17

—Así que vio usted muchos abusos en los dos lados… —interpelaba Ignacio.

—Sí, sí, en los dos lados. Y también después de la guerra, cuando volví —contestaba Goma.

—¿A Seo de Urgel? —le animaba a seguir Ignacio.

—Sí. Cuando acabó la guerra, un poco más tarde, me destinaron de nuevo aquí. Hacía falta gente, ¿sabe usted?, habían desaparecido casi todos los guardias. Unos huyeron a Francia por Andorra cuando se retiró el ejército republicano. Otros acabaron en la cárcel, otros fueron depurados y expulsados de la Guardia Civil. Como yo conocía esta zona me trajeron de vuelta. Y luego ya me quedé, ¿sabe? Me casé aquí, con una chica de Seo de Urgel. Mi mujer, Elena, ya murió. Y aquí nacieron mis hijos.

El anciano se sumergió en otro de sus silencios. Debía de estar recordando a su esposa. Ignacio respetó su silencio y esperó pacientemente a que retomara su relato.

—Fue un destino duro, aquí, en la frontera, aquellos años. Mucho peor que antes de la guerra. Teníamos que vigilar la frontera, ya no estaban los carabineros, y por aquí pasaba todo el mundo. No solo los contrabandistas, como antes de la guerra. Primero, los fugitivos que huían de España porque habían sido republicanos, rojos, decíamos. Los perseguíamos y los metíamos en la cárcel. Pero muchas veces nos ordenaron tirar a matar. Ahí, entre los montes, quedaron algunos muertos. Algunos sin enterrar. Tampoco me gustaba eso. Pero tenía que cumplir las órdenes y si nos ordenaban disparar había que disparar. Luego desaparecieron los fugitivos que iban a Andorra pero aparecieron los maquis. Aquí entraron poco, pero alguna vez tuvimos un tiroteo con ellos. Lo que hubo mucho fueron fugitivos que venían de Francia y querían entrar en España. Eso cuando la Guerra Mundial, cuando estaban los alemanes en Francia, ¿sabe usted? Unas veces nos decían que había que cerrar la frontera, que no pasara nadie, y otras veces teníamos que hacer la vista gorda. Nunca sabíamos qué órdenes nos iban a dar.

—¿Qué gente pasaba por la frontera? —preguntaba Ignacio.

—De todo. Franceses que huían de los alemanes. Bastantes judíos. Desertores. Y también algunos ingleses, aviadores que habían caído en Francia. Y al final de la guerra también americanos, y también luego soldados alemanes que habían desertado o que habían caído prisioneros y conseguían escapar. Y nazis que huían de los juicios que hicieron los aliados. Sabe, esta frontera ha sido siempre como una autopista.

Goma se rio de su broma y continuó.

—Yo siempre he dicho que no se podían poner puertas al campo, que es imposible cerrar toda la frontera, todos los Pirineos. Pero da igual, teníamos que patrullar por los montes, teníamos que vigilar, teníamos que apresar a los que querían pasar sin papeles. Así estuvimos muchos años. Aunque yo siempre preferí estar en la frontera, sobre todo después de la guerra. Otros compañeros tuvieron que vigilar la cárcel, a los prisioneros. Alguna vez aplicar la ley de fugas. Alguna vez tuvieron que fusilar también.

Otro silencio. Ignacio tomaba notas en su cuaderno. Se oyó una voz femenina, de alguien que quedaba fuera de la pantalla, y los dos dirigieron su mirada hacia la propietaria de la voz.

—¿Están bien? ¿Otro café?

—No, gracias —contestaba cortésmente Ignacio.

—Un poco de agua, que se me queda la boca seca de hablar —pedía Luis Goma.

De pronto irrumpía en la pantalla una mujer mayor, con el pelo gris, podría tener unos setenta años, aunque al lado del centenario parecía joven, se la veía muy ágil. Se inclinaba sobre él, le recolocaba la chaqueta de lana que llevaba puesta, le pasaba cariñosamente la mano por la frente.

—Ahora mismo. ¿No tienes frío? —le preguntaba.

—No, no, estoy bien —contestaba él.

Su hija, pensé. O su nuera, mejor, había leído en las notas de Ignacio que había hablado por teléfono con su nuera para concertar la entrevista. Su nuera que sería quien, según parecía, le cuidaba. Y probablemente también hubiera un hijo, el marido de ella, de momento no aparecía en la pantalla pero posiblemente Ignacio también hubiera hablado con él.

Ella desaparecía de la pantalla y, tras la interrupción, Ignacio trataba de retomar la conversación.

—Así que prestó servicio aquí, en la frontera, muchos años…

—Toda la vida, ahora me parece toda la vida. Bueno, no, muchos años, pero los últimos años antes de jubilarme ya no, estuve aquí en el cuartel de la Seo.

—¿No tuvo otros destinos?

—No, no quise pedir otro destino. Aquí estaba bien, y me permitieron quedarme. A lo mejor porque hablaba un poco de francés, que siempre venía bien. Y así hasta la jubilación. Hace ya muchos años que me jubilé, ya casi llevo tantos años jubilado como los que estuve de servicio. —El anciano se reía—. Estarán deseando ya que me muera y dejar de pagarme la pensión. Les estoy saliendo muy caro.

Ignacio sonreía, un poco incómodo, sin saber qué decir.

—Pero usted quería preguntarme por algo de antes de la guerra —recordó súbitamente el centenario.

Otra breve interrupción, la nuera entraba en la pantalla y dejaba dos vasos con agua y una jarra llena sobre la mesa.

—Aquí tienen. He pensado que igual usted quiera un poco luego —le decía a Ignacio.

—Gracias —contestaba él, y ella desaparecía. Luis Goma daba unos sorbos de su vaso.

—Qué rica, tan fresquita. Me gusta hablar, pero se me seca la boca… ¿Qué estábamos diciendo?

—Me iba a hablar usted de antes de la guerra —aprovechaba la ocasión Ignacio—. De cuando el rey de Andorra. En 1934.

—¡Ah, sí! El ruso. Sí, eso fue un poco antes de la guerra, cuando yo acababa de llegar aquí.

—¿Le conoció usted?

—Nunca hablé con él, no, pero le vi muchas veces, como todo el mundo por aquí. Un hombre alto, con pinta de extranjero. Llamaba la atención, llevaba monóculo. Se alojaba en el hotel Mundial. Entonces era el mejor hotel de la Seo, lo cerraron ya hace unos años, estaba en la calle Sant Ot, junto a la plaza de Cataluña, ahora allí hay una caja de ahorros. El ruso, así le decíamos, aunque no sé si era ruso de verdad, otros decían que era polaco, entraba y salía del hotel y andaba por la calle con mucha gente, sobre todo con la americana, una mujer mayor, a mí me parecía muy mayor entonces, que decían que era millonaria. Bueno, toda la gente que se alojaba en el hotel me parecía a mí millonaria.

—Así que dio que hablar en la ciudad…

—Sí, claro, vinieron muchos periodistas, de Barcelona, y de Madrid, y también de Francia. Siempre había gente alrededor del hotel. Hizo mucho negocio con todo aquello.

—¿Y qué recuerda de aquel ruso? —insistía Ignacio ante una nueva pausa.

—Había muchos rumores. Unos decían que iba a ser rey de Andorra, otros decían que no era más que un chalado, o un estafador. Por si acaso, los mandos nos dieron órdenes de observar bien todo lo que pasara alrededor del ruso y del hotel.

—¿Sabe si llegó a pasar a Andorra para que le nombraran rey?

—No, le habían expulsado de Andorra, yo creo que por eso estaba en la Seo, porque no le dejaban entrar.

—¿Le detuvieron ustedes? Quiero decir, la Guardia Civil.

—No, no, nosotros simplemente teníamos bien vigilado el hotel y toda la aglomeración de periodistas que había allá. Entonces el cuartel, el viejo, ¿sabe usted?, lo teníamos en la calle del Carmen, muy cerca del hotel, así que no le perdíamos de vista, pero en realidad no pasó nada.

—Así que no tuvieron que intervenir…

—No. Un día nos dijeron que lo habían detenido los de Vigilancia, ¿sabe usted?, la Policía Gubernativa que se decía entonces, que luego se convirtieron en la Policía Armada, después de la guerra, ¿sabe? Y luego vinieron unos policías de Barcelona, de paisano, para llevárselo.

—Entonces, la Guardia Civil no participó en la detención.

—No, no, fue la Policía Gubernativa, ya le digo. Yo vi el coche salir del hotel, cuando se lo llevaban detenido, pero nada más. Se lo llevaron a Barcelona y no volvió nunca. Leímos en la prensa que se había proclamado rey de Andorra, hicimos muchas bromas de aquello. Los andorranos también se reían, cuando hablé con alguno de los que venían por la Seo. ¿Para qué queremos un rey?, decían. Ya tenemos a los príncipes. Decían que el ruso era un loco y que por eso le habían expulsado de Andorra. Y luego leímos en los periódicos que también le expulsaron de España.

Ignacio tomaba notas en su cuaderno. El anciano volvió a quedarse en silencio y tomó otro sorbo de agua.

—En cuanto se lo llevaron, desapareció todo el mundo. Los periodistas, y la americana.

—¿Y dice que no volvió más? —insistía Ignacio.

Goma se rascaba la cabeza, haciendo memoria.

—Al tiempo, esto debía ser un poco antes de la guerra, en la prensa contaron que había vuelto a España, que estaba en Madrid. Se rumoreó que podía volver por aquí, hacer otro intento de convertirse en rey de Andorra. Pero empezó la guerra y no sé qué fue de él, supongo que debió de salir pitando de España. Y no nos volvimos a acordar de él durante muchos años. Aunque, de vez en cuando, viene alguien y pregunta por aquella historia, como usted. Ya casi nadie se acuerda, yo soy el único que queda de aquella época. —El anciano se reía otra vez.

—Pero ya sabe usted que se ha escrito mucho sobre aquel ruso.

—Eso dicen, eso dicen, yo no he leído nada. No leo más que el periódico, y ahora poco porque ya no veo bien. Me lo lee Marisa.

—No le quiero molestar más —decía Ignacio—. Ha sido usted muy amable.

—No es ninguna molestia. Tampoco tengo otra cosa que hacer. Los viejos nos dedicamos a recordar otros tiempos…

—¿Le importaría si vuelvo otro día y seguimos hablando de aquellos tiempos? —preguntaba Ignacio.

—Venga cuando quiera. Si no me he muerto todavía… —bromeaba Luis Goma—. Llámeme cuando quiera, aunque yo nunca me pongo al teléfono, no oigo bien. Pero hablará con mi hijo, o con mi nuera. Con mi nuera, seguramente, mi hijo no está nunca, está siempre en el bar, tampoco tiene otra cosa que hacer. Está también jubilado, ¿sabe usted?, también de la Guardia Civil. Mi hijo mayor, digo, el pequeño vive en Barcelona.

—Gracias, le llamaré.

En la pantalla se veía cómo Ignacio se giraba hacia la cámara y alargaba el brazo. La grabación finalizaba allí.