LOS NORMANDOS

Año 872

El padre tiró del brazo del niño con tal violencia que lo levantó del suelo. El chiquillo tendría unos seis años, una mata de rizos rojizos y la cara salpicada de pecas.

En vilo, sin rozar los peldaños, lo subió por la escala de madera que llevaba al altillo donde guardaban la paja. Lo soltó al lado del arcón en el que almacenaban las manzanas para el invierno. Levantó la tapa y ordenó:

—¡Entra en el arcón!

El niño obedeció aturdido. El padre levantó la tapa en el aire y dijo:

—¡Como toques la tapa o hagas ruido antes de que yo venga a buscarte, te daré tal paliza con mi cinturón, que no podrás sentarte nunca!

Dejó caer la tapa y el niño le escuchó bajar por la escala. En el altillo se hizo el silencio. A través de las tablas mal ajustadas del arcón se filtraba la luz y podía ver algo de la habitación. A lo lejos se escuchaba un rumor, como de hombres que cantaban. Movió un poco las piernas con cuidado, sin hacer ruido, para colocarse mejor. Nunca había visto tan enfadado a su padre. Hasta entonces, no le había pegado nunca; algunas veces, cuando había hecho alguna travesura, le daba un manotazo, pero sin mucha fuerza.

El sonido de las voces se aproximaba; cantaban muy alto y no entendía las palabras. De cuando en cuando, marcaban el ritmo con un ruido sordo y acompasado. Según se acercaban, el ruido ahogó la canción y hubo muchos gritos y ruido como de muebles rotos. Después, otra vez gritos y risas y cantos, pero ahora no estaban acompasados. No parecía una fiesta. Luego, un silencio pesado en que no se oía cantar a los pájaros.

El niño seguía sin moverse. Le parecía que hacía mucho tiempo que no se oía nada y tenía dormidas las piernas. Intentó levantar la tapa pero no pudo. La recia cubierta de madera pesaba demasiado para sus fuerzas. Tampoco quería empujar demasiado; si la tapa resbalaba, haría ruido y subiría su padre. ¡Estaba tan enfadado! Tenía que esperar.

Le llegaba un ligero olor a humo, pero, por el silencio, no creía que estuviesen asando algo. Cuando su padre asaba alguna pieza de caza, siempre invitaba a los vecinos y había risas y bullicio. Y a él le daban rosquillas con miel. Se le hizo la boca agua al recordarlo. Debía de llevar mucho tiempo en el arcón porque tenía hambre.

Comenzó a sentir miedo. ¿Y si su padre se olvidaba de él? Rechazó el pensamiento de inmediato. Su padre no le iba a olvidar. Subiría pronto.

Olía cada vez más a humo, como a madera quemada.

Oyó pasos en la escala, pero no le parecieron los de su padre; él caminaba más aprisa y el que subía lo hacía despacio, como si no conociese el camino. A través de las rendijas de las tablas vio unos pies, pero no eran conocidos; su padre llevaba calzas y abarcas y lo que veía eran unas sandalias y unos pies desnudos y muy sucios. Los pasos recorrieron el altillo y luego volvieron otra vez hacia la escala.

De pronto, el niño tuvo miedo a quedarse encerrado. Y a pesar de la orden, golpeó las maderas con los pies con toda la fuerza de que era capaz.

Los pasos volvieron y una mano levantó la tapa del arcón. El olor a humo se acentuó.

—¡Vamos, sal de ahí!

Era un hombre moreno, alto y joven, de cara redonda y bastante gordo.

El niño intentó ponerse en pie, pero tenía las piernas dormidas y se cayó de nuevo en el arcón.

El hombre vestía una túnica vieja y gastada de un gris indefinido y un manto con capucha. Extendió la mano, y sin esfuerzo aparente sacó al niño de su escondite.

—¡Vamos, he dicho! ¡Deprisa!

La voz del niño sonó muy débil, como el maullido de un gato pequeño.

—Mi padre ha dicho que no me mueva hasta que venga él…

—No creo que tu padre pueda venir a buscarte. ¡Vamos!

El niño, asustado, intentó resistirse, pero el hombre cogió al pequeño como el que coge un bulto, se lo puso debajo del brazo y comenzó a bajar por la escala.

El niño pataleó y gritó pero no sirvió de nada. El hombre lo tenía firmemente sujeto y bajó los últimos peldaños de un salto.

El niño levantó la cabeza buscando a su padre pero no vio a nadie. La ordenada habitación del piso bajo estaba irreconocible. Muebles y vasijas rotos, el piso empapado en un líquido oscuro y un humo denso que lo llenaba todo. Olía a aceite caliente y en algunas esquinas prendía una llama. Quiso gritar y una bocanada de humo le ahogó y le hizo toser.

El hombre vio las llamas y el aceite derramado a punto de inflamarse que convertiría la casa en un horno; alcanzó la puerta en dos saltos y corrió por el prado que también comenzaba a humear en algunos sitios.

No paró hasta la orilla del río. Allí soltó al niño y se dejó caer en el suelo jadeando y tosiendo.

El niño también tosía con la cara congestionada y llena de lágrimas. De la garganta le salía un sonido ronco como un estertor. El hombre acercó su cara a la del niño y le sopló fuertemente en la boca. Luego, le acercó al río y le echó agua en la cara y el pelo.

El niño reaccionó con un llanto que era un alarido. El hombre se sentó, agotado, y le dejó llorar y llamar a su padre durante un buen rato. Luego dijo:

—¿Cómo te llamas?

El chiquillo paró de llorar y no contestó. Contemplaba al hombre con los ojos hinchados y rojos y respiraba entre hipos. Al fin, dijo:

—Mi padre me dijo que no me moviera hasta que él volviese. Se enfadará.

La voz sonaba ronca. Parecía muy pequeño, tirado en el suelo, temblando por los sollozos. Una emoción alteró las facciones del hombre.

—No creo que tu padre vuelva a enfadarse nunca, y además —señaló la granja con la mano—, tu casa estaba ardiendo. ¿Querías quemarte?

El niño miró hacia la casa, coronada de una gran humareda negra. Parecía que hasta entonces no se había dado cuenta de lo que ocurría.

—¿Por qué se ha quemado?

Miró de nuevo al hombre y otra vez a la casa, y de pronto, con una intuición superior a su edad, comprendió lo ocurrido y palideció, con los ojos llenos de horror.

—¿Quién ha sido? —preguntó bajito, como si alguien le pudiese escuchar en el prado solitario.

—Los normandos —le contestó el hombre.

No necesitó decir más; como todos los campesinos, tanto niños como adultos, había escuchado a los vecinos y sabía quiénes eran los terribles piratas que remontaban los ríos con sus ligeras embarcaciones y quemaban y saqueaban no sólo las granjas, sino también los monasterios, y llegaban hasta el palacio del rey.

Abrió los brazos y el niño se refugió en ellos llorando de nuevo, pero de otra forma. Ya no lloraba de miedo, lloraba de dolor y de soledad.

El hombre aguardó un rato a que callara y volvió a preguntar:

—¿Y tu madre?

—Se fue al cielo.

El hombre asintió.

—Ya; ahora tu padre está con ella.

El niño rompió a llorar de nuevo, pero más bajo. Estaba cansado y no le quedaban lágrimas. El hombre le dio unas suaves palmadas en la espalda.

—¿Cuál es tu nombre?

Esta vez sí respondió:

—Gonzalo.

—¿Cómo se llamaba tu padre?

—Ñuño —y volvió a llorar.

El hombre dejó al niño en el suelo y se levantó.

—Yo soy Dulcidio, un sacerdote de Toledo. Anda, vamos. Tenemos mucho que hacer. ¿Tu padre tenía algún pariente?