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Camina, llega a la frontera. Las rapaces revolotean en torno a un centro invisible, probablemente carroña. Los músculos de sus muslos responden con elasticidad a los desniveles del terreno. Una estepa amarillenta cubre las colinas; hacia el este, la vista se extiende hasta el infinito. No ha comido desde la víspera; ya no tiene miedo.

Se despierta vestido y atravesado en la cama. Delante de la entrada de servicio del Monoprix hay un camión descargando mercancías. Son las siete de la mañana, un poco pasadas.

Desde hacía años, Michel llevaba una vida puramente intelectual. Los sentimientos que constituyen la existencia humana no era su tema de observación; los conocía mal. La vida cotidiana podía organizarse con perfecta precisión; las cajeras del supermercado respondían a su breve saludo. Hacía diez años que vivía en el edificio, y había habido mucho movimiento. A veces se formaba una pareja. Entonces observaba la mudanza; los amigos transportaban cajas y lámparas por la escalera. Eran jóvenes y a veces se reían. A menudo (pero no siempre), cuando se separaban, los dos se mudaban a la vez. Entonces se quedaba un apartamento libre. ¿Qué pensar? ¿Cómo interpretar todos aquellos comportamientos? Era difícil.

Él sólo quería amar; al menos no pedía nada. Nada concreto. La vida, pensaba Michel, tenía que ser algo sencillo; algo que pudiera vivirse como un conjunto de pequeños ritos, indefinidamente repetidos. Ritos al fin y al cabo un poco estúpidos, pero en los que, en el fondo, se pudiera creer. Una vida sin apuestas y sin dramas. Pero la vida de los hombres no estaba organizada así. A veces salía, observaba a los adolescentes y los edificios. Una cosa era segura: nadie sabía ya cómo vivir. Bueno, estaba exagerando: algunos parecían movilizados, como si los arrastrara una causa; su vida parecía cargada de sentido. Los militantes de Act Up, por ejemplo, creían importante que pusieran ciertos anuncios en la tele que otros consideraban pornográficos, en los que se veían diversas prácticas homosexuales filmadas en primer plano. Por lo general, su vida parecía agradable y activa, salpicada de acontecimientos variados. Tenían muchos amantes, se daban por el culo en los backrooms. A veces los preservativos resbalaban o se rompían. Entonces se morían de sida; pero también esa muerte tenía un sentido militante y digno. Por otra parte la televisión, sobre todo el primer canal, daba una lección permanente de dignidad. De adolescente, Michel creía que el sufrimiento otorgaba al hombre una dignidad adicional. Ahora tenía que reconocer que estaba equivocado. Lo que otorgaba al hombre una dignidad adicional era la televisión.

A pesar de la constante y pura alegría que le procuraba la televisión, le parecía justo salir. Además, tenía que hacer las compras. Sin referencias concretas el hombre se dispersa y no da de sí.

La mañana del 9 de julio (Santa Amandina) observó que ya habían puesto cuadernos, carpetas y carteras en los estantes del Monoprix. El lema publicitario de la operación, «Vuelta al colegio sin romperse la cabeza», sólo era, a sus ojos, convincente a medias. ¿Qué eran la enseñanza y el saber sino un interminable romperse la cabeza?

Al día siguiente, encontró en el buzón el catálogo de otoño-invierno de Las Tres Suizas. El volumen, en cartoné, no llevaba dirección; ¿lo habría dejado un repartidor? Hacía mucho tiempo que era cliente y estaba acostumbrado a aquellas pequeñas atenciones, testimonios de fidelidad recíproca. Obviamente, la estación avanzaba, se preparaban las estrategias comerciales de otoño; sin embargo, el cielo seguía siendo espléndido, a fin de cuentas sólo estaban a comienzos de julio.

Cuando era más joven, Michel leyó distintas novelas sobre el tema del absurdo, de la desesperación existencial, de la inmóvil vacuidad de los días; esta literatura extremista no le había convencido del todo. En aquella época, veía a Bruno con frecuencia. Bruno soñaba con ser escritor; emborronaba páginas y se masturbaba mucho; le había descubierto a Beckett. Beckett era, probablemente, lo que se suele llamar un gran escritor: sin embargo, Michel no había podido acabar ninguno de sus libros. Era a finales de los años setenta; Bruno y él tenían veinte años y ya se sentían viejos. La cosa iba a seguir: se sentirían cada vez más viejos, y se avergonzarían de ello. Su época estaba a punto de lograr una transformación inaudita: ahogar el sentimiento trágico de la muerte en la sensación más general e insulsa del envejecimiento. Veinte años después, Bruno seguía sin pensar de verdad en la muerte, y empezaba a dudar de que algún día fuera a hacerlo. Hasta el final querría vivir, estaría en la vida hasta el final, hasta el final lucharía con los incidentes y desgracias de la vida concreta y del debilitamiento del cuerpo. Hasta el último momento pediría un poco más de plazo, un pequeño suplemento de existencia. Hasta el último momento buscaría, sobre todo, un último instante de placer, un capricho más. Por inútil que sea a largo plazo, una felación bien hecha era un verdadero placer; mientras pasaba las páginas de lencería (¡Sensual! la cintura de avispa). Michel pensaba que negarlo sería poco razonable.

Él se masturbaba poco; las fantasías que le habían asaltado cuando era un joven investigador a través de las conexiones al Minitel, e incluso de las mujeres reales (a menudo agentes comerciales de los grandes laboratorios farmacéuticos) habían desaparecido poco a poco. Ahora controlaba apaciblemente el declive de la virilidad gracias a algunas pajas anodinas, para las que bastaba su catálogo de Las Tres Suizas acompañado, alguna que otra vez, de un cd-rom erótico a 79 francos. Sabía que Bruno, por el contrario, derrochaba su madurez en pos de inciertas Lolitas de grandes pechos, culo bien redondo y boca sensual; menos mal que tenía estatuto de funcionario. Pero no vivía en un mundo absurdo: vivía en un mundo melodramático compuesto de tías buenas y de callos, de tíos top y de pedorros; así era el mundo en que vivía Bruno. Por su parte, Michel vivía en un mundo preciso, históricamente débil, pero que seguía el ritmo de ciertas ceremonias comerciales: el torneo de Roland Garros, Navidad, el 31 de diciembre, la cita bianual con los catálogos de Las Tres Suizas. Si hubiera sido homosexual, podría haber tomado parte en la carrera del Sidatón, o en la marcha del Gay Pride. Si hubiera sido libertino, se habría entusiasmado con la Feria del Erotismo. Como era un poco más deportivo, en aquel momento seguía una etapa pirenaica del Tour de Francia. Aunque era un consumidor neutro, se alegraba cuando había una quincena italiana en el Monoprix del barrio. Todo eso estaba bien organizado, organizado de forma humana; con todo eso se podía ser un poco feliz; de haber querido algo más, Michel no habría sabido cómo arreglárselas.

La mañana del 15 de julio, encontró en la basura de la entrada un folleto cristiano. Diversas historias convergían hacia un final idéntico y dichoso: el encuentro con Cristo resucitado. Se distrajo un rato con la historia de una chica («Isabelle estaba en estado de shock, porque estaba en juego su curso universitario»), tuvo que reconocer que se sentía más cerca de la historia de Pavel («Para Pavel, oficial del ejército checo, dirigir una estación antimisiles era el apogeo de su carrera militar»). Michel podía trasladar literalmente a su propio caso la siguiente observación: «Como técnico especializado, formado en una prestigiosa academia, Pavel habría tenido que apreciar la existencia. Pero era desgraciado, y no dejaba de buscar una razón para vivir».

Por su parte, el catálogo de Las Tres Suizas parecía hacer una lectura más histórica del malestar europeo. Implícita desde las primeras páginas, la conciencia de un cambio próximo en la civilización encontraba su formulación definitiva en la página 17; Michel meditó durante muchas horas sobre el mensaje contenido en las dos frases que definían el tema de la colección: «El optimismo, la generosidad, la complicidad y la armonía hacen que el mundo avance. EL FUTURO SERÁ FEMENINO».

En las noticias de las ocho, Bruno Masure anunció que una sonda norteamericana acababa de detectar huellas de vida fósil en Marte. Se trataba de formas bacterianas, seguramente de arqueobacterias metánicas. Así que en un planeta cercano a la Tierra unas macromoléculas biológicas habían sido capaces de organizarse, de elaborar vagas estructuras autorreproductoras compuestas de un núcleo primitivo y de una membrana poco conocida; después todo se había detenido por culpa, sin duda, de un cambio climático: la reproducción se había vuelto cada vez más difícil y al final se había interrumpido del todo. La historia de la vida en Marte era modesta. Sin embargo (y Bruno Masure no parecía darse cuenta en absoluto), este brevísimo relato sobre un fracaso más bien soso contradecía violentamente todas las construcciones míticas o religiosas con las que suele deleitarse la humanidad. No había un acto único, grandioso y creador; no había pueblo elegido, ni siquiera especie o planeta elegidos. En el universo había, un poco por todas partes, tentativas inciertas y en general poco convincentes. Además, todo era de una irritante monotonía. El ADN de las bacterias marcianas parecía ser idéntico al ADN de las bacterias terrestres. Este hecho, más que cualquier otro, le sumió en una ligera tristeza, que en sí ya era un signo depresivo. Un investigador en su estado normal, un investigador en condiciones tendría que haberse alegrado de esa coincidencia, ver en ella la promesa de síntesis unificadoras. Si el ADN era idéntico en todas partes debía de haber razones, razones profundas relacionadas con la estructura molecular de los péptidos, o quizá con las condiciones topológicas de la autorreproducción. Tenía que ser posible descubrir esas razones profundas; cuando era más joven, según recordaba, esa perspectiva le habría llenado de entusiasmo.

Cuando conoció a Desplechin, en 1982, Michel estaba acabando su tesis de tercer ciclo en la Universidad de Orsay. Tenía que participar en los maravillosos experimentos de Alain Aspect sobre la inseparabilidad del comportamiento de dos fotones emitidos sucesivamente por un mismo átomo de calcio; era el investigador más joven del equipo.

Precisos, rigurosos, documentados a la perfección, los experimentos de Aspect tuvieron una considerable repercusión en la comunidad científica: por primera vez, según la opinión general, se podían refutar completamente las objeciones de Einstein, Podolsky y Rosen en 1935 al formalismo cuántico. Los resultados violaban las desigualdades de Bell, derivadas a partir de las hipótesis de Einstein, y concordaban perfectamente con las predicciones de la teoría de los cuantos. Sólo quedaban dos hipótesis. O bien las propiedades ocultas que determinan la conducta de las partículas no son locales, es decir, que las partículas pueden ejercer una sobre otra una influencia instantánea a una distancia arbitraria, o bien hay que renunciar al concepto de partícula elemental que posee propiedades intrínsecas en ausencia de cualquier observación. En este caso había que enfrentarse a un profundo vacío ontológico; a menos que uno adoptara un positivismo radical y se conformase con desarrollar el formalismo matemático predictivo de lo observable, renunciando definitivamente a la idea de realidad subyacente. Desde luego, la mayor parte de los investigadores se inclinaron por esta última opción.

El primer informe detallado sobre los experimentos de Aspect apareció en el número 48 de la Physical Review, con el título: «Experimental realization of Einstein-Podolsky-Rosen Gedanexperiment: a new violation of Bell’s inequalities». Djerzinski era coautor del artículo. Unos días más tarde, recibió la visita de Desplechin. Con cuarenta y tres años, éste dirigía entonces el Instituto de Biología Molecular del Centro Nacional de Investigaciones Científicas en Gif-sur-Yvette. Era cada vez más consciente de que se les estaba escapando algo fundamental en el mecanismo de mutación de los genes; y que probablemente ese algo tenía que ver con fenómenos más profundos que ocurrían a nivel atómico.

Su primera entrevista tuvo lugar en la habitación de Michel en la residencia universitaria. A Desplechin no le sorprendió la tristeza y la austeridad de la decoración: esperaba algo así. La conversación se prolongó hasta la madrugada. La existencia de una lista finita de elementos químicos fundamentales, recordó Desplechin, era lo que había desencadenado las primeras reflexiones de Niels Bohr, en torno a 1910. Lo normal era que una teoría planetaria del átomo basada en los campos electromagnéticos y gravitacionales llevase a infinitas soluciones, a infinitos cuerpos químicos posibles. Sin embargo, todo el universo estaba compuesto a partir de un centenar de elementos; esta lista era rígida e inamovible. Semejante situación, continuó Desplechin, profundamente anormal con relación a las teorías electromagnéticas clásicas y las ecuaciones de Maxwell, iba a acabar desembocando en el desarrollo de la mecánica cuántica. La biología, en su opinión, se encontraba actualmente en una situación parecida. Según él, la existencia en todo el reino animal y vegetal de macromoléculas idénticas, de ultraestructuras celulares invariables, no podía explicarse gracias a los principios de la química clásica. De una manera o de otra, aún imposible de dilucidar, el nivel cuántico tenía que intervenir directamente en la regulación de los fenómenos biológicos. Ahí había todo un campo de investigación, absolutamente nuevo.

Esa primera noche, a Desplechin le impresionaron la mentalidad abierta y la tranquilidad de su joven interlocutor. Lo invitó a cenar a su casa, rue de l’École Polytechnique, el siguiente sábado. También estaría presente uno de sus colegas, un bioquímico autor de trabajos sobre las ARN transcriptasas.

Al llegar a casa de Desplechin, Michel tuvo la sensación de encontrarse en el decorado de una película. Muebles de madera clara, baldosines, kilims afganos, reproducciones de Matisse… Hasta entonces sólo había sospechado la existencia de ese medio acomodado, culto, de gustos seguros y refinados; ahora podía imaginarse el resto, la propiedad familiar en Bretaña, quizá una pequeña granja en Lubéron. «Y añora los quintetos de Bartók…», pensó furtivamente probando los entremeses. Cenaron con champán; el postre, charlota con fruta roja, llegó acompañado de un excelente rosado semiseco. Fue entonces cuando Desplechin le explicó su proyecto. Podía conseguir la creación de un puesto eventual en su unidad de investigación de Gif; Michel tendría que adquirir algunas nociones adicionales de bioquímica, pero eso no le ocuparía demasiado tiempo. Él supervisaría la preparación de su tesis doctoral; con ella, podría pedir un puesto definitivo.

Michel miró una estatuilla jmer en el centro de la repisa de la chimenea; de líneas muy puras, representaba a Buda en actitud de tomar por testigo a la Tierra. Se aclaró la garganta y aceptó la proposición.

El extraordinario progreso de los aparatos y técnicas de medición radiactiva permitió, durante el siguiente decenio, acumular un número considerable de resultados. Sin embargo, Djerzinski pensaba ahora que en cuanto a las cuestiones teóricas que Desplechin había mencionado en su primer encuentro, no habían avanzado ni un palmo.

En mitad de la noche volvieron a intrigarle las bacterias marcianas; encontró unas quince entradas en Internet, la mayoría de universidades norteamericanas. Se había encontrado adenina, guanina, timina y citosina en proporciones normales. Un poco por no tener otra cosa que hacer se conectó a la página de Ann Arbor; había una comunicación sobre el envejecimiento. Alicia Marcia-Coelho había subrayado la pérdida de secuencias de código de ADN en la división repetida de los fibroblastos de los músculos lisos; eso tampoco era una sorpresa. Conocía a la tal Alicia: lo había desvirgado diez años antes tras una cena demasiado bien regada durante un congreso de genética en Baltimore. Estaba tan borracha que había sido incapaz de ayudarle a quitarle el sujetador. Había sido un momento laborioso, incluso algo penoso; mientras él luchaba con los corchetes, ella le contó que acababa de separarse de su marido. Después, todo había ido con normalidad; le sorprendió tener una erección y hasta eyacular en la vagina de la investigadora sin sentir el más mínimo placer.