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El legado

Las estadísticas que mayor crédito merecen señalan que 185 647 soldados japoneses murieron en China entre 1937 y 1941, en tanto el Ejército Imperial nipón perdió 1 140 429 hombres entre el ataque a Pearl Harbor y el mes de agosto de 1945, sin contar con las pérdidas de la Marina nipona, que ascendieron a 414 879 hombres. Por otra parte, al menos 97 031 víctimas civiles registradas perecieron en Tokio y 86 336 en otras ciudades, si bien no existen datos contrastados sobre bajas provocadas por otros muchos bombardeos. A ello se añade la muerte de más de cien mil personas en Hiroshima y Nagasaki y, supuestamente, de unos ciento cincuenta mil civiles en Okinawa y de otros diez mil en Saipán, si bien los historiadores occidentales tienden a considerar que estas dos últimas cifras podrían haberse visto exageradas y quizá hasta multiplicadas por diez. Hasta doscientos cincuenta mil soldados y civiles japoneses murieron, asimismo, en Manchuria durante el crudo invierno de 1945, con la guerra ya acabada, aparte de los que servirían como trabajadores forzosos en Siberia a lo largo de la siguiente década. De ese modo, cabe hablar de un total de 2,69 millones de muertos japoneses durante la segunda guerra mundial, frente a los seis millones de alemanes que perdieron la vida en esa contienda.

Si pasamos a China, historiadores de ese país tratan de incrementar el alto tributo en vidas que supuso la guerra para su país cifrando el volumen total de víctimas hasta en veinticinco o incluso en cincuenta millones de muertos. En otro orden de cosas, se cree que unos cinco millones de habitantes del Sudeste Asiático debieron de perecer bajo la ocupación nipona, la mayoría en Indochina y las Indias Orientales Holandesas. Aunque ninguna de esas cifras es del todo fiable, no dejan de resultar indicativas de la escala en que nos movemos, mostrando igualmente —sin que quepa duda al respecto— que las bajas japonesas se ven ampliamente superadas por las de aquellos países objeto de su ataque y ocupación entre 1931 y 1945. Por su parte, el ejército de Estados Unidos perdió unos treinta y seis mil hombres en el Pacífico y unos tres mil seiscientos cincuenta en el Sudeste Asiático, frente a las cerca de ciento cuarenta y tres mil bajas registradas en Europa y el norte de África, aparte de los 29 263 miembros de la Marina estadounidense que perdieron la vida y los 19 163 marines que cayeron en combate. Finalmente, unos treinta mil soldados británicos murieron en la guerra contra Japón —no pocos de ellos como prisioneros— por oposición a los doscientos treinta y cinco mil hombres que perdió el ejército británico en la guerra contra los alemanes.

Sea como fuere, el resultado del conflicto librado en el Pacífico hizo pensar a algunos dirigentes estadounidenses que podrían ganar futuras guerras con un costo relativamente bajo en vidas humanas gracias a la ilimitada capacidad tecnológica y a los recursos industriales de su país. La máxima que parecía derivarse de ello es que si Estados Unidos contara con bases desde las cuales sus buques de guerra y su aviación pudieran atacar territorio enemigo, cabría obtener victorias perdiendo únicamente medios materiales y relativamente pocas vidas humanas. Solo las décadas por venir habrían de demostrar que Japón había resultado ser un enemigo excepcionalmente vulnerable al poder naval y aéreo estadounidense. En ese sentido, algunos historiadores modernos de esa nacionalidad aseguran que el hecho de obtener una victoria decisiva resulta consustancial al modo en que Estados Unidos conduce sus campañas bélicas, lo que —de ser cierto— no haría sino abocar a este país a una decepción permanente. Así, el conflicto desarrollado en Corea entre 1950 y 1953 demostró ser el primero de otros muchos en los que el abrumador triunfo logrado por Estados Unidos en la segunda guerra mundial representaba la excepción y no la regla. La experiencia de los tiempos modernos inclina a pensar que nunca más el aplastante potencial aéreo y naval estadounidense bastaría para lograr los propósitos de esa nación en el extranjero de forma tan efectiva como durante la guerra del Pacífico. Efectivamente, solo el hecho de librar una guerra total permitió a una democracia liberal hacer uso de armas de destrucción masiva, de modo que, incluso dando por sentada esa circunstancia, la posteridad se ha revelado profundamente ambivalente con relación a la utilidad de los bombardeos estadounidenses sobre Japón en 1945. Ello es así en la medida en que las guerras limitadas ofrecen notables oportunidades a contendientes con medios asimismo limitados.

A la luz de los hechos acaecidos en agosto de 1945, puede argüirse que Japón no se habría rendido un solo día más tarde si las fuerzas de tierra de Estados Unidos no hubieran avanzado más allá de las islas Marianas, capturadas en el verano de 1944. En consecuencia, cabe en principio plantear que Iwo Jima, Okinawa y la campaña de MacArthur en Filipinas no contribuyeron más que la victoria de Slim en Birmania al desenlace final. En efecto, los japoneses aún disponían de vastos ejércitos con los que defender su archipiélago y si se vieron inducidos a dejar sus posesiones de ultramar fue sobre todo a causa de la escasez de combustible para sus vehículos y del colapso de su industria provocado por el bloqueo, y solo en menor medida a causa de los bombardeos aéreos, así como de la invasión soviética de Manchuria y del lanzamiento de las bombas atómicas.

Sin embargo, todo ello es lo que sabemos a posteriori y lo que, por tanto, nos permite tener un conocimiento sobre la situación del que quienes dirigían la guerra por parte aliada carecían por completo entre 1944 y 1945. En esas circunstancias, habría resultado política y militarmente impensable que amplios contingentes de tropas estadounidenses y británicas se hubieran dedicado a pasar el tiempo en el Pacífico y el Sudeste Asiático sin nada mejor que hacer que esperar a los efectos que sobre la contienda hubiera podido tener el desarrollo científico, estratégico y económico. En ese sentido, la pérdida de Filipinas y Birmania por parte de Japón desempeñó al menos un papel mínimamente significativo persuadiendo a Hirohito y a su entorno de que su nación estaba ya condenada. Consideremos por un momento las consecuencias que se habrían derivado de que las tropas de Slim no hubiesen cruzado el río Chindwin para reocupar Birmania o de que MacArthur no se hubiese establecido en las Filipinas. Si las numerosas fuerzas aliadas se hubieran limitado a vegetar pasivamente tras la caída de las Marianas —a la espera de que el bloqueo y los bombardeos hubieran forzado a Japón a capitular— las máximas autoridades militares niponas no habrían hecho sino interpretarlo como una muestra de pusilanimidad. De ahí que, aunque el costo moral y material que representó para Estados Unidos la campaña de bombardeos llevada a cabo LeMay fuera muy superior a sus logros objetivos, no cabe duda alguna de que hasta los japoneses más fanáticos se vieron profundamente impresionados por la destrucción de sus ciudades y por la consiguiente pérdida de entre un cuarto y un tercio de la riqueza nacional.

Incluso en el peor de los casos, las campañas puestas en marcha por los Aliados en 1945 contribuyeron a dejar clara su firme resolución de proseguir implacablemente la contienda. De esa manera, hasta los partidarios de continuar la guerra en el gobierno de Tokio no podían sino reconocer que la voluntad de combate estadounidense y su fiereza se hallaban, cuando menos, al mismo nivel que las de los propios samuráis. No podía ser de otro modo cuando también los belicistas nipones contemplaban el espectáculo de tantas ciudades en ruinas, de la muerte de sus habitantes por cientos de miles o del imparable declive de sus ejércitos enfrentados a un enemigo que les combatía sin cuartel. Los mandatarios japoneses habían dado inicio a la guerra suponiendo que su espíritu bélico podría compensar su relativa debilidad material; en agosto de 1945, tal suposición no merecía ya crédito alguno.

En cuanto a las bombas atómicas, un historiador estadounidense se ha pronunciado sobre ellas en los siguientes términos: «Si el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki constituyó el máximo apogeo del Estado Nación —pues, ¿qué otra entidad política habría estado en condiciones de financiar y llevar a buen puerto empresa tan ambiciosa como el Proyecto Manhattan?—, entonces aquel momento representó igualmente el nacimiento de la vulnerabilidad universal de ese mismo Estado Nación». No solo parece posible justificar el empleo de las bombas atómicas a la vista de las circunstancias imperantes en agosto de 1945, sino que yo mismo me cuento entre quienes están convencidos de que aquella demostración de lo que suponía el horror nuclear, unida al revulsivo global que ello comportó, ha contribuido decisivamente a salvaguardar el mundo desde entonces. Efectivamente, si los devastadores efectos de un ataque nuclear no se hubieran hecho patentes tras Hiroshima y Nagasaki, bien podría haberse dado el caso durante la Guerra Fría de que un mandatario soviético o estadounidense hubiera acabado convenciéndose de que cabía justificar el uso de bombas atómicas. La guerra de Corea en 1950 ilustra de forma obvia lo que se acaba de exponer, pues no en vano algunos altos mandos militares —entre los que sobresalió MacArthur— no dejaron de proponer que se explotaran contra China las ventajas que supuestamente confería a Estados Unidos su arsenal nuclear. Ese argumento resulta, lógicamente, irrelevante a la hora de debatir si la decisión adoptada en 1945 puede juzgarse válida, pero, a bien seguro, merece la pena tenerlo presente más de seis décadas después.

Pese a lo absurdo de toda esperanza británica por recobrar en 1945 lo que había sido su hegemonía en el Extremo Oriente, muchos de los soldados que sirvieron con el 14.° ejército de Slim seguirían manteniendo después vividos recuerdos de la guerra contra Japón como último encuentro del Imperio Británico en armas. «Distinguido general Stockwell»: escribía Garba Yola, un soldado nigeriano de la 82.ª División de África Occidental, a su antiguo comandante de unidad, el general de brigada sir Hugh Stockwell en 1946:

Por supuesto, hace ya mucho tiempo que regresé a mi patria y espero que al recibir estas líneas se encuentre en un estado excelente. Volví a casa sano y salvo y encontré a los míos bien. De momento no tengo que informarle de ningún problema de salud, solo decirle que siempre le tengo presente en mi memoria. He visto la carta que me envió y estoy muy contento de ver que es suya. Haga por favor llegar un respetuoso saludo de mi parte a su esposa, a quien considero una segunda madre. Adjunta le envío una fotografía mía para que ella misma pueda conocerme. Recuerdos también de mi esposa y de mi amigo Jauro. Mi padre y mi madre me piden también que le dé recuerdos de su parte. Me haría mucha ilusión volver a oír de su Excelencia en lo que respecta a las circunstancias de su vida y a su lugar de residencia actual. Siempre a sus órdenes.

La reconquista de Birmania por parte de Slim constituyó una de las campañas más exitosas de toda la guerra, acreditando así la enorme valía tanto de su comandante como de los soldados a su cargo, pero, a la vez, no dejó de representar la última convulsión de un imperio, más que una contribución convincente a la derrota nipona.

En el año 1947 los británicos dejaron la India; un año más tarde, Birmania, y en 1957, Malasia. Por su parte, los holandeses se vieron obligados a abandonar sus Indias Orientales en 1949, tras cuatro años de sangrientos combates contra la guerrilla. Los franceses fueron sufriendo una lenta agonía en medio de fútiles estertores hasta que no pudieron por menos de acatar la inapelable realidad tras perder la batalla de Dien Bien Phu contra los nacionalistas vietnamitas del Vietminh, encabezados por Ho Chi Minh en 1954. Aunque pueda resultar irónico, las antiguas potencias coloniales experimentaron un notorio resurgir de sus economías, una vez se hallaron sin sus apreciadas posesiones en Asia, que no hacían más que lastrar sus ya maltrechas economías y no representaban para ellas la fuente de riquezas que querían creer. Por otra parte, Estados Unidos concedió en 1964 la independencia a Filipinas, donde resultó elegido presidente de la nación Manuel Roxas, un político que se había significado por colaborar con el régimen de ocupación nipón y que incluso llegó a declarar la guerra al gobierno estadounidense en septiembre de 1944. En ese sentido, el éxito electoral de Roxas deja bien a las claras la ambivalencia filipina tanto durante la segunda guerra mundial como con relación a Estados Unidos mismo.

En contra de sus temores de que la presencia soviética en Manchuria se prolongara por motivos puramente imperialistas, Chiang Kai Shek se vio forzado por las circunstancias a rogar a las fuerzas de ocupación soviéticas que se quedaran más tiempo, a fin de que sus propias tropas dispusieran de mayor plazo para tomar posesión de los territorios ocupados por el Ejército Rojo. Este acabó retirándose de China entre enero y mayo de 1946, después de no haber dejado en la región ni rastro de industria, justificando su pillaje con el argumento de que —por tratarse de propiedad japonesa y no china— le pertenecía legítimamente como reparación de guerra. Por otra parte, cientos de miles de prisioneros japoneses como Souhei Nakamura pasaron a ser trabajadores forzosos en Siberia, padeciendo hambre y frío, y sin saber nunca cuántos de entre sus camaradas murieron, pues tan pronto uno de ellos enfermaba, los guardias soviéticos se lo llevaban y nunca más volvían a verle.

Solo en una ocasión durante todo su cautiverio se permitió al joven Nakamura enviar una postal a sus familiares a través de la Cruz Roja Internacional en Suiza. En ella se decía que estaba «bien y contento», tal como tantos infortunados prisioneros británicos y estadounidenses en manos japonesas habían escrito a sus familiares unos años antes, con lo que se cerraba así el círculo de la tragedia. «Resultaba de lo más injusto», expresaría después Nakamura. «El mundo estaba ya en paz y, sin embargo, allí seguíamos nosotros, presos en condiciones infrahumanas». Los prisioneros no dejaban de implorar a sus captores una respuesta a su única pregunta: «¿Cuándo podremos volver a casa?» y la contestación era invariablemente la misma: «Dentro de 45 días». Cuando ese plazo de tiempo expiraba, los prisioneros volvían a preguntar, para encontrarse de nuevo con la misma respuesta lapidaria: «Dentro de 45 días». Durante su cautiverio, algunos de ellos se vieron hasta tal punto influidos por la doctrinación ideológica a que fueron sometidos que, una vez en Japón, acabaron profesando ideas comunistas; Nakamura, en cualquier caso, fue repatriado en julio de 1948.

Por otra parte, la ocupación de Manchuria llevada a cabo por Chiang Kai Shek se reveló como un error estratégico, ya que sus tropas en esa región quedaron separadas del resto de fuerzas nacionalistas una vez iniciada la guerra civil china. En ese sentido, de poco sirvieron las cantidades ingentes de ayuda militar estadounidense que recibió el ejército de Chiang Kai Shek frente a la corrupción e incompetencia de que se había hecho acreedor su régimen, De ese modo, Mao Zedong pasó a enseñorearse de toda China, con la excepción de la isla de Formosa —la moderna Taiwan— convertida en el Estado de bolsillo de Chiang. Así de malograda acabaría la magna ilusión mantenida por Estados Unidos durante el periodo bélico con relación a China contemplada como el posible núcleo de su «imperio» en Asia, visión coincidente, en cualquier caso, con la sustentada por los británicos respecto de dicho país asiático. En esas circunstancias, la consigna nipona «Asia para los asiáticos» se vería cumplida de una manera que quienes la habían acuñado estaban lejos de poder imaginar.

Si pasamos ahora a MacArthur, son pocos quienes, en la actualidad, le consideran entre los grandes generales de todos los tiempos, por mucho que —igualando sus prodigiosas capacidades escénicas— la maquinaria publicitaria surgida en torno a su persona durante la guerra fuera hasta tal punto efectiva que este sigue siendo todavía el general más famoso de la Guerra del Pacífico. En ese sentido, Ronald Spector escribiría lo siguiente sobre el general más de cuarenta años después de que este hubiera aceptado la rendición japonesa: «Pese a su indudable capacidad de liderazgo, por temperamento, carácter y criterio no resultaba adecuado para los puestos de alto mando que desempeñó a lo largo de la guerra». La megalomanía de MacArthur, su falta de lealtad respecto a los mandatarios de su propio país, su mezquindad y su poco aprecio por el raciocinio, así como su incapacidad a la hora tanto de rodearse de oficiales y subordinados competentes como de reconocer sus propios errores, unida a la determinación de plantear la estrategia de defensa nacional como mejor conviniera a sus ambiciones personales, hacen que el juicio emitido por Spector peque incluso de benigno. Con todo, no cabe tampoco negarle un carisma, una inteligencia y un afán consciente por encarnar los más nobles ideales que, en ocasiones, le elevaron hasta alturas inimaginables para cualquier general al uso, tal como sucedió durante el acto de rendición nipona. Por otra parte, como gobernante del Japón de posguerra desplegó un saber hacer visiblemente ausente de su labor como comandante supremo del Pacífico Sudoeste. A todo ello conviene añadir el hecho de que, lo mereciera o no, entre diciembre de 1941 y agosto de 1945, MacArthur se convirtió en símbolo de los anhelos del pueblo estadounidense con relación a la guerra en el Extremo Oriente. Las naciones en guerra necesitan símbolos y ello se aplica tanto más a los soldados en combate: «Pensábamos que estaba por encima de Dios», reconocería un veterano estadounidense refiriéndose a MacArthur, al tiempo que otro sentenciaba: «Fue el más grande comandante militar que este país ha dado nunca». Aunque esta última afirmación no deja de resultar incorrecta, se impone hacer notar que algunos de sus antiguos soldados siguen dándola por cierta.

La buena fortuna de MacArthur consistió en que, tras el fracaso inicial de su campaña en Filipinas, el resto de sus acciones se desarrolló en un teatro de operaciones en el que la superioridad material estadounidense resultaba tan abrumadora como para compensar sus errores de cálculo y sus ocasionales insensateces. Así las cosas, aunque las victorias decisivas correspondieron a la Marina, fue MacArthur quien se llevó buena parte de la gloria, hasta el punto de que su figura, tocada con una gorra demasiado grande y luciendo destellantes gafas de sol, acabó presidiendo toda escena relevante de la guerra contra japón. Por el contrario, el almirante de flota Chester Nimitz —un oficial de excelsa profesionalidad— ni persiguió ni recibió la parte de fama que le correspondía por su sobresaliente actuación en el Pacífico como comandante en jefe de las fuerzas estadounidenses allí desplegadas, por mucho que los logros de la Marina de Estados Unidos fueran tan destacados y decisivos como los habían sido, casi un siglo y medio antes, los de la Marina británica en su afán por acabar con la tiranía napoleónica.

Los prisioneros británicos y americanos confinados en los barracones del campo japonés de Aomi tuvieron que esperar tres semanas tras la rendición para tener una primera visión de sus libertadores. Ello sucedió un día en el que nueve cazas estadounidenses que sobrevolaban el campo en perfecta formación divisaron por debajo de ellos las características letras de gran tamaño dispuestas por los prisioneros para ser reconocidos desde el aire. Seguidamente, los pilotos descendieron a una altura lo suficientemente baja como para hacer señales a los internos, en lo que representó para estos, después de 1302 días de cautiverio, el primer atisbo de un mundo externo que no les resultaba hostil. Stephen Abbott volvió a su barracón y se echó a llorar. Más tarde, y antes de abandonar el campo, se dirigió a la fábrica en cuya cantera él y sus camaradas habían trabajado hasta la extenuación y, en ocasiones, perdido la vida. En la sala de reuniones de la compañía Denki Kagaku, a la que pertenecía la fábrica, su presidente manifestó a Abbott lo siguiente: «Nuestro país está en ruinas, pero usted ya conoce a los japoneses. Nunca perderemos nuestro orgullo. Vuelva dentro de cinco años y lo tendremos todo en orden; dénos diez y estoy seguro de que encontrará ante sí un país próspero». Poco después, los prisioneros británicos y estadounidenses procedieron a abandonar «aquellos pocos metros cuadrados que llegamos a aborrecer con toda nuestra alma, pero en los cuales se habían escrito tantas historias vivas de tragedia y aprendizaje humano». No bien hubieron partido los prisioneros, comenzaron a desembarcar en Japón los primeros efectivos de veintisiete divisiones estadounidenses, una fuerza de ocupación lo suficientemente poderosa —y cuya presencia se prolongaría hasta 1952— como para garantizar que cualquier tentativa tardía de oposición recalcitrante por parte del enemigo vencido estuviera condenada al fracaso de antemano. Tropa y oficiales no dejaban de contemplar atónitos el espectáculo de un país en ruinas que se ofrecía ante sus ojos: «Por lo que iba viendo, no dejaba de maravillarme de que Japón hubiera hecho tanto con tan poco», escribiría posteriormente el teniente general Oscar Griswold.

Entre 1945 y 1946 solo algunos japoneses fueron juzgados por crímenes de guerra, ya que imponer su merecido castigo a todos aquellos culpables de actos de barbarie habría requerido miles de ejecuciones, que los Aliados no tenían a aquellas alturas estómago para afrontar. También fueron pocos los japoneses llamados a dar cuenta de sus acciones en China y el Sudeste Asiático, toda vez que Estados Unidos —la potencia aliada con más influencia— se concentró en hacer justicia contra quienes hubieran cometido atrocidades contra blancos. Entre ellos el mandatario más destacado objeto de condena fue el general Hideki Tojo, jefe del gobierno nipón durante buena parte de la contienda, que murió ahorcado. Por su parte, el general Tomoyuki Yamashita fue encausado en calidad de comandante en jefe de las fuerzas niponas en Filipinas durante el periodo en que se perpetró una infinidad de desmanes contra su población.

El proceso correspondiente se inició el 29 de octubre de 1945 y, en un primer momento, el general rehusó dirigirse al estrado de los testigos. Cuando, por fin, pudo persuadírsele de que declarara como tal, dio muestras de impresionante dignidad y elocuencia. Condenado y sentenciado a morir ahorcado, Yamashita se quitó el cinturón y se lo ofreció a un coronel como recuerdo, observando jovial: «Usted es el único que está aquí lo suficientemente gordo como para poder ponérselo». Cuando se le conducía esposado a la horca, primero se quejó de lo muy ajustadas que estaban las manillas, para avanzar después decidido al encuentro de la muerte. El general Masaharu Homma fue ejecutado por un pelotón en abril de 1946, como responsable de la «marcha de la muerte» de Bataan. Al conocer la sentencia, Homma declaró: «Voy a ser ejecutado por lo sucedido en Bataan. Lo que ahora quiero saber es: ¿quién fue el responsable de la muerte de decenas de miles de civiles inocentes en Hiroshima y Nagasaki, MacArthur o Truman?». Tras ello se dirigió de buen humor al lugar de ejecución, donde, alzando un vaso de cerveza hacia el capellán y el intérprete dijo en un perfecto inglés: «Vamos, caballeros, por favor, ¡arriba esos culos!».

Muchas personas, tanto estadounidenses como japonesas no pudieron dejar de sentirse consternadas por el modo en que Yamashita y Homma fueron ejecutados, toda vez que sus juicios evocaron una triste imagen de procesos amañados en que las pruebas que avalaban la oposición por parte de ambos generales al trato inhumano dado a civiles y prisioneros de guerra fueron pasadas por alto. En ese sentido, suele creerse que las sentencias representaron una venganza personal de MacArthur hacia aquellos generales nipones que le habían humillado en el campo de batalla. Sin embargo, existe un argumento de peso a favor de lo contrario, a saber, que, aun encarnando figuras dignas de conmiseración y plenamente honorables en lo personal, ambos eran los mandos militares responsables cuando se cometieron actos contrarios a la ley, es más, actos de hecho indecibles contra un sinnúmero de inocentes. ¿Cómo podrían sus subordinados ser castigados por tales actos si sus mandos eran declarados inocentes? Bien puede ser que las atrocidades perpetradas en aquel tiempo por los japoneses no hubieran sido el resultado de órdenes directas dadas por Yamashita o Homma, pero aquellas no hacían sino mostrar un recurso a la masacre del que era cómplice todo el ejército nipón y que había sido promovido por este asiduamente durante décadas.

Incluso si las ejecuciones de ambos generales tuvieron un carácter más ejemplar que propiamente legal, no dejaron de resultar, casi con toda certeza, necesarias. En efecto, la decisión estadounidense de mantener a Hirohito en el trono llevaría posteriormente a muchos japoneses a pensar que su nación no podía haberse conducido en términos tan execrables cuando la continuidad de su propia monarquía había contado con el beneplácito de los Aliados. Así las cosas, si no se hubiera juzgado a los más altos oficiales del ejército japonés responsables de los crímenes cometidos por sus tropas, su supervivencia habría constituido una traición a los millones de muertos que habían perecido a manos niponas. Es plenamente cierto, por otra parte, que los juicios por crímenes de guerra celebrados en Europa y Asia entre 1945 y 1946 no fueron sino expresión de la justicia de los vencedores, en la medida en que no se realizó intento alguno por imponer un castigo, siquiera simbólico, a los soldados aliados que habían protagonizado acciones contrarias a la ley. En cualquier caso, entonces pareció preferible —como todavía sigue pareciéndolo en la actualidad— someter a juicio a algunos de los responsables por crímenes contra la Humanidad antes que no considerar a nadie responsable porque tantos habían sido culpables.

Inmediatamente después de la rendición de Japón, sus fuerzas de tierra, mar y aire sufrieron el duro golpe que supuso pasar a convertirse en objeto de la aversión generalizada de sus conciudadanos, dirigida tanto contra los oficiales de más alta graduación como contra los más humildes soldados. En ese sentido, la frustración y la rabia contenidas a lo largo de todos aquellos años de padecimiento estallaron justo tras la derrota, de modo que quienes —como tropas de reemplazo— no habían tenido más remedio que hacer suyo el código del bushido, sufriendo en ocasiones terriblemente para poder cumplirlo, recibían ahora por toda recompensa el desprecio de su propia nación. Así, el ejército de ocupación estadounidense se vio sorprendido por el hecho de tener que proteger a los supervivientes del Ejército Imperial de las iras de sus propio pueblo, en lo que representaba una situación radicalmente novedosa, si se la comparaba con la experiencia vivida por los soldados alemanes que habían servido en el ejército de Hitler. En conjunto, los años de la inmediata posguerra nipona se vieron caracterizados por el derrumbe de todo tipo de jerarquías, así como por el predominio de un egoísmo despiadado reflejado en una situación de pillaje, crimen y prostitución generalizada como no se había conocido en ningún otro periodo previo de la historia japonesa. El envilecimiento e incluso la depravación se extendieron por doquier mientras los conquistados no dejaban de sorprender a sus conquistadores por el modo en que se rebajaban ante todo lo estadounidense, al tiempo que el autodesprecio parecía adueñarse por un tiempo del país.

Puede que todo ello resultara inevitable como parte del necesario proceso de depuración que se imponía después de tantos años de prevalencia militar y de autoengaño. De todas formas, y propiciado irónicamente por la guerra de Corea, a partir de 1950 se produciría un resurgir económico que asombraría al mundo. Pese a todo, el nuevo Japón se reveló desesperantemente reticente a afrontar las culpas de sus mayores, hasta el punto de negar el pasado en unos términos que no hacían sino contrastar dolorosamente con la voluntad de expiar sus propias culpas que se manifestaba en la Alemania de posguerra. En relación con ello, y pese a que los sucesivos jefes de gobierno nipones no dejaron de pedir perdón formalmente por las acciones cometidas por su país durante la guerra, Japón —como nación— rechazó cualquier tipo de contribución económica que pudiera representar una reparación para las víctimas, así como el reconocimiento en los libros de texto escolares de la realidad histórica tal cual había sido.

Cuando me embarqué en la empresa de redactar este libro, me animaba la determinación de someter la conducta de Japón durante el periodo bélico a un examen objetivo, dejando de lado los sentimientos nacionalistas que han venido distorsionando la perspectiva de muchos escritores británicos y estadounidenses desde 1945 y contando además con el caluroso apoyo de cuantos veteranos nipones contacté. En ese sentido, si bien resulta esencial que todo historiador tenga también presentes los excesos de los Aliados, que raramente fueron merecedores de censura y mucho menos de juicio, se hace difícil dar apoyo a la olímpica pretensión mantenida por Japón de desentenderse de lo entonces sucedido, dada la evidencia de la barbarie desplegada sistemáticamente por sus soldados contra muchos pueblos asiáticos a una escala infinitamente mayor que contra estadounidenses y europeos. Los caballeros nipones del bushido, al igual que los de la Europa medieval, se mofaron de su excelso ideal del honor comportándose vilmente hacia todos aquellos —y no fueron pocos— a quienes consideraron indignos de la protección que estipulaba su código del honor. En la era moderna, únicamente las SS de Hitler han igualado a los militaristas nipones a la hora de elevar la atrocidad organizada a práctica institucionalizada, toda vez que la Unión Soviética de Stalin nunca trató de hacer más dignas sus grandes matanzas enalteciéndolas como actos propios de caballeros, a diferencia de lo que sí hizo el Japón de Hirohito.

No se hace difícil entender porqué tantos japoneses —condicionados hasta el punto en que se hallaban— procedieron como lo hicieron, pero lo que resulta casi imposible es mostrar cualquier tipo de comprensión hacia aquellos que perpetraron tales actos, sobre todo cuando Japón sigue negándose a asumir el legado que históricamente le corresponde. Muchos ciudadanos nipones en la actualidad sostienen que ya es hora de enterrar todos los resentimientos del pasado, tanto los de los antiguos enemigos de Japón con relación al trato dado a prisioneros y a civiles bajo autoridad nipona como los de su propia nación con respecto a los bombardeos incendiarios y a lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki. «En la guerra ambos bandos cometen actos terribles», argüía el antiguo teniente Hayashi Inoue en el año 2005. «Si uno gana, eso justifica cualquier acción que se haya emprendido. Si uno pierde, se convierte en el culpable. Después de sesenta años seguramente ha llegado el momento de dejar de criticar a Japón por lo que llevó a cabo hace tanto tiempo». El comandante Shigeru Funaki, un antiguo oficial de Estado Mayor perteneciente al cuartel general del Ejército de China en Nanjing afirma tajante al respecto: «muchas cosas de las que se dicen que Japón hizo en China no son más que fabulaciones. Cuando acabó la guerra me pasé todo el tiempo negociando con oficiales del ejército nacionalista chino. Ninguno de ellos dijo ni una sola palabra, por poner un ejemplo, sobre la presunta masacre que cometimos en Nanjing. De acuerdo, algunas personas murieron allí, porque hubo una batalla y la gente muere cuando hay batallas, pero esa idea de que acabamos con ciento cincuenta mil o doscientas mil personas… ¿quién fue el que se dedicó a contar a las víctimas?».

Hasta la fecha Alemania ha pagado el equivalente a casi tres mil millones de libras esterlinas a cerca de un millón y medio de víctimas del periodo nazi[45], mientras que Austria ha indemnizado con el equivalente a doscientos millones a otras 132 000 personas. En cambio, Japón sigue en la actualidad eludiendo en gran medida toda responsabilidad, tanto más a la hora de indemnizar a sus antiguas víctimas de guerra, hasta el punto de que —en lo que no deja de representar una ironía absurda, por no calificarla directamente de grotesca— el gobierno británico optó en 1999 por realizar él mismo y sin obligación alguna en ese sentido un pago ex grafía —en concepto de reparación a sus antiguos prisioneros de guerra en cautiverio japonés—, una vez perdida toda esperanza de que esa reparación corriera a cargo de quienes la habían hecho necesaria. En ese sentido, numerosos recursos presentados ante jueces nipones por parte, sobre todo, de demandantes chinos, incluyendo a antiguas «mujeres de confort» se han visto desestimados hasta el momento, por mucho que, incluso a estas alturas, tres casos se hallen pendientes de veredicto por parte del Tribunal Supremo japonés. En ese contexto, puede que el ejemplo más sangrante lo constituya el de los trabajadores chinos que se vieron empleados por Japón como esclavos y 38 935 de los cuales fueron trasladados a ese país, donde 6830 acabarían encontrando la muerte. Allí fueron empleados por 35 compañías, 22 de las cuales aún siguen en activo, incluyendo a la empresa pública de minería Matsui y a la más conocida Mitsubishi. En relación con esta última, no deja de resultar revelador que —en el transcurso de un pleito interpuesto contra ella por antiguos trabajadores forzados chinos— los abogados de la empresa trataran de cuestionar hasta la propia invasión de China por parte de Japón. Así, mientras Mitsubishi no deja de negar que empleara ese tipo de trabajadores, su consejo de administración asegura que un fallo favorable a los demandantes chinos haría recaer «una injusta carga sobre las futuras generaciones de japoneses, seguramente durante las centurias por venir».

De forma significativa, el entonces ministro japonés de minería y comercio, Kan Abe, era el abuelo del actual jefe de gobierno, Shinzo Abe, un gobierno que, al igual que las compañías objeto de litigio, argumenta que toda posible responsabilidad nipona hacia sus víctimas de guerra ha expirado con el paso del tiempo, así como en virtud del Tratado de Paz de San Francisco, firmado en septiembre de 1951 por Japón y 48 naciones aliadas, y al que China, significativamente, no concurrió, mientras la URSS declinaba, asimismo, suscribirlo. Por otra parte, y de una forma que resulta todo menos sutil, el gobierno japonés afirma que es grotesco que un país con un historial tan deplorable en cuanto al respeto de los Derechos Humanos como China pretenda obtener reparaciones de Japón a causa de deficiencias en ese ámbito de que este se hizo responsable en el pasado.

En esas circunstancias, tanto la política de negar los hechos como la denominada doctrina de la equivalencia moral, en virtud de la cual también los Aliados cometieron actos reprobables comparables a los propios, resulta poco convincente. Ello es así, toda vez que la brutalidad nipona se hallaba ya institucionalizaba muchos años antes de que los propios Aliados dieran comienzo a sus excesos, si es que estos llegaron a serlo, pues incluso la campaña de bombardeos de LeMay no respondía sino al propósito de acelerar el fin de la contienda. Por el contrario, muchas acciones protagonizadas por el ejército japonés, incluyendo la tortura y decapitación de prisioneros, no hacían sino reflejar una orgullosa complacencia en el hecho de infligir sufrimiento gratuito. En esas circunstancias, y por mucho que sobre la conciencia de los gobernantes nipones de aquellos tiempos pesen prácticamente tantas muertes en Asia como las que perpetró la Alemania nazi en Europa, solo unos cuantos japoneses llegan a reconocerlo, incurriendo —al hacerlo— en el desdén cuando no en la hostilidad declarada de sus compatriotas. Así pues, Japón parece culpable de rechazar colectivamente la realidad histórica, de modo que la versión de esta presentada en esta obra resulta absolutamente inaceptable para la mayoría de sus ciudadanos en la actualidad, por mucho que esté basada en pruebas irrefutables. Ello no hace, en cualquier caso, sino mostrar el abismo que media entre su cultura y la nuestra, un abismo cuya existencia no cabe justificar o descartar sin más en razón de diferencias de actitud entre Este y Oeste.

Muchas críticas por parte de Occidente se han centrado en la costumbre de que los jefes de gobierno nipones realicen anualmente una visita al templo funerario de Yasukumi a fin de honrar a los caídos en combate, incluyendo a criminales de guerra. En mi opinión, dichas críticas carecen de fundamento, puesto que de los mandatarios de cuantas naciones han participado en grandes contiendas se espera justamente que rindan homenaje a quienes perdieron la vida en ellas, sin perjuicio de cuán poco meritorias resultasen las causas de las mismas, por lo que Japón no debería resultar una excepción en ese sentido. A mi juicio, en cambio, la consternación y, de hecho, la repulsión deberían limitarse al rechazo mantenido por el pueblo japonés —incluyendo a sus máximos responsables a nivel político, económico y educativo— a la hora de encarar su historia, en la medida en que aún tratan de excusar las acciones de sus padres y abuelos, muchos de los cuales dejaron de lado toda humanidad al favorecer un concepto del honor y un nacionalismo agresivo cuyo recuerdo solo debería provocar vergüenza. En tanto esa actitud de negación persista, el mundo no podrá por menos de creer que Japón aún no ha sabido asumir los horrores de que hizo objeto a Asia hace casi dos tercios de siglo.

«¿Y después, qué voy a hacer?».

Y en seguida se respondía:

«Nada: viviré… ¡también eso es maravilloso!».

Pierre Bezukhov, protagonista de Guerra y Paz,

de Lev Tolstoi, tras sobrevivir la campaña rusa

de 1812 contra las tropas de Napoleón[46].