, con ese tema. Me contó que ya había consultado todos los datos disponibles por internet o en las bibliotecas de Pamplona y que le faltaba únicamente buscar en los archivos de aquí para completar sus datos y poder ponerse a escribir.
—Quizás quien le haya matado no sea de aquí. Puede ser alguien que le hubiera seguido —apuntó Ana.
—¿Había alguien con motivos para matarle? —pregunté a Maite, aunque ya suponía la respuesta.
—No, claro que no. Desde que dejó la Guardia Civil, por lo menos. Y ahora ETA ya no mata. No tiene ningún sentido. No tenía enemigos.
—A veces se mata sin motivo alguno —dije—. A veces a alguien que ni siquiera se conoce.
—Tiene que haber una razón —alegó Ana.
—La casualidad, a veces, es la razón —observé—. Un atraco que se le va de las manos al delincuente, una pelea que acaba mal, un psicópata que mata al azar. Pasan tantas cosas…
—No sé qué es peor —suspiró Maite—. Una muerte con motivo o sin motivo alguno.
Cuando acabamos de comer y de tomar un café todavía era pronto, poco más de las cinco, para ir al juzgado. Dimos un paseo por la ciudad. Ni Maite ni yo habíamos estado nunca. Ignacio tampoco, hasta esa primera visita que se convirtió trágicamente en la última. Ana sí la conocía y nos condujo por las calles estrechas y umbrosas del casco histórico hacia la catedral. La única catedral románica de Cataluña, nos había anunciado orgullosamente un cartel a la entrada de la ciudad. La rodeamos buscando el lado de sombra de la calle, el sol apretaba. Nos sentamos en un banco en una pequeña plaza ajardinada desde la que contemplábamos los arcos románicos de la catedral. Se estaba bien a la sombra. Dejamos pasar el tiempo perezosamente. La causa por la que estábamos allí parecía inconcebible. Una muerte, un asesinato quizás.
Cerca de las seis nos pusimos otra vez en camino. Solo había unas pocas manzanas hasta el edificio de los juzgados, en la plaza Jacinto Verdaguer. Un edificio moderno, gris, funcional. En la entrada nos esperaba el sargento Roca, que nos saludó afablemente.
—Vamos a molestarles lo menos posible. Una declaración ante la juez y luego les acompañaré al hotel a recoger las cosas de… del fallecido.
—Gracias —dijimos Maite y yo al unísono.
Nos hicieron esperar apenas un minuto y enseguida pasamos a un amplio despacho donde nos aguardaban la juez y la secretaria judicial. Nos expresaron sus condolencias con la mayor amabilidad que pudieron, aunque se notaba que estaban fatigadas y con ganas de concluir el trámite y, probablemente, de irse a casa. Tras de una pequeña vacilación por parte de la juez ante la muchedumbre que nos habíamos reunido, a la vista de las circunstancias optó por autorizarnos a todos asistir a la declaración, aunque era Maite la única que iba a declarar. A mí me había identificado como su abogado y no quiso hacer salir a Ana.
La juez era bastante joven, probablemente aquel era su primer destino, pensé. Un juzgado en una ciudad pequeña antes de tener opción a trasladarse a un destino más importante. La secretaria judicial, al contrario, era una mujer de más de cincuenta años, se la veía más segura y desenvuelta. Probablemente llevaba allí años y no tenía ya intención de moverse. La secretaria hablaba con acento catalán, la juez no. Al principio me pareció que su acento podía ser andaluz, luego me pareció latinoamericano y acabé concluyendo que debía de ser canario.
La juez decidió iniciar un interrogatorio informal.
—Le haré unas preguntas, si le parece, y luego ya las pondremos por escrito —le explicó a Maite, y esta asintió. Se la veía mucho más sosegada, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse lo más entera posible.
—¿Su marido y usted viven… vivían en Pamplona, no es cierto?
—Sí, yo de toda la vida y él desde hace más de veinticinco años.
—¿Por qué había venido él a La Seu d’Urgell? ¿Solía viajar a menudo aquí?
—No, qué va, nunca antes había estado, y yo también es la primera vez que vengo. Creo que aparte de pasar por la autopista, yendo o viniendo de Barcelona, o de Salou, no habíamos visitado ninguno de los dos la provincia de Lérida —respondió Maite, y le hizo el relato de los motivos y detalles del viaje. La juez asentía seria pero comprensivamente.
—¿Y cuándo habló con él por última vez?
—El martes por la noche. Me solía llamar todos los días a eso de las nueve y media, cuando sabía que yo estaba ya en casa. Tengo un comercio, bueno, con otra socia, y durante todo el día suelo estar muy ocupada.
—¿Le contó algo que no fuera normal?
—No, nada. Había visitado un archivo y había estado hablando con una persona que tenía algunos datos sobre su investigación, y estaba contento, me dijo que el viaje le estaba resultado muy provechoso y que tenía casi toda la información que necesitaba para su trabajo.
—¿Sabe quién era esa persona con la que estuvo hablando?
—No. Solo que era un guardia civil jubilado. Como él.
—¿Y su marido le conocía ya de antes?
—No, creo que no, que cuando vino aquí no conocía a nadie. Debió de conocerle aquí. Su investigación tenía algo que ver con la Guardia Civil. Algo me dijo, que al rey de Andorra le había detenido la Guardia Civil, y por ahí estaba buscando algunos datos. Supongo que se pondría en contacto con el cuartel de la Guardia Civil de aquí.
—¿Y no mencionó a nadie más?
—No, que yo recuerde.
La juez miró a Roca.
—¿Trae usted la lista de los teléfonos…? —Roca asintió y dejó unas hojas de papel delante de la juez, aunque conservó otra copia en la mano.
—Por favor, léale los nombres.
—Luis Goma Fernández —leyó el sargento.
—¿Le suena ese nombre? —interrogó la juez a Maite.
—No, de nada. ¿Me debería sonar?
—Es una de las personas a las que su marido llamó por teléfono estando aquí.
—Pues no sé quién es.
—Alberto Goñi Irazusta —leyó Roca de su lista a un gesto de la juez.
—Sí, es un amigo de Pamplona —respondió Maite.
—¿Sabe por qué le llamó su marido desde aquí?
—No, no lo sé… Bueno, espere, sí. Cumplió años esta semana. Supongo que Ignacio le llamó por eso. Yo también le llamé para felicitarle.
Roca guardó los papeles, después de asentir con la cabeza.
—Esas eran las llamadas de estos días que no habíamos identificado. Las demás son a usted, a su casa, al hotel, al Arxiu Nacional d’Andorra… —dijo el sargento mirando alternativamente a Maite y a mí.
—¿Sabe si alguien tenía motivos para querer matar a su marido? —preguntó la juez.
—No, no, no tenía enemigos, que yo sepa. No me explico que nadie quisiera matarle.
—¿Quiere añadir algo más? ¿Se le ocurre algo que pueda ser relevante para aclarar la muerte de su marido? —insistió la juez.
Maite no sabía nada más, así que la juez se dio por satisfecha. Esperamos unos minutos en incómodo silencio a que la secretaria nos leyera los términos de la declaración antes de proceder a la firma de todos los papeles que puso sobre la mesa. La juez nos despidió amablemente reiterando sus condolencias y salimos a la calle con Roca.
—El hotel está aquí cerca —nos informó señalando con la mano la dirección que debíamos tomar.
En cinco minutos estábamos ante el hotel, un edificio de planta baja más cuatro pisos, los mismos que había recorrido Ignacio en su caída antes de estrellarse contra el suelo, pensé. No había rastro alguno en la calle de que se hubiera producido tal hecho. Entramos y Roca, tras identificarse, dio cuenta al encargado de la recepción del propósito de nuestra visita. Nos acompañó al primer piso y nos abrió la puerta de la habitación. Una habitación normal y corriente de un hotel de dos estrellas, bien ordenada aunque con algunas cosas de su último huésped todavía allí, a la vista. El empleado nos dejó con Roca.
—No nos hemos llevado nada. Hicimos una inspección completa de todo lo que hay en la habitación, pero no parece que nada tenga relevancia para la investigación —aclaró el policía dirigiéndose a mí, y luego miró a Maite—. Por favor, ¿quiere echar un vistazo y decirme si ve algo anormal entre las cosas de su marido?
Maite abrió la maleta que estaba depositada sobre un pequeño aparador. Se la veía muy compungida. Había aguantado bien la declaración en el juzgado, con mucha calma, pero ver las cosas de Ignacio de nuevo la alteraba. Repasó el contenido de la maleta. Luego abrió el armario e hizo lo mismo con la ropa que había guardada allí.
—No sé, todo parece normal… —dijo dubitativa.
—¿Quiere mirar en el baño, por favor? —le pidió Roca.
Maite entro al cuarto de baño y miró a su alrededor. Luego movió el neceser y algunos objetos de aseo que había junto al lavabo.
—Aquí tampoco hay nada anormal.
—¿Echa en falta alguna cosa? —preguntó Roca.
Maite salió del baño y recorrió con la vista toda la habitación. Se detuvo junto a una mesa, pasó la mano por dos libros que había allí y cogió un alimentador eléctrico que estaba junto a ellos.
—¿Dónde está el ordenador? —inquirió, sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Qué ordenador? —replicó el policía.
—El ordenador de Ignacio. Un ordenador portátil. No iba a ningún sitio sin él. Lo usaba mucho, lo llevaba en un maletín, a todas partes. Debería estar aquí, pero solo está el cargador.
—¿Está segura de que lo trajo aquí?
—Segurísima. Llevaba el maletín en la mano cuando salió de casa, en una mano el maletín del ordenador y en la otra la maleta. Me acuerdo perfectamente.
—¿Ese alimentador no será el del teléfono móvil?
—No, el del móvil está en la maleta.
Roca pasó también la vista por toda la habitación. Abrió de nuevo el armario, abrió los cajones de las mesillas. Incluso miró debajo de la cama.
—No está aquí.
—¿No lo llevaría con él cuando… cayó desde la terraza? —pregunté.
—Es posible —dijo Roca—. Pero deberíamos haberlo encontrado, o en la terraza o en la calle. Estoy seguro de que no lo encontramos. Revisé personalmente el escenario…, el lugar.
—¿No estará en su coche? —sugirió Ana.
—No, tampoco. El coche está en el aparcamiento del hotel y también lo revisamos. No había nada anormal, y también estoy seguro de que no había ningún ordenador.
—¿Es posible que lo perdiera? —aventuré.
—Demasiada casualidad —opuso Roca.
—No creo que lo perdiera. Ignacio era muy cuidadoso con sus cosas y tomaba mucha precaución de no perder de vista el ordenador cuando estaba fuera de casa. Era su herramienta principal de trabajo —negó Maite—. Y me lo hubiera dicho cuando hablamos por teléfono si lo llega a perder.
—Bien, esto sí que resulta relevante. Tenemos que buscar ese ordenador desaparecido. ¿Qué guardaba su marido en el ordenador? —preguntó Roca a Maite.
—De todo. Guardaba mucha información de su trabajo en el instituto, y también todo lo que recogía para sus trabajos de investigación, sus escritos. Tomaba notas continuamente. Fotografías, también, billetes de tren o avión, facturas… un poco de todo. Todo acababa en el ordenador.
—Quizás la misma persona, o las mismas personas, que le empujaron desde la terraza se quedaron con el ordenador —dije.
—Es posible. Es muy posible —concedió Roca. Nos quedamos todos callados.
—¿Podemos recoger las cosas de Ignacio? —solicitó Maite.
—Sí, sí, por supuesto, perdone, se lo debería haber dicho —se disculpó Roca—. Con esto ya hemos acabado. Puede usted hacerse cargo de todas las cosas y llevárselas.
—¿También su coche? —preguntó Ana.
—Sí, también, ya que no tiene relación directa con los hechos. Las llaves que están sobre la mesa son las del coche… —Maite asintió—. Pueden ustedes disponer de él. En fin, les dejo que recojan las cosas y les espero abajo.
Roca salió de la habitación. Maite se sentó en la cama, con un suspiro. Se veía que todo aquello le estaba resultando muy duro de sobrellevar. Ana decidió adoptar una actitud práctica.
—Ya voy metiendo todo en la maleta, tú no te preocupes.
—Gracias —le respondió Maite, y escondió la cara entre las manos, conteniendo un sollozo.
Ayudé a Ana a meter las pocas cosas de Ignacio en la maleta y a cerrarla. Guardé las llaves del coche en mi bolsillo. Ya hablaríamos sobre cómo nos organizábamos para la vuelta, pero lo más razonable era que yo llevara el coche a Pamplona. Ana se sentó en la cama junto a su hermana y le pasó el brazo por encima de los hombros. Yo me senté en una silla frente a ellas. Maite levantó la vista, aparentemente reconfortada.
—¿Qué quieres que hagamos? —pregunté a Maite mirando el reloj.
—¿Qué hora es?
—Más de las ocho y media. Un poco tarde para darnos otra vez la paliza de volver a Pamplona, me parece. Podemos preguntar a ver si tienen habitaciones libres en el hotel y nos volvemos mañana a primera hora —propuse.
—No, en este hotel no —manifestó Maite con semblante sombrío—. Vamos a otro.
—Mucho mejor —la apoyó Ana, dándole golpecitos en el hombro—. ¿Vamos?
—Sí, el sargento nos está esperando abajo, no sé si quedará alguna cosa más que hablar con él —dije.
Cargué con la maleta y bajamos a la recepción. Roca nos esperaba junto con otro policía de uniforme, mucho más joven y alto que él, al que nos presentó.
—El caporal Rovira, que trabaja también en la investigación.
Rovira nos estrechó las manos.
—Lamento su pérdida —dijo a Maite.
—Mientras les esperábamos hemos confirmado, por si acaso, que no hay rastro del ordenador, ni en el hotel ni entre los objetos personales del fallecido que recogimos y que están depositados en comisaría —nos comunicó Roca, y seguidamente se dirigió a Maite—. ¿Sabe de qué marca y modelo era?
—No… Me suena que era una marca japonesa, Toshiba, Fujitsu, no me acuerdo. Pero se lo podré decir cuando vuelva a casa, puedo mirarlo en el manual, allí está el manual y el papel de la garantía, Ignacio guardaba los papeles de todos los aparatos.
—Se lo agradeceré. Por favor, llámeme para decírmelo. Aquí tienen mis teléfonos —Roca sacó unas tarjetas del bolsillo y nos las repartió a los tres—. Y no duden en llamarme para cualquier cosa.
Dado que aquello tenía tono de despedida le pregunté:
—¿Queda alguna cosa que debamos hacer?
—No, de momento nada más. Les agradezco mucho su colaboración. Estaremos en contacto, y si surge algo les tendré al tanto. ¿Van a volver ahora a Pamplona?
—No, vamos a buscar otro hotel, para dormir esta noche, y volveremos mañana.
—Muy bien. Miren, bajando esta misma calle, a dos manzanas, tienen uno; seguro que tendrán sitio y estarán cómodos.
Nos despedimos de los dos policías en la puerta del hotel. De pronto Maite exclamó:
—¡No hemos pagado el hotel!
—Es verdad —caí en la cuenta. Pese al golpe recibido, Maite seguía conservando su talante práctico que le hacía pensar en algo como aquello. Volvimos a entrar en la recepción. El encargado, muy amablemente, nos dijo que la factura estaba pagada, que se había pagado con la reserva. Insistí en si no quedaba pendiente de pagar el aparcamiento o alguna otra cosa, pero me respondió que no. Me quedé con la duda de si el hotel, a la vista de las circunstancias, nos perdonaba la deuda. En todo caso le dimos las gracias y acordamos que dejaríamos el coche en su aparcamiento hasta la mañana siguiente.
En el hotel que nos había recomendado Roca no nos pusieron ninguna pega para darnos dos habitaciones. Recogimos nuestro equipaje del coche de Ana, que no quedaba muy lejos, y nos instalamos para pasar la noche. Maite explicó que no le apetecía cenar y que quería acostarse pronto. Yo le sugerí a Ana que se quedara con ella y, si quería algo de cenar, lo pidiera en la habitación, que a mí no me importaba cenar solo. Quedamos a las ocho de la mañana para desayunar.
En realidad, yo tampoco tenía hambre, estaba cansado pero no tenía sueño y supuse que me iba a costar dormir, así que opté por salir a dar un paseo. Eran las nueve y media pero el atardecer se resistía todavía a dar paso a la noche. Después de un día caluroso la temperatura era agradable.