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Guerra relámpago en Occidente
I. Noruega
Las naciones más pequeñas de Europa hicieron cuanto estuvo en sus manos por no participar en el conflicto, y si bien la mayor parte se resistió a asociarse con Alemania por evitar aceptar la hegemonía de Hitler, aun las que defendían los objetivos de las democráticas temieron unirse a ellas en calidad de beligerantes. La experiencia hacía pensar que tal postura sólo serviría para exponerlas a los horrores de la guerra con escaso beneficio, pues la suerte que habían corrido Polonia y Finlandia ponía de relieve la incapacidad de los Aliados para proteger a las víctimas que elegía el dictador. Si los Países Bajos y los países escandinavos habían logrado permanecer neutrales durante la Primera Guerra Mundial, ¿por qué no iban a tratar de hacer lo mismo en esta ocasión? Durante el invierno de 1939 y 1940, todos se esforzaron por evitar provocar a Hitler, y de hecho, a los noruegos los preocupaba más lo que quisiesen hacer los británicos en su costa que lo que pudieran hacer los alemanes. A la 1.30 del 9 de abril, cierto ayudante del rey Haakon de Noruega lo despertó para comunicarle:
—¡Majestad, estamos en guerra!
Y el monarca corrió a preguntarle:
—¿Contra quién?
Pese a que no faltaron advertencias de lo inminente de la invasión alemana, el país no había movilizado su diminuto ejército. La capital apagó de inmediato todas sus luces, pero el anciano general Kristian Laake, comandante en jefe de las fuerzas noruegas, respondió con languidez a las noticias de la aparición de buques de guerra alemanes en el fiordo de Oslo. Así, mandó congregar a los integrantes de la reserva mediante correo postal, por lo que no tomaron las armas hasta el 11 de abril. Ante las quejas de los oficiales de su estado mayor, se limitó a declarar con aire indulgente: «¡Un poco de ejercicio no les va a venir mal a esas unidades!»; con lo que no hizo sino poner de relieve su desapego respecto de la realidad. Las embarcaciones alemanas llegaron, aportaron en el litoral y comenzaron a desembarcar soldados. Tanto los agredidos como los franceses y los británicos habían dado por supuesto —equivocadamente— que Hitler no iba a atreverse a invadir Noruega y desafiar así a la Royal Navy, y sin embargo, la negligencia de los servicios de información y los desaciertos en que incurrió a la hora de ubicar sus unidades llevaron al Almirantazgo a dejar pasar una oportunidad impagable de hacer estragos en las fuerzas de desembarco alemanas el 9 de abril. Más tarde, el desgaste que sufrieron en el mar los invasores, con ser considerable, se vio contrarrestado con el que infligieron a las fuerzas navales británicas la Luftwaffe y la Kriegsmarine. La costa noruega más cercana se hallaba a más de seiscientos kilómetros del Reino Unido, lo que hacía imposible brindar apoyo aéreo a los buques desde los aeródromos nacionales. La vulnerabilidad que presentaban aquéllos ante los ataques de los bombarderos no tardó en hacerse evidente de un modo brutal.
El acontecimiento más dramático de aquella primera mañana de la campaña se produjo en el fiordo de Oslo poco después de las cuatro de la mañana cuando el Blücher, crucero de reciente botadura que transportaba varios miles de soldados alemanes, se aproximaba a Oscarsborg. La añosa fortaleza tenía cargados —labor nada desdeñable— los dos cañones decimonónicos de que disponía: el Moisés y el Aarón. El coronel Birger Eriksen, oficial al mando de la plaza, sabedor de las limitaciones de sus artilleros, optó por retrasar tanto como le fue posible la orden de hacer fuego; de modo que el crucero se encontraba a sólo medio millar de metros cuando aquellas antiguallas vomitaron sus proyectiles. Uno de ellos alcanzó el centro de mando del sistema antiaéreo de la embarcación, en tanto que el otro fue a impactar en un depósito de combustible de la aviación y lanzó una columna de fuego en dirección al cielo. Minutos después, la nave había quedado envuelta en llamas y muy escorada por la explosión de la santabárbara. Después de recibir, además, dos torpedos lanzados desde tierra, se fue a pique y arrastró consigo la vida de un millar de germanos.
La capital noruega se vio invadida por la confusión y por escenas propias de una comedia negra. El general Erich Engelbrecht, a quien habían designado el mando del asalto, viajaba en el crucero siniestrado y fue rescatado de las aguas del fiordo por noruegos que, al apresarlo, dejaron a los invasores sin mando de forma temporal. El general Laake huyó de la ciudad detrás de su estado mayor, primero a bordo de un tranvía y después, tras un intento fallido de seguir haciendo autostop, en tren. El gobierno de Noruega ofreció su dimisión, pero el rey la rechazó. El Storting, Parlamento de la nación, convocó una sesión de emergencia en la que estallaron feroces disputas relativas a las ventajas que podía brindar la rendición. Los ministros propusieron la demolición de los puentes más importantes para dificultar el paso a los invasores, pero no faltaron diputados que se opusieran a tal acción por considerar que comportaba «la destrucción de obras arquitectónicas de gran valor». El embajador británico remitió desde Londres una comunicación por la que se comprometía a enviar ayuda, aunque no decía nada concreto acerca de cuándo podría materializarse dicho ofrecimiento. Los paracaidistas alemanes tomaron el aeropuerto de Oslo en el momento mismo en que desembarcaban y tomaban posición seis divisiones. La mayor parte de los puertos del suroeste de Noruega no tardó en caer en manos del enemigo, y el gobierno hubo de huir al norte.
Entre quienes contemplaron aturdidos la llegada de los invasores se encontraba una refugiada judía de Austria de diecinueve años llamada Ruth Maier. El 10 de abril, en el barrio de Lillestrøm, sito a las afueras de Oslo, describió en su diario una escena que acabaría por convertirse en un trágico lugar común en toda Europa: «Entiendo que los alemanes son más un desastre natural que un pueblo… Vemos a la gente salir en tropel de los sótanos y arremolinarse en la calle con cochecitos de niño, mantas de lana y criaturas de pecho para después subir a camiones, carretas tiradas por caballos, taxis y coches particulares. Me recuerda a una película que vi una vez: refugiados finlandeses, polacos, albaneses, chinos… La situación es tan sencilla como triste: los están “evacuando” sin más pertenencias que mantas, cubiertos de plata y bebés. Huyen de las bombas[1]».
Los noruegos dieron muestras implacables de hostilidad frente a los agresores, y ni siquiera cuando se vieron obligados a someterse se dejaron convencer por las explicaciones. Ruth Maier oyó a tres soldados germanos explicar a un grupo de personas que los polacos habían matado a seiscientos mil paisanos alemanes antes de que la Wehrmacht interviniese a fin de salvar a sus hermanos étnicos. La joven se echó a reír. «[Uno de ellos] se vuelve entonces hacia mí, y me pregunta:
»—¿Le hace gracia, Fräulein?
»—Sí.
»—¿Y qué me dice de nuestro Führer? —se pone sentimental—. Ya sé que es un ser humano como nosotros; pero es el mejor, el mejor de Europa.
»El [soldado] de los ojos celestes asiente, también emocionado, mientras repite:
»—¡El mejor! ¡El mejor!
»Se van acercando más noruegos a escucharlos, y dicen:
»—¿De verdad quieren que nos creamos que han venido a protegernos… tal como dice aquí? —y señala un periódico…
»—¿Protegerlos? No, nosotros no hemos venido a eso.
»Pero el del cabello rubio lo interrumpe:
»—Claro que sí: eso es precisamente lo que estamos haciendo.
»El castaño se queda pensando unos momentos y dice a continuación:
»—Sí, sí; a decir verdad… los estamos protegiendo de los británicos.
»Y los noruegos:
»—¿De veras se lo han creído?»[2].
La fe que profesaba la generalidad de los alemanes a la justicia y la conveniencia de su misión quedó reforzada por la rapidez con que se llevó a término: las fuerzas invasoras hicieron más firme su ocupación de la región meridional de Noruega tras garantizar la comunicación con su tierra de origen mediante la toma de la península danesa, situada entre ambas naciones y entregada sin apenas resistencia. El Storting noruego volvió a reunirse en la modesta ciudad de Elverum, a unos sesenta kilómetros al norte de Oslo, y sus deliberaciones se hicieron más encendidas cuando se supo que los alemanes habían puesto a un traidor a la cabeza del gobierno títere que habían instaurado en la antigua capital. «Ahora tenemos un gobierno Kuusinen», declaró con desdén el primer ministro, refiriéndose al comunista finés Otto Kuusinen, que colaboró con Stalin durante la invasión de su patria. Sin embargo, el elegido en el caso de Noruega, Vidkun Quisling, acabaría por adquirir una fama mucho más funesta, hasta tal extremo que su nombre pasó a la lengua inglesa como sinónimo de traidor.
Cuatro autobuses cargados de paracaidistas alemanes que se dirigían a Elverum cayeron bajo los fuegos de un retén conformado por miembros de cierta sociedad local de tiradores, que lograron hacer retroceder a los atacantes a la desbandada e hirieron de muerte al capitán Eberhard Spiller, agregado militar de las fuerzas aéreas alemanas, a quien habían encomendado la misión de arrestar a los dirigentes nacionales. La familia real y los ministros escaparon a la aldea de Nybergsund. Haakon VII era un danés septuagenario alto y seco al que habían elegido rey cuando los noruegos obtuvieron la independencia de Suecia en 1905. En 1940 dio sobradas muestras de dignidad y arrojo. El 10 de abril, durante la sesión que celebró el gabinete rodeado por la nieve del citado pueblecito, comunicó a los asistentes con voz alta y trémula: «Me conmueve en lo más hondo la idea de tener que asumir la responsabilidad personal del sufrimiento que van a tener que soportar nuestra nación y sus gentes si nos negamos a satisfacer las exigencias de los alemanes… El gobierno es libre de elegir, y sin embargo yo debo dejar clara cuál es mi posición: no estoy dispuesto a aceptarlas… Tal cosa sería contraria a cuanto he considerado siempre que era mi deber real». Había resuelto abdicar antes de ceder ante Berlín, que le instaba a respaldar a Quisling. El anciano monarca calló entonces, y tras un momento que acabó por prolongarse, rompió a llorar. «El gobierno —prosiguió al fin— debe ahora adoptar su decisión. No está obligado a secundar mi postura… y, sin embargo, creía mi deber expresarla.»[3]
Los noruegos se comprometieron a luchar a fin de ganar el tiempo necesario hasta que llegase la ayuda aliada. Al día siguiente, 11 de abril, Haakon y su hijo, el príncipe Olaf, se hallaban con sus ministros cuando los alemanes bombardearon y ametrallaron Nybergsund con la esperanza de decapitar el gobierno de la nación. Los políticos se lanzaron al interior de una zahúrda mientras el rey y sus acompañantes se refugiaban en un bosque cercano. No hubo ningún muerto, y pese a la impresión que produjo a los noruegos el tableteo constante de las armas de los Heinkel, su resolución permaneció intacta. El monarca quedó horrorizado por la visión de la población civil expuesta a los fuegos enemigos. «No fui capaz de mirar… niños agazapados sobre la nieve mientras las balas derribaban árboles y hacían caer sobre ellos una lluvia de ramas», recordó. Declaró que jamás volvería a refugiarse en un lugar en el que su sola presencia fuese peligrosa para ningún inocente.
El gabinete debatió brevemente la conveniencia de buscar asilo en Suecia, y aunque el primer ministro se pronunció a favor de tal idea, Haakon no estaba dispuesto a aceptarla, y en consecuencia, los dirigentes se trasladaron a Lillehammer con la intención de seguir luchando. El anciano general Laake, a quien la invasión había dejado destrozado, fue sustituido por Otto Ruge, caudillo animoso y enérgico, a quien encomió cierto oficial británico mediante el sublime halago de compararlo con un adiestrador de perros raposeros. La movilización de Noruega resultó, sobre tardía, caótica por encontrarse en manos del enemigo los depósitos de armas y arsenales del sur del país. Con todo, los más de los cuarenta mil hombres que respondieron a la llamada a filas estaban inflamados de pasión patriótica. Frank Foley, agente del servicio secreto británico en Oslo, remitió el siguiente cablegrama lacónico: «Imposible concebir un material militar en peores condiciones, pero los soldados son de lo mejor[4]». En el curso de las semanas siguientes, no faltaron noruegos que representaran papeles heroicos en la defensa de su nación. Ésta contaba con un número reducido de ciudades de cierta entidad: buena parte de su población se encontraba dispersa en comunidades asentadas a orillas de hondos fiordos y conectadas por carreteras angostas que pasaban por desfiladeros abiertos entre cordilleras. Los comandantes alemanes, británicos y franceses, sorprendidos en igual grado de verse luchando en Noruega, se vieron obligados a recoger información de los futuros campos de batalla en guías de viaje de la célebre editorial Baedeker adquiridas en las librerías de Berlín, Londres y París.
Las fuerzas de desembarco que habían improvisado el Reino Unido y Francia para enviar a Noruega las semanas que siguieron a la invasión alemana no podían haber sido más ridículas. Dado que casi todas las unidades eficaces del ejército británico se encontraban destinadas en Francia, sólo había disponibles para cruzar el mar del Norte doce batallones a medio adiestrar de los cuerpos de reserva, y por si fuera poco, se enviaron a trompicones para encomendarles objetivos que cambiaban casi cada hora. Carecían de mapas, medios de transporte y equipos de radio con los que comunicarse no ya con Londres, sino entre sí. Desembarcaron sin apenas armamento pesado ni baterías antiaéreas, con un batiburrillo tremendo de pertrechos y municiones resultante del desorden en que habían estado sumidos en los buques de transporte. Los soldados se sentían desorientados por completo. George Parsons describió en estos términos el instante en que puso el pie en Mojoen junto con su compañía: «Sólo hay que imaginar cómo nos sentimos al ver ante nosotros una montaña gigantesca de seiscientos metros de altura coronada de hielo. Eramos niños del sur de Londres, y nunca habíamos visto una montaña antes. De hecho, la mayoría ni siquiera había navegado en su vida[5]».
En tierra, los alemanes desplegaron más vigor y mejores tácticas que los Aliados aun en las ubicaciones en que se hallaban en clara desventaja numérica. El coronel noruego David Thue informó a su gobierno de la existencia de una unidad británica compuesta por «muchachos jovencísimos que parecen sacados de los barrios bajos londinenses. Todos muestran un gran interés por las mujeres de Romsdal, y por sus comercios y hogares, que no han dudado en saquear… Corren como liebres en cuanto oyen a lo lejos el motor de un avión[6]». «Algunos soldados británicos ebrios —participó el Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido durante la fase final de la campaña—… se pelearon en cierta ocasión con un grupo de pescadores noruegos con los que terminaron a tiros… Algunos de los oficiales del ejército británico… se condujeron “con una arrogancia más propia de prusianos”, y los oficiales navales… daban muestras de tal recelo que trataban a todos los noruegos como si fuesen quintacolumnistas, y se negaban a creer ninguna información procedente de ellos, por vital que pudiese resultar.»[7]
No es fácil exagerar el caos que caracterizó al proceso de toma de decisiones de los Aliados, ni tampoco el cinismo con que trataron a los desventurados noruegos. El gobierno británico no se privó de formular promesas extravagantes aun a sabiendas de que carecía de los medios necesarios para cumplirlas. El gabinete de guerra había centrado su atención en Narvik y en la posibilidad de hacerse con una franja de terreno en el norte para cortar a los alemanes la ruta del hierro procedente de Suecia. En el fiordo de esta población se produjeron combates navales de gran violencia en los que uno y otro contendientes perdieron no pocos destructores. Los británicos pusieron una modesta fuerza de desembarco en una isla cercana a la costa, y el general al mando se negó en redondo a seguir las recomendaciones del almirante John Boyle, conde de Cork y de Orrery, que no dudó en instarle a avanzar en dirección al puerto. Este comandante naval colérico, de escasísima altura y aficionado a llevar monóculo trató de aguijar a los soldados desembarcando en persona, aunque se vio obligado a abandonar tanto su misión de reconocimiento como sus planes de asalto cuando se vio metido hasta la cintura en la nieve acumulada.
En Londres, los debates relativos a la estrategia acabaron por degenerar en peleas de gallos. Churchill era el que más gritaba, aunque sus extravagantes proyectos quedaban siempre frustrados por la falta de medios necesarios para hacerlos realidad. Los ministros discutían entre sí, con los franceses y con los mandos del ejército. Entre estos últimos no existía ningún género de coordinación. En una quincena se trazaron y descartaron seis planes operativos seguidos. Los británicos acabaron por convencerse, a regañadientes, de que, por inútil que pudiera ser en lo militar, resultaba indispensable en lo político hacer ver que se estaba haciendo cuanto era posible por defender la región central de la nación. En consecuencia, se pusieron en marcha sendos desembarcos caóticos en Namsos y en Åndalsnes, y los alemanes respondieron con incesantes bombardeos que destruyeron los depósitos de provisiones no bien se habían creado y redujeron a ceniza las viviendas de madera de aquellas poblaciones. En la primera de éstas, los soldados franceses depredaron las provisiones británicas, y se multiplicaron los accidentes de tráfico ocasionados por la divergencia existente en las costumbres nacionales relativas al lado que gozaba de prioridad en los cruces. El 17 de abril, en Londres, el general de división Frederick Hotblack acababa de recibir el cometido de acaudillar el asalto a Trondheim cuando cayó al suelo inconsciente a causa de una apoplejía.
La CXLVIII.a brigada británica, cuyo comandante, haciendo caso omiso de las órdenes que le habían dado las autoridades londinenses, llevó a sus soldados a ofrecer apoyo directo al ejército noruego, fue atacada sin piedad por los alemanes. Los trescientos supervivientes de la unidad se retiraron en autobús. Un oficial de estado mayor enviado por Noruega al Ministerio de Guerra británico a fin de recibir instrucciones dijo a su regreso al general de división Adrian Carton de Wiart, al mando de otra sección: «Puede hacer usted lo que le parezca, porque ni ellos saben lo que quieren que hagamos». Las tropas británicas se desenvolvieron con honor en la batalla que empeñaron en Kvam entre el 24 y el 25 de abril antes de verse obligados a replegarse.
Después de aquello, los ministros y los jefes militares de Londres se mostraron favorables a la evacuación de Namsos y Åndalsnes. Neville Chamberlain, centrado como siempre en su propia persona, temía que recayese sobre él la culpa del fracaso. Los medios de comunicación, alentados por el gobierno, habían hecho que el pueblo británico albergase grandes esperanzas respecto de la campaña. Si la BBC, por ejemplo, había llegado a emitir el disparate de que los Aliados iban a «tender un cerco de acero en torno a Oslo», en aquel momento el primer ministro se preguntaba ante sus colaboradores si no sería prudente comunicar a la Cámara de los Comunes que el Reino Unido no había tenido en ningún momento la intención de emprender operaciones a largo plazo en el centro de Noruega. Los franceses, que llegaron a Londres el 27 de abril para reunirse con el resto de la junta de guerra suprema aliada, quedaron anonadados ante la propuesta de abandonar todo empeño bélico en la región, y se opusieron a ella con todas sus fuerzas. Reynaud regresó a París presumiendo de haber hecho salir de su inactividad a Chamberlain y a los suyos. «Les hemos enseñado lo que tienen que hacer y les hemos infundido la voluntad de hacerlo», aseguró de un modo no poco fantasioso, siendo así que dos horas más tarde se dio la orden de evacuar a los soldados británicos. Pamela Street, hija de un granjero de Wiltshire, escribió con tristeza en su diario: «La guerra sigue adelante como un peso enorme que se hace más difícil de llevar conforme pasan los días[8]».
La campaña noruega engendró desconfianza y aun animosidad entre los gobiernos del Reino Unido y Francia, heridas que ni siquiera tras la caída de Chamberlain acabaron de cerrarse. Reynaud se lamentó el día 27 de la inercia de los ministros británicos, «ancianos que no saben lo que es asumir riesgos». Daladier hizo saber al gabinete galo el 4 de mayo: «Deberíamos preguntar a los británicos qué es lo que quieren hacer, porque nos han empujado a esta guerra y ahora escurren el bulto cada vez que hay que tomar medidas que pueden afectarlos de forma directa». Por vergonzoso que pueda resultar, lo cierto es que los jefes militares británicos destinados en Noruega recibieron órdenes de no decir a los invadidos que abandonaban el país. El general Bernard Paget se negó a acatarlas e hizo con ello que Otto Ruge, comandante en jefe de las fuerzas noruegas, exclamase alterado:
—Conque Noruega va a tener que compartir la suerte de Checoslovaquia y Polonia. Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¡Si sus ejércitos no han sufrido derrota!
Tras este breve arrebato, sin embargo, volvió a recuperar su compostura y su calma habituales. Aunque hay historiadores que han criticado la defensa que hizo del centro de Noruega, lo cierto es que resulta difícil imaginar cómo podía haber alterado el desenlace con el reducido número de fuerzas de que disponía. Cuando el rey Haakon y su gobierno optaron por aceptar el exilio en el Reino Unido, el comandante en jefe se negó a abandonar a sus hombres e insistió en compartir cautiverio con ellos.
En Namsos, el general de división Carton de Wiart obedeció la orden de evacuar sin informar al comandante noruego que combatía a su lado, y que, por ende, se encontró de pronto con un flanco al descubierto. Después de llevar a cabo una difícil retirada en dirección al puerto, el oficial de Ruge no encontró allí otra cosa que un puñado de provisiones británicas, algunos vehículos destrozados y una nota desenfadada de despedida firmada por Carton de Wiart. El general Claude Auchinleck, que había asumido el mando aliado en Narvik, escribió más tarde al despacho londinense del jefe del estado mayor general imperial: «Lo peor de todo es tener que mentir a todos, sin excepción, para mantener el secreto. La situación resulta en particular difícil en relación con los noruegos, y uno no puede evitar sentirse el ser más despreciable del mundo por fingir que vamos a seguir luchando cuando estamos preparándolo todo para salir de aquí enseguida[9]». Mucho más al norte, británicos y franceses concentraron unos veintiséis mil soldados con la intención de hacer frente a los cuatro mil alemanes que se habían apoderado de Narvik, y resulta sorprendente que aun después de iniciarse la campaña francesa sostuvieran los Aliados sus operaciones hasta finales del mes de mayo. El 27 ocuparon el puerto tras no pocos días de combatir una resistencia alemana tan terca como diestra.
La confusión de adhesiones y nacionalidades que caracterizaría de un modo tan notable aquel conflicto quedó puesto de relieve por la presencia, entre los atacantes de Narvik, de algunos republicanos españoles alistados en la legión extranjera de Francia después de verse expulsados de su país. «Los oficiales que albergaban cierto recelo ante la idea de dejar que… sentasen plaza en la legión, por considerarlos a todos comunistas, quedaron satisfechos al conocer el valor que desplegaban en la lucha —escribió el capitán Pierre Lapie—. [A uno de] los jóvenes españoles que atacaron el emplazamiento de una ametralladora alemana más allá de Elvegård… lo abatieron los fuegos de ésta cuando estaba sólo a un centenar de metros de ella, y otro dio un salto adelante y le aplastó la cabeza al artillero de un culatazo.»[10] El diario de combate del regimiento describía en estos términos la ascensión de los legionarios por la empinada ladera que precedía a la ciudad de Narvik, en la que hubieron de plantar cara a una feroz contraofensiva: «El capitán De Guittaut perdió la vida y el teniente Garoux sufrió heridas graves. La compañía, acaudillada por el teniente Vadot, logró detener el contraataque, y los alemanes retrocedieron dejando atrás a sus muertos y heridos… El sargento Szabo ha sido el primero en poner un pie en la ciudad».
De nada sirvió: apenas habían ocupado la ciudad y enterrado a los caídos cuando volvieron a embarcar los Aliados tras reconocer que sus posiciones resultaban insostenibles desde un punto de vista estratégico. Los noruegos quedaron, pues, solos ante la contemplación de cientos de hogares destrozados y paisanos muertos. Su soberano y su gobierno zarparon hacia el Reino Unido el 7 de junio a bordo de un crucero de la Royal Navy, y entre los invadidos hubo algunos que emprendieron verdaderas odiseas a fin de huir de la ocupación alemana y unirse a la lucha de los Aliados, ayudados en ocasiones por la embajadora soviética en Estocolmo, la eminente intelectual Alexandra Kollontái, quien los llevó a dar la vuelta al mundo en dirección este para llegar, a la postre, al Reino Unido.
La evacuación del centro de Noruega, sometido a intensos ataques de la aviación, conmovió y consternó a la opinión pública británica. El estudiante Christopher Tomlin escribió el 3 de mayo: «Nuestra retirada me ha dejado pasmado, muy desilusionado y preocupado… El señor Chamberlain… me hizo creer que íbamos a expulsar a los alemanes de Escandinavia, y ahora me siento desinflado, deprimido y convencido de que van a seguir llegando malas noticias… ¿Es que no tenemos más hombres como Churchill? No me creo que sea imposible encontrarlos[11]». A decir verdad, el primer lord del mar era responsable en no poca medida de la precipitación y la confusión que habían imperado en la intervención aliada en Noruega. Las fuerzas armadas británicas carecían de los recursos necesarios para hacer un buen papel, y sus desmañados gestos, por lo tanto, fueron más una burla ante la tragedia del pueblo invadido. Sin embargo, los alardes retóricos y la belicosidad de Churchill, en contraste con la insustancialidad del primer ministro, hizo cundir entre el público británico un entusiasmo ante la idea de cambiar de gobierno que se hizo extensivo a la Cámara de los Comunes. Chamberlain dimitió el 9 de mayo, y al día siguiente, el rey Jorge VI invitó a Churchill a formar un nuevo gabinete.
Los alemanes fueron quienes más bajas sufrieron en la campaña noruega: 5296, frente a las 4500 de los británicos, que se produjeron en su mayoría el 8 de junio tras el hundimiento del buque de transporte Glorious y las embarcaciones que lo escoltaban a manos del crucero de combate Schamhorst. Los franceses y el contingente de exiliados polacos sufrieron 530 muertes, y los noruegos, unas mil ochocientas. La Luftwaffe perdió 242 aeroplanos, y la RAF, 112. Asimismo, se fueron a pique tres cruceros, siete destructores, un portaaviones y cuatro submarinos británicos frente a tres cruceros, diez destructores y seis submarinos alemanes. Además, quedaron muy maltrechos cuatro cruceros y seis destructores germanos.
La conquista de Noruega brindó a Hitler una serie de bases navales y aéreas que revestirían una gran importancia durante la invasión de la Unión Soviética, y de los que el dirigente nazi sabría sacar provecho para impedir el envío de provisiones a Múrmansk por parte de los Aliados. Por si fuera poco, no necesitó importunar a los suecos, que siguieron siendo neutrales, y su predominancia estratégica garantizó la continuación de la remesa de hierro a Alemania desde Suecia sin que ésta se atreviera a ofrecer servicio alguno a los Aliados. Aun así, el precio que hubo de pagar el Führer no fue baladí: su obsesión por conservar su dominio frente a un posible asalto británico lo llevó a destinar allí a trescientos cincuenta mil hombres hasta el final de la guerra, lo que supuso una sangría considerable a los recursos humanos de que disponía. Por otra parte, las pérdidas navales que hubo de arrostrar durante aquella campaña serían uno de los factores que hicieron poco realista la invasión ulterior del Reino Unido.
Dado que la responsabilidad de dirigir las operaciones aliadas en Noruega recayó en especial sobre los británicos, a ellos corresponde la culpa del fracaso. Aunque éste se debió en gran medida a la falta de recursos disponibles, la actuación de la oficialidad de la Royal Navy dejó mucho que desear: a la escandalosa incompetencia del capitán del Glorious se debió sobre todo la pérdida de aquel buque de transporte de tropas, y la insuficiencia de las defensas antiaéreas de las embarcaciones británicas quedó de manifiesto de un modo lamentable. Los ataques a destructores alemanes emprendidos los días 10 y 13 de abril en Narvik y la posterior evacuación de las fuerzas de tierra anglofrancesas fueron las únicas operaciones navales dignas de encomio. La conducta del Reino Unido respecto de Noruega se caracterizó por la mala fe o, lo que viene a ser casi idéntico, por una falta total de sinceridad. Dice mucho a favor de los noruegos el que supieran perdonar con tanta rapidez y diesen sobradas muestras de lealtad a los Aliados tanto en el exilio como en su nación ocupada. Aunque, después de que la Royal Navy dejase escapar la ocasión del 9 de abril, no había acción alguna al alcance de los británicos que hubiese podido impedir la conquista alemana, la vileza moral y la ineptitud militar de que se dio buena muestra en aquella campaña dijeron mucho en contra de los políticos y comandantes del Reino Unido. Si la escala de las operaciones fue pequeña en comparación con las que estaban por llegar, lo cierto es que la falta de voluntad y liderazgo, y la insuficiencia en lo tocante a equipo y tácticas que se dieron en ella aún tendrían que repetirse en campos de batalla mucho más amplios.
La intervención en Noruega tuvo por consecuencia más importante la caída de Chamberlain. De no haber sido por ella, es en extremo probable que se hubiera mantenido en el cargo de primer ministro durante toda la campaña francesa que la siguió. Una cosa así podía haber tenido efectos catastróficos para el Reino Unido y para el mundo, ya que no es improbable que su gobierno hubiese querido negociar la paz con Hitler. Con todo, sólo la posteridad puede brindar cierto consuelo ante el cataclismo noruego, consuelo que a la sazón se negó a todos los participantes a excepción de los ejércitos victoriosos de los alemanes.
II. La caída de Francia
La noche del 9 de mayo de 1940, los soldados franceses del frente occidental oyeron «un gran murmullo» en las líneas alemanas e hicieron correr hacia la retaguardia la voz de que el enemigo había comenzado a moverse. Los mandos, sin embargo, optaron por creer que se trataba de una alarma infundada de tantas. Aunque el asalto alemán a los Países Bajos, Bélgica y Francia comenzó a las 4.35 del día 10, hubieron de dar las 6.30, transcurridas ya cuatro horas del primer aviso procedente de los puestos avanzados, para que sacasen de la cama al general Maurice Gamelin, comandante en jefe de las fuerzas aliadas. Siguiendo las peticiones de ayuda que se habían esperado durante tanto tiempo y que en aquel momento llegaban procedentes de los gobiernos neutrales de Bruselas y La Haya, víctimas por encontrarse al paso del avance alemán, Gamelin envió a sus ejércitos al río Dyle (Bélgica) a fin de poner por obra su antiguo plan de contingencia. Entonces se pusieron en marcha con rumbo noreste las nueve divisiones del cuerpo expedicionario británico y lo más granado de las fuerzas francesas: las veintinueve de los ejércitos I.o, VII.o y IX.o La Luftwaffe no efectuó intento serio alguno de interferir, pues los Aliados estaban haciendo precisamente lo que había esperado Hitler: eliminar la amenaza que se cernía sobre el flanco del grueso de los ejércitos alemanes, que avanzaba con brío más al sur.
Los atacantes desbarataron las defensas de los Países Bajos y Bélgica. En las horas iniciales del 10 de mayo, el cuerpo de paracaidistas lanzado por los aviones de la Luftwaffe se hizo con el fuerte de Eben-Emael, lugar de vital importancia que protegía el canal Alberto y que había sido construido por una empresa alemana que tuvo la amabilidad de entregar los planos a los estrategas de Hitler, y con dos de los puentes que cruzaban el río Mosa a la altura de Mastrique (Maastricht). Cuando Churchill juró el cargo de primer ministro del Reino Unido, las tropas avanzadas alemanas habían chocado ya con el ejército neerlandés. Entre tanto, más al suroeste, había 134 000 hombres y 1600 vehículos, de los cuales 1222 eran blindados, atravesando el bosque de las Ardenas a fin de asestar el golpe definitivo de aquella campaña, dirigido contra el sector central —el más débil— de las líneas francesas. Más tarde, los alemanes afirmarían, en tono jocoso, que habían creado «el mayor atasco de la historia» en las arboledas de Luxemburgo y la región meridional de Bélgica, al hacer pasar millares de carros de combate, camiones y cañones por carreteras que los Aliados habían supuesto demasiado angostas para ser transitadas por un ejército. Las columnas que avanzaban por ellas habrían sido vulnerables a ataques aéreos si los franceses hubiesen reparado en su presencia y su importancia; pero lo cierto es que no ocurrió nada semejante: Gamelin y sus generales dirigieron las operaciones, del principio al fin de la campaña, sumidos en un mar de incertidumbre que los llevó aun a desconocer hasta dónde habían llegado los alemanes en la mayor parte de los casos o adonde podían estar dirigiéndose.
Las acciones del reducido contingente británico y su escape de Dunkerque han recibido una atención desproporcionada por parte de la historia. Los alemanes tenían por objetivo principal la derrota del ejército francés, que constituía, con diferencia, el obstáculo más formidable de cuantos tenía delante la Wehrmacht. Las fuerzas del Reino Unido representaron un papel secundario, y en particular los primeros días, apenas se atrajo la atención de un número modesto de unidades alemanas de aire y tierra. No es cierto que la defensa de Francia dependiera sobre todo de las fortificaciones fronterizas de la Línea Maginot, destinadas, junto con los cañones en ellas instalados, a exonerar a los hombres de operaciones activas más al norte. Escarmentados por el recuerdo de la devastación y las carnicerías ocurridas entre 1914 y 1918 en su propia nación, los franceses hicieron cuanto estuvo en sus manos por hacer la guerra fuera del suelo patrio. Y así, Gamelin planeó una batalla decisiva en Bélgica haciendo caso omiso del hecho de que los ejércitos atacantes tenían otras intenciones. El error más grave de cuantos había cometido el comandante en jefe de las fuerzas galas en los albores de la primavera de 1940 había sido el de trasladar el VII.o ejército a la izquierda de la línea de los Aliados en previsión de la incursión belga.
La vanguardia francesa cruzó la frontera de los Países Bajos y topó con que el ejército de éstos ya se había replegado demasiado en dirección noreste para crear un frente común, en tanto que el belga se retiraba sumido en el desconcierto. Las unidades de Gamelin lucharon con gran firmeza en las batallas, por demás significativas, que se sucedieron en Bélgica. Pese a carecer del número necesario de cañones antiaéreos y anticarro, poseían vehículos blindados de gran calidad, entre los que destacaba el Somua S-35. Durante la contienda larga y trabajosa librada en Hannut entre los días 12 y 14 de mayo, dejaron fuera de combate 165 carros alemanes frente a 105 de los propios, y el frente francés del Dyle permaneció sin menoscabo. Sin embargo, no hubo de pasar mucho tiempo antes de que quienes lo defendían se vieran obligados a replegarse, al encontrar doblegado su flanco derecho: los alemanes, que se habían hecho con el campo de batalla de Hannut, lograron recobrar y reparar la mayor parte de sus vehículos dañados.
Durante el primer par de días de la campaña, el alto mando francés fue incapaz de comprender el peligro que suponía: un testigo calificó de realmente desenfadada la conducta de Gamelin, que se pasó el tiempo «recorriendo de arriba abajo el pasillo de su fortificación a grandes zancadas y con porte marcial y satisfecho[12]». Otro observador aseguró haberlo visto «con aspecto inmejorable y una sonrisa de oreja a oreja». A este caudillo de sesenta y siete años de edad se le había considerado por lo común, en calidad de jefe de estado mayor de Joffre, responsable de la victoria obtenida por Francia en la batalla del Marne. Personaje refinado sabedor de su valía, gran aficionado a tratar de filosofía y arte y de marcada conciencia política, gozaba de una popularidad mucho mayor que la de su sucesor, el irascible Maxime Weygand. La debilidad que lo llevaba a la inacción fue su tendencia a buscar el término medio y a evitar la toma de decisiones espinosas. Él y sus subordinados, que habían dado por sentada une guerre de longue durée, un enfrentamiento prolongado en la frontera francesa, quedaron desconcertados por los acontecimientos de mayo de 1940, que se sucedieron a mayor velocidad de lo que jamás hubiesen podido imaginar.
Los alemanes habían destinado 17 divisiones al sur, a arremeter contra la Línea Maginot; 29 a tomar los Países Bajos y el norte de Bélgica, y 45, incluidas siete blindadas, a atacar el centro del frente y dirigirse a continuación al noroeste, hacia la costa del canal de la Mancha, después de cruzar el Mosa para envolver así a las fuerzas francesas y británicas apostadas en Bélgica. Sólo la mitad de las tropas de asalto alemanas se hallaba adiestrada de manera cabal, y la mayor parte estaba conformada por combatientes de más de cuarenta años procedentes de la reserva. El peso de la misión de derrotar al ejército francés descansaba sobre todo en los ciento cuarenta mil hombres de las divisiones blindadas y mecanizadas encargadas de efectuar el avance decisivo a través del Mosa. Los primeros llegaron al río a las dos en punto de la tarde del 12 de mayo, sin apenas cruzarse con un solo soldado francés después de salir de las Ardenas; lo que significa que, más que un ataque, habían llevado a término una marcha. La linea del Mosa estaba defendida por soldados de la reserva del II.o ejército de Charles Huntziger, que la mañana del día siguiente fueron víctimas de un bombardeo devastador protagonizado por más de un millar de aviones de la Luftwaffe que atacaron por tandas. La incursión, la primera de su género que emprendieron durante la guerra, pese a provocar escasos daños materiales, tuvo un impacto brutal en la moral de los soldados. «Por si fuese poco el ruido de los motores —escribió uno de ellos—, viene acompañado de esos chillidos pavorosos que le destrozan a uno los nervios… Y de pronto, empiezan a llover bombas… ¡Y eso se repite una vez y otra! Por aquí no ha aparecido un solo avión francés o británico. ¿Dónde puñetas estarán? El compañero que tengo al lado, un tío joven, se ha echado a llorar.»[13]
Cierto oficial del estado mayor escribió desde Sedán: «Los artilleros dejaron de disparar para echarse a tierra, y los de la infantería se agazaparon en las trincheras, aturdidos por el estrépito de las bombas al caer y el chillido de los bombarderos en picado. Aún no han desarrollado la reacción instintiva de correr a los cañones antiaéreos para contestar con sus fuegos: sólo piensan en mantener la cabeza bien agachada. Cinco horas de pesadilla han bastado para hacerles añicos los nervios[14]». Los soldados, como la generalidad de los seres humanos, cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentren, responden mal a lo inesperado. Durante el largo invierno de 1939 y 1940 no se había hecho nada por enseñar al ejército francés a soportar experiencias tan terribles como aquéllas.
Los ataques aéreos destruyeron la mayor parte del sistema telefónico de la oficialidad. El mismo día 13, antes de aquello, se había producido una escena de «pánico ante los carros de combate» cinco kilómetros más al sur de Sedán. El general al mando de aquel sector salió de su cuartel general a fin de averiguar a qué se debía el griterío que había estallado en el exterior y topó con una escena caótica: «Por la carretera se había precipitado una oleada de artilleros y soldados de infantería que huían muertos de miedo en automóviles y a pie, algunos sin armas y con los macutos a rastras, anunciando a voces: “¡Que están los tanques en Bulson!”. Algunos disparaban sus fusiles como lunáticos. A la cabeza corrían el general Lafontaine y sus oficiales, tratando de hacer que entraran en razón y se agruparan. Habían mandado atravesar camiones en la carretera… Los oficiales estaban mezclados con sus hombres… Reinaba la histeria colectiva[15]». Unos veinte mil hombres levantaron el campamento dominados por el terror… seis horas antes de que cruzasen el Mosa las fuerzas alemanas. Lo más probable es que confundiesen sus propios carros de combate con vehículos del enemigo.
Las primeras unidades germanas que cruzaron el río sufrieron numerosas bajas a manos de las ametralladoras francesas, y sin embargo semejantes pérdidas no minaron la resolución de los soldados, que fueron alcanzando la margen occidental a bordo de lanchas neumáticas y atravesaron las ciénagas que se extendían en ella para atacar las posiciones de los de Francia. Un sargento llamado Walther Rubarth dirigió el ataque de un grupo de once ingenieros de asalto a una serie de búnkeres con cargas concentradas y granadas. Aunque murieron seis de ellos, el resto logró abrir brecha. Los de la infantería blindada, o Panzergrenadier, usaron una vieja presa que unía una isla con las dos orillas del Mosa para tomar posiciones en la occidental, y a las 17.30, los zapadores habían empezado a construir puentes y se había comenzado a transportar equipo de combate al otro lado a bordo de balsas. Algunos soldados franceses habían emprendido la retirada, o por mejor decir, la huida. A las 23.00, completados los primeros pontones, comenzaron a pasar carros de combate: los logros del cuerpo de ingenieros fueron tan impresionantes como los de las tropas de asalto.
La respuesta de las fuerzas francesas fue lentísima y confiada hasta rayar en lo absurdo. Cuando alguien dio a entender al general Huntziger que la agresión alemana se estaba desarrollando como la invasión de Polonia, éste se limitó a encogerse de hombros con gesto teatral y responder: «Polonia es Polonia, y esto es Francia». Asimismo, al saber del paso del Mosa repuso: «Más prisioneros haremos». Aquel mismo día, el cuartel general de Gamelin había declarado: «Aún no es posible determinar en qué sector piensa acometer el enemigo su ataque principal». Sin embargo, aquella noche, el general Joseph Georges, al mando del frente noreste, telefoneó al comandante en jefe para informar de que se había producido en Sedán «un follón tremendo». A las 3.00 del día 14, cierto oficial galo describió así la escena vivida en el cuartel general de Georges: «La sala se hallaba a media luz, y el comandante Navereau repetía en voz baja la información que iba recibiendo. El general Roton, jefe de estado mayor, se encontraba arrellanado en una butaca. La atmósfera imperante era la propia de una familia en la que se ha dado una muerte. Georges se levantó de pronto… blanco como la pared. “¡Han roto el frente en el sector de Sedán! ¡Lo han desbaratado!”, gritó, y dejándose caer en una silla, rompió a llorar[16]». Otro oficial presentó al general Georges Blanchard, comandante del I.er ejército, «sentado y atenazado por una inmovilidad trágica, incapaz de decir ni hacer nada y con la mirada clavada en el mapa desplegado sobre la mesa que nos separaba[17]».
Aquella misma mañana se produciría el momento decisivo de la campaña. Lo cierto es que el paso del Mosa no tenía por qué haber sido tan calamitoso de haberse contrarrestado con un contraataque rápido; pero las fuerzas francesas se congregaron con gran apatía para avanzar vacilantes y de forma poco sistemática; además, los ataques acometidos por 152 bombarderos y 250 cazas de la RAF no fueron respondidos por las fuerzas aéreas galas, por lo que no infligieron daño alguno a los puentes alemanes y se saldaron con un número elevadísimo de bajas: de los 71 bombarderos británicos volvieron sólo cuarenta. El Battle del capitán Bill Simpson se incendió al estrellarse, y su dotación tuvo que sacarlo a la rastra y medio desnudo de los restos en llamas[18]. Sentado en la hierba de los alrededores y presa de la conmoción, se miraba las manos «con aterrada incredulidad… Me colgaban jirones de piel como carámbanos, y los dedos encogidos y puntiagudos como las garras de una enorme ave salvaje, de una delgadez cadavérica. ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿De qué iban a poder servirme aquellas garras paralizadas de por vida?».
Caída la tarde del 14, habían sido derrotadas tres formaciones francesas, cuyos integrantes habían huido del campo de batalla. Una de ellas era la LXXI.a división, de la cual ha entrado a formar parte de la leyenda un episodio infausto: el del coronel que trataba de detener la escapada de sus hombres y se vio apartado de un empujón por quienes gritaban: «¡Nos vamos a casa a trabajar! ¡Aquí no hay nada que hacer! ¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos! ¡Nos han traicionado!»[19]. Con todo, no faltan historiadores modernos que pongan en duda la verdad de esta escena. Pierre Lesort, oficial de la misma unidad, conservaba un recuerdo distinto, más heroico, de aquel día: «Vi con toda claridad, a unos ochocientos o mil metros a mi izquierda, una batería de artillería… que no dejó de disparar a los Stuka que descendían en picado para atacarla sin descanso. Todavía tengo presentes las nubecillas redondas de humo que formaban sus cañones en el cielo, alrededor de aquellos aviones que, tras dispersarse, regresaban una y otra vez». Con todo, quien tal cosa afirmaba no podía menos de reconocer que la moral iba erosionándose de manera progresiva: «Hay que decir que el dominio de los cielos que manifestaron los alemanes aquellos dos días sembró el descontento y la impaciencia entre los soldados. Al principio fue sólo un rezongo: “¡Por Dios bendito! Pero ¡si sólo hay aviones alemanes! ¿Qué puñetas están haciendo los nuestros?”; pero los días siguientes… pudo verse crecer algo semejante a un resentimiento impotente[20]».
En los días sucesivos, los vehículos blindados franceses lanzaron una serie de ataques poco metódicos a la cabeza de puente del Mosa desde el sur. Gamelin y sus oficiales incurrieron en un nuevo error, desastroso y tal vez irremediable, al no ser capaces de entender que las tropas de asalto de Von Rundstedt no tenían la intención de proseguir su avance hacia el oeste para alcanzar el corazón de Francia, sino que se dirigían al norte, hacia el mar, al objeto de envolver a los ejércitos británicos y franceses apostados en Bélgica. El «torrente desbordado» alemán había formado ya un frente de cien kilómetros de ancho, en tanto que el IX.o ejército, al cargo de la defensa de aquel sector, casi había dejado de existir. Las columnas de Panzer en progresión eran muy conscientes del peligro que comportaba la posibilidad de un contraataque aliado a sus flancos, aunque el alto mando francés parecía carecer de la voluntad o la pericia necesarias para emprender semejante acción, así como de los medios que hacían falta para llevarla a término. Es un error dar por supuesto que su ejército no ofreció resistencia de relieve a la ofensiva alemana de 1940 cuando hubo unidades que acometieron ataques enérgicos y victoriosos en determinadas zonas, y que pagaron con numerosas bajas. Sin embargo, es cierto que en ninguna de ellas actuaron con la contundencia suficiente para detener los rápidos embates de las formaciones blindadas de Von Rundstedt.
Pierre Lesort describió «una impresión inmediata de caos total y vergonzosa desesperación; pertenencias transportadas en bicicletas, y cascos y cañones que brillaban por su ausencia. Presentábamos el aspecto propio de vagabundos aturdidos… En el arcén había de pie un hombre solo e inmóvil, tocado de negro y con sotana corta. Se trataba de un capellán castrense… y pude ver que lloraba[21]». El soldado Gustave Folcher escribió lo siguiente acerca del encuentro con compañeros procedentes de las unidades desbaratadas del norte: «Nos contaban cosas terribles a las que apenas lográbamos dar crédito… Algunos venían nada menos que del canal Alberto… Pedían algo que comer y beber. ¡Pobres gentes! Caminaban en hileras interminables, ofreciendo una imagen lastimosa. Si esos entusiastas que van a contemplar los magníficos desfiles militares de París o de cualquier otra ciudad pudiesen ver ese otro ejército que conocimos aquella mañana, el verdadero… tal vez entenderían lo que sufre el combatiente[22]».
La opinión pública francesa se vio invadida, en un primer momento, por una poderosa sensación de irrealidad cuando comenzó a desmoronarse el mundo que conocía. La escritora judía de origen ruso Irène Némirovsky dio cuenta en Suite francesa, novela autobiográfica de 1940, de la incredulidad que despertó en París la noticia de los impresionantes avances de los alemanes. «Pese al carácter terrible de la información que recibíamos, nadie quiso creerla más que si se hubiera anunciado la victoria.»[23] Sin embargo, a medida que empezó a comprenderse la verdad, la nación se vio invadida por el pánico. Uno de los aspectos más nocivos de aquellos días fue el éxodo masivo de paisanos, que tuvo un impacto igual de desastroso sobre las comunicaciones militares que sobre la moral de los soldados. Los habitantes de las regiones orientales de Francia, que habían sufrido ya la ocupación alemana de 1914, no estaban dispuestos a vivir una experiencia similar. Buena parte de la población de Reims huyó de sus hogares; en Lille permaneció sólo una décima parte de sus doscientos mil habitantes, y de los veintitrés mil de Chartres quedaron apenas ochocientos después de los intensos bombardeos de que fue víctima la ciudad episcopal. Muchos municipios quedaron convertidos en pueblos fantasma.
En toda la Francia oriental y central, las unidades militares hubieron de afanarse por desplegar sus fuerzas entre colosales columnas de seres humanos desesperados.
Las gentes están enloquecidas —escribió Gustave Folcher—, y ni siquiera responden cuando les preguntamos. Sólo llevan una palabra en la boca: evacuación, evacuación… Lo más penoso es ver a familias enteras caminar por la carretera, tirando de sus animales hasta que se ven obligadas a dejarlos en algún redil. Vemos carros tirados por dos, tres o cuatro yeguas hermosas, algunas de ellas seguidas por potrillos que corren el riesgo de ser aplastados cada pocos metros. Los conducen mujeres, a menudo deshechas en lágrimas, aunque lo más normal es que sea un chiquillo de ocho, diez o quizá doce años quien vaya al frente de los caballos. En el interior de los carros, en los que se han apilado a la carrera muebles, baúles, ropa blanca y los objetos más preciados, cuando no sólo lo más indispensable, se han hecho también un hueco los abuelos, que llevan en brazos a criaturas pequeñas o aun recién nacidas… Los niños nos inspeccionan uno a uno cuando los adelantamos. Llevan consigo el perrito, el gatito o la jaula de canarios de los que no quieren desprenderse[24].
En el mes que siguió al comienzo del asalto alemán abandonaron su terruño ocho millones de franceses, lo que convirtió la suya en la mayor emigración multitudinaria ocurrida en la historia de Europa. Las familias que permanecieron en París tuvieron que correr a los refugios antiaéreos cada vez que sonaban las alarmas. «Tenían que vestir a sus hijos a la luz de una linterna —escribió Irène Némirovsky, que vivió aquella experiencia—. Las madres llevaban en brazos el peso de sus cuerpos menudos y cálidos mientras les decían: “Tranquilo; no llores, que no pasa nada”. Una incursión aérea. Aunque se habían apagado todas las luces, bajo la claridad dorada del cielo de junio no había casa ni calle que no fuera visible. Por su parte, las aguas del Sena parecían absorber hasta la luz más leve para reflejarla cien veces más brillante, como un espejo de caras incontables. Las ventanas mal tapadas, el resplandor de las azoteas, los goznes metálicos de las puertas…; todo refulgía sobre la superficie del río. Había unas cuantas luces rojas que permanecían encendidas más tiempo que las demás sin que nadie supiese por qué, y el Sena las atraía hacia él, las capturaba y las hacía botar juguetonas en sus ondas.»[25]
La semana siguiente al paso del Mosa, los ejércitos invasores mantuvieron un avance punto menos que incesante, en tanto que los Aliados llevaban a término como a cámara lenta cualquier actividad que no fuese la de huir. Si bien los británicos no dudaron en responsabilizar a los franceses de aquella situación terrible, lo cierto es que entre los mandos de lord Gort no faltó quien adoptase una actitud más abierta por entender que su propio cuerpo expedicionario tenía bien poco de lo que enorgullecerse. «Después de unos días de lucha —escribió John Horsfall, oficial de una unidad de fusileros irlandeses—, había ya parte de nuestro ejército incapaz de tomar medidas coordinadas, fueran ofensivas o defensivas… No podemos achacar toda la culpa… a nuestros políticos, [pues hubo] errores que cometimos nosotros solos… La actitud de nuestras fuerzas tuvo parte de la culpa, y lo cierto es que cabe preguntarse en qué podía haber estado pensando la escuela de oficiales durante los años anteriores a la guerra.»[26]
La disparidad que se dio entre el rendimiento de los alemanes y el de los Aliados occidentales en el campo de batalla fue uno de los grandes enigmas no sólo de la campaña de 1940, sino de todo el conflicto. Si Thomas Mann describió en cierta ocasión el movimiento nazi como «misticismo mecanizado», Michael Howard ha escrito: «Habida cuenta de que estaban armados con todos los adelantos tecnológicos militares y la racionalidad burocrática de la Ilustración, e inflamados por los valores guerreros de un pasado en gran medida ficticio, no cabe sorprenderse de que los alemanes pusiesen a raya el planeta en aquellas dos guerras terribles[27]». Aun así, aunque apunten en la dirección correcta, estos comentarios parecen dar una respuesta incompleta a la pregunta de lo que ocasionó la destreza de la Wehrmacht. Cierto es que los oficiales de más graduación habían combatido en la Primera Guerra Mundial, pero no lo es menos que el ejército alemán había permanecido aletargado durante más de una década tras el conflicto, y que en el período de entreguerras no había tenido experiencia militar alguna, en tanto que los oficiales, jefes y generales británicos habían participado, cuando menos, en operaciones de escasa intensidad en la frontera noroeste de la India y en refriegas producidas en Irlanda o en las colonias.
La conclusión ineludible es que el papel de gendarme imperial que había adoptado el ejército británico había dificultado su adiestramiento y adaptación para hacer frente a una guerra a gran escala, siendo así que los conflictos menores fomentaban el empleo de unidades de poca envergadura, lo que convirtió al regimiento en el centro de las operaciones, y exigían esfuerzos, sacrificios y juicios tácticos limitados. Algunos oficiales, según la expresión empleada por Michael Howard, actuaban de un modo «por demás profesional en un ámbito reducidísimo». Sea como fuere, a lo largo del conflicto, los generales de Churchill hubieron de sufrir la falta de un sistema coherente de instrucción del alto mando como el que adquiriría el ejército británico treinta años más tarde. La Wehrmacht, creada de nuevo durante la década de 1930 a partir de un simple cuadro, adoptó ideas nuevas y se preparó y condicionó exclusivamente para la guerra continental. La energía, la profesionalidad y la imaginación que desplegaban sus mandos superaban a las que podían verificarse en el común de los oficiales británicos, y sus hombres estaban muy motivados. El proceder de que dieron muestra los alemanes en el campo de batalla estaba impregnado de una clara disciplina institucional en todos los niveles, y se mantuvo así durante toda la guerra. La disposición a contraatacar que manifestaban aun en circunstancias adversas fue un don inestimable, y la inclinación a combatir hasta el último aliento por destruir al enemigo parecía innata al soldado alemán, en contraste con sus enemigos británicos o franceses. Éstos, influidos por la cultura de la que procedían, se preciaban de conducirse en el campo de batalla como gentes razonables, y la Wehrmacht se encargó de demostrar lo que podía llegar a hacer la irracionalidad.
Durante el mes de mayo de 1940, John Horsfall lamentó la falta de mapas topográficos de calidad de que adolecía el cuerpo expedicionario británico, así como el error de no proteger la retirada con contraataques circunscritos capaces de infligir un daño considerable a las fuerzas avanzadas alemanas, la escasa efectividad con que se ubicaban las unidades de artillería o el modo inadecuado como se transmitían las instrucciones a cuantos estaban en primera línea de fuego: «Nuestros soldados sólo necesitan que se les diga de manera sencilla contra qué tienen que luchar». Él y sus camaradas tuvieron sobrada ocasión de asombrarse e indignarse cuando hubieron de regresar a pie desde Bélgica y atravesar parte del noreste francés y fueron testigos del desmoronamiento de buena parte de su ejército y de la mayoría de sus comandantes. «Fue una marcha deplorable —escribió— durante la cual [la sección de fusileros] se vio disgregada de forma progresiva por fracciones perdidas y en ocasiones desordenadas de otras unidades que se iban uniendo a nosotros procedentes de las carreteras secundarias… Todo esto daba mucho que pensar… Era inevitable echar de ver que alguien de los nuestros había perdido los papeles. La tropa lo notó enseguida, y los oficiales tuvieron que acallar los comentarios al respecto… o reírse de ellos… Estaba ocurriendo algo muy poco favorable, pero nuestros regimientos no tenían más culpa de ello que de la confusión reinante en Crimea… No entendía por qué no se había dirigido con propiedad una retirada tan importante.»[28]
Entre tanto, los comandantes franceses parecían vivir en un mundo de fantasía. Los oficiales del estado mayor de Gamelin se maravillaron al verlo almorzar en su cuartel general el 19 de mayo entre chistes y comentarios insustanciales pese a la desesperación de sus subordinados. A las 21.00 de aquella misma noche, hora aproximada en la que llegaron los primeros vehículos blindados alemanes a la desembocadura del Somme y alcanzaron, por lo tanto, el canal de la Mancha, fue sustituido, por orden de Reynaud, por el general Maxime Weygand, de setenta y tres años de edad. El nuevo comandante supremo entendió que la única esperanza que poseían los Aliados de romper el envolvimiento de Bélgica y el noroeste de Francia dependía del lanzamiento de diversos contraataques desde el sur y el norte contra los flancos alemanes en los aledaños de Arrás. Ironside, jefe del estado mayor general imperial, que se hallaba de visita en el continente, llegó a la misma conclusión. La reunión que mantuvo aquel día en Lens con los generales franceses Gaston Billotte y Georges Blanchard le produjo gran disgusto por causa de la inercia de que daban signos. Ambos se hallaban sumidos «en un estado de completa depresión. Ni tienen plan alguno, ni tienen pensado tenerlo. Listos para ir al matadero. Derrotados de cabeza sin bajas». Ironside les instó a emprender una ofensiva inmediata hacia el sur dirigida a Amiens, y Billotte prometió cooperar. A renglón seguido, el británico telefoneó a Weygand, y acordó con él que a la mañana siguiente, la del 21, atacarían dos divisiones francesas y otras tantas del Reino Unido.
Lord Gort no llegó a creer en ningún momento que los franceses fueran a ponerse en marcha, y no se equivocó: cuando las dos modestas unidades británicas avanzaron al día siguiente lo hicieron solas y sin apoyo alguno desde el aire. En un primer momento, los alemanes cayeron en la confusión cuando las columnas de Gort las agredieron al oeste de Arrás. Fue un enfrentamiento feroz en el que los británicos lograron avanzar unos dieciséis kilómetros y hacer cuatrocientos prisioneros antes de perder el ímpetu. Rommel, al mando de la VII.a división de Panzer, se encargó personalmente de la defensa y de sacar a sus unidades de la confusión en que se hallaban. Los carros de combate Matilda causaron bajas considerables entre los alemanes y abatieron, de hecho, al ayudante de campo de Rommel, que se encontraba en ese momento al lado de su superior. Sin embargo, con esto quemaron los británicos su último cartucho. La ofensiva se llevó a término con arrojo y eficacia, aunque le faltó el peso necesario para ser decisiva.
La mañana de aquel día 21, mientras las fuerzas del Reino Unido se dirigían a Arrás, Weygand partió de Vincennes con rumbo al frente septentrional con la esperanza de organizar un contraataque más ambicioso. Semejante trayecto no tardó en sumirse en el absurdo. En primer lugar, el comandante en jefe hubo de pasar dos horas en Le Bourget esperando un avión. Al llegar a Béthune, topó con que en el campo de aviación no había más personal que un soldado desaliñado que vigilaba las provisiones de combustible. Al final, éste lo llevó en coche a una oficina postal desde la que logró telefonear a Billotte, el comandante del grupo de ejércitos, que había pasado la mañana buscándolo por los alrededores de Calais. Después de detenerse a tomar una tortilla en un figón rural, se dirigió en avión al puerto para recorrer a continuación en automóvil una serie de carreteras atestadas de refugiados y reunirse con el rey Leopoldo en el ayuntamiento de Ypres. Trató de convencer al monarca para que apresurase la retirada de su ejército hacia el oeste, pero él se mostró reacio a abandonar el suelo belga. Billotte señaló que los británicos, que hasta entonces apenas habían entrado en combate, eran los únicos que se hallaban en condiciones de acometer. Weygand montó en cólera al entender, erróneamente, como un desaire el que lord Gort no asistiese a la reunión.
Cuando el comandante del cuerpo expedicionario llegó por fin a Ypres, accedió sin demasiada convicción a participar en una nueva contraofensiva, aunque dejó claro que tenía ocupadas todas sus reservas. Nunca llegó a creer que fuera a efectuarse de veras un avance combinado anglofrancés. Weygand habló más tarde de la propensión de los británicos a traicionar a sus aliados, lo que reflejaba el hondo convencimiento que, desde la Primera Guerra Mundial, albergaban los franceses de que los del Reino Unido luchaban siempre con un ojo puesto en la ruta de escape que los llevaría a los puertos del canal de la Mancha. Estos últimos, por su parte, no podían menos de desesperarse con el derrotismo de sus aliados. Hasta el momento, Weygand había estado en lo cierto al pensar que lord Gort los tenía por indolentes sin remedio y estaba resuelto a salvar el cuerpo expedicionario del hundimiento al que estaba condenada la campaña. Aquella noche aciaga del 21 de mayo, Billotte sufrió heridas mortales en un accidente de tráfico, y hubo que esperar dos días para que nombrasen a quien habría de sucederlo al mando del ejército septentrional. Mientras tanto, se hizo total la ruptura de las comunicaciones del mando aliado. Sir Edmund Ironside, jefe del estado mayor general imperial británico, escribió tras un encuentro mantenido el día anterior con el comandante del grupo de ejércitos francés: «Al final, perdí los nervios y lo agarré de la guerrera para zarandearlo. Se le ve totalmente derrotado[29]». Lord Gort expresó al rey Leopoldo lo difícil de la situación la noche del 21. Weygand salió de Dunkerque a las 19.00 a bordo de una lancha torpedera en medio de una incursión aérea, y a las 10.00 del día siguiente llegó a su cuartel general. Durante el tiempo que estuvo deambulando sin provecho por la región septentrional de Francia, los carros de combate, cañones y soldados alemanes no dejaron de avanzar en dirección norte y oeste a través de la descomunal brecha que se había abierto en las líneas aliadas.
Dejándose llevar por sus fantasías, el comandante supremo afirmó a Reynaud la mañana del 22 de mayo en tono punto menos que desenfadado: «Tantos errores me han dado confianza, porque ahora estoy convencido de que en el futuro vamos a cometer menos». Garantizó al primer ministro que el cuerpo expedicionario así como las fuerzas de Blanchard estaban en buena forma para combatir, y le expuso las líneas generales del contraataque que había planeado y concluyó de manera ambigua: «Si no nos trae la victoria, al menos salvará nuestro honor». Durante una reunión celebrada en París el día 22 con Churchill y Reynaud, Weygand se mostró rebosante de optimismo y aseguró que un ejército nuevo con casi veinte divisiones iba a llevar a cabo el contraataque francés desde el sur a fin de restaurar la unión con el cuerpo expedicionario. Sin embargo, ni el ejército ni el ataque eran más que producto de su imaginación.
La noche del día 23, lord Gort retiró sus fuerzas del entrante que sostenían en Arrás. Esto llevó a los franceses a concluir que sus aliados estaban repitiendo el mismo proceder egoísta y pusilánime de 1914. En realidad, la decisión de aquél se derivó, sin más, de reconocer cuál era la realidad; pero Reynaud omitió comunicar a Weygand que los británicos se estaban preparando para evacuar su cuerpo expedicionario. Lord Gort aseguró al almirante Jean-Marie Abrial, responsable del perímetro de Dunkerque, que pondría tres divisiones a cubrir el repliegue francés. Sin embargo, después de que él partiese al Reino Unido, su sucesor, Harold Alexander, no tuvo a bien cumplir la promesa. «Su decisión —repuso Abrial— es una deshonra para su patria». La derrota provocó un maremágnum de recriminaciones entre los Aliados. Weygand, por ejemplo, cuando supo, el 28 de mayo, de la rendición de Bélgica, espetó hecho una furia: «¡Ese rey es un cerdo!; ¡un cerdo abominable!».
Los británicos, entre tanto, habían empezado a evacuar a los soldados del cuerpo expedicionario de los puertos y las playas de Dunkerque. «Nadie dudaba de que nos venía encima un cataclismo militar de magnitud monumental —escribió John Horsfall, oficial de los fusileros irlandeses, en su carta de dimisión—. Nos quedaba la opción de refugiarnos en la historia, sabedores de que tal consecuencia no sólo era de esperar, sino algo habitual de nuestro ejército cada vez que nos veíamos arrojados de forma temeraria por nuestros políticos a una guerra en Europa.»[30] El sargento L. D. Pexton se contaba entre los más de cuarenta mil soldados británicos que cayeron prisioneros tras un combate destinado a cubrir una retirada cerca de Cambray en el que el enemigo rebasó su unidad. «Recuerdo —escribiría más tarde— la orden de alto el fuego y que eran las doce en punto. Me puse en pie y puse las manos en alto. ¡Dios santo! ¡Qué pocos nos levantamos! Convencido de que había llegado al fin de mis días, encendí un pitillo.»[31]
La evacuación de Dunkerque se anunció al público británico el 29 de mayo, cuando los voluntarios civiles de cierta asociación de embarcaciones menores se unieron a los buques de guerra que estaban rescatando a los hombres de las playas y el puerto. La hazaña que protagonizó la Royal Navy durante la semana siguiente se haría legendaria. El vicealmirante Bertram Ramsay, dirigió, desde un cuartel general subterráneo de Dover, el movimiento de casi novecientas embarcaciones con una calma y una destreza extraordinarias. Si la imagen romántica de aquella operación está asociada a la evacuación de soldados de las playas de Dunkerque mediante el uso de lanchas civiles y barcos de recreo, lo cierto es que la mayor parte —dos tercios, aproximadamente— se embarcó en destructores y otras naves de gran calado en el espigón del puerto. Las fuerzas navales tuvieron suerte de que, durante toda aquella Operación Dinamo, el canal de la Mancha estuviese sumido en una calma casi antinatural.
El soldado Arthur Gwynn-Browne vertió en términos de lirismo arrebatado su gratitud por verse regresando a su hogar y dejado atrás el infierno extraño de Dunkerque: «¡Qué maravilla! Me hallaba a bordo de un barco, y cualquier barco, sí, cualquier barco es Inglaterra. Cualquier barco, sí, cualquier barco; yo iba a bordo de uno de camino a Inglaterra. ¡Qué maravilla! Yo estaba en calma, bebiendo la brisa del mar. Allí no había humo ni llamas ni fuego ni densas nubes grises y oleosas: sólo la brisa del mar, que yo bebía con ansia. Era fresca y clara, y yo estaba vivo. ¡Qué maravilla!»[32]. Muchos regresaron con cierto temor respecto de la acogida que se les iba a brindar en cuanto supervivientes de una de las mayores derrotas que hubiese sufrido jamás su nación. Walter Gilding, cabo de mar de cierta compañía, escribió: «Estaba convencido de que cuando arribásemos nos iban a crucificar, sobre todo porque, siendo soldados regulares, habíamos puesto pies en polvorosa… Sin embargo, en vez de eso nos aclamaron y nos aplaudieron como a héroes, y nos agasajaron con té y emparedados. Debíamos de tener un aspecto lamentable[33]». John Horsfall vivió la misma experiencia: «En Ramsgate tuvimos ocasión de contemplar por vez primera la increíble proeza de improvisación lograda por la colaboración entre las autoridades civiles y militares. Allí estaba nuestra Britania, recibiéndonos con su varita de hada madrina y su manto de magia, y también un breve destello de la historia. Apenas éramos conscientes de esto último: nos sentimos muy emocionados, y supimos de inmediato que el mismo espíritu nacional que había derribado a Napoleón iba a acabar también con Hitler. La cálida recepción que se nos dispensó en aquel puerto de tanta antigüedad fue excelente… Nos aguardaba una serie interminable de trenes, y un grupo de señoritas encantadoras con té y otros obsequios; pero la fatiga ahogaba cualquier otra emoción, y me temo que debimos de reaccionar de un modo muy poco entusiasta[34]».
La leyenda de Dunkerque, como cualquier otro acontecimiento histórico de envergadura, no estuvo exenta de desdoro, y así, un número significativo de marinos británicos se negó a participar en la evacuación, incluidas la flota pesquera de la ciudad de Rye y algunas dotaciones de lanchas de socorro; otros, ya en suelo patrio, se excusaron de volver a zarpar una vez conocidos el caos de las playas y los bombardeos de la Luftwaffe. Aunque las más de las unidades combatientes conservaron su cohesión, no faltaron entre la tropa alteraciones disciplinarias que obligaron a algunos oficiales a echar mano a sus revólveres y aun a dispararlos. Los tres primeros días, los británicos se conformaron con sacar de allí a sus hombres, en tanto que los franceses mantuvieron el perímetro meridional sin que se les permitiera acceder a las embarcaciones. Al menos en una ocasión, cuando trataron de subir a una de ellas, los hicieron desistir soldados británicos indisciplinados. Hizo falta que interviniese en persona Churchill para que comenzasen a evacuarlos también a ellos —en número de 53 000— una vez embarcado todo el personal del Reino Unido. Más tarde, los más solicitaron con insistencia ser repatriados en lugar de permanecer en suelo británico en calidad de exiliados.
Donald McCormick, soldado destinado en el barracón de Dover, consideró poco romántica su participación en la evacuación, que describió así en una carta escrita a los suyos el 29 de mayo: «Nos… despiertan y nos llevan a los muelles a la 1.45, y allí tenemos que soportar una tensión física y una tortura mental indescriptibles hasta las 8.30, acarreando muertos de un lado a otro, sin más que hacer y con la cabeza puesta en el trabajo. Me afecta mucho bajar aquí, y a veces me entran ganas de llorar. Todo esto tiene tan poco sentido y odio tanto la insensibilidad con que lo trata la mayoría de nuestra gente, que baja sólo para ver si puede birlar tabaco o algo de dinero…»[35].
La armada sufrió daños nada desdeñables en Dunkerque, siendo así que perdió seis destructores y 25 más quedaron maltrechos. El peor día fue el del primero de junio, en el que una incursión aérea mandó al fondo a tres de ellos y a una embarcación de pasajeros y causó averías en otros cuatro. Más tarde, el Almirantazgo se vio obligado a retirar de la evacuación los buques de más porte. Tanto los combatientes de tierra como los de mar maldijeron con frecuencia a la RAF por su supuesta ausencia. Cuantos estuvieron en Dunkerque aprendieron a temer los incesantes ataques de los Stuka. Sin embargo, el Fighter Command (Mando de Caza) no hizo poco por mantener a raya a la Luftwaffe, y de hecho perdió 177 aparatos en los nueve días que duró la evacuación. Mientras los alemanes trataban de minar el buen curso de la Operación Dinamo, sus pilotos aseguraron haberse visto más acosados por los cazas que en cualquier otro momento desde el 10 de mayo. Si los empeños de la aviación alemana en frustrar la salida de los británicos quedaron muy por debajo de las expectativas y las promesas de Goering fue debido tanto a su propia torpeza como a la RAF. Dado que, a partir del primero de junio, la Luftwaffe destinó la mayor parte de sus aviones a hostilizar a los franceses, la segunda fase de la evacuación resultó mucho menos onerosa que la primera.
Sea como fuere, y se mire como se mire, lo cierto es que el cuerpo expedicionario logró escapar. En total, se trasladó al Reino Unido a unos 338 000 soldados, de los cuales 229 000 eran británicos, y el resto, franceses y belgas. Aunque la retirada y la evacuación se entendieron, en general, como un triunfo personal de lord Gort, cumple reconocer que, por apropiadas que fuesen las instrucciones que, de hecho, dio el comandante en jefe, semejante logro habría sido imposible si Hitler no hubiese omitido hacer participar a sus carros de combate. Resulta improbable, aunque sí admisible, que tal cosa se debiera a una decisión política, provocada por el convencimiento de que actuando con moderación iba a ser más fácil que el Reino Unido se aviniera a negociar la paz. Más creíble parece que Hitler aceptara las garantías ofrecidas por Goering acerca de la destrucción por parte de la Luftwaffe del cuerpo expedicionario, que, además, no suponía ya ninguna amenaza para la estrategia alemana, en tanto que los Panzer necesitaban ser reparados con urgencia antes de que los enviasen a atacar a las fuerzas de Weygand. La arrojada resistencia del I.er ejército francés en Lille contribuyó de forma considerable a la evacuación, y si bien es comprensible que los soldados británicos diesen muestras de rencor respecto de sus aliados, hay que admitir que el ejército de Churchill no había luchado mucho mejor que el de Reynaud durante la campaña continental.
La evacuación de Dunkerque fue, en realidad, una liberación de la que el primer ministro extrajo un retorcido triunfo propagandístico. Nella Last, ciudadana de Lancashire, escribió el 5 de junio: «Yo olvidé que era un ama de casa de mediana edad aquejada de dolores de espalda y acostumbrada a levantarse cansada de cuando en cuando. Aquella historia hizo que me sintiera parte de algo inmortal e incapaz de envejecer, como una llama destinada a iluminar o calentar que, además, tuviese la fuerza necesaria para quemar y destruir la inmundicia… De algún modo, sentía que todo valía la pena y estaba orgullosa de pertenecer a la misma raza de los rescatadores y los rescatados[36]». El ejército británico logró rescatar un cuadro profesional en torno al cual crear nuevas unidades, si bien perdió todo su armamento y su equipo. El cuerpo expedicionario dejó en Francia 64 000 vehículos, 76 000 toneladas de munición, 2500 cañones y más de 400 000 toneladas de provisiones. Sus fuerzas de tierra quedaron desarmadas prácticamente, y muchos de sus soldados hubieron de aguardar años antes de volver a recibir los pertrechos necesarios para servir en un campo de batalla.
En ocasiones se da por sentado que cuando el cuerpo expedicionario abandonó el continente se acabó la lucha. Nada menos cierto: si entre el 10 de mayo y el 3 de junio habían sufrido los germanos una media de 2500 bajas diarias, durante la quincena siguiente se doblaron estas pérdidas. Un soldado de la XXVIII.a división escribió desafiante el 28 de mayo: «Parece que los alemanes han tomado Arrás y Lille. Si es verdad, la nación tiene que recuperar el espíritu de 1914 y 1789». Hubo unidades que se mantuvieron firmes en la batalla y soldados que hicieron caso omiso de la desesperación de sus mandos. Uno de los hombres del general de brigada Charles de Gaulle aseveró: «En quince días hemos emprendido cuatro ataques y en todos hemos tenido buen éxito; conque vamos a unirnos para acabar con ese cerdo de Hitler». Cierto combatiente escribió el 2 de junio: «Estamos cansadísimos, pero tenemos que seguir en la brecha: no van a pasar; les vamos a dar lo suyo… Estoy orgulloso de haber participado en una victoria de la que no me cabe la menor duda[37]». También entre los gobiernos foráneos había alguno que no estaba aún convencido de que Francia fuera a ser derrotada. El 2 de junio, el conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores y yerno de Mussolini, hizo gala del cinismo ilimitado del régimen italiano cuando dijo al embajador francés en Roma: «Consiga unas cuantas victorias, y nos tendrá de su lado».
En la última fase de la campaña, se enfrentaron cuarenta unidades francesas de infantería y los restos de tres formaciones blindadas a cincuenta de infantería y diez de Panzer de los alemanes. Weygand despachó y sustituyó a 35 de sus generales, y aunque su ejército luchó mejor durante aquel mes de junio de 1940 que en mayo, era ya demasiado tarde para enmendar los errores desastrosos del comienzo. Constantin Joffe, integrante de la legión extranjera, no pudo evitar sorprenderse ante el modo como se distinguían en el combate los judíos de su regimiento:
Muchos de ellos eran sastres modestos o vendedores ambulantes de Belleville, el barrio obrero de París, o de la judería de la Rue du Temple. Nadie quería cuentas con ellos en [el campo de adiestramiento de] Le Barcarès… Sólo hablaban yidis. Parecían tenerle miedo a las ametralladoras, como si viviesen afligidos por un temor perpetuo, y, sin embargo, bajo los fuegos del enemigo, si se necesitaban voluntarios para acarrear munición cuando más arreciaban las bombas o había que erigir alambradas delante de los cañones rivales, estos hombrecillos eran los primeros que se ofrecían. Lo hacían sin llamar la atención, sin pavoneos y tal vez sin entusiasmo; pero lo hacían. Siempre eran ellos los que, hasta el último momento, iban a recuperar las armas que habíamos dejado en un puesto abandonado[38].
Los mandos de la Wehrmacht expresaron su admiración por el modo como combatieron algunas unidades francesas a principios de junio para defender la nueva línea del Somme. Uno de ellos escribió en su diario: «Los franceses resistieron hasta el final en esos pueblos derruidos. Algunos seguían al pie del cañón cuando nuestra infantería se hallaba ya veinte kilómetros por detrás de ellos[39]».
Con todo, el 6 de junio se quebró el frente de forma decisiva, y el 9 entraron en Ruán los carros de combate de Von Rundstedt. Al día siguiente rompieron la línea de Aisne mientras el gobierno francés abandonaba París. El diplomático Jean Chauvel incendió la chimenea del despacho que ocupaba en el Quai d’Orsay mientras trataba de quemar en ella una serie de papeles relevantes. Las numerosas hogueras en que se destruyeron documentos se convirtieron en símbolo de las esperanzas de la nación. No faltó quien temiese que, en ausencia de las autoridades administrativas, se apoderaran de la capital los obreros socialistas de los barrios periféricos e instauraran una nueva comuna. En cambio, dado el número considerable de personas que había huido de la ciudad, se apoderó de ella una quietud macabra. El 12 de junio, cierto periodista suizo quedó anonadado al topar, en una calle elegante de París, con un hato de vacas abandonadas que mugía con aire lastimero. La caída de la capital, ocurrida dos días después, llevó a asegurar al escritor austríaco Stefan Zweig, judío exiliado a tierras remotas: «Pocas de las desgracias que me han ocurrido personalmente me han consternado tanto y llenado de desesperación como la humillación de París, una ciudad que había recibido en mayor grado que ninguna otra la bendición de hacer feliz a quienquiera que la visitase[40]».
La huida multitudinaria de la población civil hacia el oeste y el sur prosiguió día y noche. «Uno tras otro, seguían pasando automóviles con las luces apagadas —escribió Irène Némirovsky—, llenos a reventar con equipaje y enseres, cochecitos de niño y jaulas de aves, cajones de embalaje y cestos de ropa, y todos con un colchón atado con firmeza al techo, semejantes a montañas de frágil andamiaje y como moviéndose sin la ayuda de ningún motor, impulsados por su propio peso.»[41] Némirovsky describió en estos términos la contemplación de tres desventuradas víctimas civiles de una incursión aérea: «Tenían los cuerpos hechos jirones, aunque la suerte había querido que quedasen intactos sus rostros. Aquellos rostros lúgubres y corrientes de expresión apagada, fija, aturdida, como si estuviesen tratando en vano de entender lo que les ocurría, no habían sido creados, Dios, para morir en un combate; no estaban hechos para la muerte[42]».
El piloto de caza de la RAF Paul Richey fue testigo de la caída de una bomba de la Luftwaffe sobre cuatro campesinos que labraban un terreno. «Los encontramos —refirió— entre los cráteres. El más anciano yacía boca abajo, con el cuerpo retorcido de un modo grotesco, una pierna destrozada y un tajo brutal que le atravesaba la nuca y empapaba la tierra. Su hijo se encontraba a poca distancia… Apoyado en el seto estaba lo que supuse que eran los restos del tercer cadáver, sólo reconocible por un puñado de andrajos, una bota maltrecha y algunas esquirlas de hueso. Los cinco caballos se desangraban al lado de la grada hecha añicos. Los sacrificamos de un disparo. El aire hedía a explosivo de gran potencia.»[43]
Durante aquel período, en el que los europeos estaban perdiendo aún su inocencia, los pilotos británicos quedaron pasmados por el espectáculo que ofrecían los refugiados que huían de las ametralladoras de los Messerschmitt. Richey encontró a un compañero de las fuerzas aéreas en medio de aquel caos. «Desilusionado —recordaría más tarde—, me dijo casi a regañadientes: “¡Es verdad que son unos mierdas!”. En ese momento desechamos por completo toda idea que pudiésemos tener de un enemigo caballeroso.»[44] Ernie Farrow, soldado raso del II.o batallón del regimiento británico Norfolk, se horrorizó también ante la carnicería provocada por los señores del aire de Goering: «Por toda la carretera había muertos sin brazos y sin cabeza, reses muertas esparcidas, niños pequeñísimos y ancianos. Y no uno ni dos, sino cientos de ellos, tendidos por todas partes… Como no podíamos detenernos a apartarlos de la carretera… tuvimos que pasar por encima de ellos con los camiones. Una escena desgarradora; desgarradora de veras[45]».
En el castillo de Chissay, nuevo refugio del gobierno de Reynaud a orillas del Loira, su amante, Hélène de Portes, se dejó ver dirigiendo los automóviles de los visitantes vestida con una bata roja echada sobre el camisón. La condesa empleó su apasionada influencia a fin de persuadir al primer ministro a aprobar un armisticio. Más tarde, tras la muerte de ella en un accidente de tráfico, Reynaud escribiría con tristeza que «se dejó llevar por su deseo de verse entre la juventud… y distanciarse de políticos viejos y judíos. Sin embargo, ella pensaba estar ayudándome[46]». La disposición de De Portes era fiel reflejo de la de buena parte de su nación. Cierta mujer de Sully-sur-Loire espetó, roja de ira, a un oficial francés que se hallaba a la puerta de la iglesia: «¿A qué están esperando ustedes, los militares, para parar esta guerra? ¿Qué quieren, que nos maten con niños y todo?… ¿Por qué siguen luchando? ¡Si agarro yo a ese sinvergüenza de Reynaud…!»[47].
En el cuartel general de la Wehrmacht reinaba la euforia. El general Eduard Wagner escribió el 15 de junio: «Debería quedar registrado en los anales de nuestro tiempo y del planeta el modo como se sienta Halder frente al mapa de escala 1:1 000 000 a medir las distancias con una regla de un metro mientras distribuye ya nuestras fuerzas más allá del Loira. Dudo que lo que [el general Hans von] Seeckt compendió como “juicio frío y acalorado entusiasmo” haya hallado nunca un ejemplo tan perfecto como el que está ofreciendo el estado mayor general en esta campaña… Sin embargo, a pesar de todo, quien merece la gloria es nuestro Führer, ya que sin su determinación, las cosas jamás hubiesen tomado este rumbo[48]».
La noche del 12 de junio, Weygand propuso buscar un armisticio. Reynaud se ofreció a permanecer, junto con sus ministros, en el cargo en el exilio; pero el mariscal Philippe Pétain descartó tal idea. El 16, Reynaud aceptó la capitulación por la que abogaban los más de los de su gabinete, y dimitió en favor de Pétain. El mariscal se dirigió al pueblo francés a la mañana siguiente con estas palabras: «No es sino con el corazón en un puño como os digo hoy que hay que dejar de combatir». En adelante, serían pocos los soldados de la nación que hallasen algún sentido al hecho de sacrificar sus vidas en el campo de batalla.
Con todo, se dieron algunos actos de resistencia tan animosos como estériles. Cerca de Châteauneuf hubo un batallón de infantería que mantuvo sus posiciones con empecinamiento. Otro episodio digno de pasar a la épica de Francia se produjo cuando, huyendo a través del Loira columnas enteras de refugiados civiles y desertores del ejército, se asignó al comandante de la escuela de caballería de Saumur, un coronel veterano de avanzada edad llamado Daniel Michon, el cometido de destinar a los 780 cadetes e instructores que se hallaban a sus órdenes a la defensa de los puentes de la zona. Tras congregarlos a todos en el amplio anfiteatro del centro que dirigía, les anunció: «Caballeros, han encomendado a la escuela la misión de sacrificarse. Francia depende ahora de todos ustedes». Uno de los alumnos, por nombre Jean-Louis Dunand, que había dejado los estudios de arquitectura en París para sentar plaza en las fuerzas armadas, escribió con júbilo a sus padres diciendo: «Estoy impaciente por entrar en combate, igual que todos mis camaradas. Me esperan tiempos cien veces más dolorosos, pero estoy dispuesto a afrontarlos con una sonrisa[49]».
Al saber que Pétain tenía intención de rendirse, el alcalde de Saumur, que ya había perdido a un hijo soldado en aquella guerra, rogó a Michon que no convirtiese en un campo de batalla aquella antigua población; pero el coronel respondió con desdén: «He recibido órdenes de defender la plaza, y está en juego el honor de la escuela». Despachó las ochocientas monturas de que disponía el centro y repartió a los cadetes en «brigadas» dirigidas por sendos instructores, con las que formó un frente de veinte kilómetros en posibles cabezas de puente del Loira. Sus unidades recibieron el refuerzo de unos cuantos centenares de reclutas de infantería y rezagados del ejército, así como de un puñado de carros de combate. Poco antes de la medianoche del 18 de junio, cuando las tropas avanzadas de la división de la caballería alemana acaudillada por el general Kurt Feldt se aproximaban a Saumur, salió a recibirlos una cortina de fuego. El intento de parlamentar que hizo un oficial alemán con una bandera blanca y acompañado de un prisionero francés provocó una descarga de armas portátiles y de explosiones que acabó con la vida de ambos. A continuación, cuando la artillería germana comenzó a bombardear la ciudad, se produjeron choques feroces a lo largo de todo el frente.
Algunos de los defensores actuaron con un heroísmo que no por teatral resultó menos memorable. Cierto cadete, por nombre Jean Labuze, cuestionó la orden de resistir hasta el final con estas palabras desesperadas:
—Estamos dispuestos a morir, pero no a morir por nada.
Su oficial respondió poco antes de perder la vida:
—Nadie muere por nada, y nosotros vamos a hacerlo por Francia.
Otro oficial sacó de la cama al párroco de Milly-le-Meugon a medianoche para que administrase la extremaunción a sus cadetes. En la iglesia a oscuras, comulgaron entonces unos doscientos combatientes antes de volver al campo de batalla. Los defensores volaron los puentes del Loira de las cercanías de Saumur, y rechazaron todo intento alemán de cruzarlo en embarcaciones pequeñas los días 19 y 20 de junio.
Sin embargo, los invasores lograron pasar al otro lado en sectores situados a la derecha y a la izquierda de aquel punto, lo que les permitió rebasar la ciudad y aplastar las últimas posiciones de los de la escuela de caballería, situadas en torno a una granja de Aunis, cinco kilómetros al suroeste de la ciudad. En aquella batalla sufrieron heridas o perdieron la vida veintenas de cadetes e instructores. Entre los muertos se incluían el antiguo estudiante de arquitectura Jean-Louis Dunand y el joven soldado Jehan Allain, prometedor intérprete de órgano y compositor antes de la guerra, que se había hecho merecedor de la Cruz de Guerra en Flandes, había vivido la evacuación de Dunkerque y había regresado del Reino Unido para volver a la lucha antes de encontrar la muerte. En las alforjas de su motocicleta se encontraron varias páginas de una composición musical inacabada.
En el momento mismo en que se desarrollaban los combates alrededor de Saumur, soldados y paisanos descontentos observaban los acontecimientos burlándose de los defensores por su insensatez y criticándolos por provocar una matanza innecesaria. Sin embargo, tras la rendición de Francia, cuando el desdichado coronel Michon abandonaba sus posiciones y dirigía a la columna de los que habían quedado en dirección oeste con la esperanza de seguir luchando en cualquier otro punto, los patriotas no dudaron en abrazar la historia de aquella modesta resistencia, diciéndose que, cuando menos en Saumur, había soldados que se habían conducido con honor y erigiendo monumentos a hombres como el teniente Jacques Desplats, muerto junto con Nelson, su querido terrier de Airedale, mientras defendía la isla de Gennes por orden de Michon. Si en lo militar, las acciones del 19 y el 20 de junio no tuvieron peso alguno, desde el punto de vista de la moral, acabaron por significar mucho para el pueblo de Francia.
Mientras tanto, la mayor parte del ejército aguardaba a ser capturada. El teniente Georges Friedmann, filósofo, escribió: «Hoy no detecto, entre muchos de los franceses, ningún sentimiento de dolor por los infortunios de su patria… Sólo he observado algo semejante a un alivio complaciente (y aun jubiloso), una suerte de vil satisfacción atávica ante el conocimiento de que “para nosotros, se acabó”, sin que parezca importar nada más[50]». La derecha política francesa aplaudió la llegada al poder del régimen de Pétain, y de hecho, uno de sus partidarios escribió a un amigo: «Por fin hemos logrado la victoria». Durante los viajes que hizo por el país en los meses que siguieron al armisticio, el mariscal fue recibido por multitudes ingentes que lo aclamaban con exaltación, persuadidas de que nada que pudiesen hacer los nazis sería tan terrible como el precio que habría que pagar por proseguir una lucha inútil. El que Churchill convenciese al pueblo británico de la necesidad de adoptar un criterio diferente y rechazar la realidad tal como la percibía dio lugar a un sentimiento perdurable de envidia, rencor y amargura por parte de los franceses.
La conquista de Francia y los Países Bajos costó a Alemania poco menos de 43 000 muertos y 117 heridos; mientras que Francia perdió a unos cincuenta mil soldados, el Reino Unido, once mil, y los alemanes hicieron un millón y medio de prisioneros. Los británicos tuvieron la fortuna de contar con una segunda liberación milagrosa, un segundo Dunkerque[51]. Tras la huida del cuerpo expedicionario, Churchill tomó la decisión, intachable en lo moral pero temeraria en lo militar, de enviar más tropas a Francia a fin de fortalecer la resolución de su gobierno. Y así, en junio se embarcaron dos divisiones mal pertrechadas con el fin de unirse a las fuerzas británicas que quedaban en el continente. Tras el armisticio, gracias a que los alemanes teman toda la atención centrada en otros lugares, resultó posible evacuar al Reino Unido a casi doscientos mil soldados de los puertos del noroeste de Francia sin tener que lamentar más que unos millares de muertes. Churchill tuvo, por lo tanto, mucha suerte por no haber de enfrentarse a las consecuencias de semejante imprudencia.
Sir Ronald Campbell, embajador británico en Francia, escribió a modo de despedida tras la rendición: «Yo… describiría Francia como un hombre que, aturdido por un mazazo inesperado, no ha conseguido ponerse en pie antes de recibir el golpe de gracia de su oponente[52]». En las décadas siguientes a la derrota francesa, se produjo un intenso debate sobre la supuesta decadencia nacional que había propiciado dicho final. Aquel verano de 1940, el obispo de Toulouse se preguntaba exaltado: «¿Hemos sufrido bastante? ¿Hemos rezado lo suficiente? ¿Nos hemos arrepentido de sesenta años de apostasía nacional; sesenta años en los que Francia ha sufrido todas las perversiones de las ideas modernas… durante los cuales ha declinado la moral francesa y ha prosperado de forma inconcebible la anarquía?»[53].
Dado que los ejercicios de estrategia relativos a la campaña de 1940 que se efectúan en las academias modernas de oficiales concluyen, en ocasiones, con la derrota de Alemania, algunos historiadores defienden la idea de que la victoria de Hitler podía haberse evitado. Sin embargo, semejante criterio resulta difícil de aceptar. En los años que siguieron al desastre de 1940, el ejército alemán demostró una y otra vez una clara superioridad marcial ante los Aliados occidentales, que sólo prevalecieron en los campos de batalla cuando disponían de un número de soldados, carros de combate y aviones de apoyo mucho mayor que su oponente. La Wehrmacht desplegó una energía y una eficacia de la que carecían por entero los ejércitos aliados en 1940. En contra de lo que afirma la leyenda, los alemanes no conquistaron Francia en virtud de un plan detallado de guerra relámpago, sino que sus comandantes —y en particular Heinz Guderian— se mostraron por demás inspirados a la hora de aprovechar las oportunidades que se les brindaban, y los resultados que obtuvieron superaron con creces sus mejores expectativas. Si los franceses hubiesen actuado con más rapidez y los alemanes lo hubieran hecho con más lentitud, el desenlace tal vez hubiera sido otro; pero afirmar tal cosa carece de sentido.
En 1940, los alemanes no tenían por qué destinar buena parte de sus fuerzas a ningún frente oriental como habían hecho en 1914, siendo Francia aliada de Rusia. Pese a la indiscutible superioridad del cuerpo aéreo de los invasores, la derrota aliada no fue tanto consecuencia de su inferioridad material como del peor estado de su moral, siendo así que, salvo excepciones aisladas, a las respuestas que dieron británicos y franceses a las acciones alemanas les faltó convicción. Winston Churchill fue de los pocos estrategas anglofranceses que estuvieron dispuestos a combatir a todo trance, y otro tanto cabe decir de los soldados de los campos de batalla. Los políticos y generales galos, por el contrario, adoptaron una actitud racionalista y evaluaron los límites del daño que podían asumir la población y la estructura de su nación a fin de evitar someterse a un agresor extranjero, tal como se había visto obligada a hacer en otros muchos capítulos de su historia. Si el número relativo de soldados franceses que se mostraron dispuestos a dar su vida por la causa resultó ser relativamente escaso, se debió a la falta de adhesión que sentían respecto de sus dirigentes nacionales y sus jefes militares. El país había sufrido 42 gobiernos afectados de debilidad crónica entre 1920 y 1940. Gamelin escribió en una fecha tan temprana como la del 18 de mayo: «El soldado francés, ayer ciudadano, no cree en la guerra… Dispuesto siempre a criticar a quienquiera que posea la menor autoridad… no ha recibido el género de educación moral y patriótica necesario para prepararlo para el drama en el que va a representarse el destino de la nación».
En 1941, Irène Némirovsky reflexionaba sobre la caída en estos términos: «Durante años, todo cuanto se ha hecho en Francia en el seno de determinada clase social ha tenido un solo motivo: el miedo… ¿Quién va a hacerles menos daño (no ya en el futuro, ni en abstracto, sino ahora mismo y en forma de patadas en el culo o guantadas en la cara)? ¿Los alemanes?; ¿los británicos?; ¿los soviéticos? Ganaron los alemanes, pero la paliza que les dieron se ha olvidado, y ahora los alemanes están en situación de protegerlos. Por eso están “a favor de los alemanes[54]”». En 1940 y los años posteriores fueron poquísimos los franceses que siguieron el ejemplo ofrecido por las decenas de miles de polacos que siguieron luchando en el exilio aun después de la derrota de su nación. Sólo entre 1943 y 1944, cuando se hizo evidente que los Aliados iban a ganar la guerra y llegó a extremos intolerables la opresión ejercida por la ocupación alemana, accedió una porción considerable del pueblo francés a ofrecer ayuda significativa a los angloestadounidenses. En los años en que estuvo solo el Reino Unido, las fuerzas galas se resistieron con determinación a los ejércitos y la flota de Churchill sea cual fuere la parte del mundo en que topasen con ellos. Ni siquiera entre quienes no combatieron a los británicos fueron muchos los que optaron por hacerlo a su lado. El portaaviones francés Béarn, por ejemplo, cargado de valiosos cazas estadounidenses, se refugió en la Martinica, colonia francesa del Caribe, desde junio de 1940 hasta noviembre de 1942.
Uno de cuantos contemplaron con estupefacción la caída de Francia fue el mismísimo Stalin. Pese al cumplido telegrama que envió Molótov a Hitler para expresarle sus parabienes por la toma de París, lo cierto es que la victoria nazi provocó terror en Moscú, por cuanto todos los cálculos estratégicos de los soviéticos se cifraban en el convencimiento de que se iba a producir en el continente una carnicería prolongada que debilitaría de forma drástica tanto a Alemania como a las potencias occidentales. Más tarde, uno de sus diplomáticos destinado en Londres cometió la indiscreción de aseverar que, en tanto que la mayor parte del planeta valoraba la progresión de la contienda calculando la diferencia entre el número de bajas aliadas y alemanas, Stalin sumaba unas y otras al objeto de evaluar cuál era su ventaja. Nikita Jrushchov describió así la cólera con que recibió el caudillo soviético la rendición de Pétain: «Stalin se hallaba muy agitado, nerviosísimo. Yo no lo había visto nunca en un estado similar. Por norma, eran raras las veces que usaba su asiento durante las reuniones, pues prefería caminar de un lado a otro; pero en esta ocasión se dedicó, más bien, a correr por la sala soltando sapos y culebras contra los franceses [y] los británicos [mientras preguntaba]: “¿Cómo han podido dejarse vapulear por Hitler?”[55]».
Lo más seguro es que Stalin tuviese pensado luchar contra Hitler después de transcurridos dos o tres años. La Unión Soviética había acometido un programa monumental de rearme que aún estaba lejos de completar, y su dirigente estaba persuadido de que Hitler estaba obteniendo demasiados beneficios materiales de su relación para romper el pacto que había firmado con él, cuando menos hasta la ocupación del Reino Unido. La armada alemana tenía acceso a los puertos del norte de Rusia, y de la Unión Soviética partían cantidades ingentes de cereal, materias primas y petróleo hacia el Reich. Aun después de la rendición de Francia, Stalin hizo cuanto estuvo en su mano por evitar provocar a tan peligroso vecino, lo que lo llevó, por ejemplo, a abstenerse de construir fortificación alguna de relieve en su frente occidental. En lugar de eso, sacó partido de la confusión imperante para aumentar sus propios logros territoriales. Mientras el mundo estaba pendiente de Francia, se anexó los estados bálticos, en donde al año siguiente efectuó el NKVD purgas brutales y deportaciones multitudinarias. De Rumania se hizo con Besarabia, que había obrado en poder de Rusia entre 1812 y 1919, y con Bukovina. El número de rumanos que sufrieron deportación al Asia central, en donde hubieron de sustituir a los obreros de las industrias soviéticas que habían sido alistados en el ejército, fue de al menos cien mil, aunque bien podría ser que alcanzase el medio millón. En medio de cuanto estaba ocurriendo en Occidente, apenas hubo nadie, fuera de los ministros de Asuntos Exteriores de todo el planeta, que reparase en la catástrofe humana que había provocado Stalin en la Europa oriental. Aunque en este sentido la embestida de Hitler estaba sirviendo a los intereses de la Unión Soviética, su dirigente entendió el resultado como una calamidad tan alarmante para su propia nación como para las potencias occidentales derrotadas.
Italia entró en guerra del lado de Hitler el 10 de junio, con la indecorosa intención de hacerse con parte de los despojos. Benito Mussolini, que como muchos de sus compatriotas, temía a Hitler y profesaba aversión a los alemanes, fue incapaz, sin embargo, de sustraerse a la tentación de asegurarse los beneficios que le reportaría su amistad en Europa y en las colonias aliadas de África. Fue motivo de burla por los más de sus contemporáneos, ya fueran amigos, ya enemigos, por asociarse con Hitler para dar a su país un esplendor que sabía que los italianos eran incapaces de lograr en solitario. Deseaba obtener los beneficios de la guerra a cambio de un gasto simbólico de sangre. Entre mayo y junio de 1940, expresó con insistencia a sus más allegados su deseo de que muriesen uno o dos millares de italianos antes de que se firmara la paz con los Aliados, por considerar que aquél constituía un pago justo a cambio del botín que ansiaba conseguir[56].
En vísperas de comenzar las hostilidades con Francia, Mussolini aseveró, en privado, tener intenciones de declarar la guerra, pero no de hacerla. No cabe sorprenderse de que semejante actitud provocase un verdadero desastre: el 17 de junio, habiendo solicitado ya un armisticio los franceses, ordenó de pronto atacar la frontera alpina que compartía con éstos. El ejército italiano, desprevenido ante la repentina transición que suponía dejar de guarnecer una serie de posiciones fijas para lanzar una ofensiva, fue rechazado de forma enérgica. Sin embargo, el Duce no dejó de engañarse ni de confundir sus objetivos, y así, expresó su deseo de que el Reino Unido no firmara la paz hasta que Italia hubiese podido hacer ver que había contribuido a su derrota, y de que Alemania sufriese un millón de bajas antes de derrotar a los británicos. Quería a un Hitler victorioso, pero no todopoderoso. El modo como se desvanecieron sus ilusiones lo habría hecho merecedor de lástima y mofa si no hubiese sido por el número de vidas que hubo que pagar por ellas.
Franz Halder, jefe de estado mayor de la Wehrmacht, escribió satisfecho el 20 de junio: «Me cuesta entender que el mando político pueda querer nada más de nosotros o que haya quedado por satisfacer alguno de sus deseos». El coronel Georg Engel, ayudante militar de Hitler, señaló por su parte: «El comandante en jefe [el general Walter von Brauchitsch] tuvo su momento de gloria con el Führer cuando anunció el final de las operaciones y el principio de los preparativos para el armisticio. Lo informó de la necesidad imperiosa de hacer la paz con el Reino Unido u organizar y poner por obra una invasión cuanto antes. El Führer se ha mostrado escéptico porque, a su parecer, la nación adolece de tal debilidad que, tras una serie de bombardeos, va a ser innecesario emprender operaciones terrestres de gran envergadura. El ejército va a intervenir y a acometer labores de ocupación. El F[ührer] asegura que, “de un modo u otro… [los británicos] van a tener que aceptar la situación[57]”».
Entre los espectadores más insólitos del desfile triunfal que celebraron en París los alemanes el 22 de junio, se contaba una muchacha inglesa desconcertada de diecinueve años, por nombre Rosemary Say, que se había visto atrapada en la capital francesa:
El monstruo bélico avanzaba por los Campos Elíseos: caballos refulgentes, carros de combate, maquinaria, cañones y miles y miles de soldados en inmaculada procesión, radiante e interminable… como una serpiente verde y gigante que se arrastrara por el corazón de la ciudad despedazada mientras ésta aguarda con patetismo a ser tragada. Había una multitud colosal de espectadores, callados en su mayoría, aunque no faltaba quien lanzase vítores. Mis compañeros [estadounidenses neutrales], como niños pequeños, anunciaban a voces el nombre de los distintos regimientos, exclamaban ante los tanques modernos y silbaban al ver caballos tan magníficos. Yo guardaba silencio, consciente de estar formando parte de un momento histórico, y, pese a todo, no sentía ninguna emoción particular… Sin embargo, viendo que pasaban las horas y aquel espectáculo parecía no acabar nunca, comencé a sentir cierta vergüenza por haber aceptado la invitación. Pensé en mi familia y mis amigos, que se encontraban en Londres, y en el temor que debía de provocarles el futuro[58].
Antes de los ataques alemanes al frente occidental, los Aliados habían deseado una guerra larga, pues creían, con razón, que tal cosa les resultaría beneficiosa. La caída de Noruega, Dinamarca, Francia, Bélgica y Holanda, sin embargo, parecía indicar que los nazis habían obtenido una victoria rápida y definitiva. Fueron pocos los franceses que entendieron que el armisticio que signó su nación con Alemania en el histórico vagón de tren estacionado en Compiègne el 22 de junio no marcaba un final, sino un comienzo. Aún estaban por revelarse la magnitud de las ambiciones de Hitler, y la terquedad del desafío de Churchill.