PRÓLOGO
«Como el sastre que se sirve de la aguja para empalmar trozos de tela, yo me he servido de la espada para reunir mis provincias desunidas».
Así resume Al-Hakam, emir de al-Ándalus, el tiempo de su gobierno a mediados del siglo IX. Al-Ándalus, el reino musulmán en España, no fue nunca homogéneo. No lo era en su población, compuesta por la gran masa de hombres y mujeres hispano-godos (convertidos o no al islamismo), los descendientes árabes y sirios de la primera invasión (clanes diferentes y, en ocasiones, enemigos) y los bereberes, casi todos emigrantes venidos del norte de África que poblaron la zona de la meseta. No lo era en su idioma, ya que se hablaba el árabe, la aljamía, una versión romanizada del árabe, en la que nos han llegado muchos escritos y la mayor parte de los poemas de amor, y un latín contaminado de árabe utilizado por la población hispana que allí vivía.
Esas provincias reunidas por la espada de Al-Hakam se sublevan durante el gobierno de su hijo Abd-al-Rahman y de su nieto Mohammad. Se subleva Toledo, la más poblada y prestigiosa, la antigua capital visigoda, se alza Zaragoza, se rebelan Badajoz y Bobastro, en la serranía de Ronda.
Los gobernadores rebeldes son, en su mayoría, nobles hispanos, convertidos al islamismo y disgustados con la arrogancia con la que los tratan los invasores. Esta rebeldía se va a prolongar hasta el califato, que los someterá a todos, y luego resurgirá de nuevo en los reinos autónomos, conocidos como remos de Taifas.
La sublevación de los gobernadores de al-Ándalus ocupa todas las energías del emir y proporciona un respiro a los pequeños reinos cristianos del norte, que aprovechan para ampliar sus fronteras a costa de la zona desierta y repueblan, o fundan de nuevo, ciudades y monasterios. Consiguen nuevos terrenos para los cultivos y el ganado, un mayor aumento de la población y, a través de la emigración de los mozárabes que huyen del reino árabe, nuevas técnicas de hilado, de construcción con ladrillo, de repujado de pieles. Nuevos modos de cultura, en suma. Alfonso III, el Magno, rey de Oviedo, impulsa la repoblación hasta Oporto, en Portugal, y hasta Zamora, en las orillas del río Duero, y convierte su pequeño reino de Asturias en reino de León y Castilla.
Es un tiempo muy interesante en el reino cristiano. Tiempo de esperanza y renovación; se revive todo el protocolo de los antiguos reyes visigodos de los que el rey Alfonso, un hombre inteligente y culto, se siente descendiente directo, y se intenta continuar la crónica de los hechos pasados, que quedó detenida —como paralizada— en el rey don Rodrigo, el visigodo; se ponen los cimientos de las nuevas catedrales y se ensanchan las ruinas del viejo campamento romano de León, para convertirlo en la que será la nueva capital del reino: la ciudad de León.
En el este, los condes de Castilla fundan, de nueva planta, la ciudad de Burgos y edifican una torre en cada loma: Castilla crece y hace honor a su nombre. De su forma de hablar el romance, la lengua recién nacida del latín, se ríen en la corte del rey Alfonso y los consideran los incultos de la frontera; dicen hermana, en lugar de germana, y doña, en lugar de dueña. Su forma de hablar será la que perdure.
Como parte de ese ambiente de esperanza, el rey Alfonso no quiere dejar en un reino musulmán las reliquias de San Eulogio, un hombre sabio que no quiso traicionar su fe y murió por ello. El viaje lo harán Dulcidio y su discípulo Gonzalo. Dulcidio, el sacerdote mozárabe de Toledo que vivió en la corte del rey Alfonso, colaboró en su crónica y le sirvió tantas veces de embajador, el que tomaron cautivo en la batalla de Valdejunquera, es un personaje histórico. Son personajes de novela Gonzalo y Meriem, y otros muchos, pero ¡podrían haber existido y haber vivido realmente la aventura!