TIERRAS DE REPOBLACIÓN
El rey Alfonso otorgó tierras libres a los mozárabes que llegaron con Dulcidio desde el sur y el infante García y el obispo de León confirmaron el documento tras las firmas del rey y la reina. Las tierras serían de su propiedad si en un año habían construido una casa y un corral y tenían tierra sembrada. Era un lugar batido por los vientos, al suroeste de la ciudad, cada día más poblada, cerca de la antigua ciudad de Astorga, y los recién llegados se apresuraron a instalar sus viviendas, que edificaron de ladrillos al estilo musulmán, y limpiaron la tierra para prepararla para las siembras del otoño.
La mayoría, además del cultivo de la tierra, había retomado sus contactos en Córdoba y Toledo para traer a la corte del rey Alfonso todos aquellos tejidos, objetos de cuero, arroz y frutas que se producían en el sur y que tan estimados eran en los reinos cristianos.
El rey Alfonso había felicitado a Dulcidio por el éxito de su embajada y los había recibido en la corte, acompañado del infante García.
—Me habéis servido bien, Dulcidio. Haremos honor a las reliquias que habéis traído y que se guardarán en la catedral de Oviedo. San Eulogio será un santo mártir venerado por todos nosotros. También se guardará en nuestra secretaría el tratado de paz, aunque nuestra experiencia nos dice que los tratados valen no por el pergamino y las firmas, sino por la voluntad de guardarlos. Respecto a la hija del mayordomo, que habéis bautizado y ha venido con vosotros…, creemos más oportuno ignorar su llegada y no recibirla como tal en nuestra corte, aunque nuestro corazón se alegra por su conversión. Si no sabemos que ha venido, no tendremos que devolverla a su padre. Espero que tengamos largos tiempos de paz y que podamos continuar nuestra crónica de los reyes de España.
Dulcidio había entendido a la perfección las intenciones del rey y preparó la boda de Gonzalo y Meriem sin invitar a la ceremonia más que a algunos amigos de León y a los mozárabes que les habían acompañado desde Córdoba.
Gonzalo y Meriem —María después de su bautizo— se casaron por palabras de presente, como dijo Dulcidio, en el atrio de la pequeña catedral de León, y luego oyeron misa de desposorios el mismo día. No era costumbre celebrar las dos partes de la ceremonia el mismo día, pero Meriem tenía que vivir sola en la casa de huéspedes del monasterio en que vivía Dulcidio y se encontraba incómoda con la curiosidad de los monjes.
Meriem se había vestido con una túnica de seda roja y llevaba en la cabeza el velo de su bautizo, que era la envidia de todas las damas de la corte.
Las familias que les habían acompañado desde Córdoba se agolpaban en la pequeña iglesia, con sus trajes cristianos —que no lo eran del todo, por los detalles que conservaban de las modas musulmanas—, su hablar distinto y una expresión de felicidad en todos los rostros. Estaban trabajando bien y hasta ahora sólo habían cosechado satisfacciones. Los días duros que tendrían que afrontar cuando las cosechas no se lograran o los ejércitos musulmanes arrasaran de nuevo los campos cristianos estaban todavía por llegar.
Gonzalo había contemplado fijamente el rostro de Meriem mientras ella, con voz clara y serena, sin titubear, afirmaba que quería ser su esposa.
Y luego, al terminar la ceremonia, al salir de la iglesia entre las aclamaciones y los aplausos de sus amigos mozárabes, que habían formado un paso y les deseaban a gritos la felicidad, una gran sonrisa había iluminado su cara mientras Meriem repartía un regalo a cada uno, proveniente de su ajuar.
Ellos, sus amigos, les habían preparado una fiesta, con el cordero asado y los dulces que le gustaban a Meriem. Y ahora bailaban en corros, al sonido de la flauta, el tambor y el laúd, cantando sus canciones de amor y disputándose la presencia de la novia.
Gonzalo había buscado una pequeña casa en León, desde donde trabajaría con Dulcidio en la crónica del rey Alfonso. Había cedido el uso de su granja al monasterio y lo ocurrido en Córdoba y en el camino quedaba muy lejos; confiaba en la influencia de Dama Blanca y estaba seguro de que los gobernadores musulmanes no tenían ahora ningún interés en ellos. Vivirían en paz sus días y esperarían los hijos que quiseran llegar.
Los mozarábes también habían traído regalos para su nueva casa. Arquetas de cuero repujado realizadas por ellos y almohadones de seda rellenos de plumas para Meriem que todavía no se acostumbraba a los escabeles y los asientos de madera de los cristianos.
Dulcidio, tras él, le dio una palmada en el hombro.
—Has alcanzado una meta; quedarán otras. Mil felicidades.
Sonrió, mientras le estrechaba las manos. Siempre había sido su amigo y su maestro. Le había protegido durante toda su vida.
Levantó la vista. Sobre la torre de la iglesia planeaba una cigüeña; llevaba una paja en el pico para reparar el nido del año anterior. Dentro de poco nacerían los pollos. Ellos también habían seguido el vuelo de las cigüeñas desde Córdoba. También Meriem y él habían llegado a su nido.