19

Las bombas atómicas

1. FANTASÍAS EN TOKIO

Durante la fase final de la Segunda Guerra Mundial los generales y almirantes aliados desempeñaron un papel menor en lo que se refiere a las decisiones que precipitaron la rendición nipona y que serán siempre motivo de controversia. Esto es así, en primer lugar, a causa del lanzamiento de bombas atómicas y, en segundo, en razón del ingente volumen de documentos históricos que atestiguan de forma detallada las palabras y los hechos que cabe atribuir a los principales actores del conflicto. Dicho material no hace sino favorecer una interpretación poco concluyente, o incluso contradictoria, de lo sucedido, en la medida en que las personalidades más destacadas del momento no dejaron de cambiar de parecer al respecto, en ocasiones, más de una vez. Algunos de ellos —actuando de forma no exenta de mala fe— dejarían constancia escrita de haber dispuesto de un menor conocimiento de la situación de lo que en realidad fue el caso, a fin de justificar sus propias acciones. Por otra parte, la versión japonesa de la historia resulta difícil de establecer con claridad en función del divorcio existente entre lo que los líderes nipones manifestaron públicamente en su día y lo que, posteriormente, cada uno de ellos pretendió haber mantenido o supuestamente debió de haber pensado en privado.

Desde el invierno de 1944, un significativo grupo de políticos japoneses se esforzaba por hallar una forma de poner fin a la contienda y de soslayar la determinación del ejército de luchar hasta el último hombre. Sin embargo, hasta los más proclives a la paz la pretendían en unos términos que no resultaban, ni de lejos, negociables, y que incluían el derecho a que Japón mantuviera su presencia militar en Corea y Manchuria, a no ser ocupado militarmente por los Aliados y a encargarse de juzgar por sí mismo todo crimen de guerra cometido por alguno de sus ciudadanos. En fecha tan tardía como mayo de 1945, el emperador seguía aferrado a la creencia de que todavía cabía obtener una victoria sobre los Aliados en Okinawa, victoria que vendría a reforzar la posición negociadora de Japón. De ahí que la resistencia militar resultara todavía de utilidad y que Hirohito urgiera a su pueblo a «aplastar las ambiciones desmedidas de las naciones enemigas».

El «grupo por la paz» razonaba y se pronunciaba como si Japón pudiera esperar verse considerado en pie de igualdad con el resto de honorables miembros de la comunidad internacional, sin reconocer el hecho de que, a los ojos de Occidente, la actitud nipona desde el ataque contra Pearl Harbor —y para ser más exactos, desde 1931— hacía inviable tal consideración. En ese sentido, los líderes políticos japoneses desperdiciaron meses de labor diplomática aferrándose a unas posiciones basadas fundamentalmente en dictados que emanaban de su propio orgullo nacional, así como de una supuesta necesidad de justicia política. Sin embargo, su única oportunidad de llegar a modificar los términos propuestos por los Aliados pasaba por el temor de estos a la sangría humana que comportaría una invasión del territorio nipón, si esta hubiera de resultar necesaria. De ahí que, cuando —a causa del bloqueo y los bombardeos, y teniendo en mente la posibilidad de emplear bombas atómicas, así como la incorporación de la Unión Soviética al conflicto— los estadounidenses fueron dejando de considerar imprescindible arriesgarse a invadir Japón, este se quedase sin cartas que jugar.

Nada refleja de modo más vivido la confusión nipona motivada por su propio dilema interno que su error de cálculo al intentar hacerse con los buenos oficios como mediadora de una Unión Soviética cuya no beligerancia hasta agosto de 1945 se cuenta entre los episodios más insólitos del conflicto en su conjunto. En todo caso, la firma en abril de 1941 del Pacto de Neutralidad ruso-japonés por espacio de cinco años había convenido tanto a las autoridades niponas como soviéticas. Así, puesto que los afanes expansionistas de Japón se dirigían hacia el Sur y hacia el Este, resultaba aconsejable tener asegurada la retaguardia. Del mismo modo, e incluso antes de que la Unión Soviética se viera envuelta en su mortal combate contra la Alemania nazi, Stalin estaba lejos de desear complicación alguna en Asia. De ahí su satisfacción cuando Richard Sorge, su legendario agente en Tokio, le confirmó, poco después de que Hitler hubiera puesto en marcha la operación Barbarroja en junio de 1941, que la URSS podía contar con la neutralidad nipona, ya que de ese modo el Ejército Rojo iba a estar en condiciones de concentrar todos sus esfuerzos en la guerra contra Alemania sin tener ningún otro frente abierto.

Así las cosas, si durante tres años la ausencia de hostilidades en la frontera ruso-manchú había servido a los intereses tanto soviéticos como nipones, en 1944 no convenía ya a los de Estados Unidos. En efecto, el millón de soldados japoneses destacados en China podría verse empleado posteriormente contra los estadounidenses y una invasión de Manchuria por parte del Ejército Rojo constituía el modo más evidente de impedirlo. Allí, los numerosísimos efectivos del ejército soviético podrían volver a emplearse con tan espectaculares resultados como habían obtenido en Europa, salvando además, a costa propia, las vidas de soldados occidentales. En ese sentido, y en fecha tan tardía como agosto de 1945, MacArthur hacía las siguientes declaraciones, a micrófono cerrado, a un corresponsal de prensa destacado en Manila con relación a su vivo deseo de que la Unión Soviética se decidiera a invadir Manchuria: «Todo soldado soviético caído en combate es un soldado estadounidense menos que ha de morir».

En esas circunstancias, Churchill y Roosevelt se mostraron exultantes ante la promesa realizada por Stalin de dirigir sesenta divisiones contra los japoneses dentro de los tres meses siguientes a la derrota germana. «Cuando otras cuestiones pesan tanto sobre nosotros —escribía el primer ministro británico al presidente estadounidense— no podemos dejar de reconocer el supremo valor de ese [compromiso] en la medida en que acortará la duración de la guerra en su conjunto». Por su parte, MacArthur estaba firmemente convencido de que «no debemos invadir Japón hasta tanto el ejército soviético esté decidido a actuar en Manchuria». El general Marshall coincidía plenamente con esa opinión, al igual que los comandantes de las fuerzas terrestres estadounidenses, deseosos de contar con cuanta ayuda pudiera reducir el número de efectivos enemigos a los que habrían de enfrentarse al invadir Japón. En ese sentido, resulta revelador lo que, en una carta a su familia escrita desde Luzón, manifestaba el general de división Joseph Swing de la 11.ª División Aerotransportada, desestimando los temores expresados por los británicos respecto de los riesgos inherentes a una participación soviética en la guerra de Asia: «Todos quieren que los rusos lleguen cuanto antes y cuantos más, mejor. En cuanto a lo que el “padrecito” Stalin consiga en el Este… seguro que pedirá y que, posiblemente, se quedará con todo lo que quiera».

Por su parte, los mandatarios estadounidenses eran conscientes de que los rusos no iban a luchar si no obtenían a cambio recompensas tangibles, toda vez que el sacrificio humano realizado por la Unión Soviética para acabar con los nazis resultaba ser veinticinco veces mayor que el de todos los Aliados occidentales juntos. Tras meses de ambigüedades, Stalin presentó en Yalta sus demandas respecto de una posible implicación soviética en el frente asiático. El líder soviético reclamaba de Japón las islas Kuriles y el territorio sur de la isla de Sajalín; de China, el arriendo de Port Arthur, acceso a Dairen como puerto franco, control sobre el ferrocarril que discurría por el sur de Manchuria y el reconocimiento de su derecho a regir los destinos de la Mongolia exterior. El 8 de febrero de 1945, tras cinco días de debates, Roosevelt accedió a las exigencias soviéticas, actuando con una frivolidad digna de una potencia colonial. Efectivamente, Estados Unidos se comprometió a realizar importantes concesiones territoriales en China, sin llegar a consultar al propio gobierno chino, por mucho que tales concesiones estuvieran sometidas, nominalmente, a la aprobación del líder nacionalista Chiang Kai Shek y que, en justa correspondencia, los soviéticos se comprometieran a reconocerlo como único gobernante legítimo de China. De ese modo, tanto rusos como estadounidenses abandonaron Yalta satisfechos con lo que habían conseguido e indiferentes al hecho de que ello no hacía sino violar el Pacto de Neutralidad ruso-japonés.

Sin embargo, al plantear incentivos a Stalin, Roosevelt pasó por alto el hecho de que el líder soviético no se embarcaba en empresa alguna —o se autoimponía no hacerlo— a menos que esta encajara con sus propios planes. Así las cosas, si en 1945 no se hubiera requerido la invasión de Manchuria por parte del Ejército Rojo, habría resultado prácticamente imposible disuadir a las autoridades soviéticas de llevarla a cabo de todos modos, ya que, tan pronto Alemania fue derrotada, Stalin se aprestó a lanzar sus ejércitos en pos del botín asiático. En cualquier caso, los hechos inmediatamente precedentes, desarrollados durante los cinco meses que siguieron a Yalta, no dejaron de verse marcados por una sucesión de crueles ironías. Así, el 22 de febrero de 1945, el embajador japonés en Moscú y antiguo ministro de Asuntos Exteriores, Naotake Sato, se entrevistó con él, a la sazón, ministro de Asuntos Exteriores soviético Vyacheslav Molotov tras el regreso de este de la Conferencia de Yalta. Molotov aseguró a Sato que las relaciones bilaterales ruso-japonesas y el futuro del Pacto de Neutralidad firmado entre ambos países no se verían en absoluto afectados por lo acordado con británicos y estadounidenses.

Ese engaño manifiesto fue recibido con gratitud en Tokio, cuyos mandatarios trataban así de acogerse a la buena voluntad soviética, a fin de salvaguardar el ya tambaleante imperio nipón, justo cuando Stalin se disponía en secreto a expoliarlo.

No obstante, a medida que las tropas soviéticas se preparaban y armaban para atacar Manchuria en agosto, el entusiasmo provocado en Estados Unidos por la participación de la URSS en el conflicto comenzó a menguar. De ese modo, si bien los altos mandos estadounidenses se mostraban ansiosos de ver ya al Ejército Rojo en acción, los políticos y diplomáticos adoptaban una actitud mucho más recelosa. En efecto, la experiencia en Europa demostraba que lo que ocupaban los ejércitos de Stalin ocupado quedaba, por lo que parecía temerario dar pie al expansionismo soviético en Asia. Ya en abril de 1945 destacadas personalidades estadounidenses se habrían mostrado satisfechas de romper el pacto alcanzado con Stalin en febrero, siempre que hubieran podido justificar adecuadamente esa ruptura. De ahí que los rusos, conscientes de ello, mostraran a partir de entonces el mayor interés en que los japoneses siguieran resistiendo a toda costa, por cuanto que —sí Tokio y Washington llegaban a un acuerdo de paz antes de que Stalin hubiera dispuesto sus fuerzas en el Este y estuviera así en condiciones de declarar la guerra a Japón— los estadounidenses podrían volverse atrás en relación a las promesas que habían realizado a los soviéticos en Yalta.

Por su parte, los políticos nipones, haciendo gala de una extraordinaria ingenuidad, creyeron que les resultaría de más utilidad ganarse el favor de la neutral Rusia que entablar contacto directo con su beligerante adversario estadounidense. De hecho, la disposición a hacer concesiones a los japoneses a cambio de un rápido cese de la sangría derivada de una prolongación de las hostilidades era mayor entre ciertos políticos occidentales que entre los mandatarios soviéticos. En ese sentido, Winston Churchill fue el primer y más destacado líder aliado en proponer que se atemperara la política que únicamente contemplaba para Japón la rendición incondicional. Ante la Jefatura Combinada de Estados Mayores, esto es, los jefes de Estado Mayor de las fuerzas armadas británicas y estadounidenses, reunidos en El Cairo el 9 de febrero de 1945, el primer ministro británico hizo valer el argumento de que «merecería la pena introducir algún paliativo, si ello había de acortar en año o año y medio una guerra que había costado ya tanta sangre y tantas vidas humanas». Roosevelt descartó sin más la propuesta de Churchill, toda vez que la opinión británica sobre esa cuestión —y, de hecho, sobre todo lo relacionado con la guerra del Pacífico— contaba, a sus ojos, entre poco y nada, quedando así la decisión de si había que emplear la fuerza o negociar con los japoneses, inequívocamente, en manos estadounidenses.

Un destacado grupo de miembros del departamento de Estado, encabezado por Joseph Grew, antiguo embajador estadounidense en Tokio y, a la sazón, segundo máximo responsable de dicho departamento, era partidario de favorecer la adopción de un compromiso público en virtud del cual se permitiera a Japón retener el kokutai, esto es, su esencia nacional, cuya característica más sobresaliente la representaba el estatus de que gozaba el emperador. Grew y quienes secundaban sus puntos de vista consideraban que el kokutai representaba para el pueblo nipón más de lo que representaría nunca para cualquier otro pueblo. En consecuencia, si el hecho de dar garantías a los japoneses en ese sentido debía servir para evitar un baño de sangre durante la ocupación de las principales islas del archipiélago, había que darlas. Esa postura se vio apoyada no solo por el secretario de Guerra y máximo responsable de defensa, Henry Stimson, y por el Secretario de Marina, James Forrestal, sino también por diversos rotativos con gran influencia sobre la opinión pública. En ese contexto, la embajada británica en Washington informaba de la situación en los siguientes términos:

Se aprecian signos —y no únicamente en la prensa que otrora había mantenido una posición aislacionista sino también en otros medios como el Washington Post — que apuntan a la posible modificación de la política de rendición incondicional en el caso [japonés] y que permiten albergar cierto optimismo respecto de la pronta capitulación de Japón, una vez aprecie su falta total de perspectivas. Paralela al deseo generalizado de que la URSS acabe tomando parte en la guerra del Pacífico se distingue igualmente una sutil corriente de opinión, apenas perceptible, conforme a la cual la ocupación estadounidense de la zona se desarrollaría del mejor modo posible si se mantuviera a la Unión Soviética al margen de la misma.

Pese a ello, la Casa Blanca y sus más influyentes asesores pensaban que la opinión pública estadounidense no querría ni oír hablar de hacer concesiones a quienes habían perpetrado el ataque a traición contra Pearl Harbor, empezando por el propio emperador nipón. Por otra parte, tampoco es que resultara necesario mostrar tal generosidad dado el rápido agravamiento de la ya precaria situación japonesa, en cuyo caso la principal incógnita planteada era si resultaría o no necesario invadir las principales islas del archipiélago. Entre los jefes de Estado Mayor estadounidenses, el almirante Ernest King, por la Marina, y el general Henry Arnold, por las Fuerzas Aéreas del Ejército, se oponían decididamente a una invasión terrestre. Por mucho que el deseo de ambos de evitar un nuevo baño de sangre fuese, indudablemente, sincero, tanto uno como otro contaban con motivos particulares, que la administración estadounidense entendía bien, para rechazar dicha invasión. Por una parte, King albergaba el deseo de que el mundo contemplara la derrota japonesa como resultado de la intervención de la Marina estadounidense y, en particular, del bloqueo protagonizado por esta última. Por otra parte, Arnold aspiraba a que se reconociese la decisiva contribución que habían supuesto los bombardeos estratégicos sobre Japón, en su afán por lograr que las Fuerzas Aéreas del Ejército acabasen constituyendo un arma independiente. A principios de abril, el Comité de Inteligencia Conjunta predecía ya que «los crecientes efectos del bloqueo aéreo-marítimo, unidos a la continuada devastación consecuencia del bombardeo estratégico y a la debacle germana» pronto obligarían a los japoneses a reconocer que no podían continuar la guerra.

Sin embargo, tras el hundimiento de Alemania, King y Arnold se dejaron convencer de que había que seguir con los preparativos de la operación Olímpico. Al mismo tiempo, el general Marshall, jefe del Estado Mayor del Ejército, aun no habiendo mostrado nunca demasiado entusiasmo por el proyecto, «fue a por todas». Así las cosas, y por desagradable que pudiera resultar, la opción de llevar a cabo una invasión terrestre había de seguir contemplándose y, dado el indispensable tiempo de preparación necesario para una operación anfibia de esa envergadura, se imponía adoptar una determinación con toda celeridad. En efecto, la experiencia, sobre todo en Iwo Jima y Okinawa, demostraba que el enemigo no iba a dejar de aprovechar todo día de gracia que se le concediese para fortalecer sus defensas y para hacer pagar así más caro el aplazamiento de la invasión. Por otra parte, los jefes de Estado Mayor se mostraban preocupados ante el hecho de que la paciencia de la población estadounidense se estaba agotando y de que, por consiguiente, resultaba esencial poner fin rápidamente al conflicto. De ahí que el 25 de abril el Estado Mayor Conjunto adoptara la resolución JCS 924/15 en la que se aprobaba la operación Olímpico. Su memorando correspondiente, que había de interpretarse más como el reconocimiento prudente de una necesidad que como un compromiso férreo, fue enviado al presidente, al recién nombrado presidente de los Estados Unidos: Harry Truman.

Truman, aquel político decoroso, sencillo e impulsivo que ha llegado a ser reconocido como uno de los más destacados líderes políticos estadounidenses del siglo XX, no era, sin embargo, en la primavera de 1945, más que un hombre abrumado por el peso de la responsabilidad que la muerte de Roosevelt, ocurrida el 12 de abril de 1945, había hecho recaer sobre sus hombros en tanto que vicepresidente de la nación: «Me siento como si la luna, las estrellas y todos los planetas hubieran caído sobre mí», confesaría a los periodistas el día de su toma de posesión, antes de añadir: «Muchachos, si rezáis alguna vez, hacedlo por mí ahora». Uno de ellos respondió deseándole: «Buena suerte, señor presidente», a lo que Truman replicó: «Ojalá no tuvieras que llamarme así ahora». Y es que, en una de sus mayores muestras de soberbia y haciendo caso omiso de su gravísimo estado de salud, Roosevelt no adoptó iniciativa alguna a fin de que su vicepresidente quedara en condiciones de hacerse cargo del sinnúmero de asuntos que había de afrontar. Así, llegó incluso a darse el caso de que hasta el 12 de abril Truman no empezó a recibir los informes remitidos por el servicio de inteligencia estadounidense (Magic, por su nombre en clave) encargado de descifrar las transmisiones diplomáticas niponas. Quienes siguieron de cerca su actuación durante los primeros meses como inquilino de la Casa Blanca eran de la opinión de que las palabras y la actitud de Truman se hallaban determinadas, en gran medida, por un sentimiento de inseguridad, por su deseo de aparentar resolución y autoridad, aun siendo consciente de que carecía de ambas, en lo que representaba una justa apreciación de sí mismo que lo hacía merecedor de simpatía de cara a la posteridad.

El diez de mayo, y en respuesta a lo que se había percibido como abusos de confianza soviéticos en Europa, Truman ordenó el cese inmediato de los abastecimientos a dicho país basados en el sistema de préstamo y arriendo. Grew, como antiguo embajador en Japón, y Averell Harriman, en su calidad de representante diplomático de Estados Unidos en Moscú, deseaban que Truman llegara aún más lejos, revocando las provisiones asiáticas establecidas en Yalta. No obstante, el Secretario de Guerra, Henry Stimson, disuadió al presidente de adoptar tales medidas, haciéndole ver que «las concesiones efectuadas… a la Unión Soviética en el Lejano Oriente podían verse obtenidas por esta recurriendo a su propio poder militar y a despecho de cualquier acción emprendida por el ejército estadounidense que no cupiera calificar directamente de bélica». Pese a ello, el proceder de Truman en los meses que habrían de seguir se vio marcado por la determinación de demostrar su propia aptitud para el cargo, sobre todo no cediendo innecesariamente a los chantajes de la Unión Soviética y liderando la última fase de la guerra contra Japón con una convicción digna de su gran predecesor y de su gran nación. Fue entonces justamente cuando descubrió que los avances científicos prometían poner en sus manos un logro extraordinario capaz de hacer posible la consecución de esas metas.

El 24 de abril, Truman recibió una carta de Stimson en la que este le solicitaba hablar con él para tratar «un asunto de alto secreto». Al día siguiente, el Secretario de Guerra y el general de división Leslie Groves, alto oficial responsable del Proyecto Manhattan, revelaron al presidente los secretos relativos a dicho proyecto, sobre el cual solo se le habían revelado vaguedades hasta aquel momento. Tal como informaba Stimson «dentro de cuatro meses habremos completado, con toda probabilidad, la fabricación del arma más terrible jamás conocida en la Historia de la Humanidad, una bomba capaz de destruir por sí misma toda una ciudad entera». En ese sentido, Groves se mostraba partidario de llegar a lanzar dos, a fin de demostrar a los japoneses que la primera explosión nuclear no había de representar un fenómeno único y sin continuidad.

El Proyecto Manhattan constituía el más ambicioso proyecto científico de la Historia, con un monto total de dos mil millones de dólares. En el transcurso de sus tres años de duración, los Estados Unidos —con alguna reconocida aportación británica de carácter testimonial— se hallaban próximos a culminar un programa que gran parte de la comunidad científica había juzgado irrealizable dentro, ciertamente, de un plazo de tiempo en el que su aplicación bélica resultara relevante. En su encuentro con Stimson y Groves, Truman no fue advertido, sin embargo, de que debía adoptar una decisión trascendental enfrentándose a un dilema histórico. En efecto, únicamente se le informó de que el desarrollo de la bomba resultaba inminente, sin que se vislumbrara signo alguno de controversia; antes bien, todos sin excepción eran del parecer de que si los japoneses seguían resistiendo a ultranza, se emplearían bombas atómicas contra ellos, tal como se habría hecho igualmente con cualquier otra arma de destrucción a la que hubiera cabido recurrir para adelantar el final del conflicto.

El determinismo tecnológico, según el cual la evolución de una contienda depende del grado de desarrollo técnico del momento, supone una característica sobresaliente de toda gran guerra. Así, después de que un sinnúmero de bombarderos aliados se hubiera dedicado a devastar las ciudades germanas y niponas durante tres años, provocando la muerte de cientos de miles de civiles, la idea de rechazar el empleo de un medio inconmensurablemente más poderoso para lograr el mismo propósito apenas podía caber en la mente de quienes dirigían el empeño bélico de los Aliados. De ahí su irritación, por no hablar directamente de exasperación ante las veladas insinuaciones de orden moral expresadas por los científicos encargados de desarrollar la bomba. Hasta tanto no se produjo la caída de Hitler, el equipo del Proyecto Manhattan no ahorró esfuerzos por tener a punto esa bomba, impelido por el temor a que los nazis pudieran adelantárseles. No obstante, una vez derrotada Alemania, el afán que hasta entonces había animado a algunos científicos comenzó a declinar, al tiempo que crecían sus reticencias respecto de los fines a que pudiera verse destinado el resultado de sus esfuerzos.

Un grupo de científicos creó en Chicago un «comité de implicaciones sociales y políticas» que llegaría a ser conocido como el Comité Franck y cuyos miembros presentaron un informe al gobierno en el que hacían constar, entre otros, los siguientes argumentos: «Las ventajas militares y la salvación de vidas propias que cabe lograr lanzando de improviso bombas atómicas sobre Japón puede que lleguen a resultar menores que la subsiguiente pérdida de confianza y que la ola de estupor y consternación, susceptible de extenderse por todo el mundo y de llegar incluso a dividir la opinión pública estadounidense, que ese lanzamiento traería consigo». En mayo de 1945, varios miembros del Proyecto Manhattan emprendieron denodados esfuerzos a fin de advertir de sus posibles consecuencias a los mandatarios estadounidenses. De ese modo, mientras algunos de ellos se dedicaron a escribir cartas al Presidente, Leo Szilard —uno de los más prominentes científicos del grupo de Chicago— se personó directamente en la Casa Blanca. Allí, el secretario de Truman le remitió a James Byrnes, representante personal del Presidente en el comité sobre la bomba atómica y, a la sazón, radicado en la localidad de Spartanburg en Carolina del Sur.

De muy humildes orígenes, Byrnes fue protagonista de una de las carreras políticas más insólitas de la historia estadounidense. En 1945, y ya con sesenta y seis años cumplidos, había sido congresista, senador y juez de la Corte Suprema de su país. Aunque sus detractores le acusaban de ser un mero peón dentro del Partido Demócrata y un «enchufado» de la Casa Blanca, Byrnes llegó a desplegar un extraordinario poder como director de la Oficina Federal de Movilización, encargada de coordinar todas las agencias gubernamentales implicadas en el esfuerzo bélico, siendo considerado en amplios círculos el «presidente asistente» de Franklin D. Roosevelt. Resentido, sin embargo, ante la negativa de este último a proponerle para el cargo de vicepresidente, Byrnes había optado por retirarse de la vida pública en la primavera de 1945 cuando, repentinamente, se vio requerido por Truman como Secretario de Estado. En esas circunstancias, Byrnes no pudo dejar de sentirse molesto ante la emotividad de aquel científico de origen húngaro a quien nadie había pedido su opinión. Szilard, por su parte, quedó consternado ante la falta de receptividad de Byrnes: «Cuando le expuse mi preocupación por el hecho de que la Unión Soviética llegara a convertirse a corto plazo en una potencia nuclear, me respondió que el general Groves… le había dicho que en aquel país no había uranio». Groves detestaba a Szilard y había incluso llegado a albergar sospechas de que fuera un agente secreto alemán.

Cuando Szilard se manifestó contra un uso precipitado de la bomba, Byrnes le interrumpió con impaciencia haciéndole notar que el Congreso tendría mucho que decir si resultara que los dos mil millones de dólares asignados al Proyecto Manhattan se habían gastado sin propósito práctico alguno. «Byrnes pensaba que sería más fácil tratar con los rusos recurriendo al poderío militar para amilanarlos», recordaría Szilard posteriormente. En opinión de Byrnes, nada podía demostrar con mayor efectividad ese poderío que la bomba atómica, por lo que llegó a pensar que esa bomba podría incluso lograr que las legiones de Stalin abandonaran Hungría. «Alucinado» por la falta de sensibilidad de su anfitrión, Szilard emprendió, pesaroso, el camino de regreso a la estación de Spartanburg. De poco le habría servido saber que los intentos del gran físico danés Niels Bohr por plantear a Roosevelt y Churchill similares temores habían obtenido una respuesta menos ponderada aún que la de Byrnes, por cuanto que el primer ministro británico llegó a proponer que se confinara a Bohr, para evitar que hiciera públicas sus peligrosas reticencias respecto de esa cuestión.

Así las cosas, los escrúpulos de los científicos pesaron más bien poco frente a la percepción, mantenida de forma unánime por los líderes políticos estadounidenses, de que el arma en cuestión podía contribuir de forma decisiva a reforzar la posición de su país tanto a la hora de hacer frente a los rusos como de derrotar a los japoneses. Los encargados de construir la bomba se vieron de ese modo fatalmente obstaculizados en sus esfuerzos por promover un debate sobre su uso, toda vez que, por razones de seguridad, el mero hecho de hablar sobre su existencia fuera del reducido círculo de los responsables de su fabricación resultaba imposible, si no motivo de alta traición. La mayoría de científicos, no obstante, se mostraba preocupada no tanto por el propio uso de la bomba como por si se debería advertir primero a Japón, así como sobre si la paz del periodo de posguerra podría verse consolidada en el caso de que Estados Unidos compartiera sus secretos nucleares con la Unión Soviética.

Si los hombres de ciencia que formaban parte del Proyecto Manhattan hubieran tenido un conocimiento más profundo sobre la desastrosa situación en que, ya en términos meramente estratégicos, se hallaba Japón en 1945, se habrían opuesto a una Hiroshima aún con más empeño. En aquellas circunstancias, sin embargo, quienes más sabían sobre la bomba menos acceso podían tener a informaciones que les permitieran hacerse conscientes del contexto en que esta iba a ser empleada. Por su parte, los políticos responsables del uso que habría de acabar dándose a la misma carecían de una percepción adecuada del sentido que esta tendría para la civilización humana. Así lo ilustran las reveladoras palabras dirigidas por Byrnes a Truman: «Podría llegar a situarnos en posición de imponer nuestros propios términos al final de la guerra». El representante más destacado, con abrumadora diferencia, del Proyecto Manhattan en el gobierno no era un científico propiamente, sino el general Groves, cuya actitud triunfalista respecto de la monumental empresa de que era principal responsable, le llevó a rechazar toda posibilidad de que su país no hubiera de llegar a sacar partido de ella.

Por lo que respecta a Groves, constituye una de las figuras militares menos conocidas, pese a su relevancia, de la Segunda Guerra Mundial, relevancia que apenas cabe sobreestimar en lo que respecta a la adopción de la decisión de lanzar sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pese a que su rango militar como general de división únicamente le habría conferido el mando en campaña sobre una unidad de esas dimensiones, el destino se encargaría de encumbrarlo hasta una posición de extraordinario poder. Hijo de un capellán castrense y artífice de la edificación del Pentágono desde su cargo como jefe adjunto de construcciones del Ejército, Groves era en septiembre de 1942 un coronel de 46 años que ansiaba ser destinado a ultramar —«Yo quería mandar tropas»— cuando, por el contrario, recibió la orden de supervisar el Proyecto Manhattan. Tal como se le dijo: «Si hace bien su trabajo, eso nos hará ganar la guerra».

En este sentido, parece poco probable que sus superiores creyeran en aquel tiempo en la veracidad de tales palabras y tal vez resulte más plausible que recurrieran a ellas tratando de confortar a un oficial del cuerpo de ingenieros destinado a un puesto poco agradecido dentro de su propio país. En cualquier caso, el encargo dado a Groves resultaba excepcional, tratándose de un militar, puesto que requería la supervisión de cientos de científicos, y por tanto civiles, del más alto nivel y, a menudo, también con la más díscola personalidad, encabezados por el doctor en física teórica Robert Oppenheimer. Aparte de tales «cerebros», Groves era responsable asimismo de un equipo humano que acabó llegando a constar de ciento veinticinco mil personas, desde ingenieros hasta personal administrativo y de construcción. Dicho equipo tuvo su actividad principalmente en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México, así como en otras instalaciones repartidas por todo el país, y, en su mayoría, ignoraba por completo el propósito de su tarea. En efecto, el orondo y muy activo general solo había de dar cuentas al Secretario de Guerra y al Jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Marshall, quien, para sorpresa de Groves, también le designó como máximo responsable del uso operativo de la bomba, una vez esta se halló en la fase final de fabricación.

Groves carecía de tacto y sensibilidad así como de afinidades culturales tanto con relación a los japoneses como a la «pandilla» de premios Nobel que se hallaba bajo sus órdenes y a los que trataba como si fueran miembros del cuerpo de ingenieros que estaban construyendo un puente, aunque demostrando a la vez una eficacia que lo hace merecer el respeto de la Historia. Su adjunto, el coronel Kenneth Nichols lo definió como «el hijoputa más grande con el que me he encontrado en toda mi vida, pero también uno de los más capaces. Poseía un ego sin límites, una energía inagotable, gran confianza en sí mismo y un carácter despiadado. Odiaba a aquel tío lo mismo que todos los demás, [pero] si tuviera que volver a pasar todo aquello, escogería otra vez a Groves como jefe». A finales de abril de 1945, el general se hallaba exultante ante la buena estrella que parecía favorecer su empresa. En efecto, al cabo de tres meses había que tener una bomba atómica lista para probar, bomba que —dependiendo de los resultados— debería utilizarse de inmediato. En ese sentido, la actitud de Groves resultó clave a la hora de tomar la decisión de destruir Hiroshima, pues mientras otros podían flaquear o ver distraída su atención, él nunca vaciló. Un semana después de reunirse en la Casa Blanca con Stimson y Groves, Truman mandó crear el así denominado «Comité Provisional» encargado de asesorarlo sobre el progreso y adecuado uso de la bomba, después de que Groves hubiera establecido un «Comité Meta» que escogió dieciocho ciudades japonesas como posibles objetivos y dio su respaldo al planteamiento sustentado por el general de lanzar dos bombas atómicas cuando llegara el momento.

Cuando Truman tuvo noticia de la rendición incondicional alemana ocurrida el ocho de mayo, supo que la Unión Soviética no tardaría en poder disponer de medios ingentes para imponer su voluntad a sus enemigos y para alterar drásticamente el equilibrio de poder con Estados Unidos. Con relación a ello, Stimson se manifestó ante uno de sus colegas en los siguientes términos: «Realmente tenemos todos los ases en la mano… y no hemos de hacer el tonto a la hora de jugar nuestras cartas. La cuestión ahora es no entrar en polémicas innecesarias por hablar demasiado. Dejemos que nuestros actos hablen por sí mismos». En una rueda de prensa celebrada coincidiendo con el fin de la guerra en Europa, Truman reafirmó la voluntad estadounidense de aceptar la rendición incondicional de las fuerzas armadas japonesas. Sin embargo, no se pronunció explícitamente sobre el futuro del emperador, por mucho que no dejó de subrayar que Estados Unidos no se proponía «el exterminio o la esclavitud del pueblo nipón».

Al día siguiente, Japón anunció desafiante al mundo que la rendición alemana no hacía sino incrementar su voluntad de seguir luchando. Por su parte, el representante nipón en Berna —alarmado por la repulsa hacia todo lo que sonara a alemán provocada por el conocimiento de lo que había sucedido en los campos de concentración—, urgió a su gobierno a evitar dar a la opinión pública internacional toda impresión de que su país adoptaría la misma política que los nazis una vez se produjera «el amargo final». Pese a ello, todavía eran legión quienes, entre los mandatarios nipones, seguían aferrados a quimeras, como revela el hecho de que, en fecha tan tardía como el 29 de mayo, el agregado naval en Estocolmo expresara la certeza de que, en las negociaciones con su país, los Aliados acabarían permitiéndole retener el control sobre Manchuria «a fin de constituir una barrera contra Rusia». Ese mismo agregado era, igualmente, de la opinión de que Gran Bretaña estaría encantada de proceder a la restauración de su imperio colonial en Asia y se mostraba, al mismo tiempo, partidario de proseguir la guerra, creyendo que el sobresalto provocado en británicos y estadounidenses por los excesos soviéticos no haría sino incrementar la voluntad de estos últimos de alcanzar un acuerdo con las autoridades niponas, tal como los propios estadounidenses llegaron a averiguar descifrando las transmisiones diplomáticas en clave realizadas por aquellas.

En cualquier caso, y pese al terrible castigo infligido sobre Japón por los B-29 de LeMay, estaba claro que habrían de transcurrir aún varios meses hasta que Estados Unidos se hallara en condiciones de lanzar su próxima ofensiva terrestre, que —como los japoneses correctamente asumían—, se dirigiría contra Kyushu. Aquellos políticos nipones favorables a la paz suponían, por tanto, que aún disponían de tiempo para negociar, planteando como planteaban desde principios de primavera unas menores expectativas. Estas se hallaban motivadas por la inminencia de una derrota en Okinawa, y comportaban únicamente la aspiración a preservar el kokutai, junto con la «independencia» del gobierno títere de Manchuria y el estatus de Corea como colonia japonesa.

Si tales ambiciones se antojaban ya en sí mismas ilusorias, tanto más descabelladas resultaban las fantasías albergadas por los militares nipones, como refleja la propuesta formulada por su marina y consistente en entregar a la URSS algunos cruceros japoneses a cambio de petróleo y aviones, en un afán por favorecer la neutralidad soviética. En ese mismo contexto, el general Korechika Anami, un hombre que, pese a sus pocas luces y escasa imaginación, representaba con diferencia —en su calidad de ministro de Guerra— la figura con más peso dentro del gabinete, se oponía a toda concesión en suelo patrio: «Japón no está perdiendo la guerra desde el momento en que no hemos cedido un ápice de nuestro territorio. Por ello me opongo a entablar negociaciones sobre la base de nuestra derrota». Otros mandatarios más realistas apremiaban al gobierno a concentrarse en un único objetivo más limitado, el de mantener el sistema imperial y la integridad territorial de Japón.

Entre muchas influyentes personalidades japonesas se daba, no obstante, una tajante separación entre el resultado de la guerra que darían por bueno en privado y el que estarían dispuestos a aceptar en presencia de colegas y subordinados. Así, por ejemplo, el propio jefe del gobierno nipón, el almirante Kantaro Suzuki, aun siendo favorable a la paz, no dejó de exhortar en público a su pueblo a resistir hasta el fin emulando el espíritu de los kamikazes. Los propios políticos temían por sus vidas en caso de verse tachados de derrotistas por parte de militares fanáticos, un temor bien fundado a la luz de las investigaciones. Así lo prueba el hecho de que en el cuerpo del propio Suzuki, sordo ya a sus setenta y siete años, resultaran aún visibles las cicatrices causadas por los cuatro impactos de bala de que había sido objeto en el atentado perpetrado contra su persona en 1936 por parte de militares ultranacionalistas decididos a provocar la caída de su gobierno, que a la sazón regía los destinos de Japón.

La pusilanimidad de los partidarios de una salida pacífica derivó, así pues, en una pasmosa inconsecuencia que se mantuvo hasta el mismo agosto de 1945. De ese modo, la ambigüedad nipona estaba llamada a provocar la impaciencia, si no la incomprensión de unos estadounidenses, cuya mentalidad —más directa— les llevaba lisa y llanamente a entender las palabras tal como se habían dicho, sin interpretación añadida alguna. Así las cosas, el craso error de los gobernantes japoneses consistió en dedicarse a buscar la paz al habitual ritmo de tortuga propio de toda su alta política, ajenos al hecho de que, a doce mil kilómetros de distancia, la titánica empresa comandada por el general Groves se dirigía imparable hacia su fin a un ritmo mucho más acelerado.

Los mandatarios japoneses temían una invasión rusa de Manchuria con la que, de hecho, ya habían llegado a contar. No obstante, su estupefacción superó todo límite cuando, apenas mes y medio después de que Molotov hubiera comunicado al embajador nipón en Moscú, Naotake Sato, que nada de lo sucedido en Yalta había de generar alarma en su país, la URSS anunció la derogación del Pacto de Neutralidad suscrito en 1941, mostrando así un comportamiento que, a ojos de los japoneses, no podía calificarse sino de pérfido. Pese a ello, el 29 de mayo Molotov recibió a Sato en términos cordiales y le aseguró que la declaración soviética no pasaba de ser un mero tecnicismo y que Rusia «había tenido ya toda la guerra que necesitaba en Europa» y que ahora había de afrontar enormes problemas internos. Sato, que solía interpretar en términos descarnadamente realistas las manifestaciones realizadas por las autoridades soviéticas, se apresuró, sin embargo, a no hacerlo en este caso. Así lo revela el parte, convenientemente descifrado por el servicio de inteligencia estadounidense, remitido al respecto por Sato a su gobierno: «El encuentro evoca la imagen de un pequeño cocker en presencia de un imponente mastín que, además, también sabe dónde está escondido el hueso». Si bien parece inverosímil que los artífices de Pearl Harbor pudieran verse sorprendidos por la doblez de otra nación y suponerse en posesión de alguna baza negociadora de interés para Stalin, su comportamiento no deja de resultar plenamente coherente con el gran autoengaño colectivo que caracterizó el proceder de Japón en 1945.

Al mismo tiempo, en Moscú, y respondiendo a una pregunta formulada por Harry Hopkins, representante de Truman ante Stalin, este último afirmó que la Unión Soviética estaría preparada para invadir Manchuria el 8 de agosto, si bien las condiciones atmosféricas podían posteriormente alterar el desarrollo del plan previsto. Hopkins informó a Truman de que Stalin era partidario de insistir en la capitulación nipona; «sin embargo, tiene la sensación de que si nos aferramos a la rendición incondicional, los japoneses no se rendirán y habremos de acabar con ellos como hicimos con Alemania». La misma semana, el ministro de Asuntos Exteriores nipón, Shigenori Togo, designó a Koki Hirota —antiguo jefe de gobierno, ministro de Asuntos Exteriores y embajador— como su enviado secreto a la Unión Soviética, encargándole la misión de proseguir las relaciones de amistad con este último país así como de preservar su neutralidad.

La primera acción emprendida por Hirota fue entrevistarse con Jacob Malik, embajador soviético en Tokio, a quien expresó su admiración por los logros conseguidos por el Ejército Rojo en Europa, en lo que no dejaba de representar una cómica apreciación, viniendo como venía de un reciente aliado germano. Malik daría cuenta posteriormente a sus superiores en Moscú de que las propuestas planteadas por Hirota, aun respondiendo a la intención de resultar rechazables, no hacían sino reflejar la desesperación con la que el gobierno japonés ansiaba poner punto final a la guerra. Malik estimaba, sin embargo, que no cabía esperar que esas conversaciones condujeran a éxito alguno, pues las autoridades niponas persistían en su determinación de no ceder Manchuria y Corea. Tales fantasías, con todo, no resultaban privativas de los círculos políticos, como pone de manifiesto el hecho de que también el ya citado ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi considerase frecuentemente con sus amigos la posibilidad de que su país requiriera la ayuda soviética, tal como refleja una entrada de su diario correspondiente a mayo de aquel año: «Japón ha hecho denodados esfuerzos para mantener la neutralidad con los rusos y esperábamos poder confiar en su equidad y amistad como mediadores frente a los Aliados».

Entre tanto, en una reunión del Comité Provisional, celebrada en Washington el 31 de mayo, Stimson destacó la magnitud de la tarea que les estaba asignada: conseguir desarrollar una bomba que comportaría «un cambio revolucionario en las relaciones del hombre con el universo». En esa reunión, James Byrnes rechazó sin paliativos la propuesta realizada por Oppenheimer, director del programa atómico, en virtud de la cual los secretos referidos a dicho programa habrían de verse compartidos con los soviéticos. Asimismo, Byrnes descartó la iniciativa de invitar a representantes de la URSS a asistir a las pruebas del lanzamiento de la bomba, ya que —sin entrar a considerar razones de seguridad— Estados Unidos podría dar una imagen ridícula si se producía un fracaso. Por lo mismo, Byrnes se opuso, sin disensión alguna por parte del Comité, a advertir a Japón con antelación, al tiempo que Oppenheimer admitía que le resultaba imposible plantearse un lanzamiento de prueba —por ejemplo, en el espacio aéreo próximo a Japón— susceptible de impresionar al enemigo. Al día siguiente, 1 de junio, la decisión fue adoptada formalmente: «El Sr. Byrnes recomendó, con el beneplácito del comité, que se informara al Secretario de Guerra de que, aun reconociendo que la elección final del objetivo constituía fundamentalmente una decisión de carácter militar, el Comité era de la opinión de que la bomba había de emplearse contra Japón tan pronto como fuera posible y verse lanzada, sin previo aviso, sobre una factoría militar en cuyas inmediaciones se hallaran las viviendas de los trabajadores en ella empleados».

Cuando Stimson refirió a Truman tales conclusiones el 6 de junio, el Secretario de Guerra realizó dos observaciones de absoluto realismo y, de hecho, contradictorias. Así, por una parte, rechazó contundentemente la propuesta de Groves de lanzar la primera bomba sobre Kioto, la antigua capital imperial y cuna de la cultura nipona, descartadas ya Tokio y algunas otras ciudades por hallarse prácticamente en ruinas. En ese sentido, Stimson no cedió al pragmático argumento esgrimido por el general, en virtud del cual Kioto contaba con «una extensión lo suficientemente amplia como para permitirnos obtener completo conocimiento de los efectos de la bomba, mientras que Hiroshima resultaba mucho menos apropiada en ese sentido». Stimson, informó también a Truman de que —en contra de los deseos de las Fuerzas Aéreas— él mismo había estado buscando un objetivo preciso antes que un objetivo amplio, puesto que no deseaba que el lanzamiento de las bombas atómicas fuera comparado con los asesinatos en masa perpetrados por Hitler. Por otra parte, sin embargo, Stimson no dejó de expresar su temor ante el hecho de que los bombardeos ordenados por LeMay «hubieran sido tan intensos que la nueva bomba no contara ahora con un marco adecuado en el que mostrar su potencia». Truman se rio y dijo que lo entendía, ilustrando así vividamente la incapacidad mostrada por dos hombres inteligentes a la hora de plantearse las implicaciones de lo que estaban a punto de hacer. En efecto, ambos habían sido informados del potencial letal de la bomba atómica, pero sabían tan poco como los propios científicos sobre sus efectos, entre los que destacaban las enfermedades por radiación. En la mente de uno y otro, tal como en la de Winston Churchill, la nueva arma representaba simplemente una versión enormemente ampliada de la capacidad destructiva que correspondía a las bombas empleadas por los B-29 de LeMay.

En esas circunstancias, el papel desempeñado por Stimson resulta desconcertante contemplado desde la posteridad, al ser, a sus setenta y ocho años, el mandatario más venerablemente longevo de la administración estadounidense. La carrera política de Stimson —un caballero en toda la extensión de la palabra— se había iniciado en 1905 a raíz de su nombramiento como fiscal jefe de Nueva York por parte de Theodore Roosevelt. Conocido como «el coronel» en razón del rango que llegó a alcanzar tras servir en la primera guerra mundial, Stimson ocuparía posteriormente los cargos de Secretario de Estado, de 1929 a 1933, en el gobierno encabezado por Herbert Hoover y de presidente del departamento de Guerra entre 1940 y 1945. Stimson era contrario en muchos aspectos a la guerra total y, en particular, al bombardeo aéreo de ciudades. Así pudo apreciarlo Oppenheimer, quien se hizo eco de las reservas del primero en los siguientes términos: «No afirmó que hubiera que dejar de llevar a cabo ataques aéreos, pero sí pensó que convenía preguntarse si algo no iba bien en un país donde nadie disentía de ellos». En los meses que precedieron a Hiroshima, y aunque Stimson se hallaba cada vez más cansado y enfermo, ningún otro líder político estadounidense dedicó más tiempo y atención a considerar la cuestión del lanzamiento de la bomba atómica. De forma insólita, dada su aversión a las bombas incendiarias, no llegó nunca a mostrar una oposición fundamentada en principios morales a la devastación que se derivaría de un ataque nuclear; antes bien, Stimson se mostró favorable a recurrir al arma desarrollada por Oppenheimer a fin de acortar la guerra, por mucho que pugnara por cumplir con los japoneses proponiendo que se les avisara a tiempo de evacuar la zona y evitar el horror que habría de caer sobre ellos.

Pese a todo, las escrupulosas reservas del Secretario de Guerra acabarían revelándose insuficientes para detener un proceso ya en marcha. De ese modo, a partir de junio, únicamente la total rendición japonesa podría haber salvado a las futuras víctimas de Hiroshima y Nagasaki. Posteriormente, sin embargo, no llegó a adoptarse ninguna decisión política que ratificase explícitamente el empleo de las bombas, cuyo lanzamiento, por el contrario, solo hubiera podido verse impedido mediante una intervención —no exenta de dramatismo— por parte de Truman. En lo que a este último concierne, su comportamiento, sus limitaciones como presidente en ejercicio pueden entenderse mejor teniendo presente el contenido del diario que mantuvo en julio de aquel año coincidiendo con la Conferencia de Potsdam. En él se aprecia la ingenuidad subyacente al modo en que el presidente respondió a los hechos y personalidades entre los que hubo de moverse. En ese sentido, hay que reseñar la imponente banalidad de su estilo, lo que no ha de entenderse como condescendencia hacia él —toda vez que los posteriores logros de Truman están fuera de toda duda— sino como mero reconocimiento del dilema de un hombre demasiado consciente de sus carencias y notablemente influido por sus asesores como consecuencia de una dolorosa percepción de su propia inexperiencia.

En esas circunstancias, el presidente adoptó con Little Boy[36] el mismo procedimiento seguido por las democracias a lo largo de toda la guerra a la hora de poner en práctica decisiones estratégicas. Truman, como político, dio su aprobación al plan, cuya ejecución dejó en manos de militares, o lo que es lo mismo de Groves. En ese sentido, el envío de los superbombarderos Enola Gay[37] y Bock’s Car[38], portadores respectivamente de las bombas atómicas que asolarían Hiroshima y Nagasaki, requería una serie de órdenes, de adiestramiento de pilotos y de preparación que ya estaban en marcha. En años recientes, las comunicaciones diplomáticas japonesas descifradas por los estadounidenses entre junio y agosto de 1945 —particularmente las establecidas con Moscú— han merecido especial atención por parte de los estudiosos, quienes, al referirse concisamente a la característica más destacada de las mismas, destacan el hecho de que el gobierno nipón deseaba el fin de la guerra, pero tanto en público como en privado rechazaba una rendición incondicional. El mandatario japonés dotado de un mayor pragmatismo, a saber, el embajador en Moscú Naotake Sato, no hacía sino expresar en sus cables destinados al gobierno de Tokio su convicción de que nada de lo que este último tuviera pensado proponer a los Aliados les resultaría aceptable.

Si el mismo Sato era ya de esa opinión, ¿por qué los estadounidenses que interceptaban sus mensajes habrían de haber esperado menos? Así las cosas, en 1945 el contenido de los mensajes en Morse cruzados entre Tokio y Moscú no llegó a resultar en ningún momento lo suficientemente explícito o claudicante como para detener el colosal ariete dirigido por Leslie Groves contra Japón. Una vez acabada la guerra, Truman, falseando la verdad, dio a entender que había dado la orden de atacar Hiroshima a principios de agosto de 1945, temiendo que, de cara a la posterioridad, no dejara de chocar la ausencia de un periodo de reflexión por parte del presidente previo al despegue del coronel Tibbets con Little Boy a bordo del Enola Gay. Habiendo dado su visto bueno al proceso meses atrás, a lo largo de ellos el presidente se limitó a mantenerse informado sobre su evolución, sin llegar a replantearse la posibilidad de detener la operación que había de llevar a cabo el Enola Gay. En Guerra y Paz Tolstoi sostiene con vehemencia que los grandes acontecimientos poseen una dinámica propia que a menudo los lleva a desarrollarse con independencia de cuál sea la voluntad de los líderes políticos y militares de las naciones implicadas. Si hubiera vivido en 1945 quizá hubiera considerado la cuenta atrás hacia Hiroshima una viva demostración de la certeza de su afirmación.

Los japoneses, por su parte, siguieron queriendo creer que disponían de tiempo para negociar, tantear y regatear tanto entre sí como con los Aliados, creyendo que el hecho de poder hacer pagar a sus adversarios un alto tributo en sangre antes de sucumbir representaba una baza formidable de cara a la negociación. Ello, sin embargo, no hizo sino contribuir a su aniquilación, sin que parezca relevante atribuir esta última a la cifra de bajas estadounidenses —sesenta y tres mil, ciento noventa y tres mil, un millón— estimada en caso de llevar finalmente a término la operación Olímpico. De lo que no cabe duda es de que la invasión de Japón habría supuesto para Estados Unidos una enorme pérdida en vidas humanas que nadie deseaba. El bloqueo y los ataques con bombas incendiarias habían creado ya las condiciones que probablemente permitirían prescindir de esa invasión y ahora nuevos medios técnicos auguraban la posibilidad de poner fin definitivamente al desafío nipón y quizá también de prevenir la embestida soviética.

¿Por qué habría tenido Estados Unidos que continuar tolerando evasiva alguna por parte de quienes no habían dudado en atacar a traición en Pearl Harbor o en hacer que miles de prisioneros de guerra estadounidenses murieran por extenuación en Filipinas durante la denominada «marcha de la muerte» de Bataan? ¿O seguir contemporizando con la doblez y los afanes expansionistas de unos soviéticos con las manos teñidas de sangre? La imagen de Japón ante la opinión pública estadounidense continuaba siendo la de una nación despiadada, por lo que —dadas las tensas relaciones existentes en aquel momento con la Unión Soviética— el hecho de que Estados Unidos estuviera informado de que los japoneses andaban buscando un acuerdo por mediación soviética, antes que un sometimiento directo a la autoridad de Washington, no hacía más que provocar la impaciencia y el cinismo estadounidenses. En esas circunstancias, el lanzamiento de las bombas no representaba —a diferencia de lo mantenido por Truman y otros políticos— una alternativa directa a una invasión estadounidense de Japón que habría supuesto un alto precie en vidas humanas; es más, quienes se vieron influidos —con consecuencias desastrosas— por la perspectiva de que la operación Olímpico acabara llevándose a término no fueron, de hecho, los estadounidenses, sino los japoneses, en la medida en que dicha perspectiva les llevó a continuar la guerra. De ese modo, si bien gran parte de la atención de los historiadores ha recaído sobre la cuestión de si Estados Unidos debería haber advertido a Tokio de que tenía intención de lanzar bombas atómicas, hay que tener presente que la cúpula militar nipona podría haberse visto en mayor medida inducida a confusión si Estados Unidos le hubiera dejado entrever que no tenía intención de invadir las islas principales del archipiélago, por poco realista que ello pueda parecer.

2. REALIDAD EN HIROSHIMA

Los japoneses siguieron enzarzados en disensiones internas durante todo el mes de junio, sin darse cuenta de que la atención de los estadounidenses se hallaba ahora centrada en dos hechos de capital importancia previstos para fechas de agosto aún por determinar, a saber, la invasión soviética de Manchuria y el lanzamiento de bombas atómicas. Los «halcones» de Washington, entre quienes se contaban de forma destacada James Byrnes y el propio Truman, deseaban fervientemente que las bombas precedieran a la invasión, de modo que, a ser posible, Estados Unidos pudiera presentarse como el único vencedor de la guerra contra Japón, que habría concluido, así pues, sin intervención alguna de los soviéticos. En ese sentido, un informe elaborado por la División de Planes y Operaciones encuadrada en el departamento de Guerra estadounidense ponderaba como sigue las ventajas que supondría una pronta rendición nipona «tanto en razón del costo enormemente menor en vidas humanas [derivado de lograrla victoria sin invadir Japón] como porque nos daría una excelente oportunidad para dejar las cosas arregladas en el Pacífico antes de que nuestros aliados apareciesen por allí y contribuyeran significativamente a la derrota nipona». Pese a todo, en tanto el Proyecto Manhattan se veía completado, prosiguieron los preparativos de la operación Olímpico, que habría de llevarse a término el 1 de noviembre o en los días inmediatamente posteriores. Así las cosas, el lanzamiento de la bomba atómica acabó viéndose adelantado, pero no cabe olvidar que su hipotético poder destructivo no fue efectivamente comprobado hasta la prueba del 16 de julio que tuvo lugar en la zona de Alamogordo en Nuevo México.

En las semanas previas a la celebración de la Conferencia de Potsdam, Stimson y otros responsables políticos estadounidenses dedicaron considerables esfuerzos a preparar el borrador de una declaración, que esperaban firmasen los líderes de las tres grandes potencias aliadas, esto es, Estados Unidos, la URSS y Gran Bretaña, en la que se ofrecía a Japón una última oportunidad para rendirse, antes de afrontar una aniquilación sin precedentes. El «grupo favorable a una advertencia» concedía singular importancia al hecho de que el documento contuviera garantías sobre la preservación de la dinastía imperial nipona. Paralelamente, el borrador fue sometido a múltiples cambios en su formulación tendentes a dejar una puerta abierta a su aprobación por parte de los militaristas japoneses. Sin embargo, algunos miembros prominentes del departamento de Estado, entre los que se incluía de forma notoria Dean Acheson, responsable en gran medida de la economía de guerra practicada contra las Potencias del Eje, se oponían a preservar la figura del emperador, por creer que Hirohito debía pagar por haber ocupado el trono de una nación que se había lanzado a una guerra tan abominable. Cuando la delegación estadounidense se dispuso a partir con destino a Potsdam, versiones divergentes del borrador de declaración reposaban en sus valijas, hallándose la propugnada por Acheson más próxima a las posiciones de Byrnes y del propio Truman que la elaborada por quienes favorecían un acuerdo con Japón. Para ganarse el favor de la opinión pública, el presidente había declarado ante el congreso el 16 de abril que «Estados Unidos nunca se sumaría a aquellos favorables a un plan que solo contemplase una victoria parcial sobre Japón», y esa continuó siendo su postura de allí en adelante.

En los países aliados eran muchas las personas que, en julio de 1945, y aun no sabiendo nada acerca de la bomba atómica o de la inminente invasión soviética de Manchuria, creían de todos modos que la guerra en Asia estaba próxima a su fin. Así, el embajador británico en Washington informaba a Londres de que «la convicción de que Japón mismo está deseoso de capitular en términos ligeramente inferiores a los de una derrota incondicional ha continuado viéndose favorecida por informaciones referidas a la agitación y frustración imperantes en aquel país, así como por la noticia, dada a conocer por la radio de Tokio, de que el decano de los periodistas nipones había criticado abiertamente a su gobierno por “minimizar con superficial optimismo la pérdida de islas estratégicas”». Una semana más tarde, el mismo embajador hacía constar lo siguiente: «Se percibe la creencia generalizada de que la guerra del Pacífico se acerca rauda a un final anticipado». Por su parte, el general Eichelberger, del 8.° ejército estadounidense, escribía desde Filipinas el 24 de julio en los siguientes términos: «Mucha gente tiene la sensación de que Japón está a punto de doblegarse». A esa opinión se añadía al día siguiente la de que «otros tantos piensan que los japoneses lo dejarán si Rusia entra en acción», un optimismo que, no obstante, subestimaba el empecinamiento que todavía prevalecía entre los mandatarios nipones.

En Tokio, el emperador realizó su primera intervención directa en una reunión de los «seis grandes», esto es, las máximas autoridades políticas y militares de Japón, celebrada en el Palacio Imperial el 22 de junio tras la derrota de Okinawa. En ella, y mientras todos los presentes reiteraban su compromiso de proseguir con la guerra —-en lo que venía a representar una letanía tan imprescindible en boca de todo mandatario nipón como lo era la obediencia al trono—, Hirohito dio su autorización al intento de continuar con las negociaciones contando con la mediación de Moscú. En los días siguientes los japoneses no pudieron evitar sentirse consternados ante el hecho de que el embajador ruso en Tokio, Jacob Malik, se encontrara «demasiado ocupado» como para volver a encontrarse con Hirota. Entre tanto, y por vez primera, un desconcertado embajador Sato era informado en Moscú de que ministros del gobierno nipón estaban intentando adoptar, al menos, una modesta parte de la política que él mismo había venido urgiéndoles a poner en práctica durante meses sin resultado alguno. Cuando Malik recibió por fin a Hirota, se encontró con que este seguía hablando de fantasías, al proponerle preservar la «independencia» del gobierno títere de Manchuria o ceder a la URSS derechos pesqueros a cambio de petróleo, así como al manifestarle su buena disposición general para tratar otras cuestiones pendientes. En efecto, todo ello no dejaba de representar vanas frivolidades, tan absurdas entonces para Malik como parecen serlo para la posteridad.

Por muy sincero que resultase el deseo expresado por Hirohito de iniciar negociaciones, los esfuerzos diplomáticos que su gobierno puso subsiguientemente en marcha se vieron hasta tal punto dilatados en el tiempo que un mes se vio desperdiciado en vano, un mes que resultaría fatal para la suerte de Hiroshima y Nagasaki. Las evasivas que caracterizaron el proceder de los gobernantes nipones en el verano de 1945 constituyeron una gigantesca traición a la confianza de cientos de miles de soldados, marinos y miembros de la aviación japonesa que habían perdido su vida en campañas desarrolladas hacía poco tiempo con el único objetivo de ganar para su país un tiempo que ahora se veía lastimosamente dilapidado. En efecto, la misión que habría de llevar al coronel Paul Tibbets a volar sobre Hiroshima quedaba apenas a cinco semanas y la ofensiva de Stalin, a poco más. Justamente en una reunión de la Stavka, el Estado Mayor del Ejército Rojo, y del politburó del Partido Comunista Soviético celebrada en Moscú los días 26 y 27 se había adoptado formalmente la decisión de que los ejércitos soviéticos invadirían Manchuria y ocuparían las islas próximas a territorio soviético asignadas a la URSS en Yalta. Algunos generales y líderes del partido insistieron en la urgencia de hacerse, asimismo, con la isla principal de Hokkaido; otros, entre los que se contaban Molotov y el mariscal Zhukov, adujeron que tal acción resultaría arriesgada desde un punto de vista militar y que, además, daría pie a que los estadounidenses pudieran denunciar una ruptura de los términos pactados en Yalta; Stalin, por su parte, no se pronunció dejando así la cuestión abierta a la espera de los acontecimientos.

Cuando Hirota trató de concertar un nuevo encuentro con Malik en Tokio el 14 de julio, este último —en ausencia de todo interés por parte de las autoridades soviéticas— rehusó entrevistarse con el primero. Así las cosas, el siguiente episodio de esta comedia trágica fue el nombramiento del príncipe Konoe, otro antiguo presidente del gobierno, como enviado personal del emperador a la Unión Soviética, un cometido que, desde el principio, se vería marcado por una serie de grotescos equívocos. Así, y a fin de evitar una confrontación con aquellos dirigentes nipones partidarios de continuar la guerra a toda costa, Konoe partió hacia Moscú sin haber recibido ningún tipo de instrucciones concretas, mientras el ministro de Asuntos Exteriores nipón hacía llegar a Sato la recomendación siguiente: «Procure no dar la impresión de que nuestro plan tiene por objeto servirnos de los rusos para acabar con la guerra». El embajador, exasperado, reclamó por cable preguntando en qué medida iban a resultar influyentes, por ejemplo, las promesas japonesas de no anexionarse u ocupar unos territorios de ultramar que, en cualquier caso, se habían perdido ya en su mayoría. Tal como declaró Sato, no podía esperar de ningún modo convencer, «recurriendo a palabrería huera», a unos dirigentes políticos tan insuperablemente pragmáticos como los soviéticos.

No obstante, esa palabrería ajena a la realidad era lo único en que podían ponerse de acuerdo las facciones rivales que contendían en Tokio. En el mensaje de Hirohito que Sato hizo llegar a Molotov el 12 de julio únicamente se hacía constar lo siguiente:

Su Majestad el emperador, consciente del hecho de que la guerra en curso supone cada día más horrores y sacrificios para los pueblos de todas las potencias beligerantes, desea de corazón que esta pueda acabar rápidamente. No obstante, en tanto Inglaterra y Estados Unidos no cejen en su pretensión de exigir una rendición incondicional, el Imperio Japonés no tiene otra alternativa que seguir luchando con todas sus fuerzas por preservar el honor y la existencia de la Patria…

El mensaje concluía con la temeraria afirmación de que el príncipe Konoe llegaría en breve a Moscú para «restablecer la paz», portando además una carta que confirmaba los nobles sentimientos expresados ya en el cable del emperador.

Los estadounidenses, entre tanto, se mantenían puntualmente informados del contenido de tales mensajes gracias a Magic, el sistema utilizado por su servicio de inteligencia para descifrarlos. A ellos se refería Stimson en una entrada de su diario correspondiente al 16 de julio: «Recibí… importantes papeles [relativos a] las gestiones de los japoneses destinadas a lograr la paz». Del mismo modo, McCloy, su adjunto, escribía exultante lo siguiente: «Llegaron noticias de los esfuerzos emprendidos por los japoneses para conseguir que los rusos les saquen de la guerra. Hirohito mismo fue emplazado a enviar un cable… a Stalin. Las cosas se están moviendo ¡qué largo trecho hemos recorrido desde aquel lejano domingo por la mañana cuando recibimos la noticia de Pearl Harbor!». Forrestal, a su vez, anotaba: «La primera prueba fehaciente de la voluntad nipona de salir de la guerra llegó hoy… Togo dijo… que los términos de una rendición incondicional planteados por los Aliados eran prácticamente lo único que impedía el cese de la contienda».

A unos cuantos kilómetros del desolado y devastado centro de Berlín, Stalin oficiaría, en el palacio Cecilienhof de Potsdam, de anfitrión de la última gran conferencia de las potencias aliadas. Si cada uno de sus lideres contemplaba su participación en ella como un reto de la máxima envergadura, ello se aplicaba tanto más a Harry Truman, un «novato» que compartiría mesa con auténticas leyendas vivas, entre las que sobresalían Churchill y Stalin. Habiendo zarpado del puerto de Newport News, en Virginia, el 7 de julio, el presidente de Estados Unidos se hallaba instalado ahora en una casa estucada de tres pisos ubicada en el número dos de la Kaiserstrasse y propiedad, en el pasado, de un director de cine alemán cuyas hijas habían sido violadas en las instalaciones de la vivienda escasamente diez semanas atrás, mientras esta era objeto del pillaje del Ejército Rojo. Dispuestos por todo el edificio, obviamente, se encontraban numerosos micrófonos instalados por los soviéticos. Fue justamente en esa casa, cuyo servicio doméstico estaba integrado por miembros de la policía secreta soviética, donde Truman recibió un memorando de Stimson en el que este hacía hincapié en lo urgente de enviar una advertencia formal al gobierno nipón.

Las principales cuestiones objeto de negociación en Potsdam estaban relacionadas con Europa y, de modo más específico, con el futuro de Alemania y Polonia. De ese modo, si bien la guerra en el Extremo Oriente y la participación soviética en ella se hallaban presentes en la mente de los asistentes, buen número de diferentes asuntos importantes requería asimismo la atención de Truman y Byrnes. En ese sentido, resultaría injusto considerar protocolario el modo en que ambos abordaron las cuestiones relacionadas con Asia, por mucho que, a lo largo de la conferencia, estas hubieron de verse tratadas junto con muchas otras. En relación con ello, Byrnes, quien representaba con diferencia la influencia más destacada sobre Truman, acogió las proposiciones efectuadas por Japón a la Unión Soviética con mucha menor preocupación que Stimson, McCloy y Forrestal. Tal como él mismo escribiría posteriormente, Byrnes no concedió demasiada importancia a aquel intento nipón por «evitar la caída del emperador y también por salvaguardar parte de los territorios conquistados».

Algunos historiadores han asociado la actitud del Secretario de Estado con un nacionalismo de vía estrecha que no estaba a la altura de las cuestiones en juego y puede que, efectivamente, Byrnes fuera un hombre poco sofisticado, de miras más cortas que las dimensiones de su gran despacho, como luego decidió Truman que así fuera. No obstante, si en el verano de 1945 los razonamientos de Byrnes llegaron a verse poderosamente influidos por consideraciones de política interior, estas no dejaban de resultar razonables. Efectivamente, mientras que Estados Unidos era el principal enemigo de Japón, la Unión Soviética había mostrado a lo largo de toda la contienda un temor obsesivo a que los Aliados occidentales pudieran llegar a una paz por separado con Alemania. De otra parte, tanto Gran Bretaña como Estados Unidos condescendieron con la paranoia soviética, rechazando, por ejemplo, todo acercamiento por parte de los alemanes contrarios al régimen nazi hasta los últimos días del conflicto cuando las tropas de Hitler se entregaron en Italia. Ahora, en cambio, Japón había optado por acercarse a la URSS en un momento en que la brutalidad y el expansionismo de esta última en Europa conmocionaba al mundo. En esas circunstancias, ¿por qué Estados Unidos no habría de poder desdeñar aproximaciones tan indirectas por parte de Japón? Quienes se muestran críticos respecto de la presunta incapacidad estadounidense para tender la mano al enemigo en las últimas semanas de julio de 1945, salvando así a los japoneses de sí mismos, parecen pasar por alto una premisa muy simple. Si las autoridades niponas deseaban poner fin a la guerra, la única forma creíble de hacerlo era ponerse en contacto con los mandatarios estadounidenses recurriendo a algún intermediario neutral menos decididamente comprometido que la Unión Soviética.

Sabemos por qué ello no acabó sucediendo: porque los japoneses esperaban negociar en términos más favorables con ayuda soviética y porque los partidarios de la guerra a toda costa habrían vetado toda negociación directa con Estados Unidos, a fin de no tener que afrontar un bochorno inaceptable. Los expertos asiáticos del departamento de Estado se daban perfecta cuenta de cuáles eran las razones políticas y culturales que movían a los gobernantes nipones a actuar como lo hacían. Cuando, no obstante, Estados Unidos se hallaba a un paso de lograr una victoria absoluta sobre una nación que había asolado Asia, haciéndola víctima de penas y miserias sin cuento, ¿por qué el enemigo no habría de cargar con el peso de reconocer su condición y, aún más, su culpa?

Si bien Hitler impuso entre las tropas contra las que lucharon los Aliados un nivel de abyección sin parangón, algunos historiadores —no todos ellos nipones— mantienen que, comparados con los dirigentes nazis, los mandatarios japoneses representaban un nivel de maldad significativamente menor y que, en cualquier caso, no merecía el castigo de una bomba atómica. No obstante, pocos de aquellos habitantes de Asia que hubieran padecido la conquista nipona y tenido conocimiento de los millones de muertes que esta comportó eran de la opinión de que Japón podía aspirar a recibir un trato más indulgente que Alemania por parte de los Aliados. En ese sentido, quienes tras la guerra criticaron el comportamiento del gobierno estadounidense en las semanas previas al lanzamiento de la bomba de Hiroshima parecen demandar de los dirigentes de este país una generosidad moral y política tan alejada de la practicada anteriormente por sus adversarios nipones que se antoja ilusoria tras cinco años de guerra en todos los frentes. Tales voces críticas sostienen que Estados Unidos debería haber ahorrado a sus enemigos las consecuencias humanas resultantes de la enloquecida ceguera de los mandatarios nipones y que las autoridades de Washington deberían haber mostrado una actitud más informada y comprometida con el pueblo japonés que su propio gobierno.

Con todo, ¿por qué habría tenido Estados Unidos que acoger favorablemente un triunfo en Asia de la propaganda soviética o que dedicarse a contentar a tan bárbaro enemigo como los japoneses? La «firmeza» de Truman frente a estos últimos reflejaba, ciertamente, un deseo de hacer valer su autoridad tanto sobre los soviéticos como sobre el propio pueblo estadounidense; no obstante, resulta poco probable pensar que, de haber vivido, Franklin Roosevelt, principal impulsor de la rendición incondicional, habría procedido de muy diferente modo. En la guerra contra Alemania, Stalin se cobró caro el altísimo tributo en sangre con el que la URSS hubo de contribuir a la victoria aliada, aprovechándose a tal fin de la arrolladora campaña del Ejército Rojo en el este de Europa, en tanto al oeste del Rin británicos y estadounidenses dejaban transcurrir, sin actuar, un tiempo precioso. No obstante, en la guerra contra Japón Estados Unidos aparecía como indiscutible vencedor, por lo que resultaba irritante contemplar a los soviéticos a punto de acudir a recibir los aplausos del público después de haber actuado únicamente en la última escena de la obra. Así las cosas, la razón primera y principal que motivó el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima vino dada por la voluntad de obligar a Japón a cesar las hostilidades, pero parece perfectamente razonable que Estados Unidos deseara igualmente frustrar las ansias expansionistas de la URSS.

En relación con ello, James Byrnes escribiría en sus memorias lo siguiente: «Si el gobierno nipón se hubiera rendido incondicionalmente, no habría sido necesario lanzar la bomba atómica». Por el contrario, Tsuyoshi Hasegawa, autor de uno de los estudios más significativos dedicado a aquel periodo histórico, realiza al respecto la siguiente apreciación: «Quizás esa afirmación pueda entenderse en sentido inverso: “Si insistiéramos en una rendición incondicional, podríamos justificar el lanzamiento de la bomba atómica”». La apreciación de Hasegawa, por su parte, suscita de inmediato otra cuestión, a saber, ¿por qué Estados Unidos no habría tenido que insistir en una rendición incondicional?

En el primer encuentro bilateral mantenido entre Truman y Stalin en la «pequeña Casa Blanca» del número dos de la Kaiserstrasse el 17 de julio, el líder soviético anunció que sus ejércitos estarían preparados para invadir Manchuria sobre mediados de agosto. Refiriéndose a ello, Truman escribía al día siguiente a su esposa Bess lo siguiente: «Estaba asustado porque no sabía si las cosas estaban yendo o no conforme a lo acordado. De todos modos, ya se ha dado un primer paso y he conseguido lo que vine a buscar: Stalin va a entrar en guerra, sin más condiciones, el quince de agosto. Yo le diré que, por nuestra parte, la guerra se acabará ahora un año antes de lo que creíamos y que pensamos sobre todo en los chicos que no habrán de morir». ¿Cómo puede cuadrar esa carta con el memorando que Churchill remitió a Anthony Eden desde el mismo Potsdam y en el que el primero exponía al último lo siguiente: «Resulta evidente que Estados Unidos no desea, en este momento, que la Unión Soviética tome parte en la guerra contra Japón»? Truman, al igual que muchos de sus asesores, se arrepentía de haber pactado una intervención soviética en el Lejano Oriente, pero en Potsdam se vio obligado a proceder como mejor pudo, constreñido por el hecho de que ya no cabía deshacer lo que se había acordado en Yalta. Con todo, el pasaje más significativo de su carta lo representa seguramente la frase «sin más condiciones», ya que el mandatario soviético no había planteado nuevas demandas que hubieran de comprometer en el futuro los intereses de China o Estados Unidos. Así las cosas, Stalin no llegó a insistir en establecer una zona de ocupación soviética en Japón, como sí había dejado entrever a Harry Hopkins que iba a hacer.

En cualquier caso, las palabras y los hechos protagonizados por Truman en Potsdam permiten pensar que el presidente seguía sin saber a ciencia cierta cómo afrontar la entrada de la URSS en la guerra contra Japón. Esa confusión se ve agravada por las falsas afirmaciones que Truman realizaría posteriormente —sobre todo en sus memorias— con relación a las circunstancias que rodearon las decisiones que motivarían el lanzamiento de las bombas atómicas. En ese sentido, y si bien todos los grandes líderes políticos se esfuerzan por enmendar sus escritos —tal como hizo Roosevelt, sirviéndose de falsedades, o Churchill en unas memorias sobre la guerra desvergonzadamente autocomplacientes—, los de Truman reflejan, como mínimo, un sentimiento de malestar ante algunas de las cosas que hizo o dejó de hacer en julio y agosto de 1945. En efecto, Truman acabó dañando seriamente su reputación en lo que representó un caso de graves consecuencias, en la medida en que se vio justificado por interpretaciones notoriamente erróneas de los hechos históricos.

El día antes de que el presidente escribiera la carta a su esposa, había tenido ya noticia de que la prueba atómica realizada en Nuevo México con un artefacto de implosión similar a Fat Man[39] la bomba de plutonio que iba a emplearse contra Nagasaki, había resultado un éxito. Tal como se le informaba, los científicos, trabajando bajo la presión que suponía obtener resultados coincidiendo a más tardar con la celebración de la Conferencia de Potsdam, habían desarrollado «el mayor experimento físico de la Historia». Little Boy, el tipo de bomba de uranio que sería lanzada sobre Hiroshima, no necesitaba por tanto de más pruebas, al ser el uranio más fiable que el plutonio. Así pues, y a partir de aquel momento, Truman podía contar con que Estados Unidos podría utilizar ese tipo de armas contra Japón. En esas circunstancias, la pronta rendición del enemigo se antojaba de lo más plausible, si bien la conjunción de fuerzas que habría de resultar en ello seguía siendo tan incierta como hasta entonces. Tsuyoshi Hasegawa escribe al respecto: «Está claro que [Truman] no contemplaba a Stalin como un aliado comprometido con la causa común de derrotar a Japón, sino como a un adversario en la carrera por ver quién podría forzar primero la rendición nipona». Esa afirmación resulta relevante en la medida en que se ha convertido en el pilar sobre el que se basan las objeciones a Hiroshima realizadas por los historiadores críticos modernos. De acuerdo con ellos, el presidente estadounidense engañó a su propio pueblo y al mundo arguyendo que, al emplear la bomba atómica, estaba obligando a Japón a rendirse, cuando, en realidad, este fue el primer hecho bélico de la Guerra Fría, destinado a intimidar al futuro enemigo de Estados Unidos, esto es, la Unión Soviética.

Esa suposición confiere a la actuación de Truman una inmerecida malignidad, toda vez que en julio de 1945 la percepción del mundo como un lugar extraordinariamente peligroso no era exclusiva del presidente estadounidense y de su Secretario de Estado, sino que se veía compartida por mandatarios de mayor inteligencia y mejor informados, tales como Averell Harriman, embajador de Estados Unidos en Moscú. A juicio de este último, una vez desaparecido Hitler, y con él la horrenda tiranía nazi, el Este de Europa estaba asistiendo a cómo aquella se veía suplantada por una dictadura de signo comunista no menos repugnante. Arriman afirmó que sobre Occidente pesaba la amenaza de «una bárbara invasión», después de que la conquista de Europa Oriental diera a la Unión Soviética la oportunidad de imponer sobre ella un dominio imperial, que —reconocido formalmente en Yalta por parte de un ya muy enfermo Roosevelt— la URSS se había dedicado desde entonces a ejercer abusivamente. El ejemplo más palmario de esa situación lo representaba Polonia, donde las tropas soviéticas no dejaban de asesinar sistemáticamente a todo ciudadano que se manifestara a favor del derecho de su país a la independencia y la democracia, sin que hubiera otros medios que los militares para despojar a Stalin de sus nuevos dominios. De esa forma, y en referencia justamente a unas ambiciones soviéticas de dominio mundial reiteradamente manifiestas, Winston Churchill pronunciaba ya el 12 de mayo de 1945 la que sería la frase más memorable de su famoso discurso de 1946 en una universidad estadounidense: «un telón de acero está cayendo sobre el frente ruso».

Personalidades estadounidenses sensatas y con conocimiento de causa se hallaban recelosas respecto de qué nuevas ambiciones expansionistas podría albergar Stalin en el Este. En efecto, cualquier invasión de Japón por parte de Estados Unidos no resultaría factible antes de noviembre, mientras que la URSS se disponía a invadir Manchuria en agosto. Una vez que las tropas soviéticas se hubieran adentrado en China, ¿hasta qué punto resultaba probable que Stalin se atuviera a su promesa de retirar su apoyo a los comunistas de Mao Zedong y de reconocer, en cambio, al gobierno nacionalista de Chiang Kai Shek? Además, existía la preocupación de que los soviéticos pudieran aprovechar su planeada incursión en Corea para hacerse con toda la península, en lugar de detenerse a medio camino, a la altura del paralelo 38, tal como se había acordado en Yalta. ¿Y si tras el desembarco anfibio en las Kuriles, que ya les habían sido adjudicadas, las tropas soviéticas decidían seguir adelante y apoderarse de algunas de las islas principales del archipiélago nipón? Con relación a ello, en Japón existía un poderoso movimiento comunista, origen de no pocas preocupaciones para el gobierno de Tokio, que podría representar el germen de un gobierno títere en manos soviéticas. Por si pudiera llegar a pensarse que tales especulaciones no eran más que el reflejo de una cierto estado de paranoia por parte de Estados Unidos, resulta un hecho incontrovertido que, cuando se produjo el ataque del Ejército Rojo en agosto, Stalin se planteó la posibilidad de conquistar la isla de Hokkaido, lo que probablemente habría hecho de persistir la resistencia por parte del ejército nipón.

Truman se encontró siendo presidente en un momento en el que la ingenuidad y debilidad estadounidenses se identificaban presuntamente —y por parte de nadie menor que Winston Churchill— como los factores que habían dado carta de naturaleza al expansionismo soviético. En esas circunstancias, las bombas atómicas habían de permitir a Estados Unidos acabar con la guerra contra Japón antes de que los ejércitos de Stalin camparan por sus respetos en Asia. A diferencia de lo que parecen interpretar algunos historiadores, esa actitud no refleja un mero nacionalismo competitivo por parte del gobierno estadounidense, puesto que si la postura de Truman y Byrnes bien podía calificarse de tajante, no resulta menos cierto que revelaba realismo y sentido de Estado. Ello es así en la medida en que ambos percibían, como aún no podían hacerlo algunos mandatarios occidentales, la profunda iniquidad que representaba la Unión Soviética de Stalin. Así las cosas, cabe seguramente acusar a Truman y Byrnes de haber tratado a Japón con una inflexibilidad sumarísima que su residual potencia militar hacía innecesaria; sin embargo, en julio de 1945 el infortunio japonés vino dado por el hecho de que sus propias evasivas coincidieron en el tiempo con otros imperativos que pesaban opresivamente sobre los líderes estadounidenses.

En opinión de Truman, Byrnes y otros muchos una rápida victoria sobre el, en aquel momento, enemigo declarado de las democracias occidentales constituiría un aviso inequívoco para su futuro adversario no declarado. En ese contexto, parece adecuado reconocer que en el verano de 1945 llegó a darse, efectivamente, una carrera entre Estados Unidos y la Unión Soviética por ver quién era el primero en adjudicarse la victoria sobre Japón, si bien los motivos que animaban al gobierno estadounidense parecen merecer más respeto del que le conceden sus críticos. Del mismo modo, también parece erróneo extraer de todo ello —siquiera de forma implícita— la impresión de que el objetivo primordial de la bomba de Hiroshima era intimidar a los soviéticos. Este representaba, ciertamente, un muy deseable objetivo secundario, pero queda fuera de toda duda que las bombas atómicas se habrían empleado igualmente contra Japón aun cuando la Unión Soviética no hubiera estado a punto de intervenir.

Si ese argumento resulta relevante a la hora de ponderar la decisión adoptada por Truman con relación a Hiroshima, no alcanza, sin embargo, a dar respuesta de qué tipo de advertencia previa habría cabido dar a Japón. Hasta donde sabemos, ninguno de los mandatarios británicos o estadounidenses presentes en Potsdam expresó reticencia moral alguna respecto del uso de la bomba, por mucho que los líderes occidentales no dejaron de debatir exhaustivamente las ventajas de presentar primero un ultimátum a las autoridades niponas en los términos propuestos en su día por Stimson y McCloy. El propio Winston Churchill, en sus últimos días como primer ministro británico después de haber perdido las elecciones generales de julio de 1945, volvió a expresar la apremiante necesidad de que se modificara la exigencia de una rendición incondicional por parte de Japón.

Truman, por su parte, no dejó que la presencia del más grande de los líderes británicos acabara intimidándole, tal como anotó el presidente estadounidense en una de las características entradas de su diario de Potsdam, refiriéndose a su primer encuentro con el primer ministro británico:

Tuvimos una conversación agradabilísima. Churchill es una persona absolutamente encantadora y muy avispado, en el mejor sentido de la palabra. Durante un rato se dedicó a darme coba hablándome de lo magnífico que era mi país, del aprecio que había llegado a sentir por Roosevelt y del que esperaba también tener por mí y tal y tal… Yo mismo le ofrecí una recepción tan cordial como pude, siendo por naturaleza (confío) una persona educada y agradable. Estoy seguro de que nos llevaremos bien si no intenta darme demasiado jabón, ya sabes, del que luego escuece que es un horror cuando te entra en los ojos.

Sea como fuere, Truman rechazó la propuesta conciliadora de Churchill del mismo modo que en su día hiciera Roosevelt en El Cairo. Cuando el primer ministro británico se refirió a la posibilidad de hacer a los japoneses «algún amago de concesión que les permitiera salvar su honor militar», el presidente estadounidense respondió cáustico diciendo que, desde Pearl Harbor, de eso ya no les quedaba mucho. También permaneció impertérrito cuando Churchill insistió en que «de alguna manera los japoneses poseían algo por lo que estaban dispuestos a afrontar cierto tipo de muerte sin que importara el número de bajas». El primer ministro británico confió a Truman que Stalin le había revelado su encuentro con emisarios de paz nipones enviados a Moscú. De ese modo, el líder soviético, que poco después repetiría lo mismo ante el presidente estadounidense, no hacía sino explotar esa revelación como sincera prueba de que no iba a llevar ningún tipo de negociación secreta a dos bandas con el gobierno de Tokio.

No obstante, y de la misma manera que la mención a «una nueva arma de una potencia destructiva sin igual» realizada por Truman ante Stalin durante la Conferencia de Potsdam no representó sorpresa alguna para este último, así también el líder soviético probablemente sabía o intuía que los estadounidenses estaban al tanto de las comunicaciones cifradas japonesas. Ello era así desde el momento en que los agentes soviéticos se hallaban tan al corriente de los progresos realizados por la inteligencia aliada como de la evolución del Proyecto Manhattan. De ese modo, una de las características más destacadas de la Conferencia de Potsdam fue el modo en que los Tres Grandes se dedicaron a revelarse mutuamente pretendidos secretos ya conocidos por sus respectivos interlocutores. Así las cosas, cuando Stalin inquirió de Truman cómo había de responder a las insinuaciones niponas, este último le contestó que siguiera con las conversaciones.

Y, efectivamente, incluso mientras los líderes aliados conferenciaban en Alemania, los contactos entre Japón y la Unión Soviética prosiguieron. Tal como Truman y Stalin habían acordado, el 18 de julio los dirigentes soviéticos se dispusieron a clarificar cuál era la postura nipona. Dos días después, el embajador de Japón en Moscú, Naotake Sato, enviaba un mensaje a su gobierno instándolo vehementemente a presentar su rendición, a condición únicamente de que se preservara el kokutai. El ministro de Asuntos Exteriores, Shigenori Togo, en cambio, desechó la propuesta el 21 de julio informando a Sato —y, obviamente, también a los estadounidenses gracias al sistema de desciframiento Magic— de que «el país entero se opondrá como un solo hombre al enemigo de conformidad con la voluntad imperial en tanto este demande de Japón una rendición incondicional». Cuatro días más tarde Togo dio instrucciones a Sato para que hiciera saber a Moscú que, si la Unión Soviética se mostraba indiferente a las demandas japonesas de mediación, «no tendremos más remedio que considerar otra forma de proceder», lo que no podía dejar de entenderse como una amenaza de aproximación a las demás potencias aliadas. Pese a ello, nada en el contenido de tales mensajes acabaría convenciendo a las autoridades estadounidenses de que los dirigentes nipones contemplaban por fin la realidad tal como era. Ese juicio se vio además ratificado por los mensajes, igualmente descifrados, enviados a sus respectivas cancillerías por diplomáticos establecidos en Japón pertenecientes a países neutrales. En efecto, tales mensajes concordaban punto por punto con todo lo que los estadounidenses sabían acerca de las conversaciones desarrolladas entre Moscú y Tokio, a saber, que los japoneses estaban decididos a luchar hasta el fin y que el gobierno nipón rechazaba tajantemente toda petición por parte de mentes racionales como la de Sato que conllevara la urgente aceptación de una rendición incondicional.

En Potsdam, entre tanto, continuaba debatiéndose el redactado final del ultimátum a Japón propuesto por Stimson. El Comité Conjunto de Supervisión Estratégica era contrario a establecer el compromiso —como deseaba el Secretario de Estado para la guerra— de preservar la posición que correspondía al emperador. En efecto, como buenos republicanos que eran, sus miembros prefirieron hablar de que «en función de si se dan las debidas garantías contra todo acto de agresión en el futuro, el pueblo japonés gozará de plena libertad para escoger su propia forma de gobierno». Por su parte, los autores del borrador de Stimson, esto es, los integrantes de la División de Operaciones del departamento de Guerra, no desistieron de su compromiso a favor de respaldar al emperador y reemplazaron la versión ya citada por la siguiente: «El pueblo japonés gozará de plena libertad para decidir si desea que la figura del emperador persista como cabeza visible de una monarquía constitucional». Los Jefes de los Estados Mayores Conjuntos, no obstante, expresaron sus preferencias por la primera versión, por cuanto se adecuaba mejor a la visión estadounidense de los derechos nacionales a la autodeterminación.

El 21 de julio se recibió en Potsdam el informe completo enviado por un pletórico general Groves desde Alamogordo y en el que este, exultante, se manifestaba en los siguientes términos: «Por primera vez en la Historia ha habido una explosión nuclear ¡y vaya explosión!… El éxito de la prueba superó las expectativas más optimistas de cualquiera de nosotros… Somos plenamente conscientes de que nuestro verdadero objetivo queda todavía por delante de nosotros. Que funcione en el campo de batalla es lo que cuenta en la guerra contra Japón». Cuando Stimson procedió a leer el parte de Groves en presencia de Truman y Byrnes en «la pequeña Casa Blanca», el semblante del presidente «cobró un inusitado entusiasmo». Tal como Stimson informaría al Secretario de Guerra, la noticia infundió en el presidente «una confianza enteramente nueva». En relación con ello, McCloy dejó anotada en su diario la siguiente apreciación: «La gran bomba dio alas a Truman y Churchill… Ambos se dirigieron a la siguiente reunión exultantes como chicos que hubieran descubierto un tesoro secreto cuya existencia solo ellos conocían». En cualquier caso, Stimson no pudo evitar sentirse enojado al averiguar que Groves había vuelto a situar Kioto como objetivo de la primera bomba, por lo que se apresuró a enviar un mensaje a Washington vetando la decisión del general. No obstante, las razones que Stimson dio al presidente para obrar de tal modo distaban de resultar claras, toda vez que, de acuerdo con el peculiar juicio del primero, el hecho de no atacar Kioto debía garantizar «una favorable actitud de Japón respecto de Estados Unidos en caso de que hubiera de producirse cualquier tipo de agresión soviética contra Manchuria».

El departamento de Guerra, a su vez, remitió un parte a Potsdam informando de que habría de resultar posible emplear la primera bomba atómica poco después del primero de agosto, dependiendo de las condiciones atmosféricas, y casi con toda certeza antes del diez del mismo mes. En la mañana del 23 de julio, Truman comunicó a Stimson su aceptación del último redactado de su «mensaje admonitorio» a los japoneses que el presidente se proponía cursar tan pronto fuera posible. En la mañana del 25 de julio, el general Cari Spaatz, que comandaba la Unidad Aérea Estratégica del Ejército en el Pacífico, recibió una orden por escrito aprobada por Stimson y Marshall en Potsdam y en virtud de la cual había de lanzar las dos bombas atómicas sobre Japón. No se sabe a ciencia cierta si Truman llegó a ver el documento, pero su promulgación no dejó de constituir una mera formalidad. En él se estipulaba lo siguiente: «El Grupo 509 de Bombarderos, integrado en la 20.ª Fuerza Aérea, procederá al lanzamiento de su primera bomba especial tan pronto las condiciones atmosféricas hagan posible un bombardeo visual con posterioridad al tres de agosto de 1945 sobre uno de los objetivos: Hiroshima, Kokura, Niigata y Nagasaki… Más bombas se lanzarán sobre los objetivos antedichos tan pronto como el equipo del proyecto disponga de ellas».

Dicho de otro modo, entre la primera bomba y la segunda no se contemplaba pausa alguna por razones políticas que hubiera de permitir a los japoneses reconsiderar su postura, lo que no dejaba de resultar moralmente cuestionable. Así las cosas, Hiroshima fue declarada, en teoría, objetivo prioritario por representar un puerto estratégico, si bien el motivo principal de tal elección lo constituyó el hecho de que la ciudad no hubiera sido objeto de los bombardeos incendiarios protagonizados por los aviones de LeMay y de que pudiera servir, por tanto, de escenario en el que comprobar fehacientemente los efectos de una explosión nuclear. En Europa, el Mando de Bombarderos de la RAF también había buscado, en ocasiones, ciudades que no hubieran sufrido bombardeos como objetivos miliares por los mismos motivos, a saber, para medir la efectividad de nuevas técnicas de destrucción. En ese sentido, apenas caben dudas sobre el hecho de que Hiroshima habría ya sido devastada como resultado de las acciones de la 20.ª Fuerza Aérea, de no haber sido retirada de la lista de los bombardeos incendiarios, una vez escogida como lugar de nacimiento —o más propiamente de muerte— de la era nuclear.

La cuestión de si la intervención soviética en Manchuria resultaba todavía deseable continuaba atribulando a Truman, quien volvió a recabar las opiniones de Stimson y Marshall al respecto. Por lo que se refiere a este último, el jefe del Estado Mayor del Ejército consideraba que una invasión soviética de aquel territorio podía considerarse prescindible. En efecto, si bien el mero despliegue masivo de tropas soviéticas en la frontera había disuadido a los japoneses de retirar de aquella zona su ejército destacado en Quantung, el hecho de que el Ejército Rojo pudiera hacerse con Manchuria cuando así lo decidiese, llevaba a Marshall a no apreciar ninguna ventaja en un cambio formal de política por parte de Estados Unidos. En esas circunstancias, parecía preferible dejar que los soviéticos tomaran posiciones en el imperio nipón de conformidad con las condiciones acordadas con los estadounidenses antes que verles invadir China a su antojo, opinión esta compartida igualmente por Stimson. Con todo, resulta significativo apreciar, cómo incluso en una fase tan avanzada del conflicto Marshall se mostraba escéptico respecto de que las bombas atómicas pudieran precipitar la derrota japonesa. En relación con ello, el más alto militar estadounidense había declarado meses antes que la decisión sobre si aquellas debían emplearse, y cómo, había de recaer sobre los dirigentes políticos antes que sobre las autoridades militares. De ahí que se hallara más pendiente de las acciones que pudieran emprender los ejércitos soviético y estadounidense que no de la misión que había de llevar a cabo el coronel Tibbets.

El 24 de julio Truman aprobó el texto final de lo que se conocería como Declaración de Potsdam, en la que se recogían algunas propuestas realizadas por Churchill, quien con una prontitud rayana en la inconsciencia, se manifestó favorable a que los estadounidenses lanzaran en lo sucesivo más bombas atómicas tras consultar a los británicos. Al proceder de ese modo, Churchill no hacía ciertamente sino reconocer la realidad política, por mucho que ello también revelara lo limitado de su percepción sobre la forma en que tamaño acontecimiento habría de cambiar el mundo. En esas circunstancias, una última tentativa británica destinada a introducir una modificación respecto de la rendición incondicional se vio, no obstante, rechazada, tal como sucedió, asimismo, con una nueva petición por parte de Stimson relativa a la demanda de garantías más específicas sobre la salvaguarda de la dinastía imperial.

Entre la salida de Truman de Nueva York y la firma de la Declaración, el éxito de la prueba atómica realizada en el desierto de Nuevo México fue la causa de que dicha declaración asumiera un significado distinto al inicialmente previsto. En efecto, Stalin, al igual que algunos dirigentes estadounidenses, asumía que los tres líderes aliados firmarían en Potsdam un documento conjunto que se convertiría igualmente en la declaración de guerra a Japón por parte de la URSS. No obstante, cuando quedaba establecida una relación inmediata de causa y efecto entre la promulgación del documento, su rechazo por parte nipona y la detonación unilateral de la bomba por parte de Estados Unidos, la delegación de este último país dejó de tener el más mínimo deseo de compartir su declaración con la Unión Soviética.

El 25 de julio, Truman anotaba al respecto lo siguiente en su diario: «El arma ha de ser empleada contra Japón entre hoy y el diez de agosto. He comunicado al Secretario de Guerra, el Sr. Stimson, que proceda de modo que la bomba sea lanzada contra objetivos militares, incluyendo soldados y marinos, pero no mujeres y niños. Aun cuando los japoneses hayan demostrado ser unos bárbaros fanáticos y despiadados, nosotros, como líderes del mundo civilizado y garantes del bien común, no podemos dejar que esta terrible bomba caiga sobre la antigua capital de Japón [Kioto] o sobre la nueva [Tokio]». En ese sentido, resulta imposible no interpretar este pasaje sino como un intento consciente de Truman por dejar constancia escrita de un testimonio que pudiera preservar su reputación a los ojos de la Historia. En efecto, una vez recibido el informe enviado por Groves, ninguna persona mínimamente inteligente podía dudar de que un horror sin precedentes iba a desatarse sobre un centro de población nipón.

En cuanto a la declaración misma, firmada finalmente por los máximos dirigentes estadounidense, británico y chino —este último en ausencia—, fue promulgada el 26 de julio en los siguientes términos:

  • Nuestros términos son los que siguen y no nos apartaremos de ellos. No hay alternativas y no toleraremos dilación alguna.
  • La autoridad e influencia de aquellos que han traicionado y abusado de la confianza del pueblo japonés embarcándolo en una guerra de conquista ha de quedar suprimida para siempre.
  • Hasta que se establezca ese nuevo ordenamiento… se procederá a la ocupación de determinados puntos del territorio japonés.
  • La soberanía japonesa se verá limitada a las islas de Honshu, Hokkaido, Kyushu y Shikoku, así como a aquellas islas menores que se estime oportuno.
  • Con posterioridad a su total desarme, los integrantes del ejército japonés tendrán autorización para regresar a sus hogares y llevar allí una existencia pacífica y productiva.
  • No tenemos intención de esclavizar a los japoneses como raza o destruirlos como nación, pero todos los criminales de guerra habrán de afrontar el severo juicio de la ley… Se establecerá la libertad de expresión, de culto y de pensamiento, así como el respeto por los Derechos Humanos.
  • Japón podrá conservar cuantas industrias resulten necesarias para el mantenimiento de su economía.
  • Las fuerzas de ocupación aliadas se retirarán de Japón tan pronto se hayan alcanzado esos objetivos y se haya establecido, en consonancia con la voluntad libremente expresada por el pueblo de Japón, un gobierno responsable y de orientación pacífica.
  • Exhortamos al gobierno japonés a proclamar ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas… La alternativa para Japón es la inmediata y total destrucción.

La Declaración de Potsdam no fue enviada al gobierno nipón como una comunicación diplomática, sino meramente difundida a todo el mundo a través de los medios de comunicación. De ahí que también los soviéticos, que no recibieron una copia de dicha declaración hasta tanto esta no se hubo producido, se mostraran estupefactos por haberse visto excluidos de la misma. Efectivamente, ellos mismos habían acudido a la conferencia provistos de su propia versión, una versión que nunca fue ni hecha pública ni sometida a debate y en la que —empleando, lógicamente, otras palabras— se decía lo siguiente: «Estados Unidos, China, Gran Bretaña y la Unión Soviética consideran su deber adoptar conjuntamente medidas expeditivas para poner fin a la guerra».

Los estadounidenses estaban en su derecho —como hicieron— de limitar la ratificación del ultimátum contra Japón a los demás países beligerantes, excluyendo así a la neutral Unión Soviética, de modo que, a partir de entonces, Stalin no pudo ya albergar ningún género de duda sobre la voluntad estadounidense de solventar según su propio criterio la cuestión japonesa, reduciendo al mínimo toda referencia a Moscú. Por una vez, cabría haber justificado la paranoia respecto de Estados Unidos atribuida al máximo dirigente soviético en su temor de que este país acabara desdiciéndose de lo acordado en Yalta y negando a la Unión Soviética los territorios que se le habían asignado en premio a su esfuerzo bélico. De ahí que Stalin hubiera telefoneado ya desde Potsdam a los altos mandos del Ejército Rojo reclamando un adelanto de diez días sobre la fecha prevista para la invasión de Manchuria. Al mismo tiempo, no dejó de reprender severamente a Beria —maestro de espías— por no haber sabido recabar a tiempo información alguna sobre la prueba nuclear estadounidense, cuyo éxito Stalin infirió al punto de las insinuaciones de Truman.

El 29 de julio Molotov solicitó de Estados Unidos un requerimiento formal para la entrada de la Unión Soviética en la guerra del Extremo Oriente, solicitud que fue rechazada. Como más tarde afirmaría Truman, su intención al hacerlo fue no conceder a los soviéticos margen para poder atribuirse una intervención decisiva en el conflicto. En sus memorias, Byrnes se mostró, no obstante, mucho más franco, al reconocer que, a la vista del comportamiento mostrado hacía poco por los soviéticos y de sus violaciones de lo pactado en Yalta para Europa, no deseaba contar con ellos en la guerra de Asia, puesto que, de todos modos, la bomba atómica acabaría obligando a Japón a rendirse sin necesidad de participación alguna del Ejército Rojo. Truman respondió a la solicitud de Molotov con una carta personal dirigida a Stalin con fecha de 31 de julio en la que daba a entender que la Declaración de Moscú suscrita por los cuatro Aliados, justificaba plenamente el hecho de que la Unión Soviética se sumara a la guerra sin más prolegómenos. Esa respuesta suponía, de cualquier modo, una consideración más bien escasa respecto de las sutilezas diplomáticas, pero así quedó el asunto, mientras los soviéticos abandonaban Potsdam furiosos ante lo que percibían como doblez estadounidense.

Quienes más se llamaron a engaño con relación a la Declaración de Potsdam fueron, en todo caso, los japoneses, puesto que, al detectar que la firma de Stalin se hallaba ausente de la misma, supusieron que este había optado por excluir a la Unión Soviética del grupo de naciones enemigas de Japón, lo que seguía haciendo de ella un posible mediador. Asimismo, las esperanzas niponas se vieron alentadas por la derrota electoral de Churchill, en virtud de la cual este se vio obligado a abandonar la presidencia del gobierno británico, pues los japoneses supusieron que ello abría el camino a posibles vacilaciones y disensiones entre las filas aliadas. Algunos mandatarios japoneses se sintieron igualmente esperanzados por el lenguaje adoptado en la Declaración, cuyas vagas generalidades trataron de clarificar recurriendo a los soviéticos. Así las cosas, el ministro japonés de Asuntos Exteriores, Shigenori Togo, insistió en una reunión del gabinete celebrada el 27 de julio en la necesidad de no dar una respuesta pública inmediata a dicha declaración, en buena medida porque habría resultado prácticamente imposible lograr una postura de consenso entre todos los ministros. La prensa japonesa informó sobre los términos de la Declaración, omitiendo únicamente la promesa aliada de que se permitiría a los soldados nipones regresar sin más a su patria, aunque pronunciándose con mayor radicalismo que los políticos. Así lo atestigua el siguiente titular perteneciente a un editorial del Yomiuri Hoch. «Ridículas condiciones de rendición para Japón». Por su parte, el Asaht Shimbu manifestaba: «El gobierno tiene la intención de ignorarlo», en referencia a la práctica del mokusatsu, es decir, de guardar silencio ante hechos o palabras inaceptables y que representa una de las principales formas de comportamiento dentro de la sociedad nipona.

Con todo, al día siguiente, varios altos funcionarios, encabezados por el ministro de Guerra, Korechika Anami, dejaron oír su voz afirmando que el silencio no bastaba y que el presidente del gobierno, Kantaro Suzuki, había de denunciar los términos de la Declaración. Así lo hizo este en un breve comunicado ante la prensa en el que reprobaba el documento estadounidense tachándolo de «remedo de la Declaración de El Cairo. El gobierno no lo considera serio y solo podemos ignorarlo. No ahorraremos esfuerzos en la prosecución de la guerra hasta su amargo final». De forma reveladora algunos historiadores han cuestionado que Suzuki llegara efectivamente a utilizar esas palabras en aquel contexto.

No obstante, si todavía existen dudas sobre los términos exactos en que se produjo el rechazo nipón a la Declaración de Potsdam, este representa un hecho incuestionable. Así, el 27 de julio la agencia de prensa estadounidense Associated Press informaba al respecto lo siguiente: «Domei, la agencia de noticias semioficial japonesa, informaba hoy de que el ultimátum dado por los Aliados a Japón, conminándolo a rendirse o verse aniquilado, iba a ser ignorado». Parece que ni el emperador mismo llegó a cuestionar en modo alguno la postura de Suzuki, lo que, dado el papel atribuido frecuentemente a Hirohito como principal valedor de la paz para Japón, no hace sino subrayar la importancia de su rechazo a dicha declaración. Así las cosas, si el emperador hubiera adoptado una decisión terminante a esas alturas, y no dos semanas más tarde, cabría haber evitado todo lo que estaba por venir. No obstante, y tal como las cosas sucedieron, aquella inepta y dubitativa divinidad siguió navegando entre dos aguas al mantener una posición favorable a la paz sin querer a la vez reconocer la derrota de su país, en tanto la Historia seguía, impertérrita, su curso.

Desde Moscú el embajador Naotake Sato continuó implorando sin cesar al gobierno para que afrontara la realidad, tal como refleja el texto del siguiente cable enviado al ministro de Asuntos Exteriores el 30 de julio: «No hay otra alternativa que la inmediata rendición incondicional, si lo que deseamos es apaciguar los ánimos de Estados Unidos y Gran Bretaña e impedir la participación [soviética] en la guerra». Togo, en cambio, le contestó el dos de agosto instándole a que tuviera paciencia: «Resulta difícil decidir de una vez los términos concretos de paz». En cualquier caso, el ministro no dejaba de hacerle saber que el emperador seguía muy de cerca la evolución de las conversaciones en Moscú y que los máximos responsables del ejército se estaban planteando si la Declaración de Potsdam ofrecía margen para negociar. Así lo confirmaban los informes procedentes del servicio de inteligencia de la Marina estadounidense y referidos a mensajes japoneses relativos a la Declaración que habían podido ser descifrados: «Se constata la disposición (o la decidida voluntad) de hallar en ella términos efectivos que resulten admisibles, por conciliadores, desde la perspectiva de un maltrecho orgullo nacional que aún se siente crispado al oír pronunciar las palabras “rendición incondicional”».

No se sabe si Truman leyó ese informe o los correspondientes partes japoneses descifrados mientras volvía a Estados Unidos tras la Conferencia de Potsdam, cuya última sesión tuvo lugar el primero de agosto, la misma fecha en que partió Stalin, antes de que lo hiciera el presidente estadounidense al día siguiente. Lo que es seguro es que, con anterioridad a ello, Truman había aprobado el texto de un posible comunicado que habría de hacerse público en su nombre tras el lanzamiento de la bomba atómica. En opinión del presidente, lo único que contaba ahora era que el gobierno nipón se negara a dar una respuesta positiva a la Declaración de Potsdam, tal como parecían dar por cierto las transmisiones ya interceptadas entre Sato y Togo, en las que este último se negaba en redondo a aceptar una rendición incondicional. En esas circunstancias, si durante las semanas precedentes el recurso a la bomba atómica se había planteado como prácticamente inevitable, ahora lo era sin remedio.

Muchos individuos de toda nacionalidad pertenecientes a generaciones posteriores han considerado el lanzamiento de las bombas atómicas como un sombrío acontecimiento que, en su horror sin par, acabó destacándose por encima del resto de hechos de la guerra igual que una oscura montaña se alza imponente sobre la llanura que queda a su sombra. Por una parte, tal percepción resulta adecuada, en la medida en que el inicio de la era nuclear otorgaba al ser humano una capacidad de autodestrucción sin precedentes. No obstante, hasta tanto la primera bomba atómica no hubo hecho explosión, solo un reducido grupo de científicos era totalmente consciente de lo que significaría hacer uso de tales armas. En ese sentido, y a fin de poder comprender el contexto histórico en que fue adoptada la firme decisión de bombardear Hiroshima, parece necesario tener presente las convulsas circunstancias en medio de las cuales todos aquellos que tuvieron alguna responsabilidad al respecto, esto es los máximos dirigentes políticos y militares de Estados Unidos, se vieron obligados a realizar su tarea. En relación con ello, conviene no olvidar que se trataba de hombres ya en la cincuentena o sesentena, exhaustos tras largos años sobrellevando las crisis sin fin impuestas por un acontecimiento tan excepcional como una guerra mundial y asediados por enormes dilemas a los que hacer frente a diario.

Efectivamente, Europa se hallaba en ruinas y en una situación caótica, con los Aliados esforzándose por contener la crueldad y la codicia de Stalin, en medio de la quiebra económica de Gran Bretaña y del hambre de millones de personas. Simultáneamente, cada día llegaban hasta los despachos de Truman, Stimson, Marshall y sus respectivos colaboradores estimaciones referidas a las posibles víctimas de una invasión de las islas mayores japonesas. En otro orden de cosas, Estados Unidos se veía además obligado a hacer de árbitro sobre el futuro de medio mundo, mientras se le encarecía que salvara de los soviéticos tanto como pudiera del otro medio. Por lo demás, proseguía la guerra contra Japón, mientras el mundo contemplaba atónito los horrores revelados por los noticiarios sobre los campos de exterminio nazis. ¿Cómo se podía ayudar a Polonia y a los millones de refugiados? ¿Qué cabía hacer con relación a los criminales de guerra nazi en paradero desconocido y a la guerra civil en Grecia? ¿Podrían los líderes chinos de distinta orientación política llegar a compartir el poder? ¿Habría manera de frenar el ascenso de los comunistas en Francia e Italia? Las guarniciones japonesas en el Pacífico que habían quedado rodeadas seguían resistiendo pese a que los Aliados no llegaron a iniciar ninguna campaña contra los ejércitos de Hirohito establecidos fuera del territorio nipón. Los británicos se aprestaban a desembarcar en Malasia, mientras, prácticamente a diario, los superbombarderos de LeMay partían desde Guam o Saipán en misiones de ataque contra más ciudades japonesas y los cazas de los portaaviones se dedicaban a bombardear y a barrer con fuego de ametralladora el territorio nipón. Por otra parte, las listas de bajas no dejaban de llevar dolor a los hogares de todo Estados Unidos y Gran Bretaña, al tiempo que la angustia era la sensación predominante entre los miles de prisioneros aliados cuyo destino se hallaba en manos niponas.

Parece necesario, así pues, admitir la existencia de todas esas circunstancias a la hora de enjuiciar el proceder de quienes, en su día, fueros responsables de ordenar los ataques nucleares. En ese sentido, la bomba representaba la más trascendental de una serie de cuestiones importantes que aquellos hombres —mortales y conmovedoramente conscientes de sus propias limitaciones— pugnaban por resolver. En el transcurso de la lucha por la supervivencia nacional a cuyo frente se hallaban, todos ellos se habían visto obligados a adoptar decisiones que habían supuesto la pérdida de miles, de millones de vidas, tanto de tropas aliadas como de militares y civiles enemigos. La mayoría habría dicho con amarga ironía que para eso les pagaban, pues nunca fue la dirección de una guerra cosa de pusilánimes. En concreto, Estados Unidos había sido responsable de bombardeos que costaron la vida a casi setecientos cincuenta mil civiles alemanes y japoneses y que apenas se vieron cuestionados por la opinión pública. En ese contexto, resultaba casi más sencillo justificar la decisión de lanzar bombas atómicas que la de mantener la persistente campaña de bombardeos incendiarios a cargo de la 20.ª Fuerza Aérea. Tal como han escrito sabiamente los historiadores militares Lawrence Freeman y Saki Dockrill, «el hecho de que los historiadores se hayan centrado en debatir por qué se dio la necesidad de recurrir a la bomba atómica ha comportado que el empleo de esta se haya visto considerado, en términos estratégicos, teniendo presente más una posible invasión [de Japón] que los bombardeos aéreos entonces en curso y con los que el lanzamiento de la bomba se hallaba inextricablemente relacionado en las mentes de los responsables políticos de la época».

Abundando en ello, cabe añadir que el gas venenoso era la única arma destacada disponible durante el período bélico de que los Aliados no hicieron uso frente a las potencias del Eje. Roosevelt se opuso por razones morales, o más bien, propagandísticas, mientras que el rechazo británico vino dado principalmente por razones pragmáticas, relacionadas con el hecho de que los alemanes pudieran pagarles con la misma moneda, atacando, a su vez, territorio británico con ese tipo de gases. Tal como se ha expuesto más arriba, los estadounidenses iniciaron la guerra mostrando reticencias morales contra el bombardeo de civiles, reticencias que en 1945 eran ya cosa del pasado. En ese sentido, quienes no saben nada de la guerra yerran suponiendo que la muerte infligida por armas nucleares resulta, en su horror, espantosamente incomparable con ninguna otra. En realidad, los obuses convencionales y las bombas destrozan los cuerpos humanos de la forma más repulsiva, por lo que ha de ser la destrucción atómica —en lo que tiene de absoluta—, lo que merezca el espanto, sí, el terror de la Humanidad, más que el tipo de final que ponga a la vida de las personas.

Muchos de quienes tenían a su cargo la decisión de emplear las bombas atómicas reconocían que la guerra, la lucha homicida entre los beligerantes, constituía el mal de raíz que la Humanidad debía erradicar. Después de años arrostrando las sangrientas consecuencias del conflicto global, eran menos sensibles que la población, contemporánea a las sutiles distinciones existentes entre una y otra forma de matar. Pese a ello, muchos de aquellos cuyas muertes se describen en esta obra no habrían hallado nada especialmente digno de conmiseración en la forma en que perecieron los habitantes de Hiroshima y Nagasaki, por mucho que, en cualquier caso, no habrían podido evitar sentirse abrumados por las gigantescas proporciones de la masacre.

Desde el inicio mismo del Proyecto Manhattan, y con la posible excepción de unos pocos científicos, no se planteó duda alguna sobre el hecho de que, si el ingenio diseñado superaba con éxito las primeras pruebas, acabaría siendo utilizado. Hoy en día, especialmente en el continente asiático, hay quienes creen que los Aliados consideraron aceptable matar de esa forma a cien mil japoneses como, sin embargo, no habrían hecho de tratarse de alemanes, es decir, de blancos. Siendo esa una suposición que hoy por hoy resulta imposible someter a examen, parece más que probable que —dada la percepción aliada de que si Hitler y sus inmediatos acólitos podían ser apartados del poder, Alemania se rendiría más rápidamente— una bomba atómica habría sido lanzada sobre Berlín en caso de que se hubiera contado con ella un año antes. Así las cosas, habría resultado ridículo trazar una distinción moral entre los atraques con armas convencionales dirigidos contra centros de población germanos por parte de la RAF y por las fuerzas aéreas estadounidenses y el empleo de un único artefacto de mucha mayor capacidad destinado a poner fin a la agonía de Europa.

El general Curtis LeMay contemplaba las misiones contra Hiroshima y Nagasaki como un complemento —superfluo y no deseado— a la campaña en la que sus B-29 habían resultado ya victoriosos. De ahí que LeMay no mostrara el más mínimo reparo moral ante los ataques nucleares, sino solo mortificación ante el hecho de que estos hubieran empequeñecido la contribución realizada por los bombarderos convencionales a la destrucción de Japón. A finales de junio, LeMay había ya predicho que la 20.ª Fuerza Aérea habría reducido al enemigo a una situación de incapacidad bélica a partir de principios de octubre. «Para conseguirlo», señaló el comandante en jefe de las fuerzas aéreas estadounidenses, el general Arnold, «LeMay tendría aún que encargarse de entre treinta y sesenta grandes y pequeñas ciudades japonesas». LeMay se había «ocupado» ya de 58 cuando los acontecimientos hicieron innecesario seguir comprobando si su predicción acabaría cumpliéndose. De ese modo, para quienes comandaban la guerra contra Japón la misión del Enola Gay representaba únicamente un gigantesco salto tecnológico hacia delante en la campaña de bombardeos incendiarios mantenida durante meses.

A todo ello se suma un aspecto militar adicional, cual es que desde agosto de 1945 en adelante Truman y otros contemporáneos suyos, partidarios del lanzamiento de la bomba anunciaron como un argumento favorable a ella —y rápidamente asumido por la generación de la guerra en su país— que tal lanzamiento haría innecesaria una sangrienta invasión del territorio nipón. En la actualidad, es ampliamente reconoció el hecho de que la operación Olímpico habría resultado, casi con toda certeza, innecesaria, por cuanto Japón se hallaba tambaleante y no habría tardado en perecer por inanición. Richard Frank, autor de un sobresaliente y reciente estudio sobre la caída del imperio nipón, va más allá al afirmar que le resulta impensable que Estados Unidos hubiera aceptado el tributo en sangre que habría comportado la invasión de Kyushu a la luz de la información acerca de la fuerza japonesa.

Al igual que sucede con toda proposición antitética, tampoco esa puede aceptarse en términos absolutos. En efecto, si bien la perspectiva de un desembarco en Kyushu resultaba todo menos grata a los máximos dirigentes políticos y militares estadounidenses, en el verano de 1945 el propio comandante en jefe del Ejército estadounidense, el general Marshall, se comprometió, mal que le pesara, a no descartar la opción de una invasión posiblemente en el norte de Honshu, en parte por no estar seguro de si la detonación nuclear acabaría representando el final definitivo. Marshall reconocía así la apreciación de Churchill de que «todas las cosas no dejan de moverse al mismo tiempo… Uno ha de hacerlo lo mejor que pueda, pero peca de insensato quien piense que existe una forma cierta de ganar esta guerra… El único plan consiste en no cejar». Mucho de lo que hoy se muestra evidente resultaba entonces opaco, habiendo como había tantas fuerzas en juego cuyo impacto no cabía precisar con claridad.

A principios de agosto de 1945, un buen número de los oficiales de MacArthur estaba persuadido de que tendría que invadir Japón e incluso algunos mandatarios políticos que habían tenido acceso a informaciones secretas sobre la bomba atómica y la inminente invasión soviética de Manchuria pensaban que también ellos podrían tener que proceder en ese sentido. Efectivamente, resultaba imposible saber a ciencia cierta cómo habría de actuar una nación —una vez se sintiera acorralada— que había demostrado tan decidida voluntad de inmolarse en masa. En este sentido, valga citar el siguiente análisis de la situación japonesa elaborado por la inteligencia de la Marina estadounidense después de haber tenido pleno acceso a transmisiones secretas descifradas y dado a conocer el 27 de julio al ser distribuido a los principales mandatarios de Washington: «La resistencia nipona a rendirse proviene primordialmente de la incapacidad de los altos mandos militares —por lo demás muy capaces y con gran poder— para apreciar que las defensas que están continuamente reforzando resultan, de hecho, manifiestamente inútiles… Hasta que los dirigentes japoneses no se den cuenta de que no podrán repeler una invasión, existen pocas posibilidades de que acepten la paz en términos satisfactorios para los Aliados». La invasión no constituía, de todas maneras, una alternativa directa a la bomba, pero ¿quién podía estar seguro el primero de agosto de 1945 de lo que habría de hacerse en caso de que no se lanzara la bomba?

Examinada ya la situación desde un punto de vista militar, cabe interrogarse ahora acerca de la decisión política en sí misma. La cuestión más obvia que se plantea al hacerlo es la de si Japón hubiera actuado de modo distinto si en la Declaración de Potsdam se le hubiera advertido explícitamente sobre las bombas atómicas. La respuesta, con casi toda certeza, es que no. Si los gobernantes estadounidenses tuvieron dificultades para captar las proporciones del cataclismo sin precedentes que estaban a punto de desencadenar, también era probable que los japoneses no supieran mostrar una mayor intuición de la que ya habían mostrado; es más, el grupo favorable a una continuación de la guerra, que había dado al traste con todas las tímidas tentativas de la diplomacia nipona, estaba decidido a aceptar antes la aniquilación del país que su rendición. Si el hecho de que doscientos mil civiles hubieran resultado muertos y de que prácticamente todas las grandes ciudades hubieran quedado arrasadas como consecuencia de los bombardeos ordenados por LeMay no había convencido a los partidarios del general Anami, ministro de Guerra, de que la rendición era inevitable, no hay razones de peso para suponer que una amenaza de bombardeo atómico sí lo habría logrado.

Esa advertencia, incluso si se hubiera visto desoída, habría beneficiado principalmente a Harry Truman, cuya decisión de insistir en la rendición incondicional de Japón puede verse justificada en razón de los motivos expuestos más arriba. Por lo que respecta a Japón, y tanto con respecto a su ocupación de China y del Sudeste Asiático como a los campos de prisioneros establecidos por todo su imperio, su ejército no había dado en modo alguno muestras de un comportamiento que hubiera de merecer un trato menos riguroso que el dispensado a la Alemania nazi. Cabe así señalar que Japón habría recurrido seguramente a las armas atómicas, si hubiera dispuesto de ellas, pero, al poner en marcha una despiadada guerra de conquista, sus gobernantes habían lanzado un órdago que había salido mal y que, con la partida perdida, les llevaba ahora a tener que pagar. En todo caso, la reputación histórica de Truman habría salido beneficiada si este se hubiera mostrado dispuesto a ofrecer a Japón una oportunidad para evitar el castigo nuclear antes de que este le fuera impuesto. Efectivamente, el ultimátum no cumplió su objetivo original, convirtiéndose así, de hecho, en un falso ultimátum, al no acertar a dar cuenta exacta de la sanción que recaería sobre Japón en caso de incumplimiento. Y es que las palabras «inmediata y total destrucción» significaban mucho para los estadounidenses encargados de redactar el documento, pero nada en absoluto para los japoneses a los que estaba dirigido.

¿Por qué no se dio, así pues, ninguna advertencia explícita? Pues porque el lanzamiento de la bomba estaba destinado a provocar un colosal impacto no solo entre la población nipona sino también entre los líderes soviéticos. En palabras del general Marshall al mariscal sir Henry Wilson, jefe de la delegación militar británica en Washington: «No es bueno avisarles. Si se les avisa no hay efecto sorpresa y el único modo de impresionarlos es cogerles por sorpresa». Ese fue justamente el argumento empleado por los militares nipones en 1941 para justificar ante el emperador el hecho de no advertir a Estados Unidos de su intención de ir a la guerra antes de atacar Pearl Harbor. En ese sentido, el propio Japón es, en gran medida, responsable de lo que sucedió en Hiroshima y Nagasaki, toda vez que sus mandatarios se negaron a reconocer que se les había acabado el juego. No obstante, la premura con que Estados Unidos se aprestó a lanzar la bomba tan pronto ello resultó técnicamente viable era reflejo del determinismo tecnológico antes mencionado, así como de temores políticos respecto de la Unión Soviética comparables en cuanto a su grado de influencia a los imperativos militares dictados por la actitud nipona en el conflicto. En conjunto, resulta pues posible apoyar la decisión de Truman de no interrumpir el proceso que conduciría al lanzamiento de la bomba atómica, sin dejar de lamentar, al mismo tiempo, el hecho de que el presidente no procediera a dar aviso de la inminencia de dicho lanzamiento.

En las últimas horas del 6 de agosto de 1945 un parte enviado por la 20.ª Fuerza Aérea y cuyo contenido era alto secreto arribó como una exhalación a Washington, donde, por efecto de la diferencia horaria, fue leído poco antes de la medianoche del día siguiente. Su texto era el siguiente: «Asunto: Informe de la misión del 509 SBM 13 desarrollada el 6 de agosto de 1945… 1 A/C bombardeó Hiroshima visualmente con buenos resultados. La nubosidad era 1/10; la hora local, 05:23:15. No se encontró artillería antiaérea ni oposición tierra/aire». Ese parte se vio seguido, casi de inmediato, por un segundo en el que se decía: «Altitud: nueve mil metros… oposición aérea enemiga: nula… resultados del bombardeo: excelentes».

Little Boy, aquel «cubo de basura con aletas estabilizadoras» —como lo describiera uno de los tripulantes del Enola Gay— garabateado con improperios subidos de tono contra Hirohito, hizo explosión a poco menos de seis mil metros sobre el Hospital Shima de Hiroshima, y a tan solo unos mil quinientos metros del lugar en que debía estallar. El coronel Tibbets, un piloto de bombarderos altamente experimentado, describió el lanzamiento como «el impacto más perfecto que he visto en esta maldita guerra». El artefacto de cuatro mil kilogramos de peso generó temperaturas a ras de suelo que alcanzaron los tres mil grados, desarrollando una potencia explosiva equivalente a la de doce mil quinientas toneladas de TNT, que tuvo como consecuencia que apenas seis mil de los setenta y seis mil edificios de la ciudad no se vieran destruidos por las llamas o la onda expansiva. Posteriormente, los japoneses sostendrían que cerca de veinte mil soldados y ciento diez mil civiles murieron de forma instantánea, lo que, aun a falta de estadísticas concluyentes, resulta una cifra muy probablemente exagerada, situándose el número de víctimas inmediatas, de forma más verosímil, en torno a las setenta mil.

La explosión de Little Boy, el hongo nuclear que cambió el mundo, provocó heridas nunca antes vistas en criaturas mortales y a las que hasta quienes sobrevivieron a la hecatombe apenas podían dar crédito: un caballo en carne viva, despojado literalmente de su piel; personas en cuyas carnes habían quedado impresas de forma indeleble las ropas que portaban; la fila de niñas en uniforme escolar con jirones de piel colgándoles de la cara; supervivientes condenados, con quemaduras horripilantes, sin esperanza de curación efectiva; la ingente masa de cadáveres carbonizados y resecos. Hiroshima y sus habitantes habían sido prácticamente borrados del mapa e incluso muchos de los que aún se afanaban por vivir no llegarían a hacerlo por mucho tiempo. Pese a ello, y en fecha tan tardía como junio de 1946, un comunicado oficial de prensa difundido por los responsables del Proyecto Manhattan afirmaba desafiante lo siguiente: «Investigaciones oficiales de las consecuencias derivadas del lanzamiento de bombas atómicas sobre las ciudades japonesas… revelaron que tras las explosiones no se daban niveles de radiactividad perjudiciales para el ser humano». Incluso en aquellas fechas eran miles los infortunados habitantes de Hiroshima que aún habían de perecer.

Truman recibió la noticia en ruta hacia Estados Unidos mientras estaba almorzando con miembros de la tripulación a bordo del crucero Augusta cuatro días después de haber zarpado desde Inglaterra, adonde había llegado procedente de Potsdam. Con relación a ello, el presidente dejó escritas las siguientes líneas: «Gran bomba lanzada sobre Hiroshima el 5 de agosto a las 7:15, hora de Washington. Los primeros informes hablan de un éxito total, que resultó incluso mayor que el de la prueba inicial». Un muy sonriente Truman subió hasta el puente de mando y, con el parte en la mano, confió al capitán estas palabras: «Capitán, esto es lo más grande de la Historia». A requerimiento del presidente, el oficial llevó el parte a Byrnes, que estaba comiendo en otra mesa y no pudo dejar de exclamar: «¡Magnífico, magnífico!». Posteriormente, durante la misa a bordo, Truman se dirigiría a la tripulación en los siguientes términos: «Acabamos de lanzar una bomba sobre Japón que tiene más potencia que veinte mil toneladas de TNT. ¡Ha sido un éxito espectacular!». La alegría desbordante de Truman no pareció verse empañada por sombra alguna de duda o dolor, exultante como estaba por aquel triunfo nacional, lo que constituye un vivo ejemplo de cuán limitada resultaba su comprensión de lo que acaba de suceder. Dichas esas palabras, los marineros se agolparon en torno al presidente, preguntándole lo que millones de soldados, marinos y pilotos aliados estaban pensando en aquel momento: «¿Significa eso que ya podemos volver a casa?».

En Estados Unidos la primera reacción a lo ocurrido en Hiroshima fue de entusiasmo incontenible, tal como refleja un informe de la embajada británica en Washington: «Las fantasías más brutales de las tiras cómicas de los diarios parecían haberse hecho, de improviso, realidad. Los superlativos que henchían los titulares de la prensa apenas bastaban para dar cuenta de la magnitud del drama que acababa de producirse». Paralelamente, no fueron pocos los casos de frivolidad improcedente que se dieron después de que casi cuatro años de guerra hubieran embotado la sensibilidad general de los estadounidenses. Ejemplo de ello es el «cóctel atómico», con un sesenta por 100 de alcohol, que se sirvió en el Club de Prensa de Washington, o una tira gráfica cuyo texto rezaba: «El gabinete se reúne para debatir el envío de un embajador a Marte», y en que se representaba a Truman presidiendo una reunión celestial con sus asesores, quienes, desplegando alas a modo de ángeles, contemplaban un cuenco lleno de átomos en fisión. Más reveladora incluso resulta la reprobación que mereció por parte del científico Otto Frisch la ligereza con que algunos de sus colegas en Los Álamos habían telefoneado al hotel La Fonda de Santa Fe reservando mesa para celebrarlo.

Entre algunos ciudadanos de a pie las noticias sobre el lanzamiento de la bomba atómica no suscitaron inmediato triunfalismo, sino las más negras cavilaciones. Una carta dirigida al New York Times caracterizaba lo acontecido en Hiroshima como «una mácula en la vida de nuestra nación. Una vez haya pasado el frenesí provocado por este prodigioso descubrimiento, recordaremos avergonzados cuál fue el primer fin al que fue destinado». Un ama de casa británica, Nella Last, dejó anotado en su diario cómo ella misma y su vecino de Lancashire recibieron la noticia: «El viejo Joe gritó escaleras arriba sin dejar de mostrar la primera página del Daily Mail: “Dios mío, Nella, parece como si algunas de tus fantasías y temores más disparatados se hubieran hecho realidad”. Pocas veces lo había visto tan exaltado, o molesto. Después añadió: “Léelo tu misma. ¿Por qué? Pues porque esto cambiará el mundo entero. Ojalá fuera treinta años más joven para poder ver qué pasará”». La señora Last, en cambio, reaccionó de modo muy diferente: «Me puse mala y deseé tener treinta años más para estar lejos de todo esto… lo de la bomba atómica era sencillamente espantoso».

Completamente distinta fue también la reacción del senador por Colorado Edwin Johnson, quien declaró que la bomba demostraba que la instrucción militar generalizada carecía ya de sentido. Por su parte, Eleanor Roosevelt, viuda del fallecido presidente, manifestó que en aquel momento cobraban especial importancia visitas de buena voluntad tales como la que sindicalistas soviéticos estaban realizando en aquel momento a Estados Unidos. En otro orden de cosas, los máximos responsables de la industria del carbón y del petróleo no dejaron de garantizar a los accionistas que, de cara al futuro inmediato, ese nuevo descubrimiento tendría escasas repercusiones sobre los combustibles ya existentes. Algunos políticos de izquierda, en fin, reclamaron que la patente y los medios de producción del nuevo ingenio nuclear siguieran siendo propiedad del Estado y no pasaran a manos de grandes grupos de la industria petrolífera o armamentística. Para sonrojo incluso de muchos capitalistas, la perspectiva de un próximo cese de las hostilidades supuso un drástico descenso en las cotizaciones de la bolsa neoyorquina. Ello motivó el siguiente comentario por parte de un corresponsal del londinense Sunday Times: «Siempre resulta poco edificante ver cómo quienes tienen intereses económicos se ven o creen verse más beneficiados por la guerra que por la paz».

Algunos veteranos estadounidenses de las Filipinas no pudieron evitar sentirse dolidos ante una pérdida económica de diferente signo. Uno de ellos acababa de regresar hacía poco de una misión de enlace a las Islas Marianas, desde donde trajo la noticia de que oficiales de la 20.ª Fuerza Aérea se apostaban con ellos diez mil dólares a que la guerra acabaría antes de octubre. Puesto que los hombres de MacArthur sabían que la operación Olímpico no habría de producirse hasta noviembre, algunos se aprestaron a aceptar la apuesta de la Fuerza Aérea. Como escribiría después lamentando su suerte Clyde Eddleman, taquígrafo del general Krueger: «Por lo que sabíamos y por cómo pintaban las cosas, era una apuesta fácil de ganar, así que nos pusimos a reunir los diez mil dólares, pero no llegamos muy lejos… Poco después nos enteramos de que Hiroshima había desaparecido».

Un cabo británico del 14.° ejército destinado en Birmania, George McDonald Fraser, escribió por aquel tiempo lo siguiente en su diario:

Ahora todo el mundo dice que no habría hecho falta lanzar las bombas atómicas porque los japoneses estaban ya a punto de entregarse… Me gustaría que los que dicen eso hubieran estado conmigo la primera semana de agosto para explicárselo al cabrón que salió de entre unos matorrales cerca de Sittang, aullando y corriendo con toda su mala leche hacia nosotros. El tío estaba en los huesos, iba medio desnudo y la única arma que llevaba era un palo de bambú, pero de rendirse, ni hablar.

En ningún otro lugar el sentimiento de alivio tras el lanzamiento de la bomba resultó más vivido e intenso que en los campos de prisioneros desperdigados por todo el imperio nipón. No obstante, entre aquellos para los que Hiroshima constituía la promesa de una pronta liberación, unos pocos dieron muestra de sentimientos de mayor complejidad. Entre ellos se contaba un tal Paul, ferviente cristiano y el mejor amigo del teniente Stephen Abbot, a quien, después de entrar en su desolado barracón de un campo de prisioneros japonés, comunicó lo siguiente: «Stephen, ha ocurrido algo espantoso». A continuación, procedió a referirle la destrucción de Hiroshima tal como la habían descrito en la radio, para acabar finalmente arrodillándose en oración. Año y medio después, Abbott escribiría una carta a The Times aludiendo a su condición de antiguo prisionero de guerra y afirmando, en los siguientes términos, que una mera demostración del poder destructivo de la bomba habría sido suficiente: «El modo en que ha sido empleada no será solo objeto significativo de futuros libros de Historia japoneses, sino que también ha convencido al pueblo de este país de que la pretensión que se arroga el hombre blanco para asumir el liderazgo ético y espiritual del mundo carece de todo fundamento».

En su comunicado dirigido a la opinión pública mundial y cuyo texto había sido redactado y aprobado antes de que abandonara Potsdam, Truman declaraba que el sino de Hiroshima representaba una justa recompensa por Pearl Harbor: «Fue justamente para evitar al pueblo japonés la aniquilación total por lo que se dio el ultimátum de Potsdam el 26 de julio… Si no aceptan ahora nuestros términos pueden contar con que desde el cielo caerá sobre ellos una lluvia de destrucción como nunca se ha visto cosa igual en este planeta». Esta vez los mandatarios japoneses no podían albergar ningún género de duda sobre qué auguraban exactamente las palabras del presidente: más bombas atómicas seguirían a Little Boy y otras ciudades japonesas compartirían el trágico destino de Hiroshima.

Sin embargo, lo más extraordinario del proceder nipón al día siguiente del bombardeo fue que este no parecía haber contribuido prácticamente en nada a dar cuerpo a una nueva forma de hacer política en Japón, poniendo punto y final a las evasivas que tantas muertes habían causado ya hasta entonces. En ese sentido, el emperador y el presidente del gobierno no tuvieron conocimiento del ataque nuclear hasta transcurridas varias horas, después de que las primeras informaciones hablaran de «la completa destrucción de Hiroshima y de daños sin cuento provocados por una bomba de eficacia excepcionalmente alta». Así las cosas, y por mucho que un militar de alta graduación pensara de inmediato que se trataba de una explosión nuclear —tal como pronto llegaría a confirmarse una vez interceptadas emisiones de radio estadounidenses—, otros mandos militares persistieron, no obstante, en su escepticismo, no apreciando en tales noticias nada que justificara suavizar un ápice su tajante oposición a rendirse. El general Anami, ministro de Guerra, reconoció en privado que se había producido el lanzamiento de una bomba atómica y destacó a Hiroshima un grupo encargado de investigar lo sucedido. Pese a todo, Anami propuso que el gobierno se abstuviera de toda iniciativa en tanto no dispusiera del informe de dicho grupo, lo que no sucedería hasta dentro de dos días. Así pues, parece que, inicialmente, la tragedia de Hiroshima indujo a algunos ministros a una mayor, y no menor, oposición a la rendición incondicional.

El ministro de Asuntos Exteriores nipón envió un mensaje a su embajador en Moscú instándole a clarificar urgentemente la posición soviética, antes de dirigirse el día 8 por la mañana al Palacio Imperial. Allí, Hirohito le expuso que, en esas nuevas circunstancias, «mi deseo es proceder a las gestiones oportunas para poner fin a la guerra tan pronto como sea posible». Togo recibió el encargo de transmitir esas palabras al presidente del gobierno, pero —-incluso a esas alturas— el emperador se pronunció de forma poco clara respecto a los medios, pues, ciertamente, no llegó a apremiar a Suzuki para que aceptara de inmediato los términos establecidos en Potsdam. En consecuencia, el gobierno tampoco llegó a adoptar la única medida que, casi con toda certeza, podría haber salvado a Nagasaki del desastre, esto es, un rápido mensaje a los estadounidenses dando cuenta de su pronta disposición a cesar las hostilidades. De nuevo sabemos por qué ello no acabó sucediendo: porque el proceso de toma de decisiones era demasiado lento y la facción favorable a la prosecución de la guerra, demasiado resolutiva. En cualquier caso, se impone otra vez, una pregunta, y en concreto, la de cuántos días de altanero silencio enemigo habría cabido esperar que la sociedad estadounidense —entre cuyas principales virtudes nunca ha figurado precisamente la paciencia— aguardara pasivamente sin tomar ninguna iniciativa.

Por su parte, los medios de comunicación soviéticos no ofrecieron el 7 de agosto información alguna sobre los hechos acaecidos en Hiroshima, en tanto Stalin se mantenía incomunicado —tal como cabe asumir— absolutamente impactado por la noticia y temeroso de que Japón se rindiera sin dilación. No obstante, la petición urgente formulada por el embajador Sato para entrevistarse con Molotov demostraba que ello no era así. Japón seguía, así pues, en guerra y, después de todo, aún no era demasiado tarde para que la Unión Soviética pudiera lograr sus objetivos. Sato fue autorizado a reunirse con Molotov el 8 de agosto por la tarde, mientras Stalin se entrevistaba con una delegación china encabezada por T. V. Soong, cuñado y presidente del gobierno de Chiang Kai Shek, la cual aún se resistía obstinadamente a ratificar algunos de los términos acordados entre Roosevelt y Stalin en Yalta. Los mandatarios nipones se acostaron la noche del día 7 esperando contar al día siguiente con noticias de Moscú relativas al encuentro de Sato con Molotov, noticias que efectivamente recibieron, si bien en un sentido que difería drásticamente de sus expectativas.

En efecto, una vez Sato hizo entrada en el despacho de Molotov, este, ignorando las salutaciones del primero, le invitó a sentarse y procedió a dar lectura a los términos en que la Unión Soviética declaraba la guerra a Japón. Como quiera que el gobierno de este país había rechazado la Declaración de Potsdam, prosiguió Molotov, «los Aliados se dirigieron a la Unión Soviética proponiéndole sumarse a la guerra contra la agresión nipona, a fin de acortar así la duración de la guerra, de reducir el número de víctimas y de contribuir al rápido restablecimiento de la paz general». La Unión Soviética aceptó dicha propuesta con la intención de salvar al pueblo japonés «de la misma destrucción que había padecido Alemania». Poco más de una hora más tarde, Molotov informó a los embajadores británico y estadounidense de que, dando cumplimiento a las obligaciones contraídas, su país había declarado la guerra a Japón. El embajador de Estados Unidos, Averell Harriman, no pudiendo hacer otra cosa, expresó la gratitud y satisfacción de su gobierno ante dicha iniciativa, de la que Truman tuvo noticia escasas horas más tarde en Washington, poco antes, en todo caso, de que el B-29 Bock’s Car despegara de Tinian con destino a Nagasaki.

Esa segunda misión fue puesta en marcha sin contar con ninguna nueva directiva del gobierno: sencillamente porque la bomba ya estaba lista. La orden de la 20.ª Fuerza Aérea dejaba la fecha y hora exactas en que debían producirse ambos ataques a criterio de los altos mandos de la zona, quienes se encargarían de determinarlas atendiendo a lo que resultase más conveniente en términos operativos. De ese modo, los generales allí destacados decidieron adelantar en dos días la fecha del segundo ataque, habida cuenta de las malas previsiones meteorológicas anunciadas para después del diez de agosto, así como de «una sensación general, compartida por aquellos presentes en el teatro de operaciones, de que cuanto más pronto se produjera el segundo lanzamiento, tanto más redundaría en beneficio del esfuerzo bélico». La única aportación realizada en ese sentido por el gobierno se dio de forma pasiva, en la medida en que el presidente y sus asesores no hallaron en el silencio nipón causa suficiente para ordenar el cese de las operaciones del Grupo 509 de Bombarderos. De ese modo, el nueve de agosto a las 11.02, hora japonesa, y habiendo hallado cubierto por la niebla su objetivo principal, esto es, Kokura, el comandante Charles Sweeny dejó caer a Fat Man sobre su objetivo secundario, esto es, Nagasaki, generando así una potencia explosiva equivalente a veintidós mil toneladas de TNT que causaría la muerte de unas treinta mil personas. Desde la medianoche del día anterior, tropas soviéticas procedían a adentrarse en el territorio de Manchuria.