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La noche del viernes al sábado durmió mal y tuvo un sueño horrible. Se veía encarnado en un joven cerdo con las carnes cebadas y lisas. Lo arrastraban con sus compañeros porcinos por un túnel enorme y oscuro de paredes oxidadas, en forma de vórtice. La corriente acuática que lo llevaba era débil, a veces conseguía poner las patas en el suelo; después llegaba una ola más fuerte y lo empujaba algunos metros. De cuando en cuando distinguía las carnes blancuzcas de uno de sus compañeros, arrastrado con brutalidad hacia abajo. Luchaban a oscuras y en silencio; el único sonido eran los breves chirridos de sus pezuñas contra las paredes metálicas. Pero al descender empezó a oír un sordo rumor de máquinas que venía del fondo del túnel. Empezaba a darse cuenta de que la corriente los arrastraba hacia unas turbinas con enormes y afiladas hélices.
Después su cabeza cortada yacía en un prado; varios metros por encima se veía la entrada del vórtice. El cráneo había sido cortado en dos en vertical; pero la parte intacta seguía estando consciente sobre la hierba. Sabía que las hormigas se meterían poco a poco en la materia cervical al descubierto para devorar las neuronas; entonces se sumiría en una definitiva inconsciencia. Por el momento, su único ojo observaba el horizonte. La hierba parecía extenderse hasta el infinito. Inmensas ruedas dentadas giraban al revés bajo un cielo de platino. Quizá se encontraba en el fin de los tiempos; por lo menos, el mundo que había conocido había llegado a su fin.
En el desayuno conoció a una especie de sesentayochista bretón que dirigía el taller de acuarela. Se llamaba Yves Le Dantec, era hermano del actual director del lugar, se contaba entre los primeros socios fundadores. Con su chaquetón indio, su larga barba gris y su collar de cuentas de madera, era la viva imagen de una amable y pasmada prehistoria. Ahora, pasados los cincuenta y cinco, el viejo despojo llevaba una vida tranquila. Se levantaba al amanecer, paseaba por las colinas, observaba a los pájaros. Luego se sentaba delante de un tazón de café con coñac y se liaba un cigarrillo en medio de la agitación humana. El taller de acuarela no empezaba hasta la diez, tenía tiempo para charlar.
—Como viejo espaciano —Bruno rió para establecer una complicidad, por falsa que fuera— te acordarás de los primeros tiempos, de la liberación sexual, de los años setenta…
—¡Y una mierda de liberación! —gruñó el ancestro—. Siempre ha habido tías que van a una cama redonda a posar. Y siempre ha habido tíos que se la sacuden. No hay nada nuevo, hombre.
—Pero he oído decir que el sida ha cambiado las cosas… —insistió Bruno.
—Es verdad que para los hombres era más sencillo —reconoció el acuarelista aclarándose la voz—. A veces había bocas y vaginas abiertas, uno podía entrar de buenas a primeras, sin presentarse. Pero hacía falta una cama redonda de verdad, y ahí había selección a la entrada; por lo general la gente acudía en parejas. Y a veces he visto a mujeres abiertas, mojadas de arriba abajo, que se pasaban la noche haciéndose pajas; nadie iba a metérsela, hombre. Ni siquiera para darles ese gusto, era tremendo; había que tenerla mínimamente dura.
—En resumen —interrumpió Bruno, pensativo—, que nunca ha habido comunismo sexual; sólo un sistema de seducción ampliado.
—Eso sí —concluyó el viejo mamarracho—, siempre ha habido seducción.
Todo aquello no era muy alentador. Pero era sábado, y seguro que había llegado gente nueva. Bruno decidió relajarse, tomarse las cosas como vinieran, rock’n roll; con lo cual el día pasó sin incidentes, incluso sin el menor acontecimiento. A eso de las once de la noche volvió a acercarse al jacuzzi. Por encima del ahogado borboteo del agua subía un débil vapor, atravesado por la luz de la luna llena. Se acercó más, en silencio. La bañera medía unos tres metros de diámetro. Había una pareja abrazada en el borde opuesto; la mujer parecía estar a horcajadas sobre el hombre. «Estoy en mi derecho…», pensó Bruno con rabia. Se quitó la ropa a toda prisa y se metió en el jacuzzi. El aire nocturno era fresco; en contraste, el agua estaba deliciosamente caliente. Encima del estanque, las ramas de pino entrelazadas dejaban ver las estrellas; Bruno se relajó un poco. La pareja no le prestaba ninguna atención: la chica seguía moviéndose encima del tipo, y estaba empezando a gemir. No podía verle la cara. El hombre también empezó a respirar ruidosamente. Los movimientos de la chica se hicieron más rápidos; se echó hacia atrás un momento, la luna iluminó fugazmente sus pechos; la masa de cabellos oscuros le ocultaba el rostro. Luego se pegó a su compañero, rodeándolo con los brazos; él respiró todavía más fuerte, dio un largo gruñido y se calló.
Se quedaron abrazados dos minutos; luego el hombre se levantó y salió del agua. Antes de vestirse, se quitó un preservativo del sexo. Bruno vio, con sorpresa, que la mujer no se movía. Los pasos del hombre se alejaron y volvió el silencio. Ella estiró las piernas en el agua. Bruno hizo lo mismo. Un pie le tocó el muslo, rozó el pene. Con un ligero chapoteo, ella se separó del borde y se acercó a él. Ahora las nubes velaban la luna; la mujer estaba a cincuenta centímetros, pero todavía no podía distinguir sus rasgos. Un brazo le rodeó la cadera, el otro los hombros. Bruno se apretó contra ella, con la cara a la altura de su pecho; tenía los senos pequeños y firmes. Soltó el borde y se abandonó al abrazo. Sintió que ella volvía al centro del jacuzzi y que luego empezaba a girar lentamente sobre sí misma. Los músculos del cuello de Bruno se relajaron de golpe; tenía la cabeza muy pesada. El rumor del agua, débil en la superficie, se transformaba unos centímetros más abajo en un poderoso rugido submarino. Las estrellas giraban suavemente sobre su rostro. Se relajó en los brazos de la mujer, su sexo erecto emergió a la superficie. Ella movió un poco las manos, él apenas sentía la caricia, estaba en un estado de ingravidez total. El largo pelo le rozó el vientre, y luego la lengua de la chica tocó la punta del glande. Todo el cuerpo de Bruno se estremeció de felicidad. Ella cerró los labios y despacio, muy despacio, se lo metió en la boca. Él cerró los ojos; le recorrían escalofríos de éxtasis. El gruñido submarino era infinitamente tranquilizador. Cuando los labios de la chica llegaron a la base del pene, él empezó a sentir las contracciones de su garganta. Aumentaron las ondas de placer en su cuerpo, al mismo tiempo se sentía acunado por las corrientes submarinas; de pronto sintió mucho calor. Ella contraía suavemente las paredes de la garganta, y toda la energía de Bruno fluyó de golpe a su sexo. Se corrió con un alarido; nunca había experimentado tanto placer.