INTRODUCCIÓN

Sir Arthur Tedder, segundo de Eisenhower en el mando supremo de las fuerzas aliadas de Europa entre 1944 y 1945, dio a entender que los combatientes que desearan aprender para futuros conflictos deberían estudiar las fases iniciales de los ya pasados. Pues en ese caso, según escribió con tono compungido: «No hay ni grandes batallones ni cheques en blanco». En efecto, en las campañas iniciales de una guerra, las naciones que son víctimas, antes que iniciadoras, de una agresión disponen de pocas opciones. Luchan por la supervivencia con recursos inadecuados y, en muchas ocasiones, comandantes poco aptos para la labor; en suma, con todas las desventajas de combatir en las condiciones dispuestas por el enemigo. Más adelante, si se les concede el tiempo necesario para una movilización completa, quizá alcancen el lujo de gozar de alternativas; de un poder igual o incluso superior al del enemigo; y aun de la certidumbre de la victoria final, moderada solo por la polémica sobre cómo lograr tal fin con la mayor rapidez y economía. Tedder y sus compañeros aliados experimentaron todas estas sensaciones.

Para los estudiantes de Historia, sin embargo, la manera en la que concluyó la Segunda Guerra Mundial es aún más fascinante que la forma en la que se inició. Gigantes de las distintas naciones —o más bien, hombres mortales obligados a interpretar papeles de gigante— resolvieron los asuntos principales del siglo XX en escenarios de tierra, mar y aire, así como en los centros de análisis bélico de sus capitales respectivas. Algunas de las sociedades más pobladas de la tierra cambiaron radicalmente. La tecnología exhibió una madurez horripilante. Churchill dio al volumen final de sus memorias de guerra el título de Triunfo y tragedia.

Para millones de personas, los acontecimientos de 1944 y 1945 trajeron consigo la libertad y el fin de las privaciones, el miedo y la opresión. Pero al mismo tiempo, los ataques aéreos de aquellos dos años causaron más muertes que en todo el resto del conflicto. La posteridad sabe que la guerra terminó en el mes de agosto de 1945. Sin embargo, haber sabido de antemano que la conflagración se apagaría pronto habría supuesto un consuelo casi nulo para los hombres que arriesgaban sus vidas en las batallas de las islas del Pacífico o en las demás campañas sangrientas de aquellos meses de primavera y verano. Cabe la posibilidad de que los soldados acepten ser los primeros en morir en una guerra, pero, con frecuencia, se rehuye de un modo casi indecoroso la idea de ser los últimos.

He escrito Némesis como hermano de mi libro anterior, Armagedón, que describe la derrota de Alemania en los años de 1944 y 1945. Las guerras europea y asiática tuvieron finales tan distintos, que es difícil exagerar las diferencias. En Occidente, la estrategia de los Estados Unidos se centró en la firme resolución de enfrentarse al ejército alemán en Europa tan pronto como fuera posible; aunque fuera mucho más tarde, a la postre, de lo que deseaba el Estado Mayor Conjunto estadounidense. Se daba por sentado que los ejércitos aliados debían derrotar a las fuerzas principales del enemigo. La incertidumbre se refería al medio por el cual conseguir ese objetivo y al lugar de encuentro de los ejércitos soviético y anglo-estadounidense. Nunca se contempló la posibilidad de ofrecer condiciones de paz a los nazis.

En el Extremo Oriente, por el contrario, había mucha menos voluntad de vivir un enfrentamiento terrestre. En el campo aliado, hubo quien defendió que se moderara la exigencia de imponer una rendición incondicional a los japoneses, si con ello se evitaba la necesidad de un baño de sangre en las islas patrias de los nipones. Solo en las Filipinas y en Birmania combatieron las fuerzas de tierra estadounidenses y británicas con ejércitos japoneses de consideración, a los que finalmente destruyeron; aunque ninguno era tan numeroso como el ejército enemigo desplegado en China. Las fuerzas militares del Aire y de la Marina de los Estados Unidos intentaron demostrar que, mediante bloqueos y bombardeos, era innecesario desarrollar una campaña sangrienta en tierras de Japón. Su esperanza se vio cumplida, pero de un modo extraordinariamente terrible y trascendental.

En los estudios sobre el conflicto del Extremo Oriente aparece con frecuencia el sintagma «bajas numerosas». Con ello se describe, en muchas ocasiones, las pérdidas sufridas por los estadounidenses en Guadalcanal, Iwo Jima, Okinawa y varias batallas de islas menores. La cuestión debería analizarse desde una perspectiva más crítica que la habitual, sin embargo, porque ello se justifica solo en relación con dos factores: las fuerzas implicadas (que eran relativamente escasas) y la expectativa propia del pueblo estadounidense, que pensaba que una nación tan rica y de tecnología tan poderosa como la suya debería imponerse en los combates sin demasiado derramamiento de sangre. Para derrotar a Japón se sacrificaron las vidas de unos ochenta y cuatro mil estadounidenses, junto con treinta mil británicos, indios, australianos y otros soldados de la Commonwealth, además de los que perecieron en cautividad. El promedio de bajas del Pacífico, en el caso estadounidense, multiplicó por tres y medio el que se produjo en Europa.

Las pérdidas totales de los Estados Unidos, sin embargo, representaron solo una fracción menor del peaje que la guerra hizo pagar a soviéticos, alemanes y japoneses. Los estadounidenses llegaron a esperar que en el Pacífico se produciría una relación de bajas de tan solo una propia por cada seis o siete de los japoneses. Por eso se consternaron al comprobar que, en Iwo Jima y Okinawa, el enemigo salió mejor parado, con una relación de bajas de tan solo 1,25:1 y 1,3:1, respectivamente, aunque con la diferencia de que en el bando japonés casi todas fueron letales, mientras que en el norteamericano solo murieron un tercio de los heridos. En la estrategia estadounidense dominaba cierto engreimiento cultural al respecto del coste necesario de la victoria. Se demostró que tenían razón en sus cálculos, pero ello no se debería haber dado por sentado en un conflicto que enfrentaba a naciones industriales de primer orden.

Estoy completamente de acuerdo con los historiadores estadounidenses Richard Frank y Robert Newman en la convicción de que, en la mayoría de análisis posbélicos de la guerra oriental, subyace el error de creer que el clímax nuclear supuso el final más sangriento de todos los posibles. Antes al contrario, los escenarios alternativos dan a entender que si el conflicto hubiera durado unas semanas más, habrían perecido más personas de todas las naciones —y especialmente, japonesas— que las que fallecieron en Hiroshima y Nagasaki. El mito de que los japoneses estaban dispuestos a rendirse de inmediato ha sido desacreditado tan completamente por la investigación moderna, que no se comprende que algunos autores continúen recurriendo a él. La intransigencia nipona no confiere validez por sí misma a la utilización de bombas atómicas, pero debe enmarcar el contexto del debate.

La diosa griega Némesis representa, además del valor de la venganza, el de la «justicia retributiva». Los lectores deberán juzgar por sí mismos si el destino que acaeció a Japón en 1945 es merecedor de esa descripción, como yo entiendo que ocurre. La guerra en el Extremo Oriente se hizo extensiva a una zona más amplia que la del teatro europeo: China, Birmania, India, las Filipinas y un área muy vasta del océano Pacífico. Su desarrollo estuvo dirigido por una de las constelaciones más extraordinarias de líderes militares y políticos que haya visto nunca el mundo: en Japón, el emperador, los generales y los almirantes; Chiang Kai Shek, Mao Zedong; Churchill, Roosevelt, Truman, Stalin; MacArthur y Nimitz; LeMay, Slim, Mountbatten, Stilwell y los hombres que construyeron la bomba. Tengo la intención de, como hice en Armagedón, trazar un retrato terrible y lo más amplio posible de la experiencia humana de aquellos hechos, dentro de un marco cronológico; no pretendo revisar, por el contrario, el relato minucioso de las campañas, que ya puede leerse en muchos autores y que, por otro lado, no tendría cabida en un único volumen. Este libro se centra en cómo y por qué se hizo lo que se hizo, cómo se vivió la experiencia y qué clase de hombres y mujeres llevaron a cabo aquella guerra.

Muchos de nosotros adquirimos nuestras primeras nociones —maravillosamente románticas— de la guerra contra Japón al ver la película Al sur del Pacífico, de Rodgers y Hammerstein. El recuerdo de sus escenas ha estado siempre presente en mi consciencia mientras escribía Némesis. Aunque el filme es un espectáculo de Hollywood, capta algunas verdades simples al respecto de qué supuso aquella lucha para los estadounidenses. Una multitud de hombres jóvenes e inocentes, junto con unas pocas mujeres, se hallaron trasplantados en un escenario salvaje y exótico. La belleza natural del Pacífico, sin embargo, resultó ser una compensación insuficiente para todas las incomodidades y tensiones emocionales que sufrieron entre los atolones de coral y las palmeras. Por cada soldado o marino que padeció los horrores de la batalla, hubo muchos más que no sintieron más que calor y aburrimiento en la base de alguna isla olvidada de Dios. En ocasiones, se utiliza en los Estados Unidos el sintagma «la generación inmejorable» para designar a los que vivieron aquellos tiempos. Pero se antoja inadecuado. Los pueblos que participaron en la Segunda Guerra Mundial quizá siguieron modas y bailaron al son de músicas distintas a las nuestras, pero la conducta, las aspiraciones y los miedos del ser humano apenas divergieron. Resulta más apropiado designar a aquel grupo de hombres y mujeres, por tanto, como «la generación a la que le ocurrieron los hechos más dignos de atención».

He elegido mis referencias, en parte, para retratar ejemplos tomados de una serie heterogénea de batallas terrestres, marítimas y navales. Aunque en el escenario bélico actuaron también algunos grandes hombres, la historia de la Segunda Guerra Mundial es, en su mayor parte, un relato de comandantes y hombres de Estado con defectos, como todos nosotros, que debieron comprometerse con cuestiones y problemas que excedían a su talento. ¿Cuánta gente es apta para manejar decisiones de la magnitud que impone una guerra verdaderamente mundial? En las contiendas más importantes de la historia, ¿de cuántos comandantes puede afirmarse que fueran competentes, por no decir ya brillantes?

Donde la mayoría de historiadores se centran en alguna de las campañas orientales, excluyendo las otras —Birmania, los bombardeos estratégicos, la guerra naval, los asaltos de las islas—, yo he intentado situarlas todas en su contexto, como elementos de la batalla integral contra Japón. Solo he omitido la experiencia de los movimientos de resistencia anticolonial, puesto que se trata de un tema tan notable, que habría desequilibrado por completo estas páginas. Cuando ha sido posible sin perjuicio de la coherencia, he omitido los diálogos y las anécdotas más conocidas. He investigado algunos aspectos de la guerra que habían sido desatendidos por los autores occidentales; especialmente, la experiencia de China y el asalto de Rusia en Manchuria. Nehru afirmó en cierta ocasión, con desdén: «El concepto que por lo general tienen de Asia los europeos es el de un apéndice de Europa y América: una gran muchedumbre de degenerados a los que solo las buenas obras de Occidente pueden elevar de condición». Hace veinte años, Ronald Spector, el magnífico historiador, se declaraba perplejo ante el hecho de que Occidente ha mostrado siempre menos interés en la guerra con Japón que en la contienda con Alemania. La explicación más obvia radica en la mayor lejanía de Japón, tanto geográfica como cultural, a lo que se añade la fascinación —con frecuencia, enfermiza— que sentimos por los nazis. En la actualidad, sin embargo, tanto lectores como autores parecen dispuestos a franquear el abismo que nos separa de Asia. Los asuntos asiáticos poseen una enorme importancia en nuestro mundo actual. Comprender su pasado reciente es esencial para entender su presente, sobre todo cuando China se siente insuficientemente desagraviada por los hechos de 1931-1945 y ello supone un tema clave de las relaciones entre Pekín y Tokio.

Es probable que algunos escenarios —el golfo de Leyte, Iwo Jima, Okinawa— resulten familiares para el lector. No he intentado realizar investigaciones originales sobre el lanzamiento de las bombas atómicas, porque los archivos han sido explorados con minuciosidad y existe una vasta bibliografía al respecto. En cambio, otros episodios y experiencias quizá resulten nuevos para los lectores. Por ejemplo, he estudiado el tema de por qué Australia pareció desaparecer casi por completo de la guerra con posterioridad a 1943. Los soldados australianos habían interpretado un papel notable —y en ocasiones, deslumbrante— en las campañas del norte de África y de Nueva Guinea. Pero las disensiones internas del país, junto con el dominio estadounidense del teatro del Pacífico, causaron que el ejército australiano quedara relegado a una función a todas luces indigna en 1944-1945.

Los autores de libros de Historia contraemos siempre una deuda clara con nuestros precedentes y creo que es importante reconocerlo así. Sigo un camino que han hollado con particular distinción Ronald Spector (Eagle Against the Sun), Richard Frank (Downfalt) y Christopher Thorne (Allies of a Kind). Los libros de John Dower ofrecen puntos de vista privilegiados sobre la experiencia japonesa. The Rising Sun, de John Toland, no es una obra de rigor universitario, pero contiene mucho material anecdótico sobre Japón. Menciono solo los estudios generales más notables de un periodo con una bibliografía especializada casi inabarcable. Debo añadir Quartered Safe Out Here, de George McDonald Fraser, quizá las memorias de guerra de un soldado raso más vividas de toda la Segunda Guerra Mundial, en las que el autor describe la experiencia de 1945 con el 14.° ejército de Slim[1].

En Gran Bretaña y los Estados Unidos he realizado entrevistas con veteranos, pero he centrado mi investigación, sobre todo, en las grandes colecciones manuscritas y documentales que hay a disposición de los estudiosos. La doctora Luba Vinogradovna, mi espléndida investigadora rusa, entrevistó a veteranos del Ejército Rojo y tradujo una gran cantidad de documentos y relatos. En China y Japón he buscado contar con testigos presenciales. La mayoría de las memorias publicadas en ambos países revelan antes lo que cada cual afirma haber hecho, que no lo que pensaban. No puedo pretender que una entrevista cara a cara con un occidental haya convencido necesariamente a esos testigos chinos y japoneses de que me abrieran sus corazones, pero confío en que los relatos que de ellos derivan den origen a personajes de carne y hueso, en lugar de a meros nombres asiáticos con un dominio macarrónico de nuestra lengua.

En la mayoría de los estudios occidentales sobre la guerra, los japoneses son un pueblo tenazmente impenetrable. Llama la atención la escasa frecuencia con la que se cita a los historiadores nipones en los estudios académicos británicos y estadounidenses. Sin embargo, no creo que ello sea reflejo de un orgullo nacionalista sino, ante todo, de la falta de rigor intelectual que caracteriza incluso a los más modernos estudios japoneses. A ello contribuye además, en pequeña medida, el hecho de que las traducciones literales de las frases y los diálogos japoneses suenan forzadas. En lo posible, me he tomado la libertad de adaptar el estilo en busca de una mayor naturalidad. Quizá se considere que, con ello, doy una idea errónea del manejo del idioma por parte de los japoneses. Pero confío en que el cambio contribuirá a hacer más accesibles a los personajes asiáticos. Con esta misma intención, aunque los japoneses anteponen el apellido al nombre propio, me he guiado a este respecto por la costumbre occidental.

He realizado algunas otras adaptaciones, por juzgarlas no menos convenientes. Así, los japoneses denominaban Manchukuo al Estado-títere de Manchuria, mientras que los chinos no hablan nunca de Manchuria, solo de «las provincias nororientales». Ello no obstante, conservo el nombre de Manchuria, salvo en lo que respecta a la creación política japonesa. Hablo asimismo de las Indias Orientales Holandesas (actual Indonesia) y de Formosa (Taiwan), entre otros casos similares de conservación de los nombres antiguos. Sin embargo, me he decidido a emplear las transcripciones del moderno sistema «pinyin» para la mayoría de los nombres y lugares chinos, aunque el tema me generó, desde el principio, muchas vacilaciones. En cuanto a los rangos militares, son los que se poseían en las fechas de interés. En las misiones navales y militares, detallo la cronología según el modelo temporal de cero a veinticuatro horas; en las acciones de la vida civil, aludo más sencillamente a las seis de la mañana o de la tarde.

China es el país que, en la actualidad, ofrece revelaciones más útiles para el historiador. Visité el país por vez primera en 1971, como director de películas para televisión, y de nuevo en 1985, mientras escribía un libro sobre la guerra de Corea. En ninguna de las dos ocasiones me resultó posible abrirme paso a través de la cultura de la propaganda, con su mano de hierro. En 2005, por el contrario, hallé que el común de los chinos charlaba con amabilidad, calma y una franqueza notoria. Muchos, por ejemplo, no vacilaban en mostrar respeto por Chiang Kai Shek, pero reservas hacia Mao Zedong, algo inasumible treinta años antes.

Algunos chinos comentaron, con acritud, que la Revolución Cultural Maoísta había sido una experiencia personal peor que la Segunda Guerra Mundial. Casi todos los miembros de asociaciones nacionalistas sufrieron la confiscación y destrucción de sus papeles y fotografías personales. Varios padecieron largos periodos de cárcel; uno de ellos, porque el servicio militar en la guerrilla de patrocinio soviético hizo que fuera denunciado como agente ruso al cabo de veinte años. La mayoría de mis entrevistas en China y Japón las he realizado personalmente, con la ayuda de intérpretes, pero cuatro antiguas «mujeres de solaz» chinas, explotadas por el ejército japonés, se negaron a contar sus historias ante un hombre, por demás occidental, por lo que hablaron con mi espléndida investigadora china Gu Renquan.

En la China moderna, al igual que en Rusia y, en cierta medida, en Japón, no existe una tradición de estudios históricos objetivos. Incluso desde la universidad se pronuncian afirmaciones absurdas sin el más mínimo apoyo factual o documental. Esta deficiencia es particularmente clara en lo que respecta a la guerra chino-japonesa, que continúa siendo un foco de pasiones nacionales, fomentadas por el gobierno chino con intención política. Un investigador occidental escéptico, sin embargo, sigue teniendo a su alcance muchos más datos de los que eran accesibles hace diez o veinte años. Me llenó de júbilo hallarme en la frontera con Rusia, cubierta por la nieve, en la zona en la que los ejércitos soviéticos barrieron en su paso del río Ussuri, en agosto de 1945; reptar por los túneles de la inmensa y antigua fortaleza japonesa de Hutou, algunos de los cuales se han abierto de nuevo al público, como parte de un museo local (el Museo-Fortaleza de Vestigios de la Agresión Japonesa contra China); encontrarme con campesinos que fueron testigo de las batallas… En cierto café de Hutou, a las nueve de la mañana, los lugareños se apiñaban en torno de un gran televisor para contemplar uno de los numerosísimos melodramas que los directores chinos están dedicando a la guerra japonesa. Esta épica de celuloide, en la que resuenan con estridencia las risas diabólicas de los nipones mientras masacran a los heroicos campesinos chinos, hace que, en comparación, películas bélicas de Hollywood como Arenas sangrientas[2] parezcan ejemplos de comedimiento.

Cuando pregunté a Jiang Fashun —que en 1945 era un campesino adolescente de Hutou— si recordaba momentos felices de su infancia, me respondió con amargura: «¿Cómo puede preguntarme eso? Nuestras vidas eran inenarrables. No hacíamos más que trabajar, trabajar y trabajar y sabíamos que, si enfadábamos a los japoneses, por la razón que fuera, seguiríamos los pasos de cuantos habían sido arrojados al río con las manos atadas a una roca». En su piso de Harbin, el anciano Li Fenggui, de ochenta y cuatro años, revivió con energía los movimientos de una lucha con bayoneta, como la que lo enfrentó a un soldado japonés en 1944.

Igualmente, en Japón, en su minúscula casa de muñecas de las afueras de Tokio, el capitán Haruki Iki conserva con aprecio una maqueta de plástico del bombardero en el que voló antaño, armado con torpedos, junto con una estridente pintura del crucero de combate Repulse, que él envió al fondo del mar en 1941. Encontrarse con Iki es hacerlo con una leyenda. A sus ochenta y siete años, el antiguo piloto de la Marina Kunio Iwashita conserva la energía y la rapidez de movimientos de un hombre treinta años más joven. Hoy se lo conoce en Japón como «Señor Zero». Me reuní con él cuando acababa de regresar del estreno de una nueva película japonesa, la escabrosa Hombres del Yamato. Iwashita voló sobre el inmenso acorazado en la misma mañana en la que resultó hundido, en abril de 1945, y no ha olvidado nunca el espectáculo. Afirmaba, con una sonrisa irónica: «Me pasé la película sollozando».

Pregunté a otro piloto de cazas de la Marina, Toshio Hijikata, cómo pasaban las horas él y los compañeros en Kyushu, en los primeros meses de 1945, mientras se preparaban para encontrarse con formaciones de B-29 estadounidenses, del mismo modo en el que los pilotos de la RAF esperaban a la Luftwaffe cinco años antes, durante la batalla de Inglaterra. Según Hijikata: «Jugábamos mucho al bridge. Era parte del espíritu general de la Armada Imperial Japonesa, que se esforzaba sobremanera por emular a la Marina británica». Imaginar a los pilotos japoneses con el tres de picas y el cuatro de tréboles entre medio de sus salidas me resultó del todo inesperado y simpático.

Mi hija comentó una vez, en un contexto doméstico: «La vida es aquello a lo que te acostumbras, papá». Me parece una verdad importante a la hora de comprender cómo responde el ser humano a las circunstancias. Es notable cómo los jóvenes —más que ningún otro grupo— se adaptan a situaciones que podrían parecer insufribles, cuando es lo único que han conocido. A lo ancho del mundo, la generación que se adentró en la madurez durante la Segunda Guerra Mundial aprendió a aceptar los terrores y privaciones de la guerra como algo normal. Y ello se aplica a muchas personas de cuyas historias intento dejar constancia en este libro.

Conviene realizar algunas observaciones generales sobre las pruebas y los datos disponibles. La más obvia de todas es la de que debemos ser escépticos, incluso en lo que atañe a la lectura de actas contemporáneas de reuniones, de diarios de guerra o de cuadernos de bitácora. Son pocos los relatos oficiales, en cualquier lengua, que reconocen el desastre, el pánico o el fracaso de forma expresa, o que admiten que los miembros de la unidad salieron huyendo. De la misma manera, es probable que muchas de las frases magníficas atribuidas por los historiadores a los participantes sean apócrifas. Resulta infinitamente más sencillo imaginar, con posterioridad, lo que se debería haber dicho en una crisis, que saber lo que se afirmó en realidad. Sin embargo, las ocurrencias que han pervivido a lo largo de las generaciones retienen cierta validez, en la medida en que parecen atrapar cierto espíritu del momento, como el «¡Anda ya!» que se supone respondieron los estadounidenses en Bastogne, cuando los alemanes exigieron su rendición.

La historia oral que se ha recopilado a principios del siglo XXI, al entrevistar a los hombres y mujeres que vivieron aquellos hechos de hace más de sesenta años, resulta de gran valor como ejemplificación de los estados de ánimo y las actitudes. Pero es frecuente que un anciano haya olvidado demasiadas cosas o crea recordarlas en exceso. Los que hoy siguen con vida eran muy jóvenes en los años de la guerra: si ocupaban cargos en el ejército o el gobierno, eran de tercer o cuarto orden. No sabían nada de lo que ocurría fuera de su ámbito de acción o de información personal. Las reflexiones de miembros de ese grupo de edad no pueden considerarse representativas de la mentalidad o el comportamiento de una nación entera en 1944-1945. Es imprescindible, por ende, reforzar sus relatos con los testimonios escritos de quienes vivieron aquellos tiempos a una edad más madura y desde una posición más elevada.

Llama la atención la rapidez con la que cambian las percepciones históricas. Por ejemplo, en el Japón de posguerra, el general Douglas MacArthur era un héroe, un símbolo, casi un dios, en reconocimiento a lo que se percibió como generosidad hacia el pueblo japonés derrotado. Pero Kazutoshi Hando, un historiador moderno, ha escrito: «En el Japón de la actualidad, MacArthur es casi un desconocido». Algo parecido me dijo un historiador chino: pocos de sus compatriotas más jóvenes han oído hablar de Stalin. Me siento obligado a renovar asimismo una advertencia que ya incluí en el prefacio a Armagedón las estadísticas que menciono son las que entiendo más fiables de entre todas las disponibles, pero en lo que respecta a las cifras de la Segunda Guerra Mundial, debemos manejarnos siempre con cautela. Las cifras que describen las acciones estadounidenses y británicas —pero no las que calculan las bajas causadas al enemigo, sin duda— resultan creíbles; las de otras naciones son polémicas o poco más que suposiciones. Por ejemplo, aunque la Matanza de Nanjing queda fuera del espacio cronológico de mi libro, estoy convencido de que el conocido libro de Iris Chang[3] recoge una cifra de muertos superior a la población real de la ciudad en 1937 (según los archivos conocidos). Esto no invalida el retrato de horror que describe la autora, pero sí que pone de manifiesto la dificultad de establecer números verosímiles, por no decir ya concluyentes.

Cuanto más tiempo dedico a escribir libros sobre la Segunda Guerra Mundial, más consciente soy de que debemos ser extraordinariamente humildes al pronunciar juicios sobre quienes la llevaron a término. El político y diplomático Harold MacMillan, ministro británico en el Mediterráneo entre 1943 y 1945, y más adelante primer ministro del Reino Unido, me reveló en cierta ocasión algunos detalles de su último encuentro con el mariscal de campo Harold Alexander, posterior conde de Túnez y comandante en jefe, durante la guerra, de las tropas aliadas en Italia. «Íbamos al teatro juntos y me volví y le dije una de esas frases de viejo: “Alex, ¿no sería fantástico tenerlo de nuevo todo por delante, todo por hacer?”. Pero Alex negó con decisión: “No, no. No creo que nos saliera igual de bien”». Los que nunca nos hemos visto obligados a participar en una gran guerra debemos dar gracias e inclinarnos ante todos aquellos, humildes o poderosos, que sí lo han hecho.

MAX HASTINGS

Hungerford (Inglaterra) y Kamogi (Kenia), enero de 2007