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Poca guerra y menos paz
En noviembre de 1939, el comité noruego del Premio Nobel anunció que, estando buena parte de Europa en estado de guerra, había decidido no conceder el de la Paz aquel año. Así y todo, al parecer de muchos ciudadanos británicos y franceses, la caída de Polonia había vuelto inútil la lucha en la que los habían hecho partícipes. El ejército de los segundos, del que formaba parte un contingente reducido de soldados del Reino Unido en sus posiciones tradicionales del flanco izquierdo, se enfrentaron a las fuerzas alemanas en la frontera oriental de Francia; pero los Aliados no deseaban emprender operación ofensiva alguna, al menos hasta estar mejor armados. La campaña polaca había puesto de relieve la efectividad de la Wehrmacht y la Luftwaffe, a pesar de que éstas aún no poseían el poderío que alcanzarían más tarde. El general lord Gort, al mando del cuerpo expedicionario británico, quedó horrorizado por las condiciones en que se hallaban algunas de las unidades de la fuerza británica de reserva que llegaron en octubre a unirse a sus cinco divisiones, ya de suyo mal pertrechadas. Jamás hubiese creído posible llegar a contemplar semejante espectáculo en el ejército del Reino Unido: «los hombres ni siquiera tenían cuchillos, tenedores ni tazas».
Las operaciones aliadas, además, se vieron entorpecidas de forma decisiva por la neutralidad de Bélgica. Se dio por supuesto que, si Alemania atacaba Occidente, optaría por repetir la estrategia de atacar a través de dicha nación que había seguido en 1914; pero el rey Leopoldo no estaba dispuesto a ofrecer a Hitler un pretexto para invadir su país permitiendo en él la presencia de tropas anglofrancesas entre tanto. Por consiguiente, los ejércitos del ala izquierda de los Aliados pasaron buena parte del gélido invierno de 1939 construyendo en los confines de Francia defensas que pretendían abandonar en favor de un avance en dirección a Bélgica en el preciso instante en que atacaran los alemanes. Los británicos, que no habían introducido hasta muy tarde el alistamiento forzoso, carecían de un número suficiente de personal adiestrado para efectuar una movilización similar a la que había llevado a término la inmensa mayoría de las naciones occidentales. La tradición antimilitarista que predominaba en las islas, motivo de orgullo para sus habitantes, las llevaron, no obstante, a mover guerra contra la potencia más fuerte de Europa sin poder enviar otra cosa que un número limitado de refuerzos aéreos y terrestres a las fuerzas que habían destinado los franceses a luchar contra Alemania. Toda acción que quisiera emprenderse por tierra quedaba así supeditada a la voluntad del gobierno de París, y aunque Francia había comenzado el rearme antes que el Reino Unido, todavía estaba a la espera de recibir un buen número de carros de combate y de aeroplanos. Los Aliados eran demasiado débiles tanto para precipitar un enfrentamiento decisivo con la Wehrmacht como para lanzar un ataque aéreo eficaz contra Alemania, aun en caso de albergar la voluntad de hacerlo. Durante el invierno de 1939, la RAF se limitó a acometer incursiones esporádicas con bombarderos contra buques alemanes lejos de tierra, a plena luz del día y con resultados poco útiles pese al gran número de bajas.
El sentido común de los gobiernos aliados debió de advertirles que resultaba por demás improbable que Hitler estuviese dispuesto a diferir el enfrentamiento armado hasta que ellos se encontraran lo bastante bien pertrechados para desafiarlo. Sin embargo, se obstinaron en pensar que el tiempo iba a obrar en su favor, y trataron de explotar su poderío naval para declarar el bloqueo al Reich. Maurice Gamelin habló de lanzar una gran ofensiva por tierra en 1941 o 1942, y los dos gobiernos se aferraron a la esperanza de que el ejército y el pueblo alemanes «entrasen en razón» en el entretanto y reconocieran que no estaban en condiciones de hacer frente a una guerra prolongada. El optimismo extremo de los Aliados hizo que tuviesen por cierto que la ocupación de Polonia sería la última victoria de las temerarias ansias territoriales de Hitler: los nazis serían derrocados por obra de la sensatez del pueblo alemán, y el régimen que los sucediese harían posible llegar a un acuerdo.
Los Aliados formalizaron el proceso conjunto de toma de decisiones a través de una junta de guerra suprema como la que se creó en los años finales —y no antes— del anterior conflicto europeo. Se acordó que los británicos y los franceses compartirían costes conforme a una proporción de sesenta y cuarenta, en virtud del tamaño relativo de sus economías. La política de Francia se hallaba hondamente influida por el temor a la izquierda, a la que se consideraba probable instrumento de Stalin. Así, en octubre de 1939, las autoridades detuvieron a 35 diputados comunistas por el bien de la seguridad nacional, y el mes de marzo siguiente, procesaron a 27 de ellos y declararon culpable a la mayor parte, que recibió condenas de hasta cinco años de cárcel. Además, se arrestó a tres mil cuatrocientos activistas adeptos al marxismo y se internó a más de tres mil refugiados comunistas de procedencia extranjera.
Uno de los errores que cometieron los Aliados a la hora de crear su estrategia —si es que llegaron a tener alguna— fue el de centrarse en la consolidación de sus fuerzas armadas y descuidar la moral de sus gentes: los ministros hicieron caso omiso de la influencia corrosiva que tiene la inactividad sobre la opinión pública. Muchos franceses y británicos pensaban que la empresa bélica no tenía propósito alguno: sus naciones se habían movilizado, y sin embargo no estaban luchando. En Francia se había hecho notar con gran intensidad la presión económica impuesta por la necesidad de mantener a 2,7 millones de hombres listos para el combate. La nación trató de hacer ver con insistencia a la británica la conveniencia de acometer acciones bélicas en casi cualquier frente menos en el occidental, pues la memoria de los 1,3 millones de muertos que había sufrido en la Primera Guerra Mundial la hizo renuente a provocar otra carnicería en su propio territorio. Aun así, las propuestas de emprender operaciones menores, como la creación de un frente balcánico en Tesalónica destinado a anticiparse a la agresión alemana, no gozaron de una buena acogida en Londres por el temor a que semejante medida arrastrase a Italia a hacer causa común con Alemania. Los ministros se abstuvieron aun de hablar en público de la creación de un «frente antifascista» por no ofender a Benito Mussolini.
Entre los políticos aliados no fueron pocos los que, al verse incapaces de definir un conjunto creíble de objetivos militares, abogaron por pergeñar la paz con Hitler a condición de que aceptase, sin más, moderar sus ambiciones territoriales en el grado necesario para guardar las apariencias. Sus naciones conocieron cuáles eran sus propósitos, y en consecuencia, comenzaron a hablar de «guerra ilusoria», «boba» o «de aburrimiento». Mass Observation, entidad dedicada al estudio de tendencias sociales, percibió «una clara sensación de que no vale la pena seguir con esta guerra lamentable… Las sospechas de que Hitler ha ganado el primer combate informativo de esta guerra no son infundadas: ha sabido ofrecer a su pueblo una noticia de éxito colosal: Polonia».
Resulta difícil exagerar el impacto que tuvieron aquellos meses de pasividad sobre la moral de las fuerzas de Francia. En noviembre de 1939, Alan Brooke, al mando de un cuerpo de ejército, describió en los términos siguientes la impresión que le produjo la contemplación de un desfile del IX.o ejército galo: «En pocas ocasiones he visto semejante desaliño… soldados sin afeitar, caballos sin almohazar… Ninguno de los hombres parece preciarse en absoluto de sí mismo ni de sus unidades. Aun así, nada me estremeció más que el gesto de aquellos hombres: su mirada descontenta, insubordinada… No pude menos de preguntarme si la francesa sigue siendo una nación lo bastante firme para participar, como antes, en la culminación de esta guerra[1]». Los exiliados polacos, de los cuales había varios miles adscritos a la sazón a las fuerzas armadas francesas, observaron con consternación la actitud equívoca de que daban muestras sus aliados. «[T]enemos en contra —escribió el piloto Franciszek Kornicki— tanto a los comunistas como a los fascistas de Francia, y Lyon está plagado de los segundos. Un día alguien te saluda con aire amistoso y al siguiente te insulta otro.»[2]
Cierto soldado francés, por nombre Jean-Paul Sartre, escribió en su diario el 26 de noviembre: «Los hombres, que al principio no veían la hora de empezar, se mueren ahora de aburrimiento». Georges Sadoul, alistado también, escribió el 13 de diciembre: «Los días pasan, interminables y vacíos, sin la menor ocupación… Los oficiales, procedentes de la reserva en su mayoría, piensan lo mismo que los soldados… Se nota que están hartos de esta guerra, y no dejan de repetir que quieren irse a casa». El 20 de febrero de 1940, Sartre observó: «El motor de esta guerra está en punto muerto… Ayer mismo me decía un sargento con cierto brillo de esperanza insana en la mirada: “No dejo de pensar que está todo pactado y el Reino Unido va a retractarse”».
Los británicos no estaban menos desconcertados. Jack Classon, joven dependiente de Everton (Lancashire) envió una carta a un amigo militar. «No parece que la guerra esté avanzando mucho, ¿no? —le escribió—. Una mañana leemos una cosa en el periódico, y a la mañana siguiente la niegan: para troncharse. Perdona si lo veo todo muy negro; serán las cortinas oscuras con las que tengo envuelta la tienda y las ventanas pintadas de azul que parecen mirarlo a uno cuando sube a la planta alta… En el cine Curzon hace una semana más o menos que toca el órgano Henry Croudson… y hay quien disfruta con él más que con la película. Sobre todo cuando interpreta su mayor éxito: “Vamos a tender la ropa en la Línea Sigfrido”. El público se vuelve loco.»[3]
Un millón y medio de mujeres y niños británicos, evacuados de las ciudades por la amenaza de bombardeos alemanes, sufrieron accesos de nostalgia al verse en un entorno rural que les era extraño. Uno de ellos, Derek Lambert, quien contaba nueve años de edad cuando tuvo que abandonar el barrio londinense de Muswell Hill, recordaría más tarde: «Dormíamos con los puños apretados en camas que no eran nuestras. Con los dedos de los pies sentíamos la tibieza de una bolsa de agua caliente, y con los de las manos, los saquitos de seda rellenos de espliego que colocaban bajo la almohada. Oíamos el ulular de los búhos y el roce de unas alas contra la ventana. Yo recordaba los ruidos de trenes lejanos y de motocicletas que llegaban a mí en Londres, el crujido de las ramas del serbal, el ladrido del perro del vecino, el runrún de la radio, los gemidos del quinto escalón y el carraspeo de las diez y media. Recordaba el papel pintado que tanto conocía y en el que igual podía navegar en canoa a través de rápidos de color verde que conducir un tren por desmontes escarpados… Y sollozábamos totalmente desolados[4]».
La mayoría de los evacuados pertenecía a las clases más bajas, y asombraba a las familias campesinas de acogida por sus harapos y sus hábitos anárquicos. Los niños de la ciudad, víctimas de la depresión de la década de 1930, no estaban acostumbrados a comer a horas fijas, y algunos ni siquiera a hacerlo con cuchillo y tenedor, porque solían alimentarse de porciones de pan con margarina, pescado frito y patatas, conservas y dulces, sin sentarse siquiera a ninguna mesa. Les repugnaban las sopas, los pudines y cualquier verdura que no fuese, claro está, patata. Muchos hacían gala de su alienación recurriendo a actos de delincuencia menor. Las prácticas de sus madres también resultaban perturbadoras a las sobrias comunidades rurales. «Los del pueblo se oponían a acoger refugiadas, sobre todo por lo sucio de sus costumbres y su ropa —señaló Muriel Green, ayudante en un garaje de Snettisham (Norfolk)—. Además, se decía que eran dadas a la bebida y el lenguaje indecente. En este pueblo no es normal oír a una mujer blasfemar ni verla entrar en un establecimiento público. Los de aquí las observaban horrorizados salir de los pubs. El propietario de la colonia de vacaciones me dijo: “Tenía usted que verlas apurar las copas”.»[5] Llegadas las Navidades, y ya que aún no se habían producido bombardeos en el Reino Unido, los más de los evacuados habían regresado a sus hogares urbanos, y semejante circunstancia los había aliviado tanto a ellos como a sus anfitriones del campo.
Con todo, si la empresa bélica británica carecía de sustancia, eran muchos los indicios de conflicto bélico que llenaban la nación: edificios públicos protegidos con sacos de arena, globos de barrera sobre Londres, un riguroso apagón que se hacía efectivo no bien anochecía… Cuando llegó la paz, habían muerto más personas por los accidentes de tráfico ocurridos en estas horas de oscuridad que por la Luftwaffe: en los cuatro últimos meses de 1939, hubo 4133 defunciones en las carreteras británicas, y el número de peatones fallecidos, que alcanzó los 2657, dobló el que se había verificado durante el mismo período de 1938. Y el de cuantos murieron a consecuencia de percances de otra índole superaba con creces esta cantidad. El 18 por 100 aproximado de los encuestados por Princeton en diciembre de 1940 aseguró haber sufrido heridas mientras caminaba a tientas en la negrura, y una tercera parte consideraba que debían relajarse las precauciones que se adoptaban ante la posibilidad de una incursión aérea[6]. Las regulaciones tocantes a la defensa de la nación se hicieron cumplir de un modo tan estricto que a dos soldados que salían del Juzgado Central de lo Penal tras ser condenados a muerte por asesinato recibieron una reprimenda por olvidarse sus máscaras de gas[7]. En el frente civil participaron dos millones y medio de paisanos.
Por otra parte, se destinó un gran número de colinas y espacios públicos urbanos al cultivo de cereales y hortalizas. Arthur Street, granjero de Wiltshire, roturó su prado siguiendo las directrices gubernamentales y se desprendió de su querido caballo de caza a fin de que lo adiestrasen para ejercer de bestia de tiro. Si a muchas cabalgaduras les costó hacerse a esta humilde ocupación, Jorrocks, la montura de Street, «echó a correr al trote para casa —al decir de su dueño— como todo un caballero, y desde ese día ha acarreado la leche, ha tirado de la sembradora durante la sementera de trigo, ha arado y ha hecho labores de toda clase sin un solo accidente… Lo que piensa de todo eso no puedo saberlo. Desde luego, no tiene la menor idea de qué puede ser lo que rueda tras él con tanto estrépito, aunque por cómo pone las orejas se me hace que está algo preocupado. De todos modos, como nunca lo hemos descuidado, debe de pensar que no vamos a hacerlo ahora, y está sirviendo en tiempos de guerra como el hombre hecho y derecho que es[8]». Los granjeros que se habían afanado por huir de la ruina en la década de 1930 conocieron entonces un nuevo período de prosperidad.
Si bien se recluyó a setecientos fascistas, la mayor parte de los aristócratas que habían coqueteado con Hitler se libró de castigo alguno. «Resulta pasmoso ver que todos esos lores se han salido de rositas pese a los lazos que los unían al régimen nazi antes de la guerra», se quejaba la comunista británica Elizabeth Belsey en carta a su esposo combatiente[9]. Si los británicos hubiesen adoptado la misma postura de Francia respecto de los adeptos al marxismo, habrían tenido que encarcelar a miles de sindicalistas y a una porción sustancial de la clase intelectual, que, sin embargo, también quedaron en libertad. Aún había mucha estupidez en el ambiente: el hotel Royal Victoria de Sante Leonard’s-on-Sea afirmaba en un anuncio de The Times que «el salón de baile y los aseos contiguos están construidos a prueba de gas y esquirlas». Los que se publicaban por palabras para solicitar personal doméstico no hacían grandes concesiones al alistamiento forzoso: «Se necesita criada segunda de tres; sueldo: 52 libras año; hogar con dos damas y nueve criados». El arzobispo de Canterbury aseveró que los cristianos tenían derecho a rogar a Dios por la victoria, pero el de York discrepaba de tal opinión, pues por justificado que estuviese el conflicto, no podía considerarse una guerra santa. «Debemos evitar —concluyó— combatirnos los unos a los otros con nuestras súplicas». Algunos clérigos instaron a sus feligreses a orar al Todopoderoso en estos términos: «Líbrame de albergar rencor y odio para con el enemigo». Así y todo, los cristianos británicos no pudieron menos de montar en cólera cuando, el mes de noviembre, el papa envió a Hitler una felicitación por haber escapado a un intento de asesinato[10].
Los cientos de miles de varones jóvenes recién uniformados que hicieron la instrucción en Inglaterra sin los pertrechos adecuados tenían un futuro incierto, aunque daban por supuesto que algunos de ellos encontrarían la muerte en el campo de batalla. Arthur Kellas, teniente del regimiento fronterizo, estaba seguro de sobrevivir al conflicto, aunque no podía evitar hacer conjeturas en lo tocante a la suerte que habría de correr el resto de oficiales de su entorno: «Me ponía a pensar quiénes caerían en la matanza. ¿Ogilvy, quizá? Un muchachote tan educado, siempre pendiente de su madre, a la que había dejado en Dundee… ¿Tal vez Donald, tan bien parecido, confiado y pagado de sí mismo? ¿Hunt, que se acababa de casar y gozaba de una gran prosperidad en el centro de las finanzas londinenses? ¿Germain; Dunbar; Perkins, del que nos burlábamos sin piedad? ¿Bell, al que envidiábamos cuando lo destinaron a buscar la gloria militar con el primer batallón en el frente de Francia y por ser el primero de todos nosotros al que ascendieron, y que además tenía una hermana guapísima en Whitehaven? Al cabo, nuestros padres ya habían pasado por algo similar. Podíamos dar por sentado que nuestra guerra no iba a ser muy diferente de la suya[11]».
Eran todos muy jóvenes. Doug Arthur, soldado de dieciocho años de las fuerzas de reserva, tuvo ocasión de azorarse cuando se fijó en él una de las amas de casa que conformaban el emocionado gentío que había ido a ver el desfile de su unidad frente a la iglesia de Everton (Lancashire), poco antes de embarcarse para servir en el extranjero. «Miradlo —la oyó exclamar con lástima—. Pero ¡si tendría que estar en casa con su madre! No sufras, criatura, que se va a arreglar todo. ¡Que Dios te bendiga, hijo! Él se encargará de cuidar de ti. Ese malnacido de Hitler va a tener que responder de unas cuantas cosas. ¡Ya me gustaría a mí que me dejasen sola cinco minutitos con ese cerdo, ya!»[12].
El presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, escribió a Joseph Kennedy, su embajador en Londres, el 30 de octubre de 1939: «Si la [primera] guerra mundial no engendró un liderazgo poderoso en el Reino Unido, en este conflicto tal vez ocurra lo contrario, porque me inclino a pensar que el público británico posee un mayor grado de humildad que antes y que se está deshaciendo, poco a poco pero con firmeza, de la actitud que lo llevó a conformarse con “ir tirando” en el pasado[13]».
El siguiente paso de aquella guerra no hizo sino aumentar el desconcierto y la confusión que reinaban en el planeta por el simple motivo de que quien lo dio no fue Hitler, sino Stalin. Como todos los tiranos europeos, el dirigente soviético valoró el conflicto en virtud a las oportunidades de ampliación territorial que le ofrecía. Durante el otoño de 1939, una vez sometida la región oriental de Polonia, se propuso mejorar aún más la posición estratégica de la Unión Soviética avanzando hacia Finlandia. Aquella vasta extensión de lagos y bosques vírgenes de escasísima densidad de población se contaba entre las muchas cuya frontera —cuya existencia, de hecho— databa de no hacía mucho, y las hacía, por lo tanto, vulnerables. Hasta las campañas napoleónicas había formado parte de Suecia, y después había estado gobernada por Rusia hasta 1918, año en que ganaron la guerra civil los finlandeses contrarios al bolchevismo.
En octubre de 1939, Stalin resolvió aumentar la seguridad de Leningrado, a la que apenas separaban cincuenta kilómetros de la divisoria soviética, haciendo retroceder la finlandesa a través del istmo de Carelia y ocupando las islas bálticas que se hallaban en posesión de Finlandia. Además, ambicionaba las minas de níquel del litoral septentrional del país. Este último sorprendió al mundo cuando la delegación enviada a escuchar las exigencias de Moscú las rechazó de plano. El que una nación de 3,6 millones de habitantes pudiese hacer frente al Ejército Rojo resultaba descabellado, y sin embargo los fineses, que además carecían del armamento necesario, desplegaban un nacionalismo rayano en la locura. Arvo Tuominen, comunista finés de relieve, declinó la invitación estalinista de formar un gobierno títere de oposición y optó por esconderse, pues, a su decir: «no habría sido justo; habría sido un acto criminal contrario a la autodeterminación del pueblo[14]».
A las 9.20 del 30 de noviembre, los aeroplanos de Stalin lanzaron el primero de un buen número de ataques con bombarderos sobre Helsinki que apenas causó más daño que el sufrido por la legación soviética y por los nervios del embajador británico, quien solicitó un cambio de destino. El Ejército Rojo atravesó la frontera en varios puntos, y los finlandeses respondieron con bromas como: «Con todos los que son y lo pequeña que es nuestra tierra, ¿cómo vamos a encontrar sitio para enterrarlos a todos?». La defensa de la nación se puso en manos del mariscal Carl Gustaf Mannerheim, que a sus setenta y dos años había dado muestras de heroicidad en numerosos conflictos, de los cuales el último había sido la guerra civil finlandesa. Estando destinado en Lasa, capital del Tíbet, en calidad de oficial zarista, había enseñado a disparar con pistola al dalái lama. Hablaba siete idiomas, aunque el finés no lo dominaba precisamente, y se conducía con una altivez comparable a la de Charles de Gaulle. Asimismo, había puesto de relieve su falta de compasión entre 1919 y 1920, durante la purga de comunistas finlandeses derrotados en la guerra civil.
En la década de 1930, Mannerheim había construido, a lo largo del istmo de Carelia, la línea fortificada que llevaba su nombre. Consciente de la debilidad estratégica de su nación, había abogado por la conciliación con Stalin. Sin embargo, cuando sus compatriotas decidieron enfrentarse a éste, se dispuso a organizar la defensa con la frialdad de todo un profesional. Antes de la agresión soviética, los fineses adoptaron tácticas de tierra quemada, lo que los llevó a evacuar de las regiones avanzadas a un centenar de miles de paisanos, entre los que no faltó quien afrontase semejante sacrificio con un estoicismo impresionante. Así, los guardias fronterizos que fueron a pedir a cierta anciana que abandonase su casa no pudieron menos de quedar pasmados cuando toparon, al regresar a ella para incendiarla, con que la buena señora había barrido el suelo y limpiado el polvo antes de partir, y había dejado sobre la mesa cerillas, astillas de encender y una nota diciendo: «Cuando una hace un regalo a Finlandia, le gusta que esté como nuevo[15]». Así y todo, resultó muy doloroso destruir las viviendas e instalaciones que rodeaban las minas de níquel de Petsamo, cuya construcción, en el interior del círculo polar Ártico, había supuesto no pocas penalidades. La frontera se llenó de trampas explosivas, y se colocaron minas accionadas por cuerdas con la intención de quebrar el hielo situado ante los invasores que cruzasen la superficie de los lagos helados.
Stalin mandó doce divisiones a acometer asaltos en otros tantos sectores diferentes. A la mayoría de sus soldados se le aseguró que Finlandia había atacado a la Unión Soviética, aunque algunos no dieron crédito a semejante información. Ismaíl Ajmédov, capitán de la XLIV.a división, oyó decir a un campesino ucraniano: «Dime, camarada comandante: ¿para qué estamos haciendo esta guerra? ¿No aseguró el camarada Voroshílov que ni queríamos un palmo de la tierra de otros pueblos ni íbamos a renunciar a un palmo de la nuestra? ¿Y ahora vamos a luchar? ¿Para qué?»[16]. Cierto oficial trató de explicarle el peligro que suponía permitir que la frontera estuviese tan cerca de Leningrado, pero lo cierto es que las ambiciones estratégicas de Moscú no despertaron demasiado entusiasmo entre los que debían satisfacerlas, en su mayoría integrantes de la reserva a los que se había movilizado a la carrera.
Stalin, sin embargo, no parecía preocupado. Persuadido de que las fuerzas atacantes, compuestas por ciento veinte mil soldados, seiscientos carros de combate y un millar de cañones, podían romper la Línea Mannerheim, hizo caso omiso de las advertencias que le hicieron sus generales respecto de lo restringido del acceso a Finlandia. Los vehículos tenían que avanzar por las angostas franjas de tierra que se extendían entre los diversos lagos, bosques y pantanos del país, y pese a la escasez de piezas de artillería y armas anticarro de que adolecían los fineses, los asaltos soviéticos fueron tan ineptos que a los defensores no les costó hacer estragos en sus columnas con fusiles y ametralladoras. Los yermos nevados de la región oriental de la nación invadida no tardaron en quedar manchados de sangre, y algunos de quienes los defendían fueron presa del agotamiento nervioso después de pasar horas abatiendo desde escasa distancia a uno tras otro de los soviéticos que avanzaban hacia ellos. Los agresores perdieron un 60 por 100 de sus vehículos blindados, sobre todo porque avanzaban sin acompañamiento de infantería. La mayor parte cayó por la acción de armas tan rudimentarias como una botella llena de gasolina y provista de mecha, cuyo líquido se inflamaba al estrellarse contra el objetivo. Aunque ya se habían usado durante la guerra civil española, fue en Finlandia donde se bautizaron como cócteles Molótov en respuesta a las bombas de racimo soviéticas, que los fineses denominaban «cestos de pan de Molótov».
Mannerheim observó con sequedad que los agresores estaban desplegando «un fatalismo incomprensible para ningún europeo». El oficial al mando de cierto batallón soviético dijo trastornado a sus subordinados: «Camaradas, el ataque no ha tenido éxito; el comandante de la división acaba de darme la orden en persona: de aquí a siete minutos, volvemos a atacar[17]». Las columnas soviéticas volvieron, por tanto, a acometer el avance a duras penas… y sufrieron una nueva carnicería. Algunas unidades finesas adoptaron tácticas de guerrilla a gran escala, atacando a las tropas soviéticas desde los bosques para después volver a replegarse, con la intención de desbaratar sus formaciones y destruirlas después por partes. Llamaban a estos encuentros motti, o batallas de «leña», destinados a desmenuzar al enemigo. Uno de los héroes de esta campaña, el teniente coronel Aaro Pajari, sufrió un ataque al corazón en medio de un combate y, de un modo u otro, se las compuso para seguir luchando. Como la mayoría de los compatriotas suyos que participaron en aquella guerra, no era militar de profesión, sin embargo, en Tolvajärvi logró vencer a un número de fuerzas soviéticas muy superior al suyo. Los finlandeses pasaron varias semanas batallando en Kollaa con dos cañones franceses de 89 milímetros fundidos en 1871 que disparaban cargas de pólvora negra. En el sector septentrional, la defensa disponía de un tren blindado de 1918 que corría de uno a otro de los puntos amenazados.
El Ejército Rojo se hallaba mal pertrechado, hasta extremos grotescos, para sostener una guerra de invierno. Los hombres de la XLIV.a división, por ejemplo, habían recibido un manual sobre técnicas de esquí, pero ninguno tenía esquís. Además, las primeras semanas ni siquiera los carros de combate estaban pintados de blanco. Los finlandeses, en cambio, destinaron patrullas de esquiadores a cortar las carreteras situadas al otro lado del frente y a atacar las columnas de aprovisionamiento, a menudo de noche. El XXVII.o regimiento Jäger se encontraba a las órdenes del coronel Hjalmar Siilasvuo, hombre recio, bajito y rubio, que ejercía de abogado en tiempos de paz y acabaría, tras convertirse en el alma de la prolongada defensa del pueblo de Suomussalmi, al mando de una división. A los soviéticos los maravilló la aptitud de los tiradores finlandeses, a los que llamaban cucos. En su análisis de los errores cometidos por los soviéticos, el jefe de estado mayor del IX.o ejército del general Vasili Chuikov concluyó que la ofensiva había dependido demasiado de las carreteras. «Nuestras unidades —aseveraba—, bien dotadas de adelantos tecnológicos (y en particular piezas de artillería y vehículos de transporte), son incapaces de maniobrar y combatir en semejante campo de operaciones». A su decir, los soldados «se asustan de los bosques y no saben esquiar[18]».
Los finlandeses aborrecían todo lo relacionado con el modo que tenía de hacer la guerra su enemigo: cierto general soviético, aguijado por la desesperación, trató de despejar un campo de minas haciendo pasar por él a un hato de caballos, y aquéllos, que profesaban un amor proverbial a los animales, quedaron horrorizados por la carnicería resultante. Un hombre que observaba los cadáveres soviéticos que se habían ido amontonando en el sector septentrional comentó: «Los lobos van a estar bien alimentados este año». Carl Mydans, fotógrafo de la revista estadounidense Life, describió así la escena vivida en uno de aquellos campos de batalla helados: «La lucha estaba por acabar cuando ascendimos el sendero flanqueado de nieve que llevaba de la carretera al río… La superficie helada estaba salpicada de cadáveres soviéticos, que yacían solitarios y retorcidos, enfundados en sus pesadas gabardinas y sus botas de fieltro deformadas, con el rostro pajizo y las pestañas blancas por la helada. El bosque que se extendía al otro lado se veía sembrado de armas, fotografías, cartas, embutido, pan y zapatos; y a este lado había cadáveres de carros de combate muertos a los que habían volado las llantas, carretas muertas, caballos muertos y hombres muertos que obstruían la carretera y manchaban la nieve bajo los altísimos pinos negros[19]».
El asalto soviético causó no poco desconcierto en todo el planeta, agudizado por el hecho de la condición de símbolo de buena suerte que tenía la cruz gamada entre los finlandeses. La opinión pública se puso, claramente, de parte de las víctimas, y así, en la Italia fascista se celebraron manifestaciones en apoyo a Finlandia. Por su parte, británicos y franceses entendieron la conducta de Stalin como una prueba más de la colaboración buitrera entre soviéticos y alemanes que se había hecho manifiesta en Polonia, por más que, en realidad, nada tuviese que ver Berlín con esta campaña. Entre los Aliados creció el entusiasmo ante la idea de enviar ayuda militar a los fineses. El general Maxime Weygand instó a Gamelin a dar este paso, que llevaba aparejada la inestimable ventaja de alejar la guerra de Francia. «En mi opinión —escribió— resulta esencial si deseamos acabar con la intervención soviética en Finlandia, y en cualquier otra parte.»[20] Sin embargo, por intensos que fuesen los debates relativos a posibles expediciones anglofrancesas a Finlandia en los meses siguientes, lo cierto es que las dificultades prácticas parecían abrumadoras. De haber sido entonces primer ministro del Reino Unido Winston Churchill, lo más probable es que no hubiese dudado en lanzar una operación contra los soviéticos; pero el gobierno de Chamberlain —en el cual la voz de aquél, favorable al activismo, no tenía más que una representación minoritaria en calidad de jefe supremo de la Royal Navy— no era partidario de declarar la guerra a la Unión Soviética de forma gratuita cuando aún estaba por resolver el problema de la amenaza alemana.
El mariscal Mannerheim procedió durante la campaña con su habitual meticulosidad personal. Se levantaba a las 7.00 en el hotel en que se alojaba y aparecía de punta en blanco una hora más tarde para desayunar, tras lo cual se dirigía en automóvil al cuartel general en que habían convertido una escuela abandonada sita a escasos centenares de metros de allí. La sociedad finlandesa no era muy populosa, y él insistía en que le leyeran, nombre por nombre, la relación diaria de bajas. Aunque en las primeras semanas del conflicto, sabedor de las limitaciones de su ejército, rechazó de manera categórica los ruegos de avanzar y sacar partido a las victorias que planteaban sus subordinados, el 23 de diciembre Finlandia lanzó, al fin, un contraataque a través del istmo de Carelia. La infantería cerró al grito de Hakkaa päälle! («¡A hacerlos picadillo!»). Dado que carecían de artillería y de respaldo aéreo, fueron rechazados con no pocas bajas.
El gobierno finlandés no fue nunca tan ingenuo para creer que su nación pudiese llegar a infligir una derrota absoluta a la Unión Soviética: en realidad, sólo aspiraba a elevar el precio de las ambiciones de Stalin hasta el punto de hacerlo inaceptable. Con todo, semejante estrategia estaba condenada al fracaso ante un enemigo indiferente al sacrificio humano. La respuesta que dio el dirigente soviético ante los reveses —humillaciones, de hecho— de la invasión de diciembre consistió en sustituir a los jefes y generales que habían fracasado —el comandante de una división fue fusilado, y el de otra pasó el resto de la guerra en los campos de trabajos forzados del gulag— y enviar cantidades ingentes de refuerzos. Se crearon carreteras de hielo capaces de soportar el peso de los carros de combate disponiendo troncos sobre nieve apisonada y rociándolos con agua que se congelaba a continuación. Los fineses habían empezado la guerra con munición de artillería para tres semanas, y combustible y munición de armas portátiles para sesenta días. Llegado el mes de enero, estas provisiones se habían agotado casi por entero.
El mundo acogió con admiración los triunfos iniciales de Finlandia, y los habitantes de la Europa occidental elevaron a Mannerheim a la condición de héroe. El primer ministro francés, Édouard Daladier, prometió enviar un centenar de aeroplanos y cincuenta mil soldados antes de finales del mes de febrero, aunque jamás movió un dedo para cumplir su palabra. El escritor Arthur Koestler, escribió en tono despectivo desde París que el regocijo que habían provocado entre los franceses las victorias finesas recordaba la actitud de «un mirón que se entusiasma y se satisface contemplando en otros las proezas viriles que él es incapaz de imitar». En el Reino Unido, la izquierda, representada por el semanario Tribune, que ofreció en un primer momento su apoyo intelectual a la causa moscovita, cambió de opinión de forma súbita y optó por secundar la de los finlandeses.
Para Churchill, la acción soviética fue pariente directo de la agresión nazi. El primer lord del mar del Reino Unido se gozó en el descalabro de Stalin y manifestó durante una declaración difundida por radio el 20 de enero: «Finlandia se ha mostrado soberbia, sublime por mejor decir, en las fauces del enemigo; ha prestado un servicio de gran magnanimidad al mundo al demostrar lo que pueden llegar a hacer los hombres libres. Ha puesto de manifiesto, a los ojos de todo el planeta, la ineptitud militar del Ejército Rojo y la Aviación Roja. Estas últimas semanas de lucha feroz en el círculo polar ártico han disipado no pocas ilusiones relativas a la Rusia soviética. Ahora ha quedado a la vista de todos el modo como es capaz de pudrir el comunismo el alma de una nación, haciéndola abyecta e insaciable en la paz y vil y abominable en la guerra».
Estos ejercicios retóricos sirvieron para alentar a los finlandeses. El diputado conservador británico Harold Macmillan, de visita en el país agredido, contó que una revisora de Helsinki le había dicho: «Las mujeres de Finlandia van a seguir luchando porque están convencidas de que van a venir ustedes en su ayuda[21]». Hubo ocho mil suecos, ochocientos noruegos y daneses, y algún que otro ciudadano estadounidense y británico que se ofrecieron para tomar las armas de su lado, y aunque algunos llegaron a la región en conflicto, ninguno sirvió de gran cosa. El Reino Unido poseía un número muy reducido de armas para sus propios ejércitos, y no podía destinar cantidad significativa alguna a una nación que, si bien estaba desplegando un gran arrojo, no estaba luchando contra la potencia a la que habían declarado la guerra los británicos. De los treinta cazas biplanos Gloster Gladiator que se enviaron, dieciocho se perdieron en combate antes de diez días. Los fineses hubieron de pagarlos al contado, lo que supuso un anticipo de la neutralidad que adoptaría más tarde Estados Unidos ante el Reino Unido.
Aunque no cabe dudar de lo hondo del sentimiento popular británico en favor de Finlandia, lo cierto es que apenas se hizo nada por traducirlo en hechos, aparte de preparar una expedición a Narvik, puerto septentrional de la neutral Noruega que se hallaba libre de hielo. Los Aliados se sintieron atraídos por el pretexto de ayudar a los finlandeses a fin de cortar el paso invernal de Alemania a las minas de hierro suecas, actitud que fue a reafirmar el cinismo que había caracterizado su actitud durante la campaña polaca. Si Londres y París estimularon a Finlandia a seguir luchando durante los meses iniciales de 1940 fue porque, de lo contrario, no tendrían excusa alguna para intervenir en Noruega. La apasionada propuesta de hacer desembarcar un ejército expedicionario en Petsamo que hicieron los franceses recibió el veto de los británicos, que seguían rehuyendo un enfrentamiento directo con las fuerzas soviéticas.
A mediados de enero comenzó una nueva serie de ataques a Finlandia. En determinado sector se enfrentaron cuatro mil soviéticos a 32 fineses, y aunque aquéllos perdieron cuatrocientos hombres, de los defensores sólo salieron cuatro con vida. El primero de febrero, los invasores emprendieron un bombardeo brutal contra la Línea Mannerheim, seguido por una embestida multitudinaria de soldados de infantería y vehículos blindados. Los finlandeses, no obstante hallarse casi sin munición para su artillería, lograron defender sus posiciones durante dos semanas. «A primera hora de la tarde —escribió el 15 de febrero el oficial Wolf Halsti— apareció ante nuestra tienda un alférez de la reserva, un chiquillo, en realidad, que quería saber si teníamos algo que pudieran llevarse a la boca sus soldados y él… Estaba al mando de un pelotón de “hombres” que ni siquiera se afeitaban aún. Tenían frío, miedo y hambre, y se dirigían al frente de Lähde para servir de refuerzo al retén». Al día siguiente añadió: «Hoy ha vuelto el mismo alférez, con el uniforme ensangrentado, para pedir más comida… Ha perdido sus dos cañones y a la mitad de sus hombres durante el avance de los soviéticos[22]». Las penalidades de sus enemigos, y en particular de cuantos se vieron atrapados varias semanas en posiciones sometidas a envolvimiento, no fueron menores. «Esta mañana hace un frío de muerte —escribió uno de ellos el 2 de febrero—. Estamos casi a 35 grados bajo cero. Casi no he pegado ojo porque estaba arrecido. Nuestra artillería se ha pasado la noche disparando. Cuando me he levantado he ido a cagar. En ese momento han roto el fuego los finlandeses, y una de las balas me ha ido a caer justo entre los pies. Llevaba sin plantar un pino desde el 25 de enero.»[23]
Aquella lucha unilateral no podía proseguir de forma indefinida. El gobierno finlandés pidió por última vez, sin resultado positivo alguno, ayuda a Suecia. Británicos y franceses ofrecieron contingentes simbólicos, pero los buques encargados de transportarlos ni siquiera se habían hecho a la mar el 12 de marzo, día en que una delegación de Finlandia firmó el armisticio en Moscú. Minutos antes de que se produjera esto último, los soviéticos lanzaron un último bombardeo vindicatorio sobre las posiciones de los derrotados. «Una cosa está clara —escribió a su familia un oficial de estos últimos—, y es que no hemos huido. Estábamos dispuestos a luchar hasta la muerte, y podemos llevar alta la cabeza porque hemos combatido con todas nuestras fuerzas a lo largo de tres meses y medio.»[24]
Carl Mydans compartió vagón con tres oficiales finlandeses de camino a Suiza, y uno de ellos comentó:
—Al menos, les dirá usted que luchamos con valentía.
El estadounidense musitó que lo haría, y en ese momento, el coronel se dejó llevar por la emoción:
—Su país dijo que iba a ayudarnos… Nos lo prometieron, y nosotros les creímos.
Entonces, agarró a Mydans y lo zarandeó mientras le decía a gritos:
—¡Y van, y nos mandan media docena de cazas Brewster, sin una puñetera pieza de repuesto! ¡Y los británicos, cañones de la última guerra que ni siquiera funcionaban!
Dicho esto, se echó a sollozar[25].
La paz impuesta por Stalin aturdió a todos por su carácter moderado. El dirigente soviético insistió en las exigencias territoriales anteriores a la guerra, que suponían una décima parte del suelo finlandés, pero se abstuvo de ocupar el país completo, cosa que probablemente hubiese podido hacer sin dificultad. Todo apunta a que no desease provocar la ira internacional en un momento en que estaban en juego asuntos de mucha más envergadura. Su confianza también se había visto zarandeada por las pérdidas sufridas por el Ejército Rojo —ciento veintisiete mil soldados muertos cuando menos, tal vez hasta un cuarto de millón, frente a los 48 243 finlandeses muertos y los cuatrocientos veinte mil que quedaron sin hogar—. Los prisioneros soviéticos liberados por Finlandia, de los cuales no eran pocos los estudiantes llamados a filas, fueron enviados por Stalin al gulag como castigo por la traición cometida al aceptar el cautiverio.
Pese a ser de escasa relevancia respecto del enfrentamiento entre Alemania y los Aliados, la campaña finlandesa influyó de manera notable en la estrategia de ambos contendientes, que concluyeron que el león soviético no era tan fiero como lo pintaba Stalin; que sus ejércitos eran débiles, y sus jefes militares, chapuceros. Después del armisticio, y ante el desengaño de la asistencia prometida por el Reino Unido y Francia, Finlandia recurrió a Alemania en busca de ayuda para rearmar sus fuerzas; ayuda que Hitler no dudó en brindarle. Los soviéticos aprendieron varias lecciones fundamentales de aquella guerra, y así, decidieron a dotar al Ejército Rojo de prendas adecuadas para el invierno, camuflaje apropiado para la nieve y lubricantes destinados a hacer funcionar sus pertrechos a temperaturas bajo cero. Todo ello representaría un papel crítico en campañas futuras. El mundo, sin embargo, no vio otra cosa que el prestigio soviético devaluado por una de las naciones más pequeñas de Europa.
Durante el invierno de 1939 y 1940, mientras Finlandia luchaba por sobrevivir, los ejércitos aliados temblaban de frío en trincheras y fortines aislados por la nieve en la frontera con Alemania. Churchill, el primer lord del mar, se afanaba por extraer cada gota posible de emoción y propaganda de las refriegas que protagonizaban las naves de la Royal Navy con los submarinos y navíos mercantes artillados de los alemanes. Uno de los episodios más sensacionales se produjo el 13 de diciembre, día en que tres cruceros británicos toparon con el Graf Spee, acorazado de los llamados «de bolsillo», mucho mejor armado que ellos, sobre la costa de Uruguay. La escuadrilla salió muy maltrecha de aquel combate, pero infligió al buque alemán daños que lo obligaron a refugiarse en Montevideo. El día 17 le dieron barreno por evitar el riesgo de volver a hacerlo entrar en batalla, y este hecho y el de que su capitán se quitara la vida se presentaron como una hábil victoria de los Aliados. El Reino Unido hizo cuanto estuvo en sus manos por ganar adeptos al otro lado del Atlántico, o al menos por moderar su actitud belicosa a fin de evitar suscitar el antagonismo de la opinión pública estadounidense. El 29 de enero de 1940, después de que llegase a oídos de Churchill que Estados Unidos había montado en cólera por los registros a que sometía a sus naves la Royal Navy en busca de objetos de contrabando, el almirante dio órdenes de no volver a arrastrar embarcaciones de dicha nación a la zona bélica del Reino Unido, aunque semejante concesión hubo de mantenerse en secreto a fin de no herir la susceptibilidad de otras naciones neutrales cuyos barcos seguían sujetos a inspección.
Entre tanto, los dirigentes civiles y militares de los Aliados proseguían sus disputas. La postura de los franceses seguía dominada por la determinación de evitar cualquier provocación militar directa a Hitler, hasta el extremo de llevarlos a rechazar la idea de bombardear el Sarre, estado de gran peso industrial que tenían a tiro de piedra. Al gobierno de Daladier, partidario de emprender acciones tan lejos de la nación como fuera posible, le resultó muy atractiva la idea de endurecer el bloqueo a Alemania interceptando la provisión de mineral de hierro procedente de Suecia. Para lograr tal cosa, se hacía necesario violar la neutralidad de Noruega, bien mediante el minado de la ruta de navegación costera al objeto de obligar a las embarcaciones alemanas a salir a mar abierto, bien destinando tropas y aviones en tierra, bien a través de ambas operaciones. El primer ministro británico y su ministro de Asuntos Exteriores, Neville Chamberlain y lord Halifax, se mostraron reacios a proceder de este modo, a pesar de la insistencia de Churchill. En consecuencia, aunque se consagró un buen número de días a planificar y preparar la expedición noruega, ésta se fue aplazando de manera indefinida.
El general sir Edmund Ironside, al mando del ejército británico, escribió: «Los franceses… no se cansan de hacer propuestas a cuál más extravagante. Se diría que no tienen ninguna clase de escrúpulos». Gamelin diría más tarde: «La opinión pública no sabía lo que quería que se hiciera, pero tenía claro que quería algo diferente, y por encima de todo, quería ver acción». Jacques Mordal, oficial de la armada francesa que con el tiempo se haría historiador, lo expresó con el siguiente comentario incisivo: «La idea era hacer algo, aunque fuera una estupidez[26]». El plan de minar el Rin concebido por los británicos también se convirtió en motivo de fricción, dado que París temía suscitar acciones de represalia por parte de Alemania.
Poco sabían de estos debates los ciudadanos de las naciones aliadas, que no veían otra cosa que sus ejércitos inmovilizados en la nieve de la frontera, cavando trincheras y contemplando a los alemanes apostados al otro lado. Jóvenes y viejos, fueran políticos o humildes electores, se sentían aquejados de una imponente sensación de vacuidad. «Todo el mundo se casa o se promete, y hasta concibe hijos —escribió el 7 de abril Doris Melling, mecanógrafa de Liverpool de veintitrés años—, y eso hace que me sienta estancada, excluida». Aun así, no se había dejado convencer por la frivolidad que había expresado en su columna del Sunday Express de aquel día lord Castlerosse, quien aseveraba que si, llegado el final de la guerra, había alguna joven que no hubiese encontrado esposo, sería porque no lo había intentado. «La mayoría de mis amigas la ha hecho buena al contraer matrimonio sin tener un hogar como está mandado, sin dejar su trabajo…»[27].
Maggie Joy Blunt, escritora de asuntos arquitectónicos, de marcadas convicciones de izquierda, tenía treinta años y vivía en Slough, al oeste de Londres, cuando observó, el 16 de diciembre de 1939, que hasta entonces, lo más notable de la guerra había sido, a su entender, lo poco que había cambiado la vida del común de las personas:
Hemos tenido que sufrir la terrible incertidumbre de que lo haría, y hemos soportado ciertos inconvenientes: apagones, racionamiento de combustible, cambios en el servicio de autobuses y trenes, falta de espectáculos teatrales, subidas en el precio de los alimentos y escasez de ciertos artículos como pilas eléctricas, azúcar o mantequilla. Entre los adultos no falta quien esté ocupado en trabajos que no se les habría pasado por la cabeza hacer antes. Y sin embargo, no hemos percibido ningún cambio esencial en nuestro estilo de vida, nuestro sistema educativo o de empleo, nuestras ideas ni nuestras ambiciones… Es como si quisiéramos jugar una manga más de tenis antes de que caiga la tormenta que estamos viendo acercarse… Un diputado local… se ha pronunciado en contra de esta guerra «en duermevela». Lanzar octavillas no sirve de mucho más que lanzar confeti. Siento tener que decirlo, pero no va a haber más remedio que hacer sufrir a los alemanes antes de hacer posible la paz[28].
Fueran o no conscientes ella y sus compatriotas, durante el invierno de 1939,los nazis estaban haciendo frente a sus propias dificultades. El desembolso armamentístico de Hitler había dejado a Alemania a un paso de la bancarrota en el momento de entrar en guerra. Tan escaso era el dinero que había disponible para fines civiles, que el sistema ferroviario se estaba viniendo abajo y sufría una carencia desesperada de material rodante. La opinión pública montó en cólera tras la muerte de 230 personas en dos accidentes serios de tren. Los nazis eran incapaces de hacer que los ferrocarriles se desplazaran con puntualidad; la industria estaba achacando las interrupciones sufridas por los envíos de carbón, y la Gestapo informó de que los problemas relativos al servicio de pasajeros estaba provocando el descontento generalizado de la población. El bloqueo aliado, además, había acabado con las exportaciones alemanas y originado una escasez grave de materias primas. El Führer deseaba acometer una ofensiva de relieve en el frente occidental el 12 de noviembre, y se puso hecho una furia cuando la Wehrmacht insistió en diferirla hasta la primavera, puesto que sus generales, amén de considerar que el tiempo les era por entero adverso para tamaña empresa, eran muy conscientes de las fallas en que habían incurrido sus fuerzas durante la campaña polaca, así como de la falta de vehículos y de todo género de armas. La expansión del ejército privó de cuatro millones de trabajadores a la industria de la nación, que contaba con 24,5 millones en mayo de 1939. La actitud imperante en este sector se caracterizaba por la indeterminación extrema y las interrupciones arbitrarias que imponía a la producción la falta de acero.
En aquel momento se adoptó una decisión llamada a marcar la producción armamentística alemana en el curso de los años posteriores: la de centrar todos los empeños inmediatos en la fabricación de municiones y bombarderos ligeros Ju-88. La Luftwaffe se persuadió de que con este avión Junkers era imposible perder una guerra, y lo cierto es que prestaron un gran servicio, aunque con el tiempo, la falta de aviones más modernos se trocó en una desventaja notable. La armada seguía adoleciendo de una debilidad considerable; tal como reconoció con acento sombrío el almirante Raeder, carecía «del armamento necesario para hacer frente a la gran contienda… sólo está en condiciones de demostrar que sabe hundirse con dignidad». Sobre el papel, el poderío militar que presentaba Alemania en 1939 era sólo ligeramente mayor que el de los Aliados. Sin embargo, habida cuenta de todas las dificultades expuestas, resulta extraordinario que Hitler retuviese su dominio psicológico del conflicto. Su gran ventaja consistía en que los Aliados, habiéndose comprometido por principio a combatir y derrotar al nazismo, carecían del entusiasmo necesario para emprender las sangrientas iniciativas y el sacrificio humano que requería semejante tarea, y por lo tanto dejaron al Führer actuar a sus anchas.
Las semanas anteriores al ataque alemán en el frente occidental habían visto echarse a perder las relaciones entre las dos naciones de los Aliados, pues cada una de ellas culpaba a la otra de no ser capaz de hacer la guerra como era de esperar. La opinión pública francesa se volvió de forma decisiva contra Daladier, su primer ministro, que planteó al Parlamento una cuestión de confianza el día 20 de marzo. Sólo votó en contra uno de los diputados, y aunque 239 lo hicieron a favor… quienes se abstuvieron alcanzaron los tres centenares. Daladier dimitió y fue sustituido por Paul Reynaud, aunque permaneció en el gobierno en calidad de ministro de Defensa. El nuevo dirigente francés, político conservador de sesenta y dos años e inteligencia mucho más notable que su presencia física, siendo así que apenas llegaba al metro con sesenta de estatura, no veía la hora de entrar en acción y propuso, en consecuencia, desembarcar en Noruega y bombardear los yacimientos petrolíferos de que disponía en Bakú la Unión Soviética. «Después de Daladier, que no era capaz de tomar una sola decisión —apuntó amargamente Gamelin—, nos toca lidiar con Reynaud, que toma una cada cinco minutos.»[29] El primer ministro apoyó, en un primer momento, el plan de minar el Rin que con tanto empeño quería poner en práctica Churchill; pero topó con el rechazo de sus propios ministros, que seguían temiendo las posibles represalias. Los británicos se negaron a efectuar el desembarco de Narvik si Francia no secundaba dicha operación.
A principios de abril, en el momento en que desaparecían del continente las nieves del invierno, comenzaron los ejércitos a salir de su hibernación y a tratar de imaginar lo que traería consigo el nuevo período bélico. Churchill logró convencer al fin a sus compañeros de gabinete para que votasen a favor de minar las aguas de Noruega. Por consiguiente, se hicieron a la mar cuatro destructores para llevar a término la operación, y en los puertos del Reino Unido embarcó un modesto contingente terrestre dispuesto a poner rumbo a dicho país en caso de que los alemanes respondieran a la acción de la Royal Navy. Londres ignoraba que ya había en aquellas aguas una flota alemana, siendo así que Hitler llevaba meses temiendo que interviniesen los británicos en Noruega para cortarle el suministro de mineral de hierro. Su agitación se había hecho aún más acuciante el 14 de febrero de 1940, cuando los destructores de la Royal Navy habían dado caza al Altmark, buque de aprovisionamiento del Graf Spee, y lo habían obligado a fondear en un fiordo noruego para liberar a 299 marineros mercantes británicos. Estaba, por lo tanto, resuelto a adelantarse a cualquier acción que pudiese emprender el Reino Unido para sentar posiciones en Noruega, y en consecuencia, el 2 de abril dio orden de zarpar a la flota de invasión.
Los buques y los aviones británicos no habían pasado por alto la intensa actividad naval desplegada por Alemania, y, sin embargo, los mandos de la armada se encontraban tan absortos en la inminente operación de minado, que no repararon en que aquélla anunciaba más una acción que una reacción de los alemanes. El Almirantazgo resolvió que las embarcaciones de Raeder tenían la intención de atacar las rutas atlánticas del Reino Unido, e hizo tomar posiciones a buena parte de la flota encargada de proteger sus aguas territoriales a muchas horas de navegación de Noruega. Aunque antes de que amaneciese el 8 de abril, la Royal Navy había completado, en efecto, el objetivo de minar el litoral noruego, horas más tarde los alemanes dieron comienzo a los lanzamientos aéreos y los desembarcos navales destinados a ocupar todo el país. La guerra ilusoria había llegado a su fin.