RESULTADO DE UN ASALTO
Recobró el conocimiento con un enorme dolor de cabeza. Se quejó en voz alta y se llevó la mano a la nuca. Estaba tumbado de bruces sobre unas telas suaves y se dio cuenta de que se encontraba en la cama que le habían asignado en la casa de Lope ben Lope. Subió la mano cabeza arriba y tropezó con un bulto que le pareció del tamaño de un huevo de codorniz. Lo sintió caliente al tacto y le dolía mucho. Intentó levantarse y el mareo le arrojó de nuevo de bruces en la cama. Aguardó a que la habitación dejase de dar vueltas y muy despacio, con mucho cuidado, se incorporó y se quedó sentado. La náusea le sacudió de nuevo. A través de la ventana se filtraba una luz pálida que no sabía si era la del amanecer o la del crepúsculo. No había nadie; la cama de Dulcidio estaba vacía. Se levantó y se quedó de pie tambaleándose apoyado en la pared. Cuando se sintió más seguro, salió al patio; había luces en una de las estancias de enfrente y atravesó el espacio con paso incierto; se apoyó un momento en la fuente y se refrescó la cara, luego caminó dando tumbos hasta la jamba de la puerta de la habitación, iluminada con varios candiles de aceite. Allí, sobre una cama grande, estaba tendido Dulcidio, con las ropas llenas de sangre y sujeto por dos esclavos negros. Un hombre estaba a su lado con un delgado cuchillo en la mano.
—¿Qué ha ocurrido?
Todos se volvieron a mirar a la puerta. Entonces se dio cuenta de que también estaba ben Lope.
El hombre del cuchillo dijo:
—No deberíais estar levantado. Tenéis un buen golpe en la cabeza.
—¿Y Dulcidio?
—Una puñalada; ha perdido bastante sangre y le quedará una cicatriz, pero sobrevivirá.
—¿Por qué? ¿Quiénes fueron?
Lope ben Lope le cogió del brazo.
—Volveos a la cama. Descansad. Todas esas preguntas tendrán respuesta mañana.
Gonzalo se dejó llevar. El patio entero le daba vueltas. Se tumbó en la cama y respiró profundamente intentando dominar la náusea que le ascendía a la garganta.
—¿Cómo está Dulcidio?
—Quedad tranquilo —dijo Lope—. Le cuida el mismo médico del emir. Dama Blanca le ha enviado desde el palacio.
Entre las nieblas de su mareo, sobre los lienzos de algodón suave y fresco, Gonzalo sintió cómo se deslizaba en el sueño. Todo parecía estar bien controlado. A Dulcidio le estaba atendiendo el médico del emir. Lo había enviado Dama Blanca. ¿Dama Blanca podía enviar al médico del emir? Gonzalo tenía sueño y le dolía mucho la cabeza; lo mejor sería averiguarlo después de dormir un rato.
Le despertó una sensación de frío. Cuando abrió los ojos, la vio muy cerca, inclinada sobre él. Era una muchacha muy joven, de pelo oscuro, cara redonda y grandes ojos color miel; la luz de la lámpara formaba un halo alrededor de su cabeza. Tenía un paño húmedo en la mano que olía a rosas y se lo pasaba con cuidado por la frente.
Le sonrió.
Una oleada de bienestar le inundó; cerró los ojos y perdió de nuevo la conciencia.
Despertó sin saber cuánto había dormido, pero se encontraba ya lúcido. Recordaba lo sucedido aunque no sabía cuánto tiempo había pasado.
Le llegó un sonido musical muy claro y limpio. Volvió la cabeza y se incorporó apoyado sobre un codo; el patio aparecía bañado por el sol, y sentada en unos almohadones cerca de donde se había comido la naranja el primer día, estaba la joven de ojos color miel con una de aquellas cítaras árabes que llamaban laúd. Tocaba muy suave y las notas parecían crecer en el silencio del patio.
Iba vestida de seda azul oscuro y no llevaba velo; el sol arrancaba reflejos en el pelo oscuro cuidadosamente trenzado. Le pareció la mujer más bella del mundo.
Ella sostuvo una nota y rompió a cantar a media voz, como si temiera molestar:
Se va mi corazón de mí,
Oh, Dios, ¿acaso se me tornará?
¡Tan fuerte mi dolor por el amado!
Enfermo está. ¿Cuándo sanará?
La voz se alzaba sin esfuerzo, apoyada en la música, muy clara y con un leve matiz infantil.
Cantaba en aljamía.
La canción terminó pero la música se prolongó todavía. Gonzalo se dejó caer sobre los almohadones y dejó que la melancolía de la canción le llegara sin esfuerzo.
Cesó la música y la muchacha dejó el instrumento, se levantó y se acercó a la habitación para encontrarse con los ojos de Gonzalo.
—¡Ah! Ya has despertado. Me alegro; pareces muy recuperado.
Gonzalo intentó incorporarse de nuevo; ella le ayudó y colocó unos almohadones detrás de su espalda. Gonzalo se recostó y suspiró aliviado. Se sentía mejor; ya no se mareaba.
—Os recuerdo entre sueños. ¿Quién sois?
Cambió al romance. Lo hablaba bien, con un acento musical.
—Soy Meriem, la hija del mayordomo de palacio y de Dama Blanca. Os vi en la iglesia, pero como entonces llevaba el velo, no me reconocéis.
—Y ¿cómo estáis aquí?
—Mi padre está muy preocupado y disgustado con vuestro accidente. Es responsable ante el emir de vuestra salud y seguridad, y lo sucedido es una deshonra para él. Tiene que rehabilitarse. Os envió nuestro médico, que es el mismo del emir, y quiere que su esposa y su hija cuiden de los heridos para poder salvar su honor.
—¿Cómo está Dulcidio?
—Muy mejorado. El médico le ha dado unos puntos en la puñalada y le ha entablillado el brazo. La agresión principal parece que fue contra él.
—¿Quién fue?
—¡No hacéis más que preguntar! Os conviene descansar.
Subió la cubierta de algodón y Gonzalo le sujetó la mano; era suave y tenía un tono de piel dorado; enseguida la soltó bruscamente, como si se hubiese quemado; le habían enseñado a no tocar a nadie y menos a una mujer.
—Por favor —suplicó—, no podré descansar si no tengo noticias.
—No se sabe. Un grupo os rodeó a la salida de la iglesia; lo que se ha dicho es que eran cristianos enojados porque os vais a llevar a León las reliquias del mártir Eulogio.
—¿Y tan pronto se organizaron?
Ella sonrió y fue como un relámpago blanco en la cara morena.
—Se dice que fue el resultado espontáneo de una gran indignación —volvió a sonreír, esta vez con cierta picardía—. Lo que queda sin explicación es por qué fueron a la iglesia provistos de grandes bastones y con machetes, que además nadie observó y que no se hubiesen consentido en lugar sagrado, si no conocían el motivo de vuestra venida hasta que lo anunció el obispo Daniel.
Sonrió un poco triste.
—Pero ésta será la explicación definitiva —continuó—, porque es un buen motivo que deja a mucha gente contenta. El emir está satisfecho porque se dice que fueron hombres de vuestra misma fe los que os atacaron y, por tanto, nadie le puede echar en cara que faltase a su deber de hospitalidad hacia unos embajadores. Y por otra parte, al fingir que se lo cree, puede descargar su ira, si la situación lo aconseja, contra el obispo Daniel, que no tiene la autoridad suficiente para controlar a sus fieles, contra Lope ben Lope, que permitió que os atacaran, y contra mi padre, que no os proporcionó la guardia necesaria para manteneros a salvo.
Gonzalo la contempló admirado.
—Sois muy joven para saber tanto de política.
Un leve tono rosa dio color a las mejillas morenas.
—No se viven quince años en el harén del mayordomo de palacio, siendo hija de una cristiana, sin aprender un poco de la forma de pensar de las personas que nos rodean. ¿Os sentaría bien un poco de agua?
Gonzalo se incorporó y bebió unos sorbos para complacerla. Tenía miedo de volver a marearse. Luego, se recostó de nuevo observando a la muchacha sin cansarse. Sus movimientos estaban llenos de armonía, como si bailase al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Gonzalo no había tratado nunca con mujeres más allá de los saludos de cortesía. No recordaba a su madre, muerta en su primera infancia, y su niñez y adolescencia habían transcurrido entre los novicios, los sacerdotes y los monjes. Nunca había estado tan cerca de una mujer y nunca una mujer le había tocado.
—Era una canción preciosa, y tocáis muy bien. No conocía el ritmo, pero me gusta mucho.
—Son canciones populares de al-Ándalus. Canciones de amor que cantan los juglares en los banquetes de los hombres y en el harén, en las reuniones de las mujeres; luego se repiten en los baños, y las favoritas las conoce todo el mundo y se cantan a todas horas. La que habéis escuchado es antigua; me la enseñó mi madre. A tocar el laúd aprendí de una concubina de mi padre; la había comprado como esclava y le costó muy cara porque sabía tocar, cantar y bailar —sonrió algo turbada—. Me tenía fascinada; la seguía a todas panes y la espiaba por las celosías cuando bailaba para mi padre y sus amigos. Era ligera como una pluma y cantaba como un pájaro. Un día me sorprendió, y me prometió que me enseñaría si dejaba de espiarla. Aprendí todo lo que pude, aunque no lo que hubiese deseado; soy más torpe.
—Creo que sois la mujer que mejor canta de las que conozco —Gonzalo sonnó avergonzado—. Bueno, tengo que confesaros que no conozco muchas mujeres. Desde niño he vivido con Dulcidio, de monasterio en monasterio.
—Habláis muy bien árabe. Os he oído.
—Lo tuve que estudiar. Además del latín y el griego, en el monasterio nos enseñaban árabe, para que pudiésemos estudiar las matemáticas de los sabios árabes.
—¿Todos los hombres tienen esos conocimientos en los reinos cristianos? Nuestros juglares dicen que son unos bárbaros.
—Los monjes sí estudian; pero los hombres de guerra y muchos nobles ni siquiera saben leer y escribir.
—Me gustaría conocer la tierra de mi madre.
—¿No os gusta la vida de aquí?
Ella se sentó en el extremo más alejado de la cama. La seda de su túnica daba un brillo de perla a toda su figura.
Se encogió de hombros.
—Sí, claro que me gusta; yo he nacido aquí y no conozco otra cosa; además, tengo suerte: mi padre tiene una posición elevada y en casa hay maestros que me enseñan poesía, música y danza y esclavos que cuidan de mi comodidad. Conozco el árabe, la aljamía y mi madre me ha enseñado el romance. Quiero que me enseñe el latín, pero soy incapaz de aprenderme el alfabeto. Todo está muy bien pero… mi padre tiene tres esposas y Dama Blanca es la segunda. Mi madre tiene su propio prestigio ante mi padre, pero la tercera esposa tiene hijos varones, que son el orgullo de mi padre; las hijas no son demasiado valoradas por los padres musulmanes. Y yo ni siquiera he heredado la belleza pálida de mi madre; soy morena, me parezco más a mi padre.
—A mí me parecéis muy hermosa —dijo Gonzalo, y ahora fue él el que se sonrojó—. Cuando os vi refrescándome la frente, me parecisteis un hada.
Meriem rio, entre tímida y divertida; sus mejillas parecían echar fuego.
—No sé bien las costumbres de los reinos cristianos, pero aquí no se debe decir eso a una joven si antes no se ha hablado con su padre de matrimonio. Y una joven no debe escuchar esas palabras. Bien es verdad que yo tengo mucha culpa, porque no debíais haberme visto sin el velo. Es mejor que olvidemos todo, mi falta y la vuestra, y no se lo contemos a nadie. Voy a ver si a Dulcidio ya se le ha pasado el efecto de la medicina que le hicieron tomar para dormir.
Recogió el largo velo oscuro y se envolvió en él. A Gonzalo le pareció que bailaba. Cuando salía por la puerta la llamó:
—Meriem…
Ella se volvió; una silueta sin formas en su velo.
—¿Podríais luego repetir vuestra canción?