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La Operación Barbarroja
A las 3.15 del 22 de junio de 1941, según la hora de Berlín, la guardia fronteriza alemana apostada en el puente que cruzaba el río Bug en Kolden convocó a la soviética a fin de «tratar de asuntos importantes» y ametralló a cuantos la conformaban al verlos acercarse. Los zapadores de la Wehrmacht arrancaron las cargas que se habían dispuesto en el viaducto de Brest-Litovsk e hicieron señas a las unidades de asalto para que pasasen a las 3.30. Los integrantes de la división Brandenburgo de fuerzas especiales, entre los que había quien hablaba ruso, llevaban días pasando a la Unión Soviética en paracaídas o cruzando la frontera sin ser notados, y habían comenzado ya a sabotear las comunicaciones al otro lado del frente. Las tropas del Eje avanzaron hacia la Unión Soviética en número de 3,6 millones y a lo largo de un frente de mil quinientos kilómetros que se extendía del Báltico al mar Negro, acometiendo las defensas con efectos devastadores. El poeta moscovita David Samóilov diría más tarde: «Todos suponíamos que habría guerra, pero no esperábamos una así[1]». Las divisiones, y pronto también los ejércitos al completo, se fueron desmoronando al paso de los alemanes, de tal manera que las primeras semanas de la campaña estuvieron caracterizadas por las derrotas y rendiciones de los soviéticos. Uno de sus oficiales escribió lo siguiente de la conversación que mantuvo con un camarada: «Kutnetsov me informó, con voz temblorosa, que lo único que quedaba de la LVIa división de fusileros era el número[2]». Y aquél no fue sino uno entre miles de desastres similares.
La invasión de la Unión Soviética por parte de Hitler fue el acontecimiento que decidió el resultado de la guerra del mismo modo que el Holocausto constituyó el acto definitorio del nazismo. Alemania se embarcó en ella por tratar de alcanzar los objetivos más ambiciosos de su historia: trasladar las fronteras eslavas y crear un nuevo imperio en el este. Al decir del argumento de los nazis, lo único que estaban haciendo era seguir el ejemplo que habían dado otras naciones europeas en busca de Lebensraum («espacio vital») al arrebatar su territorio a pueblos salvajes. El historiador Michael Howard ha escrito: «Muchos, quizá la mayoría de los alemanes, y sin duda la mayor parte de los intelectuales de la nación, concibieron la Primera Guerra Mundial como una lucha por la supervivencia cultural frente a las fuerzas convergentes de la barbarie rusa y la decadencia de la civilización occidental, elemento más subversivo aún, que ya no encarnaban los aristócratas franceses, sino las sociedades materialistas del mundo anglosajón. Esta convicción pasó intacta a los nazis y proporcionó los pilares de su propia filosofía[3]».
Eran millones los jóvenes alemanes a los que se había hecho creer desde la infancia que la Unión Soviética constituía una amenaza para la existencia de su nación. «Se dan las condiciones perfectas para que los bolcheviques lancen su ataque a Europa y den así un paso más para culminar su plan general de dominación mundial —escribió Heinz Knoke, piloto de la Luftwaffe y nazi ferviente—. ¿Serán capaces el capitalismo occidental y sus instituciones democráticas de entrar en alianza con el bolchevismo ruso? Si tuviésemos vía Ubre en Occidente, podríamos infligir una derrota aplastante a las hordas soviéticas a pesar del Ejército Rojo. Eso supondría la salvación de la civilización occidental.»[4] Imbuido por semejante lógica, Knoke no pudo menos de emocionarse al saberse parte de la invasión de la Unión Soviética, y otro tanto cabe decir de oficiales de más graduación. Hans Jeschonnek, jefe de estado mayor de la Luftwaffe, escaldado tras el fracaso de 1940 contra el Reino Unido, se mostraba exultante: «¡Por fin, otra guerra como está mandado!».
Henry Metelmann, cerrajero hamburgués de dieciocho años convertido en conductor de carro de combate, escribió más tarde: «Acepté que era el deber natural de Alemania por el bien de la humanidad imponer su estilo de vida a razas inferiores y naciones que, debido tal vez a lo limitado de su inteligencia, no entendían del todo lo que pretendíamos[5]». Como ocurrió a muchos de los jóvenes alemanes en aquel estadio del conflicto, vivió su adscripción al frente oriental con una despreocupación irresponsable: «Pocos nos dábamos cuenta de la gravedad de nuestra situación. Considerábamos que aquel destino, cuando no la guerra entera, constituía una gran aventura, una oportunidad de escapar al aburrimiento que nos imponía la vida civil, y, además, en un segundo plano, queríamos cumplir con el deber sagrado que habíamos contraído con nuestro Führer y nuestra patria».
Hitler debía menos su estrategia al oportunismo que al conocimiento de que no podía dejar que el enemigo tuviese tiempo de armarse y unirse en contra de Alemania. Stalin, como parte de su plan disuasorio, permitió al agregado militar de ésta en Moscú que visitase algunas de las ciclópeas fábricas de armamento que se estaban construyendo en Siberia antes de la Operación Barbarroja. Sin embargo, sus informes tuvieron el efecto contrario al deseado, y así Hitler anunció a sus generales: «Ya ven ustedes hasta dónde han llegado esas gentes. Debemos atacar enseguida[6]». La destrucción del bolchevismo y el sometimiento de la vasta población de la Unión Soviética eran dos de los objetivos esenciales del nazismo, aireados por Hitler en discursos y escritos desde la década de 1920, y a ello hay que sumar el deseo de apropiarse de los ingentes recursos naturales de la nación invadida.
Lo más probable es que Stalin tuviese intención de combatir a tan amenazador vecino cuando considerase oportuno. Si Alemania se hubiese visto atollada, tal como esperaban en Moscú, en una larga guerra de desgaste contra franceses y británicos en el frente occidental en 1940, los soviéticos no habrían dudado en caer sobre su retaguardia a cambio de sustanciosas concesiones diplomáticas y territoriales por parte de los Aliados. Sus generales estaban preparando los planes necesarios para emprender una ofensiva contra Alemania —del mismo modo que para hacer frente a muchas otras contingencias—, y cabe suponer que habrían estado en posición de hacerlo llegado 1942. Sin embargo, en 1941 sus ejércitos no estaban preparados para combatir el embate que efectuó la Wehrmacht con casi todas sus fuerzas. Por más que hubiese acometido una movilización progresiva —en virtud de la cual había doblado, en el momento de la agresión, las fuerzas activas que poseía en 1939—, apenas había comenzado el programa de rearme que más tarde le proporcionaría algunos de los mejores sistemas armamentísticos del mundo.
Desde el punto de vista de Hitler, esta circunstancia hacía de la Operación Barbarroja un acto racional, por cuanto permitía a Alemania entablar combate con la Unión Soviética en el momento en que gozaba de una ventaja relativa mayor. La soberbia, sin embargo, lo llevó a infravalorar el poderío militar e industrial que había alcanzado ya Stalin; cometer la temeridad de desatender la extensión casi ilimitada de la nación que iba a invadir, y destinar un apoyo logístico por demás inadecuado para una campaña prolongada. Pese a la expansión que había conocido la Wehrmacht desde el año anterior y la producción de varios centenares de carros de combate nuevos, muchas unidades dependían de armas y vehículos tomados a los franceses en 1940, en tanto que sólo las divisiones blindadas disponían de los medios de transporte y el equipo apropiados. Los laureles obtenidos en Occidente impidieron a Hitler reparar en que podría resultar más difícil vencer a una sociedad embrutecida y habituada al sufrimiento que a países democráticos como Francia o el Reino Unido, en los que la moderación y el respeto por la vida humana se consideraban virtudes.
Los espadones de la Wehrmacht, que se preciaban de representar a una nación refinada, dieron, no obstante, su aquiescencia a las barbaridades que abarcaba la Operación Barbarroja, y entre las que se incluía la de privar de alimento a no menos de treinta millones de ciudadanos soviéticos con la intención de enviarlo a Alemania —idea original de Herbert Backe, responsable nazi de Agricultura—. Durante una reunión celebrada el 2 de mayo de 1941 a fin de tratar de la ocupación de la Unión Soviética, el secretariado de planificación armamentística del ejército dejó constancia de su apoyo a un programa que resulta pasmoso aun en el contexto del Tercer Reich:
- La guerra sólo podrá sostenerse si todos los víveres de la Wehrmacht proceden de la Unión Soviética durante el tercer año.
- En caso de tomar del país cuanto nos es necesario, es indudable que morirán de inanición muchos millones de personas.
Aquélla no fue, pues, una operación meramente militar, sino también un programa económico del que se suponía que propiciaría la muerte de decenas de miles de personas, objetivo que, de hecho, cumplió. No faltaron generales que protestasen ante la orden de hacer que sus hombres participaran en el ajusticiamiento sistemático de comisarios soviéticos, y mayor aún fue el número de quienes cuestionaron la estrategia concebida por Hitler para la invasión. El general de división Erich Marcks, brillante oficial responsable de la planificación inicial, propuso librar la acometida decisiva al norte de los pantanos del Prípiat, por considerar que las posiciones soviéticas anunciaban un asalto más al sur. Algunos comandantes adujeron que la población conquistada se mostraría más dócil si recibía un trato clemente que si no obtenía nada a cambio de su sumisión. Tales objeciones respondían a consideraciones prácticas más que éticas, y cuando Berlín las rechazó, quienes las habían presentado no dudaron en brindar su consentimiento a las órdenes de su Führer y ejecutarlas a la letra.
La operación llevó aparejada, de forma indisoluble, una ferocidad mecanizada. Goering comunicó lo siguiente a los responsables de administrar los territorios ocupados: «Dios sabe que no tienen por misión velar por el bienestar de las gentes que están a su cargo, sino sacar de ellas el mayor provecho en pro de la supervivencia del pueblo alemán[7]». Por su parte, el coronel general Erich Hoepner, oficial de caballería de cincuenta y cinco años al mando del VIII.o grupo blindado, señaló: «La guerra con la Unión Soviética es parte vital de la lucha por la existencia del pueblo de Alemania. Se trata del inmemorial enfrentamiento entre germanos y eslavos, la defensa de la cultura europea frente a la invasión asiática y moscovita, y el rechazo al bolchevismo judío. Esta guerra debe tener por objeto la destrucción de la Unión Soviética de nuestros días, y por eso tiene que llevarse a término con un rigor sin precedentes. Cada una de sus contiendas, desde su concepción hasta su ejecución, debe estar guiada por la férrea determinación de aniquilar por entero, y de un modo definitivo, al enemigo[8]». Desde el mes de junio de 1941, fueron pocos los altos mandos alemanes que pudieron negar, de un modo creíble, su complicidad en los crímenes del nazismo.
En vísperas de la invasión alemana, no había en el mundo una sociedad sometida a una regulación y una vigilancia tan severas como las que se daban en la Unión Soviética. Los mecanismos de represión nacional que utilizaban en ella eran mucho más refinados que los del nazismo, y, de hecho, en 1941 habían supuesto la muerte de un número mucho mayor de personas. El programa de industrialización forzada puesto en marcha por Stalin había acabado con la vida de seis millones de campesinos, y el número de camaradas leales que había dado la suya por culpa de sus sospechas paranoicas no era desdeñable. Los alemanes, excepción hecha de los judíos, gozaban de una libertad personal mayor que la de ningún ciudadano soviético. Y sin embargo, la tiranía estalinista estaba menos preparada para defenderse de enemigos foráneos que de sus propias gentes. Las unidades del Ejército Rojo apostadas en poniente ocupaban unas posiciones muy poco eficaces en lo estratégico, y formaban un frente avanzado de escasa magnitud. Muchos de sus mejores generales habían sido víctimas de las purgas de 1937 y 1938, y quienes habían ido a sustituirlos no eran más que lacayos incompetentes. Las comunicaciones dejaban mucho que desear por falta de radios y de pericia técnica, y la mayor parte de las formaciones carecían de armamento moderno y de otros pertrechos. No se habían creado posiciones defensivas, y la doctrina soviética estaba orientada únicamente a las operaciones ofensivas. El peso muerto del partido minaba la eficacia, la iniciativa y la prudencia táctica.
Stalin desoyó las numerosas advertencias relativas a la inminente invasión que le hicieron tanto sus generales como las autoridades de Londres. La entrada en paracaídas que hizo Rudolf Hess, subordinado inmediato del Führer, en el Reino Unido el 10 de mayo con la intención de negociar la paz por su cuenta no hizo sino aumentar el recelo que profesaba a los británicos y sus sospechas de que Churchill pretendía firmar un pacto bilateral con Hitler. Asimismo, se negó a dar oídos a los datos reveladores que enviaban sus agentes desde Berlín y Tokio. En uno de los informes que redactó Beria, al respecto, llegó a garrapatear: «Puedes decirle a tu “informante” del cuartel general de las fuerzas aéreas alemanas que vaya a darle por culo a su madre. Lo que te has echado es, más bien, un desinformador. Y. St.»[9]. La Luftwaffe participó en las operaciones alemanas de despiste al enviar a Londres, el día 10 de mayo, quinientos bombarderos que causaron tres mil víctimas días antes de que la mayor parte de sus escuadrillas se trasladase al frente oriental.
Los colosales movimientos de tropas que precedieron la Operación Barbarroja fueron la comidilla de todas las calles europeas. El escritor Mihail Sebastian recibió, el 19 de junio, la llamada de un amigo de Bucarest que le aseguró: «La guerra va a empezar mañana por la mañana si deja de llover[10]». Aun así, Stalin prohibió emprender cualquier acción que pudiese provocar a los alemanes y desdeñó la insistencia con que le pidieron sus comandantes que pusiera en guardia las unidades del frente. Por si no bastara con esto, ordenó a las defensas antiaéreas que no disparasen a los aparatos de la Luftwaffe que sobrevolaban territorio soviético, y de los que se avistaron 91 entre el mes de mayo y principios del mes de junio. Aquel caudillo de fría determinación se dejó desconcertar por el perverso proceder de Hitler. En virtud del pacto firmado por ambos, Alemania estaba recibiendo de la Unión Soviética enormes cantidades de ayuda material. Los trenes de aprovisionamiento siguieron viajando al oeste hasta el momento de la invasión; los aeroplanos de la Luftwaffe funcionaban, en gran medida, con combustible soviético, y los submarinos de la Kriegsmarine tenían acceso a las instalaciones portuarias de la nación. El Reino Unido seguía sin ser derrotado, y él, en consecuencia, se negaba a creer que el dirigente alemán fuese a arriesgarse a provocar una escisión de consecuencias catastróficas. Por lo tanto, fue responsable personalmente de que la arremetida alemana, tal como suponían sus estrategos, tomase desprevenidos a los ejércitos encargados de la defensa del país. Cuando tocaba a su fin el 21 de junio, Gueorgui Zhúkov, jefe de su estado mayor general, dio a todos los mandos la orden de poner en alerta a sus tropas, pero ésta apenas les llegó una hora antes de que se produjera el ataque germano.
En el frente occidental soviético había apostados 2,5 millones aproximados de los 4,7 soldados de que disponía en activo Stalin, repartidos en ciento cuarenta divisiones y cuarenta brigadas que disponían de más de diez mil tanques y ocho mil aviones. Hitler lanzó contra ellos a 3,6 millones de soldados del Eje, el mayor ejército de invasión que haya conocido la historia europea, equipados con 3600 carros de combate y 2700 aviones de calidad superior a los soviéticos. Estaban divididos en tres grupos de ejércitos sujetos al mando general del mariscal de campo Walther von Brauschitsch. El Führer desestimó los consejos de sus mejores generales, que le instaban a avanzar con decisión hacia Moscú, en favor de un ataque simultáneo a Ucrania que le permitiera apropiarse de sus vastos recursos naturales e industriales. En ocasiones se ha juzgado éste un error estratégico determinante, y, sin embargo, parece más razonable preguntarse si Alemania poseía el poder económico necesario para satisfacer las ambiciones orientales de Hitler, con independencia de cómo las acometiera.
Una porción considerable de los ciudadanos de Alemania quedó desconcertada, horrorizada de hecho, al saber de la invasión. «Tenemos que ganar, y hacerlo cuanto antes —escribió Goebbels—, pues el pueblo está un tanto deprimido. La nación desea la paz, aunque no si ha de pagar con la derrota, y, sin embargo, con cada nuevo campo de batalla crecen su preocupación y sus temores.»[11] Un joven traductor de la embajada soviética de Berlín, por nombre Valentín Berezhkov, dio cuenta de la notable experiencia que vivió durante su confinamiento con el resto de la legación tras el comienzo de la guerra. Había hecho amistad con un oficial de la SS de mediana edad llamado Heinemann, quien lo llevó a un café para tomar una copa con él. Allí, se les unieron seis miembros más de la SS, y Heinemann salvó la situación asegurando que su invitado era un pariente de su esposa que estaba cumpliendo una misión secreta de la que no podía hablar.
Estuvieron un rato charlando acerca de la contienda antes de que los oficiales propusieran un brindis por «nuestra victoria», y él no atrajo hacia sí ninguna atención indeseada al repetir: «Por nuestra victoria». A Heinemann lo aterraba la idea de que su hijo, que acababa de alistarse en la SS, pudiera morir en la Unión Soviética. Asimismo, le faltaba el dinero necesario para pagar cierto tratamiento médico que debía seguir su mujer. Berezhkov le dio mil marcos de la caja fuerte de la embajada, sabedor de que a ninguno de ellos le iban a permitir llevar consigo grandes sumas de dinero cuando los repatriasen. El alemán, que ayudaría más tarde a organizar la evacuación durante el intercambio de diplomáticos entre Moscú y Berlín, le ofreció un retrato suyo firmado a modo de obsequio de despedida y le dijo: «Quizá llegue un tiempo en que tenga que invocar el servicio que he ofrecido a la embajada soviética, y espero que no caiga en el olvido». Aunque ninguno de ellos volvió a saber del otro, Berezhkov se preguntaría siempre si su amigo, pese a su condición de oficial de la SS, no temía en lo más hondo que su nación sería derrotada por el Ejército Rojo[12].
La mayor parte de los soldados jóvenes de Hitler, eufóricos aún por las victorias de 1940, no compartía este recelo. «Estábamos entusiasmados, y no nos deteníamos a analizar la situación con ojo crítico. Nos enorgullecía estar viviendo una época que considerábamos heroica», escribió el paracaidista Martin Poppel, que contaba veintiún años a la sazón[13]. Lo emocionaba la idea de luchar en el este: «Tenemos por destino la Unión Soviética, y por objetivo, la victoria en el campo de batalla… Estamos ansiosos por participar en la gran lucha… No hay ningún país del mundo que ejerza sobre mí un atractivo tan magnético como el de los bolcheviques[14]». Los alemanes irrumpieron en Lituania desde Prusia Oriental; en Minsk y Kiev, desde Polonia, y en Ucrania, desde Hungría; y en casi todas partes desbarataron sin más las formaciones soviéticas y destruyeron aviones que ni siquiera habían llegado a despegar (hasta alcanzar un total de mil doscientos en las veinticuatro horas primeras).
En las repúblicas bálticas, los invasores quedaron perplejos al ver que el pueblo les otorgaba un trato propio de libertadores y les ofrecía flores y alimento. En las semanas que precedieron a la ofensiva, el NKVD de Beria había efectuado decenas de miles de detenciones entre estonios, letones y lituanos, y se había atraído, por consiguiente, la enemistad de millones de ciudadanos de la región. Los soldados soviéticos que se retiraban hubieron de enfrentarse al hostigamiento de los lugareños, que en muchas ocasiones apostaban tiradores para que disparasen contra ellos. Buena parte de la población civil huyó al monte hasta que vieron rechazadas las fuerzas de Stalin. «Por estas fechas, las ciénagas y los bosques están más poblados que las granjas y los campos —escribió el estonio Juhan Jaik—, porque los primeros nos acogen a nosotros, en tanto que los segundos están ocupados por el enemigo.»[15] Se refería a los soviéticos, que no iban a tardar en desaparecer de allí.
Los letones arrebataron tres ciudades a sus ocupantes soviéticos antes de que llegasen las fuerzas germanas y, a finales de 1941, los guerrilleros estonios aseguraron haber capturado a veintiséis mil soldados del Ejército Rojo, que también en Ucrania sufrió el acoso tanto de los partisanos como de los alemanes. Stefan Kurylak, adolescente polaco de Ucrania, se encontraba entre la multitud de sus compatriotas que recibió con vítores la expulsión de los soviéticos. Uno de los últimos actos que llevaron a término en su pueblo, situado a orillas del Dniéster, consistió en matar a hachazos a su mejor amigo, Stasha, de sólo quince años, por el simple hecho de haber incurrido en sus sospechas. La llegada de la Wehrmacht originó celebraciones a uno y otro lado de la frontera soviética de Ucrania. «Como parecía no haber duda de quién iba a hacerse con la victoria —escribió Kurylak—, los nuestros… comenzaron a cooperar en todo lo posible con los “libertadores” germanos… Y algunos… llegaron incluso a saludarlos con el brazo derecho alzado a la manera de los nazis.»[16]
En las primeras semanas de la operación, la Wehrmacht logró algunas de las victorias más grandes de los anales de la guerra. Sometió a envolvimiento y destruyó ejércitos enteros, en particular en Białystok y Minsk y en Smolensk. Los soldados de Stalin se rendían por decenas y centenas de miles, y las pérdidas que sufría su aviación aumentaban a diario. Heinz Knoke, nazi apasionado de veinte años, describió así la excitación que le producía el acto de ametrallar desde su aparato: «Jamás he disparado tan bien. Tengo a todos los bolcheviques tumbados en el suelo. Uno de ellos se pone de pie de un salto y echa a correr hacia la arboleda, pero el resto ya no va a levantarse… Cuando los pilotos presentan sus informes, todos les sonríen. Llevamos mucho tiempo soñando con hacerles algo así. En realidad, no los odiamos tanto como los despreciamos. Para nosotros es toda una satisfacción poder pisotearlos y hundirlos en el fango al que pertenecen[17]».
Iván Konoválov, uno de los miles de pilotos estalinistas que se vieron sorprendidos en sus propios aeródromos por los bombarderos en picado, escribió: «De pronto, oímos un estruendo increíble: teníamos encima a los aviones del enemigo. Alguien gritó: “¡A cubierto!”, y yo corrí a esconderme bajo el ala de mi aparato. Todo quedó envuelto en llamas. El fuego arreciaba de un modo terrible[18]». El oficial de intendencia Alexander Andreiévich recordaba en estos términos su encuentro con los restos de una unidad soviética asolada por los ataques aéreos: «Había cientos y más cientos de muertos… Vi a uno de nuestros generales de pie ante una bifurcación. Había ido a pasar revista a la tropa, y llevaba puesto su mejor uniforme de gala; pero sus soldados corrían en sentido opuesto. Él contemplaba, desesperado y solo, sin ni siquiera un ayudante a su lado, el paso apresurado de sus hombres. Tras él había un obelisco que marcaba la ruta que se había seguido en 1812 durante la invasión napoleónica[19]». El segundo oficial político de la V.a brigada de fusileros de la CXLVIIa división llevó a sus hombres al campo de batalla al grito de: «¡Por la patria y por Stalin!». Fue uno de los primeros en caer[20]..
En mangas de camisa y bajo un sol brillante, los soldados alemanes conducían sus carros de combate y sus camiones en columnas triunfantes y polvorientas por cientos de kilómetros de llanuras, marismas y bosques. «Aunque seguíamos la misma ruta de invasión que Napoleón —escribió más tarde el general de división Hans von Greiffenberg—, en 1941 no creíamos que pudiesen aplicarse a nosotros las lecciones de la campaña de 1812. Combatíamos con medios de transporte y de comunicación modernos, y pensábamos que podríamos burlar la inmensidad de Rusia mediante el uso del ferrocarril y el motor, el cable telegráfico y la radio… [T]eníamos una fe absoluta en la infalibilidad del Blitzkrieg.»[21] Cierto artillero de la VII.a división blindada de Alemania escribió a su padre, veterano de la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1941: «Las lamentables hordas del otro lado no son más que un tropel de criminales a los que impulsan el alcohol y la amenaza de una pistola en la sien… panda de gilipollas… El encuentro con la turba bolchevique y las condiciones en las que vive me ha impresionado profundamente. Todos, hasta los más escépticos, han acabado por convencerse de que la campaña contra estos infrahombres enloquecidos por los judíos no sólo era necesaria, sino que se ha producido en el momento preciso. Nuestro Führer ha salvado a Europa del caos[22]». El comandante de una batería adscrita a la XIa división de Panzer escribió el 8 de julio: «Emprendemos ataques magníficos. Sólo existe una nación a la que uno pueda amar por su maravillosa hermosura: Alemania. ¿Qué puede haber en el mundo comparable a ella?»[23].. Lo mataron poco después, aunque no cabe duda de que su entusiasmo sirvió para alegrar sus últimos días.
Los ejércitos invasores atravesaban pueblos y ciudades reducidos a escombros y llamas por la acción de sus cañones o de los soviéticos en retirada. Los hospitales de campaña de éstos estaban atestados de víctimas que llegaban a miles en camiones o en carretas; «había algunos que aparecían andando a gatas y cubiertos de sangre —según recordaba la enfermera Vera Yukina—. Les poníamos vendajes, y los cirujanos les extraían los fragmentos de proyectil y las balas. Como apenas quedaba anestésico, las salas de operaciones se llenaban de gruñidos, alaridos y gritos que pedían socorro[24]». Tras los cinco primeros días de guerra, en uno de los hospitales de Tarnopol, que tenía capacidad para doscientos pacientes, se apiñaban ya cinco mil heridos. Ante las tiendas de las unidades médicas dispuestas a lo largo de todo el frente yacían directamente sobre el suelo en hileras los soldados para los que no quedaban camas, y los que habían sido apresados marchaban aturdidos y a millares en columnas que se dirigían a recintos que habían tenido que improvisar sus admirados captores. Semejantes escenas causaron no menos pasmo entre quienes las contemplaban desde la sala de proyecciones privada del Kremlin en donde Stalin y sus acólitos examinaban los noticiarios que habían interceptado a los alemanes. «Cuando el narrador anunció cuál era el número de hombres soviéticos muertos o apresados —escribió Zoia Zarúbina, intérprete de veintiún años—, pude oír a los presentes sofocar un grito de terror, y vi a cierto comandante que había cerca de mí aferrarse al asiento que tenía frente a sí, rígido por la impresión. El desconcierto había dejado mudo a Stalin. Jamás olvidaré lo que apareció a continuación en la pantalla: un primer plano de los rostros de nuestros soldados. Apenas eran niños, y parecían tan indefensos, tan sumamente desorientados…»[25].
El mundo asistió al drama que se estaba desenvolviendo en el este con fascinación y un profundo desconcierto. En Estados Unidos, el acérrimo aislacionista Charles Lindbergh proclamó: «Prefiero cien veces ver a mi nación aliarse con el Reino Unido o hasta con Alemania, pese a todos sus defectos, a la crueldad, la irreligiosidad y la barbarie que existen en la Unión Soviética». Clara Milburn, ama de casa de Warwickshire, escribió el 22 de junio, presa de la perplejidad: «Conque ahora la Unión Soviética va a probar unas gotas de la medicina que le dio a Finlandia… y a lo mejor muchas más. El señor Churchill ha hablado hoy por la radio para decir que debemos estar al lado de los soviéticos. Supongo que sí, porque ahora están luchando contra el enemigo de la humanidad; pero ojalá no tuviera que ser así, porque cuando pienso en su conducta, tan distinta de la nuestra…»[26]. El primero de julio, el conductor de un tranvía de Bucarest preguntó a Mihail Sebastian por el avance alemán al verlo con un periódico en la mano.
—¿Han entrado en Moscú?
—Todavía no, aunque seguro que entran hoy o mañana.
—Bueno, pues, ¡que entren! Así podremos hacer picadillo a los judíos[27].
Los berlineses no cabían en sí de gozo. Halder, el jefe de estado mayor de la Wehrmacht, declaró el 3 de julio: «No creo estar exagerando si digo que para ganar la campaña… han bastado quince días». Hitler quería celebrar un desfile triunfal en Moscú a finales de agosto. A los altos mandos que habían expresado escepticismo los desconcertó la incompetencia del generalato soviético, la facilidad con la que estaban destruyendo miles de aviones del enemigo y la superioridad táctica que sin ningún esfuerzo estaban desplegando los invasores. En el frente, Karl Fuchs, artillero de una unidad blindada, no cabía en sí de gozo: «La guerra contra esos seres infrahumanos está llegando a su fin… ¡Les hemos dado una buena! No son más que canalla, la escoria de la tierra, y poco pueden hacer ante un soldado alemán[28]». Llegado el 9 de julio, el grupo de ejércitos Centro había aislado en Bielorrusia un número nutrido de fuerzas, a las que habían privado de trescientos mil hombres —convertidos en prisioneros— y dos mil quinientos carros de combate. Los contraataques soviéticos retrasaron la toma de Smolensk hasta principios de agosto —revés que se revelaría decisivo con el tiempo por haber robado a la Wehrmacht una cantidad inestimable de días de verano—, y la resistencia ofrecida en el sur tampoco fue despreciable. Sin embargo, cuando se encontraron en Lójvitsia, al este de Kiev, las fuerzas de Von Bock y Rundstedt atraparon y destruyeron por completo a dos ejércitos rusos, lo que supuso a la Unión Soviética la pérdida de medio millón de combatientes. La ciudad de Leningrado quedó sitiada, y Moscú, amenazada.
No tardó en quedar patente la crueldad con la que se estaba conduciendo el invasor. Si en Francia, en 1940, habían sido apresados más de un millón de galos, a los que se suministraba el alimento necesario, en la Unión Soviética, por el contrario, los encerraban para matarlos de hambre conforme a los designios de sus captores. Los prisioneros, que se contaron primero por cientos de miles y, poco después, por millones, superaron la capacidad de los alemanes para hacerse cargo de ellos aun en caso de que así lo hubiesen deseado, puesto que los campos de concentración del Reich sólo podían dar cabida a 790.000. Entre los apresados los hubo que recurrieron al canibalismo. Muchas unidades alemanas los mataban al sencillo objeto de evitar la inconveniencia que suponía supervisar un final más prolongado. El general Joachim Lemelsen elevó la siguiente protesta al alto mando: «No dejo de recibir noticias de fusilamientos de prisioneros y desertores llevados a cabo de un modo irresponsable, insensato y criminal. No son más que asesinatos. Los soviéticos no van a tardar en saber del número incontable de cadáveres que siembra las rutas ocupadas por nuestros soldados, sin armas y con las manos alzadas, tras haber sufrido un disparo a bocajarro en la cabeza. El enemigo va a acabar por esconderse en los bosques y en los campos para proseguir la lucha sólo por miedo, y nosotros vamos a perder a muchísimos camaradas[29]».
Poco parecía importar esto a Berlín: Hitler sólo quería conquistar la mayor cantidad de terreno y heredar el menor número de gentes que pudieran lograr sus ejércitos. Gustaba de invocar el precedente de lo ocurrido en el siglo XIX en Estados Unidos, en donde casi se exterminó a los nativos para hacer sitio a los colonizadores. El 25 de junio, Walter Stahlecker, general de la policía de seguridad, entró con la Einsatzgruppe A en Kaunas, a la sazón capital de Lituania, a la zaga de los carros de combate alemanes. En el garaje Kietükis, a menos de doscientos metros del cuartel general del ejército, los colaboradores lituanos encerraron y mataron a porrazos a un millar de judíos. «Estas operaciones de autolimpieza fueron a pedir de boca —informó Stahlecker—, porque las autoridades militares, a quienes se lo habían comunicado de antemano, entendieron a la perfección lo que había que hacer».
Los soviéticos, por su parte, también acabaron con un número considerable de prisioneros de guerra y de sus propios presos políticos. Cuando las fuerzas en retirada abandonaron cierto hospital en el que había ingresados 160 heridos alemanes, no dudaron en matarlos aplastándoles la cabeza o arrojándolos por la ventana. Un pelotón germano se rindió el 23 de junio tras un contraataque efectuado en el río Dubysa, y al día siguiente, tras retroceder de nuevo las fuerzas de Stalin, sus camaradas encontraron a cuantos los integraban no sólo muertos, sino mutilados. «Les habían sacado los ojos, cortado los genitales e infligido toda clase de crueldades —escribió horrorizado un oficial alemán de estado mayor—. Aquélla fue la primera de estas experiencias que tuvimos, aunque no la última. La noche [siguiente a] estos dos primeros días dije a mi general: “Excelencia, esta guerra va a ser muy diferente de la de Polonia y la de Francia”». La del frente oriental iba a estar caracterizada por un espíritu carnicero[30].
Stalin delegó en Molótov, aquejado de una proverbial tartamudez, la labor de informar al pueblo soviético de que estaba en guerra durante un comunicado radiofónico emitido el día 22 de junio a las 12.15. Los días siguientes, el dirigente mantuvo numerosas reuniones —el día de la invasión ascendieron a 29— con sus principales generales y adoptó una serie de decisiones de vital importancia, entre las que destacaba la relativa a la evacuación hacia el este de instalaciones industriales. El NKVD acometió innumerables ejecuciones y deportaciones de «elementos poco fiables», entre los que se incluían ciudadanos que no habían cometido más crimen que el de poseer apellido alemán. Se confiscaron todos los aparatos particulares de radio, de tal suerte que los soviéticos hubieron de depender de las noticias que se transmitían «a horas estrictamente determinadas» en fábricas y oficinas. Stalin pasó varios días aferrado a la absurda esperanza de que la invasión pudiese ser fruto de un malentendido, sin duda con el fin de justificarse ante sí mismo. De hecho, existen pruebas fragmentarias de que los agentes del NKVD destinados en países neutrales plantearon —en vano— a sus interlocutores alemanes la posibilidad de reanudar las negociaciones.
Sus fantasías se disiparon el 28 de junio con la caída de Minsk. Stalin, perdido todo su valor, se retiró a la dacha del bosque de Poklónnaia Gorá, a las afueras de Moscú. El 30, cuando fue a visitarlo una delegación del Kremlin encabezada por Anastás Mikoián, los recibió con visible desasosiego y les preguntó en tono huraño: «¿A qué habéis venido?». Todo apunta a que suponía que iba a ser derrocado por los mismos secuaces a los que había traicionado con sus descomunales desaciertos. En lugar de eso, sin embargo, aquellos hombres, acobardados y serviles sin remedio, suplicaron a su caudillo que los guiase. Él, por fin, salió de su ensimismamiento, y el 3 de julio se dirigió al pueblo soviético en un comunicado radiofónico. El emotivo llamamiento con que comenzaba contrastaba de forma notable con el autoritarismo inflexible que caracterizó su gobierno: «¡Camaradas! ¡Hermanos! ¡Combatientes de nuestro ejército y nuestra armada! A vosotros me dirijo, amigos». Habló de «guerra patriótica»; pidió la destrucción preventiva de cuanto se encontrara en el camino del avance alemán y pudiera resultar útil al enemigo, e invocó la guerra de guerrillas al otro lado del frente. Reconociendo de forma implícita la condición de aliado del Reino Unido, declaró sin un ápice de ironía que aquel conflicto formaba parte de «un frente unido de pueblos que defienden la libertad». A continuación, se encargó de dirigir personalmente todo pormenor relativo a la defensa de la Unión Soviética en calidad de presidente de la Stavka, el Comité de Defensa Estatal, el Comisariado del Pueblo para la Defensa y la Comisión de Transporte. El 8 de agosto, además, se erigió en comandante supremo del Ejército Rojo.
Stalin resultaría ser, a la postre, el caudillo más victorioso de toda la guerra, pese a no estar más cualificado que Hitler, Churchill o Roosevelt para dirigir operaciones militares multitudinarias. Dado que ignoraba el concepto de defensa en profundidad, rechazó todo repliegue estratégico, y su insistencia en que había que defender el terreno a muerte, aun en caso de envolvimiento, precipitó la destrucción de sus ejércitos. Tras las primeras batallas, hizo fusilar a miles de oficiales y soldados a los que se juzgó culpables de incompetencia o cobardía, y entre los que se encontraba el mismísimo Dmitri Pávlov, comandante del frente occidental. Respondió con sanciones draconianas a los informes que hablaban de deserciones y rendiciones masivas. La Orden 270 del 16 de agosto de 1941 requería la ejecución de los «perversos desertores» y la detención de sus familias: «Quienes sufran envolvimiento deberán luchar hasta el final… Quienes prefieran rendirse deberán ser destruidos por todos los medios posibles». Los comisarios se encargaron de leer en voz alta aquella directiva en millares de reuniones de soldados.
En el curso de la guerra, se condenó a muerte y se ajustició a 168 000 ciudadanos soviéticos por supuesta cobardía o deserción, y a muchos otros los ejecutaron sin siquiera fingir un juicio sumario. Se cree que, en total, debieron de morir a manos de sus propios mandos unos trescientos mil soldados de las fuerzas de Stalin, cantidad muy similar a la de los combatientes británicos que murieron a manos del enemigo en lo que duró el conflicto. Aun los que escapaban de los campos de prisioneros de guerra y volvían a las líneas soviéticas caían en manos de los del NKVD y eran enviados a Siberia, a batallones disciplinarios, unidades suicidas que adoptaron el carácter de institución pocos meses después y que se darían en proporción de una por ejército —el equivalente a los cuerpos de los Aliados occidentales—. Cuando las tropas avanzadas de Hitler se aproximaron a Moscú, se detuvo en la ciudad a más de cuarenta y siete mil presuntos desertores, y se ejecutó a cientos de personas acusadas de espionaje, deserción o «agitación fascista». Se concedió a los oficiales políticos, fuera cual fuese su graduación, una jurisdicción análoga a la de los comandantes de operación, lo que entorpeció de forma grave la toma de decisiones en el campo de batalla. Stalin quiso dirigir personalmente no sólo los movimientos de cada uno de los ejércitos, sino también los de sus divisiones.
La invasión alemana suscitó una modesta erupción de entusiasmo popular por la madre patria soviética: en las primeras treinta y seis horas se presentaron voluntarios para servir en el ejército unos tres mil quinientos moscovitas, y durante el primer mes lo hicieron siete mil doscientos habitantes de la provincia de Kursk. Sin embargo, fueron muchos los soviéticos que se horrorizaron, sin más, ante la situación de su pueblo. El NKVD presentó informes de cierto consejero legal de Moscú llamado Izraelit que había dicho que el gobierno «pasó por alto la ofensiva alemana el primer día de la guerra, y eso ha supuesto la destrucción de no pocos aviones y la pérdida de numerosos soldados. El movimiento partisano cuya creación ha pedido Stalin constituye una forma de guerra totalmente ineficaz. ¡Es para desesperarse! Y esperar ayuda del Reino Unido o Estados Unidos es algo descabellado. La Unión Soviética está metida en un buen aprieto, y no parece que haya salida[31]».
El corresponsal Vasili Grossman describió así su encuentro con un grupo de campesinos al otro lado del frente: «Están llorando. Tanto los que van montados a alguna parte como los que siguen al lado de sus cercas se echan a llorar no bien comienzan a hablar, y uno siente el deseo involuntario de unirse a su llanto. ¡Hay tanto dolor!… Una anciana, convencida de que vería a su hijo en la columna que avanzaba entre el polvo, pasó el día allí de pie hasta que cayó la tarde, y entonces se acercó a nosotros diciendo: “Soldados, tomad unos cuantos pepinos. Comed, que estáis en vuestra casa”. Otras dicen: “Soldados, tomad leche”; “Soldados, manzanas”; “Soldados, requesón”; “Soldados, por favor, tomad de esto”… Y todas lloran; lloran mientras ven pasar a los hombres[32]». Yevgueni Anúfriev formaba parte del nutrido grupo de mensajeros destinado a llevar las órdenes de reincorporación a los hogares de los miembros de la reserva. «Nos sorprendió —recordaba— que fuesen tantos los destinatarios que trataran de esconderse para no tener que acusar recibo de la citación. En aquel estadio de la guerra no había mucho entusiasmo.»[33]
Los soldados del Ejército Rojo habían sido reclutados a la fuerza en su inmensa mayoría, y no estaban más ansiosos por convertirse en mártires que los británicos o los estadounidenses. Algunos llegaban borrachos a los centros de reclutamiento, después de recorrer a pie la dilatada distancia que los separaba de sus aldeas. Aunque la educación había mejorado mucho desde los tiempos de la revolución, muchos de ellos eran analfabetos. Los que gozaban de una mejor educación entraban a formar parte de las unidades del NKVD, la policía secreta de Lavrenti Beria, que acabó por convertirse en un órgano selecto de seguridad de seiscientos mil integrantes. A los hombres procedentes de Ucrania, Bielorrusia y las repúblicas del Báltico se les consideraba demasiado poco fiables en lo político para destinarlos a servir en la dotación de los carros de combate. Por otra parte, el Ejército Rojo adolecía de una escasez crítica de oficiales y suboficiales competentes a consecuencia de las purgas estalinistas.
Los primeros meses, a los soldados de a pie se les enseñaba, sin más, a marchar —cubiertos los pies con portianki, los pañuelos que hacían las veces de calcetín, por falta de calzado—, a ponerse a cubierto en cualquier situación, a cavar trincheras y a hacer ejercicios sencillos de instrucción con fusiles de madera. No tenían armas, barracones ni medios de transporte suficientes. Cada hombre aprendía a cuidar de su posesión más preciada: la cuchara, que guardaban en la caña de sus botas. Los veteranos aseveraban estar dispuestos a deshacerse de su escopeta antes que de un bien tan preciado. Sólo los oficiales llevaban reloj. En medio de la desesperación imperante en 1941, se envió al campo de batalla a muchos reclutas una semana o dos después de haber sido alistados. Nikolái Moskvín, comisario de un regimiento, escribió abrumado el 23 de julio: «¿Qué puedo decir a los muchachos? No dejamos de retirarnos. ¿Qué puedo hacer para conseguir su aprobación? ¿Qué? ¿Decirles que el camarada Stalin está con nosotros?; ¿que Napoleón fracasó aquí y que aquí van a encontrar su tumba Hitler y sus generales?»[34].
Moskvín hizo cuanto fue capaz durante la arenga que dio a los de su unidad, aunque al día siguiente no pudo menos de reconocer que había fracasado al saber que trece de ellos habían desertado aquella noche. Gabriel Temkin, refugiado judío, observó a las tropas soviéticas que avanzaban hacia el frente cerca de Bialystok. «[A]lgunos iban en camión, y muchos a pie —escribió—, y llevaban colgados del hombro sus fusiles anticuados. Tenían los uniformes ajados cubiertos de polvo, y en sus rostros abatidos y demacrados de mejillas hundidas no podía verse una sola sonrisa.»[35] Era frecuente que se hirieran a sí mismos. Cuando un corresponsal de guerra trató de halagar a un comandante soviético comentando el aspecto jubiloso que presentaban los pacientes que entraban en los hospitales venidos del campo de batalla, éste le respondió con aire cínico: «Sobre todo los que tienen la lesión en la mano izquierda[36]». Este género de baja se redujo de manera considerable cuando se empezó a fusilar a los sospechosos. Además de las sanciones, la Stavka introdujo el primero de septiembre el único consuelo que jamás iban a recibir sus soldados: los legendarios «cien gramos», conocidos también como «producto 61», es decir, la ración diaria de vodka que se asignaba a cada uno. Si bien éstos resultaron de gran ayuda para mantener la voluntad de resistir de la tropa, lo cierto es que fueron a reforzar la cultura ubicua y autodestructiva creada en el Ejército Rojo en torno a la ebriedad.
Uno de los rasgos decisivos de la respuesta que ofreció la Unión Soviética a la Operación Barbarroja fue la puesta en práctica de la doctrina de movilización total que propuso por vez primera Mijaíl Frunze, brillante ministro de Guerra de Lenin. Michael Howard ha observado que, por grande que fuera la sorpresa que les supuso la invasión de junio de 1941, en el plano estratégico y psicológico los soviéticos llevaban desde 1917 preparándose para acometer una gran guerra contra el capitalismo occidental. Resulta difícil exagerar la magnitud de la evacuación de fábricas importantes y trabajadores que se emprendió hacia occidente; la fortaleza de quienes la llevaron a término, y la importancia que revistió el que se culminara con éxito. El número de empresas que acabaron por acogerse a esta migración industrial fue de 1523, incluidas 1360 factorías de gran envergadura. Un 15 por 100 aproximado se transfirió al Volga; el 44 por 100, a los Urales; el 21 por 100, a Siberia, y el 20 por 100, al Asia central soviética a bordo de 1,5 millones de vagones ferroviarios. Esta masa de obreros hubo de cambiar su existencia para adaptarse a unas condiciones de atroz privación y trabajar seis días a la semana con una jornada de once horas que, en un primer momento, transcurría al aire libre. No es fácil imaginar a los británicos y los estadounidenses creando y manteniendo cadenas de producción en semejante situación.
Stalin podía afirmar con toda justicia que lo que estaba haciendo posible en aquel momento fabricar los carros de combate y los aviones necesarios para resistir a Hitler había sido el proceso de industrialización que impuso a la Unión Soviética durante la década de 1930, y para la cual sembró la miseria y la muerte entre millones de campesinos desahuciados. Al conceder total prioridad a las industrias pesadas capaces de asumir la producción armamentística había hecho patente su adhesión al concepto de guerra total propuesto por Frunze. Cierto diplomático estadounidense evacuado a la ciudad de Kúibishev, situada a orillas del Volga, quedó estupefacto al encontrarse, un buen día, a escasos kilómetros de allí, en medio de una región industrial extensa y sin identificación alguna que los soviéticos habían bautizado con el sarcástico nombre de Bezimianni («Sin Nombre»). En un aeródromo cercano había cientos de aparatos recién construidos en sus fábricas. El éxodo industrial de 1941 se reveló como uno de los logros más decisivos de la guerra soviética. Las autoridades declararon a todo ciudadano de más de catorce años susceptible de ser movilizado para prestar sus servicios en el sector industrial. Dado que los víveres que recibía la población civil se habían reducido a raciones de hambre, fueron millones quienes necesitaron recurrir a la producción de huertos particulares. Puesto que los medios oficiales habían informado a la nación de que la carne de ardilla poseía más calorías que la de cerdo, quienes lograban hacerse con semejante presa no dudaban en consumirla.
De cualquier modo, sería erróneo idealizar los resultados espectaculares que logró la industria en medio de una hambruna crónica, pues para la producción de un motor de aviación soviético se necesitaba el quíntuplo de horas que para fabricar uno estadounidense. Aun así, todo aquel proceso fue cabal representación de lo que cierto oficial del servicio de información británico llamó «el don de los rusos para la improvisación poco sistemática[37]». Otro de los rasgos que caracterizaron aquella guerra total fue la deportación en masa de minorías de cuya lealtad se recelaba. Stalin aceptó el derroche de medios vitales de transporte que supuso trasladar, por ejemplo, a los 74 225 «alemanes del Volga» de su modesta república a la remota Kazajistán. A éstos los seguirían más tarde otros desterrados, entre los que destacan, sobre todo, los chechenos y los tártaros de Crimea.
En la región occidental de la Unión Soviética, la bestia de los invasores proseguía su avance y hacía, con él, las delicias de Berlín. Hitler se afanó en planificar hasta el último detalle de su nuevo imperio: decretó la ocupación permanente, regida por tres principios: «Primero, gobernar; segundo, administrar; y tercero, explotar». Toda disensión debía pagarse con la muerte. En una fecha tan temprana como la del 31 de julio, Goering ordenó organizar una «solución definitiva a la cuestión judía en la esfera de influencia alemana en Europa». En consecuencia, las Einsatzgruppen que seguían a las fuerzas de vanguardia de la Wehrmacht acabaron con la vida de decenas de miles de judíos soviéticos allí donde topaban con ellos. La administración nazi comenzó a elaborar planes para trasladar al este a treinta millones de colonos germanos, en tanto que de Ucrania y los estados del Báltico se llevaban al Reich cientos de miles de mujeres jóvenes a fin de hacerlas trabajar de criadas o en granjas. No todas ellas fueron contra su voluntad, pues la destrucción de sus hogares y sus comunidades las había condenado a la indigencia. El 19 de agosto, Goebbels expresó en su diario la sorpresa que le produjo saber que Hitler pensaba que la guerra podía tener un final repentino y no muy lejano: «El Führer cree que quizá llegue el día en que Stalin pida la paz… Le pregunté qué pensaba hacer si ocurría tal cosa, y él me respondió que daría su consentimiento: lo que ocurriese a continuación al bolchevismo no era ya asunto nuestro, pues éste no representa amenaza alguna sin el Ejército Rojo».
Desde la revolución de 1917, el pueblo de la Unión Soviética había soportado los horrores de la guerra civil, el hambre, la opresión, la emigración forzada y la injusticia sumaria. Sin embargo, la Operación Barbarroja superó a todo aquello en la catástrofe humana que fue creando a su paso, y a la postre fue responsable de la muerte de 27 millones de las gentes de Stalin, de las cuales 16 no eran militares. Cierto soldado llamado Vasili Slesarev recibió, por mediación de los guerrilleros, una carta escrita por su hija Mania, de veintisiete años, en su pueblo natal, sito en los aledaños de Smolensk. «Papá —decía—, ha muerto nuestro Valik y lo hemos enterrado… Papá, esos monstruos alemanes nos lo han quemado todo». Habían incendiado la casa de la familia, y Valerii, el hijo de Slesarev, había muerto de pulmonía mientras se escondía de los invasores. «Han matado a muchos —proseguía Mania— de los pueblos de la región, y no hay quien no piense en esas bestias sedientas de sangre a las que ni siquiera podemos llamar humanas, porque no son más que salteadores y bebedores de sangre. ¡Mata al enemigo, papá!». Por cínico que fuera el rendimiento que dio a misivas como ésta el aparato propagandístico soviético, lo cierto es que reflejaban las circunstancias y los sentimientos que se daban en miles de poblaciones de las vastas extensiones de la Unión Soviética[38].
El sargento Víktor Kónonov escribió a su familia el 30 de noviembre para describir las experiencias vividas tras verse prisionero de los alemanes: «Los fascistas nos llevaron a la retaguardia a pie, y en los seis días que tardamos en llegar no nos dieron ni agua ni pan… Después de aquellos seis días conseguimos escapar. Hemos visto tantas cosas… Los alemanes están robando a los trabajadores de nuestras granjas colectivas, arrebatándoles el pan, las patatas, las ocas, los cerdos, el ganado y hasta los harapos. Hemos visto granjeros ahorcados, cadáveres de partisanos a los que habían torturado antes de pegarles un tiro… No hay arbusto ni ruido que no asuste a los alemanes, ni obrero de granja campesina, por viejo o joven que sea, que no les parezca un guerrillero[39]».
El movimiento partisano, que sostenía la resistencia armada tras las líneas alemanas, comenzó en junio de 1941 y se convertiría en uno de los rasgos más notables de aquella campaña. A finales del mes de septiembre, el NKVD aseguró que había treinta mil guerrilleros activos sólo en Ucrania. Los invasores no tenían modo alguno de garantizar la seguridad de la descomunal extensión de monte que se daba más allá de su retaguardia, y no cabe pensar que aquellas cuadrillas de hombres desesperados, cuya guerra dependía de los alimentos de paisanos muertos de hambre, fuesen considerados héroes por éstos. Uno de sus comisarios, Nikolái Moskvín, escribió: «No es de extrañar que los aldeanos corran a quejarse a los alemanes, ya que dedican buena parte de su tiempo a robarles como si fueran bandidos[40]». En otro momento posterior de la campaña añadiría a esto la siguiente afirmación conmovedora: «Escribo para que sepa la posteridad que los partisanos están soportando padecimientos inhumanos[41]». De la población civil puede decirse otro tanto: la lucha por subsistir en un universo en el que la mayor parte del alimento estaba en manos de los ocupantes empujó a muchas mujeres a vender sus cuerpos a los germanos, y a muchos hombres, a alistarse en las tropas auxiliares de la Wehrmacht —en donde se les conocía como Hiwi—. El número de ciudadanos soviéticos que murieron con uniforme alemán ascendió a doscientos quince mil. Así y todo, las operaciones de los guerrilleros, destinadas a hostigar la retaguardia del invasor y a interrumpir sus comunicaciones, llegaron a revestir en la Unión Soviética una importancia estratégica sólo comparable en el imperio nazi con la que alcanzó en Yugoslavia.
Además, pese a la espectacularidad de las victorias y los avances de Alemania, el Ejército Rojo seguía sin desmoronarse. Si bien es cierto que muchos de los soldados de Stalin se mostraron dispuestos a rendirse, no lo es menos que otros siguieron en la brecha aun frente a circunstancias desesperadas. En junio sorprendieron a los germanos por el modo como defendieron, durante una semana, el fortín fronterizo de Brest, y, de hecho, el informe de cierta división aseguraba que los atacantes se habían visto obligados a aplastar a «una guarnición arrojada que nos ha costado no poca sangre… Los rusos han luchado con una tozudez excepcional… Han dado muestras de un adiestramiento propio de la infantería más soberbia, y de una voluntad de resistencia espléndida[42]». Los soviéticos contaban con algunos carros pesados de gran calidad, y los generales de Hitler tenían sobrada ocasión de admirarse cuando derrotaban a uno de sus ejércitos y topaban con que había acudido otro a ocupar su lugar. El 8 de julio, el servicio de información alemán informó de que se habían destruido 89 de las 164 unidades que se habían identificado en el frente, y, sin embargo, llegado el 11 de agosto, Halder, desde Berlín, había tenido tiempo de aplacar su euforia: «Cada vez parece más evidente que hemos subestimado al coloso soviético… Creíamos que el enemigo poseía unas doscientas divisiones, y ahora contamos trescientas sesenta. Y aunque no siempre están bien armadas ni pertrechadas y a menudo las acaudillan con poca destreza, no deja de ser cierto que están ahí[43]».
Helmuth von Moltke, miembro de la Abwehr alemana contrario al régimen nazi, se dolía, en una carta remitida a su esposa, de haber cometido, «en lo más hondo de mí», la insensatez de aprobar la invasión: «Creía que la Unión Soviética caería desde dentro, y que entonces podríamos crear en la región un orden de cosas que no representara peligro alguno para nosotros; pero ahora no da la impresión de que vaya a ocurrir nada semejante: los soldados rusos siguen luchando mucho más allá del frente, y los campesinos y los obreros, también. Exactamente igual que en China. Hemos despertado algo terrible que nos va a costar muchas vidas[44]». Una semana más tarde, escribió: «Hay algo que, en cualquier caso, tengo muy claro: entre este día y el primero de abril del año que viene van a morir más personas de un modo miserable entre los Urales y Portugal que en cualquier otro período de la historia de la humanidad. Y la semilla que estamos plantando va a dar sus frutos: si quien siembra vientos recoge tempestades, ¿qué temporal podemos esperar de un viento como éste?»[45].
El desconcierto que cundió entre el pueblo soviético al comienzo de la invasión quedó suplantado en breve por odio al invasor. Un caza de la aviación estalinista regresó a su base con restos humanos adheridos a la rejilla del radiador por haber explotado bajo él un camión alemán que transportaba munición. El comandante de su escuadrilla los recogió y pidió al médico de la unidad que los examinase. «¡Es carne aria!», sentenció él. Un corresponsal de guerra escribió en su diario: «Todos ríen. Sí: ha llegado una era implacable, férrea[46]».
Hitler cambiaba sin cesar de objetivos. A instancia personal suya, el grupo de ejércitos Centro detuvo en julio su avance a Moscú ante la empeñada resistencia del Ejército Rojo. Esto permitió a las fuerzas alemanas situadas más al norte seguir marchando hacia Leningrado, en tanto que las del sur proseguían a través de Ucrania. En Kiev lograron poner por obra otro envolvimiento espectacular que elevó de nuevo la moral de las victoriosas dotaciones de los Panzer. «[M]e invadió una sensación triunfal increíble», aseveró Hans-Erdmann Schönbeck[47]. Una vez más, caminaron hacia el oeste largas columnas de prisioneros abatidos que, en número de 665 000, serían encerrados en jaulas en las que morir de hambre. En cierta residencia de estudiantes de Oriol, quinientos kilómetros al sur de Moscú, Vasili Grossman y otros corresponsales toparon con un mapa escolar de Europa el 2 de octubre. «Fuimos a mirarlo —recordaba—, y nos aterrorizó ver hasta dónde nos hemos retirado.»[48] Dos días después, describiría en estos términos la escena que ofrecía determinado campo de batalla:
Yo creía haber visto retiradas, pero jamás he contemplado nada semejante a lo que estoy presenciando ahora. ¡Esto es un éxodo, un éxodo de dimensiones bíblicas! Los vehículos retroceden en ocho columnas, y llega a nosotros el rugir violento producido por las docenas de camiones que tratan de sacar a la vez las ruedas del barro. Al mismo tiempo, atraviesan los campos rebaños colosales de ovejas y vacas, seguidos por una ristra de miles de carretas de caballos cubiertas con arpillera de colores, chapa, hojalata…, y una multitud de gentes a pie cargadas con sacos, fardos y maletas. No es un aluvión, ni tampoco un río, sino el movimiento de un mar que fluye lento… con una anchura de cientos de metros[49].
Semejante desbandada fue consecuencia del éxito de la embestida meridional de los alemanes, quienes, más al norte, estaban poniendo sitio a Leningrado. La moral soviética estaba tocando fondo, y la organización y el liderazgo adolecían de una debilidad terrible. Las operaciones se veían obstaculizadas sin remedio por la escasez de radios y enlaces telefónicos. El Ejército Rojo había perdido poco menos de tres miñones de hombres —a razón de 44 000 diarios—, muchos de ellos durante los grandes envolvimientos de Kiev y Viazma. Si Stalin había empezado la guerra con casi cinco millones de soldados, a la sazón su número había quedado reducido, de forma temporal, a 2,3 millones. Llegado el mes de octubre, vivían en territorio ocupado por Alemania noventa millones de personas —el 45 por 100 de la población que poseía la Unión Soviética antes del conflicto—, y habían quedado en manos del enemigo dos terceras partes de las fábricas.
Los observadores extranjeros residentes en Moscú, y en particular los británicos, tenían por inevitable la derrota y no albergaban más pretensión que la de predecir lo que duraría la resistencia residual. Sin embargo, los soldados de Stalin seguían luchando con perseverancia, famélicos y sin munición. En ocasiones avanzaban sin armas y debían arrebatárselas a los caídos. Escaseaban hasta los cócteles Molótov, los más primitivos de todos los artefactos anticarro, si bien las trabajadoras de las fábricas no tardaron en producir ciento veinte mil diarios. Los soviéticos sufrían veinte bajas por cada una de las alemanas, y perdían seis tanques por cada Panzer. En octubre habían sufrido más daños aún que durante el verano, y el número de divisiones desaparecidas ascendía a 64. Sin embargo, las que sobrevivieron se aferraban con fuerza a sus posiciones. En el frente meridional, en donde se hallaba el XXXVII.o ejército, el capitán Kozlov, comandante judío de un batallón motorizado de fusileros soviéticos, hizo saber a Vasili Grossman: «Me he dicho que, pase lo que pase, me van a matar hoy o mañana, y una vez que me he dado cuenta de este hecho, me está resultando facilísimo vivir; sencillo y hasta de una pureza cristalina. Voy sin miedo al campo de batalla, porque no tengo expectativas[50]». Puede ser que hasta estuviese diciendo la verdad.
Si la Unión Soviética se libró de la derrota absoluta fue, sobre todo, por la magnitud del país y de sus ejércitos. Aunque los alemanes tomaron grandes extensiones de terreno, fueron mayores aún las que no invadieron. El frente inicial de mil quinientos kilómetros se había ampliado a dos mil trescientos cuando los atacantes alcanzaron la línea que corría de Leningrado a Odesa. Destruyeron cientos de divisiones soviéticas, y sin embargo, siempre aparecían más. Los del Kremlin observaban con espanto la facilidad con que se rendían sus unidades y se adherían a los alemanes sus súbditos —y en particular los de Ucrania y las repúblicas del Báltico—. No obstante, la inflexibilidad casi animal de algunos soldados, que antes había sorprendido a los invasores, había empezado ya a alarmarlos: cada soviético muerto costaba a la Wehrmacht fuerza, munición y un tiempo precioso. Si a los combatientes jóvenes les resultaba embriagador hacer avanzar sus carros de combate a gran velocidad a través de cientos de kilómetros de territorio enemigo, lo cierto es que la maquinaria se hallaba sometida a una presión incesante, y a medida que se cansaban los soldados de Hitler, se extenuaban también sus vehículos: se desgastaban y rompían las orugas, los cables, las ballestas… Muchas unidades alemanas habían sufrido una merma considerable en su número: en otoño, la IV.a división blindada había quedado con treinta y ocho Panzer, y la X.a, con apenas sesenta. El oficial al mando de la XVIIIa escribió acerca de la necesidad de reducir las pérdidas «si no queremos morir de éxito[51]»..
Llegado el mes de septiembre, Moscú se hallaba a una distancia muy tentadora; pero si los contraataques soviéticos resultaban toscos, tal como ocurrió en Smolensk entre el 30 de agosto y el 8 de septiembre, no habían dejado de ser persistentes hasta extremos asombrosos. Entre junio de 1941 y mayo de 1944, Alemania hubo de afrontar una media mensual de sesenta mil muertos en el este, lo cual no dejaba de ser una cantidad espeluznante porque las pérdidas del enemigo fuesen mucho mayores. Uno de sus componentes más emblemáticos fue el teniente Walter Rubarth, muerto el 26 de octubre mientras luchaba por el dominio de la carretera de Minsk a Moscú. Él había sido quien, diecisiete meses antes, en calidad de sargento, había dirigido el paso alemán del Mosa. La carcoma de la aprensión empezaba a consumir a sus camaradas. «Tal vez eso de que el enemigo está acabado y no va a volver a alzar cabeza no sean más que habladurías —escribió Hans Jürgen Hartmann—. No puedo evitar preguntármelo: estoy totalmente desconcertado. ¿De verdad va a acabar la guerra antes de que llegue el invierno?».
La confianza de Hitler, sin embargo, seguía intacta: sus ejércitos habían puesto cerco a Leningrado, y puesto que también habían vencido en Ucrania, podía considerar a salvo sus flancos y proseguir la embestida hacia Moscú. En un comunicado del 2 de octubre, describió dicho avance como «la última batalla decisiva a gran escala de este año», destinada a «hacer añicos la Unión Soviética». Helmuth von Moltke, integrante de la Abwehr, escribió: «Si no lo conseguimos este mes, no lo vamos conseguir nunca[52]». Sin embargo, el año estaba demasiado avanzado, y si Alemania había ganado terreno en todos los frentes había sido a costa de dar tiempo a los soviéticos de reforzar la línea dispuesta ante Moscú. Zhúkov, el militar más capaz de Stalin, se había visto desposeído del puesto de jefe del estado mayor general el 29 de julio por insistir en la necesidad de evacuar Kiev. De ahí había pasado a capitanear el frente de reserva, función en la que no había tardado en hacerse indispensable, amén de merecedor de no poca gloria en cuanto organizador de la defensa de Leningrado. En aquel momento, el dirigente soviético volvió a recurrir a él para que asumiera la salvación de la capital.
En la Operación Tifón, el asalto «definitivo» a Moscú, participaron seis ejércitos alemanes —1,9 millones de combatientes, 14 000 cañones, un millar de carros de combate y 1390 aviones—. Como de costumbre, avanzaron con fuerza e infligieron grandes pérdidas a los soviéticos: ocho ejércitos de éstos sufrieron el embate, y si fueron muchas las unidades deshechas, mayor aún fue el número de las que quedaron aisladas. El comandante Iván Shabalin, oficial político que luchaba por sacar a un grupo nutrido de rezagados de la bolsa en que se había visto envuelto, escribió en su diario el 13 de octubre, pocos días antes de encontrar la muerte: «Hace frío y hay mucha humedad, y nos estamos moviendo con una lentitud terrible por haber quedado nuestros vehículos atascados en el barro de las carreteras… Ha habido que abandonar más de cincuenta automóviles en aquel lodazal, y otros tantos, más o menos, en un campo cercano. A las 6.00, los alemanes rompieron el fuego sobre nosotros con un bombardeo continuo de cañones, morteros y ametralladoras pesadas, y han estado así todo el día… Me resulta imposible recordar la última vez que dormí como está mandado[53]». El 15 de octubre, Karl Fuchs, artillero de un carro de combate, señaló con júbilo: «En adelante, la resistencia que puedan ofrecer los rusos va a ser insignificante: lo único que tenemos que hacer es seguir avanzando… Nos hemos guiado por el deber de luchar por liberar al mundo de la llaga del comunismo. Algún día, dentro de muchos años, el planeta entero agradecerá a los alemanes y a nuestro amado Führer las victorias que hemos logrado aquí[54]».
Aun así, el lodo del que se quejaba Iván Shabalin había empezado a resultar más peligroso para el avance de los alemanes que para los que trataban de impedirlo. Aunque las lluvias otoñales formaban parte del ciclo natural de Rusia, las que comenzaron el 8 de octubre de 1941 sorprendieron a los generales de la imparable Wehrmacht, entre los que, además, no faltaba quien hubiese combatido en la región entre 1914 y 1917. Ninguno de ellos fue capaz de prever el impacto que tendría el clima sobre la movilidad de sus fuerzas en una nación extensa en la que las carreteras eran escasas y de poca calidad. De súbito, las veloces fuerzas blindadas de vanguardia hubieron de detenerse al quedar sus orugas atascadas en el lodazal. El sistema de abastecimiento alemán no pudo soportar la tensión que suponía el traslado de víveres y munición a lo largo de cientos de kilómetros bajo unas condiciones atmosféricas que no dejaban de empeorar.
Stalin habían empezado a servirse de refuerzos venidos de sus regiones orientales después de que Richard Sorge, su agente en Tokio, lo convenciera de que los japoneses no tenían intención de atacar Siberia. Las lluvias arreciaron, y el frío no tardó en hacer estragos. «Desde ayer no ha dejado de caer nieve y aguanieve —se lamentaba Ernst Tewes, capellán castrense alemán—. Los hombres están padeciendo mucho, pues los vehículos no están bien cubiertos y aún no han llegado las prendas de invierno. Estamos esforzándonos por avanzar por carreteras terribles». El soldado Heinrich Haape se quejaba de las dificultades que entrañaba el mantener en movimiento los carros de intendencia: «Los soldados tiraban y empujaban, y los caballos sudaban por el esfuerzo. De cuando en cuando, teníamos que tomar un descanso breve, de apenas diez minutos, para reponernos de aquel agotamiento. Acto seguido, volvíamos a los vehículos y metíamos las piernas hasta las rodillas en aquel barro negro dispuestos a hacer cualquier cosa por que girasen las ruedas[55]».
Casi todos cuantos participaron en los combates de aquellos días hubieron de soportar experiencias extraordinarias con independencia del lado en que se hallasen. Nikolái Redkin, soldado de infantería de treinta y cinco años, escribió a su esposa el 23 de octubre: «¡Hola, Zoia! Me he librado de la muerte por los pelos en la última batalla. Tenía una posibilidad entre cien de sobrevivir, y lo he conseguido… Imagínate a un grupo de soldados rodeados por todas partes por tanques enemigos y obligados a moverse en la margen de un río de apenas setenta metros de ancho. Sólo había un modo de salir de allí con vida: arrojarse al agua. Yo lo hice, y me puse a nadar, pero como la artillería del enemigo seguía batiendo con fuerza la otra orilla, tuve que pasarme tres horas metido en aquella corriente helada por los fríos del otoño, entumecido por completo. Al caer la tarde, los carros alemanes se retiraron y pudieron rescatarme los trabajadores de una granja colectiva, que me calentaron y cuidaron. He tardado diez días en volver de la retaguardia enemiga a nuestras líneas, pero ya estoy de nuevo con mi unidad y puedo regresar al campo de batalla. Ahora vamos a descansar un poco y, luego, otra vez a luchar. Que nos aspen si no hacemos que los alemanes se den un baño como el que nos hemos dado nosotros. Vamos a ahogarlos en la nieve[56]». Aunque su deseo se cumpliría a la postre, él no vivió para verlo: lo mataron trece meses después, cerca de Smolensk.
El ejército alemán se tambaleaba. El cirujano Peter Bamm escribió: «La rueda trasera de uno de los vehículos tirados por caballos que forman parte de la columna kilométrica se hunde en el profundo cráter que ha dejado un proyectil y que ha quedado oculto bajo un charco de agua. La rueda se parte, y la lanza sale disparada hacia arriba. Las bestias al verse impulsadas, se espantan y cocean. Se parte uno de los tirantes. El vehículo de atrás trata de adelantarlo por la izquierda, pero las rodadas son demasiado hondas para que pueda maniobrar. La rueda trasera derecha del segundo carro queda trabada con la trasera izquierda del primero. Los caballos se encabritan y reparten coces a diestro y siniestro. No hay modo alguno de avanzar ni retroceder. Un camión de munición que vuelve vacío del frente trata de sortear semejante maraña. Poco a poco, se va hundiendo en la cuneta hasta quedar atascado. Todo el mundo se ve afectado por una ira imposible de dominar. Todos se gritan. Sudando, renegando y salpicados de barro, arremeten contra los caballos, que también sudorosos, temblorosos y manchados de lodo, han empezado a echar espumarajos… Escenas así se repiten cien veces al día[57]».
El 30 de octubre, el coronel general Erich Hoepner, al mando de una unidad blindada, escribió con desesperación: «Las carreteras se han transformado en lodazales; todo se ha detenido. Nuestros carros de combate han dejado de moverse. No hay modo de que se nos suministre combustible, y las lluvias torrenciales y la niebla hacen imposible a los aviones lanzarnos provisiones». Poco después añadía: «Dios mío, concédenos catorce días de helada, ¡y sitiaremos Moscú!»[58]. No tardó en ver cumplido su deseo, y durante mucho más de dos semanas; pero la bajada de las temperaturas por debajo de los cero grados no ayudó mucho a la Wehrmacht, y sí a su enemigo. El lubricante que empleaban los alemanes para vehículos y armas se congeló, y a ellos mismos les ocurriría pronto otro tanto. Los soviéticos, sin embargo, estaban ya bien pertrechados para seguir luchando.
La segunda semana del mes de octubre de 1941 se consideraría, más tarde, el período decisivo de aquel aprieto. Zhúkov recibió orden de apersonarse en el Kremlin. Stalin, aquejado de gripe, se hallaba ante un mapa del frente, lamentándose amargamente por la falta de información fiable. El general se dirigió a la línea defensiva de Mozhaisk, en donde tuvo ocasión de horrorizarse al ver los enormes huecos que se abrían en el frente, a merced del ataque alemán. «En esencia —aseguraría más tarde—, estaban expeditos todos los accesos a Moscú. Era imposible que nuestras fuerzas detuviesen al enemigo.»[59] Zhúkov telefoneó a Stalin para ponerlo al corriente, y reconoció que, si los alemanes atacaban con todas sus fuerzas, la capital estaba perdida. Buena parte de la administración burocrática del gobierno estalinista fue evacuada, junto con las misiones diplomáticas, de Moscú a Kúibishev, ochocientos kilómetros más al este, a orillas del Volga. Beria llevó a cabo una serie frenética de fusilamientos de «elementos disidentes» en las prisiones del organismo que dirigía. Entre los 157 ajusticiados del 3 de octubre se incluían varias mujeres: Olga Kámeneva, hermana de Trotski y viuda de Lev Kámenev, destacada víctima de las purgas; una antigua comandante del aire de treinta y un años, llamada María Nesterenko y Alexandra Fibij-Savencho, de cuarenta años, esposa de un oficial superior de artillería. Las instalaciones principales de la capital estaban listas para ser demolidas. Un cuarto de millón de personas, mujeres en su mayoría, se puso a cavar zanjas anticarro en las afueras. El pánico llevó a la población a saquear los comercios de toda la ciudad. Beria tuvo a bien hacer una visita a la seguridad que ofrecían las tierras del Cáucaso.
El propio dictador estuvo a punto de abandonar la capital, aunque la noche del 18 de octubre, cambió de pronto de parecer y se quedó. Desde su despacho, trasladado de forma temporal al cuartel general de la defensa aérea, sito en la calle Kírov, declaró Moscú una plaza fuerte. Se volvió a imponer el orden en su interior mediante el toque de queda y la amenaza de las sanciones brutales de costumbre. El 7 de noviembre se alcanzó una brillante victoria propagandística al hacer volver a las tropas que iban camino del frente con la intención de que participasen en el desfile con que se conmemoraba tradicionalmente el aniversario de la revolución bolchevique. Aquella noche cayó la primera nevada recia del año. Los alemanes, cuyas operaciones habían quedado por demás perjudicadas por las condiciones meteorológicas, carecían del número suficiente de efectivos para hacer el avance final. Languidecían en los aledaños de la capital, viendo aumentar con rapidez sus privaciones. Halder y Von Bock insistieron en que se efectuara una nueva acometida, gracias a la cual se logró ganar más terreno. Las unidades avanzadas ocuparon algunas de las estaciones periféricas del tranvía, en tanto que los aviones y la artillería bombardeaban la ciudad.
Algunos soviéticos se sintieron de veras conmovidos por el llamamiento que hizo Stalin a la adopción de medidas desesperadas con las que hacer frente a circunstancias desesperadas. Así, el operario de una fábrica de plásticos aseveraría: «Nuestro dirigente no ha callado que nuestras tropas han tenido que retirarse; no ha ocultado las dificultades que va a tener que afrontar su pueblo. Después de este discurso, quiero trabajar aún con más ahínco; sus palabras me han puesto en pie de guerra, y estoy dispuesto a ayudar en esta gran hazaña[60]». Con todo, tampoco faltaban escépticos: sería un error exagerar la unidad y la confianza en sí misma que poseía la Unión Soviética en 1941. Tal como lo expresó cierto ingeniero moscovita: «toda esa palabrería acerca de movilizar al pueblo y organizar la defensa civil no hace más que poner de relieve que la situación que se da en el frente es del todo desesperada. Está claro que los alemanes van a tomar Moscú de un momento a otro y se va a desplomar el poderío soviético». Su pesimismo era idéntico al que había afligido a muchos británicos bien informados en 1940. «Fusiladme si queréis —decía, más al sur, una mujer de la provincia de Kursk—; pero yo no voy a ponerme a cavar trincheras. Los únicos que las necesitan son los comunistas y los judíos. ¡Que se las hagan ellos solitos! Vuestro poder se está yendo al garete, y nosotros no vamos a sacaros del atolladero.»[61]
Sin embargo, en medio de tan renuentes camaradas hubo un número apenas suficiente de patriotas y luchadores que defendió el frente hasta que, a finales de noviembre, se agotó el avance alemán. «El mismísimo Führer se ha puesto al mando —escribió Kurt Grumann—, pero los nuestros siguen deambulando como si estuviesen condenados. Dan paletadas al suelo helado, pero ni siquiera los golpes más fuertes logran arrancar la tierra suficiente para llenarse las uñas. Día a día sentimos que se nos van las fuerzas.»[62] Por su parte, Eduard Wagner, general de intendencia, afirmó: «Hemos llegado al límite de nuestras fuerzas humanas y materiales». La falta de combustible era tan extrema que la armada se encontraba punto menos que inmovilizada. La intendencia germana se afanaba por mantener abastecidas a las tropas avanzadas, situadas ya unos quinientos kilómetros más allá de los depósitos de vanguardia de Smolensk. Entre la oficialidad alemana circulaba un chascarrillo funesto: «La campaña oriental se ha prolongado un mes más debido a un gran triunfo[63]».
El 28 de noviembre se convocó en Berlín un encuentro de industriales presidido por el ministro de Armamento, Fritz Todt. La conclusión fue devastadora: la guerra contra la Unión Soviética había dejado de ser susceptible de culminarse con buen éxito. Alemania, incapaz de lograr una victoria rápida, había quedado sin los recursos necesarios para imponerse en una lucha prolongada. Al día siguiente, Todt mantuvo, junto con Walter Rohland, responsable de la producción de carros de combate, una reunión con Hitler. El segundo sostuvo que, cuando Estados Unidos se uniera al conflicto, sería imposible igualar el poderío industrial de los Aliados. Todt, pese al entusiasmo con que abrazaba la causa nazi, hubo de reconocer:
—Ya no es posible ganar esta guerra con medios militares.
—¿Y cómo voy a acabarla entonces? —quiso saber el Führer.
El otro le respondió que la única salida viable era de carácter político, pero Hitler rechazó semejante conclusión y prefirió, por el contrario, persuadirse de que la inminente adhesión de Japón al Eje estaba llamada a inclinar la balanza en favor de Alemania. Sin embargo, el diario del jefe del estado mayor de su ejército, Franz Halder, recoge otro comentario de noviembre por el que el Führer admitía la imposibilidad de una victoria absoluta. Durante el resto de la guerra, los responsables de planificación económica e industrial de su nación se vieron obligados a conjugar el cometido de producir alimentos y armas con la conciencia de que ya no había salida estratégica alguna para su causa. En diciembre de 1941 redactaron un documento titulado «Requisitos para la victoria», en el que concluían que el Reich iba a tener que invertir el equivalente a 150 000 millones de dólares en la fabricación de armamento en los dos años siguientes. Sin embargo, tamaña suma superaba la que había destinado Alemania a tal fin durante todo el conflicto. Por sobresaliente que pudiera ser la destreza de la Wehrmacht, la nación carecía de los medios necesarios para ganar, y apenas podía aspirar a obligar a parlamentar a sus enemigos.
Con todo, aún habrían de transcurrir muchos meses para que los Aliados advirtieran que habían mudado las tornas. En 1942, el Eje aún habría de lograr triunfos espectaculares, y, sin embargo, la realidad histórica crucial es que los altos funcionarios del Tercer Reich repararon en considerar, ya en diciembre de 1941, en la imposibilidad de obtener la victoria militar al seguir invicta la Unión Soviética. Aunque hubo quien se aferró a la esperanza de que Alemania negociase una paz aceptable, todos, incluido tal vez el mismísimo Hitler, en lo más recóndito de su conciencia, sabían que había pasado el momento decisivo. El general Alfred Jodl, el asesor militar más cercano y leal al Führer, afirmaría en 1945 que, durante el mes de diciembre de 1941, su señor entendió que «ya era imposible alcanzar la victoria». Tal cosa no quiere decir, claro está, que se resignase a ver derrotada Alemania, sino más bien a que habría de sostener una guerra prolongada destinada a poner de relieve, a la postre, las divisiones fundamentales que existían entre la Unión Soviética y los estados democráticos de Occidente. Aspiraba a conducirse en el campo de batalla con destreza suficiente para obligar al enemigo a aceptar unas condiciones aceptables, y a esta esperanza se asió con fuerza hasta abril de 1945. Lo cierto es que, habida cuenta del miedo malsano y persistente que albergaban tanto las potencias occidentales como los estalinistas respecto a la posibilidad de que la otra parte de su alianza tratase de negociar la paz por separado con Hitler, la presunción de éste no fue tan descabellada como podría parecemos hoy. En realidad, sólo con el tiempo se hizo evidente que aquel conflicto estaba destinado a lucharse hasta el final, y que si bien iba a producirse en efecto la ruptura entre Occidente y la Unión Soviética que preveía el Führer, cuando ocurriera sería ya demasiado tarde para propiciar la salvación del Tercer Reich.