21
Europa se convierte
en un campo de batalla
El 3 de noviembre de 1943, Hitler anunció a sus generales la decisión estratégica de no enviar nuevos refuerzos al frente oriental. Argumentó que las fuerzas alemanas todavía contaban con un amplio espacio de reserva, que protegía al Reich de los rusos; y que en cambio debía reforzar Italia, donde se habían establecido ejércitos angloestadounidenses, y Francia, donde sin duda desembarcarían pronto. Pero mientras intentaba plantar cara a las amenazas occidentales, el 14 de enero de 1944 los rusos renovaron el asalto por el norte. La respuesta obvia era una retirada estratégica, porque ya no era creíble que los alemanes pudieran amenazar Leningrado; pero el Führer, tras cierta vacilación, insistió una vez más en que las fuerzas debían mantener sus posiciones. «Hitler sólo sabía pensar en líneas, no en movimientos —según dijo con un suspiro un oficial alemán, Rolf-Helmut Schröder, un tiempo después—. Si hubiese permitido que sus generales cumplieran con su trabajo, es probable que muchas cosas hubieran sido diferentes.»[1] Los rusos abrieron una brecha y fragmentaron la línea alemana; el 27 de enero, Stalin declaró Leningrado oficialmente liberada. Hitler envió a Model, su general favorito, para salvar la situación, pero en el plazo de un mes el nuevo comandante se había retirado cerca de doscientos kilómetros para preparar posiciones a lo largo del río Nevá, el lago Peipus y el lago Pskov. Luego el deshielo de primavera impuso el freno habitual a las operaciones.
Más al sur, los soviéticos atacaron repetidamente entre enero y marzo, pero con poca ganancia territorial. Aunque el tiempo impuso dificultades a todos los combatientes, afectaron en mayor medida a los rusos porque ellos intentaban avanzar. El 11 de febrero, Zhúkov convenció a Stalin de que aprobara una nueva maniobra envolvente. Esta vez se intentó aislar a seis divisiones alemanas en la orilla occidental del Dniéper, atrapadas entre dos cabezas de puente soviéticas. La maniobra terminó teniendo éxito y Konev fue recompensado con una estrella de mariscal, pero el 17 de febrero, treinta mil soldados alemanes huyeron del cerco. La Wehrmacht estaba demostrando con qué ferocidad podía responder en circunstancias desesperadas.
Aún más al sur, durante el mes de marzo, tres de los apodados como frentes ucranios se abrieron paso hacia el oeste, con gran energía. Los comandantes alemanes que hallaron en su camino, Kleist y Manstein, desafiaron las órdenes expresas de Berlín al emprender retiradas de importancia, para salvar de la destrucción a formaciones amenazadas. Hitler replicó dictando el cese de los dos mariscales de campo y situando en su lugar a Model y el implacable Ferdinand Schörner, al que atribuía una brutalidad que juzgaba indispensable para aquel momento. Schörner organizó una defensa a ultranza de Crimea, en contra de su propio criterio, pero a la postre tuvo que aceptar lo inevitable: el 12 de mayo, fueron evacuados por vía marítima 27 000 supervivientes de una guarnición de 150 000 hombres. Los rusos habían conservado Sebastopol durante 250 días, pero los alemanes abandonaron la fortaleza tras defenderla durante sólo una semana.
El capitán Nikolái Belov escribió desde el frente, a mediados de abril: «Todo se está fundiendo. Aquí habrá una cantidad increíble de fango, que no se despejará hasta junio[2]». Aquella primavera, las condiciones del pueblo ruso mejoraron algo: la Luftwaffe podía reservar pocos aviones para el bombardeo de ciudades y civiles; en muchos puntos se puso a trabajar a los prisioneros alemanes, para que limpiaran zonas de escombros. En muchos miles de kilómetros cuadrados de territorio disputado, soldados y civiles fueron sorteando vehículos destrozados, trincheras abandonadas, minas por estallar y aldeas reducidas a cenizas. En comunidades que se hallaban al borde del precipicio, puesto que sobrevivían con una ración diaria de trescientos gramos de pan, la población local codiciaba los alimentos que se daba a los prisioneros de guerra alemanes, pero admitía que eran buenos trabajadores. El NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) y el Smersh —«el bacilo soviético de la desconfianza», en palabras de una historiadora—[3] emprendieron una caza implacable de supuestos traidores, colaboradores y espías en áreas que había ocupado la Wehrmacht. En Chernigov, por ejemplo, colgaron durante días de una horca situada en la plaza mayor los cadáveres de cuatro traidores; uno de ellos, una mujer.
Los habitantes de Kiev aconsejaban a los visitantes que desconfiaran de ciertas chicas de la ciudad: «Han dormido con los alemanes por un trozo de salchicha». Los refugiados regresaban a la ciudad en un flujo constante, arrastrando sus miserables propiedades en carretas y carretillas. Los tranvías comenzaron a circular de nuevo y algunas tiendas y cines reabrieron sus puertas; se podía obtener agua de las bocas de riego de la calle e incluso se pudo disponer, de forma esporádica, de electricidad. Pero seguían haciendo falta largas horas de cola para tener la oportunidad de comprar algún producto y las calles continuaban sin limpieza[4]. Aún colgaban de algunas paredes carteles de la propaganda nazi e imágenes de «Hitler el libertador». Había decenas de millones de rusos que vivían en condiciones de indigencia. Cuando tres pilluelos callejeros se acercaron a Lázar Brontman, corresponsal de Pravda, en una calle de Yelsk, él esperaba que le pidieran dinero o comida. Pero lo que le preguntaron fue: «Tío, ¿no tendrá algún lápiz, por casualidad? En la escuela no tenemos con qué escribir». Brontman les dio un lápiz. «Se olvidaron hasta de darme las gracias y desaparecieron a toda prisa calle abajo, absortos en su nueva adquisición y, al parecer, discutiendo sobre cuál de ellos se lo quedaría.»[5]
En mayo de 1944, 2,2 millones de soldados alemanes hacían frente a los rusos; Hitler se consolaba pensando que el enemigo seguía a novecientos kilómetros de Berlín, contando desde el punto más occidental del frente. Creía que el empuje de los soviéticos, en el verano, se centraría en la Ucrania septentrional, y repartió las fuerzas de acuerdo con esta suposición. Pero se equivocaba: los objetivos de la inminente Operación Bagratión —que, encabezada por Zhúkov, sería la ofensiva más espectacular de los soviéticos en toda la guerra— estaban en la zona defendida por el grupo de ejércitos Centro. Se preveía que comenzara en junio y su escala reflejaba los enormes recursos de los que en ese momento podía disponer el Ejército Rojo. Cerca de 2,4 millones de hombres, 5200carros blindados y 5300 aviones emprenderían el ataque inicial hacia Minsk. En la segunda fase, el segundo frente báltico y el primer frente ucranio avanzarían hacia delante por los dos flancos, aprovechando la brecha. Bagratión se caracterizaba por una ambición descomunal, pero cabe decir que la capacidad del Ejército Rojo y la vulnerabilidad de la Wehrmacht hacían factible la apuesta.
Han abundado los elogios —y son merecidos— sobre el ingenio y el éxito de las operaciones de engaño que emprendieron británicos y estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, pero se ha prestado menos atención al logro equiparable de la maskirovka soviética (literalmente, «camuflaje»). Cobró una complejidad cada vez mayor en 1943 y llegó a su punto más alto al engañar al enemigo sobre los objetivos de Bagratión[6]. Se dedicaron muchos recursos a construir tanques, cañones e instalaciones falsos, con los que convencer a los alemanes de que el ataque principal se desarrollaría en el norte de Ucrania, donde también se creaban puentes y carreteras ficticios. Entre tanto, las formaciones soviéticas que se enfrentarían al grupo de ejércitos Centro permanecían en un despliegue defensivo estático; los refuerzos sólo se desplazaron hacia arriba de noche y en situación de riguroso oscurecimiento, y hasta el último momento se mantuvieron a entre cincuenta y cien kilómetros de distancia del frente. Las intenciones de Zhúkov se fueron revelando sólo cuando y donde era absolutamente necesario y sólo a un puñado de militares destacados. Los alemanes identificaron el 60 por 100 de las fuerzas soviéticas que se enfrentarían al grupo de ejércitos Centro, pero omitieron un ejército crucial, el de la guardia blindada, por lo que supusieron que se encontrarían solamente con 1800 tanques y cañones autopropulsados, en lugar de los 5200 reales. El jefe de inteligencia de la Wehrmacht en el frente oriental, Reinhard Gehlen, pese a ser hombre muy reputado, cayó por completo en la maskirovka soviética, tan habilidosa e importante como los engaños angloestadounidenses previos al Día D. El hundimiento de las últimas ilusiones en el este sólo dependía ya de la prontitud del ataque ruso.
En todo el mundo, aquella primavera, persistió el cinismo sobre la modesta contribución angloestadounidense a la guerra, en comparación con la soviética. El comandante del cuerpo polaco en Italia, el general Władysław Anders, escribió de forma sombría a mediados de abril: «El curso de la guerra no se ha alterado; el Ejército Rojo sigue obteniendo victorias y los británicos o bien caen derrotados, como en Birmania, o bien, junto con los estadounidenses, han quedado detenidos en Italia[7]». La invasión aliada de Normandía se suele denominar como segundo frente; sin embargo, en el sur de Europa se hallaba cerca de una décima parte del ejército de Hitler, incluidas algunas de sus mejores formaciones, en situación de combate en una línea montañosa al sur de Roma y en la costa, más al norte. Los sucesivos ataques aliados contra las posiciones alemanas en torno de Monte Cassino se caracterizaron por la falta de coordinación, imaginación y, de hecho, competencia. El monasterio benedictino del siglo VI quedó arrasado por un bombardeo que empleó miles de toneladas de bombas y otros proyectiles; también se perdieron numerosas vidas de británicos, indios, neozelandeses y polacos; aun así, la plaza seguía en manos alemanas.
El cuerpo angloestadounidense que desembarcó en enero en un punto de la costa situado más al norte de Anzio, en cumplimiento de la visión personal de Churchill, quedó confinado a un estrecho perímetro que los alemanes atacaron feroz y repetidamente. «Hemos vuelto a la Primera Guerra Mundial —escribió un joven oficial de un regimiento escocés que mantenía la línea en esa zona—. Lodos profundos y pegajosos. Restos de tanques. El frío, Dios mío, el frío. Tumbas señaladas con un casco perforado de metralla. Fragmentos de alambrada. Árboles como raspas destrozadas.»[8] La invariabilidad de la vida de trinchera y el bombardeo incesante embotaban los sentidos. «La eficiencia en general, y en particular la eficiencia en combate, se reduce cuando las personas se hallan demasiado tiempo y demasiado regularmente bajo el fuego», escribió el teniente coronel Jack Toffey[9]. Por detrás del frente, la existencia bajo asedio adquiría un carácter estrambóticamente doméstico: «Esta cabeza de playa es lo más loco que haya visto nunca. Los chicos tienen sus propios caballos, aves de granja, ganado, bicicletas y todo lo que habían dejado los civiles», escribió un oficial de comunicaciones estadounidense a su hermano, que estaba en Nueva Jersey[10]. Algunos incluso plantaban huertos.
En febrero, los alemanes lanzaron un contraataque de gran fuerza contra la cabeza de playa. «Nunca en toda mi vida había visto tanta gente muerta a mi alrededor», afirmó un cabo de la guardia irlandesa[11]. Un suboficial que contemplaba horrorizado cómo los cerdos hincaban el hocico entre los cadáveres en aquella tierra de nadie, comentó con amargura: «¿Para esto luchamos? ¿Para que nos coman los cerdos?». Para los alemanes, la experiencia de Anzio fue tan dura como para los Aliados. «El ánimo no es particularmente alto, porque estos cuatro años y medio de guerra empiezan a alterar los nervios», escribió uno de los soldados de Kesselring, con notable moderación. Otro hombre observó, el 28 de enero, que llevaba una semana sin poder quitarse las botas. «El aire ruge y silba. Explotan proyectiles a nuestro alrededor.»[12] El asalto de febrero costó a los alemanes 5400 bajas, y en el diario de su ejército se lee: «Se ha vuelto muy difícil evacuar a los heridos. Hemos perdido todas las ambulancias, incluso las blindadas, y eso nos obliga a utilizar cañones de asalto y tanques Tiger[13]». Algunas unidades aliadas se vinieron abajo y huyeron hacia la retaguardia, al igual que hicieron varias unidades alemanas, castigadas por la aniquiladora artillería británica y estadounidense. Los Aliados emplearon ciento cincuenta y ocho mil balas durante las batallas de febrero, lo que supuso decuplicar las disparadas por la Wehrmacht.
Entre tanto, más al sur, aunque los Aliados seguían bloqueados en las montañas, sus enemigos no tenían razones para celebrar nada. El comandante del cuerpo alemán en Cassino, el general Fridolin von Senger und Etterlin, le dijo a un edecán: «Lo malo es seguir luchando y luchando, y sin embargo tener claro que hemos perdido esta guerra… El optimismo es el elixir de la vida para los débiles». Von Senger, un raro e indiscutible «alemán bueno», prestó servicio militar como el excelente profesional que era. Pero sus hombres vivieron un infierno bajo el bombardeo y la artillería aliados, que redujo la ciudad a ruinas, tanto como el monasterio que se levantaba sobre ella, en la montaña. Las explosiones hacían volar a los hombres por los aires como si fueran «trozos de papel». Un teniente alemán describió así los ataques aéreos de marzo: «Ni siquiera nos veíamos los unos a los otros. Todo lo que podíamos hacer era tocar al hombre de al lado. La negrura de la noche nos rodeaba y en la lengua sentíamos el gusto de la tierra quemada[14]». Pero aunque las nubes de polvo no se retiraban y los tanques y la infantería aliados empezaron a avanzar, los alemanes no cejaron de defenderse; y los cráteres y escombros creados por las bombas obstruían a los atacantes, no a los defensores. «Por desgracia, combatimos contra los mejores soldados del mundo. ¡Qué hombres!», escribió Alexander a Brooke, con desencanto, el 22 de marzo.
La brecha abierta en Italia, cuando al fin se produjo, fue tan tardía e incompleta que no animaba al triunfalismo: el 12 de mayo, Alexander lanzó su primer ataque planeado con inteligencia, con dos ofensivas simultáneas de las fuerzas aliadas. Se engañó a Kesselring, haciéndole temer un nuevo desembarco anfibio por detrás de su frente, con lo que retuvo a sus reservas. Los hombres del general Alphonse Juin, del cuerpo de expedicionarios franceses, interpretaron un papel prominente al arrasar la línea de Hitler al suroeste de Cassino, mientras que las fuerzas polacas derrotaron a las defensas situadas al norte del monasterio. Los estadounidenses atacaron por la izquierda, justo tierra adentro desde el mar. Los alemanes, con el frente roto, iniciaron una retirada general hacia el norte. El 23 de mayo, Alexander ordenó salir desde la cabeza de playa de Anzio, sitiada durante cuatro meses. Muchas unidades alemanas quedaron reducidas a un tercio de sus fuerzas, si no menos. «El corazón me sangra cuando miro cómo ha quedado mi hermoso batallón —le escribió un oficial a su esposa—… Hasta pronto, espero que en días mejores.»[15]
La Operación Diadema, como se denominó en clave la ofensiva de mayo, ofreció a los Aliados la única oportunidad de que dispusieron entre 1943 y 1945 de lograr la derrota completa de los ejércitos de Kesselring en Italia, a condición de que les hubieran cortado la retirada. Pero el general Mark Clark desdeñó ese objetivo, lo cual, unido a su obsesión de obtener la gloria personal de tomar Roma, ha pasado a engrosar la leyenda de la guerra; el hecho de que desobedeciera las órdenes recibidas puso de relieve su ineptitud en la comandancia de un ejército. Alexander, que era un comandante en jefe débil, no era un hombre capaz de controlar al anglófobo Clark y también a él cabe achacarle una parte importante de la responsabilidad por la falta de agilidad con que los Aliados desarrollaron Diadema. El 4 de junio, cuando cayó la capital italiana, Kesselring completó la retirada a una nueva posición defensiva fuerte, la Línea Gótica, que recorría un eje noroccidental anclada en los Apeninos, entre Spezia en la costa oeste y Pesaro en la este.
Sin embargo, parece justo medir las decepciones que los Aliados experimentaron en Italia durante junio de 1944 en paralelo a las sufridas por sus ejércitos en otras zonas: la Wehrmacht exhibió una determinación y una pericia constantes para escapar de las maniobras envolventes, tanto en el frente occidental como en el oriental. Una y otra vez los rusos cercaban a los ejércitos alemanes, pero no podían impedir su huida. Aunque Clark hubiera cerrado las carreteras italianas hacia el norte, es probable que las fuerzas en retirada de Kesselring se hubieran abierto paso a través del bloqueo. Si en Diadema no se supo traducir el éxito táctico en uno estratégico, algo similar ocurrió unas pocas semanas más tarde cuando una parte sustancial de las fuerzas alemanas escaparon de la bolsa de Falaise, en Normandía; e igualmente, en enero de 1945, cuando los estadounidenses se negaron a cortar la retirada de Von Rundstedt al huir éste de las Ardenas.
En Italia, los Aliados tuvieron que contentarse con evitar las penalidades de las tablas invernales y avanzar cuatrocientos kilómetros. Una vez quedó claro que no había forma de lograr una victoria decisiva en aquel teatro, los estadounidenses provocaron la furia de Churchill al insistir en rebajar la intensidad de la ofensiva: retiraron a seis divisiones estadounidenses y francesas para que se unieran a la batalla de Francia. Durante los últimos ocho meses de la contienda, a ojos de Washington, el único mérito de las últimas y residuales operaciones de Italia fue que mantuvieron ocupadas a veinte divisiones alemanas que, de otro modo, habrían estado defendiendo el Reich contra Eisenhower o Zhúkov.
Hitler recibió la noticia de la retirada italiana con un fatalismo inusitado en él. A finales de la primavera de 1944 sabía que, a las pocas semanas, sus ejércitos se enfrentarían a una gran ofensiva rusa. Resultaba vital rechazar primero la invasión angloestadounidense de Francia, que era a todas luces inminente. Si lo conseguía, era improbable que los ejércitos aliados pudieran organizar un nuevo asalto en la costa del Canal antes de 1945; la mayoría de las fuerzas alemanas en el oeste podría pasar al frente ruso y, con ello, mejorar radicalmente las posibilidades de repeler la ofensiva de Stalin. Aunque era un escenario poco plausible, según pensaban los generales alemanes, Hitler racionalizó su estrategia alimentando esta clase de esperanzas. Así pues, todo dependía del resultado del intento de invasión de Eisenhower.
En el bando aliado, también estaba claro cuánto estaba en juego en aquellos días. La comparación de las fuerzas respectivas, sobre el papel, indicaba que se impondrían los angloestadounidenses, sobre todo gracias a su apabullante potencial aéreo. Pero las operaciones anfibias en el Mediterráneo no habían hecho nada para favorecer la autocomplacencia: en Sicilia, como también en Salerno y Anzio, las fuerzas habían desembarcado en el caos y les había faltado sólo un pelo para sucumbir al desastre. Los británicos siempre habían mostrado aprensión a la idea de luchar grandes batallas en Francia: en 1943, cuando el teniente general sir Frederick Morgan empezó su labor como principal planificador aliado del Día D, halló «evidente que el Ministerio de Guerra británico no tenía en gran consideración el proyecto, salvo como proeza de instrucción de gran nivel… Los británicos se habían sumado a la expedición, desde el principio, con la mayor de las reticencias, por decirlo con un eufemismo[16]». En mayo de 1944, Churchill y Brooke seguían estando marcados por el caos de Anzio.
Los jefes del aire británico y estadounidense también eran hostiles al proyecto. Como se consideraban próximos a lograr la derrota de Alemania mediante el bombardeo estratégico, acogían con sumo desagrado la desviación de sus aparatos en apoyo de la invasión. Churchill tenía sus propias objeciones en contra del bombardeo de las vías férreas francesas, debido a que era inevitable que provocara bajas de civiles, mostrando una sensibilidad que disgustó al comandante en jefe del Mando de Bombarderos, sir Arthur Harris, que comentó: «Personalmente, no me importaba lo más mínimo si mataba a franceses o no. Deberían haber estado luchando aquella guerra por sí mismos. Pero Winston me acosaba sin parar[17]». Roosevelt, Marshall y Eisenhower impusieron su opinión sobre la del primer ministro. En el transcurso de la guerra, las bombas aliadas mataron a unos setenta mil franceses; así, en Francia los «daños colaterales» incluyeron casi un tercio más de civiles muertos por accidente que los británicos que murieron por el ataque deliberado de la Luftwaffe contra su isla. El bombardeo interpretó un papel clave en ralentizar la concentración de fuerzas alemanas posterior al Día D, pero el precio fue alto.
Si los pueblos de las naciones aliadas aguardaban con impaciencia la invasión de Francia, algunos de los que debían desempeñarla mostraban menos entusiasmo: los soldados británicos que había prestado varios años de servicio en el norte de África y en Italia lamentaban que les pidieran arriesgar la vida de nuevo en Normandía. Sentían que había llegado el turno de otros. «¿Hay alguien más combatiendo en esta guerra?», pidieron saber unos soldados enfadados de la LI.a división de las Highland, que, en opinión de uno de sus oficiales de mayor rango, se había «ablandado, más que endurecido» tras pasar seis meses de instrucción en Inglaterra a la vuelta del Mediterráneo[18]. Entre otros veteranos del Mediterráneo, «el III.o de tanques del Rey estuvo a punto de amotinarse antes del Día D», escribió más adelante el comandante de brigada Anthony Kershaw[19]. «Pintaron las paredes del cuartel de Aldershot con eslóganes como “No al segundo frente” y, de no haber sido por el nuevo oficial al mando —el mejor de cuantos oficiales de un regimiento blindado conocí durante la guerra—, creo que realmente habrían llegado a amotinarse de verdad».
Pocas unidades británicas de las que habían luchado en el Mediterráneo rindieron de modo impresionante durante la campaña del noroeste de Europa, lo que no parece nada extraño; miraban con recelo a los millones de soldados británicos y estadounidenses que hasta la fecha habían escapado a los combates. En el Día D, treinta meses después de Pearl Harbor, aún no se había desplegado en ultramar la mitad de los ocho millones de hombres del ejército estadounidense y eran muchos más los que aún no habían entrado en acción. Por ejemplo, la XXIV.a división de infantería pasó diecinueve meses como mera guarnición en Hawái, a los que siguieron otros siete meses en Australia, entrenándose para la guerra en la jungla; algunos de sus hombres eran soldados de carrera desde antes de la guerra, por lo que podían ser elegidos para regresar a Estados Unidos antes de que su formación viviera un solo día de combate. Treinta meses después de que Estados Unidos entrara en la guerra, eran menos de una docena las formaciones estadounidenses que habían combatido contra los alemanes. Similarmente, muchos soldados británicos habían estado instruyéndose en Inglaterra desde 1940: según los datos estadísticos, en mayo de 1944,menos de la mitad del ejército de Churchill había disparado en combate (si se toman en cuenta las tropas que desarrollaban funciones que no suponían combate, como labores de apoyo y guarnición). Y aunque la campaña que lidiaron luego las fuerzas de Montgomery demostró ser ardua y sangrienta, fue breve, en comparación con la lucha librada en otros frentes.
Sólo la incansable presión de Estados Unidos sobre los líderes británicos pudo extraer un compromiso con el Día D. Ello da un tinte irónico al hecho de que los británicos se quedaran para sí los puestos de mando iniciales de la invasión: Montgomery dirigió las tropas de tierra británicas y estadounidenses; Ramsay, la flota, y Leigh-Mallory, la fuerza aérea. Aunque Dwight Eisenhower era el comandante supremo, Montgomery se engañó a sí mismo pensando que podría retener el control operativo de los ejércitos aliados en todo el camino a Berlín, con su jefe americano como simple mascarón de proa. La indefectible insensibilidad del pequeño general le hizo aferrarse a esta ambición hasta los últimos meses de la guerra.
La planificación meticulosa y la inmensidad del armamento prometía el éxito de la Operación Overlord, pero lo imprevisible del tiempo y la calidad del ejército alemán insuflaban aprensión en el pecho de muchos británicos y estadounidenses. Las consecuencias del fracaso serían necesariamente horribles: la moral de la población civil se hundiría a plomo en uno y otro lado del Atlántico; habría que despachar y sustituir a los principales comandantes; y el prestigio de los Aliados occidentales —a los que Stalin reprochaba desde hacía tiempo una actitud pusilánime— quedaría seriamente tocado, al igual que la autoridad de Roosevelt y Churchill. Incluso después de tres años de desgaste en el este, el ejército alemán seguía siendo una fuerza de combate formidable. Era vital que Eisenhower se enfrentara a las sesenta divisiones de Von Rundstedt en el oeste con un potencial de combate superior. Sin embargo, los invasores contaban con el apoyo de una «cola» de apoyo y logística tan vasta, que, incluso cuando alcanzaran su fuerza máxima en 1945, sólo desplegarían sesenta divisiones de combate estadounidenses y otras veinte británicas y canadienses. El poder aéreo, junto con una impresionante fuerza blindada y de artillería, debía compensar la inadecuación de los números de la infantería.
Churchill y Roosevelt se hicieron merecedores de la gratitud de sus naciones por retrasar el Día D hasta 1944, cuando sus propios recursos habían llegado a ser enormes y los de Hitler se hallaban muy disminuidos; las pérdidas que sufrieron los Aliados en la posterior campaña continental fueron sólo una fracción de lo que habrían tenido que ser si el Día D hubiera llegado antes. Para los jóvenes que emprendieron el asalto el 6 de junio de 1944, sin embargo, estas grandes verdades no significaban nada: sólo reconocían el peligro mortal que debían encarar todos y cada uno de ellos para franquear el Muro Atlántico de Hitler. La invasión comenzó con el lanzamiento de una división aerotransportada británica y dos estadounidenses, en la noche del 5 de junio. El desembarco aerotransportado fue caótico pero logró sus objetivos: confundir a los alemanes y apoderarse de los flancos de la zona de asalto; los paracaidistas se enfrentaron a todas las fuerzas enemigas con las que se encontraron con una energía digna de tales formaciones de élite.
El sargento Mickey McCallum no olvidó nunca su primer tiroteo, a las pocas horas del desembarco: un ametrallador alemán hirió mortalmente al hombre que tenía a su lado, el soldado Bill Attlee. McCallum preguntó a Attlee «si la herida era grave». El soldado replicó: «Me estoy muriendo, sargento Mickey, pero vamos a ganar esta puta guerra, ¿eh? Pues claro que sí, joder». McCallum no sabía de dónde venía aquel soldado, pero por su forma de hablar, dedujo que quizá fuera de la costa Este norteamericana. Se conmovió profundamente al ver que el soldado, en sus últimos momentos, pensaba en la causa, antes que en sí mismo[20]. En las horas y los días siguientes, muchos otros jóvenes mostraron un temple similar y se vieron obligados a hacer el mismo sacrificio. En el alba del 6 de junio, seis divisiones de infantería con apoyo blindado desembarcaron en las playas de Normandía a lo largo de un frente de unos cincuenta kilómetros; una formación canadiense y dos británicas desembarcaron a la izquierda, y tres divisiones estadounidenses, a la derecha.
La Operación Overlord fue la misión combinada más vasta de la historia. Cerca de 5300 barcos transportaron a 150 000 hombres y 1500 tanques, que estaba planeado que desembarcaran en la primera oleada, con el apoyo de 12 000 aviones. En la costa francesa, aquella mañana, se desarrolló un drama en tres dimensiones de una magnitud que el mundo no volvería a contemplar nunca. Las tropas británicas y canadienses se lanzaron a tierra en las playas denominadas Espada, Juno y Oro. Usaron una tecnología blindada innovadora para superar unas defensas ocupadas en muchos casos por las Osttruppen (tropas orientales) del imperio de Hitler. «Fui el primer tanque en bajar a la costa y los alemanes me recibieron con balas de ametralladora. Pero cuando nos detuvimos en la playa, sólo entonces se dieron cuenta de que éramos un tanque, porque retiramos la falda de lienzo, el aparato de flotación. Entonces vieron que éramos Sherman.»[21] El soldado Jim Cartwright, de los Lancashire del Sur, dijo: «Nada más tocar la playa, quería alejarme del agua. Creo que crucé la playa como una liebre».
Los estadounidenses se apoderaron de Utah, el codo de la península de Cherburgo, con pérdidas escasas. «Bueno, suena algo tonto, pero no fue nada distinto de un ejercicio —se admiró un soldado raso—. Paleamos hasta la costa como niños en un cocodrilo y subimos por la playa. Nos lanzaron unos pocos proyectiles, pero cayeron lejos. Creo que me sentí incluso un poco decepcionado, un poco desanimado.»[22] Más al este, en la playa de Omaha, por el contrario, los estadounidenses sufrieron las bajas más graves del día, con más de ochocientos muertos. La unidad defensora alemana, aunque no era de élite, estaba compuesta por tropas mejores que las que operaban en la mayor parte del frente del Canal, y respondió a los invasores con un fuego vigoroso y sostenido. Don Whitehead, corresponsal de AP, escribió:
Nadie daba un paso adelante contra los invasores. Los heridos, empapados en agua fría, yacían entre la grava. «Ay, Dios mío, déjame en el bote», gimoteaba un joven casi delirante. A su lado un chico tiritaba y cavaba en la arena con las manos desnudas. Estallaban proyectiles por todas partes, algunos tan cerca que nos arrojaban encima una lluvia de tierra y agua negra[23].
Un soldado raso escribió:
Había hombres que lloraban de miedo, que se defecaban encima. Yo estaba ahí estirado con algunos otros, petrificado, sin poder moverme. Nadie hacía nada, sólo estar ahí estirados. Era como una parálisis colectiva. No veía a ningún oficial. En algún momento algo me golpeó en el brazo. Pensé que me había alcanzado una bala… Pero era la mano de alguien, arrancada de cuajo por algo. Fue demasiado.
Durante media mañana, el asalto a Omaha estuvo a punto de fracasar; sólo después de varias horas de aparente situación de tablas en la arena hubo grupos pequeños de hombres resueltos —con un papel notable de los Ranger— que se abrieron camino por los riscos que ascendían sobre el mar y fueron derrotando poco a poco a los defensores. Cuando se transmitió la noticia de la invasión, multitud de iglesias de las naciones aliadas se llenaron de personas que no solían acudir a los servicios religiosos, pero que ahora unían sus rezos por la suerte de los hombres de sus fuerzas armadas. En la radio estadounidense se cancelaron las pausas publicitarias, mientras millones de personas escuchaban con ansia los diversos boletines e informes en directo desde la cabeza de playa. Se abandonaron las huelgas industriales y se multiplicó la donación de sangre en la población civil. En Europa, millones de poblaciones oprimidas y amenazadas experimentaron un chorro de emoción. Como judío de Dresde, Victor Klemperer tenía más razones que la mayoría para alegrarse, pero las decepciones pasadas lo habían vuelto cauto. Comparó la reacción de su esposa con la suya propia: «Eva estaba muy emocionada, le temblaban las rodillas. Yo en cambio me quedé bastante frío, ya no soy capaz, o quizá aún no, de confiar… Apenas logro imaginar que viviré para ver el final de esta tortura, de estos años de esclavitud[24]».
En cuanto a los soldados de Hitler en Francia, «en la mañana del 6 de junio, vimos todo el poderío de los ingleses y los estadounidenses», según escribió un hombre a su mujer, en una carta que se halló luego en su cadáver. Decía:
En el mar, a poca distancia de la costa, se había desplegado la flota, un número incontable de buques pequeños y grandes, dispuestos como para una exhibición, para un espectáculo grandioso. Nadie se lo habría creído sin verlo con sus propios ojos. El silbido de los proyectiles y el estruendo de las explosiones que nos rodeaban creaban la peor clase de música. Nuestra unidad ha sufrido terriblemente; tú y los chicos podéis alegraros de que haya sobrevivido. De nuestra compañía sólo queda un puñado, un puñado minúsculo de hombres[25].
El teniente Martin Poppel, paracaidista de la Luftwaffe y durante mucho tiempo ardiente defensor del nazismo y confiado en la victoria, escribió el 6 de junio: «Según vamos viendo, éste es de veras el gran día de los Aliados…, lo que por desgracia supone que también ha llegado el nuestro[26]». Geyr von Schweppenburg, que dirigía el Grupo Acorazado Oeste, estaba convencido de que Rommel, que dirigía el despliegue por detrás del Muro Atlántico de Hitler, se equivocaba al apostarlo todo a una «defensa avanzada». Von Schweppenburg había instado a mantener atrás las divisiones blindadas, reunidas para un contraataque feroz. No obstante, al igual que los comandantes alemanes más serios en sus reflexiones, creía que el resultado era inevitable, independientemente del despliegue que pudieran hacer los defensores. «Nunca podríamos haber derrotado un intento de desembarco o alojamiento de los Aliados sin una fuerza aérea, y carecíamos por completo de ella.»[27]
Pasado el mediodía del 6 de junio —demasiado tarde para tener esperanzas de éxito realistas—, la XXI.a división acorazada escenificó un contraataque sobre el frente británico, fácilmente detenido mediante los cañones anticarro y los Sherman «Firefly» de 17 libras. Al caer la noche, las fuerzas de Eisenhower se habían asentado con seguridad y controlaban perímetros de entre ochocientos metros y cinco kilómetros tierra adentro, que se fueron enlazando en los días posteriores. En las líneas alemanas, Martin Poppel escribió: «Todos admitimos que a [nuestro] batallón lo han arrojado al combate en solitario y con pocas esperanzas de éxito… Los hombres están de los nervios… Todo el mundo está que se caga de miedo en esta noche escalofriante y no logro que se muevan sin jurar ni maldecir[28]».
En las playas, acudían en masa nuevos refuerzos mediante un puente de lanchas de desembarco, de modo que al terminar el primer día posterior al Día D, Montgomery había desplegado a 450 000 hombres. También empezaron a volar los primeros cazas aliados, desde aeródromos improvisados localmente; la Luftwaffe estaba tan castigada por los meses de desgaste sobre Alemania, que sus aviones apenas inquietaron a los invasores. Los pilotos aliados se maravillaban ante el contraste que arrojaba la vista diurna de la cabeza de playa, donde se veía avanzar con impunidad a largas columnas de vehículos, y la quietud de las líneas del enemigo: los alemanes sabían que cualquier movimiento visible atraería sobre sí a los cazabombarderos. Las fuerzas de Rommel sólo podían desplegarse en otra zona y abastecerse durante las breves horas de oscuridad de los días de verano; su propio comandante resultó herido más tarde por un cazabombardero.
La batalla del Día D sólo causó la muerte de tres mil británicos, estadounidenses y canadienses, un coste desdeñable para un logro estratégico tan decisivo. La población de Normandía, en cambio, pagó cara su liberación, pues aquel 6 de junio padeció el mismo número de muertos que los invasores. Los soldados aliados conmocionaron a la población local por su desprecio a la propiedad civil; una unidad de Asuntos Civiles comentó en Ouistreham: «Las tropas saquean casi por costumbre. Hoy el prestigio británico se ha venido abajo en este lugar[29]». Son similares las palabras con las que una francesa describió el saqueo de su hogar en Colombières, por parte de soldados canadienses: «El asalto afectó a todo el pueblo. Con camiones y carretillas, los hombres lo robaban, pillaban y saqueaban todo… Hubo peleas sobre quién se llevaba cada cosa. Se quedaron con ropa, botas, comida, incluso el dinero de nuestra caja fuerte. Mi padre no pudo pararlos. Desaparecieron los muebles; robaron incluso mi máquina de coser[30]». A lo largo de la campaña, el pillaje siguió siendo una práctica universal en los ejércitos de Eisenhower, sin que hubiera apenas restricciones de sus comandantes. Entre tanto, durante la feroz guerra de desgaste que se inició a continuación, las bombas y los proyectiles aliados mataron a cerca de veinte mil personas en el noroeste de Francia.
Eisenhower y sus generales habían reconocido siempre que la «batalla de la acumulación de fuerzas», en las semanas posteriores al Día D, sería tan crucial como los desembarcos: si los alemanes podían concentrar las fuerzas en Normandía con más celeridad que los Aliados, quizá todavía podrían desalojar a los invasores; así lo esperaba y exigía Hitler. Los planificadores de engaños aportaron una contribución vital gracias a la tan compleja como brillante Operación Fortaleza, que convenció a los alemanes de que persistía una amenaza contra el paso de Calais, donde permanecieron durante varias semanas fuerzas importantes. Pero aunque la destrucción de los enlaces ferroviarios y puentes de carretera por parte de las fuerzas aéreas ralentizó la llegada de refuerzos, a lo largo de junio y julio entraron nuevas formaciones en Normandía, que luego se fueron vertiendo en el caldero poco a poco. La campaña de once semanas se convirtió, de lejos, en la más costosa de la guerra occidental, y Normandía fue el único campo de batalla donde los índices de bajas se equipararon por breve tiempo con los del frente oriental. Aunque el Día D poseía una enorme significación simbólica y encabeza la fascinación de la posteridad, los combates siguientes fueron mucho más sangrientos: por ejemplo, mientras que a la compañía D del regimiento británico de Oxfordshire y Buckinghamshire capturar con éxito el «puente de Pegaso», que cruzaba el canal de Caen, en las primeras horas del 6 de junio, sólo le costó dos muertos y catorce heridos, al día siguiente sufrió sesenta bajas en una acción menor e inconcluyente en Escoville.
En el flanco oriental, Montgomery había elegido para los británicos unos objetivos iniciales ambiciosos, incluida la toma de la ciudad de Caen. Como era de esperar, sin embargo, el 6 de junio se perdió impulso cuando las tropas que avanzaban desde las playas hacia el interior quedaron retrasadas por un laberinto de posiciones defensivas fortificadas y fuerzas de bloqueo desplegadas con premura. Durante los días siguientes, un combate obstinado permitió consolidar la cabeza de playa y ganar algo de terreno, pero las formaciones alemanas, entre las que destacaba la XII.a división Panzer SS, impidieron que se abriera una brecha decisiva. Una y otra vez, las tropas británicas intentaron avanzar pero se vieron frenadas por los tanques y la infantería enemigos, que luchaban con su energía habitual.
Según palabras de un oficial de los King’s Own Scottish Borderers:
El ataque requería cruzar unos mil metros de campos despejados, de cultivo de cereales, que se alejaban del bosque de Cambes. Apenas habíamos cruzado la línea de salida cuando el enemigo reaccionó con ferocidad, con metralletas bien situadas y un intenso fuego de mortero que barría nuestras compañías cada vez que avanzaban. Era una situación que casi recordaba algunos campos de batalla de la Primera Guerra Mundial… Podíamos ver cómo las balas trazadoras pasaban azotando los cereales[31].
El sargento Robert Macduff, de los Wiltshire, dijo: «Una de las escenas que no podré borrar nunca de mi mente son los brazos y piernas tirados en las cunetas y cubiertos de gusanos. El hedor era repulsivo. Habían matado a alguien, alguien se había ido para siempre… Ése era mi destino, de no haber mediado la gracia de Dios[32]». El general de brigada Frank Richardson, uno de los más capaces oficiales del estado mayor de Montgomery, escribió más adelante sobre los alemanes, a los que admiraba sin reservas: «A menudo me he preguntado cómo hicimos para derrotarlos al fin[33]».
Pero la Wehrmacht también era capaz de cometer pifias extraordinarias, e hizo muchas en Normandía, sobre todo antes de que sus comandantes comprendieran hasta qué punto podían los Aliados castigar los movimientos diurnos. El 8 de junio, un suboficial alemán situado cerca de Brouay escribió: «Aquí encontramos una de las imágenes más terribles de la guerra. Mediante sus armas pesadas el enemigo había cortado a pedazos, prácticamente, varias unidades de la división Panzer Lehr. [Los semioruga] y el equipo estaban destrozados; junto a ellos, por el suelo, e incluso colgando de los árboles, había miembros de los camaradas muertos. Un silencio horrible lo cubría todo[34]». El 9 de junio, una docena de Panther de la XII.a división Panzer SS lanzó una carga frontal implacable contra un grupo de canadienses situados en Bretteville. El sargento de la SS Morawetz describió lo que ocurrió a continuación:
Toda la compañía se movía como un cuerpo, a gran velocidad y sin parar en ningún momento, en un frente amplio… Tras un estallido sordo y un balanceo, como si hubieran hecho saltar una oruga, el vehículo se paró. Cuando miré a la izquierda, por azar vi cómo arrancaban la torreta del Panzer que conducía por el flanco izquierdo. En ese mismo momento, después de otra explosión menor, mi vehículo empezó a arder… Paul Veith, el artillero que se sentaba frente a mí, no se movía. Salté al exterior y vi llamas que salían de la escotilla abierta como si fuera un soplete… A mi izquierda, otros Panzer en llamas… Todos los tripulantes sin excepción se quemaron el rostro y las manos… Toda la zona estaba bajo el fuego de la infantería[35].
A los pocos minutos, siete Panther fueron destruidos por los cañones anticarro; cuando su comandante regresó tras recibir el tratamiento médico requerido por unas heridas sufridas en una acción anterior, halló a su regimiento tristemente disminuido. La futilidad del ataque lo hizo exasperarse: «Podría haber llorado de rabia y pesar».
Los estadounidenses combatieron en varias batallas duras para asegurar el control de la península de Cherburgo, donde los campos pequeños, los terraplenes pronunciados y los densos setos de aquel paisaje de bocage[*20] permitió a los defensores causar bajas importantes a cambio de cada adquisición menor. Según un oficial de infantería de Estados Unidos:
No salían: teníamos que desenterrarlos. Era un asunto lento y peliagudo, en el que no se podía perder la cautela. Nuestros hombres no cruzaban los campos abiertos en cargas dramáticas… Lo hacían así al principio, pero pronto aprendieron vías mejores. Iban en grupos minúsculos, de un pelotón o menos, separados varios metros entre sí y pegándose a los setos de cada lado del campo. Se arrastraban unos metros, se agachaban, esperaban y luego se arrastraban unos metros más[36].
Los soldados de las divisiones aerotransportadas estadounidenses esperaban que tras el Día D los retirasen del combate para poder preparar otro asalto aerotransportado, pero no fue así: lucharon en Normandía durante cinco semanas. Mostraron una agresividad y un compromiso del que carecieron algunas formaciones de infantería y su contribución fue crucial. Un informe operativo del I.er ejército de Estados Unidos destacó
la urgente necesidad de insuflar un espíritu agresivo en el soldado de infantería… Muchas unidades no adquieren esta actitud hasta mucho tiempo después de entrar en combate y algunas no llegan a adquirirla nunca. Por otro lado, las unidades que incluyen personal especialmente seleccionado, como las aerotransportadas y las tropas de asalto, exhibieron un ánimo agresivo desde el principio[37].
Cada vez que los alemanes intentaban atacar, quedaban destrozados por la artillería, los cazabombarderos y los cañones anticarro; pero solamente los Aliados tenían el imperativo estratégico de avanzar. Los británicos perdieron un elevadísimo número de tanques en una serie de intentos infructuosos de abrir brecha hacia Caen y las zonas de más allá; los contraataques del enemigo deshacían a menudo las victorias locales. «En esencia, nosotros éramos defensivos, mientras que los alemanes eran esencialmente atacantes, tanto por naturaleza como porque luchaban por sobrevivir», según escribió el comandante Anthony Kershaw[38]. «No somos soldados muy atrevidos y la caballería inglesa nunca ha sido muy buena». Los ataques de la infantería aliada adolecían de falta de imaginación y escasa coordinación con las unidades blindadas.
Las dimensiones, la dirección de los generales y la eficiencia institucional de los ejércitos es lo que más influye en los resultados del campo de batalla, y así ocurrió también en Normandía. Pero la calidad de los sistemas armamentísticos rivales, especialmente de los tanques, también desempeñaba un papel importante. Los ejércitos británico y estadounidense poseían una artillería excelente. Los estadounidenses pertrecharon a sus infantes con un buen rifle automático, el M1 Garand, pero una metralleta ligera de escasa calidad, la BAR. Su lanzagranadas anticarro portátil, el bazuca de 2,36 pulgadas —el nombre de bazooka deriva de un extraño instrumento de viento inventado por el cómico estadounidense Bob Burns—, no tenía la penetración adecuada. El ejército británico se jactaba de poseer un rifle fiable, el Lee-Enfield Mk IV de carga única y balas de 7,70 milímetros, además de la metralleta ligera Bren, muy apreciada.
Los alemanes tenían armas mejores. En particular, podían generar una violencia extraordinaria con su ametralladora MG42 de alimentación por banda, conocida entre los Aliados como «Spandau», de la que se produjeron unas setecientas cincuenta mil unidades. En combate, la áspera cadencia de fuego de 1200 rpm. de la MG42 sonaba mucho más letal que el lento martilleo (500 rpm.) de la Bren o la BAR. Británicos y estadounidenses también tenían metralletas pesadas Vickers y Browning, pero la MG42, que se fabricaba fácilmente a partir de troquelados metálicos y era capaz de cambiar de cañón en cinco segundos, fue un factor clave del elevado rendimiento táctico del ejército alemán. Lo mismo cabe decir del lanzagranadas anticarro portátil Panzerfaust a corta distancia era letal —mucho más que el bazuca estadounidense o el PIAT británico— y se producía a un ritmo de doscientas mil unidades al mes, por lo que el Faust interpretó un papel importante en la contención de los blindados alemanes en 1944-1945, cuando la Wehrmacht carecía de los suficientes cañones anticarro. También se manejaron con un efecto formidable el cañón dual de 88 milímetros y el mortero multicañón Nebelwerfer.
Todos los ejércitos europeos tenían metralletas para el combate a corta distancia. La Sten británica de nueve milímetros era un arma adecuada y producida por millones con un coste que cayó hasta las 2,87 libras esterlinas. De la Thompson 0,45 del ejército estadounidense se apreciaba su fiabilidad, pero su fabricación ascendía a cincuenta libras por pieza. En 1944-1945, el grueso de las unidades estadounidenses empleaba la M3, apodada «pistola de engrase», más sencilla y económica. Los soldados aliados envidiaban las pistolas automáticas alemanas MP38 y MP40, que denominaban «Schmeisser», aunque este diseñador no tuvo nada que ver con su creación: se fabricaban en los talleres de Berthold Geipel. Hacia el final de la guerra, los alemanes también adquirieron pequeñas cantidades de un excelente rifle de asalto, el MP43, antecesor de toda una generación de las armas de infantería europeas.
No obstante, el problema más grave de los Aliados era la inferioridad de sus tanques: la ventaja numérica valía de poco cuando los proyectiles británicos y estadounidenses rebotaban a menudo en el excelente blindaje de los Tiger y Panther alemanes, a diferencia de lo que ocurría con los Sherman, Churchill o Cromwell, que casi siempre resultaban destruidos por tal clase de impactos. Un oficial de blindados británico, después de que su Cromwell fuera alcanzado por un 88 milímetros lanzado desde un Tiger, describió lo ocurrido con palabras conmocionadas:
Una cortina de llamas subió lamiendo la torreta y mi boca estaba llena de arena y pintura quemada. «¡Todos fuera!», grité y salté de allí… Ahí estaban mis hombres, escondidos detrás de un grosellero, todos sanos y salvos, de milagro. Joe, el piloto, estaba blanco y temblaba, agazapado y con el revólver desenfundado. Tenía el aspecto de una rata acorralada… El Tiger se alejó sin daño y su comandante saludaba con el sombrero y reía… Las manos nos temblaban hasta el punto de que apenas podíamos encendernos un cigarrillo[39].
Aunque los tanques aliados se podían reemplazar sin fin, es difícil exagerar el impacto que tuvo la superioridad de los blindados alemanes sobre la moral de las unidades aliadas. Según el capitán Charles Farrell: «Creo que no había ningún comandante de blindados británico que no hubiera cambiado felizmente sus “beneficios marginales” por un tanque de la misma clase que los Tiger o Panther alemanes[40]».
«Todos estábamos muy asustados —escribió un oficial tanquista británico al respecto de una noche pasada en la sierra de Bourgébus, durante uno de los choques más feroces entre blindados— y dos hombres del carro del cabo de mi tropa vinieron a decirme que preferirían enfrentarse a un consejo de guerra antes que continuar. Les expliqué que todos sentíamos más o menos lo mismo, pero que no se nos daba esa opción.»[41] Dos días después, cuando alcanzaron uno de los tanques de este oficial, los tanquistas se arrojaron al exterior. «Ya no volví a ver nunca ni al artillero ni al radiotelegrafista. Hubo casos para el psiquiátrico y el oficial médico los retiró. Eran gente que había estado en casi todas las batallas que había lidiado el regimiento y todos ya habían abandonado el tanque antes, al menos en doce ocasiones».
A Peter Hennessy se le ordenó investigar la suerte corrida por otro tanque de su escuadrón de Sherman, que se había quedado inmóvil unos metros más allá. Su propio conductor desmontó, trepó por el casco, echó un vistazo al interior de la torreta y volvió corriendo a toda prisa. «¡Por Cristo! —dijo—. Ahí están todos muertos. ¡Hay sangre por todas partes!». Una bala de 88 milímetros había rebotado por el interior, mató a todos los hombres de la torreta y terminó hundiéndose en la espalda del copiloto. Unos momentos después, una figura conmocionada y llorosa levantó la escotilla del piloto y emergió del tanque atacado, como único superviviente[42].
Las formaciones que habían servido antes en el Mediterráneo no fueron las únicas que vivieron la guerra en Francia como una experiencia espantosa: varios hombres que aún no habían entrado nunca en acción retrocedieron ante aquella iniciación feroz. «En Normandía hubo un montón de problemas y algunas de las unidades del ejército británico, por decirlo sin rodeos, no estaban en muy buena forma», escribió el teniente Michael Kerr; «habían pasado demasiados años en Reino Unido antes de entrar en combate[43]». Al parecer, algunas unidades de novatos tardaron mucho en realizar sus tareas con el compromiso absoluto que se requería; un oficial de la Waffen SS quedó asombrado al ver que un grupo de la infantería británica avanzaba por detrás de sus tanques el 18 de junio «paseando, con las manos en los bolsillos, los rifles colgados en el hombro y un cigarrillo en los labios[44]».
El teniente Tony Finucane creía que la doctrina de confiar en la artillería y el apoyo aéreo corroía el espíritu que debía caracterizar a la infantería. Su propia unidad avanzaba, en palabras de Finucane, «sabiendo que, con el primer estallido de las Spandau, todo el mundo se lanzaría al suelo y ahí se habría terminado el día. Eso era todo lo que importaban el arrojo, el brío y el empeño; los que se guiaban por esas antiguallas solían caer derribados por nuestros propios cañones de 25 libras». Finucane creía que la responsabilidad de muchos de los problemas debía atribuirse en propiedad a los oficiales de brigada y división, algunos de los cuales no poseían más experiencia en combate que sus hombres. «El fallo no había sido necesariamente entrenar al ejército en el Reino Unido. Era más bien que muchos oficiales destacados carecían de experiencia y quizá creían estar “por encima” de una eventual instrucción.»[45]
Es difícil exagerar la tensión impuesta a todos los hombres por la responsabilidad de unirse a la punta de lanza de un ataque. Ken Tout describió cuán agotadoramente lento era el avance de una típica unidad blindada:
Los carros delanteros se aventuran lenta y pesadamente hacia el primer blanco, rincones salvajes. Su cautela se va filtrando poco a poco hacia atrás, a lo largo de la columna, hasta imponer un ritmo de caracol… La mañana pasa muy despacio y el lánguido avance del reloj se acentúa con nuestro traqueteo, sólo se avanzan diez metros cada vez, mientras nos retorcemos en nuestros estrechos gallineros, como las aves de una granja intensiva, intentando que vuelva a circular la sangre por nuestras piernas, nalgas y hombros[46].
Un oficial de lanceros aceleró su Sherman hasta adentrarlo en un bosque y ordenó a su escuadrón que lo siguiera. El mando del tanque siguiente olvidó desconectar el altavoz antes de hablar por el intercomunicador y, así, toda la unidad le oyó ordenar: «Piloto, izquierda, piloto, izquierda». El piloto contestó, extrañado: «Pero [el tanque de cabeza] ha ido hacia la derecha, señor». Y el comandante replicó: «Sé de sobras que ese idiota ha ido a la derecha, pero no pienso seguir a ese p… cab…, jo…, es demasiado peligroso[47]».
«Fue un día infernal», escribió el comandante de una compañía británica, quien pormenorizó las experiencias de su unidad el 25 de junio con una franqueza inusual entre los soldados aliados.
La primera conmoción fue que, cuando se suponía que el avance contaría con una protección de humo, quedamos completamente expuestos… Dos miembros de la compañía no pudieron soportarlo y se dispararon en el pie, uno detrás del otro… Allá vamos, la explosión de un proyectil me derriba, pero sólo me provoca una pequeña herida que no toca hueso… ¿Dónde están los chicos? Aquí no. Vuelvo atrás: «¡Venga!». Han venido a través de más setos… Muerte sangrienta; gente que cae sin vida. Prisioneros de las Hitlerjugend… Durante el ataque, una de mis secciones huyó, hasta que Tug Wilson, mi segundo, la devolvió con nosotros a punta de pistola… Recibíamos el contraataque de la infantería y dos tanques. La misma sección volvió a huir… Al final, todo se calma. El enemigo se retira y deja tras de sí dos tanques fuera de combate y un buen puñado de muertos[48].
Los soldados que luchaban a pie y los que circulaban sobre orugas desconfiaban, casi siempre, de las tácticas ajenas. «Pronto íbamos a avanzar y analizamos el asunto con la delicada y amable negociación que se desarrollaba siempre entre tanques e infantería», escribió el teniente de infantería británico Norman Craig, sobre un contacto con un oficial de blindados. «Por mi parte, confiaba en convencer a los tanques de ir por delante; él resolvió cortésmente que no. El infante consideraba al tanque un titán apabullante, que debería lanzarse indiscriminadamente al ataque; el tanquista miraba a la infantería como una masa que podía invertirse a voluntad, útil para neutralizar los cañones anticarro.»[49]
En toda la campaña de la Europa noroccidental, los principales oficiales aliados dieron rienda suelta a su frustración por la constante esclavitud de los infantes para con la artillería. Forrest Pogue dejó constancia de comentarios de algunos comandantes estadounidenses:
Decían una y otra vez que la infantería no sabía ponerse a cubierto, no sabía aprovechar lo que habían preparado los artilleros, no sabía avanzar con arrojo, no sabía excavar bien las trincheras. [Cuando el fuego era intenso], lo que los salvaba era cavar trincheras, pero en [la instrucción] básica sólo cavábamos un hoyo. La artillería se usa muy ampliamente. He estado en muchos [puestos de mando] en los que, cuando alguien decía que veía a dos o tres alemanes a varios cientos de metros de distancia, a menudo se les lanzaban entre cinco y treinta proyectiles[50].
Era mucho lo que dependía de jefes jóvenes con poca experiencia y, entre ellos, fueron demasiados los valientes que hallaron la muerte. Escribió Norman Craig: «El ánimo agresivo del ser humano tiene una tendencia mágica a evaporarse en cuanto empiezan los tiros y entonces un hombre solamente responde a dos influencias: la disciplina externa que lo ata y el respeto a sí mismo que lo impulsa… El coraje es esencialmente competitivo e imitativo[51]». El oficial al mando de un batallón de información británico dijo: «Como media, de los veinticinco hombres de una sección, cinco combatirán entregándose a fondo… y quince seguirán el modelo. El resto será inútil. Esto se aplica a todo el cuerpo de infantería y si los oficiales jóvenes y los suboficiales no se mueven, la situación resulta muy negativa[52]».
El oficial de blindados Michael Rathbone escribió: «He sacado mi revólver para detener a infantes que huían; pasaron corriendo junto a mi tanque mientras estábamos reparando una oruga dañada por una mina. Recé por que nunca tuviéramos que luchar otra vez con la LIXa división[53]».. Algo similar escribió Peter Selerie, de una unidad acorazada: «A menudo criticábamos a la infantería… Recuerdo que un batallón de infantería se fundió y desapareció después de una sesión conjunta de morteros, increíblemente intensa, con salvas de “explosión en el aire”. Por desgracia, no habían cavado bien las trincheras y habían perdido a sus oficiales y el grueso de los suboficiales. El batallón de ametralladoras de Kensington sostuvo la línea con el apoyo de nuestros tanques[54]». Los fusileros siempre sufrían bajas mucho más graves que los tanquistas y, en fin, ellos mismos lo sabían mejor que nadie.
La mayoría de los soldados que entraban en combate por vez primera estaba menos atemorizada de lo que pasaban a estarlo cuando ya habían experimentado su realidad. Cuando el infante estadounidense Royce Lapp desembarcó en Francia, «ninguno de los nuestros estaba demasiado asustado, por entonces, porque no sabíamos dónde nos metíamos[55]». Similarmente, los hombres de una unidad de caballería de Estados Unidos se apelotonaron con curiosidad alrededor del primer cadáver que vieron, el de un oficial alemán. Su comandante, el teniente Lyman Diercks, un empleado postal de veintiocho años originario de Bryant, Illinois, arengó a sus soldados. «Les dije que era muy probable que algunos de nosotros no sobreviviéramos a la guerra. Temamos que ser como una familia. No esperaba de ellos que fueran héroes, pero si actuaban como cobardes tendrían que vivir con ello el resto de sus vidas. Y mientras les hablaba, en realidad, me hablaba a mí mismo.»[56]
Cuando un proyectil cayó cerca de un sargento canadiense en Normandía, éste exclamó: «¡Mierda y requetemierda!». Un reemplazo recién llegado preguntó si lo habían herido. El suboficial dijo que no, que «sólo se había meado en los pantalones. Siempre se los meaba, dijo, cuando empezaba la historia, y ya luego todo iba bien… Entonces me di cuenta de que algo tampoco iba muy bien conmigo. Había algo caliente por ahí abajo, algo que parecía estar bajándome por la pierna. Lo toqué y no era sangre. Era meado… Dije: “Eh, sargento, yo también me he meado”… Él sonrió y me dijo: “Bienvenido a la guerra[57]”». El miedo afectaba a otros hombres de otras maneras. Una vez condujeron a un prisionero canadiense al interior de los cuarteles de un regimiento de la Waffen SS, bajo un intenso bombardeo aliado. Para su sorpresa, el estado mayor estaba refugiado debajo de las mesas de los mapas mientras cantaba a coro un vehemente «Oh, hermoso Rin alemán» acompañado por una armónica. El canadiense movió la cabeza y murmuró confuso: «¡La guerra es un chiste!»[58]. Algunas tareas sin especial atractivo imponían riesgos desproporcionados. «En la mayoría de las batallas, los primeros en morir eran los técnicos de telefonía», dijo un artillero de la Waffen SS, el capitán Karl Godau[59]. Las comunicaciones por el teléfono de campo eran cruciales cuando pocas unidades poseían radios tácticas: los hombres de mantenimiento y tendido de los cables tenían que exponerse repetidamente al fuego enemigo para reparar las roturas causadas por los proyectiles y el paso de vehículos, y muchos hallaban la muerte en esa labor.
Un sargento de segunda de un grupo de Panzer, tras ser capturado por los estadounidenses, ofreció a sus interrogadores una comparación entre los frentes oriental y occidental:
Los rusos no te dejan olvidar ni por un momento… que estás luchando en su tierra, que representas algo que odian. Soportarán las penalidades más duras… Cierto es, el soldado medio carece de la riqueza de recursos del estadounidense, pero lo compensa con una tenacidad que no he visto igualada en ningún otro. Si en un intento de abrirse paso por una alambrada mueren nueve hombres, el décimo todavía lo intentará, y tendrá éxito. Vosotros, los estadounidenses, domináis vuestro equipo y es un equipo de primera. Pero os falta la tenacidad de los rusos[60].
Sea como fuere, aunque ambos bandos sufrieron terriblemente en Normandía, las bajas alemanes fueron peores y, además, irreemplazables. Ya el 16 de junio, la XII.a división de Panzer SS quedó debilitada por 1149 bajas y su fuerza de tanques se redujo a la mitad. En un informe a su puesto de mando, Meyer escribió: «Veo caras de inquietud… Sin haber hablado abiertamente de ello, sabemos que nos aproximamos a una catástrofe… Frente a la enorme superioridad aérea y naval del enemigo, podemos predecir la descomposición del frente defensivo… Ya sólo sobrevivimos en un nivel de mera subsistencia. Hasta ahora no hemos recibido ni un solo reemplazo para los camaradas muertos o heridos, ni un solo tanque o cañón[61]».
Fritz Zimmer, granadero de la Panzer SS, anotó en su diario a finales de junio que su compañía había quedado reducida a dieciocho hombres; una semana más tarde, el 8 de julio, luchó en la última acción de su propia guerra:
De las 6.30 a las 8.00 de la mañana, una cortina de fuego pesado, otra vez. Después, ataques de tommies con números cuantiosos de infantería y muchos tanques. Luchamos todo el tiempo que podemos, pero nos damos cuenta de que estamos en una posición perdida. Cuando los supervivientes intentan retirarse, vemos que ya estamos rodeados… Me arrastré hacia atrás, bajo fuego continuo, lo más rápido que pude. Algunos camaradas intentaron hacer lo mismo, sin éxito. Aún no he logrado entender cómo no me pasó nada con proyectiles que caían dos o tres metros por delante de mí, por detrás y a los lados. Las esquirlas pasaban zumbando junto a mí. Me pude abrir paso hasta llegar a menos de doscientos metros de nuestras líneas. Fue una labor dura, siempre de cara a tierra, con el estómago tocando el suelo, y casi nunca a gatas, durante tres o cuatro kilómetros. Un grupo de tommies al ataque pasaron a cinco o seis pasos de mí, pero sin verme entre el trigo crecido. Estaba casi a punto de caer redondo, los pies y los codos me dolían un horror y la garganta me quemaba de sed, pero seguí adelante. De pronto, la vegetación se aclaró y me vi obligado a cruzar un campo abierto. Me hallaba a solo diez metros del trigal inmediato cuando aparecieron de pronto tres tommies que me capturaron. Enseguida me dieron de beber y un cigarrillo. En el punto de reunión me encontré con mi Unterscharführer y otros camaradas de mi compañía[62].
El 22 de julio, el paracaidista de la Luftwaffe Martin Poppel estaba en el hospital, recuperándose de las heridas sufridas en Normandía y cada vez más preocupado por el futuro de su causa nacional: «Los pobres cabrones del frente, y la población civil, hoy agotada, ¿cómo iban a merecer que los dirigiesen tan mal? Abundan las preguntas serias sobre el futuro y nuestras expectativas en esta guerra prolongada. Incluso el más confiado de nosotros alberga dudas[63]». Otro soldado escribió a su esposa el 12 de agosto:
Querida Irmi:
Esto no pinta bien —decir eso sería exagerar—, pero ya sabes que me gusta ir por la vida con alegría… El hombre es una criatura de costumbres. El rugido de la artillería y la explosión de las bombas, que al principio te atacan los nervios, pierden su poder terrorífico a los dos o tres días… Estos últimos tres días hemos tenido un fantástico tiempo de verano —sol, calor y cielos azules— que contrasta completamente con todo lo demás que vemos alrededor de nosotros. En fin, quizá al final todo vaya bien… Tú sólo ten mucha fe en mi suerte, como yo hago, y todo adquirirá mejor aspecto.
Mil besos para ti, mi querida Irmi, y para los niños, de tu Ferd.
Un camarada escribió palabras similares para su familia, el 10 de agosto:
Querida esposa, queridos niños:
… el ruido de los cañones se acerca cada vez más. Cuando lo oigo, mis pensamientos vuelven hacia vosotros, lo que más quiero, y se me plantea la pregunta de si os volveré a ver o no. La batalla podría llegar hasta aquí en cualquier momento. ¿Qué destino me aguarda?… La noche pasada, estuve con vosotros, en sueños. ¡Ah, qué bonito ha sido! ¿Te puedes imaginar, cariño mío, cómo es despertarse de ese idilio entre el trueno de los cañones? Llevo tu imagen en mi corazón. Es un sentimiento que pesa tanto… Me gustaría volar de vuelta con vosotros, querida. ¿Qué destino me aguarda? ¡Me alegró mucho que me permitieran pasar unos días —pocos, pero maravillosos— contigo en Fallingbostel, mi querida y leal esposa[64]!
Las dos cartas citadas arriba fueron halladas por un soldado estadounidense en los cadáveres de sus respectivos autores.
A lo largo de aquellos meses de verano, el pueblo británico y el estadounidense apenas pensaron en otra cuestión que no fuera la batalla de sus ejércitos en Normandía. Pero en Berlín, Hitler se enfrentaba a una amenaza todavía mayor: menos de tres semanas después de los desembarcos de Francia, por el este, los soviéticos lanzaron la Operación Bagratión, que se convirtió en la ofensiva más importante de la guerra y en la última que se inició desde territorio ruso. La negativa de Hitler a permitir una retirada estratégica durante la primavera obligó a sus fuerzas a defender un frente de más de dos mil doscientos kilómetros de extensión, con pocas reservas. Dos tercios de todo el ejército alemán seguían estando desplegados contra los rusos, pero ello no era suficiente para contener un asalto en el que participaron 2,4 millones de soldados y más de cinco mil tanques, es decir, el doble de las fuerzas empleadas en los asaltos soviéticos de 1943.
Stalin dijo, en el discurso que dirigió a su pueblo el primero de mayo de 1944: «Si queremos librar a nuestro país y los países aliados del peligro de esclavitud, debemos perseguir a la bestia alemana ahora que está herida y asestarle el golpe final en su propia madriguera». La palabra rusa para «madriguera» es berloga y, en consecuencia, las tropas de los blindados no decoraron sus tanques con la inscripción «¡Hasta Berlín!» sino «¡Hasta Berloga!». El 22 de junio, tres frentes soviéticos a las órdenes de Zhúkov atacaron a los setecientos mil hombres del grupo de ejércitos Centro. Simultáneamente, una ofensiva de guerrilla en la retaguardia alemana estuvo a punto de cortar las líneas de comunicación del mariscal de campo Ernest Busch. Los rusos concentraron cuatrocientos cañones a menos de dos kilómetros, para un bombardeo preliminar por todo un frente de unos quinientos cincuenta kilómetros. Tenían la plena superioridad aérea, gracias, en gran medida, a la destrucción que los Aliados habían causado a la Luftwaffe en los cielos alemanes.
Cuando la infantería y los tanques de Zhúkov se adentraron en las cortinas de humo y polvo que protegían las posiciones de los defensores, las líneas de teléfono alemanas estaban muertas, y los lazos de mando, rotos. Las formaciones de Busch fueron arrasadas allí donde estaban, en el vano intento de cumplir con la exigencia hitleriana de una defensa rígida, sin derecho a retirada. Se ordenó que las denominadas «fortalezas» de Vitebsk, Orsha, Mogilev y Bobruysk resistieran hasta el último hombre. Las consecuencias fueron catastróficas. Los rusos barrieron en su avance, como una marea irresistible, y circunvalaron las «fortalezas» para continuar de cabeza hacia el oeste. El 28 de junio se envió a Model como reemplazo urgente de Busch, pero la situación ya era irrecuperable. Minsk cayó el 4 de julio, mientras que en el norte los atacantes empujaron hacia Riga, en el Báltico, que pronto quedó rodeada.
El Ejército Rojo nunca desplegó mucha sutileza táctica, salvo quizá al hostigar al enemigo en las horas de oscuridad, una habilidad que sus hombres poseían en mayor grado que los Aliados occidentales. Un analista británico ha escrito: «En el pensamiento soviético, el concepto de la “economía de la fuerza” tiene poca importancia. Mientras para un inglés usar un mazo para cascar una nuez es una decisión equivocada y un signo de inmadurez mental… a ojos de los rusos, no hay duda de que los mazos son para cascar nueces[65]». Los ataques rusos hicieron hincapié en el bombardeo masivo de la artillería y en avances con sacrificio de tanques e infantería, encabezados a menudo por «batallones disciplinarios»: unidades penales de prisioneros políticos y militares a los que se ofrecía la posibilidad de indulto a cambio de aceptar una extinción probable. Se calcula que unos 442 700 hombres sirvieron en ellos, y la mayoría murió. Los rusos continuaron sufriendo bajas más elevadas que los alemanes. Si para todo soldado es difícil describir después a los civiles qué ha sufrido durante la campaña, para los soldados rusos fue singularmente difícil. Incluso en los años de la victoria, entre 1943 y 1945, las unidades de asalto del Ejército Rojo perdían cerca del 25 por 100 de los hombres en cada acción, un índice de bajas que las fuerzas angloestadounidenses nunca hubieran aceptado como constante. De los 403 272 soldados rusos que completaron la instrucción como tanquistas en el transcurso de la guerra, murieron 310 000.
El poeta Samóilov escribió: «Ésta fue la última guerra rusa en la que, en su mayoría, los soldados eran campesinos[66]». En parte por ello, los soldados de Rusia eran aún más supersticiosos que la mayoría de los combatientes. Algunos, por ejemplo, consideraban de mal agüero maldecir mientras cargaban un arma; muchos llevaban amuletos y cruces de buena suerte. Si bien eran relativamente pocos los que admitían ser fieles del cristianismo —que estaba prohibido—, muchos se santiguaban antes de entrar en acción. La canción desempeñaba un papel importante en la cultura del ejército. Los hombres cantaban durante la marcha y por la noche, en torno del fuego; en su mayoría, baladas de gran carga sentimental, que carecían del cinismo de las favoritas de los soldados británicos. Como muchos frontoviks caían heridos o muertos con rapidez, se ha calculado que los soldados rusos sólo pasaban en común una media de tres meses. Pero los hombres decían que, en el transcurso de una semana, aprendían más del otro que en todo un año de vida civil. El Ejército Rojo no ofrecía a sus soldados ni educación sexual ni condones. De hecho, a los que contraían enfermedades sexuales se los castigaba, en ocasiones, negándoles el tratamiento médico. Algunos niños marchaban con los regimientos porque lo habían perdido todo y sólo el ejército les ofrecía alguna esperanza de sobrevivir.
Un informe soviético del 25 de agosto de 1944 describía la resistencia alemana, que aún era eficaz:
El enemigo usa tanques y cañones autopropulsados para cubrir su retirada y eso nos dificulta enfrentarnos con su infantería. En tales circunstancias, ocurre a menudo que nuestra infantería se comporta sin decisión. La naturaleza de nuestras unidades se ha modificado claramente en estos últimos meses y ahora la gran mayoría se compone de refuerzos novatos. Hay pocos hombres que hayan servido desde 1941. Muchos de los que han luchado desde 1943 se quejan de la falta de experiencia de los reemplazos[67].
Las operaciones soviéticas estuvieron salpicadas de asombrosas exhibiciones de incompetencia, a menudo relacionadas con la bebida. Las crueldades infligidas a los soldados de a pie por parte de sus superiores explican que incluso en 1944-1945, hubiera combatientes rusos que desertaban para unirse a los alemanes. De los hombres de Stalin, al igual que de los japoneses, cabe decir que su comportamiento bárbaro hacia otras razas era un simple reflejo del trato que sus jefes les daban a ellos mismos. Pero en aquel momento, los principales comandantes rusos mostraban una confianza impresionante en la dirección de fuerzas numerosas y la coordinación de las distintas ramas militares, con el apoyo de los equipos de comunicaciones, suministrados por los estadounidenses.
En 1944-1945, el Ejército Rojo avanzó con más prontitud que las fuerzas de Eisenhower, en parte porque sus soldados vivían de las tierras por las que pasaban y necesitaban una escala de abastecimiento mucho menor: fueron los menos mimados de la guerra. Entre la larga lista de productos e instalaciones que se proporcionaban habitualmente a las tropas aliadas occidentales, pero se denegaban a los soldados rusos, figuraban las maquinillas de afeitar, salas de despioje, lápices, tinta y papel, cuchillos, linternas, velas y juegos. El vodka era el único estimulante de la moral que se repartía en el Ejército Rojo y algunas secciones hacían fondo común de las raciones para que los hombres pudieran, por turnos, beber hasta quedar estupefactos. Hacia el final de la guerra, muchos hombres emprendían el ataque en condiciones de hambre, piojos, hemorroides, dolor de muelas, encías sangrantes por el escorbuto y, a veces, tuberculosis.
Las ventajas más destacadas de los rusos en el conflicto bélico eran la disposición a aceptar bajar ilimitadas y el hecho de que los soldados sabían que, a los que vacilaran o fallaran, les aguardaban castigos draconianos. A las unidades rusas que se enfrentaban con la resistencia alemana no se les permitió nunca el recurso, habitual entre los angloestadounidenses, de situarse a cubierto y solicitar el apoyo del aire y la artillería; se esperaba de ellos que continuaran con la batalla, independientemente de los obstáculos o campos de minas, y que pagaran el precio que hubieran de pagar, porque siempre había otros hombres a los que recurrir. El 5 de julio, la primera fase de Bagratión terminó con la destrucción del IX.o ejército alemán. El I.er ejército acorazado y el IV.o ejército habían perdido unos 130 000 hombres de los 165 000 con los que habían empezado la batalla. Vastas columnas de prisioneros alemanes se arrastraban desaliñadamente hacia la retaguardia rusa, como desechos de la otrora invencible Wehrmacht. El primer frente bielorruso giró hacia el oeste, hacia Varsovia, mientras otros dos grupos de ejércitos se dirigían hacia la Prusia Oriental y entraban en Lituania. El 13 de julio, el primer frente ucranio empezó a avanzar hacia el Vístula. Al terminar el mes, tanto Vilnius como Brest-Litovsk estaban en manos rusas.
En 1944, los polacos contaban un chiste de humor negro sobre un pájaro que cae del cielo a una boñiga, de donde lo rescata un gato; la moraleja, decían, era que «no todo el que te libra de la mierda es necesariamente tu amigo». La «liberación» soviética de Polonia, que empezó con Bagratión, obligó a su pueblo a cambiar un tirano por otro. El 14 de julio, la Stavka emitió una orden a todos los comandantes soviéticos, según la cual las tropas soviéticas habían encontrado
destacamentos militares polacos dirigidos por el gobierno polaco en el exilio. Estos destacamentos se han comportado de manera sospechosa y han actuado en todas partes contra los intereses del Ejército Rojo. En consecuencia, queda prohibido el contacto con ellos. Cuando se encuentren con tales formaciones, deben desarmarlas de inmediato y enviarlas a puntos de reunión organizados al efecto, para que se las investigue.
Los rusos mataron a miles de polacos cuyo único delito fue comprometerse con la libertad democrática; de forma especialmente notoria, se negaron a ayudar al levantamiento de Varsovia, en agosto. Los rusos sentían un odio histórico por el pueblo polaco y gozaron de darle rienda suelta en 1944-1945, con una brutalidad indiscriminada hacia los dos sexos.
Incluso cuando el Ejército Rojo se aproximaba al Vístula, su frente carelio se adentró muchos kilómetros en Finlandia, rompiendo la Línea de Mannerheim que los finlandeses habían defendido a ultranza en 1940. La población finlandesa pagó caro el segundo desafío a Stalin: el 2 de septiembre, el gobierno de Helsinki firmó un armisticio por el que renunciaba para siempre a sus territorios orientales. Hitler se negó a evacuar la península báltica de Curlandia, en Letonia, aunque sus generales adujeron que las fuerzas que mantenían un perímetro en esa zona quizá podían prestar una contribución importante a la defensa de Alemania. Veintiuna divisiones —149 000 hombres y cuarenta y dos generales— permanecieron asediadas en Curlandia hasta mayo de 1945.
Cuando Bagratión llegó a su victoriosa conclusión, los rusos afirmaron haber matado a unos cuatrocientos mil alemanes, destruido dos mil tanques y apresado ciento cincuenta y ocho mil prisioneros. Los vencedores se sorprendieron ante el lamentable estado físico de muchos de estos prisioneros; según un soldado: «Todos tenían un aspecto horrible. Son como empleados de banco. Muchos necesitan gafas[68]». A finales de agosto de 1944, los rusos alcanzaron el Vístula, con lo que tenían Varsovia casi a tiro de piedra, y también llegaron a la frontera de Prusia Oriental. Estaban sitiando Riga y, por el sur, habían llegado hasta el Danubio. En dos meses habían avanzado 725 kilómetros. Un oficial ruso se admiraba ante los incontables tanques destruidos que él y sus hombres dejaban atrás en su marcha hacia el oeste, que comparaba imaginativamente con «camellos arrodillados[69]». Mientras el Ejército Rojo saboreaba el dominio del campo de batalla, sus hombres encontraron —por vez primera— ocasiones de disfrutar los placeres de vivir y combatir en el territorio de otras naciones. Gennady Petrov escribió a sus padres, ucranios: «Una noche duermes a cielo abierto y la noche siguiente te hundes en un lecho de plumas, como un aristócrata. Vivo tan bien que no puedo quejarme de nada, salvo de la falta de discos musicales y carretes para la cámara[70]».
En el extremo izquierdo de la línea soviética, el 20 de agosto, dos frentes ucranios comenzaron una ofensiva hacia el sureste de Europa cuyos objetivos eran más políticos que militares. Stalin, resuelto a controlar antes que los Aliados occidentales la mayor parte de los Balcanes, dirigió primero sus fuerzas contra Rumania, que se rindió el 23 de agosto. El cambio de lealtad de los rumanos les salió muy caro: el 25 de octubre, su ejército había sufrido otras veinticinco mil bajas, después de que los reclutaran para ayudar al Ejército Rojo a expulsar a los alemanes de su país. El 5 de septiembre, Rusia declaró la guerra a Bulgaria, que oficialmente sólo estaba enfrentada con los angloestadounidenses. Ante el apabullante poder de los soviéticos, los búlgaros se rindieron cuatro días después. En Sofía se instaló un gobierno comunista que permitió al Ejército Rojo mover fuerzas a Transilvania y Yugoslavia: Belgrado cayó el 19 de octubre.
Sólo el golpe de estado que se produjo en Budapest el 15 de octubre a instancias de los nazis impidió que el gobierno húngaro se rindiera igualmente a los soviéticos. El 30 de diciembre, Budapest estaba sitiada. Los avances soviéticos de verano obligaron a Hitler a reconocer que la mayoría de los Balcanes se había tornado indefendible. A finales de octubre, los germanos empezaron a evacuar Grecia. Weichs, el comandante de la zona, se dedicó en adelante, sobre todo, a procurar que sus seiscientos mil hombres (en su mayoría, personal de servicio y asistentes médicos sin especial calificación) contribuyeran a proteger desde Albania y Yugoslavia el flanco derecho del grupo de ejércitos Sur. A lo largo de todo el frente oriental, las circunstancias de los alemanes eran duras. El triunfo soviético que se avecinaba sólo se demoró por las dificultades logísticas de abastecer de combustible y demás necesidades a fuerzas enormes desplegadas en regiones con pocas carreteras y conexiones ferroviarias destruidas; los ejércitos se detuvieron para rearmarse y reagruparse. Los generales de Hitler sabían que, cuando los rusos decidieran avanzar otra vez, la Wehrmacht sólo podría retrasar lo inevitable.
Si en las grandes guerras se luchara alguna vez con racionalidad, había llegado el momento de que Alemania se rindiera, como había hecho en 1918 antes de que la patria se convirtiera en un campo de batalla. Ahora bien, en 1944, muchas de sus grandes ciudades habían quedado devastadas por una ofensiva de bombardeo aliada cada vez más intensa. La Luftwaffe estaba destrozada, las fuerzas armadas carecían penosamente de combustible, hombres, tanques, vehículos y artillería. No es de extrañar que los jefes nazis creyeran que debían continuar combatiendo a ultranza, puesto que de manos de los vencedores sólo podían esperar la muerte. Es discutible si el propio Hitler, en lo más interior de su conciencia, conservaba esperanzas reales de que la fortuna terminara favoreciéndole. Pero se había entregado a una política de guerra total y, de hecho, perpetua; si se le negaba la victoria, en los últimos meses de gobierno parecía satisfecho con presidir un cataclismo final titánico, coherente, en su escala, con el fracaso de sus ambiciones titánicas.
La posteridad está más confundida con el hecho de que otros alemanes tampoco fueran capaces de aceptar la lógica de sus penalidades, esto es: deponer a los nazis y salvar cientos de miles de vidas al abandonar la batalla. Tal iniciativa sólo habría resultado creíble si hubiera venido de los generales. La trama de la bomba del 20 de julio de 1944 —el único intento militar concertado de decapitar el régimen nazi— se llevó a término con una falta de convicción y una incompetencia asombrosas y contó con la participación de un número relativamente corto de oficiales. Sobre la resistencia nazi se creó una leyenda que aún se fomenta hoy día, pero que surgió sobre todo para favorecer el renacimiento de la autoestima germánica en la posguerra. El coronel Claus von Stauffenberg habría logrado matar a Hitler, casi con toda certeza, si hubiera permanecido en los cuarteles del Führer para detonar la bomba, en lugar de volver corriendo a Berlín. Muchos otros oficiales tuvieron ocasión de conseguir este mismo fin, con el sacrificio de sus propias vidas.
Según se desarrollaron las cosas, fue un perverso sentido del deber lo que causó que la mayoría de los jefes de la Wehrmacht siguiera al régimen nazi hasta el final, para su personal deshonor perpetuo. En privado, los generales alemanes se burlaban a menudo del carácter y el comportamiento de los esperpénticos mafiosos que dirigían su país; pero ello no hizo flaquear casi nunca su esclavitud hacia Hitler. En una reunión celebrada el 27 de enero de 1944, cuando el Führer pidió que todos los oficiales exhibieran su apoyo leal y fanático al nacionalsocialismo, Manstein gritó: «¡Que así sea, mi Führer!». Más adelante Manstein alegó que la exclamación había sido irónica, pero pocos le creyeron. Él y los de su especie fiaban su reputación a ser miembros de la casta militar, resueltos a cumplir como fuere sus responsabilidades en ese campo y el juramento a Hitler, por encima de los intereses de la sociedad a la que decían servir. Tomaron la decisión, tácita o expresa, de combatir y morir como servidores del Tercer Reich, antes que como protectores de la nación cuyos intereses sólo podían atender de un modo creíble si firmaban la paz con las condiciones que fuere o hasta sin condición ninguna. Hubert Meyer, oficial de la Panzer SS, escribió encolerizado sobre la trama del 20 de julio: «Era incomprensible que unos soldados intentaran un golpe contra el jefe militar supremo a la vez que ellos mismos se implicaban en una amarga lucha defensiva contra el enemigo que les exigía “rendición incondicional” y se negaba a negociar una tregua e incluso la paz[71]». Muchos oficiales de la Wehrmacht, incluso hostiles a los nazis, compartían estos sentimientos.
Helmuth von Moltke, de la Abwehr, explicó el apoyo continuado que un número suficiente de alemanes prestó a Hitler en una carta secreta escrita en inglés a su antiguo tutor de Oxford y enviada desde Estocolmo en marzo de 1943:
Son muy numerosas las personas que se han beneficiado del Tercer [Reich] y que saben que su tiempo habrá acabado con el fin del Tercer [Reich]. Esta categoría no compromete sólo a unos pocos cientos de personas, sino que se extiende a cientos de miles. Luego están aquellos que prestaron apoyo a los nazis para contrarrestar la presión exterior y que ahora no saben hallar la salida del embrollo; incluso en aquellos puntos en los que creen que los nazis están equivocados dicen que ese mal sólo equilibra el mal que otros nos han causado antes… Están los que… dicen: si perdemos esta guerra nuestros enemigos nos devorarán y, por lo tanto, tenemos que salir de aquí con Hitler[72].
Von Moltke comentó que a los soldados alemanes «se los dirige continuamente a posiciones donde no les queda más remedio que luchar. Su mente está ocupada por el enemigo tanto como la de un ama de casa por sus necesidades». Repitió un comentario que hizo Hitler a Manstein: «El general y el soldado alemán no deben sentirse nunca seguros, pues de otro modo querrán descansar; tienen que saber siempre que hay enemigos al frente y a su espalda y que solo cabe hacer una cosa: luchar». El análisis de Von Moltke no perdió validez hasta 1945.
Los soldados abandonaron a los civiles a su desesperanza. En Hamburgo, la anciana Mathilde Wolff-Mönckeberg escribió, el 25 de junio de 1944: «Ya nadie ríe nunca, nadie está alegre ni feliz… Aguardamos al acto final[73]». Unas pocas semanas más tarde añadió: «Hemos pasado varios días sin agua; todo está desportillado, roto, desgastado; viajar es inconcebible; no se puede comprar nada; sólo vegetamos. La vida no tendría ningún sentido si no hubiera libros y personas que amamos y cuya suerte nos inquieta día y noche[74]».
Los jefes militares de Alemania se hicieron merecedores del desprecio de la posteridad por consentir a los carniceros que dirigían su país a la vez que se declaraban absueltos de complicidad con los crímenes nazis; contemplar la revolución en la última fase de una lucha por la supervivencia nacional exigía un coraje moral que pocos oficiales alemanes poseían. Sabían la masacre que se había perpetrado en Rusia: no podían esperar ninguna compasión del pueblo de Stalin y el miedo a la inminente venganza soviética se convirtió en motivo dominante para millones de soldados alemanes. Proporcionaba una justificación tan perversa como espuria a la negativa de los generales a sopesar volverse en contra de Hitler. El razonamiento era vacuo, porque mantener la resistencia sólo valía para retrasar lo inevitable; y aun así, incluso los más instruidos se aferraban a la esperanza fantástica de que los Aliados occidentales los liberarían a ellos de los rusos. El capitán y oficial de carrera Rolf-Helmut Schröder creía que cuando los estadounidenses hubieran derrotado a Alemania, se enfrentarían con la Unión Soviética: «Nos parecía imposible que los estadounidenses aceptaran que los rusos arrasaran Alemania[75]».
La guerra había adquirido un impulso propio e irresistible: en los últimos meses de la contienda europea, era obvio que algunos soldados alemanes daban las gracias si los hacían prisioneros, pero la mayoría sostuvo una defensa pertinaz. Mostraron una voluntad de sacrificio muy superior a la exhibida por los franceses en circunstancias similares, en 1940, o por la mayoría de las tropas británicas posteriormente. El rendimiento de la Wehrmacht se puede explicar en parte por la coacción: por el hecho de que a los desertores y supuestos cobardes se los fusilara implacablemente, y en los últimos meses, por miles. Entre 1914 y 1918 se dictaron 150 sentencias de muerte contra miembros del ejército del káiser, de las que sólo se llevaron a cabo cuarenta y ocho. En cambio, entre 1939 y 1945 se confirmaron oficialmente más de quince mil ejecuciones militares y el total verdadero fue notablemente superior. Más allá de las penas capitales, la realidad inmediata de los campos de batalla —la presencia del enemigo en la calle o el campo siguientes— imponía su propia lógica. Incluso en la agonía, el Tercer Reich logró convencer a muchos alemanes para que exhibieran una terquedad tan extrema como fútil.
Tras un mes de combates en Normandía, los ejércitos angloestadounidenses controlaban un perímetro seguro que llegaba a unos treinta kilómetros tierra adentro. Pero el mal tiempo obstaculizó las operaciones aéreas y el desembarco de suministros. Cada pequeño avance exigía un esfuerzo descomunal y causaba bajas en una escala que alarmó sobremanera a los aliados, especialmente a los británicos. Cuando, a finales de junio, la Operación Epsom fracasó en el intento de cercar Caen —cerco previsto originalmente como un objetivo del Día D—, Montgomery solicitó el apoyo de los bombarderos pesados: en consecuencia, los Lancaster arrasaron la ciudad en la tarde del 7 de julio, lo que permitió a los soldados británicos y canadienses entrar en las ruinas de la zona norte. El 18 de julio, se destinó una formidable fuerza blindada a la Operación Goodwood, concebida para tomar Falaise. Montgomery interrumpió el ataque al terminar el segundo día, tras perder a cuatrocientos hombres y quinientos tanques, un tercio de los blindados británicos de Normandía. Los Sherman tuvieron un reemplazo notablemente rápido, pero los atacantes quedaron muy tocados por el fracaso. «Teníamos los nervios a flor de piel —escribió el comandante de blindados John Cropper, sobre el humor de sus hombres a finales de julio—. Ritchie y Keith empezaron a discutir, por la música, creo. A los pocos segundos se estaban chillando el uno al otro, literalmente. Tuve que ser muy firme con ellos para cortarlo… Los dos tardaron mucho tiempo en decir ni una sola palabra más.»[76]
Entre tanto, en la zona derecha del bando aliado, el I.er ejército del general Omar Bradley avanzaba con dificultades por la zona de bocage, cuyas condiciones empeoró el hecho de que los alemanes inundaran las tierras bajas. Los atacantes sufrieron cuarenta mil bajas en dos semanas antes de alcanzar terreno seco en las inmediaciones de St. Lo, desde donde se podía lanzar un asalto blindado importante. Precedió a la Operación Cobra un intenso ataque de bombarderos pesados, que paralizó a la división Panzer Lehr, que se interponía en el camino. El 25 de julio, los estadounidenses emprendieron camino hacia Coutances, sin encontrar apenas resistencia efectiva: el ejército alemán en Normandía se estaba desmoronando. Pronto las fuerzas de Bradley corrían hacia el sur mientras los alemanes se iban replegando por delante. Avranches cayó el 26 de julio y la captura de un puente intacto en Pontaubault abrió el camino hacia el oeste, por la Bretaña, al sur, hacia el Loira, y al este, hacia el Sena y la «brecha París-Orleans». Patton, que dirigía el III.er ejército de Estados Unidos, recién activado, envió a un cuerpo en una carrera hacia el sur y el este, a Mayenne y Le Mans, donde llegaron tras recorrer ciento veinte kilómetros en una semana.
Pero aunque hubo jefes militares alemanes que reconocían que era esencial una retirada estratégica, la mayor parte de la línea aguantó en su puesto. Hitler insistió en un nuevo contraataque, revelado a los Aliados por Ultra: en la oscuridad de las primeras horas del 7 de agosto, Von Kluge lanzó una contraofensiva importante que buscaba separar al I.er ejército estadounidense del III.o. Durante la noche, los Panzer recuperaron Mortain y avanzaron once kilómetros; con el amanecer, sin embargo, su suerte devino desastrosa: los cazabombarderos aliados destruyeron rápidamente cuarenta de los setenta carros atacantes. Durante otros cuatro días, los alemanes intentaron recobrar el impulso, pero la infantería estadounidense mantuvo sus posiciones con el apoyo de un ingente fuego de artillería.
En el frente de Montgomery, los avances siguieron siendo lentos. A una hora ya tardía del 7 de agosto, el II.o ejército canadiense atacó al sur de Caen. En las horas de oscuridad, sus tanques adelantaron algo, pero poco después del amanecer el asalto se quedó sin fuerza. Unidades blindadas canadienses y polacas tomaron el control, pero su inexperiencia —y un bombardeo aéreo que por error les destrozó varias unidades de la vanguardia— detuvieron las operaciones una vez más. En la carretera de Falaise siguió habiendo combates no conclusivos hasta el 10 de agosto. Las formaciones de Montgomery se enfrentaron al grueso de supervivientes de las fuerzas blindadas alemanas. Sin embargo, les dolía avanzar tan morosamente mientras por el oeste los estadounidenses barrían en su camino.
Como las fuerzas de Patton se movían tan rápido, Bradley vio una oportunidad de atrapar a una cifra estimada de veintiuna formaciones alemanas (dicho con más precisión, los restos). Si el III.er ejército giraba hacia el norte, hacia Alenzón, y los canadienses podían llegar hasta Falaise, sólo les separarían veintidós kilómetros y medio. Montgomery aceptó el plan. Uno de los cuerpos de Patton corrió hacia Alenzón, sin hallar apenas oposición, y cruzó la ciudad hasta llegar a las afueras de Argentan en la tarde del 12 de agosto. En este punto, Bradley tomó una de las decisiones más controvertidas de la campaña: ordenó detener la marcha. La razón que alegó —evitar el riesgo de una colisión con el avance de los canadienses— no merece examinarse con seriedad. Lo más plausible es que vacilara antes de situar unas fuerzas relativamente débiles en el camino de los alemanes en retirada, auténticos tigres heridos. Probablemente, fue un signo de prudencia.
Los canadienses todavía combatían con dureza. Una y otra vez se enfrentaron con acciones feroces de retaguardias enemigas que, a veces, luchaban hasta el último hombre. El índice de desgaste de algunos de los choques de blindados fue extraordinario: en la mañana del 8 de agosto de 1944, por ejemplo, un «Firefly» de 17 libras de los yeomen de Northamptonshire puso fuera de combate a tres Tiger y un Panzer Mk IV; pero una hora más tarde, un solo Mk IV, tras apostar el casco en un cauce, destruyó siete tanques del mismo regimiento antes de quedar destruido él mismo. Los canadienses llegaron a Falaise, por fin, el 16 de agosto, veinticuatro horas después de que las tropas estadounidenses y francesas lanzaran los desembarcos Anvil («Yunque») en el sur de Francia, ante escasa oposición. Aquel día, mientras el ejército de Patton se apresuraba a retirarse hacia el oeste, hallando a pocos alemanes y provocando la alegría histérica de multitud de franceses, Hitler autorizó una retirada estratégica de Normandía.
En la que se conoce como «bolsa de Falaise», ciento cincuenta mil alemanes sufrieron un bombardeo implacable de los Aliados, tanto aéreo como de la artillería. Según escribió un oficial aliado que se hallaba cerca de Trun:
El suelo del valle parecía un ser vivo: hombres que marchaban a pie, iban en bicicleta o corrían, columnas de transportes tirados por caballos, transportes motorizados y, cuando salió el sol, se veían aún muchos más objetivos… Era el paraíso de los artilleros y todo el mundo lo aprovechó… Lejos, por nuestra izquierda, estaba el famoso sitio de la matanza y el rugido de los Typhoon estuvo sonando todo el día y nuevas columnas de humo iban oscureciendo el horizonte… toda la imagen en miniatura de un ejército en desbandada. Primero un pelotón de hombres que corrían, a los que adelantaban otros en bicicleta, seguidos por un avantrén al galope, y a todos los adelantaba un carro Panther atiborrado de soldados que iba sin duda hasta a cincuenta kilómetros por hora[77].
En la tarde del 19 de agosto, tropas polacas y estadounidenses se encontraron en Chambois, con lo que supuestamente cerraban la «brecha de Falaise». Aunque los cazabombarderos aliados destruyeron miles de vehículos en aquella bolsa, durante otros dos días aún lograron escurrirse del cerco fugitivos alemanes. Los alemanes perdieron a diez mil hombres en Falaise y se apresó a otros cincuenta mil. «Mi conductor ardía —escribió Herbert Walther, granadero de la Panzer SS—. Una bala me había atravesado el brazo. Salté a una vía de tren y corrí.»[78] Tras ser alcanzado otra vez en la pierna, pudo recorrer otro centenar de metros antes de que «un enorme martillo me golpeara en la nuca; una bala había entrado por detrás de la oreja y salido por la mejilla. Me ahogaba en sangre. Dos estadounidenses me miraban desde arriba y había también dos soldados franceses que querían liquidarme». Pero es llamativo cuántos fugitivos huyeron; en la historiografía de la guerra se convirtió en tópico afirmar que los ejércitos alemanes destinados en Francia quedaron destrozados, pero no fue enteramente así. Sufrieron unas doscientas cuarenta mil bajas durante la campaña y la destrucción de cuarenta divisiones. Aun así, fue todo un logro que otros doscientos cuarenta mil hombres y veinticinco mil vehículos cruzaran el Sena hacia el este entre el 19 y el 31 de agosto.
En el río que corre bajo Ruan, una cola de vehículos y blindados alemanes, de ocho kilómetros de longitud, permaneció inmóvil pero casi intacta durante todo un día y una noche, mientras los ingenieros alemanes se esforzaban por reparar un puente ferroviario dañado, el único punto de cruce factible; la intensa lluvia mantuvo alejadas a las fuerzas aéreas aliadas hasta que el paso se abrió de nuevo. El fuego de artillería esporádico infligió algunas pérdidas, pero miles de hombres y vehículos se hallaron pronto camino de Alemania; y varios más cruzaron el río sobre un transbordador que una unidad naval improvisó en Elbeuf haciendo uso de dos barcazas. Si bien sólo eran fragmentos de un ejército, resultaron de enorme valor para Hitler en las semanas posteriores, pues formaron el esqueleto sobre el cual se improvisó la defensa occidental del Reich. Herbert Rink, oficial de la Panzer SS, escribió:
Estábamos neuróticos y agotados. Una vez por detrás del Muro Occidental, pudimos reunir a todas las unidades alemanas, diezmadas y derrotadas, a todos los que habían logrado sobrevivir a seiscientos kilómetros de una batalla horrible y aplastante… Nosotros, que habíamos llegado consumidos y exhaustos del infierno de Caen, después de fugarnos de la bolsa de Falaise y emprender una penosa retirada a través de Francia y una Bélgica plagada de partisanos, habíamos recuperado las fuerzas y renovado la confianza[79].
Aunque la última afirmación de Rink sea exagerada, es indiscutible que Von Rundstedt, nuevo comandante en jefe del oeste tras el suicidio de Von Kluge, fue capaz de establecer y defender una nueva línea.
Los alemanes abandonaron París sin luchar. La división blindada libre de Leclerc entró en la capital el 25 de agosto y halló que la resistencia reclamaba la posesión, una leyenda que comenzó a restaurar el respeto de Francia por sí misma. Los ejércitos aliados se embarcaron en una persecución dramática que los llevó a entrar en la Bélgica oriental y liberar Bruselas. El 1 de septiembre, Eisenhower asumió el mando operativo de las fuerzas angloestadounidenses, y a Montgomery se lo relegó al liderazgo del XXI.er grupo de ejércitos, con la concesión de un ascenso a mariscal de campo. Los Aliados occidentales estaban convencidos de que, al lograr la victoria en Normandía, habían llevado a Alemania al borde de la derrota. La mayor parte de Francia era libre y ello con un coste de tan sólo cuarenta mil muertos. En los primeros días de septiembre de 1944, preveían que la victoria final se produciría antes de que terminara el año. En cualquier caso, sus esperanzas tardaron bastante más en cumplirse, pero «el resto de la guerra —según escribió Geyr von Schweppenburg, comandante del grupo de Panzer oeste— fue sólo un epílogo prolongado[80]».