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Detuve el video y fui al cuarto de baño a beber un poco de agua. Me pareció que la del grifo era suficientemente potable y que no necesitaba abrir el minibar para beber agua mineral. La última parte de la historia que contaba Luis Goma me había sonado familiar. Y seguramente a Ignacio también cuando la oyó. Casualidades del destino, le había oído contar otra versión de los mismos hechos a Maite o, al menos, me sonaba a que eran los mismos hechos. Su abuelo materno había sido encerrado en la cárcel de Pamplona en el verano de 1936 por sus ideas republicanas. De allí lo sacaron un tiempo después sin procedimiento judicial alguno para llevarlo a algún lugar de la sierra del Perdón y ser fusilado. A saber si no fue en uno de esos siniestros viajes en los que participó, a su pesar pero disciplinadamente, Luis Goma.

Maite me lo contó cuando llevábamos ya muchos años siendo amigos. Era algo de lo que nunca hablaba, hasta tal punto que me dijo que, aparte de Ignacio, era la primera persona a la que se lo contaba. Simplemente, era algo sobre lo que se había acostumbrado desde niña a no hablar. Un tema que en su familia no se mencionaba, un tema tan tabú como el sexo o el dinero. Maite suponía que lo mismo pasaba en muchas familias alguno de cuyos miembros había sido asesinado durante la Guerra Civil por motivos políticos. Los supervivientes, las viudas, los huérfanos, habían aprendido que era mejor no hablar de aquello mientras duraba la guerra, y luego mientras duró el franquismo, y luego ya se había vuelto costumbre, una costumbre que se transmitió a los nietos que, de algún modo, eran herederos del mismo trauma. Solo alguna vez, como confidencia, la abuela de Maite le había relatado su historia, cómo la habían dejado viuda con cuatro hijos pequeños a los que tuvo que sacar adelante. Solo de pasada, con circunloquios, había oído a sus padres o a sus tíos a veces referirse a la guerra y a la trágica muerte del abuelo. En el álbum familiar solo había una fotografía del abuelo, la del día de su boda, sonriente, junto a la abuela, él de traje y corbata y ella con vestido negro y mantilla, los dos increíblemente jóvenes, solo el color sepia de la fotografía les daba aspecto de poder ser abuelos de alguien.

Posiblemente era muy incómodo hablar de los asesinados en una sociedad tan pequeña como la navarra, donde tenían que convivir todos, los que habían ganado la guerra y los que la habían perdido, los que habían matado y a los que les habían matado a alguno de los suyos. A menudo, unos y otros eran vecinos, o eran amigos, o habían sido amigos, o trabajaban juntos, o incluso eran parientes. Entre los vencedores sería igualmente incómodo hablar de los asesinatos, nadie querría hacerse responsable de ellos, siempre habrían sido otros. Cosas de la guerra, era preferible decir. Y olvidar, o hacer como que se olvidaba, porque había que seguir conviviendo y viéndose todos los días. En la propia familia de Maite, como en tantas otras, había habido de todo, aunque mucho más de un lado que del otro. Su abuelo paterno había sido requeté y había combatido en la guerra, igual que varios de sus tíos abuelos. Un tío abuelo había ido al frente como voluntario con los falangistas para purgar su culpa de haber simpatizado con los nacionalistas vascos y, luego, para seguir haciendo más méritos, se fue con la División Azul a Rusia, pero otro, la oveja negra de la familia, había sido comunista y había pasado por la cárcel, aunque tuvo suerte y vivió para contarlo. De todo eso Maite tenía noticias vagas e incompletas. Apenas se hablaba de aquello.

Sí le habían contado a Maite que muchos años después de la guerra se mantenía una división soterrada entre los que habían ganado y los que habían perdido. Cuando sus padres se prometieron en matrimonio hubo quienes hicieron prudentes advertencias en contra de aquel enlace a la familia de él. Ella era hija de un fusilado, alguien poco deseable para emparentar. Aunque fuera buena persona, sí, pero ya se sabe, podía haber comentarios, las autoridades tomaban nota de todo, él era funcionario… Con buen criterio, ni su padre ni el resto de la familia hicieron caso de tales advertencias.

A raíz de que Maite me contara aquellas noticias sobre su familia, caí en la cuenta de que, en realidad, en mi propia familia tampoco se solía hablar de todo aquello y yo también sabía muy poco sobre cómo habían vivido la época de la guerra. Mis padres no la conocieron, pero sí mis abuelos. Creo que en mi familia no resultó nadie muerto. Por lo que sé, todos mis abuelos y tíos abuelos murieron de muerte natural, pacíficamente, en la cama, años después de que acabara la guerra, a algunos les llegué a conocer. Como la mayoría de la población en Navarra, eran más los que simpatizaban con el bando vencedor. Un tío abuelo mío había sido voluntario requeté y él sí que alguna vez contaba alguna de sus aventuras bélicas en la sierra de Guadarrama. A los niños, no a los mayores. Aunque me queda la idea lejana, de aquellos tiempos infantiles, de que no hablaba bien de Franco ni de su régimen, era uno de los muchos carlistas que pese a haber ganado teóricamente la guerra quedó decepcionado de su desenlace político. Pero también tuve otro tío abuelo que cuando la guerra se fue a Francia, y luego pasó muchos años en México, regresó a Pamplona cuando era muy mayor y entonces es cuando yo le conocí, ya pocos años antes de su muerte. Nunca nos dieron muchos detalles de las causas por las que se fue, pero deduzco que debió de ser para salvarse de acabar en la cárcel o en el cementerio, a diferencia del resto de la familia debía de ser republicano o socialista y por eso no volvió hasta después de que muriese Franco.

Hablé alguna vez de todo esto con Ignacio. No me dio detalles del todo precisos sobre su familia, me dio la impresión de que le pasaba lo mismo, que era un tema del que no se hablaba mucho y de que tenía una información incompleta. En su caso, parece que la familia le quedó partida en dos con la guerra, unos en un bando y otros en otro. Como había en su familia muchos militares y muchos guardias civiles, estaban destinados en diversos lugares de España y, en general, obedecieron a los mandos y a las autoridades que les tocaron en suerte. Unos se mantuvieron leales a la República, otros apoyaron el alzamiento militar. Por lo que he leído, hubo mucha gente, sobre todo militares y funcionarios, a la que no le quedó otro remedio que hacer lo propio. Quienes estaban muy politizados o militaban en algún partido eligieron bando al margen de cuál triunfaba en el lugar donde vivían, y muchas veces ello les llevó a la cárcel, a la muerte, o a tener que salir huyendo, pero muchos otros se acomodaron como pudieron a la situación que les tocó vivir. En la familia de Ignacio hubo de todo; mártires por Dios y por España muertos en combate; supervivientes en el bando vencedor que hicieron buena carrera después de la guerra; algún muerto en combate en el bando republicano que no recibió honores ni tuvo tumba conocida, algunos detenidos y depurados después de la guerra que tuvieron que buscarse otra profesión; también algún exiliado que pasó por los campos de concentración en Francia y ya no volvió nunca. Me recalcaba que la Guardia Civil no estuvo con ninguno de los dos bandos, que hubo guardias civiles en los dos y en parecida proporción, y que por ello en ambos se sospechó de su lealtad. Decía que la imagen de una Guardia Civil franquista es posterior, de cuando fue depurada y se sustituyeron a todos sus mandos por militares fieles al régimen. Y que pese a lo que cree mucha gente, no todos los guardias civiles del presente son de derechas ni nostálgicos del franquismo. Él, desde luego, no, decía con énfasis.

Aunque no fuera un tema del que se hablara, Ignacio tampoco lo rehuía, y de hecho había publicado algún trabajo histórico referido a la Guerra Civil. No hay que olvidar, decía, una cosa es perdonar y reconciliarse y otra olvidar. Hay que conocer la historia para no repetirla, me comentó más de una vez.

—Quienes hablan despectivamente de «otro libro sobre la Guerra Civil» —me dijo en una ocasión— suele ser porque quieren que los demás olviden. Algunos, quizás, porque tienen cosas que ocultar, que se beneficiaron y que se siguen beneficiando de aquella tragedia, ellos, su familia, su partido, o quieren justificar con el silencio lo que no se atreven a justificar expresamente. Pero para poder convivir tenemos que tener la honradez de conocer el pasado, también las épocas más negras. Y no pretender justificar unas barbaridades con otras, como si dieran igual y todo quedara compensado.

Alguna de aquellas conversaciones con Ignacio sobre guerra y reconciliación nos llevó al tema de su atentado. Le pregunté si también creía en la reconciliación con quienes le habían puesto la bomba y con quienes les justificaban o jaleaban. Guardó un largo silencio antes de responderme.

—No quiero venganza y no quiero guardar rencor. Sentí mucho odio al principio, los primeros meses después del atentado. Me habían jodido la vida. Si entonces me los ponen delante, los mato. Pero luego me di cuenta de que seguía teniendo una vida por delante y de que, si seguía odiando y sintiéndome indignado por la injusticia, sintiéndome una víctima, entonces me iba a joder yo mismo la vida. Y se la iba a joder a Maite. Iba a dejar que ellos ganaran. Así que decidí no odiar, decidí superarlo. Me costó, no creas. No es fácil. Pero creo que lo conseguí.

—¿Has perdonado a los terroristas que te pusieron la bomba? —le pregunté.

—No sé muy bien qué es eso de perdonar. ¿Renunciar a la venganza? No pienso en la venganza, no me aportaría nada. Además, nunca fueron identificados los etarras que pusieron la bomba. Me cuesta dirigir deseos de venganza contra nadie en particular, o contra el mundo en general. Pero perdonar… borrar las culpas, no sé, a lo mejor Dios puede perdonar, no sé si los humanos tenemos ese poder.

Me dijo también que envidiaba a las víctimas del terrorismo que eran capaces de acudir a una cárcel y entrevistarse con miembros de ETA arrepentidos. Eso era señal de que habían superado el odio. Pero él no se sentía tan capaz de hacerlo.

—Prefiero no tener que sentarme a hablar con un terrorista. No sé cómo reaccionaría. A lo mejor se me venía abajo todo el esfuerzo que he hecho, no para olvidar, nunca hay que olvidar, para renunciar a la venganza personal. Me basta pensar con que se aplica la ley y que ellos han perdido. Porque han perdido, aunque salgan de la cárcel, van saliendo cuando les toca conforme a la ley, tras pagar sus culpas.

En una ocasión hablamos de estos temas los tres, Maite, Ignacio y yo. Maite era más partidaria de olvidar. Se notaba que le incomodaba el tema.

—Sí, ya sé que mucha gente no quiere olvidar, y quiere que se recuerde a los muertos. Lo mismo los de la Guerra Civil que los de ETA. Yo les entiendo, tienen derecho, me parece bien que lo puedan hacer si lo necesitan. Pero a mí no me gustan esos actos de recuerdo. Prefiero no ir. No digo olvidar pero… no se puede estar siempre lamentándose del pasado.

Un hermano de Maite militaba activamente en una asociación de fusilados en la Guerra Civil. Ella prefería estar apartada de aquello. Como única excepción, había acudido con su familia cuando se inauguró un monumento en Sartaguda con los nombres de todos los muertos en Navarra, incluyendo el de su abuelo.

—Sí, ya entiendo a la gente que necesita buscar los restos de sus familiares que aún están por ahí, en el monte, en las cunetas —decía—. Me parece bien que lo puedan hacer, que se les reconozca el derecho a hacerlo. Pero yo, la verdad, no tengo ninguna necesidad de que busquen a mi abuelo. Y mi madre tampoco, y si viviera mi abuela yo creo que tampoco. Nunca habló de buscarlo.

A Maite no le gustaban nada los cementerios. Decía que la agobiaban mucho todas aquellas lápidas con los nombres de los muertos, todas las esculturas de piedra, todo aquel mármol, tan frío. No tenía ningún deseo de ir a un entierro ochenta años después de la muerte de su abuelo.

—Alguna vez que hemos subido al Perdón, arriba, donde los molinos de viento, donde se ve toda la cuenca de Pamplona hacia un lado y toda la Zona Media hacia el otro, en días claros hay muy buena vista, me he acordado de mi abuelo, que probablemente está en una fosa por ahí, en el monte, con otros fusilados como él. Y, la verdad, me parece mejor sitio para estar enterrado que un cementerio. Allí, entre los árboles, entre las flores silvestres, hay más paz que en los cementerios.

Ignacio le daba la razón en lo de no mover a los muertos, pero insistía en que no había que olvidar.

—Hay que recordar toda nuestra historia, lo bueno y lo malo. Lo malo para no repetirlo. Y sobre todo, recordarlo todo, a todos los muertos. No entiendo a esa gente que se acuerda tanto de los muertos en la Guerra Civil, a los de un bando, claro, pero dice que es mejor olvidar lo de ETA. Y los que hacen al revés, prefieren olvidar la Guerra Civil pero exigen que se recuerde permanentemente los asesinatos de ETA. No, hay que recordar a todas las víctimas. Aunque no sean iguales, y a cada una haya que recordarla en su momento y del modo que proceda en cada caso, pero hay recordarlas a todas. Mejor recordar víctimas que recordar supuestos héroes, como se hacía antes.

Me acordé de estas conversaciones al ver a Ignacio hablando con Luis Goma en la Seo de Urgel. Sin duda que, pese a que iba inicialmente con otra historia, enseguida le atraería aquel tema lateral, como hubiera dicho él. Le interesaría mucho lo que tuviera que contarle aquel testigo superviviente de la guerra y, además, guardia civil como él. Una vez me comentó que en su tesis, en su libro sobre la Guardia Civil en Navarra, la parte que le había quedado más floja era precisamente la referente a la guerra.

—Parece mentira —me dijo—, pero todavía hay muchos archivos sobre la época cerrados. Y en los que están abiertos, muchas veces falta casi toda la documentación de esos años. Hubo voluntad de impedir que se investigara, que se supiera, y parece que en algunos lugares todavía hay gente con la misma intención. Empeñados en el olvido por decreto.

¿Podía tener que ver su muerte más con los recuerdos sobre la Guerra Civil de Luis Goma que con la ridícula historia del rey de Andorra? ¿Podría tener algo que ver con su encuentro con Luis Goma? Me volví a sentar ante el ordenador y presioné el mando para seguir viendo la grabación. Justo en aquel momento sonó mi móvil. Volví a detener el video y miré la pantalla del teléfono. Era Alberto, un amigo de los de siempre.

—Hola, ¿qué tal? —saludó.

—Bien. ¿Qué me cuentas?

—Hoy ha venido a interrogarme la policía. Dos policías nacionales.

—¿Y sobre qué?

—Pues sobre Ignacio, sobre la muerte de Ignacio. Me han tenido un buen rato. Que si de qué le conocía, qué relación tenía con él, si sé algo sobre su muerte, si tenía enemigos, si hay alguien que pudiera tener motivos para matarle… En fin, yo a todo que no, que no tengo ni idea, claro.

—Es lo normal, supongo que irán preguntando a toda la gente que le conocía…

—Sí, sí, yo he pensado lo mismo. De hecho, he hablado con Patxi y también han ido a verle a él. Pero mira, lo que me ha mosqueado, por eso te llamo, es que me han preguntado mucho sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Sí, casi tanto como sobre Ignacio. Que si te conozco, de qué, qué relación tenías con Ignacio, y con Maite, si habías tenido algún problema con ellos… En fin, me sonó raro. Como si fueras sospechoso.

—Hazte a la idea de que todos somos sospechosos, todos los que conocíamos a Ignacio, mientras no tengan pruebas contra nadie. Y de momento, parece que no tienen nada.

—Sí, ya me imagino que tienen que sospechar de todo el mundo, pero, oye, si lo mataron en Seo de Urgel, es raro que vayan a sospechar de gente de Pamplona, que estábamos en Pamplona cuando lo mataron.

—Por si acaso, preguntan de todo. Es lo normal.

—Entonces, tú que estás enterado, ¿no hay nada nuevo?

—Nada de nada. Precisamente estoy en Seo de Urgel, Maite me ha pedido que siga el asunto, nos vamos a personar en la causa, y por lo que sé la investigación avanza poco.

Me despedí de Alberto con la preocupación de ver confirmadas mis suposiciones. Me habían puesto en la lista de sospechosos y en lugar preferente. Pero poco iban a encontrar interrogando a mis amigos.

Volví a situarme frente a la pantalla del ordenador para continuar viendo la grabación.